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El Catoblepas, número 33, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 33 • noviembre 2004 • página 8
Historias de la filosofía

El socialismo científico

José Ramón San Miguel Hevia

Donde con permiso del señor Marx se hace ver que el trabajo de los científicos y de los industriales y el arrinconamiento de las clases ociosas, son la verdadera trama de la sociedad actual

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El Primer Cónsul volvió a leer el título del extraño manifiesto que le enviaba, acompañado de una breve carta personal y de una tarjeta de presentación muy adornada, «Claude Henry de Saint Simon, descendiente de Carlomagno». El escrito, de más de cien páginas, se componía de una serie de cartas enviadas por un ciudadano de Ginebra a sus contemporáneos, proponiendo la creación de una sociedad científica internacional, como órgano de un nuevo poder espiritual.

Bonaparte estaba cansado de recibir a diario decenas de cartas igualmente extravagantes, y tenía demasiadas cosas que hacer para perder el tiempo con ellas, pero esta vez le llamó la atención el nombre y apellidos de quien le escribió. Había leído las memorias del Duque de Saint Simón, sin duda un antepasado en línea directa o colateral, pero sobre todo su mente quedó impresionada con el nombre del gran Emperador. Guardó como una joya la tarjeta, pero no se apresuró a acusar recibo de las cartas, pues conocía muy bien la naturaleza humana y estaba seguro de seguir recibiendo del presunto reformador una correspondencia oceánica.

Como tenía de todas formas verdadera curiosidad por conocer el perfil humano e intelectual de Saint Simon, probablemente azarosos y tumultuosos, envió un billete a su eficiente Ministro de Policía, proporcionándole todos los datos de las Cartas, y exigiéndole que en el menor tiempo posible averiguase todas las circunstancias de la vida de su autor. Como de costumbre, antes de veinticuatro horas, Fouché tenía una relación completa de las andanzas y malandanzas del antiguo aristócrata.

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—Claude Henry Rouvroy, antes de la revolución conde de Saint Simon –decía el informe de Fouché con la ceremonia propia de la prosa oficial– ha nacido hace cuarenta y dos años, el 17 de Octubre de 1760 hijo del Señor de Falvy. Su linaje ocupa en la historia de Francia un lugar ilustre, tanto en el gobierno y en la iglesia como en el ejército y la literatura. Según árbol genealógico conservado por su familia, desciende de Carlomagno, a través de los condes de Vermandois. En su infancia ha sido muy rebelde, pero sus aventuras no figuran en ningún archivo policial y se mantienen en los límites de su vida privada.

—En el año 1779 se embarca hacia América, en calidad de capitán de caballería del regimiento de Turena a las órdenes de su primo, el marqués de Saint Simon, y en apoyo de los sublevados y de la armada regular dirigida por La Fayette. Participa en el sitio de York y el de Brinston-Hill, y cae prisionero en la batalla naval de Saintes en 1782, hasta que se firma la paz el año siguiente. Conoce y admira a los miembros del Congreso, fundadores de la independencia americana, y particularmente a Benjamín Franklin, por su filosofía y aplicación de los conocimientos a la práctica.

—La nueva forma de vida de los americanos le impulsa a cambiar su vocación de soldado por la técnica de dominio de la naturaleza, por lo menos eso sugieren sus nuevas actividades y la correspondencia con su padre. Inmediatamente después de hecha la paz propone al virrey de Méjico –y su proyecto es rechazado– la construcción de un canal que haga posible la navegación entre el océano Atlántico y el Pacífico. Cuando vuelve a Europa intenta una aventura semejante para unir Madrid al Atlántico también sin éxito. Mientras tanto monta en Andalucía un servicio de diligencias siguiendo el modelo de los que ya existían en Francia.

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—Cuando estalla la Revolución –seguía diciendo el informe el antiguo conde– demuestra una pasmosa facilidad para adaptarse a circunstancias contradictorias. Presidiendo la asamblea de Falvy, renuncia públicamente a sus títulos y queda reducido a la condición, al parecer excelsa, de ciudadano. Consta además en los archivos de la policía que un año más tarde en el cantón de Marchelepot redacta y hace votar una petición a la Asamblea Nacional para que suprima los privilegios de los nobles y del clero apartándoles sistemáticamente de todas sus funciones. Además, según los papeles del Consejo general de la comuna de Peronne, adopta el nuevo nombre de Claude Henry Bonhomme, después de haber depositado en el buró de la municipalidad sus títulos de oficial y las condecoraciones de la Cruz de San Luis y de la Orden de Malta.

