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Capítulo 1

La historia de todos los guatemaltecos pobres

“Me llamo Rigoberta Menchú. Tengo veintitrés años. Quisiera dar este testimonio vivo que no he aprendido en un libro y que tampoco he aprendido sola ya que todo esto lo he aprendido con mi pueblo... No soy la única, pues ha vivido mucha gente y es la vida de todos. La vida de todos los guatemaltecos pobres y trataré de dar un poco mi historia. Mi situación personal engloba toda la realidad de un pueblo.” —Me llamo Rigoberta Menchú, página 1.

Cautelosamente, iba acercándome al pueblo maya ixil de Chajul, en el altiplano occidental de Guatemala. Salvo en las fiestas patronales, se trata de un lugar tranquilo de casas de adobe encalado y tejas rojas, donde los niños juegan ingeniosamente con restos recogidos en la basura y los adultos son más correctos que amistosos. La mayoría habla un poco de español, pero su lengua vernácula es el ixil, uno de los idiomas mayas hablados por los guatemaltecos descendientes de la civilización precolombina. A principios de los 80, el ejército guatemalteco arrasó todas las aldeas vecinas con el fin de derrotar a un movimiento guerrillero de ideología marxista. Ocasionalmente, el ejército seguía trayendo de las montañas contiguas prisioneros que eran arrastrados a un destino desconocido. O tiraba un cadáver en la plaza como advertencia de lo que les pasaba a los subversivos. Bajo estas circunstancias, yo no tenía derecho a esperar que nadie estuviera dispuesto a hablar de lo sucedido, no mientras la guerrilla siguiera luchando, ciertas aldeas permanecieran bajo su control y el resto de la población estuviera bajo la mirada sospechosa del ejército.

Afortunadamente, algunos chajules consintieron ayudarme. Entre ellos había un anciano llamado Domingo. Cuando hubo narrado los sufrimientos del pueblo, le pregunté sobre otros incidentes de los informes de derechos humanos para ver si podía corroborarlos. De repente Domingo me miraba perplejo. Una de mis preguntas le había pillado desprevenido. ¿El ejército había quemado prisioneros vivos en la plaza del pueblo? Aquí no, respondió. Sin embargo eso es lo que yo había leído en Me llamo Rigoberta Menchú, la autobiografía de la joven maya k'iche' que ganaría pocos años después el Premio Nobel de la Paz.{1}

Domingo y yo estábamos en la calle principal, mirando hacia la vieja iglesia colonial que se eleva sobre la plaza. Según el libro que hizo famosa a Rigoberta fue en esta misma plaza donde los soldados habían formado en fila a veintitrés prisioneros, incluyendo a su hermano menor, Petrocinio. Los cautivos estaban desfigurados tras semanas de tortura, sus cuerpos estaban hinchados como vejigas y el pus supuraba de sus heridas. Metódicamente, los soldados cortaron con tijeras las ropas de los presos, para mostrar a sus familiares cómo había sido infligida cada herida con un instrumento de tortura diferente. Luego de una arenga anticomunista, los soldados empaparon a los capturados en gasolina y los quemaron. Con sus propios ojos, Rigoberta vio cómo su hermano se retorcía hasta morir.{2} Este era el pasaje más dramático de su libro, publicado en revistas y leído en voz alta en conferencias, en salones a oscuras excepto por una luz iluminando al narrador. Sin embargo, Domingo decía que el ejército nunca había incinerado prisioneros vivos en la plaza del pueblo, y él fue el primero de siete lugareños que me contaron lo mismo.

El departamento de El Quiché, donde nació Rigoberta y donde está situado Chajul, está habitado por campesinos que comparten una inquebrantable dedicación al cultivo del maíz. Sus valles y montañas tienen una cualidad épica y El Quiché impresiona a sus visitantes con su belleza. Pero las altas laderas montañosas están marcadas por la deforestación y la erosión. Muchas de las milpas están en lugares tan abruptos que resultan prácticamente inaccesibles. No merecería la pena cultivarlas a menos que escasearan las tierras, siendo éste el caso de la mayor parte de la población. El terreno es tan poco prometedor que los españoles, después de conquistarlo en el siglo XVI, fueron hacia otros lugares en busca de riquezas. En vez de adjudicarse propiedades para ellos, entregaron la región a los misioneros católicos. Apenas hace un siglo llegó a El Quiché un capitalismo rudimentario encarnado por ladinos que utilizaron el alcohol para endeudar a los indígenas y arrastrarlos a las fincas. Por los años 70 los descendientes de varias generaciones profundamente explotadas estaban defendiendo sus derechos con más efectividad que antes. Si lo peor había pasado, todavía quedaban muchas injusticias acumuladas.

