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El Catoblepas, número 36, febrero 2005
  El Catoblepasnúmero 36 • febrero 2005 • página 2
Rasguños

Tratado o Constitución

Gustavo Bueno

Consideraciones en vísperas del referéndum en España del
«Tratado por el que se establece una Constitución para Europa»

Tratado por el que se establece una Constitución para EuropaTratado por el que se establece una Constitución para EuropaTratado por el que se establece una Constitución para EuropaTratado por el que se establece una Constitución para EuropaTratado por el que se establece una Constitución para Europa

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El «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», en torno al cual se celebra en España un referéndum el día 20 de febrero de 2005, está naturalmente siendo objeto de debates políticos –y, sobre todo, de propaganda partidista– en los últimas días (ni siquiera en las últimas semanas). No ha habido tiempo para más: es el primer referéndum que se lleva a cabo entre los veinticinco miembros de la UE. Una fecha precipitada, según muchos, como si hubiera estado calculada para evitar debates más amplios. En este rasguño, más que entrar en el debate político en torno a los artículos del texto, queremos atenernos a algunos aspectos de la «redacción» de estos artículos.

Sin duda, muchos considerarán que estos aspectos son meramente exteriores, formales, que no afectan al fondo de la cuestión; otros dirán que son «cuestiones semánticas» (y dicen esto porque, creyendo que el término «semántico» pertenece al vocabulario científico de vanguardia, se creen también liberados de decir «cuestión de palabras», expresión que les parecería muy vulgar y superficial). El mismo presidente del gobierno, señor Rodríguez Zapatero, dice a sus partidarios, en un acto celebrado el domingo 6 de febrero, que da por supuesto que la mayoría no ha leído el texto que va a someterse a referéndum, o que lo ha leído por encima; pero que esto no importa, porque de hecho el pueblo ya sabe de lo que se trata y lo que en realidad tiene que votar, puesto que tiene buen juicio, si vota el Sí.

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Sin embargo, las cuestiones que giran en torno a la «redacción» de los artículos del texto, las cuestiones de palabra, de lenguaje, o las cuestiones semánticas, si se prefiere, son, a nuestro entender, todo menos superficiales. En cierto modo son mucho más profundas que las cuestiones sobre los «contenidos» del articulado, porque desvelan su ideología y su verdadero alcance. Lo que sí es superficial es pretender que estamos ante cuestiones de palabras; porque las palabras no serían tales si no hubiese conceptos detrás de ellas. En consecuencia, el análisis de la «redacción del texto», cuando no es meramente gramatical, es en rigor un análisis de los conceptos y de las Ideas que actúan tras las palabras de un modo más o menos claro y distinto, o bien, de un modo más o menos oscuro o confuso. Mejor aún: de modo oscurantista y confusionario, cuando los redactores resultan ser oscuros o confusos, no tanto ya por torpeza o por negligencia, sino porque temen la claridad y la distinción, es decir, porque buscan la oscuridad y la confusión.

Esta es la razón principal por la cual en los mítines los partidarios del «sí con la boca grande» –los dirigentes socialistas sobre todo, que buscan congraciarse con Alemania y Francia, sus aliados ante la guerra del Irak– no entran en el debate. Simplemente dan por supuesto, como un axioma (como un dogma) que «Europa» es el único proyecto que puede darnos el bienestar y la seguridad; más aún: que «Europa» (sin necesidad siquiera de pensar en España) es un proyecto por sí mismo «hermoso e ilusionante» (sic). Se pide el Sí como opción indiscutible para cualquier ciudadano «progresista» y de «izquierdas». Este ciudadano –suponen los dirigentes socialdemócratas y algunos otros– no sólo es europeo («como lo es la derecha, aunque sea reaccionaria y aunque no lo quiera»), es también europeísta. Y con el término «europeísta» quiere darse a entender la visión de Europa como un proyecto sublime, hermoso e ilusionante, frente a la visión distante de Europa (distante ya sea por motivos históricos, o por motivos antropológicos o culturales). Sin embargo el verdadero significado práctico de este europeísmo no es ese. Europeísta es el que quiere integrarse en la Unión Europea (que, por cierto, no incluye a todos los países europeos); más aún, europeísta es quien quiere integrarse en la Unión incluso saltando por encima de los perjuicios que esa integración pudiera acarrear a España (perjuicios que el europeísta, si llega a reconocerlos, interpretará como pasajeros, como pequeños males necesarios).

