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El Catoblepas, número 20, octubre 2003
  El Catoblepasnúmero 20 • octubre 2003 • página 11
Artículos

Hacia una ética de la identidad y la convivencia indice de la polémica

Jesús Guanche Pérez

Las culturas en sus ecosistemas, el respeto al otro
desde la diversidad cultural, cultura frente a desarrollo

Las culturas en sus ecosistemas

El inicio de un nuevo milenio en la historia de la humanidad marca un hito para la reflexión crítica acerca de cuánto se ha hecho y desecho en el difícil proceso civilizatorio de nuestra especie, y cuánto queda por hacer para que el pequeño espacio habitado del planeta sea sostenible y apto para la diversidad biológica. Dentro de ella, la sociedad humana es la que más ha transformado su entorno y al mismo tiempo es la que más lo ha puesto en peligro irreversible de destrucción.

El proceso actual de globalización planetaria es también el resultado de una acumulación cultural selectiva de conocimientos, tecnologías, recursos materiales, financieros, habilidades y modos de hacer en las más disímiles situaciones medioambientales. Este es su gran signo positivo desde el prisma de la aspiración a un desarrollo más equitativo en un futuro aún no previsible a largo plazo.

Al mismo tiempo, la globalización de tipo neoliberal, es un modelo de desarrollo autófago programado desde los centros del poder financiero internacional, por y para ellos, a costa de la explotación transnacional de los países periféricos (subdesarrollados o en desarrollo). Este puede ser interpretado también como un gran signo positivo visto desde el prisma de la conservación del desarrollo abismalmente desigual para garantizar y perpetuar que los ricos sean (hasta un día) más ricos y los pobres no tengan más alternativa que su propia pobreza.

Esta última situación, que conduce al agotamiento de los recursos no renovables, coloca al planeta en el vórtice de una catástrofe ecológica de consecuencias sólo observables desde una posición extraterrestre. Las predicciones de lo que hasta hace poco parecía ciencia ficción se acercan cada día más a la vida cotidiana.

La anterior valoración positiva desde dos ángulos opuestos tiene una marcada connotación ética a partir de posiciones histórico-culturales divergentes. De manera análoga, también pudiéramos hacer una valoración, negativa para unos u otros, desde marcos de referencia opuestos a los anteriores. Esto que pudiera parecer una disquisición en términos de lógica formal, tiene profundos determinantes culturales que nos permiten caracterizar la multivisión de la realidad según los paradigmas axiológicos sobre las acciones y sentimientos humanos acerca de lo bueno, lo malo, lo justo, lo injusto, y todo un amplio conjunto binario de opuestos evaluables desde una u otra posición.

Ante esta situación, ya no es posible signar una ética, calificada de universal, desde el criterio dominante de la cultura occidental judeo-cristiana, con su eterno síndrome de culpabilidad, conformidad, castigo, pecado y otros «valores» sedimentados, que no siempre fueron propugnados por sus difusores en esta parte del mundo.

Hay que fomentar la necesidad de conocer el legado ético a partir de la multiculturalidad planetaria e incluyente de pueblos portadores de culturas muy diversas, tanto escritas como orales, con una amplísima variedad lingüística, clave para la construcción y transmisión de las ideas, aunque no siempre esas lenguas sean traducibles en el sentido que el emisor quiso darle respecto del contexto en que el receptor tuvo la ocasión de interpretar. Desde este punto de vista, el diálogo respetuoso de civilizaciones resulta imprescindible.

No es posible seguir evaluando las culturas de los otros sólo desde los juicios éticos del occidente judeo-cristiano, que no ha sido ejemplo de adecuadas relaciones interactivas y equilibradas con el ecosistema, ni contemplar inertes que otros juzguen nuestras culturas sólo desde sus respectivos contextos culturales.

Tampoco es posible reflexionar sobre temas claves como la ética, la cultura, el desarrollo y el derecho internacional, sin valorar el peligro real de la destrucción del medio ambiente; es decir, del espacio apto para la vida. Ya se afirma que «el calentamiento de la tierra actúa como una bomba de relojería para el futuro de los ecosistemas».{1} Sin embargo, ¿cómo se relaciona esta problemática climatológica global con la ética, con la cultura y con las perspectivas mundiales del desarrollo? El informe publicado por un respetado organismo, avalado por la ONU, el Panel Intergubernamental sobre Cambios Climáticos (PICC) indica el sistemático recalentamiento del planeta y una gama de interpretaciones.

