Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 22, diciembre 2003
  El Catoblepasnúmero 22 • diciembre 2003 • página 3
Guía de Perplejos

Del perdón

Alfonso Fernández Tresguerres

Apuntes para una crítica del perdón

1

Será tal vez por disposición natural; será por aprendizaje (no entro ahora en ello), pero es lo cierto que soy inmune a ciertos vicios. Sirva como ejemplo la envidia. Se me creerá o no (en eso allá cada cual), pero puedo asegurar que por introspección me siento absolutamente incapaz de determinar en qué consiste el estado anímico característico de tal pasión. También, y seguramente por lo mismo, soy inmune a determinadas virtudes (quizás alguien podría sugerir que a casi todas). Y entre ellas no encuentro ahora ejemplo más logrado que el del perdón (eso suponiendo, claro está, que el perdón sea una virtud, porque la verdad es que mi insensibilidad al respecto me dificulta asentir de modo pleno a tal afirmación).

Porque, veamos: ¿qué es perdonar?, ¿qué significa perdonar? En el sentido que ahora nos interesa, nuestra lengua lo entiende como el remitir una deuda, una ofensa, una falta, un delito, &c. Y considera como sinónimos suyos cosas tales como absolución, indulto amnistía, gracia, clemencia, merced, indulgencia, benignidad, compasión, generosidad o tolerancia. Demasiado y demasiado confuso. Algunas de esas acepciones (indulto o amnistía) pueden tener sentido en un contexto político, en tanto que referido a una determinada benevolencia de la sociedad (de su sistema jurídico) hacia un individuo o grupo de individuos, pero carecen de significación en el ámbito de las relaciones entre los individuos mismos. Otras (gracia o merced) no aclaran nada, puesto que no tienen el menor sentido a menos que inmediatamente se especifique de qué son gracia o merced, es decir, a qué gracia o merced se refieren. Y es obvio que se habla con propiedad cuando se dice que le ha sido otorgada a alguien la gracia o la merced del perdón, pero eso deja sin explicar qué sea el propio perdón. Alguna hay (clemencia) que da demasiado por supuesto, quiero decir que al, establecerse como sinónimo de perdón, presupone en el ofendido la capacidad y la posibilidad de vengarse, entendiéndose entonces el perdón como una renuncia a la venganza: en lugar de vengativo, la víctima de la ofensa se muestra clemente. Pero con esto vamos allá del perdón mismo. Primero, porque no siempre está la venganza al alcance del ofendido, por lo que no es automáticamente obvio que el perdón pueda manifestarse como clemencia. Segundo, porque aun cuando exista la posibilidad de vengarse, la clemencia será, en todo caso, una de las consecuencias del perdón, pero no el perdón en cuanto tal. Y tercero, porque no es en absoluto necesario que la clemencia vaya acompañada y precedida del perdón: se puede, en efecto, ser clemente sin perdonar de veras. Y todavía cabría añadir que sólo en este caso se deja ver el auténtico rostro de la clemencia: se es clemente cuando se niega el perdón, pero se renuncia a la venganza. Porque, ¿qué mérito habría en no vengarse cuando no existen deseos de hacerlo? Por eso, si realmente se ha perdonado, carece de sentido el ejercicio de clemencia, desde el momento en que el perdón implica, no ya la renuncia a la venganza, sino el reconocimiento de que no hay motivo para vengarse. La clemencia se opone, pues, a la venganza, sí, pero es del todo discutible que sea lo mismo que el perdón (y ruego que no se pierda de vista esta acepción, puesto que, si no me equivoco, eso es lo que con frecuente la gente entiende por «perdonar»). Algunos de los sinónimos señalados (absolución, indulgencia), tienen un marcado carácter religioso y, desde luego, social, que los convierte en difícilmente equiparables al perdón, porque éste, el genuino perdón (por los menos el perdón al que yo me refiero en estas deshilvanadas reflexiones), tiene ante todo un carácter individual: es fácil perdonar en nombre de Dios (o para el caso de la sociedad), lo difícil es perdonar en nombre propio. Y es también este carácter individual del perdón el que torna en enormemente discutibles algunos de aquellos equivalentes suyos, tal como entiende el asunto nuestra lengua (benignidad, compasión, generosidad, tolerancia). ¿O es que acaso se quiere decir que el que yo no perdone esto a éste me convierte de inmediato en un individuo no benigno, no compasivo, no generoso o no tolerante? Que no lo sea en ese caso particular no significa que no lo sea sin más, esto es, que no lo sea en general. Porque, además (y esto me parece absolutamente fundamental), es preciso tener presente el carácter no meramente subjetivo, sino objetivo de la ofensa, es decir, es preciso tener en cuenta si me asiste o no la razón en términos puramente objetivos. No es posible, por ejemplo, ser tolerante con quien se propone o desea nuestra aniquilación o nuestra desgracia. En esto, como en muchos otros ámbitos, no caben términos medios ni monsergas relativistas: el relativismo sería, en este contexto, una forma de inmoralidad o de estupidez (inmoralidad, si la víctima del atropello es otro; estupidez, si lo somos nosotros). Y, por lo mismo, sospecho que no se puede (y acaso no se debe) perdonar según qué y según a quién, o lo que es igual: que no tiene el menor sentido hablar de perdón a menos que de inmediato se especifique el qué y el a quién implicados en el acto mismo de perdonar.