Con esta estrategia se pide el principio que se quiere demostrar: que el es hermoso y beneficioso, al menos a largo plazo, a un plazo largo que el europeísta, dotado de ciencia media, finge ya conocer. El No, en cambio –supone el europeísta, aunque se declare demócrata (y decimos esto porque el más importante europeísta del siglo XX fue Adolfo Hitler)–, es catastrófico y regresivo, antiprogresista, reaccionario, intolerable. Y esto dicho cuando es evidente que un No mayoritario, si se diera, carecería de efectos apreciables, puesto que nada haría cambiar de momento nuestra situación: España continuaría dentro de las directrices de Maastricht y de Niza. El Tratado que establece la Constitución se paralizaría, y se daría opción a proyectar la construcción de otro mejor, al menos para España (aunque no fuera mejor para Alemania o para Francia). Pues lo que nos parece evidente es que el dejaría a los españoles peor de lo que estaban en Niza, es decir, nos haría perder la situación relativamente ventajosa en la que nos encontramos ahora todavía; por lo que, en cualquier caso, podría afirmarse que es prudente un No, aunque fuera a modo de interdicto, un No que no necesitaría ni siquiera estar orientado hacia la destrucción de la UE, sino a la paralización de su construcción en el sentido en el que se orienta el Proyecto, y que, nos parece, es perjudicial para España (en relación con Maastricht y Niza).

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El análisis de las palabras utilizadas por los redactores del texto que nos ocupa arroja resultados lamentables en lo que se refiere a la claridad y distinción de los conceptos o Ideas que tras esas palabras cabe descubrir. Sólo unas muestras para indicar por donde podría ir el análisis.

El texto contiene, en lugares importantes, es decir, no ocasionales o accidentales, términos tales como «solidaridad», «valor», «cultura», «herencia religiosa y humanística», «libertad de pensamiento y de conciencia». Estos términos –pertenecientes, por cierto, todos ellos, al vocabulario filosófico– se utilizan parenéticamente con una inequívoca intención normativa. Ahora bien, ¿hubiera sido mucho pedir a los redactores de un documento de tal trascendencia que se hubieran parado a analizar ellos mismos los términos que hemos citado u otros muchos de su escala? ¿O es que la ideología de los redactores ilumina con tal claridad esos términos que su resplandor cierra sus mentes –convirtiendo a los redactores en mentecatos– a la posibilidad misma del análisis?

Se le puede exigir a un «arquitecto de Europa» que haya penetrado un poco en la estructura de la Idea de Solidaridad, que sepa algo del origen de este término, desprendido por Pedro Leroux, a principios del siglo XIX, de su estirpe jurídica, para sustituir a los términos «caridad» y «fraternidad». Que sepa también que «solidaridad», como término utilizado sin parámetros, carece de sentido, porque encierra significados contradictorios; que sepa también que «solidaridad» no se opone a «insolidaridad», sino a otra solidaridad (la «solidaridad obrera» se opone a la «solidaridad patronal»). Que sepa que la solidaridad es siempre contra alguien (contra otras solidaridades), y por ello, que el término «solidaridad» puede tener a veces un sentido ético y utópico, otras veces un sentido moral o de grupo (la «solidaridad de los cuarenta ladrones») y otras veces un sentido político militar (por ejemplo la «cláusula de solidaridad» del artículo 329). La «solidaridad europea» debe ser definida contra terceros, porque si se toma en un sentido ético, estaríamos ante una mera redundancia de la Declaración de los Derechos Humanos. En resumen: cuando vemos a estos redactores víctimas del desconocimiento de la estructura de una Idea tan común como lo es la Idea de Solidaridad, la desconfianza que ellos nos provocan es muy grande. ¿O es que temen aclarar que la solidaridad de los europeos (de los europeístas) es una solidaridad contra terceros que no conviene nombrar? ¿Pero cuáles son estos terceros? ¿Los emigrantes islámicos, ortodoxos o hispanoamericanos? ¿Los yankis? ¿Los chinos? ¿O es que creen en la solidaridad de todos los hombres en el ámbito de una paz universal? Pero esta creencia, aunque fuese verdadera, sería metafísica, es decir, quedaría fuera de los horizontes de un documento político.

