Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 11, enero 2003
  El Catoblepasnúmero 11 • enero 2003 • página 23
Libros

Neuronas místicas

Alfonso Fernández Tresguerres

A propósito del libro La conexión divina. La experiencia mística y la neurobiología (Crítica, Barcelona 2002) del que es autor Francisco J. Rubia

1

Francisco J. Rubia, La conexión divina. La experiencia mística y la neurobiología Resulta absolutamente obvio que todas nuestras experiencias o vivencias, incluidas las de carácter religioso y aquéllas que se ha dado en denominar «místicas» o «estados de éxtasis» (más adelante volveremos sobre estos conceptos), tienen una base neurológica o cerebral. De otro modo sencillamente no serían posibles, no existirían: es claro que un difunto no tiene demasiadas vivencias, ni siquiera místicas.

Que un neurobiólogo, con la competencia que no tenemos ningún reparo en presuponer al profesor Rubia, se ocupe de informarnos acerca de cuáles son esos fundamentos biológicos y su funcionamiento, es algo que debemos agradecer muy de veras. Cierto es que la obra no hubiese perdido ni un gramo de interés si se circunscribiese a los dos últimos capítulos y la introducción, porque el resto (salvando algunos juicios personales del autor, de los que habremos de ocuparnos) se limita a dar noticia de diversos datos historiográficos sobradamente conocidos. Pero, al cabo, tampoco hay demasiado que objetar al hecho de que Rubia haya decidido dar a su trabajo la forma de libro, dedicando los cinco primeros capítulos a recordarnos (bien que sumariamente) la historia de los estados de trance tanto en Oriente como en Occidente, sin olvidarse de los pueblos ágrafos o primitivos. Aunque, pensándolo bien, el juicio que acabo de formular no es del todo exacto, ya que es precisamente en esos capítulos que acabo de considerar superfluos en los que Rubia va dejando caer, aquí y allá, las que son sus propias posiciones al respecto; posiciones no ya del neurobiólogo Rubia, sino del hombre, o si se quiere, del neurobiólogo que se decide a oficiar de filósofo, bien es cierto que con un éxito más escaso del que yo le hubiera deseado. Con todo, mejor hubiera sido que Rubia dedicara un capítulo o, tal vez, una Conclusión, a informarnos de tales posiciones y de las conclusiones que se considera autorizado a obtener a partir de su conocimiento de la neurobiología, pero lo cierto es que ha preferido (él sabrá por qué) ocultar todo eso entre líneas.

En términos generales, parece que las áreas neurológicas responsables de las vivencias místicas o estados de éxtasis son aquéllas que tienen que ver con las emociones, a saber, el sistema límbico (especialmente amígdala e hipocampo), el hipotálamo y el sistema nervioso autónomo (simpático y parasimpático). Así, ha podido demostrarse experimentalmente cómo la estimulación de determinadas zonas del sistema límbico produce alucinaciones, sensaciones de hallarse fuera del cuerpo, fenómenos de dejá vu, ilusiones... y toda una serie de síntomas comunes a los que encontramos en la literatura mística. Por otro lado, la estimulación del lóbulo temporal, aquél que manifiesta más síntomas de carácter afectivo o emocional, y en cuyas profundidades se encuentran importantes estructuras del sistema límbico, tales como la amígdala y el hipocampo, da lugar a alteraciones de la percepción y experiencias no reales. Lo mismo puede observarse en determinadas epilepsias localizadas en el lóbulo temporal, en las que se produce el síndrome de Gastaut-Geschwind, conocido también como «personalidad del lóbulo temporal», y que provoca, entre otras cosas, conversiones súbitas, hiper-religiosidad, hiper-moralismo, éxtasis místicos y otros fenómenos relacionados con la religiosidad, o asimilados a ella, tal como sucede con el conocido aura que precede al ataque epiléptico, frecuentemente interpretado como una experiencia mística. Al mismo tiempo, el mero hecho de hablar a estos enfermos en términos religiosos puede llegar a desencadenarles una crisis epiléptica.

El año 1983, el psicólogo Michael Persinger sugiere que, en efecto, las vivencias religiosas y místicas son debidas a la estimulación espontánea del mencionado lóbulo temporal y de sus estructuras límbicas, dado que cuando éste es estimulado por procedimientos electromagnéticos se producen una serie de síntomas frecuentes, asimismo, en los estados místicos: impresión de estar fuera del cuerpo, sensaciones vestibulares, como viajar a través del tiempo o del espacio, alucinaciones auditivas tales como voces atribuidas a Dios u otros seres espirituales, alteraciones perceptivas, como luces brillantes, sensaciones de paz, tranquilidad, &c. Experimentando con más de mil sujetos, Persinger ha logrado generar en ellos sensaciones de presencia de seres espirituales, desde Elías a Jesús, pasando por la Virgen María y Mahoma, en función, claro está, de las coordenadas culturales y religiosas de cada uno de dichos sujetos. Así, en algunos individuos agnósticos lo que se producían eran sensaciones de abducción por extraterrestres. Por otro lado, cuando la estimulación se centraba en determinas zonas de la amígdala, lo que se producían eran sensaciones sexuales; cuando quien resultaba estimulado era el lóbulo temporal derecho, la sensación de presencia era negativa: el Diablo o un espíritu demoníaco; por el contrario, la estimulación del lóbulo temporal izquierdo daba lugar a una sensación de presencia positiva: Dios o ángeles. Y en cuanto a la estimulación del hipocampo, lo que provocaba era a una sensación de relajación y tranquilidad, tan frecuente en las vivencias místicas. De todo ello «Persinger concluye –nos informa Rubia– que la experiencia de Dios es un producto del cerebro humano, modulada por la historia personal de cada individuo» (pág. 174).

