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El Catoblepas, número 15, mayo 2003
  El Catoblepasnúmero 15 • mayo 2003 • página 3
Guía de Perplejos

De los celos

Alfonso Fernández Tresguerres

Los celos, con frecuencia, son manifestación de la inseguridad y el temor inherentes al enamorado, aunque, en casos extremos, pueden ser síntoma
de algún severo trastorno psicopatológico nacido, seguramente,
de un profundo sentimiento de inferioridad

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«Los celos –observa el duque de la Rochefoucauld– se alimentan de dudas, y se convierten en furor o se extinguen apenas pasamos de la duda a la certeza.» Así es: una vez se constata el engaño, podremos sentirnos furiosos o desconsolados, pero no celosos. Los celos, en efecto, son inseparables de la duda y la sospecha. Ahora bien, a lo apuntado por F. de la Rochefoucauld, yo añadiría que es condición esencial de la sospecha celosa el que carezca del menor fundamento objetivo. Si estamos siendo realmente engañados, la duda y la sospecha que abrigamos, antes de producirse la constatación de tal engaño, nos provocarán, sin duda, un desasosiego y dolor del todo similares, e incluso idénticos, a los que experimenta el celoso; pero conviene matizar: toda vez que la sospecha y la duda lo es de algo que efectivamente está teniendo lugar, antes denotan perspicacia que un carácter celoso. Sorprende la frecuencia con la que la gente utiliza la expresión «celos infundados» sin advertir lo redundante de la misma. Los celos siempre son infundados. Unos celos fundados no son celos: son cuernos. Claro que también puede suceder que el que frecuentemente cela sin motivo, una vez acierte por casualidad. En este caso no habría que decir sino que ha puesto tanto empeño y tesón en ser cornudo que, finalmente, lo ha conseguido.

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Delay y Pichot, en su importante Manual de Psicología, sostienen que los celos son un sentimiento, no una emoción ni una pasión. Que no son una emoción resulta obvio, pues las emociones, aunque intensas, son pasajeras y de breve duración. Dudo, en cambio, que puedan ser considerados un sentimiento. Los celos, es cierto, comparten con los sentimientos su carácter estable y duradero, pero a diferencia de éstos, tienen (me parece a mí) la intensidad de las emociones. Y esto, un estado afectivo intenso y duradero, es precisamente lo característico de las pasiones, como señalan los propios psicólogos franceses, para añadir que la pasión «transforma el mundo que tenemos delante, nos "ciega" sobre la realidad». ¿Acaso se necesita más para llegar al diagnóstico de que los celos pertenecen al conjunto de las pasiones? Una pasión por la que se sufre y se hace sufrir. El celoso vive inmerso en un infierno de ansiedades y de temores: temor a ser abandonado, a perder aquellos beneficios de los que ha disfrutado hasta el momento presente, temor a que éste o aquélla, cualquiera, pueda resultar a ojos de la persona amada más interesante que él mismo, temor, en definitiva, a que lo que hasta ahora no ha sucedido vaya a suceder mañana o esté sucediendo en este preciso momento. Y a veces, irónicamente, sucede; y no tan irónicamente, si tenemos en cuenta que en la pasión del celoso no sólo se agota y se consume él, sino que agota y consume también al otro, quien, finalmente, puede optar por escapar de tal pesadilla utilizando, justamente, los medios que el celoso tanto temía: el engaño o el abandono. Como señala La Bruyère: «Hay ciertas gentes que quieren tan ardientemente y con tanta determinación una cosa, que por miedo a perderla no olvidan nada de lo que hay que hacer para perderla.»

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Duda, sospecha, angustia, temor... ¿Hay algo más? Según Espinosa, sí. En su opinión, los celos consisten, básicamente, en odio y envidia. «Si alguien imagina –escribe– que la cosa amada liga a otro a ella con un vínculo igual o más estrecho que aquel con que él solo la poseía, será afectado de odio hacia la misma cosa amada y de envidia hacia ese otro.» Y continúa explicando el filósofo judío: «A este odio hacia la cosa amada, unido a la envidia, se le llama celos, los cuales no son, por tanto, otra cosa que la fluctuación del ánimo surgida del amor y a la vez del odio, y acompañada de la idea de otro al que se envidia.»

Considero pertinentes algunas observaciones. Los celos no nacen, ciertamente, del odio, sino del amor (y a veces ni siquiera necesariamente de un gran amor: basta con que en el celoso sea grande el afán de posesión). Ahora bien, no dudo que, como señala Espinosa, en el proceso mismo de celar se acabe generando odio hacia la persona amada, desde el momento en que los celos implican la sospecha del engaño y la traición. En consecuencia, me parece acertado suponer que el estado afectivo y de ánimo del celoso se mueve en la ambivalencia amor / odio, dibujando así uno de los tipos característicos de frustración por conflicto, a saber: aquel en el que algo nos atrae y nos repele al mismo tiempo. De este modo, al cuadro afectivo del celoso podemos añadir ahora la frustración, y con ella todos los sentimientos que la acompañan: rabia, tristeza, impotencia... y, no pocas veces, agresividad; una agresividad que puede volverse contra el celoso mismo o contra la persona a la que considera responsable de su frustración. ¿Qué otra explicación puede proporcionarse a muchos caso de maltrato amoroso (físico o no) que, en el límite, puede desembocar en el crimen pasional?