Se podría aducir que ésta fue la razón por la que un grupo llamado Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) se convirtió a finales de la década de los 70 en un movimiento popular. La breve liberación resultante fue seguida por una aplastante ocupación militar. Al igual que otros baluartes de la guerrilla en la década de los 80, tales como los departamentos de Chalatenango y Morazán en El Salvador y la provincia de Ayacucho, en Perú, El Quiché se convirtió en un distrito quemado. En 1981-1982 la guerra mató aquí y en otras partes del altiplano guatemalteco a unas 35.000 personas y desplazó a cientos de miles más. Posteriormente, algo que no habría de faltar serían las memorias de horror. En Chajul, el ejército colgó a docenas de civiles del balcón de la municipalidad para castigarlos por supuestos contactos con la guerrilla. A otros les cortaban la garganta y los abandonaban para pasto de los perros. Otros más murieron en el interior de viviendas que los soldados convirtieron en piras funerarias. Sin olvidar a las viudas (645) y a los huérfanos (1.425). Con el fin de derrotar a un enemigo invisible, el ejército mató a miles de civiles en Chajul y los otros dos municipios ixiles. A otros cientos les mató la guerrilla para mantener a raya a su vacilante base de apoyo.{3}

La crónica más leída sobre la violencia en Guatemala procedió de una mujer de veintitrés años que creció en el cercano municipio de Uspantán. Rigoberta Menchú nació en una aldea campesina en la que el español era una lengua extranjera y casi todo el mundo era analfabeto. En 1982, en vez de recitar masacres y recuentos de muertes hasta la saciedad, Rigoberta, durante una semana en París, grabó en cintas la historia de su vida, en castellano y no en su lengua nativa maya k'iche'. La entrevistadora, una antropóloga llamada Elizabeth Burgos-Debray, transcribió los resultados, los puso en orden cronológico y los publicó en forma de testimonio o autobiografía oral.

El relato de Rigoberta incluye cálidos recuerdos de su infancia en una aldea indígena que vivía en armonía consigo misma y con la naturaleza. Aunque sus padres son tan pobres que se desplazan cada año con sus hijos a la Costa Sur de Guatemala para trabajar a cambio de salarios miserables en las cosechas del café y del algodón. Las condiciones en las fincas son tan espantosas que dos de sus hermanos mueren en ellas. Entretanto, el padre de Rigoberta, Vicente Menchú, funda en el altiplano un asentamiento llamado Chimel, en un margen del bosque del norte de Uspantán. Vicente, el héroe de la narración de su hija, se enfrenta a dos enemigos en su lucha por la tierra. El primero se trata de unos finqueros ladinos, vecinos no-indígenas que reclaman las tierras para ellos. En dos ocasiones los desalmados finqueros expulsan a los Menchú y a sus vecinos de sus hogares. Vicente también es encarcelado dos veces, y golpeado tan brutalmente que necesita casi un año de hospitalización.{4}

El otro enemigo de Vicente es el gubernamental Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA). En teoría el INTA ayuda a los campesinos a obtener el título de propiedad de tierras nacionales, pero según Rigoberta lo que realmente hace es ayudar a los terratenientes a expandir sus fincas. El resultado para Vicente es un purgatorio de amenazas por parte de los topógrafos, de citaciones en la capital y de presiones para firmar documentos misteriosos. Con el fin de pagar los abogados, secretarios y testigos necesarios para sacar a Vicente de la cárcel, toda la familia se resigna a seguir sometida a la explotación. Rigoberta se traslada a la Ciudad de Guatemala para trabajar con una familia rica que alimenta a su perro mejor que a ella.{5} Su padre empieza a involucrarse en los sindicatos campesinos y a partir de 1977 está ausente la mayor parte del tiempo, viviendo en la clandestinidad y organizando a otros campesinos que afrontan las mismas amenazas. Tras años de persecución, ayuda a fundar el legendario Comité de Unidad Campesina (CUC), una organización que se suma al movimiento guerrillero.

Durante el transcurso de los acontecimientos, la adolescente Rigoberta adquiere una profunda conciencia revolucionaria. Al igual que su padre, se hace catequista de la Iglesia Católica. Cuando el ejército ataca las aldeas, ella les enseña a defenderse cavando trampas, fabricando cócteles Molotov e incluso capturando soldados rezagados. Pero la autodefensa no logra evitar que su familia sea devorada por las atrocidades. Primero es el secuestro de su hermano menor, Petrocinio, que tras semanas de torturas es quemado vivo en Chajul. Luego su padre va a la capital liderando a un grupo de manifestantes que, en un intento desesperado por llamar la atención, ocupan la embajada de España el 31 de enero de 1980.

En un crimen denunciado en todo el mundo, la policía antimotines asalta la embajada. Vicente Menchú y treinta y cinco personas más mueren en el incendio resultante, que la opinión general atribuye a un artefacto incendiario lanzado por la policía. La comunidad internacional está indignada. Pero esto no protege a la familia de Rigoberta. Después el ejército secuestra a la madre de Rigoberta, que es violada y torturada hasta que muere. En homenaje a sus padres mártires, Rigoberta se convierte en organizadora del Comité de Unidad Campesina. No habiendo tenido nunca oportunidad de ir a la escuela, aprende castellano con la ayuda de sacerdotes y monjas. Cuando ya que se ha convertido en líder como su padre, las fuerzas de seguridad la persiguen y tiene que escapar a México.

