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El Catoblepas, número 17, julio 2003
  El Catoblepasnúmero 17 • julio 2003 • página 23
Libros

¿Nostalgia de la guerra fría?

José Andrés Fernández Leost

Sobre el libro de Emmanuel Todd, Después del Imperio, ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano, Foca, Madrid 2003, 187 páginas

El 11 de septiembre de 2002 se publicó en Francia el último libro de Emmanuel Todd, Después del Imperio. Ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano. Seis meses después, metidos ya los EEUU en plena guerra contra el régimen iraquí de Sadam, apareció su traducción española, en el mismo momento en el que, dadas las circunstancias, el mercado editorial se saturaba de novedades que gravitaban con mejor o peor fortuna en torno a las cuestiones –absolutamente de actualidad– tratadas por el francés. Si de entre toda aquella oferta elegimos comentar la obra de Todd se debe principalmente a dos razones entrelazadas, más una añadida. Primordialmente debido al hecho de que la fascinación que puedan ejercer sus aventuradas tesis –fundamentalmente: el retroceso imperial de los EEUU, y la recuperación de Rusia, en una suerte de futurible «vuelta del revés» de la guerra fría– se vean avaladas por el éxito de su precoz pronóstico acerca de «la descomposición de la esfera soviética» allá por el año 1976, en su libro La chute finale. La tercera razón la encontramos en el interés que de por sí sugieren las hipótesis que a lo largo de sus libros ha venido desarrollando Todd (La infancia del mundo. Estructuras familiares y desarrollo; La invención de Europa; o La ilusión económica); hipótesis que, utilizando datos demográficos y económicos, despliegan una visión determinada del fenómeno de la modernización de las sociedades, o de la carga ideológica que los valores de las estructuras familiares campesinas de diferentes Estados y ámbitos culturales proyectan sobre sus regímenes políticos.

En el libro que comentamos muchos de estos análisis se aplican en vistas a procurar explicar la actuación de los EEUU en materia de política exterior; política que será tildada, en lo referido al uso de sus fuerzas armadas, de «micromilitarismo teatral». Junto a estas consideraciones aparecerán otras de índole económico, en las cuales se advertirá de la acentuación de un doble talante conductual en la dinámica económica estadounidense, a saber: el progreso imparable de los niveles de consumo y el retroceso –acaso matizable, pero en cualquier caso real– de su productividad, concretamente en lo tocante al sector industrial. Ambos factores, propiciados por la globalización de la economía –definida ampliamente en términos de desregulación estatal de los flujos económicos–, desvelarían una fragilidad de la economía estadounidense, cuyos efectos ya serían visibles, según Todd, en el déficit de la balanza comercial y, quizá en menor medida, en la virtualidad de una capitalización bursátil sobreabundante, en la que cabe sospechar un comportamiento de los agentes financieros alejados de los cánones de hombre económico de Schumpeter –más arriesgado que ahorrador–, agregándose a ello el creciente riesgo de la volatización de activos, algo tangible ya a raíz de la quiebra de ciertas empresas norteamericanas. En vista de tantos indicadores se impone un orden en la reexposición sintética de la obra.

Antes, sin embargo, convendría señalar que no es evidente que nos encontremos delante del típico producto francés antinorteamericano. Se ha recordado ya que el libro se editó medio año antes del inicio de la contienda bélica y que por lo menos esto nos distanciaría de cualquier juicio de oportunismo por parte del autor, si es que sus referencias no nos hubiesen bastado. Cierto es, por otro lado, que el antiamericanismo francés, corriente casi estructural e incluso institucionalizada en el país vecino, no puede dejar de sobrevolar el tratamiento que Todd hace de su objeto de estudio, y hasta el propio autor así lo reconoció en un reportaje acerca del Nuevo antiamericanismo aparecido el 5 de septiembre de 2002 en el suplemento de libros del diario francés Le Figaro, si bien concediendo que no se trataba (y trata) de un antiamericanismo obsesivo sino «político y coyuntural»{1}.