¿Y cuando hablan de «valores»? Hay que suponer que los redactores, que pertenecen a una elite de europeístas cultos (que habrán leído a Max Scheler o a Nikolai Hartmann) saben que los valores se oponen a otros valores; que los valores están en conflicto; que los valores son concretos y no abstractos: la «familia», en general, ¿es un valor o es un contravalor? Del artículo 69 parece desprenderse que es un valor. Pero si es un valor habrá que determinar si se trata de la familia monógama (en cuanto se opone a la familia polígama, o a la poliándrica, o a la homosexual). Pero los redactores no quieren entrar en detalles. Es decir, no dicen nada. Buscan la oscuridad y la confusión.

Y lo mismo ocurre con los valores religiosos. ¿Es que puede decirse hoy sin más que la religión es un valor? En todo caso, ¿de qué valores religiosos están hablando? ¿De los valores cristianos, de los judíos, de los islámicos, de los jainistas, de los budistas, de los brahmanistas? Hablar de la «herencia religiosa de Europa», ¿no es un puro acto oscurantista? ¿Creen los redactores que el genérico «herencia religiosa» resuelve prudentemente el conflicto entre los valores religiosos propios de las distintas confesiones? Pero no lo resuelve, porque se limita a ocultar este conflicto, o a dar por supuesto que la UE decidirá en su momento –una vez que los turcos, o los millones de inmigrantes musulmanes de Alemania, Francia, Inglaterra o España, reciban distributivamente la carta de ciudadanía europea– promover los valores islámicos, subvencionar la educación musulmana, la constitución de mezquitas y todo lo demás, y tanto en una orientación chiíta como en una orientación sunita. Como si la única forma de lograr evitar en un futuro próximo los conflictos entre los valores religiosos pudiera encontrarse en un lugar distinto al de aquel desde el cual pueda llegarse a la consideración de la religión como un contravalor. Y no sólo refiriéndonos a las religiones positivas (en el sentido de la alegoría de los tres anillos de Lessing) sino también a la misma «religión natural» (que es la que Lessing tenía en su cabeza, y que es compatible con el laicismo).

La redacción del texto hace pensar que el único valor europeo (europeísta) de cuasiconsenso es el euro, enfrentado con los otros valores de la bolsa de Francfort, de Wall Street o de Tokio. Efectivamente, los valores del euro son valores decisivos para la Unión Europea, cuyo núcleo, tal como fue creado por el Plan Marshall, fue siempre una unión aduanera, como lo sigue siendo, en la medida en que ésta unión aduanera es la garantía de una fuerte democracia de mercado pletórico, que hace posible un sostenible estado de bienestar, dentro del orden capitalista. Lo cual estará muy bien, pero no necesita envolverse con la Novena Sinfonía.

¿Y qué decir del artículo 70, que reconoce el derecho que toda persona tiene a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Quién es la Unión Europea para reconocer el derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Cómo podrá ser reconocido este derecho antes de que se garantice que existe ese pensamiento y esa conciencia? ¿Acaso un pensamiento, si es verdadero y científico, puede ser libre? El grado de ingenuidad de los redactores llega aquí hasta los máximos. ¿No les hubiera bastado, en efecto, con reconocer el derecho a la libertad de expresión del pensamiento, supuesto que exista?

