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Capítulo 4

La justicia revolucionaria llega a Uspantán

“La integración de los indígenas a la elaboración, la las tareas de ejecución y de dirección de la guerra revolucionaria es el problema número uno de la revolución guatemalteca, pero también el más difícil de resolver. ¿Cómo podrá llegar un día esta guerra a ser su guerra? Tal es la pregunta que hoy se plantean todas las vanguardias serias.” –Régis Debray, con Ricardo Ramírez, 1974.{1}

Meses de rumores anunciaron su llegada. Los campesinos se preguntaban si eran animales o humanos. En Uspantán, ocuparon una finca en el extremo septentrional del municipio, después tendieron una emboscada a un camión del ejército. El 29 de abril de 1979, se materializó de repente el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), tras haberse infiltrado en el pueblo vestidos de civil. Ya uniformados, sumaban más de un ciento, principalmente mayas ixiles y kíicheís, además de unos cuantos ladinos. Puesto que ninguno se ocultaba detrás de una máscara y nadie fue reconocido durante las horas que ocuparon Uspantán, da la impresión de que ninguno era del pueblo. “Pasaron por todo el pueblo y lo pintaron todo de rojo”, me contó una viuda kíicheí. “Entraron en el mercado, agarraron el dinero de los impuestos y lo botaron en las calles para que la gente lo tomara. Abrieron la cárcel y dejaron libres a todos los presos. Cuando llegaron al parque, gritaron durante quince o veinte minutos, '¡Somos los defensores de los pobres!'”

“Fueron a cortar la comunicación, el telégrafo”, añadió un funcionario kíicheí, “y fueron a traer a la policía nacional y al ex alcalde, Don Salvador Figueroa, y al cobrador para que asistieran a un mitin en el parque. Dijeron que eran de la guerrilla. Que tenían que ganar, que estaban defendiendo a los pobres, porque el gobierno cometía muchas injusticias y había mucha desigualdad. Que en los hospitales faltaban medicinas, que los ricos tenían las tierras buenas, que pagaban mal a los trabajadores en las fincas de la costa sur y que el ejército agarraba a los muchachos indígenas”. No hubo disparos ni amenazas. Pero había una muchedumbre presente, ya que era día de mercado.

Unos dicen que la multitud aplaudió a los oradores del EGP, otros que hubo algunos gestos de aprobación. ¿Cómo se sentía la gente?, le pregunté a la viuda citada anteriormente, que en la actualidad colabora en la dirección de una organización popular de izquierdas en Uspantán. “Nos asustaron”, contestó. “Todos nos asustamos porque llegaron muchos y estaban armados. Parece que entre el grupo había mujeres, pero no se las mira bien porque todos iban uniformados. Hubo unos que dijeron que no era bueno, porque puede ser que nos van a matar. Otros dicen que es bueno porque van a ayudar a los pobres”.

El sentir de los campesinos de Uspantán a la llegada del EGP –su conciencia política– es un tema complejo que exploraremos a lo largo de los próximos siete capítulos. Empecemos con las preguntas más simples: qué lugar ocupaban las guerrillas en la política guatemalteca, qué querían conseguir y porqué buscaban aliados en Uspantán. Las respuestas aparecen en una segunda institución, mucho más poderosa, el ejército guatemalteco, que dominó la vida nacional hasta la década de los 90. Luego, este capítulo observa dos lugares que atrajeron a la guerrilla durante su búsqueda de llamas revolucionarias. El primero es una gran finca de café al oeste de Chimel, llamada San Francisco. El segundo es El Soch, un estrecho valle al este de Chimel ocupado por un hilera de fincas de café mucho más pequeñas. En los años 70 ambos se ajustaban al espíritu del testimonio de Rigoberta de 1982 mucho mejor que su propia aldea. Uno de ellos fue el escenario de los primeros asesinatos políticos en Uspantán.

La democracia que colapsó

Cuando los campesinos del norte del Quiché analizan sus desgracias, se refieren en ocasiones a soldados y guerrilleros como si ambos procedieran de la misma raíz. “Se dice que el mismo ejército se enredó con la guerrilla, que jefes de ellos sembraron la semilla de la guerrilla”, me contó un Uspantano, “El ejército no quiere terminar la guerra, y la guerrilla tampoco quiere terminar la lucha. Entre los dos hay como un equilibrio. La guerra nunca termina.” éste parece ser un resumen acertado de la historia de Guatemala. Cuando Centro América se independizó de España a principios del siglo XIX, el despotismo estable se desmoronó en guerra civil. Liberadas de la soberanía central del imperio español, las élites locales fueron incapaces de moderar sus diferencias bajo una forma republicana de gobierno. Sólo los caudillos militares lograron restaurar el orden.

No se cuestionaba la condición subordinada de las masas populares, el campesinado, que en Guatemala seguía siendo mayoritariamente indígena. Luego de que en el siglo XVI los españoles conquistaran una serie de pequeños reinos mayas, las enfermedades europeas redujeron a los indígenas a una pequeña fracción de su número original. Para evitar la extinción de su fuerza de trabajo, la monarquía española prohibió que los colonos y sus descendientes mestizos adquirieran tierras en la vecindad de los asentamientos indígenas. Una falta de oportunidades para exportar bienes a España redujo eventualmente la demanda de mano de obra indígena. Poco a poco, éstos recuperaron parte de su número y basaron su economía en la agricultura, la artesanía y el pequeño comercio que sobreviven hasta hoy día.

La situación de los indígenas se deteriora de nuevo en el siglo XIX, cuando Guatemala se convierte en república. Tras medio siglo de guerra civil, los conservadores (que defendían la antigua legislación que protegía a los indígenas) fueron derrotados por los liberales (que creían apasionadamente en el capitalismo moderno). A partir de 1870, los dictadores liberales acogieron la inversión extranjera, especialmente la relacionada con la exportación del café. Los campesinos mayas eran un obstáculo doble. En primer lugar, conservaban el control sobre algunas de las mejores tierras para el cultivo del café. Por lo tanto, y para que los extranjeros pudieran comprarlas, los liberales establecieron nuevas leyes de registro de tierras, con los resultados que se han descrito en el capítulo 2. En segundo lugar, muchos campesinos eran autosuficientes y no estaban muy dispuestos a trabajar en las fincas. Los liberales, entonces, impusieron el reclutamiento forzoso de indígenas para trabajos agrícolas y obras públicas. Suavizaron también las leyes del alcohol, facilitando así que los indígenas tendieran a contraer deudas de peonaje. En consecuencia, la modernización de Guatemala supuso la reinstauración de condiciones semifeudales para los indígenas.

¿Por qué no se rebelaron? El miedo a una rebelión indígena ha sido una constante en la historia de Guatemala. Aunque nunca ha dejado de haber resistencia, ésta tiende a ser local y dirigida hacia situaciones específicas de opresión, no en contra del sistema como un todo.{2} Cuando corre la sangre, suele ser indígena en vez de ladina. Bajo la tiranía liberal, al aumento de demanda de tierra y mano de obra mayas se sumaron nuevas líneas telegráficas y rifles de repetición que simplificaban la represión de oposiciones. Desde el palacio nacional, un señor presidente presidía sobre oligarcas regionales e inversores extranjeros, que administraban sus respectivos dominios como si fueran feudos propios. Finalmente, la sublevación no se consolidó en el campo, sino en la capital, mayoritariamente ladina, donde la tiranía agropastoral dejaba muy poco espacio a los profesionales de la clase media, profesores, abogados, funcionarios civiles, que debían seguir el ritmo que marcaba el resto del mundo en la carrera hacia la modernidad.