—El ciudadano Bonhomme considera un acto de patriotismo y a la vez una fuente considerable de ingresos la especulación con el patrimonio de la Iglesia y de la nobleza, que la República pone en venta. Gracias a los 500.000 francos que le adelanta el conde de Redern, establece una agencia de tráfico de los bienes, aprovechando el plazo de doce anualidades permitido por la Asamblea, para adquirir lotes que son revendidos por parcelas, manteniendo íntegro el capital inicial. A pesar de su entusiasmo por la causa republicana es detenido el 29 de Brumario del año II, acusado por el comité revolucionario de Peronne de pertenecer a la antigua nobleza, y por el Comité de la Salud Pública, de connivencia con los banqueros extranjeros. Afortunadamente nuestro golpe de Estado del 9 de Termidor le devuelve la libertad.

—En los dos años siguientes multiplica sus actividades. Inventa un juego de cartas republicano, sin Rey ni Reina ni Valet, cambia sus aficiones de especulador, sustituyendo las tierras por inmuebles urbanos, compra en París dos hoteles y varias casas en Neuilly y en Passy, se interesa en empresas industriales y en comercios, establece un servicio de correos, puesto a su nombre, y gestiona todos los negocios nacidos con la revolución. Está claro que Saint Simon, cualesquiera que sean sus cambiantes opiniones políticas, nunca ha tenido ni tiene ahora un particular interés en que se imponga de nuevo l'Ancien Regime.

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—En el tercer año del Directorio, sobre todo después de que M. de Talleyrand es nombrado Ministro de Asuntos Exteriores, Saint Simon toma parte activa en las negociaciones entre Francia e Inglaterra. Aunque no tiene ninguna misión oficial ni oficiosa, merece plena confianza por sus títulos de nobleza, su patrimonio y sus conocimientos. Según él la vuelta a la monarquía es imposible, pues el país no está dispuesto a abandonar la idea de igualdad y la mitad del territorio de la República está en manos de ciudadanos que han adquirido las propiedades de los emigrados. Pero al mismo tiempo en París hay cada vez más partidarios de Inglaterra, los comerciantes necesitan un mar y unas fronteras libres, los nuevos ricos han colocado sus capitales en Londres y los propietarios mismos desean la paz. El antiguo aristócrata es el portavoz de los financieros y los políticos partidarios de la nueva línea de política externa.

—Desde entonces el especulador se convierte en un digno sucesor de sus abuelos y adopta una vida de gran señor y de mecenas. Vive en un suntuoso palacio en la calle Chabenais, atendido por veinte servidores y con casa abierta y mesa puesta para todos los científicos y artistas a los que ayuda con una generosidad sin medida: «El espléndido trato que di a mis convidados, el buen vino, y la constante atención a mis profesores que podían disponer a su antojo de mi bolsa, me proporcionaron todas las facilidades que podía desear.» Todo París admira su gastronomía y envidia la corte de sus mujeres, pues Saint Simon no se priva de ningún placer, sin importarle demasiado la disminución de su patrimonio, que no es inagotable.

—En el último año del Directorio se dedica a las ciencias positivas, estudiando primero en la Politécnica la Física, y después la Biología en la Facultad de Medicina. Multiplica sus gastos financiando experimentos, pagando íntegramente la publicación del Curso de Medicina del Doctor Burdin, tomando como hijos adoptivos a cuantos jóvenes prometedores se le presentan y satisfaciendo, no sólo sus necesidades, sino sus caprichos, y en resumen haciendo todo lo posible por arruinarse. Ultimamente parece tener en proyecto una fisiología social, trasladando a la historia de la especie humana las distintas edades de cada individuo y creando una sociedad de sabios y de técnicos, que representan su madurez, y este plan parece inspirar sus Cartas.