En el siglo recién concluido las temperaturas han aumentado más de 0,5º C y la difícil década de los noventa fue la más caliente de todas. El análisis de los datos de las dos últimas décadas, según el referido informe, ha afectado al menos 420 procesos físicos, plantas y animales de todo el planeta. No cabe duda que las actividades humanas han aumentado la concentración de dióxido de carbono, el conocido gas invernadero (que retiene el calor de la atmósfera) y se hace cada vez más abundante. Según los resultados de las investigaciones se pronostica un rango de 6 mil millones a 35 mil millones de toneladas de dióxido de carbono que entrarán en la atmósfera, lo que elevará la temperatura entre 1,4º C y 5,8º C hasta el año 2100.

Esta situación agravaría la salud humana en gran escala por diferentes vías: disminución acelerada del agua potable por la salinización de ríos y del manto freático, enfermedades respiratorias por el incremento del ozono urbano debido a la mayor intensidad de los rayos solares, las olas de calor aumentarían la mortalidad por insolación y deshidratación, así como el crecimiento de la población de vectores (mamíferos e insectos) transmisores de múltiples enfermedades como dengue, malaria, encefalitis y otras.

Aunque se conocen los efectos inmediatos y se pronostica la catástrofe a mediano y largo plazo, el asunto se complica en lo ético cuando se intentan determinar las causas del grave problema. El cuestionamento y escepticismo de los miembros del PICC al valorar con excesiva cautela la significación histórica, desde el origen del capitalismo y la revolución industrial hasta el presente, en relación con las causas humanas de los cambios climáticos ha motivado que el periodista norteamericano Michael D. Lemonick señale:

«El presidente estadounidense, George Bush, alineándose con los grupos de presión empresariales, ha tomado estas incertidumbres como una excusa para posponer la acción [de ratificar el protocolo de Kyoto]. Pero aunque las pruebas no sean absolutamente concluyentes, tienen un peso abrumador gracias a la trabajosa y detallada investigación del PICC.»{2}

Cabría preguntarse nuevamente, ¿quiénes costean estas investigaciones?, ¿en qué medida condicionan o no los resultados?, ¿a qué intereses económicos y políticos responden?, ¿desde qué paradigmas culturales evalúan las causas de lo estudiado?, ¿cuál sería el riesgo laboral que correrían los científicos involucrados si los resultados apuntan contra los contaminadores de las grandes empresas transnacionales?, ¿por qué no se consideraron entre las variables destacadas las consecuencias directas e indirectas de los múltiples ensayos y accidentes nucleares?, ¿cómo es posible que se evada lo evidente, cuando los principales contaminadores de la atmósfera han sido y son los países altamente industrializados? Si bien uno de los directivos del equipo de investigación, Sir John Houghton, explica que «No es el trabajo de un grupo de fanáticos ambientalistas», ¿son acaso los ambientalistas fanáticos por denunciar a las transnacionales de la contaminación planetaria y poner el dedo en la llaga del problema?

Lo conclusivo es que no hay muchas esperanzas de frenar el calentamiento global a corto plazo, ni siquiera en el supuesto que todas las naciones ratificaran el protocolo de Kyoto. Esta es una responsabilidad ética global que no puede limitarse a la obtención de resultados científicos, por verídicos que sean, sino de revertir a tiempo el estado del problema. Tampoco es absolutamente aceptable considerar que «La humanidad se embarcó sin saberlo en el peligroso experimento de alterar el clima del planeta».{3} Nuevamente puede observarse una implicación ética en este juicio. ¿Cómo es posible achacarle a la humanidad el experimento, con sus milenios de existencia histórica, cuando este es un proceso tecnológico que se acelera en los últimos dos siglos?, ¿Es acaso la cultura humana responsable de estos fenómenos o sólo esa parte de la cultura capitalista y el despertar de la sed insaciable de ganancias hasta crear las condiciones tecnológicas capaces de hacernos desaparecer como especie?

