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El Catoblepas, número 21, noviembre 2003
  El Catoblepasnúmero 21 • noviembre 2003 • página 4
Política

Habermas en España

Pedro Insua Rodríguez

Acerca de la última visita de Habermas a España,
al recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales 2003

Sócrates: Y si nos proponemos quemar algo, ¿hay que quemar no según cualquier opinión sino según la correcta?; ¿y no es ésta la que indica cómo naturalmente se quema y quema algo, y con qué naturalmente se hace?
Hermógenes: Así es.
Sócrates: Y según esto en los demás casos.
Hermógenes: Absolutamente.
Sócrates: 'Hablar', ¿no es también una cierta actividad?
Hermógenes: Sí.
Sócrates: ¿De la manera como a uno le parezca se ha de hablar, hablando de ésa, hablará sin más correctamente? ¿O si lo hiciere de la manera como a las cosas mismas les nace hablar, que se hable de ellas y con qué, tendrá éxito al hablar así?, pero si no, ¿marrará y no hará nada?
Hermógenes: Me parece ser como dices.
(Platón, Cratilo, 387b-c.)

«Para afrentarnos y rebajarnos se inventó aquella frase de que el África empieza en los Pirineos, y aquí nos hemos pasado los años procurando borrarla y citándola como un bochorno. Día llegará –tengo en ello fe y esperanza– en que repitamos con orgullo esa frase y digamos a nuestra vez mirando allende nuestro montes linderos: Europa empieza en los Pirineos.» (Unamuno, «Sobre la independencia patria», España, 2 de Mayo de 1908.)

Ya el último flamante galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, Jürgen Habermas, ha recogido el Premio en el Teatro Campoamor de Oviedo, un premio que, según parece, ha sido otorgado por considerar el jurado que Habermas representa «un ejemplo de saber humanista y una cumbre del pensamiento de hoy». Grandes palabras suelen acompañar a este tipo de ceremonias solemnes, legión de comentarios y reacciones suscitan tales ocasiones: «Habermas es posiblemente el filósofo europeo de mayor impacto en la filosofía en la segunda mitad del siglo XX», así habló José Antonio Gimbernat. En fin, grandes titulares en prensa, televisión, radio se mueven en términos parecidos para significar a este «ejemplo de rigor y seriedad científica», según manifestó José Antonio Marina. Sin embargo, no todo el monte es orégano y parece ser que, desde el punto de vista de los cancerberos del nacionalismo fraccionario, se ve este premio como «lógico y normal» (según ha manifestado Anasagasti –dice Platón que no ve dificultades en que los calvos gobiernen–) dado que se está volviendo «a la esencia de la España una, grande y libre» (ver El Mundo, jueves 15 de mayo de 2003, página 38). Y es que, por lo visto, el tocino tiene mucho que ver con la velocidad.

Pues bien, a nosotros lo que más nos ha llamado la atención de esta visita de Habermas a España ha sido, naturalmente, el discurso pronunciado por este «gigante» de la filosofía (alemana) al recoger el premio. Y es que, con el título de La Europa común (leer en el Apéndice), Habermas habla en muchas de las líneas de su discurso de la figura de Miguel de Unamuno, del que dice ser un gran admirador desde que lo descubrió siendo estudiante universitario, además de ser el primer autor español al que leyó. Y precisamente por el modo de componer estos dos elementos en su discurso, Unamuno y Europa, se nos hace que efectivamente es «gigante» la figura de Habermas en el panorama filosófico, tan gigante como gigante es un elefante en una cacharrería.

Dice Habermas:

«Cierto, ha tardado mucho tiempo la unificación europea, pero desde 1976 los Pirineos ya no son una barrera. España está tan cerca de los alemanes como Francia e Italia, y nosotros de los españoles. Está sobre la mesa una Constitución para la Europea común. El proyecto no puede ser derribado en el último momento por egoísmos nacionales. Y tampoco la carga de profundidad atlántica de una guerra contraria al Derecho Internacional puede separar de nuevo a la nueva España democrática de la "vieja" Europa. En este país vital se ha formado en pocos años una sociedad moderna. Las instituciones liberales constituyen un marco en el que es posible solucionar todos los problemas sin violencia y, ante todo, sin violencia terrorista. Nosotros, los vecinos europeos, confiamos también en este sentido en el espíritu creativo de los españoles.»

