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El Catoblepas, número 36, febrero 2005
  El Catoblepasnúmero 36 • febrero 2005 • página 4
Los días terrenales

El Leviatán innombrado & De linchamientos

Carlos San Juan Victoria
Alberto Schneider

En los siguientes ensayos, se expone desde las perspectivas estructural y coyuntural, la dialéctica interna de la compleja realidad mexicana del presente

El Leviatán innombrado
Presidencialismo y democracia en los últimos veinte años en México (1982-2004)

Carlos San Juan Victoria

Todo esfuerzo de pensamiento consiste
en pensar la experiencia.

Simone Weil

Como muchos países en el mundo, México vivió una transformación de su vida política en los últimos treinta años del siglo XX. De 1977, año en que se inició la reforma política, a la fecha hay más de 25 años en los que el Leviatán surgido de una revolución social, con una cuidada anatomía donde sobresalían los relieves del Ejecutivo fuerte, de un partido aplastante, que no único, y la argamasa de una sociedad organizada en corporaciones y redes clientelares; parecía entrar a un viraje mundial hacia regímenes políticos de competencia y alternancia electoral. De manera reticente y a cuenta gotas, se fue abriendo paso la competencia partidaria, el sufragio efectivo, cierta división de poderes y una sociedad más plural y abierta. Su cambio fue parte de un torbellino mundial que hizo semejantes en el último cuarto de siglo a regímenes políticos diversos, igualándolos como democracias electorales, algunos con pasados nacional populares, otros de raigambre democrática pero con bienestar social y finalmente algunos más con la marca del socialismo real. En 25 años arrojó un saldo de 113 países con procedimientos electorales renovados, con ello aumentó a 120 el universo de los Estados que se consideran democráticos, de un total de 190. (Carrillo Flores, 2001, pág. 1) El sólido organismo político mexicano, el mas viejo y resistente en el mundo, pareció sucumbir al fin en un proceso largo, sin grandes derrumbes, de manera gradual, casi como mutación biológica, para dar paso a un régimen democrático, según se empezó a entender desde los años ochenta a esta vieja palabra griega, que entre 1929 y 1970 tuvo además otros significados y como plazas fuertes a las llamadas sociedades del Welfare State.

La mutación democrática

En efecto, la tercera ola democrática en los setenta traía una importante transformación en su sentido. (Nun José, 2001, págs. 30-31.)

«Explícita o implícitamente, las denominadas transiciones a la democracia que ocurrieron en nuestros países en las dos últimas décadas han estado muy influidas por la conceptualización que hizo Schumpeter de la democracia como método. Su sencillez y su realismo parecían resolver cualquier duda tanto en el plano teórico como en el plano práctico, especialmente para aquellos que procuraban distanciarse lo más posible de anteriores fervores revolucionarios. (...) La competencia entre dirigentes y las elecciones periódicas son y deben ser los ejes del sistema y todo lo que importa es que, a través del voto, el pueblo autorice cada tantos años a quienes se encargarán de decidir por él.»

Pero no sólo se trataba de un cambio semántico, sino de una callada y aún no consignada lucha frontal entre esta concepción de democracia y las democracias plurales, diversas, en ocasiones autoritarias, surgidas entre la crisis de 1929 y declinantes en las crisis de los años setenta del siglo pasado; pero que tenían un referente que faltaría en las nuevas: una masa de derechos e instituciones, de actores y de relaciones de fuerza; en ocasiones selectivos, en otras incluyentes, orientadas al bienestar y al desarrollo interno de las naciones. México se ubica en esos casos, con una fachada formal democrática que encubría sólidas coaliciones sociales cobijadas por un Presidente fuerte, pero también por derechos sociales constitucionales, redes de instituciones y gasto público; teñidos de corporativismo y exclusión, junto al fomento oligárquico, en incubadora proteccionista, de una poderosa clase empresarial.

Había otro rasgo de ese flujo mundial dominante en el fin del siglo XX: una visión común de un tiempo lineal, evolutivo y por fases, especie de destino implacable que arrojaba en oleadas sucesivas a las naciones hacia la estación ultima de ese viaje: mercados libres, democracias como procedimientos para elegir gobernantes y Estados mínimos que tutelan a los segmentos «locales» con potencial globalizador. No sin cierta ironía, el fin de siglo que dice ver la operación poderosa de la mano invisible del mercado, tiene a la vez un amplio inventario de formas de intervención en el modelado homogéneo de las naciones viables que se concibe como «oleadas» en la política y como «generaciones de reformas» en la economía. Para esta visión el futuro ya está escrito.

La narrativa dominante mexicana

Las claves intelectuales mexicanas que abordan el proceso político reciente son tributarias de ese flujo del mundo. Ven a la peculiar transformación mexicana con los lentes homogéneos de la transición: el apego a una ruta universal de fractura de regímenes autoritarios sea por rupturas o pactos, la formación de nuevas coaliciones que pasan por momentos fundacionales hasta la instauración de la democracia concebida como «reglas del juego» universales que distribuyen un poder antes concentrado, y donde los «actores» principales de esas reglas, los partidos políticos representantes de la ciudadanía electoral, acuerdan nuevas reglas y diseños institucionales. Al respecto dos autores significativos y atentos de estos procesos (Cordera Campos y Sánchez Rebollar, 2001, págs. 485-486) dicen:

«Por fin, los actores responsables de dar cuerpo al drama democrático al que ha entrado el país se asumen como tales, y se aprestan a tomar el toro del gobierno del Estado, como lo requiere el sistema político que emerge de la alternancia y del desgaste del régimen que nos heredó la revolución (...) mediante una política del acuerdo que requiere actores formales y legitimados por el voto ciudadano, para respetar la clave democrática que se considera central en la nueva época. No hay algo que, en dicha perspectiva, pueda sustituir a los partidos políticos.»

Su peculiaridad «mexicana», se dice, es una variante pequeña del mismo proceso: la transición fue votada, no ocurrió por el derrumbe de las coaliciones que sostenían al autoritarismo. (Merino, Mauricio, 2003) La visión de su momento actual, es sin embargo polémica y muestra tres tendencias. Una, electoral y de alternancia, que da por concluida la transición y que concibe a la democracia como reglas mínimas para la alternancia y la distribución del poder. Es la visión dominante y que se ha expresado, entre otros, en los trabajos del Instituto de Estudios para la Transición Democrática. (Salazar Luis, 2001) La segunda es la de reconocer una nueva fase de la transición, la de la consolidación de las instituciones democráticas, donde el tema central es la reforma institucional del Estado, que reconoce avances, la existencia de consensos previos pero advierte que el 2000 es apenas el inicio de un rediseño de instituciones y de nuevos pactos entre la clase política. (Comisión de Estudios para la Reforma del Estado) Es también versión oficial e intelectual que aparece en el Plan Nacional de Desarrollo 2000-2006 como «nueva fase de la transición» centrada en la consolidación democrática. (PND 2000-2006). Una tercera, de bloque histórico que liga la reforma del Estado imprescindible con un sustento de alianza o de pacto social que resignifique al proyecto de Nación. (Borja, 2003)

A pesar de sus variantes, todas comparten una idea «autónoma» de la política, donde sus cambios ocurren al margen de las tendencias sociales y económicas de la globalización y de la sociedad nacional; una visión «horizontal» de ciudadanos y nuevos actores y culturas políticas que en el diálogo racional establecen las reglas de la polis, y con ello se desaparecen las relaciones de poder que son la entraña misma del Leviatán. Es un coro de voces que crea una «narrativa» donde esos 25 años son testigos de una saga social que termina por desarmar el complejo rompecabezas del «autoritarismo» mexicano. Con ello rescatan y legitiman luchas sociales intensas pero a la vez legitiman y ocultan la naturaleza del poder que emerge con el nuevo régimen político, en nombre de una polis imaginada, horizontal, deliberativa y ciudadana.

La crítica a esa narrativa

En estas líneas se propone otra forma de ver (casi) lo mismo. Lo nuevo surge, sin duda, pero montado sobre lo viejo. Por un lado está la acción de los procesos que «crean lo nuevo», y en ese sentido, transforman la política mexicana. Por el otro, el modo en que esa capa de modernidad política se monta sobre el poderoso organismo político, cultural y social creado de manera intensa en el periodo del llamado «desarrollo estabilizador», (1952-1970) donde «lo nuevo» encuentra no sólo puntos de conflicto y lucha contra «lo viejo» sino también extrañas formas de cohabitación. De ahí surgió un Leviatán con mayores espacios democráticos pero con fuertes reflejos autoritarios y que por facilidad de la época se asumió democrático, pero que en realidad carece de nombre, aún falta por pensar su compleja experiencia.