Diez años después de contarle su historia a Elizabeth Burgos, Rigoberta recibió el premio Nobel de la Paz, como representante de los pueblos indígenas en el 500 aniversario de la colonización europea de las Américas. El Comité Nobel también quiso dar un impulso a las interrumpidas conversaciones de paz entre el gobierno guatemalteco y sus adversarios de la guerrilla, la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). En teoría, la democracia había vuelto a la patria de Rigoberta, pero el ejército seguía imponiendo parámetros estrechos sobre lo que se podía decir y hacer. Quizás el reconocimiento internacional hacia una de sus víctimas empujaría al ejército a hacer concesiones.

Un símbolo internacional de los derechos humanos

“Ganamos el Nobel de literatura en un país de analfabetos, y ahora ganamos el Nobel de la paz por una guerra interminable.” —Anciano en la calle, 1993{6}

Cuando apareció Me llamo Rigoberta Menchú en 1983, nadie podía imaginarse que la narradora se convertiría en premio Nobel. Pronto quedó claro que éste era uno de los testimonios más poderosos producidos por América Latina en los últimos tiempos. El libro tuvo todo un impacto en los lectores, incluyendo a muchos que conocen bien Guatemala. Puesto que fue eficazmente prohibido en Guatemala durante la década de los 80, la mayoría de los lectores eran extranjeros, que podían elegir el libro en cualquiera de las once lenguas a las que se tradujo el original en castellano. Rigoberta se convirtió en una figura conocida en el circuito de los derechos humanos de Europa y Estados Unidos, participó en comisiones de las Naciones Unidas y fue colmada de doctorados honoris causa. Pocos meses antes del Nobel, tenía que elegir entre 260 invitaciones internacionales, incluyendo una del primer ministro de Austria y otra de la reina de Inglaterra. Dos años después decía que habían aumentado a más de siete mil.{7}

Una de las razones por las que el testimonio de Rigoberta tuvo tanta credibilidad es que todo aquello sonaba muy familiar para cualquiera que estuviera al corriente de cómo habían sido desposeídos por la colonización los pueblos nativos. Sus experiencias eran un asombroso micro cosmos de los procesos más amplios con los que a lo largo de quinientos años habían despojado a los pueblos indígenas de sus tierras y los habían explotado como mano de obra y reducido a ciudadanos de segunda clase en sus propios países. En sustitución de los colonos europeos estaban sus herederos contemporáneos, los blancos y los mestizos de habla hispana conocidos como ladinos.

Al ser la crónica de una mujer perteneciente a un grupo racial oprimido, Me llamo Rigoberta Menchú abordaba aspectos más amplios de la vida intelectual. En las universidades de los Estados Unidos se volvió parte de un canon nuevo y ardientemente discutido en la intersección del feminismo, los estudios étnicos y la literatura conocida como multiculturalismo. Para los conservadores, el libro ejemplificaba el reemplazo de los clásicos occidentales por las diatribas marxistas.{8} A sus oídos, las referencias de Rigoberta a la resistencia cultural, la teología de la liberación y la lucha armada sonaban como una imitación improbable de la jerga políticamente correcta. Incluso los benévolos podían encontrarla mojigata, la fuente de una ideología difícil de asumir cuyos campesinos virtuosos y terratenientes villanos se parecían demasiado a varios siglos de imaginación literaria occidental. En el propio país de Rigoberta, las clases altas la consideraban una marioneta de los comandantes, los líderes ladinos de la URNG exiliados en México. Muchos guatemaltecos se sentían incómodos por sus vínculos con un movimiento guerrillero que, aun después de que ella recibiera el Nobel de la Paz, rechazaba los llamados para un alto al fuego.

Pero para la izquierda guatemalteca, sus aliados en el resto de América Latina y sus simpatizantes estadounidenses y europeos, Me llamo Rigoberta Menchú era un ejemplo conmovedor de resistencia contra la opresión. Lo consideraron un texto autorizado sobre las raíces sociales de la violencia política, de las actitudes indígenas frente al colonialismo y de los debates sobre etnicidad, clase e identidad. No era una coincidencia que tuviera lugar en Guatemala, porque éste es un país que desde hace mucho tiempo ha atraído a los extranjeros en una proporción desmesurada para su tamaño. Encuentran ahí una cultura rica y una tragedia política, la segunda se remonta a 1954, el año en que Estados Unidos derrocó un gobierno electo y lo reemplazó con una dictadura anticomunista. Cuando Rigoberta contó su historia, no había habido unas elecciones presidenciales creíbles en treinta años. Sin embargo, a principios de 1982 parecía que una coalición de organizaciones guerrilleras marxistas estaba a punto de cambiarlo todo. La victoria estaba próxima ya que los oficiales del ejército que dirigían Guatemala habían perdido la cabeza, al extremo de reprimir a sus propios aliados de la clase alta. Indignados por los secuestros y las masacres del gobierno, un número creciente de guatemaltecos confiaban en la guerrilla para su liberación, especialmente en el densamente poblado altiplano indígena al noroccidente de la capital.