Volviendo al libro que nos ocupa: empecemos advirtiendo su distribución en ocho capítulos, a los cuales se añaden en sus límites opuestos una «Apertura» y un «Final de partida», como si de un juego de ajedrez se tratase, metáfora por otro lado usual a la hora de hablar de estrategia internacional. Sin embargo, desde el principio, el autor muestra sus piezas y explicita su juego (como por otra parte no puede ser de otra forma tratándose de una investigación social). Efectivamente, el enfoque del autor queda al descubierto al partir éste de ciertos supuestos que, en principio, estarían por demostrar. En primer lugar, la tesis tan cara a Chomsky que sitúa a EEUU como paradigma de Estado canalla{2}, colocando la actuación en política exterior estadounidense bajo un faz insólita, aquella en la ocupa el rol de un actor internacional enloquecido. Decimos insólita pues en la terminología estratégica propia de la guerra fría, a los Estados dotados de arsenal nuclear se les suponía pautados por reacciones racionales más o menos previsibles, a partir de las cuales se catalogaron diversas situaciones o escenarios.

Así, en primer lugar –años 50– se conceptualizó la situación de disuasión unilateral en la cual tan sólo los EEUU disuadían, pues la URSS, aunque en posesión del arma nuclear, carecía de vectores capacitados para amenazar territorio americano. Pero en cuanto tal contingencia quedo disuelta la situación pasó a ser de disuasión recíproca, comúnmente denominada situación de «equilibrio del terror» y constante de la guerra fría, modulada según varias doctrinas que tendían, bien hacia la conveniencia de multiplicar el arsenal, bien hacia la sugerencia de una moderación a causa de los riesgos económicos que conllevaba la carrera armamentística, lo que llevó a las potencias hegemónicas a cierta cooperación –acuerdos SALT I y SALT II de 1972 y 1979–, de efectos bastante limitados. No cabe en todo caso menospreciar la efectividad la doctrina MAD que, a partir de la sobreabundancia nuclear, preveía un escenario catastrófico para los bandos en guerra; se optaba entonces por la evitación de una confrontación directa, tal y como pasó (directa, sí, pero no indirecta). A su vez, más allá de las dos superpotencias, otros países fueron accediendo al estatuto de potencias nucleares; en el seno de uno de ellos se diseñaron los parámetros de un nuevo escenario: la situación de disuasión del débil al fuerte. Dicho escenario, teorizado –digámoslo ya– por militares franceses, se basaba en la creencia de que un Estado más débil que otro podía no obstante disuadirle en razón de que los daños que eventualmente podría causarle no propiciarían una respuesta por parte del fuerte: a éste, debido a un interés funcional, simplemente no le interesaría contraatacar. Obviamente limitada por la precariedad de sus supuestos psicológico-políticos y en todo caso sin mayor alcance que la defensa del territorio, cabe sospechar que este escenario, antes que propiciar la autonomía política de Francia, no estaba destinado más que a nutrir el mito de su independencia. Por último apareció, ya tras la caída de los regímenes comunistas, un supuesto basado en la existencia de los denominados «Estados canallas», cuyo comportamiento irracional, unido a su posesión de armas nucleares (aunque baste con que sean de destrucción masiva) articuló el imprevisible escenario de la disuasión del loco al fuerte. La reacción ante este escenario nos pone delante de la idea moderna de «guerra preventiva», si es que tiene algo de moderna.

La originalidad de Todd es que, según sus consideraciones, los EEUU en la actualidad combinarían en su actuación exterior los papeles del Estado fuerte y del Estado canalla, pero esta caracterización no la hace en vías a una crítica sin más, «moral» o pacifista, sino que no duda de las razones nada irracionales que andan detrás de esta actuación, con lo que al cabo el propio Todd acabaría desmintiéndose –la racionalidad quedaría siempre en pie. Efectivamente, la razón última estribaría, según Todd, en el gradual debilitamiento del sistema norteamericano, y en la previsible perdida de sus esferas de influencia, algo de lo que los propios ideólogos pro-norteamericanos se habrían percatado ya, apresurándose desde entonces –no más allá de cinco años atrás– a dibujar las líneas de actuación que pudiesen aplacar dichas virtualidades pronosticadas. No es pues recurriendo a argumentos anti-imperialistas como Todd penetrará en la cuestión de la fluctuación del poder estadounidense, sino que se basará principalmente en las tesis de los Huntington, Brzezinsky, Kissinger o Gilpin, para indicar como desde ellas se parte de la consideración de EEUU en cuanto nación que «debe gestionar la inexorable reducción de su poder relativo en un mundo cada vez más poblado y desarrollado» (pág. 10).