También hay otro punto de diálogo fuerte con esa narrativa dominante. La política se hizo en esos 25 años más compleja, multiplicó los espacios de lucha y de equilibrio entre intereses, modificó su ingeniería institucional, e implantó concepciones teóricas democráticas y un liberalismo pleno fundado en el individuo y sus libertades. Uno de los afluentes que nutren esa complejidad es el crecimiento de la pluralidad y de los fenómenos de movilización social, de diversificación de elites y de «politización» de muchas instituciones públicas, desde los municipios hasta los congresos. Pero hay otro afluente enérgico, el de los grupos de poder y de los aparatos de dominación, que requirieron de una enorme concentración de fuerza para modificar el curso y la anatomía de la sociedad mexicana surgida en la posguerra. Es una masa de cambios que afectan a la economía, al cambio de valores hacia el mercado y la eficacia empresarial, la reconstrucción de jerarquías y la acentuación de desigualdades históricas, geográficas y sociales. Esas coordenadas de fuerza no borran, sino que contribuyen a hacer más complejo al mapa de la política.

Estas dos tendencias, una de pluralidad y otra de concentración de poder; con sus problemas y desencuentros, sacan a flote rasgos decisivos del pasado y del presente. Para comprender la desazón del presente se requiere mirar al pasado, reconstruir al proceso global de las transformaciones, y sobre todo atreverse a nombrar la propia experiencia, a dar un nombre a ese extraño matrimonio entre Presidencia y democracia representativa. A pinceladas se revisan tres fases: la de 1983 a 1993, cuando se erige y consolida esa nueva orientación de la sociedad nacional, y en su seno, se transforma la política. Luego se revisa el tramo de 1994 al 2000, donde poco a poco se traba su paso rápido y aumentan sus contradicciones y resistencias; y finalmente del 2000 a la fecha, donde se desnuda la naturaleza de su crisis.

En contrapunto a la narrativa dominante, se trata de pensar la experiencia sin reducirla a los modelos y a los sentidos predeterminados por las teorías en boga. De ahí surge una hipótesis: mas que «completar» una transición standard, aparecen los primeros síntomas críticos de un peculiar Leviatán donde cohabitaron el Presidencialismo como aliado global y la democracia rediseñada según el nuevo sentido globalizador. En lugar de construir la polis imaginada: horizontal, de diálogo y de consenso, inicia la crisis de los mecanismos de regulación y control de una peculiar estructura de poder profundamente oligárquica que se formó en el imaginado viaje a la transición democrática. No se llega al puerto prometido. En medio de la tormenta la tripulación descubre que, como intuía Cavafis en su poema Itaca, el viaje es la meta. Esta crisis es algo más que política e institucional, es a la vez el cuestionamiento de un sistema hegemónico, es decir, de una orientación del conjunto de la sociedad nacional, de un rediseño total de su economía, su sociedad y su política.

De la modernidad centralizada a la espuma global anglosajona

Entre 1983 y 1994 coincidieron la lenta formación de un régimen de partidos competitivo, una callada transformación del Estado mexicano y la aplicación de la primera generación de reformas estructurales. En un riguroso análisis de las reformas económicas en México, Fernando Clavijo y Susana Valdivieso (2000, pág. 87) señalan 5 ámbitos: el saneamiento fiscal, la estabilización macroeconómica, la liberación del comercio exterior, la desregulación y la liberación financiera interna y externa.

Sin embargo, como un efecto de poder, esta coincidencia fue también un desfase: primero cambió la economía, sólo después y a cuenta gotas, se reconoció a la pluralidad política. Conviene retener algunos de sus rasgos.

El «antiguo régimen» mexicano fue en realidad una coalición modernizadora que tuvo un eje autoritario: el Ejecutivo fuerte. Ahí convivió un desarrollismo empresarial, un keynesianismo de fomento y desarrollo nacional y una dimensión nacional popular que cobijó a los segmentos organizados y corporativos de las clases populares. Si tres décadas lo formaron y consolidaron (1940-1970) en una (1971-1982) se vivió su crisis y la polarización de sus dos tendencias básicas: la empresarial y la nacional popular según la describieron en un magistral texto Tello y Cordera (1981).

A partir de 1983 esta polarización y la crisis global en que estaba inscrita se empezó a resolver de otra manera: iniciaron olas reformistas que adecuaron el desarrollismo a la economía abierta y que rompieron con las otras dos dimensiones. De 1983 a la fecha entramos a otro periodo de la historia reciente, dominado por la ofensiva de una modernización integrada crecientemente a EUA, que se enfrentó, usó selectivamente y desplazó en otros casos a la modernidad centralizada y corporativa construida hasta entonces. Pero para hacerlo se mantuvieron varias tradiciones del «antiguo régimen»: un Presidencialismo feroz, la creciente orientación de los recursos públicos para relanzar burguesías ahora exportadoras y financieras y el fomento y control de una pluralidad política usada como legitimación del orden de las cosas.

El tránsito de la modernidad centralizada, corporativa y cerrada hacia una modernidad integrada al imperio norteamericano, democrática y abierta, estuvo marcada entonces por dos tendencias, una que concentraba poder, otra que empujaba una pluralidad política. Por un lado estaba la tendencia de imponer desde el Ejecutivo fuerte una nueva orientación. Las políticas de ajuste y estabilización, las privatizaciones de los bienes públicos, incluida la recién nacionalizada banca, las aperturas del mercado y la formación de un sector exportador requirió de una extrema concentración del poder en el Ejecutivo Federal, para lograr el control de instituciones estratégicas, la adecuación de marcos legales como la Constitución e instituciones clave como el Congreso, la creación a posteriori de coaliciones sociales, mediáticas y políticas favorables y un blindaje ideológico que diera una ventaja conceptual donde el rumbo impuesto era el único posible y las oposiciones y resistencias parte de un pasado que se negaba a morir.

Pero a la vez estaba la otra tendencia: la de un torrente social, con coaliciones plurales y con hegemonía ora empresarial, en otras popular, marcado por el conflicto y la ruptura contra el monopolio de la representación política y que impuso poco a poco el reconocimiento de su pluralidad. Pluralidad y concentración del poder, presidencialismo y construcción de un sistema de partidos competitivo, fuerzas centrípetas y centrífugas, todo ello se combinó de manera incierta y cambiante para fabricar el nuevo rostro del Leviatán mexicano.

La pirámide del poder construida desde Miguel Alemán (Presidente de México, 1946-1951), el predominio del ejecutivo fuerte sobre los otros dos poderes y el partido oficial, cuya crónica magistral inició con el trabajo de Luis Medina (1979) fue «tomada» desde adentro y sin destruirla, en ámbitos estratégicos del Ejecutivo Federal, (Hacienda, Programación y Presupuesto, Banco de México). De ahí fue expulsada toda una generación de funcionarios keynesianos y nacionalistas, pero se retuvo y se fortaleció a la tradición desarrollista que encabezaba Antonio Ortiz Mena{1}. La compleja trama de la gobernabilidad (Gobernación, negociaciones sociales, gasto social) se tejió con los grupos más afines de las abigarradas coaliciones políticas. Se trataba de confrontar las inercias de una economía y sociedad cerrada, resolver la polarización creciente entre corporaciones obreras y empresariales y aplicar los programas de ajuste y estabilización recomendados por los nuevos poderes de la globalización.

El primer círculo de las decisiones en épocas de globalización

De entonces a la fecha el pistón de la política mexicana se transformó. Asoció la concentración de atribuciones en el Presidente y su control tradicional sobre los otros poderes con la globalización. El núcleo central de las decisiones nacionales quedaba en la cúpula del Ejecutivo pero ahora asociado a las directrices norteamericanas sobre la nueva fase de globalización. En efecto, su monopolio sobre la política hacendaria, monetaria, bancaria y en las relaciones exteriores se entretejió primero con los programas de ajuste desde 1983, y a partir de 1990 con el Consenso de Washington y sus reformas estructurales. (Lora y Panizza (2002, pág. 8)

«En 1990, un grupo de ministros de finanzas y economía de América Latina se reunió con expertos en desarrollo y académicos en una conferencia organizada por el Instituto de Economía Internacional en Washington, D.C. En un influyente artículo publicado como secuela de la conferencia, John Williamson (1990) señaló que los participantes del evento habían logrado un consenso sustancial en cuanto a cierto paquete de estrategias de reforma económica.
Las autoridades económicas latinoamericanas adoptaron con entusiasmo el Consenso de Washington y la región fue escenario, en la década de 1990, de una oleada de reformas estructurales sin precedentes. Si bien tales reformas tuvieron un éxito resonante en cuanto se refiere a controlar la inflación, reducir los déficits gubernamentales y atraer inversiones extranjeras directas, los resultados fueron más desalentadores en lo referente al crecimiento económico, la reducción de la pobreza y el mejoramiento de las condiciones sociales.
Este paquete, que Williamson denominó «Consenso de Washington», contiene los diez puntos siguientes:
• Disciplina fiscal;
• Más gasto público destinado a educación y salud;
• Reforma fiscal;
• Tasas de interés determinadas por el mercado;
• Tasas de cambio competitivas;
• Políticas de libertad comercial;
• Apertura a la inversión extranjera directa;
• Privatización;
• Desregulación; y
• Respeto a los derechos de propiedad;
En otras palabras son las «generaciones» ortodoxas de las reformas estructurales.