En cuanto a la envidia, supongo que es claro que se puede afirmar que quien experimenta celos siente envidia de aquél de quien sospecha que le ha arrebatado, o está a punto de arrebatarle, a aquella persona que él desearía poseer con carácter exclusivo; pero, con todo, existen diferencias sustanciales entre la envidia del celoso y la del envidioso en general. La envidia del celoso se suscita porque la dicha y el bien del otro suponen, al tiempo, la desdicha y el mal propio. Al celoso le va mucho en lo que sucede (o en lo que supone que está sucediendo), y si envidia la fortuna del otro es debido a que ésta sólo puede labrarse sobre su propio infortunio. Su envidia no nace del odio o la malicia, sino de la desesperación causada por temor a perder lo que ama o lo que, en cualquier caso, no desea perder. En cambio, el envidioso envidia aunque nada le vaya en ello, aunque el bien del otro no suponga una merma del propio, y aunque incluso, respecto a ese bien preciso, su caudal exceda al del envidiado. El celoso envidia porque siente que le han arrebatado algo que le pertenecía (con independencia de lo reprobable que esto pueda resultar en sí mismo); el envidioso lo hace porque no tolera el bien ajeno y no cree tener nunca suficiente del propio. La envidia del celoso es cualquier cosa menos gratuita, en tanto que el envidioso, en no pocas ocasiones, envidia gratuitamente. En el celoso la envidia tiene un algo de nobleza de la que carece la ruindad del envidioso. Si los celos han de ser vistos como una de las formas de la envidia, creo que al menos deben considerarse como una de las modalidades más nobles de la misma. El celoso tiene derecho a envidiar, pero al envidioso (al menos en su estado puro) ninguna justificación le asiste. Los celos, en suma, constituyen la cara más noble y lícita de la envidia. F. de la Rochefoucauld ha expresado esto mismo con una mayor economía de palabras y una mayor contundencia y precisión de lo que yo lo he hecho. Acaso eso sea razón suficiente para que se me permita volver a citarlo: «En cierto modo los celos –escribe– son algo justo y razonable, puesto que tienden a conservar un bien que nos pertenece o que creemos que nos pertenece, mientras que la envidia es un furor que no puede tolerar el bien de los demás.»

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Puestos a buscar similitudes entre la envidia y los celos, aún habría que señalar otra: en ambas pasiones ocupa un papel relevante el sentimiento de inferioridad, y, con él, la duda sobre la propia valía. Esto es particularmente claro en el caso de la envidia, hasta el punto de constituir, seguramente, la clave explicativa de la misma, pero también puede sospecharse en el celoso. Quien se sienta completamente seguro de sí hasta el punto de verse como una de las modalidades de la perfección, difícilmente incurrirá en el vicio o la debilidad de celar (lo que no resulta un obstáculo para que tal tipo de individuo suela ser una de las variedades más comunes de cornudo). Al vanidoso o al narcisista no les es fácil entender que alguien más que ellos pueda despertar algún interés erótico o amoroso, y acaso por eso, obligado a enfrentarse a hechos consumados, es seguramente el narcisista quien peor soporta el engaño o el abandono, y si el narcisismo llega al extremo de constituirse en un importante trastorno de la personalidad, mezclado con rasgos psicopáticos, la reacción puede ser violentamente impredecible.