En 1944, los disidentes urbanos persuadieron a oficiales del ejército para que derrocaran al último de los dictadores liberales, un general y finquero, de tendencias prusianas, llamado Jorge Ubico. La siguiente década de gobiernos electos es recordada por la izquierda como la primavera democrática del país, y por la derecha como la caída en espiral hacia el comunismo. Bajo los presidentes Juan José Arévalo (1945-1951) y Jacobo Arbenz (1951-1954), se abolió el trabajo forzado y se legalizaron los sindicatos. El paso más decisivo era una reforma agraria largamente esperada. El propio presidente Arbenz era coronel y finquero, pero la predecible oposición de su clase social le inclinó hacia la izquierda. Entre sus asesores predominaban los intelectuales del partido comunista guatemalteco, algunos de sus líderes incitaban a los campesinos para que se apropiaran de las fincas. Washington decidió actuar después de que Arbenz expropiara (previo pago) las fincas de la United Fruit Company. Convencido de que Guatemala se había convertido en un bastión estalinista, el gobierno estadounidense organizó una invasión de exiliados de derecha para recuperarla.{3}

Mediante despliegues de fuerza aérea y otras formas de intimidación, la CIA paralizó al ejército guatemalteco. Sus oficiales ya estaban divididos en dos opiniones acerca de las implicaciones de la reforma agraria, especialmente en lo referente a sus propios sueños de retirarse a una finca. Aunque apareció un gentío en defensa de la revolución, los rifles nunca fueron repartidos. Arbenz fue obligado por la fuerza a renunciar. Los oficiales de su ejército se tragaron su orgullo. En vez de defender la constitución que habían ayudado a establecer, aceptaron al nuevo presidente impuesto por los estadounidenses, un coronel llamado Carlos Castillo Armas. Las tierras que habían sido distribuidas entre los campesinos fueron devueltas a sus propietarios anteriores.

Una década más tarde, incluso Washington pedía con insistencia una reforma agraria para evitar otras revoluciones. Si se hubiera distribuido la tierra en Guatemala, habría contribuido a que más campesinos se convirtieran en pequeños agricultores comerciales y se habría fomentado un reparto más equitativo de los ingresos. Al aumentar el poder adquisitivo de las clases bajas, la reforma agraria también habría convencido a las élites de Guatemala para que invirtieran su capital en el país. Luego de una o dos elecciones, la oposición podría haber desplazado a la izquierda, instaurándose el centro político en forma de democracia cristiana o social. El país podía haber evolucionado en la misma dirección que Costa Rica, que está a la cabeza de América Latina en renta per capita y estabilidad política. En vez de esto, la contrarrevolución de 1954 sacó del sistema electoral a una izquierda respetuosa de la ley y permitió que la elite guatemalteca se creyera por encima de la ley. Después de que Washington restauró su idea de democracia, el gobierno se volvió más corrupto, las élites se negaron a pagar todo lo que no fueran impuestos nominales y el capital huyó a los Estados Unidos, paralizando la capacidad de la economía para proporcionar trabajo a una población creciente.

Un anticomunismo virulento se convirtió en la respuesta a cualquier desafío al status quo. Para evitar la posibilidad de que el ex presidente Arévalo fuera elegido de nuevo en 1963, el ejército ocupó el gobierno. Cuando otro reformista fue elegido presidente en 1966, el ejército sólo le permitiría ocupar el cargo si aceptaba aplastar un movimiento guerrillero en el oriente del país. El ejército lo logró, con un reinado de terror que costó miles de vidas. Uno de los cerebros, el Coronel Carlos Arana Osorio, ganó las elecciones presidenciales en 1970. Cuatro años más tarde, el régimen manipuló los resultados electorales para imponer como nuevo presidente a su ministro de defensa. Cuatro años después, volvía a suceder lo mismo. El ministro de defensa se convertiría en el nuevo presidente de lo que prometía ser una sucesión infinita de dirigentes militares.

Una generación revolucionaria

Si existe una sola razón de ser para el movimiento guerrillero y su premisa de que Guatemala necesitaba la liberación armada, ésta sería la participación de la CIA en la destitución de un gobierno elegido en 1954. Para la izquierda, éste era el acontecimiento que le obligaba a tomar las armas. Pero cuando surgió la guerrilla ocho años después, sus primeros líderes no fueron intelectuales marxistas, trabajadores con conciencia de clase o campesinos furiosos. Eran jóvenes oficiales del ejército, patriotas guatemaltecos indignados por la subordinación de su país a los Estados Unidos.{4} Durante un golpe militar en 1960, los soldados rebeldes fueron rodeados por campesinos ladinos que les pedían armas para poder luchar también. Luego de que fracasara el golpe, docenas de ellos se ocultaron, contactaron con comunistas guatemaltecos y, con su ayuda, organizaron las primeras columnas guerrilleras.

Para la generación que optó por la insurgencia en los años 60 y la lideró hasta los 90, la experiencia formativa fue el shock de la invasión de la CIA. El trauma fue mayor aún ya que se trataban de hombres y mujeres jóvenes que habían crecido en una era de libertad de expresión, reforma y posibilidades ilimitadas que se truncaban abruptamente en el momento en que ellos se convertían en adultos. Sólo les quedaba un sentimiento poderoso de misión patriótica, que incluía la convicción de que sus compatriotas esperaban que los líderes adecuados se alzara en contra de la oligarquía guatemalteca y del imperialismo estadounidense.{5}

Uno de los miembros de esa generación era Ricardo Ramírez, el comandante en jefe del Ejército Guerrillero de los Pobres. No provenía de una familia pobre: Su padre era militar cuando el ejército se rebeló contra la dictadura de Ubico. El propio Ramírez estudió agronomía en la renombrada escuela tecnológica de la United Fruit Company en Zamorano, Honduras. En el momento de la caída de Arbenz, él era un líder estudiantil en la capital guatemalteca. Refugiado en una embajada extranjera, hizo amistad con un joven argentino que había llegado a unirse a la revolución y que tuvo que pedir asilo al igual que cientos de otros. Era el Che Guevara, que más tarde invitaría a Ramírez a sumarse a su círculo de exiliados revolucionarios en Cuba.{6} Bajo el nombre de guerra de Rolando Morán, Ramírez procedió a organizar el Ejército Guerrillero de los Pobres, en cuya bandera ondea la famosa imagen del Che con la mirada perdida en el horizonte.

Otro miembro de la generación revolucionaria de Guatemala, fue Mario Payeras. Nacido en 1940 en una familia adinerada, su despertar político también se remonta a 1954, cuando vio cañones antiaéreos apostados detrás de su casa disparando a los aviones de combate pilotados por la CIA: “Después vino la frustración, la vergüenza, la tremenda conciencia de que la revolución había sido derrocada”. Uniéndose a las filas de revolucionarios clandestinos, estudió filosofía en la Universidad de San Carlos, continuó después su educación en México y allí conoció a revolucionarios exiliados que le enviaron a estudiar a Alemania Oriental. Finalmente, se incorporó al EGP, ascendió al rango de comandante y se dedicó a escribir testimonios conmovedores de la guerra.{7}

Para aquellos guatemaltecos que querían resucitar la revolución democrática de los 50, el ejemplo del Che Guevara, de Fidel Castro y de la guerra de guerrillas que se libraba en la Sierra Maestra de Cuba parecían ser la única vía posible. Al igual que otros muchos latinoamericanos, veían en la revolución cubana un modelo para liberar una región esclavizada. Condenadas a la pobreza y la muerte prematura, las masas latinoamericanas anhelaban un cambio, que las oligarquías nacionales y sus aliados de Washington habían frustrado. Al ser evidente que los Estados Unidos aplastarían cualquier reforma democrática, las masas esperaban a sus libertadores.

Así como la revolución cubana fomentaba las esperanzas de la izquierda guatemalteca, también despertaba los temores de las élites nacionales. Para la derecha guatemalteca, la tragedia de su país no comenzó con la liberación del dominio comunista en 1954 sino con el inicio de la guerra de guerrillas en 1962. En toda América Latina, los esfuerzos realizados para imitar el camino de Fidel Castro hasta el poder obligaron a los ejércitos nacionales a dejar de defender las fronteras nacionales para combatir la subversión interna. Para quienes planificaban la contrainsurgencia desde Washington, las guerrillas apoyadas por Cuba justificaban la modernización de los semimoribundos ejércitos latinoamericanos. Una de las instituciones que más apoyo necesitaba era el ejército de Guatemala, cuyos oficiales se encontraban divididos y confusos desde los acontecimientos de 1954.