Con ello las grandes decisiones sobre la orientación del país quedaban expropiadas del proceso de construcción de la democracia y, en fechas posteriores, se pretende que su funcionamiento «normalizado» avale sin procedimiento de negociación y consulta alguno a estas mismas decisiones. (Osorio, Jaime, 1997, pág. 18)

La marcha plural por la pequeña política

Pero a la vez que ocurría esta concentración de poder en áreas decisivas de la «gran política», las coaliciones opositoras encontraban un campo fértil para acumular fuerzas en los procesos descentralizadores, federativos, de participación social y ciudadana y de conquista de gobiernos municipales. Fue la conquista de la «pequeña política», a través de la lucha organizada y el conflicto, en una larga marcha que va de la periferia al centro, de regiones del norte y del sur hacia el centro político, la ciudad de México.

Ayudó a eso el curso reticente pero sostenido de la reforma política, que si bien inició en 1977, tuvo tres reformas con Salinas de Gortari (Presidente de México, 1988-1994) y una final con Zedillo (Presidente de México, 1994-2000) en 1996. En un ascenso acompasado pero sostenido todos los niveles y jurisdicciones de los puestos de representación popular empezaron a teñirse con los varios tonos de la pluralidad política, desde los más bajos como las diputaciones locales o las presidencias municipales, hasta las gubernaturas, y se rehabilitaban poderes y niveles de gobierno hasta entonces supeditados al poder de la coalición cobijada por la Presidencia.

El brillo y prestigio de esa marcha plural desdibujó e hizo opaca a la nueva concentración del poder. Esa palanca unitaria de poder luchó, convivió, y en ocasiones controló a la otra dirección de la transformación, al torrente marcado por el conflicto y la ruptura que lentamente fue expandiendo la pluralidad en el cuerpo del Leviatán. El secreto de la convivencia entre pluralidad y concentración era la rigurosa división entre gran política y pequeña política. El reto del poder consistía en controlar la pluralidad que pudiese afectar su monopolio, el reto de las oposiciones preocupadas por el rumbo de la nación; penetrar en él.

Cambios sin perder coaliciones

El principal instrumento de la herencia autoritaria mexicana, el Ejecutivo fuerte, se convirtió en el eje de disciplina y negociación al interior del PRI (Partido Revolucionario Institucional) con la masa de intereses y coaliciones más poderosas del país que ahí seguían cohabitando. Por un lado se promovió a una clase política que hasta ahora sigue en los primeros planos del escenario institucional (financieros salidos del Banco de México, políticos «operadores» de las elecciones controladas, liderazgos sociales afines impulsados a las cúpulas corporativas como ocurrió en el SNTE –Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación–). Por el otro y después del desaseo de operación política de Miguel de la Madrid (Presidente de México, 1982-1988), Salinas de Gortari echó a andar un sistema de operación, por decirlo de alguna manera (presupuestos, concesiones, chantaje y presión judicial) que cohesionó a las diversas coaliciones de poder del PRI y a los gobernadores, a esas masas de intereses personales y de grupo acostumbradas a obedecer a cambio de preservar intereses y vías de ascenso político; pero en una lógica de dominio que acumuló saldos de agravios, desplazamientos y traiciones. La renovación en los puestos de representación popular (gobernadores, diputados, sucesión presidencial), todo el ciclo electoral, quedó férreamente controlado desde la Presidencia para favorecer una coalición política a favor de los nuevos tiempos (y negocios). Pero la gran novedad en este reciclamiento de tradiciones es que el binomio Ejecutivo-partido oficial seguía funcionado como bisagra ente la nueva ruta de mercado y muy diversas fuerzas amenazadas por esa apertura (empresarios, obreros y campesinos), pero indispensables para la gobernabilidad, en una dinámica de negociación, de reconversión pero también de depuración y de fractura, que hizo avanzar las reformas estructurales aunque de manera lenta e incompleta. De ahí que Lora y Panizza (2002, pág. 8) recuerden que:

Los cinco países más atrasados en el proceso de reformas son (empezando por el peor) Uruguay, México, Venezuela, Ecuador y Costa Rica, con índices que se sitúan entre 0,48 y 0,55. Sin embargo, también en este grupo de países hay avances notables con respecto a la situación inicial y todos ellos alcanzan niveles superiores al promedio de la región al comienzo del período

Reguladores de la pluralidad

La formación de un sistema político representativo y de competencia, tanto en partidos como en el Congreso, se fraguó en la tensión permanente entre la pluralidad en avance y formas renovadas de control: desde la represión contra el PRD (Partido de la Revolución Democrática, organización que en 1988 agrupa a todas las corrientes de la izquierda política mexicana en torno de la figura de Cuauhtémoc Cárdenas) hasta la negociación con el PAN (Partido Acción Nacional, organización de orientación católica y empresarial que nace en 1939 frente a la radicalización de la política de Lázaro Cárdenas tras haber nacionalizado el petróleo, en 1938). Después del trauma (para las nuevas elites gobernantes) de la insurgencia electoral de 1988 se hizo el trazo estratégico de un candado para hacer coincidir los avances graduales de la pluralidad con la conservación del poder en la «gran política». De ahí nació en fiel reflejo de la política norteamericana la forja del bipartidismo como mayoría dirigente. Para tal fin, la mano del Presidente no vaciló en intervenir en la vida interna de los partidos, que en el caso del PAN fue decisiva para fomentar liderazgos afines. Había además coincidencias programáticas de reducción del estado, de mercado y democracia electoral, pero sobre todo coaliciones sociales y políticas (ciudades emergentes, regiones del norte y del centro occidente, el poderoso Monterrey empresarial –capital del estado norteño de Nuevo León, uno de los núcleos económicos más dinámicos de México y sede de la mayor parte de las grandes empresas mexicanas–) que coincidían en una nueva ruta nacional, cada vez más empresarial, de mercado, integrada al poderoso mercado norteamericano y sin los resabios igualitarios de la primera revolución social del mundo.

La versión mexicana de un «compromiso histórico» entre el PRI y el PAN partió de la enorme ventaja gubernamental y electoral del PRI que a cambio de una nueva mayoría bipartidista que modificara hasta la Constitución reconoció y en ocasiones (Guanajuato) promovió una ruta de paulatino fortalecimiento electoral del nuevo socio. El bipartidismo demostró capacidad para formar una mayoría y otorgar legalidad y cierta legitimidad a una parte sustantiva de la primera generación de reformas estructurales que se hizo a su amparo. Pero a su vez, no dejó de impulsar una mayor apertura a la competencia electoral, que coincidió con la presión internacional expresada en la recomendación de la CIDH de la OEA (1991) para reformar el sistema electoral, las luchas civiles y ciudadanas locales y nacionales que finalmente produjeron tres reformas electorales durante el salinato.

El clímax de estas jornadas reformistas se hizo cuando una presión social y política, catalizada por la rebelión zapatista y la crisis económica de 1995, produjo la reforma electoral más avanzada con autonomía institucional de sus órganos en 1996. El entorno del bipartidismo cambió en dos sentidos: por un lado la consolidación de un régimen electoral hizo altamente costoso el método, por decirlo de alguna manera, de prometer bienestar social en campañas y aplicar políticas que producen desigualdad como gobierno. Por el otro, el desgaste del gobierno y de su partido al seguir de manera inflexible esa ruta, fue capitalizado en parte por su socio. De asociación controlada sobre un PAN minoritario, se pasó a la lucha declarada por la pieza clave del sistema político mexicano: el Ejecutivo Federal, y con ello la fórmula de la estabilidad pasó a ser un foco de fragilidad, conflicto e incertidumbre.