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Con esa intención había redactado efectivamente Saint Simon la carta que llamó la atención del primer cónsul y antes de publicarla la había corregido varias veces. Escribió primero un corto manifiesto con el título provisional de Carta a los Europeos, proponiendo la creación de un Instituto supranacional, compuesto por veinte científicos y otros tantos hombres de letras. Su función central consistiría en la elaboración de las ciencias positivas, físicas o biológicas, y sus aplicaciones técnicas. En un segundo escrito, también inédito, concretó el programa en una Carta a la humanidad, poniendo la institución bajo el patronazgo de Newton, y criticando vivamente las instituciones oficiales y sobre todo las academias. Los científicos, en número de veinte, tendrían mayoría sobre los quince artistas o literatos.

Cuando por fin Saint Simon, después de esta lenta elaboración, editó en 1803 la Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos las acompañó de importantes novedades. No sólo trataba en su introducción a Bonaparte de «hombre genial», sino que le envió un ejemplar, acompañado de la siguiente dedicatoria, nada modesta: «Usted es el único de mis contemporáneos que tiene autoridad para juzgar mi obra.» Además la sociedad científica y literaria se completaba con diez industriales. Estos cuarenta y cinco «hombres de genio» formarían una magistratura espiritual con autoridad para controlar el poder temporal, destituyendo a los funcionarios que abusan de su condición o que simplemente son incompetentes.

El escritor era detallista y hasta puntilloso. Los componentes de ese Instituto no podían emprender su tarea con una total libertad, porque dependerían de una especie de tribunal supremo espiritual, elegido por suscripción universal delante de la tumba de Newton, entre los sabios, los propietarios productores y los obreros, cada uno según sus posibilidades. Que cada suscriptor elija tres matemáticos, tres físicos, tres químicos y tres biólogos y además tres músicos, tres pintores y tres literatos. Los doce científicos y los nueve hombres de letras que hayan obtenido la mayoría, formarán el «Consejo de Newton», con la misión teórica de someter el universo a la ley de gravitación, y la más práctica de establecer el trabajo universal y obligatorio.

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Cuando al año siguiente el Papa consagró a Bonaparte como Emperador, Saint Simon decidió respetar el poder establecido escribiendo «que en este momento y por mucho tiempo la monarquía es el régimen que conviene a los franceses». Renunció por consiguiente a construir una ciencia del hombre con sus derivaciones políticas y se dedicó a la labor, aparentemente más inofensiva, de establecer los principios de toda ciencia positiva. Otra vez había escrito al Emperador, pidiéndole que en un alarde de patriotismo financiase su redacción.

Pero Saint Simon no tuvo más remedio que aplazar su proyecto, cuando descubrió que estaba totalmente arruinado. Arrastró una vida de miseria por París, recibiendo la ayuda secreta de sus antiguos socios, y resignándose a un empleo de copista –nueve horas diarias de trabajo en el Monte de Piedad–. Afortunadamente encontró a un gran amigo, Diard, que desde 1806 y durante cuatro años puso a su disposición todos sus bienes para que el antiguo conde pudiese seguir con sus aventuras.

Saint Simon dedicó estos años a la construcción de un sistema que unificase y resumiese los conocimientos adquiridos por la ciencia funcionando como una nueva Enciclopedia. Pero mientras que los pensadores prerevolucionarios del siglo XVIII habían elaborado una filosofía crítica, con el fin de demostrar la incompatibilidad de las ideas vigentes con la ciencia, la del siglo XIX debería ser inventiva y organizadora, abarcando todos los conocimientos humanos y organizándolos con tal orden que a partir de las ciencias más generales descendiese a las leyes de los fenómenos más complicados y concretos.

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—El hombre más fuerte después del Emperador –dice Saint Simon con gran desparpajo– es sin lugar a dudas quien le admira más profundamente. Pero posiblemente Bonaparte tenga necesidad de un lugarteniente científico, capaz de comprender sus proyectos y llevarlos a la práctica. Le hace falta un segundo Descartes, porque si la Escuela tiene estos dos dirigentes, sus trabajos serán verdaderamente prodigiosos.