Estados de ese tipo, que a veces suceden de modo espontáneo, pueden ser provocados también por determinadas técnicas, utilizadas frecuentemente por chamanes, místicos y ascetas. Algunas de esas técnicas –prosigue informándonos el profesor Rubia– son pasivas, y buscan alcanzar el éxtasis aumentando el estado de tranquilidad o relajación del individuo, mediante el predominio del sistema parasimpático: entre ellas se encuentra la privación de alimento y sueño (a los 3 ó 4 días sin dormir comienzan a hacer su aparición síntomas psicóticos, acompañados de delirios y alucinaciones), la soledad extrema, la privación sensorial, que da lugar a síntomas de despersonalización, trastornos de la imagen corporal, alucinaciones y otros estados de conciencia alterados. Otras técnicas, en cambio, son activas, y tratan de conseguir el mismo resultado, más ahora mediante la sobreexcitación del organismo y la activación del sistema simpático: así, por ejemplo, danzas frenéticas acompañadas de sonidos de tambores, que modifican la actividad eléctrica del cerebro, del mismo modo que la actividad visual repetida que puede llegar a provocar un ataque epiléptico. En estas técnicas se da una superproducción de endorfinas, y con ellas sensaciones de placer y felicidad. Otra forma de alcanzar tales estados es mediante el uso de drogas alucinógenas, enteógenas («Dios dentro») o psicomiméticas, así llamadas por producir síntomas parecidos a los síntomas psicóticos.

Fenómenos parecidos a estos, y cuya explicación neurobiológica es, asimismo, similar, los encontramos en los frecuentes relatos de experiencias cercanas a la muerte, tan explotados por la literatura parapsicológica, que no se conforma con calificarlos de «cercanos a la muerte» o «parecidos a los estados previos a la muerte», sino de auténticos «regresos del más allá», de la muerte.

Tenemos, pues, perfectamente explicadas, en términos médicos o neurobiológicos, todas esas sensaciones características de los estados místicos y de aquellas que se dan ante la inminencia de la muerte o en situaciones cerebralmente análogas a ella: sensación de unidad (con la Naturaleza, con Dios, con la energía cósmica...) y disolución o pérdida del yo, pérdida del sentido del tiempo y del espacio, sensación de entrar en contacto con lo sagrado, sensación de objetividad y realidad profundas (de tales estados), intuiciones sobre verdades trascendentes, al margen de la razón, superación del dualismo y las contradicciones, pérdida del sentido de causalidad, inefabilidad, sensación de bienestar, paz, alegría, felicidad, percepción de luz blanca, cegadora, brillante, sensación de calor intenso, &c.

Mas el problema se plantea justo en este momento, una vez que el neurobiólogo ha finalizado su labor: ¿qué conclusiones extraeremos de todo esto?

2

Por supuesto, yo no tengo el menor inconveniente (más bien todo lo contrario) en comenzar afirmando lo siguiente: que las vivencias religiosas o místicas son fenómenos enteramente naturales debidos a la actividad (espontánea o provocada) del cerebro y que varían en función de la imaginación, la experiencia y el contexto cultural del individuo. La historia de la mística (incluyendo en ella los testimonios, tan en boga hoy en día en las pantallas de televisión, de individuos que, sin ser unos completos farsantes, afirman haber tenido vivencias de este tipo) quedaría reducida a la historia de unos cuantos epilépticos (como Santa Teresa de Jesús), algunos esquizofrénicos no diagnosticados, y alguna que otra imaginación erótica desbordada, como la de Catarina de San Juan quien, en sus visiones, amenazó seriamente a Cristo con no volver a recibirlo si persistía en su empeño de presentarse enteramente desnudo, en lugar de decentemente vestido (no olvidemos la profunda relación entre mística y erotismo. El mismo Rubia nos confiesa que le resulta difícil leer el Cantar de los cantares sin excitarse). Añadiendo a todo ello el caso de los individuos (ascetas, anacoretas, &c.) que deliberadamente se han provocado tales estados mediante los procedimientos que anteriormente hemos señalado.

Creo que Persinger estaría de acuerdo. Rubia, en cambio, no. Su posición quiere, a este respecto, ser absolutamente neutral: «Muchos lectores se plantearán la pregunta –escribe– de si estos hechos experimentales que van a favor de la existencia en el cerebro de estructuras que producen la experiencia de trascendencia ponen en peligro o cuestionan las creencias religiosas. Yo creo que no. Los creyentes pueden asumir que la existencia de estas estructuras son necesarias (sic) para la comunicación con la divinidad. Los no creyentes pueden pensar que la religión y los fenómenos místicos que han sustentado las convicciones de tantos fundadores de religiones tienen todos su explicación y base en el cerebro humano. En suma, ciencia y religión pertenecen a dos esferas distintas de la actividad cerebral humana y difícilmente pueda algún día una de ellas explicar la otra» (pág. 16). Y ya terminando el libro volverá sobre lo mismo: «La existencia de estas estructuras responsables de la experiencia mística no dice nada a favor o en contra de la creencia en seres sobrenaturales. Para el creyente, por ejemplo, es importante saber que existen en su cerebro estructuras que hacen posibles estas experiencias. Puede atribuir estas estructuras a la previsión divina que hace posible la comunicación con la divinidad. Sin ellas, como hemos dicho, difícilmente podríamos tener la sensación religiosa ni tampoco sería posible esa comunicación. Para el no creyente, estas estructuras serían las responsables de la creencia en seres sobrenaturales, que no serían otra cosa que proyecciones al mundo exterior de nuestro cerebro. La activación de estas estructuras cerebrales, sea en condiciones normales o patológicas, por ejemplo, durante ataques epilépticos, explicaría el fenómeno religioso, así como su universalidad en todas las culturas. El científico no debe entrar en estas consideraciones que son la consecuencia de una opción personal e íntima» (pág. 189).