Grabado en París, el testimonio de Rigoberta capturaba el terror y también la esperanza en el apogeo revolucionario de Centro América. Al igual que los guerrilleros del vecino El Salvador, los rebeldes guatemaltecos querían repetir la victoria sandinista de 1979 en Nicaragua. Querían desmantelar un aparato militar represivo, distribuir las tierras agrarias y convertir una sociedad capitalista en una socialista. Pero los rebeldes se expandieron demasiado rápido, más allá de su capacidad de organizar a sus seguidores. Las armas que tenían que llegar de una Cuba revolucionaria nunca llegaron, dejando a los campesinos a merced de un ejército desbocado. Justo en el momento en que varias organizaciones guerrilleras se fundían en la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca, la corriente se volvió en su contra. Su infraestructura civil no pudo mantenerse, acosada por las matanzas del ejército. A mediados de 1982 estaban en franca retirada. Para todos, excepto sus partidarios más incondicionales, estaba claro que el ejército había ganado la guerra.

Una década más tarde la guerrilla seguía siendo un problema para el ejército, pero nunca recuperó el apoyo que había tenido a principios de los 80. Perdida la esperanzas de ocupar el poder, la URNG dilató una guerra de guerrillas para obtener “Paz con justicia”, concesiones importantes de las negociaciones que se prolongaban desde hacía seis años. Guatemala recuperó un gobierno civil en 1986, pero seguía estando dominada por el ejército, que no veía razón alguna para ser generoso con un enemigo que sólo era la sombra de su fuerza anterior. Era éste el punto muerto de uno de los conflictos internos más largos de América Latina. A medida que empezó a acumularse la presión internacional sobre los beligerantes, los debates en torno a los derechos humanos se convirtieron en una arena más decisiva que el campo de batalla.

Cuando Rigoberta contó su testimonio en 1982, habló abiertamente de su relación con la guerrilla. A diferencia de sus dos hermanas menores, ella no era combatiente del Ejército Guerrillero de los Pobres. Pero pertenecía a dos frentes organizativos, Cristianos Revolucionarios Vicente Menchú y Comité de Unidad Campesina, que estaban públicamente comprometidos con el EGP. Aunque los cuadros como ella por lo general no portaban armas, podían darse por muertos si caían en manos de las fuerzas de seguridad. En aquel tiempo, la franqueza de Rigoberta acerca de sus afiliaciones revolucionarias no era un riesgo puesto que el enemigo era una dictadura que había perdido toda su legitimidad. La guerrilla parecía tener una buena probabilidad de ganar y contaba con gran simpatía en el extranjero. No obstante, pocos años después estaba claro que la lucha armada no llegaría a ninguna parte. La guerrilla perdió credibilidad entre la mayoría de los guatemaltecos, el ejército transfirió el poder a los civiles en un supuesto retorno a la democracia. Por esta época la relación de Rigoberta con la URNG y el EGP se volvió turbia. Se convirtió en un tema delicado cuya sola mención levantaba acusaciones de caza de brujas.

Sin embargo, Rigoberta seguía siendo un activo obvio para la guerrilla porque ella achacaba toda la responsabilidad de la violencia a las fuerzas del gobierno. Nunca criticó a sus viejos camaradas. Su historia era tan convincente que ella se convirtió en el símbolo más atractivo del movimiento revolucionario, recomponiendo las imágenes de resistencia de la década anterior. Era el rostro humano de una oposición que aún tenía que operar en secreto. También era una indígena maya que validaba la reivindicación del movimiento revolucionario en cuanto a representar al pueblo indígena, el cual conforma aproximadamente la mitad de los diez millones de habitantes del país. Si bien ellos no eran libres para expresar sus opiniones, ella sí lo era, y resultaba evidente que apoyaba al movimiento revolucionario aunque éste estuviera dirigido por no-indígenas.

Rigoberta también se convirtió en la voz más ampliamente reconocida de otro movimiento que era diferente al de los insurgentes. A principios de la década de los 90, el movimiento maya estaba formando docenas de organizaciones nuevas para superar las barreras entre indígenas de diferentes grupos lingüísticos, defender su cultura y alcanzar la igualdad con los ladinos. A diferencia de los compañeros mayas que militaban en organizaciones populares que seguían la línea de la URNG, la nueva ola de activistas criticaba tanto a la guerrilla como al ejército. Tenían dudas con respecto a Rigoberta debido a su aparente carrera en la URNG. Pero podían identificarse con su historia de persecución, aunque no sabían quién era hasta que el movimiento revolucionario empezó a hacerle publicidad como candidata al Nobel. Para esta gran audiencia, Rigoberta y su testimonio representaban lo que ellos habían sufrido.