Acaso porque oficiales militares y comandantes guerrilleros estaban igualmente hartos de los procónsules norteamericanos, esta guerra entre ambos bandos comenzó como una contienda entre caballeros, que anteponía los vínculos preestablecidos en la academia militar a la desagradable tarea de matarse unos a otros. Cuando el teniente ascendido a comandante Luis Turcios Lima murió en un accidente de automóvil, los cadetes militares se cuadraron ante su cortejo funerario. El Coronel Enrique Peralta Azurdía, que tomó el poder en 1963, era lo suficientemente consciente de los sentimientos de sus militares como para rechazar los consejos de los Estados Unidos respecto a cómo combatir a los rebeldes. Aprovechando la desmotivación latente en el ejército, la guerrilla se apuntó algunos tantos; organizó a los campesinos en diferentes regiones e inició negociaciones con el presidente civil electo en 1966. Pero también bajó la guardia en un momento en que sus logros convencieron al ejército de que era necesario trabajar con asesores estadounidenses. Muy pronto el ejército los expulsaba de las áreas que habían organizado y exterminaba a sus partidarios.

La guerrilla de los años 60 se sirvió principalmente de los ladinos del oriente de Guatemala. Aunque algunos indígenas se unieron a ella, otros se apresuraron a informar a los puestos de policía más cercanos. Para evitar futuros desastres, la guerrilla de los 60 no puso mucho empeño en organizar a los indígenas, ya que pensaba que hasta que la revolución consiguiera situarlos en el siglo veinte, serían reaccionarios y seguirían reacios y cerrados a la comunicación. El saludable resultado fue que la mayoría de los indígenas escaparon a la represión que se cernió sobre el oriente de Guatemala. En vez de ello, muchos empezaron a participar en organizaciones de base respaldadas por la Iglesia Católica. Se unieron a cooperativas y ligas de campesinos, en vez de a las filas guerrilleras. Pese a amenazas y arrestos ilegales ocasionales, muchos campesinos recuerdan los años 60 y 70 como una época de paz y prosperidad.

Mientras tanto, los supervivientes de las primeras columnas guerrilleras buscaban una nueva base social desde la que liberarían su país. Regresar a las regiones ya desgastadas por las luchas anteriores era algo impensable. Sus seguidores más fervientes estaban sepultados, otros no querían tener nada que ver con ellos y sus guaridas de antaño estaban infestadas de informantes. ¿Hacia dónde dirigirse ahora?

Un lugar fue la capital. La guerrilla se infiltró en las organizaciones populares, asaltó bancos y ametralló delegaciones de la policía. Secuestraron también a oligarcas y embajadores para intercambiarlos por prisioneros políticos o exigir rescates. Esta última innovación resultó desastrosa ya que la ultraderecha y el ejército respondieron del mismo modo, y con mayor eficacia, mediante los escuadrones de la muerte.{8} Las células urbanas fueron reducidas a balazos. En lugar de crear un momento político, su inferioridad bélica dio una excusa al ejército para militarizar la sociedad. Para los militantes de izquierda de los sindicatos y las escuelas, los resultados de esta guerrilla urbana fueron igualmente devastadores. Interpretando su misión con liberalidad, las fuerzas de seguridad asesinaron a todo el que pudiera estar involucrado.

Otra posibilidad para la guerra de guerrillas era la bocacosta y la costa sur, cuyas fincas de café, azúcar y algodón eran el motor agroexportador de la economía guatemalteca. Grandes latifundistas poseían virtualmente toda la tierra, sus trabajadores permanentes no tenían prácticamente nada y cada año cientos de miles de indígenas abandonaban sus hogares en el altiplano para ir a trabajar por sueldos ignominiosamente bajos. Aquí abundaría la conciencia proletaria que los marxistas consideraban una condición esencial para la revolución.

Es aquí donde se estableció la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), entre volcanes y fincas de café, y donde continuó operando hasta 1996. Sin embargo, la costa sur y la bocacosta no se convirtieron en el nuevo escenario. Una de las razones podría ser que a través de la población hispano hablante se hubiera difundido el conocimiento de lo que el ejército había hecho en el oriente de Guatemala. Otra sería que los proletarios rurales dependían totalmente de la economía de las fincas para su sustento, por lo tanto no lograrían sobrevivir a una estrategia que suprimía sus sueldos.

En vez de ello, el próximo escenario sería el altiplano occidental, donde se concentraba la población maya hablante del país. Citando las palabras de la periodista revolucionaria Marta Harnecker: “El pequeño productor minifundista dispone ...de mucha mayor flexibilidad y puede ser fuente de abastecimiento de un ejército”.{9} En otras palabras, los campesinos del altiplano tenían una economía de subsistencia que podía proporcionar alimentos y reclutas. Vivían en montañas en las que se podían ocultar los guerrilleros. Y, a juzgar por mis propias entrevistas, ignoraban lo que les podía hacer el ejército.

Pero, ¿cómo superar la desconfianza de los indígenas hacia la gente de fuera con armas y agendas políticas? Una posibilidad sería apelando a las población maya relativamente sofisticada que vivía cerca de la Carretera Panamericana, a lo largo de un corredor que se extendía desde Chimaltenango y Sololá, pasando por el sur del Quiché, hasta Totonicapán y Quetzaltenango. Los empresarios mayas habían construido aquí una economía regional controlada por indígenas. En la década de los 90 ésta también fue la región en la que el movimiento maya y las nuevas organizaciones populares de izquierda tendrían más fuerza, representando la conciencia política más avanzada del altiplano. La guerrilla tuvo un éxito considerable en Chimaltenango y el sur del Quiché, como veremos en el capítulo 7. No obstante, no fue aquí donde comenzó. Incluso después de que una parte de la población se uniera a los insurgentes, no lograron concentrar suficientes fuerzas para controlar el área, y nunca fueron muy fuertes en el corazón de la región, alrededor de Totonicapán y Quetzaltenango, tal vez porque la conciencia étnica maya se impuso a sus llamados.

La EGP decidió comenzar en el Ixcán, una región selvática de las tierras bajas, próxima a la frontera mexicana y colonizada por campesinos del altiplano. La geografía del Ixcán resultaba atractiva. La logística podía ser canalizada a través de México, la región era remota y los organizadores de la guerrilla podían ocultarse en la selva durante años, conectando con la población local pero corriendo menos riesgo de llamar la atención del ejército que en las áreas más pobladas. La selva del Ixcán era también una frontera agrícola en la cual los campesinos se habían alejado de las autoridades tradicionales de sus aldeas de origen, donde la lucha por la supervivencia les obligaba a trabajar con forasteros de otros lugares y donde ya habían sido organizados por la Iglesia Católica. Aquí, al noroeste de Uspantán, se establecieron en 1972 los primeros quince guerrilleros de la EGP.

El terror de Lucas

Si Cuba inspiró a los insurgentes guatemaltecos de los 60, su modelo a finales de los 70 fue Nicaragua. Jóvenes de barrios enteros se alzaron en contra de la dictadura de Anastasio Somoza. Construyeron barricadas, resistieron a la guardia nacional con revólveres y bombas de gasolina, y después se replegaron al campo para unirse a la guerrilla Sandinista y preparar la siguiente insurrección. En julio de 1979 la guardia nacional se vino abajo y la familia Somoza huyó del país. ¿Podrían hacer lo mismo los guatemaltecos? El momento parecía maduro ya que, bajo el mandato del presidente militar Kjell Laugerud (1974-1978), el ejército recrudeció la represión. Después del terremoto de febrero de 1976, que cobró un saldo de treinta mil vidas y dejó a un millón de personas sin hogar, los programas de ayuda internacional propiciaron el desarrollo de las organizaciones de base. La guerrilla restante no parecía muy activa y el régimen de Laugerud hablaba de reforma. En un análisis retrospectivo, este fue el ojo del huracán. Aunque se organizaron más sindicatos que en ningún otro momento desde 1944-1954, muchos patrones se negaron a reconocerlos. Fueron asesinados un gran número de sindicalistas. Convencidos de que era inevitable otra ola de violencia, las organizaciones revolucionarias establecieron redes clandestinas para otra ronda de guerra de guerrillas.