2

«On pardonne tant que l'on aime», afirma F. de la Rochefoucauld. No es cierto. No sólo no es verdad que se perdona mientras se ama, sino que, al contrario, resulta tanto más difícil perdonar cuanto más se ama. Por ello me parece que más acertado estuvo W. Blake al observar que más fácil resulta perdonar al enemigo que al amigo. Yo me atrevería a ir incluso más lejos: al enemigo, si a eso vamos, no hay nada que perdonarle, porque intentar dañarnos es su oficio. Lo verdaderamente doloroso y ofensivo (y acaso lo verdaderamente imperdonable) es que nos haga mal quien dice amarnos. Y si el daño infligido es consecuencia de una acción consciente y voluntaria (las dos condiciones exigidas por Aristóteles para poder hablar de responsabilidad), ¿qué significa decir que perdonamos? ¿Acaso que seremos capaces de olvidar el mal hecho? Pero, ¿cómo olvidar? Quiero decir, olvidar realmente. Cierto que «olvido» y «perdón» se utilizan también como términos sinónimos, pero no es menos cierto que «olvidar» se está utilizando en ese contexto en un sentido figurado, casi metafórico. No hay tal olvido, a menos, por supuesto, que uno sufra una amnesia o algún otro trastorno de la memoria secundario al dolor experimentado; a menos, digámoslo de una vez, que el olvido opere aquí como una suerte de mecanismo de defensa (por decirlo con Freud), tal como les sucede a un elevadísimo número de psicópatas violentos, cuya infancia se caracteriza siempre (eso afirma el neurólogo J.H. Pincus) por un largo historial de torturas y abusos de todo tipo que, curiosamente, se han borrado por completo de su memoria y no ocupan el menor lugar en su conciencia. Pero fuera de esto, no hay olvido posible, así que muchísimo menos podemos hacer del olvido una forma refinada de venganza, como quiere Gracián («No hay venganza como el olvido»); y más problemático aún resulta comprender a Alfred de Musset cuando sugiere que si no puedes perdonar, olvida («A falta de perdón, deja venir el olvido»). El olvido jamás puede ser un sustituto del perdón, sino que es más bien el perdón mismo: ¿cómo plantearnos perdonar algo que no recordamos? Y tampoco puede ser visto como una modalidad de la venganza: la venganza sólo es posible acompañada del recuerdo de la afrenta, pero el olvido supone, precisamente, la renuncia a la venganza, o mejor, el desconocimiento de que exista algo de lo que pensar vengarnos, esto es, el perdón.

Ni es posible el olvido ni es posible dar marcha atrás en el tiempo y volver a un estado anterior a aquél en el que la ofensa tuvo lugar. Y cualquier otra cosa que se diga es un simple tópico tan manido como discutible. Más atinadamente, el Catecismo de la Iglesia Católica no tiene ningún reparo en reconocer que: «No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla», aunque acto seguido no dude en afirmar que, auxiliados por el Espíritu Santo, podremos cambiar la herida en compasión; incurriendo así (según creo) en otro importante tópico, a saber: que quien nos ofende o hace mal es digno de lástima; tópico que se complementa con este otro: en la venganza nos mostramos inferiores y en el perdón superiores a quien nos ha dañado, tal como piensa Séneca y seguramente también Espinosa. Nunca he entendido por qué. Yo, en esta cuestión, siempre me he sentido más próximo a A. Smith, cuando afirma que: «A los ojos del espectador imparcial, el único motivo que puede justificar que dañemos o perturbemos en algún sentido la felicidad de nuestro prójimo es el resentimiento correcto ante un conoto o una efectiva comisión de una injusticia». Supongo que también es lícito perturbar la felicidad del prójimo para librarle de un mal mayor, pero, en cualquier caso, coincido plenamente en que existe un «resentimiento correcto», en relación con el cual el rencor no es sino una forma de memoria y la venganza (tal vez) el ejercicio de un derecho. A los oídos de más de uno, lo que digo acaso suene perverso, pero al menos no se me negará que me muestro como soy, sin cosméticos ni adornos de ningún tipo. He comenzado por afirmar que (no sé por qué) desde siempre me he visto libre de determinados vicios, pero que también (y tampoco sé por qué) me ha sido negado gozar de la posesión de determinadas virtudes; y la del perdón es una de ella. Y digo «virtud», porque es de suponer que lo será, si tantos (y algunos tan sabios) lo afirman. A menos que se trate de un simple tópico que la mayor parte de la gente repite y con el que desea engalanarse, porque, a lo que se dice, el perdonar es seña distintiva de un espíritu superior. Hasta Maquiavelo, para mi sorpresa, sostiene lo mismo: «El perdonar –afirma la misma persona que escribió El príncipe– nace del alma generosa». O también puede ser que nos encontremos frente a un autoengaño, y que, en realidad, no perdonemos tanto ni tan a menudo como pensamos. O, finalmente, acaso se trate de un malentendido, y que se entienda que perdonar es equivalente a no vengarse. Pero ya he señalado antes que tal equivalencia me parece sencillamente errónea.