El avance en cierta división de poderes y en la pluralidad política presente en el Congreso Federal se acompañó de formas de relación y negociación entre el Ejecutivo y el poder legislativo en áreas clave. En particular los asuntos económicos ensayaron desde 1983 el uso de «burbujas» para procesar decisiones, donde el estado mayor de Hacienda se reunía con los estados mayores de las Comisiones legislativas, de 1983 a 1989 con la mayoría aplastante de la fracción parlamentaria del PRI; de 1989 a 1994 con el respaldo de la nueva mayoría aplastante formada por el PRI y el PAN tanto para lograr reformas constitucionales, aprobar presupuestos; y, entre 1995 y el 2000, para lograr los rescates empresariales y financieros con dineros públicos. En 1997 esta forma de operación perdió su garantía interna: la mayoría parlamentaria del PRI. En el 2000 perdió su garantía externa: el autoritarismo presidencial como cabeza dirigente y cohesionadora de la primera mayoría parlamentaria, el PRI.

La casa grande que se hizo chica

El nuevo Leviatán requería de formar a los sujetos de una polis distinta a la pretérita, y ello quería decir dos cosas: una nueva «casa» de la política y personajes distinguidos que la habitaran. En relación a la nueva casa, parecía una ampliación; en realidad era una reducción. La nebulosa nata de intereses, vinculaciones y negociaciones que acompañaban al Ejecutivo se depuró en un sistema representativo monopolizado por los partidos y el Congreso. Sus habitantes serían una «nueva» clase política; en realidad un híbrido de dinosauros y tigres dientes de sable con boy scouts de la política. Junto a los destacamentos «históricos» del priísmo y el panismo, se agregarían nuevas camadas empresariales y de gerentes, de funcionarios públicos en ámbitos administrativos y financieros, de dirigentes sociales y de profesionistas sin mayor pasado político en el ámbito de las instituciones de gobierno. Su expansión se acompañó de poderosos mecanismos que le formaron un espíritu de cuerpo: desde la profesionalización y la estabilidad creciente de las carreras políticas, el uso de presupuestos públicos abundantes hacia el sistema de partidos y el Congreso, la formación de un mercado político donde se acepta el intercambio de intereses individuales y de grupo de manera pragmática y sin transparencia, la penetración de grandes intereses privados en el financiamiento de campañas y en la «adopción» de jóvenes promesas de la política, y visiones cada vez más compartidas de los «grandes problemas nacionales» que llevaron en el año 2003 a que todas las fracciones consideraran de «interés nacional» un paquete de reformas estructurales no consensuadas y que fueron negadas por las plataformas electorales del bipartidismo tres años antes, cuando buscaban la Presidencia de la república. Pero a la vez que se consolida y legitima al nuevo «sujeto», se le autonomiza de la acción social y en un regreso al siglo XIX, el «pueblo» organizado y reconocido por los regímenes de la revolución mexicana, se convierte en un populacho gritón, carente de todo valor simbólico en el espacio de la política profesional, que con marchas, caballos y machetes se opone de manera brutal a la marcha de la nueva polis. La nueva política se reconcentra de cara a lo social, no le interesa representar la pluralidad social y con ello carga déficits para captar y desahogar las presiones sociales. Pero además esta autonomía de la política y de los políticos profesionales se convierte en otro foco de inestabilidad por sí misma. Se hace cada vez más un mercado político desnudo sin mayor ideología, con el predominio de los intereses personales, de grupo o de coaliciones inmediatas de intereses. Su carga facciosa, inestable y disgregadora anuncia un nuevo riesgo para la vida política.

La nueva política reconcentrada

La ciudadanía civil y política –acosada y deformada por la cooptación corporativa y clientelar– es convertida de manera paulatina y en respuesta a presiones sociales, en el eje visible y publicitado, aunque incompleto y fragmentado, para transformar a ciudadanos «imaginarios» en ciudadanos reales, siempre acotados a ejercer sus derechos en campos específicos, de preferencia electorales. A la vez, y en contra del orden institucional y legal vigente (Constitución, convenios internacionales aceptados), se acentúa la fragmentación de las ciudadanías integrales y, de manera especial, se desmantelan derechos, instituciones y presupuestos relacionados con los derechos económicos, sociales y culturales. La convivencia entre ciudadanías plenas reconocidas en todo discurso político y la aplicación de medidas que producen desigualdad (fiscales, de fomento, de apertura, de rescates empresariales y bancarios) hace que esta democracia no sólo fomente, sino que necesite ciudadanías fragmentadas.

Pero tal vez el éxito más consistente de esta bola de nieve es su blindaje conceptual. En efecto, en sintonía con otros centros globales de poder, se apropia del imaginario de la transición donde los actos más drásticos y dramáticos del nuevo rumbo adquieren otro valor simbólico. El ajuste austero, la reorientación del intervencionismo estatal para formar un sector exportador y financiero, la apertura de la economía, la «poda» de los organismos sociales obreros, campesinos y populares, el impulso de la polis híbrida y autoritaria; todo ello adquiere el valor de ser un paso hacia el desmonte del régimen autoritario y hacia el armado del nuevo régimen democrático. Una voz autorizada del Banco de México, la de su Subgobernador Guillermo Güemez (2002) dice con respecto a las oposiciones a las reformas estructurales:

«En la superficie el impedimento es un Congreso dividido en tres partidos y del cual no puede obtener el Ejecutivo las votaciones necesarias. En el fondo, son otros los factores que están impidiendo la aprobación de los acuerdos. Existen en México muchas reminiscencias del pasado. Por años el país se gobernó con apoyo en la ideología de una Revolución que se libró contra una dictadura entregada a una oligarquía agraria y extranjerizante. Así, no son pocos los que todavía piensan en la conveniencia o posibilidad de un México aislado y de un gobierno paternalista que debe y puede resolver todas nuestras carencias. No me extrañaría que esta concepción estuviese detrás de la oposición a algunas de las reformas pendientes.»

Pero además la nueva política y la democracia se imaginan horizontales y deliberativas justo cuando se impone un cambio fundamental en las relaciones de fuerza a escala nacional. Se imagina abierta al debate y al acuerdo cuando sólo existe una ruta avalada y se desvaloriza el conflicto y la lucha social. Se dice abierta a la pluralidad política cuando la sociedad se polariza, restringida al «cómo decidir» cuando el «qué decidir» se desgaja de mandatos constitucionales e imaginarios sociales. El problema central de la nueva forma democrática es que reconcentra la política. Hace un monopolio que valida lo que se admite por política y sus actores legítimos y legales

El cruce de las dos tendencias de cambios, el de la modernidad globalizada impuesta de manera autoritaria y la expansión de la pluralidad política, produjo un nuevo Leviatán donde cohabitaba un Presidente fuerte y globalizado con una democracia regulada. Las reformas estructurales y la naciente pluralidad se conciliaban. No hubo pactos ni reformas institucionales a fondo, tampoco derrumbes de coaliciones o de edificios institucionales. Al contrario. Las instituciones históricas del Ejecutivo y del Congreso fueron rehabilitadas y de manera pragmática se aceptaron y crearon formas avanzadas pero muy especializadas y aisladas, como el IFE. Pero a la vez, la naciente democracia traía un diseño regulador de su pluralidad: concentración de atribuciones en la Presidencia, mayorías favorables en los asuntos de la gran política que eran facultad del Congreso, casa chica de la política, políticos profesionales, ciudadanías fragmentadas, blindaje conceptual.

Un horizonte de fracturas

¿Este nuevo Leviatán puede reposar en coaliciones de fuerzas estables como las que en altibajos dominaron desde 1940 a 1970? Hasta 1993 tenía una ancha avenida para transitar, coaliciones sociales cautivadas por sueños de grandeza mexicana y de ingreso al primer mundo y un margen de promesa de bienestar aún disponible y usado a fondo. El PAN y una parte del PRI acogen a estas coaliciones urbanas y empresariales, de los nuevos ejes de crecimiento (ciudades fronterizas, el centro-occidente, segmentos del centro y del sur) y de imaginarios culturales asumidos como modernos; dispuestos a una ruptura total con la modernidad previa.

Sólo que según avanza el curso de la modernidad global y autoritaria estas coaliciones son sometidas a depuraciones, podas y exclusiones que finalmente imponen una dinámica cada vez más selectiva. Desde familias financieras desplazadas por nuevos elegidos, grupos empresariales que «ocupan» monopólicamente las ramas más dinámicas y con futuro, las depuraciones sindicales en ámbitos estratégicos como la electricidad, el petróleo, los ferrocarriles y la burocracia del Estado, una enorme selectividad en el campo en busca de nuevos interlocutores que acepten ocupar nichos de cultivos rentables y de futuro comercial, las clases medias en estampida hacia los espejismos de los nuevos empleos del mundo global y empresarial que se quiebran al primer barrunto de crisis.