La administración Lauregud perdió su última legitimidad a raíz de la masacre de Panzós, un distrito fértil de Alta Verapaz, en el que los finqueros recurrieron al ejército para defenderse de campesinos mayas qíeqchiís que peleaban los límites de sus propiedades. El 29 de mayo de 1978, finqueros y soldados ametrallaron en la plaza del pueblo a una multitud de manifestantes. El ejército había abierto la veda de los campesinos que reclamaban sus derechos, o así parecía. No obstante, bajo Laugerud una nueva generación de oponentes había aprendido a expresar su enojo. Mientras que la juventud rebelde de Nicaragua demostraba el potencial de la guerrilla urbana, los guatemaltecos escuchaban la radio y soñaban en liberar su país.

Así como la revolución sandinista fue una inspiración para la izquierda guatemalteca, también fue una advertencia clara para la derecha, que estaba decidida a evitar que se repitiera. El general que ocupaba en ese momento el palacio presidencial era Romeo Lucas García (1978-1982) . “De aquí, del Palacio Nacional”, declaró, “no me sacarán como sacaron a Anastasio Somoza”.{10} A juzgar por los actos desvariados del presidente, es posible que ya sufriera la enfermedad de Alzheimer que habría de destruir su mente. Sus subordinados culparían del aumento de la ola de secuestros y asesinatos políticos a la extrema derecha, la cual se demostró que estaba coordinada por un centro de comunicaciones militares situado a la par del palacio presidencial.{11}

Acosada en la capital, la izquierda volvió los ojos hacia el campo en busca de su liberación, tal como se suponía que había sucedido en Cuba y en Nicaragua. Finalmente, los indígenas empezaban a alzarse –o eso decían el Ejército Guerrillero de los Pobres y el Comité de Unidad Campesina. Las metáforas sobre el campo juegan a menudo un papel importante en los movimientos políticos urbanos ya que reafirman la representatividad nacional. Si bien no fueron los únicos en idealizar a las aldeas campesinas, la izquierda guatemalteca supuso que se trataban de comunidades cohesivas cuyas luchas más importantes eran verticales (contra finqueros, contratistas o el estado) y no horizontales (entre ellos o contra otros campesinos).{12} Dado que los indígenas enfrentaban una explotación creciente, habrían de ser receptivos ante la idea de la lucha armada. Obviamente, se tendrían que superar las barreras de comunicación. Pero los líderes guerrilleros creían que los indígenas estaban a punto de abrazar un movimiento revolucionario y que podrían convertirse en un bastión de apoyo indestructible.

Para los observadores, las noticias acerca de las ocupaciones guerrilleras, los secuestros de los escuadrones de la muerte y las redadas del ejército en el departamento de El Quiché parecían confirmar que los campesinos tomarían partido por la guerrilla. Ya en junio de 1978, la diócesis católica reportó más de setenta y cinco secuestrados por el gobierno en la región ixil, así como de docenas más en Ixcán.{13} Sin embargo, en otras áreas, entre ellas Uspantán, las cosas parecían tranquilas.

Los finqueros de San Francisco y El Soch

“Antes de la bulla, era un pueblo tranquilo, así se veía. Siempre hubo discriminación, al indígena, no se le tomaba en cuenta, pero no había enfrentamientos.” –Activista de derechos humanos de Uspantán, 1994.

No es totalmente cierto que no hubiera confrontaciones étnicas en Uspantán antes de la violencia. Pero si lo suficiente como para ser tomado en consideración por los lectores de Me llamo Rigoberta Menchú que asuman que la insurgencia se desarrolló inexorablemente a partir de la violencia estructural de todos los días del agro guatemalteco. A fin de reclutar cuadros rurales, el EGP necesitaba llamar la atención sobre las injusticias cometidas por los opresores, dando por supuesto que éstos eran los finqueros, contratistas laborales, comisionados militares y extranjeros, en particular los estadounidenses, cuyos asesores militares habían tenido un rol decisivo en la destrucción de la insurgencia de los 60. Chimel podría no parecer el lugar más atractivo para comenzar a organizarse: Era una comunidad independiente, no estaba sometida a ningún finquero. Sus conflictos más serios eran con otros colonos kíicheís. Y los colonos tienen más libertad para organizarse que los campesinos que dependen de un patrón. Chimel estaba también en el límite de dos distritos finqueros en los que era más evidente el tipo de injusticias que buscaba el EGP.

La Finca San Francisco, la empresa cafetalera más grande y productiva del norte del Quiché, era uno de los lugares donde comerciaban los Menchú y sus vecinos. Un italiano llamado Pedro Brol comenzó a acumular la propiedad a principios de siglo, mediante la compra de títulos nacionales de propiedad que legó a sus hijos. Eventualmente, llegaron a reclamar siete mil ochocientas hectáreas y en temporada de cosecha empleaban alrededor de tres mil quinientos trabajadores, incluyendo kíicheís. El edificio central de la finca está a medio día de camino hacia el oeste de Chimel, en el municipio ixil de Cotzal, pero los Brol reclamaban terrenos más cercanos. Por ello, en Me llamo Rigoberta Menchú, los Brol tienen los ojos puestos en Chimel para acapararlo.{14} Sin embargo, ni una sola de las personas a las que entrevisté recordaba un conflicto entre ambos. En el voluminoso archivo del INTA, la única referencia a los Brol es una medición de límites en 1971 que no impugnaron. Sí se opusieron al cercano asentamiento de San Pedro La Esperanza, pero el desacuerdo nunca degeneró en violencia. El terreno en cuestión todavía era un paraje salvaje. Cuando se establecieron en ella los ladinos y los colonos kíicheís de San Pedro, los Brol retiraron su reclamación.

Otros kíicheís tuvieron serios problemas con los Brol por unas tierras más atractivas, en un lugar llamado Guacamayas. Algunos de los colonos de Guacamayas eran amigos de Vicente Menchú, incluyendo al padrino de Rigoberta. En 1976, trece de ellos fueron encarcelados. Pero estaban lo suficientemente bien conectados como para tener abogados que convocaron a la prensa. Un juez falló en contra de la Finca San Francisco y los kíicheís fueron puestos en libertad. Los Brol aceptaron ceder mil doscientas hectáreas, y después vendieron a los colonos otras seiscientas más o menos. Cuando los kíicheís tuvieron que defender nuevamente su propiedad de las Guacamayas, a principios de los 90, tenían buenas relaciones con los Brol. Ahora se enfrentaban a ixiles de Cotzal que reclamaban las Guacamayas y gran parte de la Finca San Francisco.