Contrariamente a lo que afirma Rubia, a mí me parece que los datos que él mismo nos suministra permiten llegar a conclusiones bastante menos neutrales, puesto que si tales estados de conciencia alterados, que caen de lleno en el ámbito de la psicología de la experiencia anómala (aunque no necesariamente de la psicopatología, dado que individuos enteramente normales podrían llegar a experimentarlos, bien de forma espontánea o inducida) y que pueden ser provocados artificialmente, mediante estimulación electromagnética, dejan abierta la posibilidad de la existencia extramental de los contenidos de los mismos, entonces habría que concluir que el epiléptico (o el esquizofrénico) son los auténticos elegidos, los verdaderamente iluminados y conectados con la divinidad. Ahora bien, plantear esta cuestión aunque no sea más que como simple hipótesis, supone arrojarnos en brazos de explicaciones fantásticas y complejas para explicar determinados fenómenos, siendo así que disponemos de explicaciones perfectamente naturales y sencillas (error este contra el que hace ya tiempo nos previno Guillermo de Ockham). ¿Diremos acaso que el esquizofrénico no es un enfermo, sino un ser dotado de una peculiar e insólita sensibilidad, y que, por tanto, el conjunto de sus síntomas, incluidos los delirios de atribución, no son tales, sino experiencias reales, fruto de su relación con seres igualmente reales? Creo que quien plantee seriamente esta posibilidad se halla necesitado, él mismo, de asistencia psiquiátrica. Pero mucho me temo que cuando el referente de tales vivencias es Dios, declararse neutral en estas cuestiones es un modo de ocultar posiciones e intereses que no quieren ser manifiestos. Y cuando, por lo demás, como es el caso, quien se declara neutral es el científico, amparado en el prestigio del que goza la ciencia, el mensaje transmitido (ignoro si deliberada o ingenuamente) podría sonar así: «los científicos han descubierto las estructuras cerebrales responsables de las vivencias místicas y los contactos con seres divinos y espirituales; vivencias que acaso sean experiencias enteramente reales, dado que la ciencia no encuentra razones para negar la posibilidad de tales seres».

Ahora bien, yo estoy dispuesto a admitir que la neutralidad del profesor Rubia es debida a un exceso de prudencia (de prudencia científica, en este caso). Porque, en efecto, al neurobiólogo (o al científico en general), en cuanto tal, no le compete pronunciarse sobre la existencia o no de seres espirituales y divinos, y no ya porque la creencia en ellos sea el resultado de una «opción personal e íntima» (esto no es una cuestión de opciones o de opiniones que puedan ser puestas todas ellas en un mismo plano, sino de teorías), sino porque la toma de partido al respecto obliga a la adopción de importantes compromisos filosóficos y ontológicos que caen fuera del ámbito científico de su competencia. El enfrentamiento, desde luego, no tiene lugar tanto entre la ciencia y la religión como entre ésta y la filosofía, sin que por ello disculpemos al científico de mantenerse completamente al margen de la controversia mediante la resbaladiza declaración de que «ciencia y religión pertenecen a dos esferas distintas de actividad cerebral humana y difícilmente pueda algún día una de ellas explicar la otra». Tal declaración resulta sencillamente inadmisible si con ella se sugiera que es posible poner ambas actividades, en lo que tienen de actividades cognoscitivas, a un mismo nivel. Se trata, sin duda, de dos formas distintas de ejercer la actividad cerebral, pero no por ello inconmensurables, si tomamos como patrón de medida el conocimiento y la verdad: sencillamente hay verdades científicas, pero no verdades teológicas o religiosas; y si bien es cierto que la religión no puede explicar la ciencia (¿cómo podría hacerlo?) no lo es menos que la ciencia sí puede explicar, si no la religión misma, sí importantes parcelas de ésta, entre ellas (como Rubia nos muestra cumplidamente) las vivencias místicas y de contacto con la divinidad. Ciertamente (y no se vea en el ejemplo mala intención), la actividad cerebral del psicoterapeuta y la del psicótico son distintas (aunque sus estructuras cerebrales sean las mismas), pero eso no es motivo suficiente para equiparar los conocimientos psiquiátricos a los delirios psicóticos, ni para erigir entre ellos una frontera de neutralidad relativista, argumentando que, puesto que se trata de dos ejercicios cerebrales distintos, los primeros nunca podrán explicar los segundos.

Esto es todo lo que yo tendría que decir en el caso de que la neutralidad del profesor Rubia lo fuese de hecho, pero resulta que no hay tal neutralidad, y para advertirlo ni siquiera se necesita ser especialmente hábil en el ejercicio de leer entre líneas. Mi critica, por tanto, debe continuar denunciando a Rubia no por su neutralidad, sino por la ausencia de ella.

3

Para empezar, si se pretende adoptar una posición de neutralidad, argumentando que el conocimiento de los mecanismos cerebrales implicados en la vivencia o reconocimiento de algo, ni prueban ni desmienten la realidad externa de aquello que es contenido de la vivencia o la representación (algo que, en principio, creo que, ciertamente, puede ser admitido), entonces, ¿con qué derecho y autoridad calificaremos –como hace Rubia– los estados anómalos o alterados de conciencia de los que estamos hablando de «experiencias místicas» o de «trascendencia», y nos referimos a ellos como«contactos con un mundo trascendente» o «místico». Incluso cabe preguntar por qué los denominaremos «experiencias», toda vez que una experiencia es un fenómeno público y repetible, en tanto que las vivencias místicas no traspasan el ámbito psicológico-subjetivo del individuo que dice haberlas vivido. Las únicas auténticas experiencias, en este sentido, son las derivadas, precisamente, de la experimentación con individuos (al modo de Persinger), pero, ¿tiene algún sentido afirmar que los individuos cuyas estructuras límbicas han sido estimuladas electromagnéticamente han entrado en contacto con un mundo trascendente o místico? ¿Acaso es el neurobiólogo el telefonista de Dios, con quien puede ponernos en contacto mediante la simple estimulación de nuestro lóbulo temporal? Calificar tales estados como contactos con un mundo trascendente, ¿no implica dar por supuesta la existencia de tal mundo? ¿Y con qué autoridad hace tal suposición el neurobiólogo, cuando, además, nos había confiado sus pretensiones de neutralidad? Más aún –proseguirá Rubia–, la explicación de los estados místicos (estados que, al parecer, él sabe de cierto que son místicos) puede hacerse en clave neurobiológica, y la rama de la neurobiología que, por lo que se ve, se ocupa de explicarlos es nada menos que la «Neuroteología», que será, no, como en principio podría parecer, el estudio de las neuronas de Dios, sino el estudio de las neuronas humanas que permiten el contacto con Dios, es decir, el estudio de las «neuronas místicas», o, dicho con mayor seriedad –aunque no por ello resulta menos ridículo–, el estudio de las estructuras neuronales que nos posibilitan el acceso a Dios; pero, al hacer tales afirmaciones, al usar, incluso, el término «Neuroteología», ¿no se está, una vez más, presuponiendo la existencia de Dios? ¿Dónde queda, pues, esa pretendida neutralidad? Las palabras casi nunca son inocentes: ¿le daría lo mismo a Rubia si diésemos a tales estudios la denominación de «Neuroteopatología» o «Neuroteomanía»? Ahora bien, su libro abunda en supuestos de este tenor, y cuando los denomino «supuestos», sin duda le hago un favor, porque en ocasiones se trata de afirmaciones expresas: «en la psique, hoy diríamos en el sistema límbico –escribe en la pág. 13– poseemos estructuras cuya activación nos pone en contacto con la divinidad». O, sólo por mencionar otro ejemplo de los muchos que podríamos referir, en la pág. 88, hablando de los ascetas cristianos dirá que: «Muchos de ellos tuvieron, sin duda, éxtasis místicos en los que entraban en contacto con la divinidad».