El respeto al otro desde la diversidad cultural

El pasado encuentro de Ministros de Cultura en República Dominicana en abril de 2001 propició el debate bajo los entrañables signos de la identidad y la convivencia, dos conceptos claves de nuestro tiempo que poseen una significativa connotación ética y política. Además de la grata reflexión sobre sus alcances y significaciones, también se podría inferir acerca del peligro de sus conceptos contrarios y los turbios caminos a que conducen.

Puede pensarse, por ejemplo, en lo que representaría la nulidad identitaria –algo así como la amnesia histórica, sería como la existencia intemporal en un espacio virtual– y por otro lado estaría la confrontación bélica y sus terribles secuelas. De alentarse la pérdida de la identidad se daría lugar a la diseminación acelerada de un nuevo engendro identificable como «clonación cultural». Es una ilusoria pretensión de los medios transnacionales de comunicación masiva para convertirnos en otro, pero semejantes a los emisores, con plena ausencia de autoestima por nuestro acervo cultural y por cada uno de nosotros, que somos parte de esta gran cultura latinoamericana y caribeña, la que obviamente incluye a todas las culturas nacionales y a sus particularidades locales.

Estamos en presencia de una profunda corriente contracultural, es decir, frente a un contrasentido del desarrollo cultural en su diversidad, que ha estado marcado desde el origen del ser humano hasta el presente, por la múltiple y creativa capacidad de adaptación a los más disímiles ecosistemas.

Si la diversidad cultural constituye esa parte esencial de la unidad de la especie humana, que nos hace muy resistentes a los más complejos e imprevisibles cambios y a la vez muy flexibles ante cada circunstancia; la pretensión de la uniformidad de parámetros, valores y productos culturales conduciría inexorablemente a un nuevo tipo de diversidad adaptativa, como firme resistencia de nuestra propia creatividad, o a la autofagia de la especie humana, a la pérdida de la creatividad y a la deshumanización.

Del mismo modo, la larga historia de las confrontaciones bélicas ha sido, y lamentablemente aún es, uno de los mayores impedimentos para el desarrollo sostenible y para el entendimiento mutuo. Las guerras han tenido mucho más peso negativo en el conocimiento de las diferentes culturas, por ejemplo, que la variedad lingüística, religiosa, económica, los espacios geográficos o las costumbres habituales de los pueblos.

La capacidad humana de agredir al otro ha conducido a innumerables guerras y hasta la mitificación de su necesidad. Un estudio clásico al respecto señala:

«Nuestra naturaleza biológica y nuestra historia evolutiva pueden ayudarnos a comprender ciertos aspectos de la guerra. Como especie, es incuestionable que somos capaces de agredir a una escala sin parangón. Pero la capacidad para la violencia colectiva no explica la ocurrencia de la guerra. Aun cuando la agresión es un rasgo universal, la guerra no lo es. Las sociedades guerreras luchas sólo ocasionalmente, y muchas sociedades no guerrean nunca. Son las circunstancias de la vida social las que explican esta variación. Pero la imagen de la humanidad pervertida por la sed de sangre, inevitablemente abocada a la destrucción, es un mito poderoso y constituye un apoyo importante al militarismo de nuestra sociedad [se refiere a la sociedad norteamericana]. A pesar de su carencia de credibilidad científica, todavía quedan empecinados "realistas" que continúan creyendo en ella y se congratulan de su "valor para afrontar la verdad", ajenos por completo al mito que se esconde tras su realidad.»{4}

Todo lo anterior nos conduce a enarbolar las ideas de la identidad, no sólo como una conocida ley de la lógica formal, sino muy especialmente como la capacidad de reconocernos en la cultura propia con sus valores patrimoniales más preciados. Decimos propia en su amplio sentido local, nacional y continental. Al mismo tiempo, nos hace promover la convivencia como parte de una ética del respeto al otro, que no es más que una manifestación del respeto a nosotros mismos. Pero con el respeto no basta y se impone el valor moral de la solidaridad y la ayuda mutuas.

Se deriva así la necesidad de una cultura de paz para el desarrollo con equidad, que reconozca y dignifique el pluralismo y la diversidad cultural en un nivel análogo a la diversidad biológica. Si esta última es imprescindible para la sostenibilidad planetaria, la diversidad cultural es un proceso irrenunciable para la existencia de los seres humanos y sus respectivas culturas. Puede decirse que la diversidad es para la cultura y su desarrollo, lo que el agua para la vida: su razón de ser.