Las reclamaciones municipales de los ixiles de Cotzal les convirtió en los oponentes más tenaces de los Brol. Durante la fiebre de tierras de la época liberal, a principios del siglo, perdieron el cuarenta y cinco por ciento de su pequeño municipio en manos de latifundistas. Con la reforma agraria de Arbenz los cotzaleños obtuvieron decretos de expropiación, que pronto fueron revertidos por la contrarrevolución respaldada por la CIA. En 1954 fueron encarcelados los líderes agrarios de Cotzal. Luego uno de ellos cambió de bando, y mediante alianzas con la Finca San Francisco, robó unas elecciones y llegó a ser el cacique del pueblo. Sus enemigos fueron los primeros ixiles en dar la bienvenida a la guerrilla. En 1969, Jorge Brol, uno de los herederos de la finca, y su chófer cayeron asesinados en un asalto para robarles el dinero para las nóminas. Varios cotzaleños y una columna guerrillera recién formada resultaron ser los responsables. Tres años después, miembros de la misma facción anti-Brol contactaron a una nueva columna guerrillera que se convertiría en el Ejército Guerrillero de los Pobres.{15}

Mientras tanto, debido a dificultades financieras, la Finca San Francisco estaba transformando su sistema administrativo. Hasta ese momento, Jorge y sus hermanos habían mantenido buenas relaciones con sus trabajadores permanentes mediante la política paternalista de su padre. Ahora nuevos administradores seguían una línea más dura. Una de sus acciones fue eliminar un privilegio concedido a los quinceneros, que trabajaban para la finca durante medio mes y cultivaban parcelas propias el otro medio. Las parcelas estaban en terrenos de la finca, pero los quinceneros podían sembrar y vender su café propio. El acuerdo no dejaba de dar pie a las tentaciones: los quinceañeros podían suplementar su propia cosecha apropiándose una parte de la cosecha de la finca. Ya antes de la muerte de Jorge Brol, en 1968, los nuevos administradores prohibieron que los quinceañeros siguieran plantando sus matas de café. En 1972 obligaron a los quinceañeros a renunciar a sus sembradíos y despidieron a los que se resistieron. El gobierno envió una comisión para investigar los abusos. Trató de organizarse un sindicato, pero fue disuelto. Cientos de trabajadores fueron despedidos.

El Ejército Guerrillero de los Pobres vio otra oportunidad de organización en las fincas mucho más pequeñas de El Soch, a pocas horas de camino de Chimel en dirección contraria, hacia el este. Extendidas a lo largo de un valle cálido y estrecho, esta cadena de propiedades pertenecía a varios miembros de las familias García y Martínez. A diferencia de los Brol de la Finca San Francisco, varios García tendrán un rol crucial en la destrucción de Chimel. Puesto que las tierras de los García y de los Martínez eran confusas debido a herencias, matrimonios entre ellos y feudos, la gente de fuera tendía a confundir individuos y propiedades. La familia Martínez llegó a principios del siglo, incluso antes que los Tum, y por supuesto mucho primero que Vicente Menchú, como administradores de un propietario ausente que decidió venderles las tierras. La casa familiar era la Finca la Soledad, una propiedad cafetalera de 250 hectáreas al pie del valle de Chimel. En el límite con Chimel, los Martínez también eran dueños de la Finca El Rosario, un lugar menos desarrollado, de 450 hectáreas en las que criaban ganado y cultivaban maíz y caña de azúcar.

El fundador del otro clan, Carlos García Fetzer, llegó en los años 30. Hijo de un alemán, cambió el orden de sus apellidos (de Fetzer García a García Fetzer) durante la Segunda Guerra Mundial para hispanizar su progenitura y evitar ser recluido en los Estados Unidos al igual que el resto de la comunidad alemana. Carlos también llegó como administrador de un patrón ausente, que posteriormente le daría las mil trescientas o mil quinientas hectáreas (las estimaciones difieren) de la Finca El Soch. Puesto que los kíicheís y los uspantekos del lugar eran demasiado independientes y no le proporcionaban la mano de obra que requería, importó poqomchiís de Alta Verapaz que le recuerdan con cariño aún hoy día, al igual que otros que recuerdan muchas buenas obras. A su muerte, en 1965, dejó a sus peones setecientas hectáreas en la ladera sur del valle del Soch, lo que permitió que organizaran su propia comunidad más autónoma.

La reputación de uno de los hijos de Carlos fue peor. Honorio García Samayoa había nacido en la costa sur de una madre que también era medio alemana, pero que se separó de Carlos García antes de que éste se trasladara al Soch. Honorio fue a vivir con su padre a El Soch cuando ya tenía algo más de veinte años y su padre estaba criando una segunda familia. Las relaciones entre el padre y el hijo no eran muy buenas. Cuando murió García padre, dejó la mayor parte de su propiedad a su segunda esposa, que la perdió a manos del banco –un destino común en el fuertemente hipotecado sector del café. A Honorio le quedaron poco más de cien hectáreas, que uno de sus hijos completó más tarde con otras cien. Tal vez porque Honorio era mucho más pobre que su padre –sólo trabajaban para él entre cuatro y diez pokomchiís, mientras que la fuerza de trabajo de su padre había llegado a los 160– tenía fama de exigir sus derechos y de ser un resentido.

Me llamo Rigoberta Menchú da la errónea impresión de una solidaridad entre los ladinos de El Soch, lo que demuestra que los indígenas pueden tener las mismas dificultades para apreciar los conflictos entre ladinos que los ladinos entre indígenas. Ya en los 70, con sus patriarcas muertos o con un pie en la tumba, los García y los Martínez no eran los finqueros prepotentes que describe Rigoberta. En vez de ello, habían subdividido sus propiedades entre numerosos herederos, a algunos de los cuales la violencia redujo a poco más que campesinos, la condición de la mayoría de los ladinos rurales de Uspantán. Ambas familias gastaban más energía peleando entre sí que con sus vecinos indígenas.

Pero Rigoberta da una imagen muy dura de los García y de los Martínez, acusándolos de haber expulsado de sus casas a las familias de Chimel en 1967 (cuando en realidad los responsables fueron los Tum de Laguna Danta). “Fue el momento en que más confirmé mi rechazo hacia esa gente. Por eso decimos nosotros que los ladinos eran ladrones, eran criminales, eran mentirosos”. Según su testimonio, uno de los “más criminales” era Angel Martínez.{16} Sin embargo, según la familia de Ángel, Vicente Menchú solía visitarlo y cambiaban hortalizas por fruta. A decir de un Menchú, la esposa de Ángel solía pasar por Chimel para platicar con la esposa de Vicente.

El otro finquero malvado del testimonio de Rigoberta es Honorio García. Sin embargo, parece ser que él y Vicente Menchú también tenían relaciones cordiales. “Honorio y mi papá eran buenos amigos” me contó un familiar de Rigoberta. “El pasaba por allá para comprar café, guineos y panela, y nosotros les vendíamos chilacayote y frijol de mata”. A diferencia de Angel Martínez, Honorio y sus hijos se convirtieron en figuras claves en la tragedia de Chimel, pero la razón está notablemente ausente en Me llamo Rigoberta Menchú. En su lugar, Rigoberta narra una de sus historias más espantosas, la del asesinato de Petrona Chona, una madre joven que trabajaba para los García. Según dice Rigoberta, después de que despreciara las proposiciones de Carlos, el hijo de Honorio, su amiga Petrona es descuartizada a machetazos por el guardaespalda de Honorio, que también da muerte a uno de los dos hijos pequeños de Petrona y le corta un dedo al otro. Puesto que nadie más se atreve, recae en Rigoberta y su padre (que están trabajando para los García en ese momento) la amarga tarea de recoger los restos.{17}

No hay nadie en torno a Soch o Chimel que recuerde a la Petrona Chona que nombra Rigoberta en su relato. Pero sí recuerdan la muerte de una Pascuala Xoná Como, de diecinueve años, esposa de uno de los trabajadores pokomchiís de Honorio.{18} El 29 de junio de 1973, el marido de Pascuala llegó ebrio a la casa procedente del mercado, se enojó porque su almuerzo no estaba preparado y la mató con su machete. Se dice que él había puesto en duda su fidelidad. Según uno de los hijos de Honorio, los compañeros de cantina del esposo le habían estado gastando bromas sobre la buena mujer que tenía, como si hubieran tenido relaciones sexuales con ella. Según otra fuente, Pascuala era una de las amantes indígenas de Honorio García, el patrón de su esposo.