Por lo demás, tales estados alterados de conciencia pueden explicar, según nuestro neurobiólogo, el origen de la religión. Este habría que colocarlo, sin duda, en: «sentimientos profundos provenientes de partes del cerebro que tienen que ver con emociones y afectos, es decir, del sistema límbico. La divinidad, lo numinoso no son concebidos, son sentidos» (pág. 21). Ahora bien, ¿cómo se puede afirmar que los estudios de neurobiología a los que venimos refiriéndonos están obligados a permanecer en un plano de neutralidad respecto a los fenómenos religiosos y, al mismo tiempo, proponer un a teoría de la religión a partir de ellos? ¿De veras no advierte Rubia la absoluta contradicción que aquí se encierra? Si el conocimiento de las estructuras cerebrales que propician tales estados no puede decir nada acerca de la existencia o no de la divinidad misma, tampoco pueden apoyar una determinada teoría de la religión mejor que otra, y menos aún constituirse por sí mismos en una explicación adecuada del fenómeno religioso. Incluso en el supuesto de que la religión comportase necesariamente sentimientos del tipo de los que venimos hablando, y más en concreto de pavor y fascinación, de aniquilación y felicidad (y seguramente es mucho suponer que ello sea siempre así, diga lo que diga Otto, a quien Rubia toma como santo patrón), lo único que el neurobiólogo habría hecho sería detectar los mecanismos cerebrales responsables de una serie de emociones comunes a las vivencias religiosas y a muchas otras que no lo son en absoluto, pero esto supone mantenerse, respecto a los fenómenos religiosos, en un plano puramente genérico en el que nada esencial se ha dicho sobre la religión misma. Por otra parte, ¿cómo una teoría de este tipo podría abrirse paso sin tomar partido por la verdad de la religión? ¿Existen realmente esos seres espirituales con los que se realiza la conexión o no? Porque si no existen, entonces se trata sencillamente de fenómenos que pertenecen al ámbito de la psicopatología, o por lo menos de la psicología anómala, y en ese caso resultaría ridículo decir que hemos detectado el origen de la religión; si, por el contrario, se afirma que existen realmente, entonces habrá que señalar los parámetros y contextos de los que se hace tal afirmación, así como los argumentos en los que se sustentan la misma, pero ni tales parámetros pueden ser los de la neurobiología ni en ella podemos encontrar los argumentos que nos lleven a sustentar la afirmación de la existencia de seres espirituales, con lo que la pretendida teoría sobre el origen de la religión vuelve a ser una completa quimera. A menos, claro está, que estemos dispuestos a incurrir en un absolutos círculo vicioso, más o menos como éste: tales estados de conciencia sólo se explican como contactos con la divinidad. ¿Y dónde se encuentra la prueba de la existencia de la divinidad? Respuesta: en tales estados de conciencia. Léanse las págs. 22 y 23 de su libro y se extraerá la siguiente conclusión: existen muchos éxtasis naturales, pero también hay uno místico: la unión con la divinidad. ¿Y eso por qué lo sabe él, pregunto yo? ¿A partir de su conocimiento de las estructuras del sistema límbico o a partir de otras fuentes? Permítame recordarle, en cualquier caso, que ese auténtico éxtasis místico, esa verdadera conexión divina, se alcanza por procedimientos tan naturales como los otros. ¿En qué se diferencia de estos? ¿Lo sabe Rubia? ¿Y su fuente de conocimiento es una intuición privilegiada e inefable o simplemente la fe?

En cuanto a la afirmación según la cual la divinidad no es concebida, sino sentida, hay que decir que es sencillamente gratuita y que sólo se puede hacer desde una profunda ignorancia de toda la extensa y profunda actividad especulativa, no sólo de las grandes religiones monoteístas (¿qué haremos, por ejemplo, con la tradición escolástica?), sino también de las complejas elaboraciones mitológicas propias de las religiones primitivas y también de las politeístas.

Pero prosigamos examinando la «neutralidad» de Rubia.

Habría, según él, dos tipos de realidades: la externa, vale decir, la de la experiencia sensorial, y la interna. Esta última, pese a ser poco accesible y básicamente inconsciente, es quien realmente gobierna la mayor parte nuestras creencias, decisiones o actividades, y: «Aquellas personas que han accedido a esa realidad interna opinan que lo que han vivido durante esa experiencia es mucho más real que la realidad cotidiana del mundo exterior» (pág. 9). Opinión que Rubia parece suscribir plenamente. Es más, ahí habría que colocar, desde su punto de vista el origen de la religión (al que antes nos referíamos): una vez que el ser humano accedió por primera vez a esa segunda realidad, mediante una experiencia que, como ya hemos señalado, Rubia califica como «mística», «numinosa» o «trascendente», no ha dejado de buscarla insistentemente, debido a la sensación de paz, bienestar y felicidad inusuales que comporta. De este modo: «Es de suponer que esta realidad interior haya sido el origen de la religión» (pág. 9).

