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El Catoblepas, número 11, enero 2003
  El Catoblepasnúmero 11 • enero 2003 • página 22
Libros

¡Oh, Señor!

Alfonso Fernández Tresguerres

Antonio Fernández-Rañada publica una segunda edición
de su libro, Los científicos y Dios, y yo me permito publicar
una segunda edición de la crítica que hice en su momento

Antonio Fernández-Rañada, Los científicos y Dios ¿Es el problema de Dios un problema inevitable para el científico? Antonio Fernández Rañada (Los científicos y Dios, Nobel, Oviedo 1994) no duda en afirmar que sí (pág. 19). Yo no dudo en afirmar que no veo por qué. En tanto que científicos, quiero decir. En cuanto individuos, los científicos pueden hacerse cuestión de aquello que consideren oportuno; pero el problema de Dios no es un problema científico (aunque sin duda no puede ser planteado de espaldas a la ciencia). Se trata de una delicada cuestión de ontología y filosofía de la religión que no cabe abordar alegremente, máxime cuando el bagaje filosófico de uno muestra las limitaciones que un simple vistazo a la bibliografía mencionada en esta obra pone de relieve. Siendo esto así, se comprende que acaso ni siquiera se entienda muy bien el problema que estamos planteando (para ello sería menester, cuanto menos, un curso acelerado de lógica y filosofía). Pero aquí, como en muchos otros ámbitos, la ignorancia no exime de culpa.

Y, al fin y al cabo, si ésta fuese la única ingenuidad y frivolidad de la obra que comentamos, pase. Pero es que a ella –y a partir de ella– suceden muchas otras, en una especie de progresión creciente que recuerda el efecto mariposa, de Lorenz. Ingenuidades y frivolidades, por otra parte, muy pocos ingenuas, podríamos decir, ya que las intenciones apologéticas del autor son perfectamente claras y nunca olvidadas a lo largo de la obra.

Vamos con la segunda. Si Dios no existe –argumenta Rañada– todos los científicos estarían de acuerdo (pág. 29). ¡Claro! ¿Cómo es que no nos habíamos dado cuenta antes? Habida cuenta de que estamos ante un problema científico y que los científicos –es sabido– son gente muy seria y que maneja unos métodos muy rigurosos, si Dios no existe hace tiempo que lo habrían descubierto y que se habrían puesto de acuerdo al respecto. Sin embargo, es lo cierto (prosigue la reflexión del autor) que no se puede probar la inexistencia de Dios (pág. 75), y es lo cierto también que los científicos no están de acuerdo en que no exista: ergo, Dios existe. O, por lo menos, esta nueva Patrística, investida con toda la autoridad que la Ciencia otorga, ha conseguido abrir un hueco para Dios en el esquema del mundo. Es verdad que tampoco se ha podido probar que Dios exista, pero no hay que darle demasiada importancia al fracaso de los argumentos tradicionales, porque, como dicen Rañada y Hans Küng, las pruebas de la existencia de Dios han perdido poder de persuasión, pero no de fascinación, de sugerencia. Es posible que al agnóstico o al ateo no les digan nada, pero para el creyente tienen un gran valor no sólo emocional, sino incluso intelectual (pág. 75). Es más: ni siquiera estamos autorizados a recusarlas sobre la base de argumentos físicos, porque: «Aunque pase por horas bajas –advierte Rañada– no olvidemos a la metafísica: está en la base de mucha de nuestra cultura y muy lejos de ser una reliquia» (pág. 73). ¿Todavía más? Pues más todavía: su fracaso las hace incluso más atractivas, porque el Dios de la fría lógica no es el Dios que el creyente experimenta como una vivencia profunda (pág. 74).

Llegados a este punto, la argumentación intenta hacerse fuerte apoyándose en otro conjunto de frivolidades e ingenuidades nada ingenuas. Número tres: se nos deja caer la insinuación de que la evolución bien puede haber sido la forma elegida por Dios para crear el mundo (pág. 127). Número cuatro: el big-bang puede ser visto en cierto modo como una confirmación del Génesis (pág. 143); o, en suma, número cinco: apelando al principio de economía, la celebre «navaja» de Occam, la hipótesis Dios es más simple que cualquier otra a la hora de explicar el origen del Universo (pág. 158). Cierto que Rañada presenta estas insinuaciones distanciándose un tanto de ellas (al cabo, hay que reconocerle un cierto pudor): son cosas que dijeron algunos críticos del darwinismo, o Pio XII, o Juan Pablo II, o algunos creyentes... Pero todo el mundo (quiero decir, todo el mundo que no sea absolutamente virginal y lego en arte dialéctica) advierte perfectamente que el autor las hace suyas, aunque, cual si de mujeres de dudosa reputación se tratase, no desea que le vean en público con ellas (por usar una metáfora que F. Jacob aplicaba a la teleología y al biólogo).

Resta sólo abrumar al lector con una larga nómina de científicos que en algún momento, de un modo u otro, han hecho pública algún tipo de manifestación que pueda ser interpretada en términos de vivencia religiosa. No importa que, a las veces, tal manifestación venga traída por los pelos. Después de todo (frivolidad número seis), el concepto de religiosidad es muy laxo: consiste esencialmente en la percepción del misterio –dice Rañada (pág. 23)–, y a ver quién no ha percibido el misterio alguna que otra vez (digo yo). Es más (frivolidad número siete): todos tenemos una religión, lo sepamos o no (pág. 22). Puede ser la ciencia, el arte, la adhesión a un nacionalismo; incluso el ateísmo es una religión. Todo es una religión. La mía (como habrá advertido el lector) es incordiar a Rañada.

No importa que la tal nómina no pruebe nada, que no pase de ser una mera curiosidad de lo que éste o el otro pensaba en materia de religión, y a veces ni siquiera en materia de religión, porque cualquier resonancia meramente literaria o poética, o cualquier reflexión de cualquier científico que ponga de relieve las limitaciones de la ciencia, Rañada la anota en el marcador del creyente (a veces se nos cuela también algún filósofo). Así, van cayendo Einstein, Aristóteles, Espinosa... No importa que a esa nómina puedan oponerse otras. No importa que ninguna de ellas suponga argumentación de ningún tipo... Rañada, tras presentar la suya, parece entender que el argumento se cierra sobre sí mismo (y a esto es a lo que todos llaman «Dios»). Y ya tenemos el libro listo para salir al mundo a cumplir su apostolado: convertir insensatos en nombre de Dios... y de la Ciencia.

Nota: Esta crítica fue publicada en el diario La Voz de Asturias, el jueves 9 de junio de 1994. El que se tratase de un escrito periodístico explica la brevedad de la misma, que, sin duda, podría haber sido más sustanciosa, y el que se optase por la rápida ironía, al no disponer de espacio para una argumentación detallada. Pero, en definitiva, creo que lo esencial está dicho, y en este momento no tengo ni tiempo ni ganas de volver sobre ello. Advierto, finalmente, que las páginas de las citas se refieren, como cabe suponer, a la primera edición. No he comprobado si se corresponden exactamente con las de la segunda.

 

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