La misión de Napoleón y la de Saint Simon según esto, serían complementarias, asegurando el Emperador consagrado un orden social interino, gracias a la religión, y construyendo mientras tanto el filósofo un sistema científico definitivo y completo. Es verdad que la astronomía, la física y la química habían adquirido ya el estado de conocimientos positivos. Pero la ciencia del hombre en sus dos vertientes, individual y colectiva era sólo conjetural y no permitía todavía el establecimiento de un nuevo poder impersonal, que sustituyese al de los sacerdotes y guerreros.

De todas formas Saint Simon ha trazado el esquema de la nueva Enciclopedia del positivismo. Además de las tres ciencias que tratan de los seres inorgánicos, desde la más general a la más concreta, deberán llegar al estado positivo la fisiología de los órganos individuales, y la otra fisiología general, que estudiase los órganos del cuerpo social extendiendo sus competencias a la moral y la política. Quienes fuesen capaces de conseguir un conocimiento positivo de la sociedad, tendrán sobre ella un poder definitivo.

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En 1810 Saint Simon emprendía por fin la tarea de completar su sistema con un estudio sobre la Historia del hombre, que con mayor precisión titulará en su correspondencia Historia del pasado y del porvenir de la especie humana. Desgraciadamente, su amigo y protector murió ese mismo año y el filósofo entraba de nuevo en un ciclo de miseria, abandonado a su suerte, con el agravante de que esta vez es víctima de una enfermedad casi mortal y de una tremenda depresión. También ahora casi mortal. También ahora encontrará la persona justa que le saque de esta situación desesperada.

Un notario, Coutte, se dio cuenta de la extraordinaria valía intelectual de su cliente y de su carácter desequilibrado y volcánico, y decidió salvarlo de su depresión y poner de paso sus pies en el suelo. Primero de nada convenció a Saint Simon, llenándole de un renovado entusiasmo, de que su crisis física y psicológica eran efecto de la revolución moral que tenía lugar en todo individuo genial y un seguro punto de partida de su proyecto de reforma social. Al mismo tiempo se comunicó con su familia, haciendo oficio de conciliador, y consiguiendo un acuerdo financiero, por el que Saint Simon renunciaba a la herencia de su madre, a cambio de una pensión anual que le asegurase una vida tranquila y le evitase una vuelta a los caprichos del pasado. De esta forma el conde puede seguir escribiendo sin demasiados agobios.

Desde 1813 con la publicación de La ciencia del hombre su pensamiento quedará ya definitivamente cerrado. Su proyecto primitivo se ha mantenido inalterable, consistiendo en descender por pasos sucesivos, de las leyes astrales al sistema solar, después a los fenómenos terrestres, al estudio de la biología del individuo y de la especie, y por fin a la historia del progreso del conocimiento humano, que explicará los fenómenos, primero por la acción de los dioses, después por causas invisibles y finalmente por leyes.

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Los años 1814 y 1815 no fueron los más felices ni los más desgraciados de la ajetreada vida de Saint Simon, pero sin duda fueron los más complicados. Igual que su contemporáneo Hegel estaba convencido de que la historia es un juicio inapelable y hay que dar siempre la razón a quienes la realizan. Lo cual es un principio que suena bien, pero es difícil de llevar a la práctica, sobre todo cuando se tiene un ánimo tan contradictorio y al mismo tan incorregible, como el del conde.

Cuando la coalición de los demás Estados de Europa, dirigidos por Inglaterra, derrotó a Napoleón y lo exilió a la isla de Elba, Saint Simon con la ayuda: «de su discípulo Augustin Thierry» publicó un nuevo manifiesto en Defensa de una reorganización de la sociedad europea. El programa es muy simple y muy agradable para los vencedores. Cada uno de los pueblos adoptará la constitución inglesa, y todos ellos juntos formarán una confederación de acuerdo con esa misma constitución. Todo sería muy fácil, pero cuatro meses después Bonaparte desembarcaba en Francia y sin encontrar ninguna resistencia ocupaba París en medio del entusiasmo de todos sus compatriotas.