Dirán los «europeístas» que estas fórmulas filosóficas tienen poca importancia. Pero, ¿por qué recurren a ellas? La respuesta es clara: porque no tienen más remedio. Pero, en todo caso, el modo que tienen de utilizar estas fórmulas es suficiente para hacernos desconfiar, por ingenuos, torpes, o demagogos, de los redactores.

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Pero vayamos a las palabras más técnicas, en el contexto de los europeístas, a las palabras «Tratado» y «Constitución», que figuran en el rótulo del texto que va a someterse a referéndum.

La distinción entre las palabras «Tratado» y «Constitución» no es una distinción meramente semántica, salvo que se habiliten conceptos genéricos ad hoc. Es una cuestión de conceptos bien definidos en el Derecho Internacional Público, que viene, desde hace más de un siglo, utilizando el término Tratado (o Convenio, o Acuerdo, o Concordato) para designar a los documentos de derecho internacional que establecen asociaciones, uniones o alianzas entre Estados soberanos, ya sean estas asociaciones meramente administrativas (como la Unión Postal Internacional), ya sean políticas (como la OTAN); y tanto si estas alianzas son organizadas, como si no lo son; tanto si se mantienen en un plano de igualdad o simetría, como si se mantienen en un plano de desigualdad o asimetría, como ocurre con los Protectorados. Porque los «europeístas», sobre todo si son socialdemócratas –que han propugnado siempre el principio de la Igualdad– debieran recordar en todo momento que cuando se habla de asimetría, se habla, aunque sea de un modo oscurantista, de desigualdad, porque la igualdad requiere simetría (además de transitividad y reflexividad). Por tanto, cuando se reconoce en Europa un federalismo asimétrico, de lo que se está hablando es de un reconocimiento de la desigualdad entre los Estados europeos.

También es de uso común el término «Constitución» para designar un documento de derecho interno a cada Estado soberano (y así diferenciamos Constituciones de Estatutos de Autonomía).

Dicho de otro modo: la diferencia entre Tratado y Constitución tiene que ver con el Estado, y por tanto, con la soberanía, en sentido político. Cuando las sociedades políticas suscriben un tratado es porque mantienen la soberanía de sus Estados; podrán estar suscribiendo un tratado de confederación, pero este Tratado no podrá tomarse por la Constitución de un Estado.

Una Confederación podrá transformarse en un Estado, pero un Tratado confederativo no puede transformarse en Constitución. La Confederación de las trece colonias comenzó a revisar el 17 de mayo de 1787, en una Convención bajo la presidencia de Washington, la Constitución de Estados Unidos de Norteamérica aprobada el 17 de septiembre de 1787. Cada Estado perdió su soberanía y, por supuesto, el derecho de veto. Algunos dicen que apareció de este modo un Estado federal; otros un Estado confederal. Pero estos dos conceptos no son propiamente estructurales, sino meras denominaciones extrínsecas tomadas de su origen, de su génesis.

El concepto mismo de Estado federal es contradictorio, si es que sugiere que el Estado federal es un «Estado de Estados», porque «Estado de Estados», como «Nación de Naciones», es una contradicción in terminis, muy fácil de decir con palabras, pero imposible de «pensar» por los ciudadanos, por mucha libertad de pensamiento que les concedan los redactores del Tratado-Constitución.

Cuando en la España de hoy algunos partidos políticos propugnan la transformación de la España de las Autonomías en un Estado federal, no saben propiamente lo que dicen, o no quieren saberlo, porque el «Estado federal español» sería como el decaedro regular. Estado federal español o bien designa a una confederación eventual de los diecisiete Estados soberanos resultantes de una previa balcanización de España –que jamás podría conseguirse por vía jurídica, constitucional–, reunidos después en una Confederación como Estados libres asociados unos con otros; o bien significaría sólo un nombre para designar a un Estado español muy descentralizado, como el presente.