Uno de los problemas más graves de la humanidad es precisamente la pérdida del equilibrio dinámico. Ya muchos clásicos del pensamiento ético, a través de la razón o la fe religiosa, reflexionaron sobre la significación del equilibrio para permanecer en interacción con la naturaleza. El pensamiento simbólico ha identificado de diversos modos el equilibrio con la relación yin-yang, la rueda (de la doctrina o de la fortuna), la cruz, la balanza{5} y otras imágenes que convergen, con diversas interpretaciones, en la necesidad de un vínculo armónico entre las sociedades humanas con sus respectivos ecosistemas.

El diálogo entre civilizaciones debe traducirse en políticas culturales, que rebasen el habitual protagonismo exclusivo y excluyente de la cultura artística y literaria, y –sin perder de vista su importancia y significación– asumir una noción holística (profundamente incluyente) de la cultura como esencial cualidad que nos humaniza, para de ese modo enfatizar en el desarrollo de cada comunidad con un protagonismo de nuevo tipo, de un público cada vez más culto, en su múltiple acepción de la cultura popular tradicional que caracteriza a cada individuo y en los más genuinos valores de la cultura nacional, regional y mundial.

Uno de los retos de las políticas culturales está, precisamente, en lograr un equilibrio dinámico entre lo que se proyecta y lo que se hace, a través de una toma de conciencia de cada identidad cultural, con sano orgullo de pertenencia, entre lo que significa cada cultura nacional en el contexto universal y su preservación para las nuevas generaciones. Este hecho depende también de una relación cada vez más creativa y flexible entre las políticas y los procesos culturales, en permanente interinfluencia. En este sentido, la identidad cultural consciente representa la posibilidad de valorar críticamente lo realizado y promover lo más adecuado para cada proyecto nacional a partir del más estricto respeto de los bienes y valores culturales de los otros países y estados.

Sin embargo, frente a la galopante globalización y estandarización de signos, símbolos y comportamientos ajenos a nuestros contextos, la integración regional se convierte en una alternativa necesaria y posible debido a los fuertes nexos históricos y culturales que nos unen. Globalizar la colaboración y el respeto a la diversidad, es preservar las identidades culturales y estabilizar la convivencia.

Existen múltiples vías para globalizar el respeto a las identidades culturales y garantizar la convivencia multipolar en un mundo cada vez más pequeño en lo informativo, pero cada vez más grande en las diferencias sociales, económicas y tecnológicas que impiden el acceso al desarrollo sustentable.

Los Ministerios de Cultura y otras instituciones nacionales de América Latina y El Caribe con funciones homólogas pueden enlazar una red de redes, que no sólo incluya las vías y posibilidades de comunicación que ofrece internet, cuyo acceso aún no es masivo, sino coordinar acciones y programas que partan de convenios e intercambios multilaterales o bilaterales. Estos pueden abarcar desde los organismos y organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, hasta las comunidades y sus hermanamientos, pues ellas constituyen las protagonistas fundamentales de los procesos culturales cotidianos.

Estas acciones y programas de trabajo podrían abarcar el necesario proceso de jerarquización crítica de toda la creación artística contemporánea de nuestra región con el objetivo de dignificar a los artistas e intelectuales frente a lo que se nos impone directa o sutilmente desde otros paradigmas culturales como si fuera lo óptimo, lo novedoso o simplemente lo bello, restringido a lo que crean otros, sin tomar en consideración nuestros gustos y preferencias. Es el viejo ardid de ofrecernos gato por liebre adobado con catálogo, video clip y sitio web.

Un lugar muy priorizado debe desempeñar la enseñanza artística especializada y la apreciativa, ya que, si importante es renovar el potencial humano para la creación artística y literaria, también es muy importante garantizar un público lo suficientemente culto y actualizado como para exigir del arte y la literatura un permanente alimento que enriquezca las emociones, las percepciones y la razón. Es decir, crear una relación dialógica cada vez mayor y mejor entre los artistas e intelectuales con el público.

En este tercer milenio que se inicia es tan necesario luchar contra el flagelo del analfabetismo de quienes aún no saben leer ni escribir en su lengua, como contra otras formas de analfabetismo de quienes no han aprendido a oír a través de la música, o no han aprendido a ver mediante las artes plásticas y el propio mundo que nos rodea; de quienes no han conocido las posibilidades estéticas del cuerpo humano a través de las artes escénicas, o lo que significan los medios de comunicación masiva en una dimensión más reflexiva. En la era de la informatización tampoco podemos permitirnos el descuido de dejar de luchar contra el analfabetismo informático.