Saint Simon, ante esa nueva situación, aceptó un cargo subalterno en la biblioteca del Arsenal, que el Emperador le había otorgado en un gesto de tolerancia y de desdén. Inmediatamente, siempre con la ayuda de Augustin Thierry, redactó un escrito para oponerse a la coalición de 1815. Según este programa era necesario anular la presencia de los demás pueblos, y establecer un régimen liberal «tal como existe en Inglaterra y como su Majestad quiere imponer en Francia. Los trabajos que exigen estas enseñanzas han sido la ocupación de mi vida, a las que me dedico sin descanso». Dieciocho días después de la publicación de este proyecto Bonaparte era vencido en Waterloo y el conde perdía su plaza de vicebibliotecario.

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Saint Simon no se desanimó ante esta catarata de acontecimientos, y decidió que la empresa de organizar la sociedad ya no dependía del genio militar del Emperador, sino de la nueva clase pacífica de los industriales productores. Desde 1816 completa su doctrina positivista con el socialismo que tiene sus protagonistas en cualquier clase productora. De él recibe el nombre de industrialismo.

París estaba en plena ebullición de ideas políticas y económicas, centradas en torno a la figura de Juan Bautista Say. Saint Simon, no sólo acudió al Curso de economía política, que congregaba en el Ateneo a una multitud de oyentes, sino que asistía a las reuniones que, una vez a la semana organizaba en su casa el gran economista liberal. Allí siguió tratando a Augustin Thierry y conoció a Augusto Comte, que pronto sería su más cercano colaborador.

Al mismo tiempo y con la ayuda financiera de los banqueros e industriales Saint Simon ensayó un nuevo género literario con éxito variable. Era demasiado desordenado para organizar una publicación periódica que durase más de dos años, pero sus artículos y sus ensayos tenían una calidad superior. Además, de manera todavía torpe, consiguió poner en relación las letras con la producción industrial.

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Saint Simon fue el promotor de una revista con pretensiones de salir cada mes La Industria literaria y científica (1816-1818) y allí publicó una serie de artículos, y expuso los principios del socialismo industrialista. Según él en el estado actual de la historia, la industria y la ciencia positiva son las dos únicas formas de vida temporal y espiritual, y por consiguiente la sociedad debe estar dirigida sólo por industriales y científicos. De esa forma la política no estará separada de la economía, porque es simplemente «la ciencia de la producción» y como cualquier ciencia se someterá a una serie de leyes, derivadas pero inmutables, aunque sus protagonistas sean particulares.

En Diciembre de 1818 Saint Simon anunció una nueva publicación El Político dirigido por una sociedad de ciencias y letras, que en principio se compondría de treinta y seis cuadernos, distribuidos en tres volúmenes, de los que sólo pudo salir el primero, de Enero a Mayo de 1819. Allí inició una polémica a favor de los industriales y contra las clases ociosas en su «querella de la abejas y los zánganos». Sus planteamientos no podían ser más radicales: Ni sacerdotes ni nobles ni magistrados ni legistas. Tampoco militares y la menor cantidad posible de funcionarios.

Saint Simon atacaba sobre todo dos estamentos que seguían vivos después de la Restauración: el de los poseedores de grandes dominios que no producían riqueza, manteniendo el prejuicio feudal de que «la tierra sola constituye la propiedad» y el del ejército regular, compuesto de una fuerza no pacífica y de batallones de no productores, dispuestos a recibir órdenes de un déspota. Y sólo había dos partidos, el antinacional y el nacional o industrial, los zánganos y las abejas. En la introducción al Político el conde prometía el establecimiento de una ciencia y una política positiva, pero no tendrá tiempo a cumplir esta segunda parte del programa.

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Al parecer ninguna clase social se dio por aludida al publicar el Conde la parábola de los zánganos y las abejas, y Saint Simon en un extracto de su siguiente publicación, El Organizador, datado en Noviembre de 1819, quiso dejar las cosas más claras. «Si Francia perdiese de golpe los cincuenta hombres más eminentes en cada ciencia, cada arte, cada industria y cada oficio, quedaría convertida en un cuerpo sin alma.» Pero si en un solo día tuviese la desdicha de perder a toda la familia real, al alto clero, a todos ministros, mariscales, miembros del Consejo de Estado, prefectos subprefectos y magistrados y «los diez mil propietarios más ricos de cuantos no cultivan la tierra», los franceses llevarían un buen disgusto, porque son buena gente, pero su disgusto sería puramente sentimental.