El testimonio de Rigoberta acerca de Petrona Chona (o Xoná) podría tener por lo tanto una pizca de verdad. Pero también es posible que el rol de Honorio fuera inventado por el rumor que creció en Soch para racionalizar una tragedia que de lo contrario resulta inexplicable. Incluso si hubiera habido concubinato, Pascuala fue asesinada por su marido, no por el guardaespaldas de Honorio. Contrariamente a la imagen que da Rigoberta sobre un asesinato que quedó impune, el esposo de Pascuala cumplió una larga condena en la cárcel. También es importante señalar que ni siquiera los más duros críticos de los García están de acuerdo con Rigoberta en que éstos emplearan guardaespaldas.

Sin embargo, la muerte de Pascuala Xolá hace eco de la subordinación de la fuerza de trabajo de El Soch. Se trataba principalmente de poqomchiís del cercano Alta Verapaz a los que se les consideraba sometidos en comparación con kíicheís como los Menchú. “¡Mire sus mozos, los tratan como a perros, ni pueden hablar!” exclamó un ladino, criticando a los García. Antes de la guerra, los trabajadores vivían en las tierras del patrón y trabajaban para él durante medio mes, con un sueldo inferior al de las fincas de la costa. (He oído decir que los promedios oscilaban entre Q 0,30 y Q 0,80 diarios.) Durante la otra mitad del mes, los trabajadores podían cultivar su propio maíz en la tierra del patrón si no estaban trabajando para nadie más. Los Menchú no estaban dispuestos aceptar estos términos, y nadie recuerda que trabajaran para los García o para otro patrón. En vez de ello, Vicente tenía sus propias tierras y él también empleaba trabajadores, incluyendo a algunos de los mismos hombres que trabajaban para los Martínez y los García.

Hubo disputas por la tierra en El Soch, pero no se trataba precisamente de la división indígena-ladino que tanto se recalca en Me llamo Rigoberta Menchú. Un ejemplo de esto salta a la vista en el archivo del INTA para San Pablo el Baldío, un asentamiento nuevo de indígenas y ladinos que cuelga de un cerro por encima de El Soch. En 1964, el representante ladino de la comunidad presentó una demanda doble contra un Martínez y Vicente Menchú. A juzgar por el texto, los dos habían unido fuerzas para ocupar tierras de San Pablo.{19} Según un miembro de la familia Martínez, uno de sus familiares pagó una medición del bosque y descubrió que Chimel y San Pablo ya habían reclamado esas tierras, lo que le llevó a cambiar de lugar. En cuanto a Vicente, puede que acabara involucrado en la denuncia debido simplemente a que algún miembro de su grupo se dejó llevar por el entusiasmo y limpió bosques que rebasaban un límite invisible.

A juzgar por los archivos del INTA y los testimonios locales, no hubo confrontaciones físicas entre Chimel y los ladinos de El Soch hasta que aparecieron los soldados y los guerrilleros. Hubo desacuerdos, pero no de las dimensiones del conflicto Tum, y mucho menos la batalla épica que se describe en Me llamo Rigoberta Menchú. El asunto principal era la situación del límite entre Chimel al norte y la Finca El Rosario al sur. En 1971, un funcionario del INTA decidió a favor de Chimel, contrariando a los Martínez, que creían que Chimel seguía ocupando una estrecha franja de tierra a lo largo de la escarpada ladera de un cerro.{20} Cinco años después, Vicente se quejaba de que los Martínez habían talado dieciocho pinos de su comunidad, pisoteado el maíz (¿ganado suelto?) y ocupado un pedazo de tierra que traspasaba los límites correctos.{21} Esta fue la única reclamación en contra de los Martínez que encontré en los archivos para Chimel. En cuanto a la familia García, cuya propiedad llega hasta la esquina suroriental de Chimel, no puede encontrar ni una sola referencia en su contra en los archivos del INTA.

Fueran cordiales o simplemente formales las relaciones de Vicente con sus vecinos ladinos, lo importante es que ni los Martínez ni los García fueron culpables de expulsar a nadie de Chimel. Tal y como hemos visto en el capítulo anterior, los testimonios locales y los archivos del INTA confirman que los propios parientes políticos kíicheís de Vicente fueron los responsables. Dado el retrato que Rigoberta describe de la amistad entre los indígenas y su perpetua enemistad con los ladinos, es irónico que el INTA tuviera más éxito como mediador de las reclamaciones de límites entre ladinos que mediando en las reclamaciones de límites entre indígenas.

El pleito con San Pablo el Baldío

“Estos señores, Miguel y Angel (Martínez) y Honorio (García) eran sólo medio finqueros. También eran campesinos. No eran finqueros como en la costa sur. Estos sí son finqueros.” –Miembro de la familia Menchú, 1995.

Honorio García tenía un problema serio con una aldea vecina, pero no se trataba de Chimel. El problema era con San Pablo el Baldío, una aldea de colonos situada en el cerro que se recorta sobre su propiedad. Al igual que los bosques de Chimel, los de San Pablo todavía eran baldíos en los años 50 debido a la ausencia de corrientes de agua. Poco a poco, un grupo mixto de ladinos, kíicheís y poqomchiís fue desbrozando la tierra, entre ellos algunas familias de las fincas de los García y los Martínez que querían una vida más independiente. San Pablo no estaba tan bien organizado como Chimel. Carecían de un líder fuerte como el padre de Rigoberta, y sus reclamaciones de un título de propiedad nunca llegaron muy lejos en el INTA. Quizás debido a que la mayoría de los sampableños se habían separado de sus patrones, los ladinos los consideraban más problemáticos. “Cuando tomaban sus tragos”, me contó un ladino de Soch, “peleaban con cualquiera. La familia Tum de Chimel (Laguna Danta) no era la misma que la familia Tum de San Pablo. Los de Chimel no se portaban así.”

Parte de estos sentimientos estaban dedicados a Honorio García. Cuando ya él y su cuñado Eliú Martínez descansaban en sus sepulturas, el movimiento revolucionario los identificó como comisionados militares que maltrataban a sus trabajadores y amenazaban a los sampableños con pistolas.{22} Al igual que sucede en el testimonio de Rigoberta acerca de Petrona Chona, las fuentes locales describen una situación más compleja. De hecho, tras la muerte de Honorio sus hijos serían acusados de acciones turbias. Pero incluso a decir de sus detractores, antes de la violencia ningún miembro de la familia tenía armas de fuego ya que Honorio se oponía a su uso, y ni él ni la otra víctima, Eliú, eran comisionados militares.

El testimonio local confirma la versión izquierdista de los hechos en un sentido importante: Honorio en verdad cerró un camino que los sampableños utilizaban para bajar al mercado en El Soch. Esto les obligaba a tomar un desvío más largo que rodeaba la propiedad. A título significativo, era tan impopular que hasta algunos de sus parientes le critican por haber sido demasiado brusco con los sampableños. “Tenía problemas con toda la gente, trataba de humillar a todos”, me contó un pariente político. “Honorio quería que la gente trabajara según su modo, le faltaba paciencia y calma. Murió porque trató mal a la gente”, añadió otro familiar.

Mientras tanto, los tres sobrevivientes sampableños que pude entrevistar dijeron que Honorio tenía motivos defendibles para cerrar el camino. Según ellos, el problema comenzó con miembros de San Pablo, ladinos como Honorio, no indígenas como ellos. Teniendo una mentalidad más comercial que la de sus vecinos mayas, los ladinos nunca se instalaron en San Pablo. En vez de ello, sólo cultivaban allá y sacaban su cosecha a lomos de bestias de carga. Puesto que el camino era escarpado, estrecho y enlodado, los animales resbalaban contra el maíz de Honorio con sus voluminosas cargas, también se lo comían como forraje. Al principio, Honorio pidió al comité de San Pablo que hiciera el favor de hablar con su gente y que se reservara el camino para el tránsito a pie. “Yo sé que son gente de fuera los que están dando problemas”, le citó un sampableño. “No son ustedes que viven allá porque ustedes no tienen bestias”. Pero la nueva ruta que rodeaba su propiedad era más larga. Los ladinos siguieron llevando a sus animales por el camino de siempre, obligando a Honorio a cerrarlo, lo que suscitó más antagonismo con San Pablo.