Varias cosas nos llaman la atención de esta apoteosis final del discurso de Habermas:

Primero no sabemos por qué destaca la fecha de 1976 (no coincide con la fecha de la muerte de Franco, y tampoco con la de la promulgación de la Constitución). Suponemos que habrá querido decir 1986, siempre que no sea una errata (cosa muy dudosa porque así aparece transcrito su discurso en todos los periódicos), fecha en la que España y Portugal entran en el selecto Club europeo. Pero en fin, tampoco vamos a ser tan quisquillosos de exigirle el conocimiento de tales detalles.

Sobre todo, lo que más nos llama la atención, es que considere la posición de España en relación a la guerra de Irak como una posición «egoísta» –aunque él espera transitoria– que pone en riesgo la nueva constitución de España como «sociedad moderna». Es decir, es este «vínculo europeo» lo que ha convertido a un «país vital» como es España –léase, «sociedad bárbara», «africana»– en una «sociedad moderna», siendo el «vínculo trasatlántico» una «carga de profundidad» que pone en riesgo la constitución de la «nueva España moderna», que lo será sólo en la medida en que mantengan sus nexos con «Europa». Lo que nos llama la atención no es el esquema en sí, que no es raro que sea sostenido por un «intelectual» alemán (o incluso no es raro en un «intelectual», a secas), sino que este esquema, digamos, orteguiano, haya sido precisamente el que Unamuno ha combatido toda su vida, es decir, nos llama la atención la tremenda ignorancia que demuestra Habermas acerca de la filosofía española, o por lo menos acerca del primer autor español con el que se topa (tiene bemoles, por cierto, no haber leído a Cervantes antes de entrar en la Universidad) y del que dice ser gran admirador; por tanto llama la atención, también, la necedad de Habermas al atreverse, encima, a hablar en España de ello con tales carencias.

En los Foros de Nódulo Iñigo Ongay (Foro España, Tema: Habermas príncipe de Asturias, 26 de octubre de 2003) lo dice, irónicamente, muy bien: «lo que parece claro es que semejante víctima del 'mito de la Kultura' y de la 'Europa sublime' [Habermas], a los que Unamuno nunca sucumbió desde luego, parece no conocer muy bien las 'ideas políticas' del sabio bilbaíno (habría que encarecerle en esta dirección la lectura de los discursos aliadófilos y belicistas unamunianos en torno a la neutralidad española en la primera contienda mundial) y el grado en que estas desde luego no parecen compadecerse del todo con esta suerte de europeísmo armonista.» Y no es que no se comparezca, he aquí la ironía de Iñigo Ongay, es que la obra de Unamuno es ininteligible si no se tiene en cuenta su enfrentamiento, de plano, en todos los frentes, contra el esquema de lo que el propio Don Miguel llamaba «papanatismo europeísta», uno de cuyos máximos representantes fue, naturalmente, Ortega (diciendo éste de sí mismo, frente a Unamuno, que él era uno de esos «papanatas»).

«Egoísmo», pues, aunque «transitoriedad», es lo que ve Habermas desde su «papanatismo europeísta» en el desarrollo por parte de España del «vínculo trasatlántico» enfrentándose a la «vieja Europa»: es decir, que nos olvidemos de España, es lo que está diciendo en realidad sin saberlo, pues no sabemos lo que es España sino el desarrollo durante 500 años del «vínculo trasatlántico» enfrentándose a «Europa». Porque, ¿qué es en realidad esa ideológica «vieja Europa»? Pues digámoslo con Unamuno, y, en este caso, para que veamos la profunda necedad con la que ha hablado Habermas, en un libro bien conocido, en Del sentimiento trágico de la vida, página 87:

«¡Europa! Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte de magia, en una categoría casi metafísica. ¿Quién sabe hoy ya, en España por lo menos, lo que es Europa? Yo sólo sé que es un chibolete. (ver mis Tres ensayos.) Y cuando me pongo a escudriñar lo que llaman Europa nuestros europeízantes, paréceme a las veces que queda fuera de ella mucho de lo periférico –España, desde luego, Inglaterra, Italia, Escandinavia, Rusia–, y que se reduce a lo central, a Franco-Alemania, con sus anejos y dependencias.»