Haría falta –sigue Saint Simon– por lo menos una generación para reparar la pérdida de los tres mil mejores productores; pero en cambio sería muy fácil reemplazar inmediatamente a los treinta mil individuos más prestigiosos del Estado. Y las cosas irían mucho mejor si nadie les sustituyese. A continuación inició un furioso ataque contra la venalidad de los funcionarios y magistrados, la explotación del pueblo por los ladrones generales y el escándalo de varios millones despilfarrados en gratificaciones, pensiones y comisiones.

La parábola de Saint Simon volvió a editarse dos veces en Diciembre, y la justicia no tuvo más remedio que intervenir en Enero de 1820. El juez de instrucción le condenó a tres meses de prisión, quinientos francos de multa más las costas del proceso «por ofensa a los miembros de la familia real», pero la audiencia le absolvió de todo cargo. Augusto Comte saltaba de entusiasmo: «Habrás leído en los periódicos, que hemos salido victoriosos de un proceso. Los señores procuradores generales no tienen ningún medio de oponerse a doctrinas coherentes y rigurosamente pensadas. Nuestra defensa los ha pulverizado.»

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Además de esta polémica, que mejor que nada define el socialismo industrialista de Saint Simon, El Organizador retomó la forma de pensar iniciada en la Cartas y volvió a pensar en una sociedad regulada científicamente y llevada a la realidad por los industriales. Sus planteamientos son tan variados como imaginativos y constituyen la dimensión utópica de su filosofía.

El Organizador defendía un Parlamento con tres cámaras, cada una de trescientos miembros, la primera de los inventores, artistas o ingenieros, la segunda de los científicos, matemáticos, físicos y fisiólogos, que dará el visto bueno a esos inventos, y finalmente la tercera, reclutada entre todas las cabezas de la industria, que funcionará como poder ejecutivo y se encargará de llevar a la práctica los proyectos que han superado el examen.

En el Sistema industrial (1821-1822) Saint Simón presentó un programa mucho más sencillo. Tres ministros, que hayan ejercido durante varios años la profesión de industriales y que estén asesorados por una cámara de industria establecerán el presupuesto y determinarán el empleo de los fondos públicos. Un Instituto sustituirá al poder espiritual, organizando una enseñanza igual y obligatoria para todos los ciudadanos, mediante la elaboración de «un catecismo nacional que establecerá un conocimiento elemental de los principios que sirvan de base a la organización social y de las principales leyes que rigen el mundo material».

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Hacía falta alguien que pusiese orden en este torbellino de ideas y de proyectos, y Saint Simon, después de separarse del liberal Augustin Thierry, que no toleraba una intervención reguladora del mercado, tuvo, como siempre, la suerte de encontrar esta rara avis. Augusto Comte quedó sorprendido por las Cartas a un Americano, publicadas en el segundo tomo de La Industria y se convirtió en el admirador de ese amigo de Washington y de Franklin, que habían sido desde siempre sus modelos en la ciencia y la técnica. Empezó entonces a colaborar con el Conde, redactando los cuatro cuadernos del tercer tomo y el primero del cuarto, en los últimos meses de 1817.

Los dos filósofos siguieron colaborando en El Organizador y El sistema industrial, pero la trayectoria de sus pensamientos empezó a ser divergente desde 1819. Por una parte Comte escribía ese año que ya no tenía nada que aprender de Saint Simon y esto es verdad, pero también lo es que no añadió nada original al pensamiento de su antiguo maestro, y su labor consistió en organizar de la forma más sencilla, el positivismo científico y sociológico, suprimiendo todas las construcciones accidentales y quedándose con lo esencial del sistema.

En el año 1822 Comte formuló con toda claridad la ley de los tres estados y la consiguiente clasificación de las ciencias, que son los dos aspectos inseparables de su filosofía. Efectivamente, la humanidad, después de atravesar por un primer estado teológico, dominado espiritualmente por los sacerdotes y temporalmente por los militares, pasa al estado metafísico, donde los representantes espirituales son sobre todo los filósofos del siglo XVIII mientras que los legisladores tienen el poder temporal. En un estado definitivo el poder, o mejor, la capacidad intelectual pertenece a los científicos positivos, mientras que los técnicos aplican los objetivos de la ciencia a los fines útiles al hombre.