Los primeros secuestros y ejecuciones

“Los animales que pasaban hacían perjuicio, así que Honorio cerró el camino. La gente de San Pablo el Baldío fue a ver al gobernador, y él dispuso que usaran otro camino más largo, pero la gente no estaba de acuerdo. La guerrilla no supo hacer justicia. Sólo le quitaron la vida al señor de la finca. No pasó mucho tiempo cuando llegó el ejército a la comunidad, para disparar, secuestrar a la gente y quemar casi cuarenta casas.” –Activista de derechos humanos en Uspantán, 1994.

Los García y los Martínez no fueron el primer blanco local del Ejército Guerrillero de los Pobres. Ese honor recayó en una pareja de misioneros estadounidenses pertenecientes al Instituto Lingüístico de Verano. Stan y Margot McMillen dirigían una pequeña clínica en la aldea uspanteka de Las Pacayas, cerca de Soch. Es posible que alguien pidiera a los guerrilleros que les echaran, su organización era objeto de polémica en otros países. No obstante, cuando unos veinticinco guerrilleros sacaron de la cama a los Mc Millen y sus hijos la mañana del 26 de julio de 1979, no hablaron de denuncias locales .

“Los gringos son unos mentirosos”, dijo en castellano el comandante de la EGP a los campesinos, “Ofrecen cosas, pero es sólo para quitarles otras cosas a la gente. Regalan medicinas que ya están vencidas y en los Estados Unidos tratan a los guatemaltecos como a esclavos, les obligan a limpiar sanitarios”. Al mismo tiempo que denunciaban a los misioneros por imperialistas, la guerrilla quemó su casa y su clínica. Advirtieron también a los Mc Millen de que los matarían si no abandonaban la región y les enseñaron una lista de condenados a muerte. Una de las personas de la lista era un estadounidense que dirigía proyectos agrícolas y de salud. Otra era Honorio García.

Tres semanas después, al amanecer del 12 de agosto, se presentó una columna de la EGP en la casa de Eliú Martínez en la Finca El Rosario. Eran tres adultos y unos quince jóvenes, todos uniformados y con las caras enmascaradas o manchadas con carbón. Eliú, de cuarenta y dos años, fue sacado de su casa en ropa interior y escoltado hasta El Soch con las manos atadas. A decir de un hermano suyo que sobrevivió, lo único que decían los guerrilleros era, “¿Dónde están los muertos?”, como si les hubieran dicho que estaban vengando muertes anteriores. Frente a la casa de Honorio, la guerrilla mató a Eliú de un disparo en la cabeza. También le rompieron el cráneo a su hermano y atacaron a dos hijos de Honorio que estaban a su alcance.

Honorio vivía en una casa de piedra con techo de lámina, más grande que las de sus trabajadores, pero inconfundiblemente rústica. Fue tomado por sorpresa en su cama a las 5:30 a.m. Su nieto de cuatro años, que también se llamaba Honorio García, dormía en la misma habitación. Para defenderse, el Honorio grande puso al niño delante de él antes de que le mataran a balazos. Los guerrilleros pegaron al niño para apaciguarlo y después lo encerraron en la habitación con el cadáver de su abuelo. Dos días más tarde, dicen los familiares, el niño empezó a tener convulsiones. Cuando yo lo conocí, quince años después, era un epiléptico con un severo retraso mental. Ignoro si fue el trauma la causa de esta condición, pero su familia así lo cree.

Según dice la sabiduría popular de El Soch, Honorio fue el blanco de la guerrilla porque San Pablo lo había denunciado por cerrar el camino. Pero el otro hombre que murió no tenía parte en aquel pleito, y la razón por la que el EGP le mató es un misterio. Al igual que su cuñado Honorio, Eliú Martínez dirigía una pequeña finca comercial, dedicada en su caso al maíz, la caña de azúcar y la cría de diez vacas. Algunos de sus trabajadores vivían en el vecino Chimel. No tenía la personalidad ruda de Horacio, ni tampoco tenía problemas con sus vecinos (a excepción de sus propios parientes, como se relata más tarde), y se le apreciaba por su afición al fútbol, que jugaban juntos indígenas y ladinos.

Tal vez el EGP perseguía dar muerte a un hombre de cada familia: Eliú fue uno de los tres Martínez que los guerrilleros buscaron aquella mañana. Hay otra posibilidad, que surge de un conflicto entre herederos de los Martínez lo suficientemente enrevesado como para ser digno de los Menchú y de los Tum. Al igual que en el caso de la disputa de Vicente con sus parientes políticos en el valle, la culpa del pleito que dividía a la familia Martínez podría recaer en unas estructuras legales obsoletas. Dos de los primeros Martínez en el valle, los hermanos Ángel (que murió a principios de los 70) y Miguel (que murió una década más tarde), comenzaron a reñir por la propiedad intestada de sus padres. Fue su próxima generación la que llegaría a los puños, particularmente por la Finca El Rosario, limítrofe de Chimel.

Según la rama familiar de Angel, un pariente irresponsable vendió veinte hectáreas de El Rosario, primero a ellos y luego a la otra rama. Según la familia de Miguel, nunca se había completado el pago de la primera venta, lo cual dejaba la parcela disponible para ser vendida a la otra familia, en particular al hijo de Miguel, Eliú, que sería asesinado por el EGP. Los contrariados demandantes de la rama familiar de Angel trataron de encarcelar a Eliú, después perdieron el juicio legal y él quedó en posesión de veinte hectáreas. Hacia 1974, hubo allí un enfrentamiento durante el cual Eliú mató a su primo Edgar Martínez.

La rama familiar de Eliú dice que él disparó a su primo en defensa propia, después de que Edgar le atacara con un machete. Tanto él como los trabajadores que presenciaron el crimen fueron arrestados y Eliú cumplió una condena de tres años, salió libre justo dos años antes de que la guerrilla lo ejecutara. Volviendo a lo dicho, es posible que a Eliú lo mataran simplemente porque para efecto simbólico el EGP quisiera tener en el punto de mira a un miembro de su familia. Pero dado que una población localista trata de explicar tales muertes en términos de causas locales, y no simplemente en los de un movimiento guerrillero que parecía salido de la nada, el asesinato de Eliú Martínez ha sido atribuido también a la otra rama de la familia.

La respuesta al ataque del EGP no tardó en llegar. Una semana después, el 19 de agosto, el ejército secuestró a dos principales de San Pablo un domingo de mercado en El Soch. Puesto que los soldados iban uniformados, se podría suponer ingenuamente que “arresto” sea un término más apropiado. Por desgracia, el ejército, como tenía por costumbre durante este período, nunca reconoció haber detenido a los dos hombres, y jamás se les volvió a ver, al menos no sus familias. Paulino Morán y Ambrosio Yujá Suc formaban parte del comité que administraba San Pablo. Tenían cincuenta y sesenta años respectivamente y fueron los primeros de los nueve campesinos secuestrados a lo largo del mes siguiente por soldados que solían ir acompañados de hombres de la familia García o sus parientes políticos.

Luego de uno o dos días, fueron capturados también dos hermanos de San Pablo, Marcelo y Ramón Tum Gómez. Les llevaron al destacamento militar de Xejul, justo a las afueras del pueblo de Uspantán, en la carretera de Cobán. A diferencia de otros muchos prisioneros de Xejul, lograron escapar. Informaron que habían sido encerrados en “grandes hoyos abiertos en la tierra, cubiertos con tablas de madera”{23}. Una quinta víctima, Domingo Yujá Pacay, era hijo de Ambrosio Yujá Suc. Había servido en el ejército hasta pocos meses antes, es posible que fuera a la base de Xejul para buscar a su padre y que él también fuera detenido. Otros campesino joven, Gregorio Xoná regresaba de una finca camino de su casa cuando fue capturado. Las séptima y octava víctimas de San Pablo fueron Felipe Morán, hijo del anteriormente mencionado Paulino Morán, y Juan Yat López. Fueron arrestados por la policía judicial cuando viajaban con su familia a través del sur del Quiché.