Luego del premio de la paz, uno de mis colegas se encontró a un hombre que le dijo: “Todas esas cosas que le pasaron a Rigoberta, me pasaron a mí. Incluso lo escribí todo, igual que hizo ella. Y después enterré lo que había escrito. Lo enterré en la tierra. Pero Rigoberta no enterró lo que escribió. Lo publicó en un libro y ahora todo el mundo puede leer lo que pasó.”{9} “Está trabajando para nuestra gente”, me contó un pariente suyo. “Es nuestra representante para la gente indígena que están algo atrasados, no para la gente pudiente. Qué milagro que alguien como nosotros que come tortilla y chile llegue al premio Nobel, a saber cómo sucedió eso. Está hablando a favor de toda nuestra gente, no solo de ella. Qué Dios la bendiga.”

Hasta que la nominación del Nobel permitió que Rigoberta visitara Guatemala, su principal audiencia fue internacional. Ahí fue donde comenzó a contar su historia y donde confirmó el planteamiento del movimiento revolucionario de que éste representaba a los indígenas guatemaltecos. Una vez que la guerrilla fue derrotada en muchos aspectos, sus actividades militares se redujeron al nivel necesario para mantener su participación como contraparte de la negociación nacional. La guerra internacional, la relacionada con la imagen, se volvió la más importante, y ésta es la que ganó la guerrilla con la ayuda de Me llamo Rigoberta Menchú. Al contar la historia de su vida, Rigoberta tradujo crímenes fácilmente ignorados en poderosos símbolos internacionales que podían ser utilizados en contra del ejército.

La mayor parte de las presiones que obligaron al ejército y al gobierno a negociar procedían del exterior, y estaban generadas por el discurso de derechos humanos. Dentro de una cadena recurrente de acontecimientos, el ejército guatemalteco fue acusado de atrocidades que los grupos de derechos humanos divulgaron en el extranjero. Obligados a responder, los gobiernos extranjeros y los grupos internacionales exigían al gobierno guatemalteco que rindiera cuentas, so pena de detener el próximo certificado de derechos humanos o el próximo paquete comercial. Las élites del país comprendieron que la única manera de normalizar las relaciones con el resto del mundo era aceptar las conversaciones de paz propiciadas por las Naciones Unidas. Sin esta cadena de transmisión, que a menudo ha convertido situaciones locales complicadas en símbolos internacionales dramáticos, a finales de 1996 probablemente no se hubieran firmado los acuerdos de paz entre un gobierno civil, el todavía poderoso ejército y los vestigios del movimiento guerrillero.

Una perspectiva diferente de Me llamo Rigoberta Menchú

Cuando en 1987 inicié mis visitas a El Quiché para entrevistar a los campesinos acerca de la violencia y la reconstrucción, no tenía motivos para dudar de la veracidad de Me llamo Rigoberta Menchú. Que yo sepa, nadie más los tenía. Lo que Rigoberta contó acerca del ejército guatemalteco, el punto más importante del libro para la mayoría de los lectores, coincidía con otros testimonios. Recuerdo haberme sorprendido cuando en una revisión rutinaria de las atrocidades, descrita al principio de este capítulo, no logré corroborar la inmolación de su hermano y otros cautivos en la plaza de Chajul. Puesto que pude verificar que el hermano había muerto en Chajul, aunque no exactamente en la forma descrita, no me sentí obligado a convocar una conferencia de prensa. Mis entrevistas confirmaban tantas acusaciones contra el ejército guatemalteco que el problema parecía mínimo.

Sólo después de haberme familiarizado con lo que los campesinos tenían que decir fui consciente de que su testimonio no respaldaba al de Rigoberta en dos aspectos fundamentales. No se cuestionaba la reputación del ejército guatemalteco, en ese sentido la imagen que Rigoberta da de la violencia era bastante verídica. Ni tampoco los sentimientos de los campesinos hacia el ejército. La mayoría parecía compartir con Rigoberta el mismo resentimiento hacia las fuerzas armadas, aún si lo expresaban en voz baja puesto que seguían bajo la ocupación militar. En lo que la mayor parte de los campesinos no coincidía con Rigoberta era, en primer lugar, en su definición del enemigo. A diferencia de Me llamo Rigoberta Menchú, que describe a los guerrilleros como liberadores, mis fuentes ixiles tendían a agrupar a soldados y guerrilleros como amenazas para sus vidas. En lugar de ser héroes populares, los guerrilleros, al igual que los soldados, eran personas armadas que les traían problemas.

“Ellos buscan la bulla, no las necesidades de la familia”, me dijo un ex combatiente, explicando por qué aceptaba una amnistía del gobierno. “A ambos, la guerrilla y el ejército, les gusta la bulla. Pero nosotros somos población civil, sólo queremos cultivar nuestra milpa”. Un funcionario ixil dijo: “No es un problema entre el pueblo y la guerrilla, ni entre el ejército y el pueblo, sino entre ellos. Nos están usando como un escudo porque, cuando hay enfrentamientos, el ejército manda a los patrulleros a pelear. Y cuando los guerrilleros atacan, traen a los civiles para pelear con los mismos civiles”.