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Todos y cada uno de los conocimientos humanos, desde los más simples a los más complejos, atraviesan por esos tres estados, y su aparición en la historia sirve de criterio para la clasificación de las ciencias. La primera en abandonar su andamiaje teológico es la astronomía, luego la física, la química y en tiempos muy recientes la fisiología. Pero la enciclopedia no estará completa ni la humanidad habrá llegado a su momento final, hasta que una última ciencia, la sociología o física social no alcance el estado positivo.

De esta forma la física social es la primera y la última de las ciencias, que se cierran en círculo. La primera, porque de ella depende la ley de los tres estados y la clasificación gradual de cada conocimiento que pasa por sus tres momentos. La última, porque en la enciclopedia de Comte es la más compleja y la que exige el dominio de todas las demás. Quienes posean esta ciencia suprema, no sólo conocen el desarrollo de la civilización en el pasado, sino que serán capaces de prevenir y determinar el futuro de la especie humana.

Por su carácter definitivo la sociología da por terminado el desarrollo de las otras ciencias y se erige en saber absoluto. Sus representantes son al mismo tiempo científicos y auténticos sacerdotes, con sus dogmas intocables. No trata de potenciar, como su maestro, a los industriales, sino, primero y principalmente, de establecer un sistema de verdades definitivas, o como dirá mucho más tarde, un catecismo positivista.

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Poco después, las relaciones entre los dos filósofos tuvieron un brusco choque que terminó en una mezcla de tragedia y de comedia. El conde, con su eterno optimismo, había obtenido una ayuda financiera considerable de un poderoso industrial, Ternaux, comprometiéndose a publicar en una fecha fija una revista mensual de importancia decisiva. El artículo central del primer número estaba encargado precisamente a Augusto Comte pero su rigor y meticulosidad, que contrastaban con las improvisaciones de Saint Simon, le obligaron a alargar la redacción durante un tiempo considerable.

Cuando llegó la fecha prometida y anunciada de la publicación Saint Simon solicitó el artículo a su antiguo discípulo y se encontró con que prácticamente estaba sin comenzar, pues su redacción definitiva sería fruto de largas reflexiones y no una improvisación. El Conde, sin hacer ningún comentario, comprendió sin duda que un descendiente de Carlomagno no debía arrastrar deudas de honor, tomó un revólver y se disparó a la cabeza con tan mala o buena fortuna que ninguna de las siete balillas le afectó al cerebro, perdiendo sólo un ojo.

A los quince días disfrutaba de excelente salud y todavía pudo en los dos últimos años de su vida publicar en cuatro cuadernos otra revista, Catecismo de los industriales, y un año después el Nuevo cristianismo. La función de los dos ensayos es eminentemente negativa, intentando sustituir una vez más a los teólogos y los militares por los científicos y los industriales.

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En una de sus visitas a Juan Bautista Say ya en 1820, Saint Simon y Comte coincidieron con John Stuart Mill, un niño prodigio inglés de catorce años, que desde los cinco sabía griego, desde los nueve latín y álgebra y que podía entender y criticar los sistemas de pensamiento más complejos. James Mill, su padre, había organizado su educación, separándole de los otros estudiantes de su edad, enseñándole la literatura clásica y las ciencias naturales y alejándole de la metafísica, religión y poesía. El viaje a París fue su primera experiencia de libertad y el encuentro con el Conde y su discípulo tuvo una influencia decisiva sobre él.

El 1830 iba a ser decisivo para él. Formó parte de los primeros discípulos de Saint Simon, recientemente muerto, considerando que las nuevas ciencias y las técnicas correspondientes marcaban el comienzo de una nueva época de la humanidad. Conoció a una mujer extraordinaria, Harriet Taylor, con quien durante veinte años estuvo unido por una relación platónica y un mismo entusiasmo por la filosofía. Y desde ese mismo año hasta 1842 siguió con avidez el Curso, de Augusto Comte, desarrollado en seis volúmenes por el pensador francés.