Un segundo supuesto bastante menos sostenible antecede su exposición argumentativa, aquel que retoma nada menos que a Fukuyama, y consiste en que, dando por buena su tesis del final de la historia como instauración globalizada de regímenes democrático-liberales, cabe proclamar sin complejos –y valiéndose de la ley de Doyle– la imposibilidad de guerras entre democracias liberales y el cumplimiento a la postre de la profecía de la paz perpetua, si es que precisamente los EEUU no lo impiden, ya que, según Todd, tal consecución (por lo demás utópica) no les beneficiaría en absoluto. La obviedad roza el absurdo.

A partir de aquí Todd desplegará tres frentes de análisis mediante los cuales se afanará en demostrar la verdad de dichas tesis o –vale decir– la vuelta a medio plazo de un equilibrio de fuerzas internacional en la que ninguna potencia despunte. El primero de ellos, de carácter educativo o ideológico-cultural, recalca los factores que, apoyados en datos demográficos, apuntan hacia una reducción de los niveles conflictuales, en términos de uso violencia, a lo largo y ancho del planeta, además de reseñar el menguante atractivo de los valores universalistas propuestos desde EEUU (puestos en cuestión –incluso ya institucionalmente– dentro de sus fronteras). Según Todd los síntomas que preceden el tránsito de los países hacia la modernidad, o –lo que en él será equivalente– hacia el acceso a regímenes democrático liberales, son dos: el descenso de las tasas de fecundidad, y el ascenso en los índices de alfabetización; la conjunción de ambos factores daría como resultado un paso hacia la democracia escalonado en dos fases: una primera convulsa, caracterizada por lo que denomina «desarraigo de las mentalidades»{3}, y una hostilidad hacia el cambio, violenta en sus manifestaciones, y en la que se encontrarían hoy día la mayoría de los países islámicos –claramente incorporados ya a una línea decreciente en sus niveles de fecundidad, de Marruecos a Irán pasando por Egipto o Jordania, y también, aunque en menor medida, por Arabia Saudí e Irak–.

En una segunda y última fase se asumiría el proceso modernizador, al igual que lo asumieron, tras pasar por sus respectivas crisis, los países europeos. Este modelo explicativo lo acompaña el francés por su investigación de orden antropológico-familiar acerca de los valores que las costumbres familiares de los campesinos proyectan en las ideologías de sus países. Así, partiendo de los valores de libertad, igualdad y autoridad (conceptos lamentablemente no definidos con precisión), y de su imbricación en las relaciones entre padres e hijos, y entre hermanos entre sí, estudia los casos alemán, francés, inglés y arábico-musulmán, en aras de hallar la dimensión antropológica previa con la que diferentes ámbitos culturales se enfrentarían a la susodicha modernización. Se ha de remarcar que en todo caso será el afecto o desafecto en relación a la ideología individualista lo que al cabo parece determinar la capacidad de modernizarse, lo que no beneficiaría, siempre según el francés, el encaje de España en sus parámetros, al ser –como Alemania– «zona de tradición más autoritaria» (pág. 54). Juzgue el lector lo que le parezca oportuno.

Más dificultades tiene sin embargo Todd en lograr etiquetar las preferencias de los anglosajones, quienes, aunque sin duda marcados por una carga ideológica individualista y liberal, no acaban de tratar a los extranjeros como iguales – acaso por unas costumbres propensas a establecer desigualdades entre hermanos–, o cuando menos no a todos por igual, aplicándoles según el caso diferente rasero. Ello explicaría el desarrollo estadounidense en cuanto nación abierta a todo tipo de culturas, pero también la distinción que en su dinámica interior manifiesta siempre frente a alguna clase concreta de extranjero, de extraño, o de «otro»: tradicionalmente hacia los indios, más adelante hacia los negros e hispanos, integrando en cambio sin problemas a judíos, asiáticos o europeos, según lo demuestran las estadísticas matrimoniales. Ello explicaría asimismo, en Todd, los límites del universalismo estadounidense –definiendo aquí universalismo como capacidad de tratar de forma igualitaria a hombres y pueblos–: los límites pues de su imperio. Cabe suscitar aquí la cuestión, que aflora a la sombra de sus deducciones, acerca de las capacidades aparentemente ilimitadas del imperio francés, al menos consideradas desde un punto de vista ideológico, aunque Todd prefiera detenerse en el carácter comunitario ruso, ¿acaso para despistar, o a fin de hacerse amigos? Dada su apuesta por Euroasia –lo veremos más adelante– dudamos que quepan sospechas.