Obviamente, el contraste con el testimonio de Rigoberta podía tratarse de una cuestión de tiempo. Ella contó su historia en 1982, en el momento álgido de la movilización revolucionaria, cuando mayor era el número de campesinos que apoyaba a la guerrilla. En aquel entonces, es posible que más campesinos secundaran sus declaraciones. Quizás, yo había llegado demasiado tarde para percibir cómo se sentían y cómo proyectaban expresarse en el futuro. Sin embargo mis entrevistas con los ixiles también sacaron a la luz un segundo contraste más perturbador con la versión de la violencia según Rigoberta, que no se podía explicar como resultado del desencanto con la que fuera una guerrilla popular.

Los campesinos de Me llamo Rigoberta Menchú han sido acorralados contra la pared por los finqueros y sus guardianes militares que se dedican a acosar a los disidentes. Su aldea no tiene otra opción más que la de organizar la autodefensa y recurrir a la guerrilla en busca de apoyo. Por lo tanto la insurgencia surge a partir de la necesidad más básica de los campesinos, sus tierras. Esta es la explicación socioeconómica de la insurgencia, la teoría de la pobreza o tesis del empobrecimiento, es así cómo las organizaciones guerrilleras y sus partidarios acostumbran justificar el costo de la lucha armada. Cuando el pueblo se enfrenta a condiciones cada vez peores, no le queda, pues, más alternativa que hacerle frente al sistema, y es ahí donde surge la guerrilla para facilitar los líderes.

Estas no eran las condiciones pre bélicas de las que oí hablar en el curso de mis entrevistas con los ixiles. Vivían, efectivamente, bajo una dictadura militar, algunos ladinos tenían pésima reputación y al menos unos cuantos ixiles estuvieron dispuestos desde un principio a convertirse en guerrilleros. Pero ésta no era una población que sólo pudiera defenderse por la fuerza. En vez de ello, los ixiles estaban aprendiendo a hacer uso de las elecciones y los juzgados. Así como para muchos campesinos guatemaltecos, los años 60 y 70 habían sido para ellos una época de logros modestos. Por lo general, los primeros grupos armados que recordaban eran guerrilleros, que fueron acusados por muchos campesinos de la subsecuente llegada de los soldados. Los secuestros del ejército no comenzaron como reacción a los esfuerzos pacíficos de los ixiles para mejorar su vida sino a la llegada de los cuadros guerrilleros. Si alguien prendió la llama de la violencia política en la región ixil fue el Ejército Guerrillero de los Pobres. Sólo entonces las fuerzas de seguridad militarizaron la región y la convirtieron en un campo de matanzas.

¿Fue diferente en el vecino Uspantán? ¿O Me llamo Rigoberta Menchú expresaba una razón de ser para la insurgencia que no procedía realmente de los campesinos, que más bien procedía de alguien que decía hablar en nombre de éstos? Nadie había entrevistado nunca a los antiguos vecinos de Rigoberta para comparar sus historias con la suya. En junio de 1989 fui a Uspantán por primera vez. Mi visita confirmó el perfil básico de Me llamo Rigoberta Menchú, que ella procedía de la aldea de Chimel y que su padre, su madre y su hermano menor habían muerto al inicio de la violencia. Sin embargo, un solo día en Uspantán suscitó otros problemas con el relato de Rigoberta. En este punto hice lo que hace cualquier estudiante de post grado sensato ante un descubrimiento controvertido. Abandoné el tema y me centré en mi tesis doctoral. No fue hasta más tarde, ya de regreso en Estados Unidos, cuando supe que tendría que confrontar la autoridad del testimonio de Rigoberta. Una discrepancia no muy importante sobre cómo muere su hermano en Chajul fue el primer anuncio de algo más importante: la considerable brecha entre la voz del compromiso revolucionario encarnado por Rigoberta y las voces de los campesinos que yo estaba escuchando.

Mis averiguaciones en la región ixil planteaban temas más amplios, debatidos dondequiera que hombres armados reclaman el apoyo popular. ¿Comenzó la lucha armada como respuesta defensiva de un pueblo oprimido? ¿O fue una estrategia proyectada por algún grupo externo? ¿Demuestra la rápida propagación del movimiento guerrillero que tenía un respaldo masivo? ¿O podría asentarse en las bases de una pequeña vanguardia, y la represión y la polarización obligaron a los habitantes a elegir partido? ¿Cuándo los campesinos proporcionan alimentos, refugio y jóvenes a los rebeldes, quieren lograr más o menos lo que los rebeldes quieren lograr? Por último, ¿consiguen los estrategas de la guerrilla lo que dicen que quieren conseguir? ¿La lucha armada protege a los campesinos de la represión y les da poder, o es una estrategia de alto riesgo que suele terminar en derrota y desilusión, luego de sacrificar campesinos en pos de románticas imágenes de resistencia?