¿Cómo se las arreglarán los «europeístas», que no tienen claro –o que no han logrado consenso– si lo que quieren es una confederación de Estados europeos (manteniendo cada cual su soberanía) o unos Estados Unidos de Europa, a la manera de los Estados Unidos de Norteamérica, es decir, un Estado europeo? Un Estado que obligaría, por supuesto, a dimitir a los Jefes de Estado actuales, incluidos el Rey de España, la Reina de Inglaterra y demás monarquías reinantes descendientes del «suegro de Europa»). Un Estado europeo, como sujeto, en cuanto tal Estado (no en cuanto asociación), debe tener un asiento en la Asamblea General de las Naciones Unidas que sustituya a las veinticinco sillas actuales.

Procediendo como si fuera posible componer los términos Tratado y Constitución, los redactores introducen una fórmula oscurantista y confusionaria: «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa.» Como si un geómetra que sabe que no puede construir un decaedro regular dijera: «Proyecto imposible de construcción de un decaedro regular.»

Un Tratado no puede conducir a una Constitución, salvo que el Tratado conviniese, contando con el asenso de los ciudadanos, en un proceso simultáneo de disolución de todos los Estados en cuanto tales, contemplando la reunión inmediata de todos los ciudadanos en una sola ciudadanía (la europea) capaz de dar lugar a un cuerpo electoral europeo, y a que un Parlamento constituyente redactase una Constitución europea, que ulteriormente recibiese el refrendo de todos los ciudadanos, &c.

Dicen algunos europeístas que lo que ocurre es que las «antiguas» o «arcaicas» distinciones entre Confederaciones, Federaciones y Estados federales están ya superadas por el Tratado-Constitución de la Unión Europea. Y esto debido a que la Unión Europea piensa constituirse mediante el procedimiento de «ceder cada Estado una parte de su soberanía» que sería transferida a la Unión. Estaríamos así en situación de soberanía compartida, que no sería ni la de una Confederación ni la de un Estado federal. Otra vez meras retahílas de palabras. Porque no hay «cesión de soberanía». La soberanía no puede cederse, y no cabe confundir cesión de soberanía con delegación o préstamo de funciones, más o menos sustantivas, pero que siempre pueden recuperarse. Uno de los artículos más importantes del texto que analizamos es el que establece que cada Estado miembro puede retirarse de la Unión (artículo 60). Por tanto, puede recuperar sus préstamos, lo que sería imposible si los hubiera cedido. En cuanto a la soberanía compartida: nada tiene que ver con la pérdida de soberanía, puesto que este compartimiento es un modo de ejercerse la soberanía a través de sus órganos.

Pero el «Tratado para la Constitución» disimula su condición de baciyelmo cubriéndolo de instituciones aparentemente propias de un Estado democrático: un Parlamento, un Consejo, una Comisión, un Tribunal de Justicia... y unas elecciones. Pero se trata de un Parlamento democrático de papel, de un Consejo ejecutivo de papel, &c.

En efecto: el Parlamento no está constituido por los representantes de los ciudadanos europeos en cuanto tales, sino en la medida en que ellos están enclasados según sus respectivos Estados. Los parlamentarios representan a los Estados (ni siquiera a los partidos políticos), es decir, son parlamentarios españoles, alemanes o franceses: no son «europeos». Si se quiere, son antes españoles, franceses o alemanes que europeos, y no, en el momento de votar, europeos antes que alemanes, franceses o españoles. De aquí que el peso de cada ciudadano, en el sistema de las dobles mayorías, sea distinto según el Estado al que pertenezca. Por ello el Parlamento europeo no es democrático, ni siquiera procedimentalmente. Tan sólo es democrático si se atiende a la mecánica de las urnas, pero no a la Ley electoral. Y otro tanto se diga del Presidente de la Comisión, que tampoco es elegido por los ciudadanos europeos.

La desatención a estas distinciones entre Tratado (de una confederación) y Constitución (de un Estado) hace que muchas críticas que se dirigen contra el proyecto –sobre todo, las que proceden de Izquierda Unida– resulten desajustadas o sean «injustas». «El proyecto deja de lado el derecho al trabajo, el pleno empleo, la seguridad social...», se objeta. Sin duda, pero ¿cómo podía exigírsele a un Tratado estos objetivos, que serían propios de una Constitución, pero no de un Tratado?

 

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