Eventualmente, la víctima mejor conocida de todas sería la única de Chimel, el hermano menor de Rigoberta, Petrocinio. Los hijos de Honorio no sólo acusaban a San Pablo, también estaban acusando a Chimel. Se decía que la guerrilla se habían reunido allá con la gente unos meses antes de su incursión. Sorprendentemente, Me llamo Rigoberta Menchú nunca menciona la reunión de Chimel, el pleito por el camino, o que el EGP diera muerte a dos ladinos. Si esos acontecimientos fueron los que provocaron el secuestro del hermano de Rigoberta, su omisión es notable. En lugar de incluir en escena al EGP, Rigoberta dice que los finqueros de El Soch mandaron al ejército contra Chimel para quitarles su tierra.

Es posible que a algunos lectores les moleste mi enfoque puesto que no es el habitual en lo referente a la violencia política en Guatemala. Dado que el ejército cometió la gran mayoría de las matanzas, los activistas y los académicos tienden a cargarle con toda la culpa, desviando escrupulosamente la mirada de lo que el otro bando podría haber hecho. En defensa de este enfoque, los activistas de la solidaridad pueden afirmar que la guerrilla era una reacción inevitable a la represión, o que no se les puede culpar a ellos puesto que la violencia originó de un orden social injusto, o que los extranjeros no tienen derecho a criticar a los pobres cuando éstos recurren a la violencia para defenderse. Con más fuerza aún se han negado a especificar cuántos de los campesinos que murieron durante la violencia pudieron haber contribuido a su destino. No queriendo culpar a las víctimas y atenuar la responsabilidad, los activistas de derechos humanos argumentan que lo más importante es quién mató a quién y no qué fue lo que desencadenó ese resultado.

Es posible que para fines de solidaridad sea necesario exonerar a la guerrilla. Ignorándola puede ser que las campañas de derechos humanos centren la atención en los abusos de poder del estado. Pero ni el enfoque de la solidaridad ni el de los derechos humanos se deberían confundir con el análisis sociohistórico. El motivo es que los dos primeros requieren la dicotomización de los participantes en víctimas y verdugos. A un lado está el ejército y sus aliados locales, en el otro las víctimas indefensas. Para beneficio de los guerrilleros, éstos se quedan al margen, al igual que otros temas, por ejemplo: cómo trataban de reclutar a los campesinos, cómo responden ante la guerrilla hombres como Vicente Menchú y cómo valoran los supervivientes la responsabilidad de lo que sucedió. Al no hacer estas preguntas, se está evitando someter a juicio los preceptos de la izquierda. Entre ellos su convicción, confirmada por Me llamo Rigoberta Menchú, de que si la guerrilla fue activa, tuvo que ser debido a que muchos campesinos compartían sus objetivos.

Notas

{1} Debray 1974:307, citado en Le Bot 1995:279 (en español, pág. 288, Las Pruebas de Fuego, México, D.F.: Siglo Veintiuno Editores 1975).

{2} Smith 1992. Para un trabajo más académico sobre la evolución de la tenencia de tierra, véase McCreery 1994 y Davis 1997.

{3} Gleijeses 1991; Schlesinger y Kinzer 1982.

{4} Los oficiales se molestaron con el Presidente Miguel Ydígoras porque éste había cedido a la CIA una base de entrenamiento para la invasión a Cuba en 1961. Puesto que el ejército guatemalteco tenía prohibida la entrada a las instalaciones de la CIA, los oficiales rebeldes sentían que se había comprometido su honor como defensores de la soberanía nacional. Para testimonio de la primera década de acciones y derrotas de la guerrilla, véase Debray 1974 y Jonas y Tobis 1974.

{5} Compárese Wickham-Crowley 1991:5.

{6} Perales 1990:61-66.

{7} Albertani y Molina 1994:19-20 y el ejemplar especial conmemorativo de la revista fundada por Payeras, Jaguar-Venado 1995.

{8} Según Debray (1974:298), “Fue Guatemala el primer país de América Latina latinoamericano en que los revolucionarios procedieron a un secuestro “económico” –para pedir rescate–. Por primera vez asimismo los revolucionarios guatemaltecos hicieron entrar en la historia de latinoamericana –mucho antes que los brasileños, los uruguayos o los argentinos– el secuestro político para fines de intercambio.” (En español, pág. 278, Las pruebas de fuego, Régis Debray, Siglo Veintiuno Editores, México, D.F., 1975).

{9} Harnecker 1984:295.

{10} Asociación de Investigación y Estudios Sociales 1995:649.

{11} Amnistía Internacional 1981:141 y Clerc 1980. Para un testimonio de la izquierda urbana durante ese periodo, véase Levenson-Estrada 1994:148ff.

{12} Compárese Kobrak 1997.

{13} Diócesis del Quiché 1994:228.

{14} Burgos-Debray 1984:103, 105, 109.

{15} Payeras 1983:61-63 y Stoll 1993.35, 68-71.

{16} Burgos-Debray 1984:103-107. A excepción de la reclamación de tierras de Chimel, las cifras de otros propietarios se basan en aproximaciones locales, por lo tanto no son exactas.

{17} Burgos-Debray 1984:150-152.

{18} Pude confirmar el nombre y la fecha de la muerte en la oficina del registro civil de Uspantán.

{19} Petición de Juan Gamarro González al Señor Director general de Asuntos Agrarios, 21 de septiembre de 1963 (archivos del INTA, paquete 1963, pág. 220).

{20} Petición de Miguel Martínez López al presidente del INTA, 22 de agosto de 1972 (Archivo del INTA, paquete 3650, pág. 403).

{21} Carta del Juez de Paz de Uspantán, Salvador Figueroa Montúfar, al presidente del INTA, acompañada del dibujo de un mapa de localización de los daños, 16 de noviembre de 1976 (archivo del INTA, paquete 3650, págs. 94-95). Según uno de los Martínez, Vicente le estaba demandando por haber cortado unos pinos de ambas propiedades para construir un puente público entre ellas. Según esta fuente, cuando llegó el inspector forestal, multó al hermano de Vicente por haber cortado muchos árboles. Para la denuncia que hace Rigoberta de las regulaciones forestales, véase Burgos-Debray 1984:158-159.

{22} Por ejemplo, Rarihokwats 1982:42. No tengo el material original, pero se citan otras fuentes referentes a este asunto en Paige 1983:732 y en la base de datos del Sistema de Información de la Geo-Violencia de Paul Yamauchi, entradas del 14 y el 19 de agosto de 1979, bajo “Uspantán”. Las fuentes de la solidaridad también racionalizaron el asesinato de Honorio y Eliú situándolo en una fecha posterior al secuestro de los nueve campesinos, como si les hubieran dado muerte a ambos por colaborar en estos crímenes (“Informe sobre la violencia en el norte del Quiché, Guatemala, por un párroco, agosto de 1979 a enero de 1980” y Comité de Solidaridad con el Pueblo de Guatemala 1980.) Sin embargo, la secuencia de los acontecimientos descritos por las fuentes locales (el asesinato de los dos ladinos, seguido por los nueve secuestros) es repetida por varias fuentes influidas por las tendencias de la solidaridad, incluyendo Paige 1983, la base de datos de Yamauchi, Rarihokwats 1982 y Diócesis del Quiché 1994:282.

{23} Frente Democrático Contra la Represión, “Informe sobre la masacre en la Embajada Española de Guatemala”, Febrero de 1980, pág. 3. A juzgar por una entrevista distribuida por Amnistía Internacional (1980), el soldado que les vigilaba se suicidó o fue asesinado a la mañana siguiente.

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