Juzgando las historias ixiles sobre la violencia, decidí que los debates de las ciencias políticas y sociológicas sobre qué motiva a los campesinos a unirse a las insurgencias no estaban tomando en consideración los hechos elementales de vida en dichas situaciones. Según los ixiles, una vez que el EGP se trasladó a la escena y comenzó a sostener reuniones en las aldeas, sus habitantes se vieron expuestos a un dilema. Por una parte, si cooperaban con la guerrilla, el ejército los mataría. Por otra parte, si cooperaban con el ejército, la guerrilla los mataría. “Estamos entre dos fuegos”, me decían. Puesto que los guerrilleros eran menos homicidas y más atrayentes que los soldados, durante un tiempo muchos ixiles recurrieron a éstos en busca de protección contra un ejército enfurecido. Pero la mayoría no se incorporó a la guerrilla como un medio para satisfacer sus propias necesidades. En vez de ello, lo hicieron para sobrevivir a las repercusiones de la propia estrategia del EGP. Lo que resultó no fue un movimiento popular profundamente arraigado, lo que ayuda a explicar por qué la mayoría de los campesinos pronto se sintieron defraudados por éste.{10}

En 1993, cuando mi tesis se convirtió en libro, el título sería Entre dos fuegos en los pueblos ixiles de Guatemala. No fue bien recibido por muchos de mis colegas del traslapado movimiento de solidaridad (que organiza el apoyo para la izquierda centroamericana), del movimiento de derechos humanos (que supuestamente debe operar según los principios del derecho internacional y no del de las lealtades políticas) y de la comunidad académica (muchos de cuyos miembros son activistas o acatan los planteamientos de éstos).{11} El punto de vista dominante era que los ixiles, y por añadidura el pueblo guatemalteco, no se encontraban “entre dos fuegos”. Esto era crear una ecuación falsa entre dos fuerzas con niveles muy diferentes de credibilidad, cuando la mayoría de los guatemaltecos veía a una de ellas como los libertadores y a la otra como los opresores. Si hasta el quince por ciento de la población había muerto en la región en la que yo estaba entrevistando, ¿cómo podía saber que los sobrevivientes me estaban contando lo que realmente sentían?

Otra objeción era “Esto no es lo que leímos en Me llamo Rigoberta Menchú”. El testimonio de Rigoberta de 1982, producido para el movimiento revolucionario mientras estaba de gira en Europa, se había convertido en la perspectiva más aceptada sobre la relación entre la guerrilla y el campesinado guatemaltecos. A finales de los 80 y principios de los 90, el aura en torno a la versión de Rigoberta se extendió mucho más allá de su pueblo de origen, abarcando toda la guerra en el altiplano occidental. Todo análisis que contradijera sus afirmaciones y las del movimiento revolucionario que ella validaba tenía garantizada una acogida colérica. En el ámbito de la solidaridad y de los derechos humanos, así como en buena parte de la comunidad académica, muchos todavía sentían que Rigoberta merecía ser interpretada literalmente, como un monumento a las raíces populares del movimiento revolucionario de su tierra del norte. O que si la historia tenía que ser aceptada cum grano salis, cuestionarla no era asunto de ningún antropólogo estadounidense.

En el fondo, había dos argumentos en contra de refutar el testimonio de Rigoberta. Una era pragmático. Puesto que su testimonio había contribuido a la presión internacional que obligaba por fin al gobierno a negociar con la guerrilla, pudiera ser que no fuera el mejor momento para poner en duda su credibilidad. Este era un argumento que no podía descartar. Fue uno de los motivos por los que decidí no revelar mis averiguaciones, con la esperanza de que se firmara un acuerdo de paz. El segundo argumento me impresionaba menos: que un antropólogo no tenía derecho a contradecir la historia de Rigoberta porque ello violaría el derecho de una persona nativa a contar su historia a su manera.

Desde hace muchos años los antropólogos han recopilado historias de vida de sus informantes. Generalmente no profundizan en la veracidad de los resultados. La simple idea de refutar una historia de vida suena periodística. Es más importante la perspectiva del narrador y lo que dice acerca de su cultura. No obstante, además de ser un testimonio de vida, Me llamo Rigoberta Menchú fue una versión de hechos con objetivos políticos específicos. Se trataba también del más ampliamente aclamado ejemplo de testimonio, el género latinoamericano que ha llevado a los círculos académicos las vidas de los pobres con sus propias palabras poderosas. Todo el mundo acepta que los testimonios reflejan puntos de vista personales. Pero sus defensores también los consideran como fuentes fiables de información y voces representativas de clases sociales enteras. “Mi historia es la historia de todos los guatemaltecos pobres”, dijo Rigoberta, y su afirmación ha sido tomada muy en serio por todo el mundo, desde partidarios de los movimientos guerrilleros hasta el Comité Nobel.{12}

Si bien la veracidad de la laureada es un asunto legítimo, la naturaleza de mis averiguaciones resulta inoportuna para muchos académicos. A los antropólogos se nos clasifica como científicos sociales, pero buena parte de nuestro trabajo pertenece al ámbito de las humanidades. Recientemente nos ha afectado la teoría literaria y el escepticismo postmoderno acerca de la mera posibilidad de conocer la verdad. Al igual que otros académicos influenciados por estas tendencias, cada vez tenemos más dudas sobre nuestra autoridad para hacer declaraciones definitivas con respecto a los grupos subordinados. Avergonzados por la contribución del pensamiento occidental al colonialismo, preocupados por nuestro derecho a “representar” o retratar a las víctimas de este proceso, deseamos legitimizarnos de nuevo abogando por la perspectiva de los pueblos que estudiamos y retransmitiendo sus voces generalmente no escuchadas hasta ahora.