España convertida en un «anejo y dependencia» de Franco-Alemania, esta es la idea que tiene Habermas de la «nueva España», esta es la necia «generosidad» con la que habló Habermas a la «egoísta» España.

Pues podía enterarse antes Habermas de lo que es un «chibolete» y de la semejanza (o identidad) que tiene para Unamuno la «vieja Europa»con el «chibolete»: yo diría que, además de los Tres ensayos de Unamuno, para aprender lo que es el chibolete europeo también hay que leer un libro cuyo autor vive en el mismo Oviedo en donde Habermas recogió el premio y del que, seguramente, no tiene noticias: España frente a Europa, porque un chibolete es, precisamente, la biocenosis de la que habla Bueno para referirse a lo que es «Europa», la «Europa sublime» de Habermas.

Es verdad que antes se nos afrentaba con la famosa «África empieza en los Pirineos» de Alejandro Dumas, y ahora se nos sigue afrentando diciendo que «Ya no hay Pirineos», es decir, ya no somos bárbaros africanos. Y no es afrentoso lo de africanos que, como decía Unamuno «a mucha honra», sino eso de bárbaros, es decir, en boca de un alemán, ajenos a la Kultura, que parece siempre le costó, también a mucha honra, remontar los Pirineos hacia el Sur. Sólo decirle a Habermas, si pudiésemos, lo que decía Unamuno a Ortega: hay otras formas de civilización que no son la Kultura, y creo, creo yo, que vamos estando en condiciones, a través precisamente del «vínculo trasatlántico» que esa civilización no-kultural permite (la hispanidad), de mirar por encima de los Pirineos y decir con orgullo: «Europa empieza en los Pirineos».

Y es que para decir esto, viendo la situación en la que se encuentra la «intelligentsia europea» y, para muchos, su pontífice máximo, quizás ya no nos hagan falta la fe y la esperanza que aún necesitaba tener Unamuno, y quepa interpretar este Premio Príncipe de Asturias a las Ciencias Sociales como un premio, más que de reconocimiento, de consolación a la Kultura, a la «vieja Europa», que ya no da más de sí.

Apéndice

La Europa común

Discurso de Jürgen Habermas
al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales 2003