Estas redes podrían abarcar las instituciones culturales clásicamente identificadas: museos, bibliotecas, cines, teatros, escuelas, universidades y muchas otras; pero en relación interactiva con las asociaciones, fundaciones, grupos formales e informales de las comunidades a partir de programas específicos o integrales. La experiencia de vincular el potencial humano más calificado al trabajo cultural comunitario tiene amplias perspectivas de desarrollo y debe convertirse en un acelerado medio de participación social.

Independientemente de la estimable ayuda que pueden ofrecer los organismos internacionales, las potencialidades propias deben representar pasos firmes para la integración, pues el capital humano existe y depende de lo que seamos capaces de hacer, de lo que seamos capaces de crear.

Cultura ↔ desarrollo

Cada ser humano es uno y múltiple a la vez, es idéntico a sí mismo y cambia constantemente. Este principio puede ser interpretado desde el micromundo biológico hasta el entorno sociocultural con un alcance planetario. Por esta razón, el proceso de la interculturalidad trasciende el enfoque general de las relaciones entre dos o más sistemas culturales distinguibles, que pueden estar cercanos en el espacio geográfico aunque muy distantes en sus respectivos procesos civilizatorios, o viceversa, y abarca la complejidad que envuelve a los individuos en roles múltiples durante un lapso tan breve como el ciclo diario.

Si analizamos este proceso en el ámbito de la interculturalidad sincrónica de cada individuo, esa noción toma fuerza en el diálogo internacional sobre las relaciones culturales de los diferentes pueblos y se emplea como vía para el entendimiento propio y de ese otro distinto, que en otro ángulo de observación también somos nosotros mismos vistos desde la otredad; es decir, no sólo en el contexto de las relaciones desiguales Norte-Sur o centro-periferia, sino en el intento de equidad Sur-Sur.

Paralelamente, la noción de transculturación, en su acepción originaria,{6} adquiere mayor validez metodológica que hace medio siglo pues permite analizar nuevas aristas de las relaciones culturales en permanente transformación, es decir, los procesos de cambio y su compleja dinámica a la luz de una nueva acepción del desarrollo a escala humana.

Por otra parte, las relaciones entre «cultura y desarrollo», vistas desde la transculturación, no pueden ser concepciones de ideas ni de procesos objetivos unidos por una simple conjunción gramatical, sino que ambas nociones se envuelven mutuamente en una ecuación interactiva. La cultura, como cualidad esencial de lo humano, si está desgajada de los procesos de desarrollo evolutivo (incluida obviamente la aceleración revolucionaria), regresa e involuciona históricamente y por lo tanto se deshumaniza. El desarrollo, entendido como necesidad humana de avanzar de las formas más simples de organización socioeconómica hacia otras más complejas, es –por encima de cualquier concepción– un desarrollo cultural.

Sin embargo, la poderosa acción del desarrollo identificado con el crecimiento económico y subordinado a las decisiones políticas, ha convertido a la economía en uno de sus principales enemigos, pues esta se ha impuesto como fin en sí misma y no como medio al servicio de los seres humanos y sus culturas, lo que también ha conducido a la más aberrante deshumanización.

Estas reflexiones nos permiten redefinir el binomio de cultura↔desarrollo, con un alcance biunívoco, pues desde esta perspectiva ambos se implican mutuamente. Cada cultura es definible esencialmente por su nivel de desarrollo y cada modelo de desarrollo solo es identificable dentro de determinado contexto cultural.

Desde hace más de un quinquenio la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo ha dado algunos pasos para conciliar una amalgama de criterios sobre estas cuestiones y ha publicado el informe sobre Nuestra diversidad creativa{7} como aspiración a crear un consenso internacional para la Cumbre sobre cultura y desarrollo.

En este sentido, considero de interés valorar los aspectos más sobresalientes de este informe y plantear otras cuestiones para alentar el debate.