Yo no tengo mayor inconveniente en admitir que las vivencias subjetivas de las que estamos hablando constituyan una realidad distinta a la de la experiencia cotidiana. Y si tal realidad se identifica con el inconsciente, tampoco me encuentro particularmente interesado en entrar ahora en la discusión acerca de si de él manan nuestros principales impulsos y motivaciones (como quiere el psicoanálisis) o no. Pero lo que considero absolutamente intolerable es que se proceda, de una forma tan infundada como ideológica, al bautizo del inconsciente. Porque esa segunda realidad, tal como la entiende Rubia, no es la sede de nuestros fantasmas ocultos, sino el lugar en el que se asienta lo numinoso y lo divino. Y vuelvo a preguntar: ¿eso él lo ha averiguado a través de sus estudios sobre el sistema nervioso? ¿Y es también el conocimiento de las neuronas quien le ha enseñado que esa segunda realidad es más real que la primera? ¿Qué significa en este contexto más real? ¿Cuáles son los criterios, en general, que maneja Rubia para, dadas dos realidades, calificar a una de ellas de más real? ¿Y cuáles son los criterios utilizados en este caso concreto? Una realidad puede ser distinta a otra, puede también hallarse constituida por un género de materialidad diferente, pero, ¿qué significa que es más real? ¿Es más real una raíz cuadrada que un árbol? ¿El amor que la tierra? Si al decir más real se quisiera decir que esas vivencias de carácter psicológico-subjetivo comportan una carga afectiva o emocional superior a la de la vida cotidiana, todavía podría admitirse que sea así en algunos ocasiones, aunque no en todas, desde luego. Pero repárese que en ningún caso la vivencia misma supone una prueba de la existencia real de lo vivenciado. Pero Rubia parece dar por supuesto lo contrario. A la pregunta que él mismo se formula acerca de si existe esa segunda realidad responde que es lo que parecen demostrar tantos testimonios de gente que dice haber accedido a ella, y, además, dado que tiene base cerebral, es preciso concluir que es tan real como nuestra realidad cotidiana. Respecto al primer argumento, baste con señalar que lo que la gente diga haber visto o experimentado no prueba absolutamente nada. Primero, porque hay gente que miente; y segundo, porque hay gente que está enferma. Hay mucha gente que dice haber tenido contactos con extraterrestres (incluso contactos sexuales): ¿considera Rubia que eso es una prueba suficiente de su existencia? ¿Prueban los delirios esquizofrénicos y paranoicos la realidad de sus contenidos? Que un científico utilice tales argumentaciones resulta verdaderamente sorprendente, y sólo se me ocurren dos explicaciones: o se trata de un caso de manifiesta incompetencia, o de una labor apologética al servicio de intereses que en ocasiones no se desea hacer manifiestos. Y este mismo juicio hay que hacer extensivo al segundo argumento, a saber, que la vivencia de esa segunda realidad tiene base neurobiológica y que, por tanto, es tan real como la primera. De nuevo estamos jugando (deliberadamente: no puedo creer que se trate de simple ignorancia) con la ambigüedad del término «real». Naturalmente que tales estados tienen un fundamento neuronal (¿cómo sino podrían darse?). Y por supuesto que son reales, si con ello se quiere decir que son el resultado de determinadas sinapsis neuronales y de la consiguiente activación de las áreas cerebrales pertinentes. Y son reales, además, en el sentido de que el individuo los experimenta realmente. Pero, más allá de eso, ¿qué quiere decir que son reales, que son, incluso, más reales que los constitutivos de la experiencia cotidiana? ¿Prueba todo eso la existencia real de los referentes de los mismos? Resulta sencillamente grotesco plantearse en serio tal cuestión. El alcohólico que en pleno delirium tremens ve ratas azules está teniendo realmente una vivencia terrorífica, y la tiene como consecuencia del funcionamiento de su sistema nervioso. ¿Y? Pues, sencillamente, que no existen tales ratas azules.

Se pregunta Rubia si los místicos son personas elegidas o simples enfermos mentales, y aunque afirma no querer entrar en el asunto, sostiene que, en cualquier caso, no se trata de patologías, puesto que tales estados también pueden producirse espontáneamente. Estamos ante un silogismo disyuntivo elemental (los escolásticos lo llamaban tollendo ponens): o son personas elegidas o enfermos mentales; no son enfermos mentales; ergo... Yo comienzo por negar el planteamiento del asunto: no son personas elegidas, pero eso no significa que se trate siempre de enfermos mentales. Lo son muchas veces (epilépticos, esquizofrénicos y hasta pseudólogos o mentirosos compulsivos), pero no dudo que vivencias de ese tipo (del tipo de los estados de conciencia alterados) puedan producirse en personas enteramente normales, bien de forma espontánea o inducida. Ahora bien, esas vivencias en ningún caso pueden servir de prueba para la existencia de esa segunda realidad, tal como parece pensar Rubia.

Pero, en definitiva, esa segunda realidad, ¿qué es? Hagamos que nuestro neurobiólogo nos lo diga más claramente, si cabe: «también se puede denominar 'lo sagrado', 'lo numinoso', 'lo divino'» (pág. 64). Recordemos, además, que ésa es la realidad que se califica de más real, y el asunto comienza a resultar meridianamente claro. No se trata de mas real en el sentido de mayor componente afectivo, sino de más real en sentido estrictamente óntico. La realidad cotidiana es un simple apariencia (un valle de lágrimas también), una mera sombra; la segunda realidad es, en cambio, el ámbito del Ser y la Verdad, el ámbito de lo divino. Y el místico es el ser privilegiado que puede, en vida, acceder a ella. Permítaseme señalar que Rubia interpretará el mito platónico de la caverna con el ascenso del místico desde la primera a la segunda realidad; lo cual hace suponer que cuando afirma que la segunda realidad es más real que la primera, lo hace en el mismo sentido en el que Platón considera más reales las Ideas que las cosas. Y dado que esa segunda realidad es lo numinoso, lo numinoso será más real que lo sensible. Falta añadir: y a eso es a lo que todos llaman Dios.