Pero además, en veinte años de experiencia se registran cambios sin paralelo en las relaciones de poder. Segmentos enteros de las elites (banqueros, funcionarios del Estado keynesiano, intelectuales nacionalistas) corporaciones sociales, obreras y campesinas, la enorme masa de hombres y mujeres sin mayor inserción con la «sociedad formal», todos ellos fueron mandados a la banca, disciplinados a nuevas reglas del juego, o bien fueron expropiados de ingresos y oportunidades. En los diez años más intensos de transformaciones se registra una enorme transferencia de riqueza (ingresos y activos) y de oportunidades hacia una microelite de la sociedad nacional y a los inversionistas extranjeros. Al respecto se dice (de la Torre Rodolfo, 2001, 491-492)

«...entre 1984 y 1994 la porción del ingreso total captado por el 20% de la población con más ingresos aumentó de 49.2 a 54.5%, mientras que el porcentaje de pobreza extrema pasó de 10.3 a 10.8%.»

Se erigieron más sólidas jerarquías del dinero, que ya se anunciaban desde las soberanías cerradas, y que ahora rigen la vida social de manera plena, pero que a la vez han generado tensiones y contradicciones a lo largo y ancho del país. (San Juan, 2003)

«Hay visos de que el país se fractura de manera material y simbólica. Su territorio tiene cuatro ejes sin mayor integración, el norte entrelazado al sur americano, el centro occidente exportador y de mercado interno, el centro histórico que queda como reliquia del anterior modelo de sociedad cerrada, el sur es proveedor de energía y de hombres La modernidad exportadora se escinde de las cadenas productivas y comerciales internas, pero también de un presente agrario e indígena que se ve como rémora del pasado. El México formal y el informal acentúan sus diferencias. Más de 7 millones de mexicanos viven como ilegales en Estados Unidos, pero su clandestinidad es binacional. En lugar de conciliación de espacios, hombres, reglas y tiempos, una separación creciente como futuro a la mano.»

El mundo imaginado: horizontal, deliberativo, ético; en momentos de crisis desgarra su pesada nube discursiva y deja ver la minuciosa reconstrucción de la sociedad desigual y jerárquica. Hay una sociedad más integrada a la potencia vecina, más polarizada en sus condiciones y oportunidades de vida, más jerarquizada por el dinero, el consumo, y la «blanqueada» étnica de las elites económicas, políticas y culturales. Libre por fin de los espectros igualitarios de la revolución mexicana. ¿Puede existir en esas condiciones una coalición estable?

El freno del tren rápido

Entre 1994 y el 2000 el poderoso impulso de cambios para transformar la economía, con su armazón de personajes, instituciones y fuerzas sociales, empezó a perder ritmo y densidad. Sus dos piezas clave, el Presidente fuerte y la democracia regulada, fueron sometidos a desgastes, a presiones sociales y a una expansión impensada de la pluralidad política que se hizo presente en espacios estratégicos como el Congreso, cuando aún estaba pendiente toda la agenda de la segunda generación de reformas estructurales, que según nos recuerda Guillermo Güemez (2002) son: la Reforma fiscal, la Reforma del sector energético, la Reforma laboral, la Reforma judicial, la Reforma educativa y Desregulación, todas orientadas a que las empresas mejoren su productividad gracias a recursos fiscales frescos, energía suficiente y barata, flexibilidad de la fuerza de trabajo, leyes que protejan a los propietarios, etc.

El desfase entre abrir primero la economía y después abrir la política se cerró por el empuje de la sociedad y con ello asuntos de la «gran política» empezaron a ingresar al espacio cada vez más plural del Congreso y del sistema de partidos, tal vez el caso mas importante y pionero sea el de los rescates a privatizaciones fallidas y las apresuradas alianzas bipartidistas para convertir la deuda bancaria en deuda de todos los mexicanos. Las reformas estructurales, aunque persistieron en su instrumentación «clandestina» desde el Ejecutivo federal (petrolero y energía eléctrica) empezaron a quedar en un primer plano de visibilidad en un escenario de la política cada vez más plural. Las primeras iniciativas de reforma eléctrica y laboral quedaron archivadas. De entonces a la fecha vivimos arranques para rehacer a la pareja que concilió la modernización autoritaria con una mayor competencia electoral.

A la vez que cristalizaba otro orden económico (abierto, exportador, financiero) también se consolidaban los saldos de desencanto y resistencia social que buscaron en el campo electoral una salida. 1988 advirtió que las urnas, utilizadas para relevar a una clase política no globalizada, también eran la puerta para que la inconformidad social cobrara las promesas incumplidas y las decisiones que afectaban su vivir cotidiano. La coyuntura de 1994 a 1997 cambió la estrategia de abrir la economía de golpe y a la política a cuentagotas. Olas de luchas sociales que venían desde los años ochenta reventaron con fuerza en esos años. Un clima público sensible a la propuestas de una guerrilla política, de impulso a diálogos públicos que empezaban a debatir la ortodoxia neoliberal y la necesidad de una reforma de Estado; finalmente sólo lograron imponer una reforma electoral avanzada que al año siguiente expandió la pluralidad política fuera del guión de la democracia de baja intensidad. (Avance general de la pluralidad en el país, prefiguración de tres fuerzas nacionales en el Congreso sin mayoría priísta y donde el bipartidismo tiene el fantasma creciente de un tercero en discordia, el PRD; la izquierda gana en la ciudad símbolo de la nación.)

La figura clave de la concentración del poder, el Presidente fuerte, sufrió la escisión de la cúpula política que le había rehabilitado. El gobierno de Zedillo significó el triunfo de la elite del Banco de México que desplazó al grupo del ex presidente Carlos Salinas de Gortari, pero lo fundamental es que cambió el diseño político del salinismo en dos sentidos: como bipartidismo que expulsa a su oposición, el PRD, a la aceptación paulatina de la diversidad política. Y del dominio sobre la clase política histórica priísta a una nueva alianza que le dejaba el manejo de la gobernabilidad, para que la tecnocracia se concentrara en su verdadera tarea, la gestión económica y social ortodoxa del nuevo modelo. A la vez que se aceptaban mejores reglas de competencia, se reposaba en el PRI clásico para regular los encrespamientos políticos, lo que otorgó nuevos aires de fuerza propia a liderazgos regionales y sectoriales. El PRI como constelación de grupos con fuerza y luz propia, con su carga de revancha y agravio contra el autoritarismo presidencial que le obligó a compartir una pluralidad controlada y el bipartidismo impuesto, renacía. La rebelión de Madrazo (Roberto Madrazo, actual Presidente Nacional del PRI, gobernador del estado sureño de Tabasco en el período 1995-2000) en 1995 como gobernador de Tabasco frente al nuevo gobierno federal, era el heraldo de otra época, donde la centralidad poderosa del Ejecutivo veía resurgir los fantasmas de los hombres y poderes regionales fuertes.

Un entorno global favorable y el endurecimiento de las políticas de una economía abierta y privada, a la vez que consolidaron a las elites empresariales mejor situadas, les empezaron a mostrar que no había nicho seguro en un entorno cada vez más abierto. El consenso sobre las posibles ventajas de una economía cada vez más integrada a EUA, mostró sus riesgos de exclusiones crónicas para la mediana y pequeña industria, pero también la pérdida de monopolios y de nichos protegidos en las áreas más expansivas. Las diferencias en el país entre un norte más integrado industrialmente, un centro añorante del mercado interno fuerte y protegido (proteccionista) y un sur cada vez más marginado del impulso modernizador, con la excepción de la explotación petrolera, se empezaron a mostrar como diferencias y tensiones entre los grupos empresariales.

Las piezas clave de la democracia regulada también empezaron a debilitarse. La fórmula estable del bipartidismo se hizo inestable. Al socio minoritario panista le favoreció la irrupción de la pluralidad desde 1997 e inició una verdadera lucha por el poder. La pluralidad creciente avanzó en el Congreso y en 1997 provocó el primer debate a fondo sobre el monopolio del ejecutivo fuerte, las iniciativas y la aprobación controlada de las leyes de ingresos y egresos hasta entonces sin disputa. Sin embargo, esa pluralidad traía una carga también de fractura y polarización. La promoción interesada de una nueva casta política vacunada contra las presiones sociales, que no contra sus reacciones electorales cada vez más agudas; terminó por crear un mercado político de intercambios altamente fraccionados y cambiantes. Sin el referente de un eje de poder unificador, las tendencias inestables, disruptivas y centrífugas se acentuaron.