En primer lugar se ha logrado ampliar la noción de desarrollo más allá del constreñido «crecimiento sin alma»{8} en la que sale a la luz la desigualdad de oportunidades y la inclusión de nuevos criterios para evaluar el «progreso», tales como las nociones de «desarrollo humano» en el que se incluyen las libertades políticas, económicas y sociales, la posibilidad de vivir de manera sana, armoniosa y creadora a partir del respeto a sí mismo y de los derechos humanos.

En ese aspecto, estas ideas constituyen una plataforma de trabajo hipotético con una visión optimista pero actualmente irrealizable en la medida que los países altamente industrializados imponen sus paradigmas de desarrollo a otros pueblos cuyos recursos naturales, humanos, financieros e informativos distan mucho desde el punto de vista evolutivo. Todo ello, lejos de crear condiciones para el desarrollo autodependiente e interdependiente, profundiza la dependencia tecnológica, económica y paralelamente la política, ya que la toma de decisiones depende por lo regular de la múltiple interacción de factores exógenos a la vida de los países más atrasados, en los que predomina el factor incertidumbre. Aquí la apreciación del otro necesita combinar de modo congruente las perspectivas ética y émica para no juzgar a los demás según los parámetros culturales eurocéntricos o norteamericanocéntricos. Por lo que no se puede aspirar que los procesos de transculturación europeos sean idénticos a los de los países subdesarrollados o a otros cuya acelerada involución pone en peligro, como en África, las perspectivas de todo un continente.

La muy discutida distinción emic/etic vista desde una ontología dialéctica subraya la diferenciación y la heterogeneidad entre las culturas. Por ello:

«La diversidad de los sistemas culturales no alcanza ahora un sentido meramente distributivo, puesto que la diversidad es ahora la misma interactividad conflictiva de las partes diferentes en cuanto a su potencia abarcadora, de las distintas culturas. La ontología dialéctica reconoce ampliamente la tesis del relativismo cultural. Sencillamente no concibe este relativismo como uniforme y simétrico: entre las diversas culturas o sistemas culturales (lenguas, sistemas de numeración, sistemas tecnológicos, &c.) median relaciones asimétricas en cuanto a los grados de potencia abarcadora. Unas culturas o sistemas culturales son más potentes que otros, pero en diversas líneas, y gracias a ello pueden ser analizadas los unos por los otros.»{9}

En segundo lugar se ha tratado de renovar el enfoque de las relaciones entre cultura y desarrollo. Se ha logrado redefinir estratégicamente la cultura como «la manera de vivir juntos» y el desarrollo como un «proceso liberador» que debe permitir a cada quien satisfacer sus justas aspiraciones. De este modo la cultura aparece como el objetivo último de un desarrollo bien entendido, orientado a lograr la plena realización del ser humano, en el que el crecimiento económico debe combinarse con la defensa del medio ambiente, el mantenimiento de la cohesión social y el fomento de los valores democráticos.

Esta aspiración también resultaría imposible sin un permanente diálogo intercultural mediante el que se logre globalizar el reconocimiento de las diferencias entre países y pueblos, y al interior de cada grupo humano en el sentido étnico; es decir, el pluralismo cultural en sus múltiples contenidos (lengua, religión, arte, ciencia, percepción racial e identitaria, tradiciones, costumbres y otras). Al mismo tiempo hace posible constatar que los procesos transculturales poseen dinámicas diferentes según las características propias de cada grupo, pueblo, país o región.

Del mismo modo, la propia concepción de «valores democráticos» ha adquirido una polisemia de tal magnitud que se aparta completamente de su etimología original y cada modelo de desarrollo la incluye en su discurso como etiqueta de pureza intencional, una especie de certificado de calidad o de garantía, donde el llevado y traído «poder del pueblo» oculta los poderes reales de burócratas, tecnócratas, plutócratas, gerontócratas y otros, como los bolsócratas, que debido a la propia tradición de cada cultura resultan muy difíciles de transformar.

En tercer lugar ha sido posible explorar las múltiples formas en que la diversidad cultural puede contribuir al desarrollo, lo que permite explicar que hay tantos modelos de desarrollo como culturas. Por lo que resulta primordial la preservación de la riqueza del patrimonio en su diversidad en tanto experiencia humana transmisible y a la vez superable.