Quien siente celos (creo yo) es porque piensa que aquél que los suscita es mejor que él, e incluso, en general, porque piensa que su pareja siempre puede encontrarse a alguien mejor, sea quien sea, y ello porque cualquiera se le antoja mejor que él mismo. De donde cabe concluir que los celos son inseparables de la inseguridad, de la falta de confianza y tal vez de un cierto grado de baja autoestima. Esto, que probablemente se da, en mayor o menor medida, en los celos que cabe calificar de «normales», resulta especialmente claro en el caso extremo de la celotipia. En el delirio celotípico (una de las formas de la paranoia), la sospecha permanente se convierte en una forma de vida capaz de hundir en la desesperación no sólo al celoso, sino también a quien tiene la desgracia de tener que sufrirlo, y en tal delirio, además de la más que probable proyección (el mecanismo paranoico de defensa por excelencia) en la otra persona de los propios deseos de infidelidad, es seguro que subyace un profundo sentimiento de inferioridad. Alfred Adler (a quien no le cabe la menor duda de que esto es así) considera que los celos son un recurso neurótico con el que se busca humillar y castigar a la pareja, porque mediante tal agresión consigue el celoso, siquiera por un momento, sentirse superior y por encima del otro, acrecentando, de éste modo, su sentimiento de personalidad. Esa es la razón por la que el celoso (al menos el celoso patológico) raramente tomará la decisión de separarse definitivamente de la persona objeto permanente de sus sospechas, porque tal persona es el instrumento mediante el que logra (a ratos) paliar su sentimiento de inferioridad. El lazo que liga al celoso con su pareja, es, así, como observa Adler, una dependencia neurótica. «En los celos –leemos en El carácter neurótico– siempre se trata de la búsqueda de pruebas de la propia influencia sobre la pareja, a cuyo efecto se aprovecha toda coyuntura más o menos adecuada. La forma insaciable con que el neurótico somete a prueba a su pareja, evidencia su escasa confianza en sí mismo, su baja autovaloración y su inseguridad. Es, pues, fácil comprender que con su actitud celosa busca hacerse recordar más intensamente, llamar la atención sobre sí mismo, para de esta forma asegurar su sentimiento de personalidad. En toda ocasión, frecuentemente por las causas más nimias, se verá renacer el viejo sentimiento de disminución y de humillación, acompañado de la ya conocida avidez infantil de querer tenerlo todo y de adquirir incesantemente nuevas pruebas de superioridad sobre la pareja. Todo sirve de pretexto para un nuevo acceso de celos: una mirada, una conversación en sociedad, una palabra de agradecimiento por un servicio, una expresión de simpatía hacia un cuadro, un autor, un pariente, inclusive una actitud indulgente para con el personal del servicio doméstico. En los casos más graves, se recoge la impresión de que, creyéndose incapaz de una dicha serena a causa de sus defectos, el neurótico realmente no fuese capaz de tranquilidad.»

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Ahora bien, sin llegar a tales extremos, que nos introducen de lleno en el ámbito de la psicopatología, cabe preguntarse si son o no los celos inherentes al amor. Es cierto (ya lo he dicho) que los celos no nacen necesariamente de un gran amor (y ni siquiera de uno pequeño): es suficiente que se desee poseer, subyugar y absorber a la otra persona. Pero no es eso lo que ahora me pregunto, sino justo lo contrario: se puede sentir celos sin amar, pero, ¿se puede amar sin sentir celos? San Agustín pensaba que no («El que no tiene celos –afirma– no está enamorado»). Yo estoy de acuerdo. Ese estado (esa pasión) que denominamos «enamoramiento» (y no hay otra forma de amor erótico distinta o al margen de él) es seguramente inseparable de la inseguridad y el desasosiego; del temor a perder a la persona amada o a no poseerla del todo y plenamente; las partes ignoradas de su vida, o que le están vedadas, se convierten para el amante en motivo de múltiples conjeturas, hipótesis e indagaciones; espía sus gestos, sus reacciones, el tono de su voz, y a cada paso cree haber dado con atisbos e indicios de que se halla próximo el fin. Mas el amor se nutre precisamente de eso: del miedo y de la incertidumbre; también del desconocimiento: cuando el otro deja de ser un misterio; cuando la seguridad en la posesión de la persona amada es plena y el miedo a perderla ha desaparecido, es que ya no se ama, y esa tormentosa pasión de sabor agridulce, que es el amor, se halla pronta a ser sustituida por un dulce cariño o un sosegado abandono. Cuando no se tiene miedo de ser abandonado, es que ya no se ama, y si uno se toma la molestia de indagar un poco en sus propios sentimientos, descubrirá que no tiene miedo al abandono porque en realidad no le importa. Cuando se ama, se tiene miedo de todo y no se está seguro de nada; cuando se es amado y no se ama, uno no tiene miedo de nada y está seguro de todo. Y, sí, creo que, con el miedo y la inseguridad, hacen su aparición los celos (porque, después de todo, ¿qué otra cosa son, sino miedo e inseguridad?); mas ni siquiera los celos centrados en una persona concreta, sino unos celos difusos, cósmicos: uno se siente celoso de todo y de todos. Como señala Montaigne: «Los celos son, de todas las enfermedades del espíritu, aquélla a la cual más cosas sirven de alimento y ninguna de remedio.»

Probablemente no existe ningún estado afectivo que comporte la intensidad emocional y el desgaste mental y psíquico del amor. Por fuerza, una pasión tal ha de ser de breve duración. Yo calculo que aproximadamente el tiempo que la selección natural consideró necesario invertir en la reproducción y los primeros cuidados del recién nacido. Luego comienza a languidecer, y deja su lugar, sino al olvido, sí al cariño y la amistad, a la camaradería y el apoyo mutuo entre los miembros de la pareja; sentimientos, todos ellos, más permanentes y, sobre todo, más serenos y apacibles. Asumamos, pues, nuestros celos, nuestro miedo y nuestra inseguridad, como un síntoma más de esa especie de proceso gripal al que hemos dado en llamar «amor»; y consolémonos pensando que tales síntomas (como en la propia gripe) acabarán remitiendo, aunque también (como de gripe), tarde o temprano, volveremos a enfermar. «El hombre es celoso si ama», decía Kant. Creo que el asunto es así de sencillo. Claro que añadía que: «la mujer también, aunque no ame.»

 

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