El blindaje conceptual arrasó entre intelectuales, académicos, periodistas y comentaristas de mass media, pero no se convirtió en una cultura masiva aceptada socialmente. Las medidas concretas de la modernización globalizada produjeron, en su agresividad, variadas resistencias en muy diversos medios, desde segmentos de la burocracia opuesta a los recortes y la privatización de funciones públicas, sectores empresariales en contra de la apertura indiscriminada y molestos por la ausencia de una política de fomento, así como una diversidad de organizaciones campesinas confrontadas con las medidas específicas para regularizar la propiedad, la ausencia de políticas de fomento y la apertura de mercados. La percepción social entendió la nueva orientación de la Nación a través de múltiples actos, dispersos en el tiempo y el espacio, pero que anunciaban lo mismo: no había gobierno responsable hacia su vida cotidiana. La otra gran reserva que hasta entonces había cultivado la conformidad, el arsenal de promesas de un bienestar moderno y globalizado, se desgastó durante el camino de 20 años de ajuste y crisis, y con ello el campo de maniobra para abrirle brecha a las reformas estructurales se convirtió en un sándwich: por un lado, el apremio de gobiernos y organismos impulsores de la globalización y, por el otro, el apremio social para concretar las expectativas de la modernidad prometida. En medio, gobiernos cada vez más atorados.

El sendero que se bifurca

La conquista de la alternancia en el año 2000, cuando se probó la consistencia de una democracia electoral, parecía anunciar después de varias décadas el arribo al puerto prometido. El nuevo presidente Fox se había comprometido de palabra y por escrito a encabezar un cambio de rumbo en dos sentidos: una economía competitiva pero incluyente, y una reforma de Estado. El sistema político estrenaba una indudable capacidad flexible para la alternancia y ahora se trataba de extenderla hacia otros ámbitos. Sin embargo, con el paso de los meses y los años, las promesas se deshacen y en su lugar resurge implacable la agenda de las coaliciones realmente existentes del poder. A pesar de la expectativa por avanzar en una reforma de Estado, el nuevo gobierno la congela y establece la prioridad clave, que es la misma que la de tres sexenios anteriores: continuar con toda ortodoxia la ronda de las reformas estructurales, en un momento en que incluso en los centros de poder globales se discute y se buscan alternativas heterodoxas que eviten su amenaza a la estabilidad social. En un estudio reciente se caracteriza así los diversos focos de búsqueda de nuevas alternativas:

«Un grupo de propuestas contempla expandir el Consenso de Washington con políticas más activas que atiendan la necesidad de mayor estabilidad económica, más inclusión social y una mejor distribución del ingreso. Otro grupo propende por una visión más amplia de la agenda de desarrollo y enfatiza las interacciones entre la sociedad civil, el sector privado y el gobierno. Finalmente, una visión más radical propone un nuevo orden institucional nacional e internacional que limitaría el papel de los mercados y pondría freno a las tendencias de globalización.»

La conquista de la alternancia ocurría además en otra contradicción. El largo viaje para la construcción de esta democracia, con un entusiasmo popular e intelectual orientado a los procedimientos electorales, con presupuestos crecientes destinados al sistema electoral y al naciente sistema político, revela que, en efecto, se trata de una democracia con un sólo problema en mente, los cambios pacíficos de gobiernos, pero sin capacidad para producir consensos y cambios de rumbo, en un momento en que la sociedad mexicana y latinoamericana se lo empiezan a exigir. (Lora y Panizza, 2002, pág. 8)

«Este estado de malestar (por la economía) se combina con una gran insatisfacción con los resultados de la democracia: dos de cada tres latinoamericanos no están satisfechos con los resultados, y sólo uno de cada dos cree que la democracia es la mejor forma de gobierno. En estos aspectos la opinión también se ha vuelto más negativa en la mayoría de países desde 1997. En 14 de los 17 países, la insatisfacción con la democracia era mayor a comienzos del 2001 que cuatro años antes (las excepciones eran Brasil, Perú y Venezuela). La oposición de las clases medias a la filosofía de las reformas también parece haberse agudizado recientemente. Según la encuesta del 2000, el 28% de los latinoamericanos se oponía a la idea de que la actividad productiva debe dejarse al sector privado, sin diferencias significativas de opinión según niveles de educación de los encuestados. En el 2001 el rechazo subió a 45%, con niveles casi 10 puntos por encima del promedio para los individuos con educación secundaria, educación técnica o educación universitaria incompleta.»

Lo que se empieza a hacer transparente es ese sándwich, entre el apuro por concluir las reformas estructurales y una creciente expresión de focos de opinión y de movimientos sociales que se oponen a ellas, ya sea por la experiencia de corrupción y de afectación de patrimonios públicos o bien por el análisis ponderado. En la mejor revisión de la primera generación de reformas estructurales realizadas en México, (Clavijo y Valdivieso, 2000, pág. 87) se dice lo siguiente:

«Es interesante observar cómo en las recientes privatizaciones (en América Latina) se tuvo más cuidado y cómo en países en los que se debatió y discutió mucho, de manera plural y abierta, se evitaron o minimizaron muchos errores, aunque a veces a costa de no haber hecho mucho.»

Pero a diferencia del pasado inmediato, esta diversidad de resistencias sociales, intelectuales y políticas ocurre en el nuevo escenario de la política abierta. Cuando el nuevo gobierno del cambio pone en la mesa sus cartas, lo que provoca es el choque que los regímenes de liberalización controlada priísta habían previsto: la economía abierta choca con la política abierta. En efecto, el ejercicio del sufragio electoral en el año 2000 a la vez que hace realidad la alternancia en la cúpula del poder político, consolida a la pluralidad política que emerge en 1997 y en lugar del bipartidismo excluyente, establece tres grandes fuerzas nacionales, junto a una variedad de pequeños partidos coyunturales.

La gran aportación del gobierno foxista al desarrollo de la democracia fue involuntaria. Hizo visible lo hasta entonces apenas entrevisto, convirtió a la segunda generación de reformas estructurales en la gran prioridad nacional, en el centro de la agenda pública, y con ello se hizo visible que esas grandes decisiones nacionales carecían de la reflexión, la deliberación y el consenso sobre lo que representan. En otras palabras, que nunca se habían sometido a las reglas y procedimientos democráticos, no sólo ahora, sino desde hace más de 20 años. La modernidad autoritaria no requería del consenso y nunca lo produjo. Sólo que ahora este secreto de las grandes decisiones del Leviatán queda expuesto y sometido al valor central de la nueva democracia, su capacidad de llegar a acuerdos dialogados entre los varios actores de una política plural, aunque, como se dijo, esta democracia no tiene ni el diseño ni la cabeza para hacerlos.

Con ello la sociedad y la política, ya frenados en su caída hacia la modernidad globalizada, entran en una nueva fase donde la única ruta del neoliberalismo ve que su fantasma, esa sombra que le acompaña desde su origen y que asomó en años anteriores vuelve a cobrar forma, el fantasma de un conjunto de síntomas de irritación, resistencia y crítica que se oponen a su rumbo excluyente. La única ruta neoliberal, entre las ruinas de sus promesas y la incertidumbre del futuro, se convierte en un sendero que se bifurca.

Bibliografía citada:

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De la Torre, Rodolfo: «La distribución factorial del ingreso en el nuevo modelo económico», en Reformas Económicas en México.

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Lora Eduardo y Panizza Ugo: «Un escrutinio a las reformas estructurales en América Latina» Documento de Trabajo #471 , Departamento de Investigación, Inter-American Development Bank, Research Department, Preparado por el Seminario «Reformulación de las Reformas», Reunión Anual de la Asamblea de Gobernadores del Banco Interamericano de Desarrollo y de la Corporación Interamericana de Inversiones, Fortaleza, Brasil, 11 de marzo 2002.

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Plan Nacional de Desarrollo 2000-2006, www.presidencia.gob.mx

{1} Antonio Ortiz Mena. Uno de los más prestigiados economistas mexicanos de la época moderna. Fue secretario (ministro) de Hacienda y Crédito Público de México de 1958 a 1970, durante los sexenios de Adolfo López Mateos (1958-1964) y Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). México vivió en esos doce años una estabilidad económica que fue llamada como la época del «desarrollo estabilizador», dirigido por don Antonio.


De linchamientos

Alberto Schneider

Los escenarios

El 23 de noviembre de 2004 fueron linchadas tres personas –Víctor Mireles, Cristóbal Bonilla y Édgar Moreno Nolasco– en el pueblo de San Juan Ixtayopan, en la Delegación Tláhuac del Distrito Federal, zona semirural, marginada, en las laderas de las montañas que cierran el valle de México al sureste. Dos de ellas murieron y fueron quemadas; una salvó la vida pero se encuentra grave.