Este aspecto es esencial para desmontar el mito de la globalización homogeneizadora desde el estrecho prisma neoliberal, ya que la propia historia de la humanidad en sus últimos diez mil años ha dado muestras más que suficientes de su compleja diversidad como proceso de adaptación a los ecosistemas, de organización social y de conformación ideológica, lo que explica las causas del desarrollo desigual. Tampoco podemos olvidar que la propia existencia de los homínidos es uno de tantos resultados de la biodiversidad, pero en un grado mayor de complejidad.

Lo que sí es global y homogéneo es la capacidad humana para comprender que la diversidad es una regularidad del desarrollo y que este es el resultado de un continuo evolutivo capaz de acelerarse mediante las revoluciones tecnológicas y sociales (muchas de alcance global) o de sufrir fases de regresión y estancamiento.

En este sentido, tanto los discursos triunfalistas como los apocalípticos sobre la globalización deben tomar en consideración hechos que trascienden lo biológico, lo ecológico y adquieren un contenido cultural, ya que ambos permiten valorar de modo objetivo los modelos de desarrollo y su sostenibilidad. Este es el desafío de la diversidad y el decisivo papel de la creatividad adaptativa a cada contexto cultural. No obstante la mundialización de los mercados y al afianzamiento de la interdependencia, el alcance de las tecnologías y el acceso creciente a la información de proyección veraz, la visión intercultural del planeta tiene que asumir el pluralismo como parte de su esencia cotidiana y como perspectiva habitual de subsistencia en el futuro.

En el orden práctico, poco a poco, los Ministerios de Cultura y otras entidades homólogas, han dejado de ser instituciones dieciochescas limitadas al fomento vertical de la cultura artístico-literaria profesional, y han emprendido acciones y políticas más abarcadoras y coherentes, muy cercanas a la concepción antropológica de la cultura, en la que cada ser humano es portador y transmisor de su cultura y el desarrollo que se pretende alcanzar no es posible sin dinámicos procesos de participación social masiva.

Desde este punto de vista, la ampliación conceptual del patrimonio cultural hacia la riqueza intangible, al papel de la memoria y sus valores, así como las posibilidades que abre el trabajo cultural comunitario, han revolucionado la propia visión de las instituciones dedicadas a este fin, pues por suerte ya no se trata sólo de «llevar la cultura al pueblo» cual pedazo de pan horneado en horno ajeno, sino de conocer en profundidad la cultura propia y elaborar programas de desarrollo a partir de las condiciones existentes y con el protagonismo de los destinatarios.

En este debate sobre ética, cultura y desarrollo, es necesario otra vez acudir a la sabiduría popular, pues no siempre se comprende de modo consciente la dinámica entre la unidad y la diversidad y con la mejor de las intenciones se pretende identificar la unidad con la uniformidad.

A menudo los amigos nos encontramos y nos damos la mano, esa mano a cuya evolución también debemos nuestra condición humana debido a su flexibilidad de funciones, pues desde el punto de vista biológico y cultural, la hicimos y nos hizo; esa mano mediante la que somos capaces de manifestar ternura y violencia, precisión y torpeza; esa mano –que si la vemos de cerca– tiene la solución de tan discutido problema, siempre que la mente humana normal sea capaz de establecer relaciones lógicas con todo el mundo que le rodea, pues como dice la frase popular «todos los dedos de la mano son diferentes y siempre andan juntos».

Por todo ello las nociones de cultura↔desarrollo han de andar de la mano, de esa mano humana para medir su permanente escala y de esa mano que es portadora de la unidad en la diversidad de sus componentes.

Nota

{1} Michael D. Lemonick, «Planeta en llamas», sitio web de CNNenEspañol.com (4 de abril de 2001).

{2} Ibídem.

{3} Ibídem.

{4} Brian Ferguson, «Introduction of War», en Warface, Culture and Enviroment, Orlando 1984, pág. 12.

{5} Veáse Hans Biedermann, Diccionario de símbolos. Barcelona 1996.

{6} Me refiero a la formulada por Fernando Ortiz en 1940, en su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar.

{7} París 1995.

{8} El texto entrecomillado está tomado de la entrevista de Raj Isar a Javier Pérez de Cuéllar, en El correo de la Unesco, septiembre de 1996, págs. 4-7.

{9} Gustavo Bueno, «Gnoseología y ontología de la distinción emic/etic», en su Nosotros y ellos, Oviedo 1990, pág. 106.

 

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