4

Por otra parte, afirma Rubia que, en tanto que el hombre moderno, el de las sociedades desarrolladas, vive básicamente, salvo raras excepciones, en la primera realidad (la de la experiencia sensorial cotidiana), la vida del primitivo transcurre inmersa de lleno en la segunda realidad (la mística y trascendente). Ello es debido, según nuestro neurobiólogo, a que en nosotros la «capacidad lógico-analítica» ha inhibido la«capacidad emocional-mística»; y la explicación biológica es que en el hombre actual predomina el hemisferio izquierdo (lógico) sobre el derecho (emocional). En el primitivo sucede lo contrario, y ese predominio del hemisferio derecho, esa utilización preferente del cerebro emocional y también del sistema límbico, hace que su pensamiento se caracterice por una distinción débil entre el yo y el mundo, una preferencia por las imágenes concretas frente al pensamiento abstracto y una ausencia del principio de no-contradicción, al tiempo que le permite el trato asiduo con la realidad trascendente, con lo sagrado. En efecto: «Se trata, pues, en este tipo de pensamiento –escribe Rubia en la pág. 54–, no tanto de 'conocer' el mundo como de 'aprehenderlo' emotivamente, unirse místicamente con él». Y es que esto es exactamente lo mismo que sucede en la «experiencia mística»: sentido de unidad de todo lo existente y contacto inmediato con lo sagrado. Místico y primitivo se hallan, pues, gobernados por las mismas estructuras cerebrales.

Ahora bien, a menos que aceptemos considerar el pensamiento místico como una variedad del pensamiento primitivo (una supervivencia de éste, podríamos decir con Tylor), pero entendiendo ahora «primitivo» como sinónimo de supersticioso o irracional, se hace preciso relativizar las diferencias entre el pensamiento primitivo y el pensamiento civilizado. Y esto es exactamente lo que hará Rubia. El hombre primitivo –dirá– es lógico y prelógico, racional e irracional, pero exactamente lo mismo nos sucede a nosotros: «lo único es que las proporciones entre los dos términos antitéticos variarían en cada caso» –escribe en la pág. 49, siguiendo a Cazeneuve–. ¿Y le parece poco? El material genético de un ser humano y de un chimpancé es idéntico en un 99%. Pero ese 1% de diferencia es responsable, ni más ni menos, de la existencia de dos especies absolutamente distintas, y sobre cuyas diferencias baste decir que ha sido el hombre quien ha estudiado al chimpancé, y no a la inversa. Quiero decir con esto que aunque la única diferencia entre el pensamiento primitivo y el civilizado fuese la proporción respectiva de lógica y racionalidad, tal proporción habría tenido como consecuencia que en tanto que el primero ha permanecido sumido en la ignorancia y la superstición, el segundo ha creado la ciencia y el pensamiento filosófico. Según Rubia –insistiendo en lo mismo desde otra perspectiva–: «el pensamiento del primitivo no se diferencia en absoluto del nuestro, la diferencia radica exclusivamente en las premisas» (pág. 58). Y yo de nuevo le tengo que preguntar: ¿y le parece poco? ¿Le parece una diferencia menor el que Anaximandro partiese de la premisa de que no existen seres fabulosos, tales como elefantes y tortugas gigantes, que sostengan la tierra, y tratase, en cambio, de explicar las cosas por las cosas mismas? Tanto si hablamos de proporciones como si preferimos hacerlo de premisas distintas, las diferencias entre el pensamiento primitivo y el pensamiento civilizado no son meramente de grado o accidentales, sino auténticamente esenciales. Por lo demás, la posición de Rubia parece contradictoria: si tales tipos de pensamiento se explican por el predomino bien del cerebro derecho, bien del cerebro izquierdo, si se acepta (como él hace) que en tanto que el hombre civilizado razona conforme a principios lógicos elementales, tales como el de no-contradicción (y habría que añadir el principio de identidad y el de tercero excluso), en tanto que el primitivo piensa conforme al principio de participación, ¿cómo se puede sostener que no existen diferencias esenciales? A menos, claro está, que decidamos quedarnos sólo con la semejanza: ambos (primitivo y civilizado) piensan con el cerebro.

Relativizar la diferencia entre el pensamiento primitivo y el civilizado obliga, al mismo tiempo, a relativizar las diferencias entre dos de las creaciones primordiales de uno y otro, esto es, las diferencias entre la magia y la ciencia. Y, en efecto, también hasta ahí alcanza la «neutralidad» de Rubia. Haciendo suyas las palabras de A. Hofmann, nuestro neurobiólogo sostiene que: «En el fondo, ciencia y chamanismo no se contradicen, como no lo hacen la ciencia y la experiencia mística. Al contrario, son complementarios, se complementan para ofrecer una imagen total de la realidad humana» (pág. 17). Ese complemento entre ciencia y chamanismo, y entre ciencia y religión, lo encuentra Rubia perfectamente ejemplificado en la anécdota del bosquimano que, picado por un mosquito, acude a la consulta del médico para que le proporcionase un medicamento capaz de prevenir la malaria, pero tras ser curado le confiesa tener a continuación consulta con el chamán. Ante la sorpresa del médico, el bosquimano responde que ha ido a su consulta porque ha sido picado por un mosquito, pero que va a ir a la del chamán porque desea saber por qué.