El segundo frente argumentativo abunda en la fragilidad de la economía norteamericana en cuanto economía imperial, sopesándola con las comparativamente más firmes medidas tributarias practicadas por otros imperios en el pasado. Todd comienza caracterizando nuestra época económica a través del fenómeno de la globalización en su vínculo con las medidas liberalizadoras, en la medida en que dicho fenómeno se organiza en torno a un centro, los EEUU, que lo dirige según un principio de asimetría y desde un origen político y militar (supuesta que toda esfera de influencia económica comienza de este modo desde Atenas hasta nuestros días –págs. 57-60–). Pues bien, en esta línea le llaman la atención dos notas peculiares en el comportamiento económico de los EEUU: el aumento espectacular del déficit comercial, y el freno que se ha registrado en su avance industrial. Si a ello se unen los efectos propios que en occidente, pero también en Japón o en el sureste asiático, ha producido la liberalización económica global –aumento de la producción y estancamiento de los salarios– podrá comprenderse por qué los EEUU tienden a convertirse en un espacio económico especializado en consumir. ¿Y cuál sería dentro de esto el tributo pagado por sus súbditos? Salvo el comercio de armas y el petróleo no puede hablarse de exacción, pero ni siquiera en los casos mentados el tributo alcanzaría en absoluto volúmenes imperiales.

De modo que Todd dirige su lente hacia la capitalización bursátil. Efectivamente, será en este área, caracterizada por el movimiento de capital de la periferia al interior, donde el francés encuentre el mecanismo mediante el cual los EEUU compran bienes al resto del planeta, continuando con un ritmo de consumo creciente que les permite, retroactivamente, mantenerse como potencia capitalista continuamente atractiva para los inversores del mundo entero. No obstante dos consideraciones amenazan con quebrar este sistema centro-periferia: por un lado el comportamiento mismo de los inversores, no siempre determinado según pautas clásicas de optimización de beneficios, aun a costa de riesgos; de otro: la confianza que pueda merecer la bolsa estadounidense a los dirigentes de la periferia. Según Todd el futuro no tiene visos de reiterar tal confianza debido a la no proporcionalidad que la bolsa guarda respecto al crecimiento económico real; esto, traducido al lenguaje de los inversores, significa miedo a la volatización.

En último lugar Todd, en su tercer desarrollo argumental, acentúa las debilidades de las estrategias militares estadounidenses, dirigidas ante todo a disfrazar su impotencia para enfrentarse a ejércitos de envergadura. Así, la llamada «guerra contra el terrorismo» no sería sino la última versión de un «micromilitarismo teatral» destinado a mantener las apariencias y que, fijando sus obsesiones en el «islam», desvelaría precisamente con ello las carencias ideológicas y económicas (obsesión por el petróleo) del país, atacando a un enemigo sin capacidad militar ni industrial, y ni siquiera sin un Estado central, dominante en su ámbito, capaz de dar con la voz propia de un adversario serio. Sin embargo parece Todd olvidarse que el terrorismo islámico –precisemos: el de Al Qaeda– se caracteriza precisamente por su voluntad transestatal, sin perjuicio de las eventuales ayudas que pueda recibir de ciertos Estados. Y no parece responsable, por mucho que pueda simpatizarse con corrientes anti-norteamericanas, hablar del terrorismo como de un mito; otra cosa serán los usos o abusos que de tal término se hagan.

Todas las líneas argumentativas de Todd podrían equivaler en su estructura al desglose que Joseph S. Nye hace del poder político en un poder duro (el militar y el económico) y otro suave (el ideológico), en su último libro acerca de las paradojas del poder americano{4}. Sin embargo, los razonamientos del francés se ven acompañados por unas implicaciones que, más allá de las críticas ya expuestas, acaso pongan en solfa toda su obra. Concretamente las que se dirigen hacia la posibilidad del resurgimiento de Rusia y de la centralidad de un ámbito eurasiático como núcleo de un sistema internacional que, no obstante, no llegaría a desbordar un escenario multilateral, en el logro de una especie de equilibrio sub especie aeternitatis.