El perdón (también lo he dicho) comporta siempre el olvido, y toda vez que no exista olvido real, no hay perdón auténtico, se diga lo que se diga. O lo que es lo mismo: que lo único que verdaderamente se perdona es aquello que ha tenido muy poca importancia y ninguna trascendencia, es decir, aquello en lo que no había nada que perdonar. Pero en las cuestiones verdaderamente relevantes, en las ofensas y el dolor, en las injurias y en las calumnias, en los crímenes y las injusticias, de los que hemos sido víctimas sin el menor motivo que lo justifique, sólo porque nuestro agresor nos ha convertido en objeto de su maldad o en simple mecanismo mediante el cual satisfacer sus propios caprichos o intereses, no existe olvido posible, ninguna forma real de volver a un estado anterior a aquél en el que se ha producido la agresión misma, y no existe, por tanto, perdón alguno. Yo al menos no entiendo qué se quiere decir cuando se afirma otra cosa.

Asunto distinto es la venganza. Tal vez no resulte fácil vengarse de quien se ama, y acaso tal hecho explique la confusión de F. de la Rochefoucauld: no se trata de que se perdone mientras se ama (probablemente entonces es más difícil que nunca), lo que sí puede que suceda es mientras se ama resulta difícil optar por el, en otras ocasiones seguramente justo, ejercicio de la venganza. Pero también puede suceder que uno no pueda vengarse, porque su enemigo es demasiado fuerte o inaccesible o porque falte la ocasión propicia. Y quién sabe si entonces no nos sentimos tentados a revestir la impotencia con el manto de la virtud, y a hacer del no puedo un no quiero ( e incluso a poner la otra mejilla, lo que, antes que manifestación de bondad, es un precepto de sentido común, porque si pones la misma duele más). Y tal engaño, interiorizado, acabamos por creerlo, convirtiéndose, entonces, en real y verdadero autoengaño del que obtener alguna satisfacción: si no puedo permitirme el placer de la venganza, me permitiré, al menos, la dicha de creerme bueno. Después de todo, ¡son tantas las veces que nos engañamos así!

Yo no sé si estas reflexiones nos están acercando en demasía a Nietzsche. Y puedo asegurar que no es una de mis compañías preferidas; pero ni siquiera Nietzsche me hará retroceder. Al margen de la parafernalia de señores y esclavos, de fuertes y débiles, tan cara al pensador alemán, me pregunto sino será, en efecto, el perdón virtud genuinamente cristiana. ¿Qué hay del perdón en el mundo pagano? Los dioses y los héroes homéricos pueden, en según qué casos, mostrarse comprensivos ante la afrenta recibida, pueden ser piadosos y clementes, pueden, en suma, renunciar a la venganza, pero ni olvidan ni perdonan realmente. Y si eso es así, la nítida distinción entre la clemencia y el olvido (o entre la no venganza y el perdón) habría sido, finalmente, enturbiada por el cristianismo. Uno no es clemente porque olvide la ofensa, sino, al contrario, porque la recuerda muy bien; no se venga, no porque perdone, sino porque el no vengarse pone de relieve una superioridad que se manifiesta en la clemencia misma. No sé yo sino va a resultar que lo que llamamos piedad es un mero ejercicio de egolatría.

Pero si todo esto que vengo diciendo tiene algún sentido, y si es verdad que, como afirma Espinosa: «quien se arrepiente de lo hecho es doblemente miserable e impotente»: primero, por haber hecho algo de lo que arrepentirse, y, después, por sufrir a causa de ello, quien perdona es doblemente ingenuo (no quiero decir estúpido): primero, por creerse capaz de perdonar, y, después, por gozar a causa de ello, es decir, por gozarse en su supuesta bondad.

«Yo rara vez me arrepiento», –confiesa Montaigne–. Vaya confesión por confesión: yo rara vez perdono.

 

El Catoblepas
© 2003 nodulo.org