¿Qué decir de esto? Pues, en primer lugar, que la anécdota del bosquimano no sirve de apoyo a la supuesta complementariedad entre la ciencia y el chamanismo, sino de ilustración de lo que es el pensamiento mágico, sumido en las tinieblas de la ignorancia, la superstición y la creencia en procesos causales de carácter sobrenatural. La tal complementariedad es un puro mito. El médico occidental y el chamán no pueden, en modo alguno, ser colocados en un plano de igualdad: sencillamente porque en tanto que la medicina occidental ha logrado curar al nativo mediante la aplicación de un remedio efectivo, que ha sido posible gracias al desarrollo de importantes conocimientos científicos (químicos, biológicos, entomológicos, anatómicos, &c.) verdaderos, el chamán no tiene ninguna respuesta que proporcionar a una pregunta que, por lo demás, resulta absurda, a menos que a la pregunta del bosquimano de por qué ha sido picado, le satisfaga esta sencilla respuesta: porque su cuerpo y el del mosquito han coincidido en un preciso momento en el espacio y en el tiempo. Y quien fuera de esto busque otras respuestas, no está ofreciendo una nueva perspectiva sobre la naturaleza humana, sino poniendo de manifiesto un pensamiento irracional, alienado y objetivamente falso.

Decir que ciencia y chamanismo no se contradicen, es mucho decir. El pensamiento mágico que explica la enfermedad (somática o psíquica) por la acción de espíritus que penetran en el enfermo a través de sus orificios corporales, entra en absoluta contradicción con la explicación médica en términos naturales, que pueden ser experimentados y comprobados: sencillamente, porque las dos explicaciones no pueden ser verdaderas a un tiempo. Y en general, la explicación científica (en medicina o en cualquier otro campo) establecida mediante la actuación de causas naturales, entra en confrontación directa e inmediata con la hipótesis de una causación sobrenatural, propia del pensamiento mágico: un mismo fenómeno no puede tener, a la vez, una causa natural y sobrenatural. Y si se dijera que fenómenos distintos pueden tener causas distintas, a saber, natural, uno, y sobrenatural, el otro, habría que comenzar por probar, no ya la existencia, pero al menos sí la posibilidad de una causación sobrenatural: si no hay causas sobrenaturales no puede haber fenómenos causados sobrenaturalmente.

Y por lo demás, cuando la magia o el chamanismo muestran algún tipo de efectividad, lo que sucede, precisamente, en el ámbito de la medicina de manera muy especial (y más en concreto en el contexto de los trastornos de carácter psicógeno), tal efectividad resulta perfectamente explicable en términos naturales: sugestión y efecto placebo (cosa que el propio Rubia admite, aunque respecto a otros fenómenos del chamanismo, como es el caso de la adivinación del futuro, confiesa no disponer de datos suficientes para pronunciarse). Y esto implica algo absolutamente esencial respecto a las relaciones entre ciencia y magia, y es lo siguiente: en tanto que la ciencia puede dar cuenta de la magia, explicándola desde sus propias categorías, ésta no puede hacer lo mismo con aquélla. En el ámbito científico partimos de un conjunto sólido de verdades, no partimos de la duda universal, o de conjeturas o hipótesis más o menos fantásticas. La supuesta igualdad y complementariedad entre ciencia y magia, y el relativismo y neutralidad adoptados ante ellas, sólo puede tener su origen en el desconocimiento de ese hecho tan elemental, y acaso también en motivaciones de carácter ideológico que sería conveniente poner de relieve.

5

¿Y cuál –podemos preguntarnos finalmente– la conclusión última a la que Rubia quiere llegar con todo lo que venimos examinando? O si se quiere decir de otro modo: ¿cuál es la premisa básica sobre la que está construido su trabajo, el supuesto fundamental que subyace al mismo y que deberá, por último, revelársenos como su conclusión? Y digo bien, porque tal tesis es, a un tiempo, premisa y conclusión. ¿Cuál es, pues? Aquí está: «El resultado de estas investigaciones me parece de una enorme trascendencia. En primer lugar, porque mostraría que una parte del cerebro es la responsable de nuestro sentido de espiritualidad, con lo que éste quedaría ligado al cerebro y, por tanto, sería algo innato en el ser humano. De esta forma, el materialismo que lo negase estaría negando al mismo tiempo algo importante en la naturaleza humana. Hubo un tiempo en que los antropólogos buscaban probar la no existencia de divinidad en algunos pueblos primitivos; también los hubo que querían probar lo contrario. Hoy, a la vista de este desarrollo de lo que se ha venido a llamar en Estados Unidos la neuroteología, estos esfuerzos nos parecen inútiles. La religión, si por ello se entiende la búsqueda de lo sagrado, lo numinoso, lo divino, tiene que haber estado presente desde el comienzo de nuestra andadura sobre la tierra, allí donde el Homo sapiens vivido. Dijimos al principio de este libro que se duda si el Homo neanderthalensis tenía o no religión. Sea como fuere, es lógico pensar que si la sensación de numinosidad parte de la activación de estructuras cerebrales, también presentes en el hombre de Neanderthal, éste tendría muy probablemente sensaciones o experiencias parecidas, quizá menos desarrolladas que las nuestras» (págs. 192-193).

La primera observación que se me ocurre es ésta: ¿por qué iniciar el proceso con el Neanderthal? Si las estructuras cerebrales responsables de lo que Rubia denomina «sensación de numinosidad» constituyen la parte más arcaica y primitiva del encéfalo humano, ¿acaso no habrá que suponerlas existentes en otros eslabones del proceso evolutivo que conduce a la especie humana? ¿Con qué motivo negaremos la «sensación de numinosidad» al erectus, al habilis o mismo al australopithecus? ¿Con qué motivo se la negaremos, incluso, a cualquier animal con un sistema límbico medianamente desarrollado? ¿En qué se diferenciarían, según Rubia, determinadas conductas presentes en el mundo animal, por ejemplo, aquéllas de carácter supersticioso, de la «sensación de numinosidad»? Para proponer una hipótesis medianamente coherente sobre el inicio de la religión no basta con criterios de carácter neurológico. Seguramente la religión no existe hasta el Homo sapiens, pero no porque con éste surjan (milagrosamente) estructuras cerebrales radicalmente nuevas y capaces de permitirle la conexión directa con la divinidad, sino porque la religión es inseparable de la cristalización de complejas elaboraciones mitológicas, imposibles sin la existencia de un lenguaje articulado; lenguaje del que, por lo que sabemos, sólo fue capaz el Homo sapiens.