El caso no sorprende ya que en los últimos cuatro años ha habido alrededor de 25 sucesos similares en el DF, todos en zonas marginales y casi todos en la periferia de la ciudad. En la mayoría, turbas asustadas y encolerizadas golpearon a uno o más delincuentes atrapados in fraganti o a supuestos delincuentes que por alguna circunstancia se vieron envueltos en un hecho o situación confusa que devino en violencia masiva. En muchos casos se ha llegado a la muerte y en muchos, también, se ha recurrido al fuego o a la horca. No sorprende. Alarma y conmociona por la violencia desatada sobre personas indefensas por quienes quizás unos momentos antes podrían haber estado disfrutando de un helado en la paletería de la esquina; por la frecuencia con que suceden hechos así o por las implicaciones de toda índole que tienen, en fin, pero no sorprende. Es indudable que en su trasfondo persiste una profunda desconfianza en los sistemas de procuración y administración de justicia y la certeza de la indefensión ante la delincuencia creciente. Pero más allá de ello, en este caso se dieron circunstancias y hechos que no aparecen en otros casos similares y que sus consecuencias no sólo abonan esa desconfianza y esa certidumbre, sino que se han entrelazado con los conflictos políticos en torno a las elecciones federales del 2006, en las que estarán en juego la Presidencia de la República y las dos cámaras del Congreso, además del gobierno del DF.

Trataremos de hacer un balance de lo que ha salido a la luz pública sobre este asunto para tratar de armar el rompecabezas que permita comprender porqué este suceso va más allá de un hecho de violencia masiva. Para ello se han consultado los diarios y revistas de circulación nacional más importantes desde el día de los hechos y se han monitoreado los principales noticieros y programas de opinión televisivos.

Desde el año 2000 cuando Vicente Fox encabezando a la «derecha» en torno al PAN gana la Presidencia y Andrés Manuel López Obrador con la «izquierda» del PRD gana el gobierno del DF, la confrontación entre ellos ha ido creciendo, no sólo por la orientación de sus políticas y programas de gobierno, sino porque López Obrador es considerado como el principal líder opositor capaz de ganar en 2006 la Presidencia del país y quien lo acompañe como candidato al gobierno del DF, ganaría también. En esta confrontación los hechos sangrientos de San Juan Ixtayopan suman un nuevo elemento que no había sido introducido en la contienda. La polarización política ha girado en torno al juicio de desafuero a que está sometido Andrés Manuel López Obrador, Jefe de Gobierno capitalino, quien ha encabezado, por mucho, la mayoría de las encuestas de opinión sobre preferencias electorales. Es el posible contendiente a la Presidencia de la República más fuerte y mejor posicionado de cualquier partido. Mientras la popularidad de Vicente Fox ha caído consistentemente, la de López Obrador se ha mantenido con altibajos en rangos del 80% de las preferencias. En este contexto el gobierno federal ha iniciado un proceso que de tener éxito inhabilitaría a López Obrador para contender en las elecciones.

En México, para poder someter a juicio a altos funcionarios del gobierno es necesario que se les retire el fuero del que gozan por su investidura. El proceso de desafuero es un juicio político que lleva la Cámara de Diputados a partir de la solicitud presentada por la Procuraduría General de la República, que acusa a López Obrador por desacato a una resolución judicial. El litigio es porque se alega que el gobierno del DF no acató la orden de un juez de suspender una obra de apertura de una pequeña calle (100 m de largo) que daba acceso a un hospital privado en una de las zonas más exclusivas de la ciudad de México. La obra se realizó en parte de un predio expropiado durante la administración anterior y presumiblemente afectó el acceso a otro predio particular. Sin embargo, la obra sí se suspendió, aunque tardó más tiempo del que consideran los demandantes que debió pasar. Con una acusación tan trivial, y además endeble, con irregularidades procesales e inconsistencias (no están claros, ni siquiera, los lindes y la dimensión del terreno en cuestión y existe jurisprudencia que establece que al acatarse una resolución el desacato desaparece) y, por tanto, muy difícil de sostener jurídicamente, el gobierno federal pretende impedir que López Obrador sea candidato por el PRD, poniendo en entredicho al sistema de procuración y administración de justicia.

Los hechos sangrientos de San Juan Ixtayopan escalan la confrontación para involucrar de manera directa a uno de los funcionarios locales más cercanos a López Obrador, quien a pesar de su puesto –Secretario de Seguridad Pública– cuenta con buena imagen pública y se perfilaba como el más probable sucesor de López Obrador en la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal. A consecuencia de estos hechos, el Presidente ordenó su cese y hoy enfrenta un posible juicio penal por homicidio culposo, entre otros cargos. Nos parece evidente, al revisar y contrastar la información que se ha vertido sobre el asunto, que el gobierno federal quiere quitar del camino a Marcelo Ebrard, lo mismo que al propio López Obrador, utilizando facciosamente a la Procuraduría General de la República. Así que dos de las figuras políticas opositoras más destacadas de la «izquierda política» están sometidas a juicios altamente cuestionables. El caso del desafuero de López Obrador merece un trabajo detallado. En este caso nos enfocaremos sólo a los linchamientos en la Delegación Tláhuac y a la situación de Marcelo Ebrard, como un nuevo factor de la polarización política de estos días.

Las actuaciones

En México existe, en el orden federal, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), de la que dependen la Policía Federal Preventiva (PFP) y la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), principalmente. El Secretario de Seguridad Pública, Ramón Martín Huerta, es el máximo responsable de ambas y, por tanto, el superior jerárquico de los tres hombres linchados. Sin duda, tiene responsabilidad en el asunto. Por otro lado, está la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (SSPDF), dirigida en ese momento por Marcelo Ebrard Casaubon y a la que le corresponde mantener el orden público en la entidad. A diferencia de los demás estados del país, en los que el gobernador tiene plenas facultades para nombrar al jefe de la policía local, en el DF este nombramiento –y su remoción– recae en el Presidente de la República a partir de una terna propuesta por el jefe de Gobierno local, aunque la política policial, la operación y los resultados dependan de éste. Esto es parte de los remantes que quedan por salvar de cuando el gobierno local era una dependencia federal y ha jugado un papel importante en este asunto. Hay otra atribución del Poder Ejecutivo Federal que juega un papel estelar y es la llamada facultad de atraer hacia el ámbito federal un caso que por sus características recae en algún supuesto de los que indica la normatividad respectiva, ya sea porque se trate de delitos tipificados como federales, como el narcotráfico. En este caso, aunque los delitos corresponden al fuero común –responsabilidad de autoridades locales– se adujo el hecho de que las víctimas eran agentes federales. Así, las investigaciones judiciales las conduce la Procuraduría General de Justicia, dependiente del Presidente de la República.

Las tres personas linchadas en Ixtayopan eran agentes de la Policía Federal Preventiva (PFP) que realizaban labores de investigación sobre uno de dos asuntos: narcomenudeo o guerrilla, según se ha podido desprender de diversos testimonios y declaraciones de testigos, autoridades y de una de las tres víctimas. No ha habido hasta la fecha una aclaración por parte de la PFP ni de ninguna otra autoridad superior, como es la Secretaría de Seguridad Pública federal, cabeza de la estructura policial del gobierno federal en México. Aquí empiezan los problemas. En primer lugar, porque la PFP no tiene facultades de investigación, así es que en cualquier caso estaban actuando fuera de la ley. Uno de los agentes afirmó que investigaba a grupos guerrilleros pero sus superiores lo han negado sin decir qué era lo que efectivamente estaban haciendo, porqué y para qué. Ambas posibilidades son factibles. Por un lado, por testimonios de vecinos e información policial, se sabe que en la zona vigilada había actividades de venta al menudeo de drogas, cocaína en particular. Por otra parte, en esa misma zona vivían los padres de unos jóvenes ligados a un grupo guerrillero que desde hace algunos años están presos acusados de poner un petardo en una sucursal bancaria. En medios de inteligencia se les relaciona con la estructura jerárquica del Ejército Popular Revolucionario, grupo guerrillero que supuestamente tiene presencia en varios de los estados más pobres. Es posible, incluso, que ambas actividades estén ligadas. Esto sigue sin aclararse.

Lo que sorprende, sin embargo, es que estos tres agentes encubiertos habían sido descubiertos por algunos vecinos desde mucho tiempo antes; quizás ellos no lo sabían, pero sus superiores sí. Trece días antes la policía local (del DF) informó por oficio a la PFP que sus hombres habían sido descubiertos y estaban causando temor, inconformidad y preocupación a los pobladores. Se ha dicho que días antes un grupo de mujeres había informado a la Delegada (autoridad política local) de la presencia en el pueblo y colonias vecinas de personas desconocidas con actitudes sospechosas, con la amenaza explícita de que si no actuaba, ellas lo harían. No ha habido una respuesta clara por parte de ella ni se ha dado a conocer si tomó alguna providencia al respecto. Lo que sí está claro es que ya había enojo y se esparcía el rumor de que posibles secuestradores rondaban por ahí.