Majestad, Alteza Real, estimadas y estimados colegas (si puedo emplear aquí la palabra colega en su sentido literal), señoras y señores:
Agradezco el honor que hoy se nos concede en nombre del Príncipe de Asturias, y de su propia mano. La máxima distinción española despierta en cada uno de nosotros distintos pensamientos: en mí, el recuerdo de un episodio vivido durante un viaje a Irán, no hace mucho.
En Shiraz, lugar de peregrinación del gran poeta Hafiz, tropecé, en la persona de mi guía, con una joven musulmana con velo en la cabeza que, según se demostró, era una voraz lectora. ¿Qué autores extranjeros podían haber llegado hasta una estudiante así bajo el dominio de los Mullahs? ¿A quién conocía por traducciones? Para mi sorpresa, su interés estaba consagrado a un español, del que quería saberlo todo: Miguel de Unamuno. Ella no podía sospechar el curioso paralelismo de nuestras experiencias vitales: Unamuno también fue para mí –hace ahora 55 años– el primero de los autores españoles. La filosofía existencialista constituyó entonces, terminada la Segunda Guerra Mundial, la caja de resonancia de la obra de Unamuno Vida de don Quijote y Sancho. Entretanto, el clima intelectual ha cambiado, pero los textos de Unamuno no han amarilleado.
Aquel texto, por ejemplo, que trata la cuestión de Cómo se hace una novela, ya es posmoderno en su construcción. Tiene su origen en los años veinte, cuando Unamuno, emigrado a Francia, se detiene movido por la nostalgia en la frontera de su tierra vasca. En este esbozo de novela, Unamuno reflexiona sobre el trabajo del escritor y analiza el mecanismo de la producción de mundos ficticios observando su efecto sobre el lector. El personaje principal, el pobre Jugo de la Raza, se espanta de tal modo ante la lectura de una novela que quema el libro, pero luego, presa de la curiosidad, corre a buscar otro ejemplar, para volver a temer el final de la historia. En esta ambivalencia del lector se debe desvelar la verdadera naturaleza de la ficción: por una parte, el autor depende de la imaginación del lector, porque sólo él despierta a la vida la literatura. Por otra parte, el lector sólo podría llenar el abismo entre literatura y vida extinguiendo su existencia cotidiana. Al devorar la novela, tendría que dejarse consumir por la vida ficticia.
Unamuno no aborda esta paradoja de forma juguetona –como Italo Calvino–, sino con la seriedad existencial de un catolicismo insondable, convertido en piedra en El Escorial. Tan sólo un libro, la Biblia, estaría a la altura del abismo entre literatura y vida. El lector creyente, que se adapta a su mensaje, puede dejar atrás su existencia irreflexiva en la esperanza de una nueva vida. Tener que imitar en vano ese modelo del «libro de los libros» describe la tragedia del escritor.
Pero el propio Unamuno no sólo era escritor. Cabe preguntar si la conciencia trágica de la existencia del escritor afecta también a la apasionada naturaleza política del filósofo Unamuno, que se sublevó contra todas las formas de tiranía y aceptó el destierro a cambio. Al filósofo le afecta más el abismo entre teoría y praxis que entre literatura y vida. Pensemos en el caso, completamente distinto, de ese fracasado profesor de la lejana Alemania que desplegó gran influencia política en España.
Este Karl Christian Friedrich Krause enseñó filosofía en Jena junto a Schelling y Hegel, pero ni en Jena ni en Berlín ni en Göttingen obtuvo una cátedra. Fue humanista e ilustrado, pedagogo y masón de la escuela de Kant y Fichte, y se anticipó mucho a su tiempo con exaltadas ideas sobre el Estado mundial y la confederación de la Humanidad, sobre un orden jurídico global y sobre la transformación de las relaciones internacionales en una política interior mundial. En Alemania, más bien se tomó a Krause por un solitario extravagante. Sólo en el país de Don Quijote alcanzó a título póstumo reconocimiento e influencia. Julián Sanz del Río se convirtió en 1860 en fundador del krausismo español, una tradición liberal de grandes consecuencias para la España política.
Sin duda Unamuno reunía en su persona al escritor y al filósofo, pero quizá no distinguía de forma lo bastante nítida entre las ficciones del uno y las visiones del otro. Lo que idea un filósofo no siempre tiene que ser el sueño de un visionario y quedarse en novela. Una visión también puede convertirse en realidad. El 24 de julio de 1817, Krause advertía a sus compatriotas: «Debes ver a Europa como tu patria mayor y más próxima, y a cada europeo como tu compatriota en el nivel superior más próximo.» Cierto, ha tardado mucho tiempo la unificación europea, pero desde 1976 los Pirineos ya no son una barrera. España está tan cerca de los alemanes como Francia e Italia, y nosotros de los españoles. Está sobre la mesa una Constitución para la Europea común. El proyecto no puede ser derribado en el último momento por egoísmos nacionales. Y tampoco la carga de profundidad atlántica de una guerra contraria al Derecho Internacional puede separar de nuevo a la nueva España democrática de la «vieja» Europa. En este país vital se ha formado en pocos años una sociedad moderna. Las instituciones liberales constituyen un marco en el que es posible solucionar todos los problemas sin violencia y, ante todo, sin violencia terrorista. Nosotros, los vecinos europeos, confiamos también en este sentido en el espíritu creativo de los españoles.

 

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