Por lo demás, que la religión sea un fenómeno universal (y seguramente lo es), presente, por tanto, en las más diversas culturas de nuestra especie, no significa, como parece suponer Rubia, que también lo sea la idea de divinidad, al menos en el sentido (y desde él es desde el que habla Rubia) en que tal concepto es entendido en las religiones superiores. Probar tal cosa fue el gran objetivo de la Escuela de Viena, con el P. Smicht a la cabeza. Ahora bien, ello sólo puede hacerse mediante la ignorante (o ideológica y, por tanto, interesada) confusión de la religión con Dios: sencillamente hay múltiples religiones entre cuyos contenido no se encuentra Dios. Mas aun: la idea de Dios es un producto muy tardío en la historia de las religiones, que sólo aparece, como tal, en las religiones monoteístas.

Y afirmar que la religión, el «sentido de espiritualidad», Dios, lo divino, lo numinoso o lo sagrado, son contenidos innatos al ser humano, es algo no sólo gratuito, sino también probablemente falso. Que existan determinadas estructuras cerebrales responsables de pensar o «vivenciar» tales contenidos, no significa que estos sean innatos. Serán innatas tales estructuras, pero no dichos contenidos. Afirmar que porque «está ligado al cerebro» el «sentido de espiritualidad» es innato, resulta sencillamente absurdo. Todo fenómeno psíquico, todo contenido de conciencia, toda experiencia, vivencia o conocimiento «está ligado al cerebro»: ¿todo es, pues, innato? La posiciones de quien se declara materialista y ateo están ligadas al cerebro (¿o no?), por tanto, son innatas. He ahí, pues, que son innatos tanto el espiritualismo como el materialismo, el «sentido de espiritualidad» y su negación, la religión y el ateismo. Por fuerza algo está fallando aquí. Y lo que falla es no hay tal innatismo: la religión es una creación cultural humana, del mismo modo que puedan serlo la música sinfónica o los estilos arquitectónicos, y, como éstos, sujeta a una evolución interna, en la que los seres espirituales, y entre ellos el ser espiritual por excelencia, es decir, el Dios monoteísta, junto con el místico que cree poder conectar directamente con él, son contenidos muy tardíos, propios de las que, con Gustavo Bueno, denominamos religiones terciarias o monoteístas (los númenes animales de las religiones primarias, y los dioses de las religiones secundarias o politeístas, son concebidos como seres corpóreos).

Por último, los estudios neurológicos de los que nos informa Rubia no suponen, en contra de lo que él parece creer, una refutación del materialismo, sino más bien todo lo contrario. El materialismo no niega la existencia de la religión o de las vivencias religiosas (lo que resultaría completamente absurdo): niega la existencia real de sus referentes (al menos de aquellos propios de las religiones secundarias y terciarias). Y afirma que tales vivencias, precisamente en la medida en que son el producto del funcionamiento de determinadas estructuras cerebrales, son tan materiales como pueda serlo cualquier otro proceso psíquico.

6

La obra de Rubia forma parte, por derecho propio, de un género literario muy en boga en los últimos tiempos, a saber: el constituido por aquellas producciones literarias de científicos que, partiendo del dominio de un determinado ámbito científico, se consideran competentes para abordar (y resolver) cuestiones que caen fuera de la categoría científica en la que se encuentran especializados; competentes para abordar (y resolver), digámoslo de una vez, problemas filosóficos, a veces, incluso, para proponer una teoría del Todo. Justo es reconocer que Rubia no aspira a tanto: se «conforma» con darnos cuenta del origen de la religión y «probarnos» la existencia de la otra realidad. Probada ésta, la existencia de la divinidad diríase caer por su propia peso, ya que no parece haber otra hipótesis más razonable para explicar la existencia de esa otra dimensión.

El científico (el físico, el biólogo, el astrónomo...) es muy libre de ocupar sus ratos de ocio en reflexionar sobre lo que considere oportuno (¡faltaría más!); es muy libre, por ejemplo, de ocuparse de cuestiones filosóficas, incluso de llegar a hacerlo de modo muy notable: aquí no estamos hablando de títulos académicos o de propiedad, en virtud de los cuales pretendiéramos arrogarnos el derecho de vetar a alguien que se propone pensar sobre Dios o la religión (pongamos por caso), declarándole (a saber con qué autoridad) incompetente a priori. Pero debe saber lo que está haciendo; debe saber que lo que está haciendo no es ciencia, sino filosofía, y que sus posiciones de ninguna manera se deducen de la ciencia particular en la que es experto, sino de determinados presupuestos filosóficos, de los que acaso es consciente o acaso no, y si no lo es, tanto peor para él. Si nuestro científico desconoce lo que estamos diciendo, es culpable de ignorancia; si, por el contrario, dándose perfecta cuenta de ello, lo que pretende, amparándose en el prestigio que otorga hablar en nombre de la Ciencia, es poner su «granito de arena» para contribuir a apuntalar determinadas concepciones del mundo, de Dios o de la religión, entonces su culpa será de deshonestidad. Yo no afirmo que el caso de Rubia sea ninguno de esos dos. Lo que si digo es que su obra presta un notable servicio a los apologetas de la fe. Pero Rubia no está sólo. Su libro no es un hecho aislado. Desde las ciencias físicas, Antonio Fernández Rañada (Los científicos y Dios) va en la misma dirección, y desde el de las llamadas «ciencias de la información», la periodista Carmen Mestre (Misterios de la Iglesia), también. Del libro de Rañada me he ocupado hace tiempo, cuando se publicó la primera edición (acaba de salir la segunda), y del de Carmen Mestre espero hacerlo en breve. Rañada, al menos, no se toma la molestia de declararse neutral, cosa que es de agradecer, porque así todos sabemos a que atenernos. En cambio, de todas las sorpresas que me ha deparado el escrito de Rubia, la mayor ha sido la declaración de neutralidad que por dos veces hace manifiesta su autor. Y es que cuesta creer que Rubia piense realmente que su posición es neutral respecto a Dios (o lo divino, como el prefiere decir) y la religión. Pero, ¿entonces...?

 

El Catoblepas
© 2003 nodulo.org