Ante esto se hace necesario precisar ciertos puntos. Por de pronto: si como el propio autor asegura, toda esfera de influencia económica tiene una génesis político-militar, no vemos cómo el ámbito euro-asiático podría alcanzar las dimensiones que Todd le augura, a menos que no se rechace también para Eurasia un despliegue en su origen de tal índole. En otro orden de cosas cabe poner en entredicho su fe en el renacimiento ruso, algo en lo que el propio autor anda cauto, pero sin poder disimular sus esperanzas. Quizá tal actitud proceda de su creencia en que la causa clave del derrumbe de la URRS fue –más que la dificultad que su modelo económico planteaba en relación con los mecanismos objetivos de cálculo económico; la baja productividad; la incapacidad de adaptación social a circunstancias cambiantes; o la falta de competitividad internacional{5}– el farol estadounidense a propósito de su ventaja tecnológica en la carrera surgida a raíz de aquella política de defensa estratégica ochentera que dio en llamarse «guerra de las galaxias», aunque tampoco quepa imputarle al cien por cien tal opinión: recordemos que en La chute finale Todd puso el acento en el descenso de natalidad.

Pero, fundamentalmente, lo que de ninguna manera parece sensato, incluso dando por buenas la mayor parte de sus tesis –de la misma manera en que él mismo un poco a la ligera da por buenas las de Fukuyama o Doyle–, es sostener que la dialéctica propia de los Estados pueda acabar desembocando en una suerte de equilibrio internacional final, calcado inverso de la guerra fría, concediendo con todo (acaso por y para ello) prioridad a las instituciones supra-nacionales. Aunque luego, en lo que al cabo llame esta vez más la atención de las conclusiones de Todd, el mismo autor desprenda cierta ambivalencia en sus preferencias, que no acabamos de ver más del lado de los que apuestan por un orden trans-estatal a la búsqueda de un Estado mundial o cosmopolita (a lo Habermas), que del de los soberanistas, partidarios de defender con celo sus competencias.

Notas

{1} Como anécdota tangencial de esta tendencia manifiesta de los franceses cabe subrayar la investigación realizada por el también francés Phillipe Roger en su libro L'enemmi américain, recién publicado en Francia, en el que da cuenta de hasta donde puede llegar el delirio. Al parecer, a finales del XVIII y principios del XIX, tras las investigaciones de Buffon sobre la degeneración de linajes a partir de una familia biológica ancestral, el uso del término degeneración se «mundanizó» en la sociedad francesa, hasta el punto de aplicarse como idea sobre Norteamérica, de modo que a los habitantes de tal espacio geográfico se les consideraba –tanto a hombres como a bestias– degenerados: hombres afeminados, mujeres masculinizadas (nótese la falta de sensibilidad –francesa– respecto de las minorías) y, lo que acaso sea más sorprendente, perros áfonos. El lector español puede hallar una reseña sobre esta cuestión en el artículo de Álvaro Delgado-Gal publicado por ABC Cultural, nº 578, 5 de abril de 2003.

{2} Véase el artículo de Noam Chomsky, «La galería de los canallas. ¿Quién está incluido?», en el libro del mismo autor: Estados canallas. El imperio de la fuerza en los asuntos mundiales, Paidós, Barcelona 2001, págs. 9-21. Recordemos por otro lado como, en su intervención en el Foro de Porto Alegre, posterior al 11-S, Chomsky afirmó que «si examinamos la definición oficial de terrorismo, sería idéntica a la definición oficial de política exterior de Estados Unidos» (cita recogida en el artículo de Fernando Vallespín «Manifiesto contra el imperio. El nuevo comunismo posmodernos», en Claves de Razón Práctica, nº 127, noviembre 2002, pág. 61, nota 3).

{3} Más que «mentalidades» valdría decir «marcos ambitales»: «aquellos que resultan determinados a través de la realidad material por otros, (...), en el ámbito de una concatenación de conciencias prácticas», según la propuesta de Gustavo Bueno en España frente a Europa, Alba, Barcelona 1999, pág. 281.

{4} Joseph S. Nye, La paradoja del poder norteamericano, Taurus, Madrid 2003.

{5} Para más detalles véase Ramón Cotarelo, «Crisis y hundimiento del comunismo», en F. Vallespín, Historia de la teoría política, vol. 6, Alianza, Madrid 1997, págs. 387-432.

 

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