Eso era exactamente lo que yo mismo, como partidario de ese proyecto, estaba tratando de hacer: complementar una voz indígena con otras que no estaban siendo escuchadas. Pero no todas estas voces han sido creadas iguales. Algunas, como la de Rigoberta con su política militante, han sido mejor recibidas que otras. Se tiende a despreciar por vendidos a los campesinos mayas que rechazan la izquierda. O quizá han sido demasiado reprimidos como para decir lo que realmente piensan, por lo tanto lo que dicen no refleja sus verdaderos sentimientos. En cualquier caso, la identificación con ciertos tipos de voces marginalizadas se ha convertido en un nuevo y poderoso estándar de legitimidad entre los académicos, y Rigoberta Menchú es un símbolo evidente de ello. En ocasiones es invocada como si se tratara de un santo patronal, autorizando lo que de otro modo sería una incursión ilegítima en los asuntos de su pueblo. Por lo tanto, para algunos académicos poner en duda la veracidad de Me llamo Rigoberta Menchú es poco menos que monstruoso. Arroja dudas sobre todo el proyecto de otorgar autoridad a las voces de los oprimidos, y a la autoridad que ellos mismos derivan de esto.

En Europa y los Estados Unidos, Me llamo Rigoberta Menchú ha sido una de las piedras angulares para definir los problemas de los campesinos de Guatemala. Si el retrato que hace Rigoberta acerca de cómo empezó la violencia en Uspantán es cierto, entonces mi interpretación de los hechos en la región ixil no se puede extender a las áreas vecinas. Podría implicar que yo me equivoqué acerca de la región ixil. Pero si la versión de Rigoberta fuera errónea, entonces la acogida a su testimonio de 1982 habrá fomentado malentendidos sobre los problemas que enfrentan los campesinos. Asimismo pudiera suscitar en los observadores internacionales un dudoso paradigma de responsabilidad: que es suficiente identificar a una persona o grupo como representante de los oprimidos, y después abstenerse de contradecirlos.

Notas

{1} Siguiendo a la Academia de Lenguas Mayas de Guatemala, escribiré los nombres de los grupos lingüísticos mayas como sigue: “Quiché” se vuelve “K'iche'”; “Uspanteco” se escribe “Uspanteko”; “Kekchí” será “Q'eqchi'”; “Pocomchí” se convierte en “Poqomchi'”; “Aguacateco” es “Awakateko”; “Cakchiquel” es “Kaqchikel”; “Kanjobal” se transforma en “Q'anjob'al” y “Tzutujil” en “Tz'utujil”.

{2} Burgos-Debray 1984:174-179.

{3} Para un cálculo aproximado del costo de la violencia en la región ixil, véase Stoll 1993:227-233, 341.

{4} Burgos-Debray 1984:102-115.

{5} Burgos-Debray 1984:92.

{6} Oído por mi colega Stephen Elliot. El primer premio Nobel de Guatemala fue Miguel Angel Asturias, que ganó el Nobel de Literatura en 1967 por Hombres de maíz, Señor Presidente, y otras novelas. Su hijo Rodrigo sería el fundador de la Organización del Pueblo en Armas (ORPA).

{7} Blanck 1992 y “Una chica superpopular”, Crónica (Ciudad de Guatemala), 7 de junio de 1994, pág. 8.

{8} La crítica conservadora que introdujo a Rigoberta en este debate fue Dinesh D'Souza (1991:59-93). Para una respuesta, véase Bell-Villada 1993.

{9} Duncan Earle, comunicación personal en noviembre de 1992.

{10} Stoll 1993.

{11} La necesidad de distinguir entre derechos humanos y solidaridad resulta aparente cuando los activistas de derechos humanos demuestran tener poco interés en los abusos cometidos por el movimiento o gobierno con el que se muestran solidarios. En la práctica puede ser muy difícil diferenciar las dos esferas.

{12} Burgos-Debray 1984:1. Esta frase de la primera página de la edición inglesa se debe en parte a la elocuencia de la traducción de Ann Wright. En el texto original en castellano (Burgos-Debray n.d.:21), Rigoberta dice: “Quiero hacer un enfoque que no soy la única, pues ha vivido mucha gente y (este testimonio) es la vida de todos. La vida de todos los guatemaltecos pobres y trataré de dar un poco mi historia. Mi situación personal engloba toda la realidad de un pueblo”. Dos años más tarde, en el documental When the Mountains Tremble (Yates et al. 1985), Rigoberta comenzó su narración con las palabras: “Les voy a contar mi historia, que es la historia de todo el pueblo de Guatemala”.

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