Un año después –1843– publicó su Sistema de la Lógica, donde establecía el método de las ciencias naturales y donde todavía hacía los mayores elogios de Comte, al que consideraba «uno de los mayores pensadores europeos». Era su gran amigo y mantenía con él una abundante correspondencia. Como además por aquellos año estaba libre de sus frecuentes y periódicas crisis nerviosas, pudo consolar al fundador del positivismo y ayudarle económicamente en su situación de mayor necesidad, abandono y desaliento. Por iniciativa suya se abrió en Inglaterra una especie de suscripción pública entre los librepensadores, opuestos a la rancia conducta de los académicos franceses

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En 1852 Stuart Mill volvía desde las oficinas de la Compañía de Indias donde trabajaba de inspector hacía casi treinta años, a su casa de Blackhead Park. Un año antes se había casado con Harriet Taylor, poco después de la muerte de su marido. Actualmente los dos colaboraban en un Ensayo sobre la libertad del individuo y sobre la emancipación de las mujeres en medio del escándalo de una sociedad, muy poco acostumbrada a tales atrevimientos. Acababan de recibir los últimos trabajos de Comte, su Curso de Política positiva su catecismo, y su santoral laico.

—Estoy casi arrepentido –decía el filósofo– del homenaje que le dediqué en mi Lógica inmediatamente después de la terminación de su Curso. Cuando crea su religión de la humanidad deja a un lado al individuo con sus derechos y consagra una inquisición mucho más temible que la de todos los Estados y religiones del pasado. Y cuando elabora su ciencia positiva la convierte en un credo infalible, sin darse cuenta que la primera condición del progreso humano es precisamente su falibilidad, que le permite empujar a los saberes naturales hacia nuevos horizontes inexplorados. Eso sin contar con sus extravagancias sobre el culto, los sacerdotes, la organización del año santo y los demás detalles totalmente gratuitos de su utopía.

—Me extraña que no te hayas fijado en lo esencial –dijo Harriet Taylor– y casi no te lo perdono. Basta una ojeada al Catecismo para darse cuenta de que su sacerdote, el mismo Comte, sigue locamente enamorado de Clotilde de Vaux, siete años después de su muerte. Por eso el sentimiento que por encima de todos nos hace felices es, según él, el amor a los demás hombres, que tiene su premio en sí mismo, sin necesidad de ninguna sanción sobrenatural. Si escarbas un poco - nada más que un poco –entre todos los extraños adornos de su sistema, te darás cuenta de que son algo accidental, y por debajo de todo ello, todavía permanece un afecto puramente positivo, compatible con las cinco ciencias y las industrias y con la utilidad colectiva que proporcionan.

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Ese mismo año Stuart Mill preparó una nueva edición de los Principios de economía política, que por influencia de Harriet oscilaron desde un liberalismo radical hacia un socialismo moderado, algo que otro londinense, Karl Marx llamaba con su incorregible sentido del humor «filantropía». Los dos esposos seguían convencidos de que las leyes de producción eran tan naturales como la gravitación y en ese sentido no era posible forzarlas sin distorsionar la economía y –cosa mucho más grave– atentar contra la libertad del individuo.

Pero en cambio pensaban que las leyes de distribución sí pertenecen a la política y pueden ser efecto de la voluntad de los legisladores. Según una fórmula tan breve como contundente «en vez de socializar la producción era preciso socializar el producto» y eso, no a través de una revolución, sino de un proceso gradual. De esta forma, al lado de la ciencia, de la industria y de la ética utilitarista, el objeto de la economía era un socialismo moderado, que por su carácter posible, colectivamente útil y contemporizador pronto sería la doctrina oficial de la pragmática izquierda inglesa.

«Nuestro ideal del definitivo progreso –escribió más tarde Stuart Mill, hablando en nombre suyo y de su mujer– iba mucho más allá de la democracia, y nos clasificaba decididamente bajo la denominación general de socialistas. Considerábamos que el problema político del futuro consistía en unir la máxima libertad de acción individual con la propiedad común de todas las materias del globo y con la participación igual en los beneficios producidos por el trabajo colectivo.» Después de la muerte de Harriet Taylor en Avignon y de su patético luto de varios años, el filósofo ingresó en 1865 en la Cámara de los Comunes, y desde allí comenzó a predicar y poner en práctica el pensamiento radical, abriendo camino al laborismo fabiano.

 

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