Cualquier niño sabe que, si es descubierto cuando juega a las escondidas, pierde. Cualquier policía sabe que, si es descubierto en una operación secreta, corre peligro; que ha fracasado y que tiene que cambiar de estrategia o reforzarla con otros recursos; cuando menos disponer de una cobertura de protección. Parece que en la PFP nadie sabía nada de esto y, evidentemente, estos tres hombres no tuvieron ningún apoyo ni protección por parte de su corporación. Es inevitable preguntar porqué los mantuvieron durante tanto tiempo en el lugar, si sabían que habían sido descubiertos. Ya sea narco o guerrilla, no se trata de un juego de niños; es más, en el caso que sea: cualquier raterillo trae pistola. Eso es cuando menos negligencia, pero puede ser peor.

Aunque no está muy claro a qué horas y cómo empezó el asunto, unos minutos después de las seis de la tarde uno de los agentes avisó por teléfono a sus superiores que estaban siendo retenidos con violencia por pobladores del lugar. No hay datos de respuesta alguna. Más tarde, mucho más, alrededor de las ocho treinta un reportero y un camarógrafo de uno de los principales noticieros de televisión (Televisa) que transmitía en vivo pudo hacerle algunas preguntas a uno de los linchados, quien había sido separado de los otros dos. No está claro qué pasaba con aquéllos pero posiblemente ya habían fallecido y estaban por ser quemados. Lo sorprendente es que frente a la cámara de televisión uno de los agentes llamó por teléfono a sus superiores mientras era jaloneado y golpeado. No sabemos la respuesta que obtuvo; la turba le perdonó la vida. Días más tarde, algunos medios informaron que un grupo de oficiales (15 personas) de la PFP convocó a la prensa para protestar porque sus superiores no les habían permitido intentar salvar a sus compañeros. Aparentemente fueron sancionados y cesados. No se ha vuelto a publicar nada sobre el asunto. No sabemos si fueron al lugar y ya ahí se les impidió actuar o si ni siquiera pudieron ir. Nada sabemos de la actuación de las autoridades policiales que estaban al mando de estos desdichados; nada se ha informado.

Las versiones

El mismo día de los hechos, el Comisionado de la PFP, Almirante José Luis Figueroa, afirmó que efectivamente a la seis de la tarde se recibieron las primeras llamadas de las víctimas informando de los hechos, pero dos días después se retractó y dijo que se enteró por la televisión; es decir, a dos horas y media de que sus hombres avisaron sobre lo que les estaba pasando nadie le había informado a él y nadie había hecho nada por rescatarlos; incluso, días después, la dependencia modificó el primer boletín que había emitido en la página oficial en Internet. Sin embargo, su titular se deslindó de cualquier responsabilidad culpando al Subsecretario de Seguridad Pública del Distrito Federal, Gabriel Regino. Según afirmó, éste le había dicho que todo estaba bajo control. Parece que el señor cambió de canal al televisor y siguió durmiendo. Y de aquí se desencadena una serie de acusaciones y contra-acusaciones entre autoridades policiales de las corporaciones federales y de la local.

Por el contrario, sobre la actuación de la policía del DF existe mucha mayor información y ha sido consistente. Por un lado, esto se debe a que por ser responsables de resguardar el orden en las calles de la ciudad, sus autoridades han sido cuestionadas por todos los medios por su aparente incapacidad para impedir el linchamiento, pero también, porque han realizado un esfuerzo mediático por dar a conocer su versión, ya que desde el principio las autoridades federales las responsabilizaron de los hechos. Conforme fue pasando el tiempo, se fue acentuando la confrontación. Dos semanas después, el Secretario de Seguridad Pública del DF fue cesado por el Presidente y más tarde, junto con el subsecretario Gabriel Regino, pasó de ser testigo a ser indiciado y ambos han sido acusados, entre otros cargos, de omisión, homicidio doloso, robo y lesiones.

Por otra parte, el Comisionado de la PFP, José Luis Figueroa Cuevas también fue cesado y, junto con algunos de sus subalternos, está en calidad de indiciado. Llama la atención que a pesar de que se niega oficialmente que los agentes investigaran actividades guerrilleras en Tláhuac, su jefe inmediato era responsable del área antiterrorista de la PFP. Sin embargo, contra toda lógica, el Secretario Marín Huerta no ha sido siquiera llamado a declarar como testigo. La primera vez que habló sobre el asunto, dijo que no mandó helicópteros porque la gente los podría tirar a pedradas, aunque había visto las escenas aéreas transmitidas desde el helicóptero de Televisa. En adelante ha eludido a la prensa y en las pocas entrevistas que dio a los medios se esforzó por culpar a la policía capitalina pero sin dar ninguna información específica, que precise hechos o que detalle las acciones que las corporaciones a su cargo llevaron a cabo para impedir la muerte de dos de sus hombres. Esta postura condujo al enfrentamiento directo con su homólogo capitalino que le costó a éste su puesto.

En contraste, Marcelo Ebrard fue informado de lo que pasaba mientras ofrecía una entrevista radiofónica; en un momento dado, alrededor de las seis y media de la tarde, se disculpó con el conductor y el público y pidió que concluyese la entrevista diciendo que algo grave sucedía. Según informó, se dispuso desde sus oficinas a conocer a detalle la situación y coordinar las acciones que consideró pertinentes: por lo pronto movilizar a diferentes cuerpos policiales para apoyar a quienes ya estaban allá. Más tarde abordó su helicóptero para acudir al lugar –se dio a conocer incluso la bitácora de vuelo del helicóptero–.

Por su parte, el director de la PFP, al culpar al subsecretario local, Gabriel Regino, por la información que afirma éste le dio, no pudo decir con precisión cuántas veces ni a qué horas tuvo comunicación con él. En cambio, Regino sí informó a la prensa con todo detalle y contradijo afirmaciones hechas por aquél, quien prefirió hacer mutis. Sabemos, también, que la Delegada en Tláhuac, Fátima Mena, trató de negociar con la gente para liberar a los cautivos pero fue agredida físicamente y abandonó el lugar; casi nada se sabe de su versión. Sabemos que la jefa policial en el sector correspondiente, junto con algunos policías, intentó lo mismo. Fueron agredidos y golpeados; incluso, ella fue rociada con gasolina y amenazada de que si no se alejaba le prenderían fuego. La jefa policial tuvo que retirarse con sus hombres.

Al día siguiente de los hechos, la AFI realizó un extenso operativo en el pueblo y, sin órdenes de aprehensión ni de cateo, es decir de manera ilegal, detuvo a 29 personas, identificadas a partir de las imágenes grabadas por la televisión. A todos se les dictó auto de formal prisión sin que la juez responsable aceptara las pruebas que varios de los acusados presentaron para demostrar que no estuvieron ahí o que no participaron en los hechos. Uno de los casos más preocupantes es el de una persona que –con los registros telefónicos como prueba– llamó a cuanta institución y organismo pudo, desde la policía y la Cruz Roja hasta la Comisión de Derechos Humanos, para avisar de los que sucedía y pedir ayuda. Está en la cárcel acusado de homicidio, entre otros cargos. Otro caso es el de un policía, empleado de seguridad de una embotelladora de refrescos distante del lugar, que ha comprobado que laboró hasta las ocho de la noche y que no pudo haber participado. Una curiosidad: al inicio de un partido de fútbol profesional, los jugadores del equipo Monterrey portaron mensajes de repudio por el encarcelamiento del policía. La embotelladora, que asiste legalmente al acusado, es dueña del equipo, que fue sancionado por la actitud de sus jugadores.

Hay otros elementos. Algunos medios periodísticos informaron que ese día se encontraban en el lugar agentes del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). Un diario de circulación nacional –El Universal– dio a conocer parte de un reporte de agentes de esa dependencia que, entre otras cosas establece la imposibilidad de realizar el rescate de los policías linchados, información que fue desmentida por las autoridades. Sin embargo, unos días después se dio a conocer por televisión un vídeo insólito. Muestra a los agentes rodeados por la gente, uno de ellos ya golpeado y quien al tratar de ocultar su rostro a la cámara es jalado por atrás de los cabellos. Se muestra también a algunas personas que revisan sus documentos y del vehículo en que se transportaban, que luego fue volcado y quemado. Es notoria la pericia del camarógrafo. La imagen no brinca, no se pierde nunca el foco, los paneos son precisos y se dirigen, de manera particular, a un policía judicial del DF –la cámara enfoca a la placa que porta en el cinturón– y más atrás hacia algunas patrullas y policías preventivos locales, uno de los cuales enciende un cigarro. La versión de las autoridades federales es que el vídeo se encontró en la casa de la principal instigadora del linchamiento y que está prófuga. Muchos testigos coinciden en que ella era la incitadora de la agresión y que la gente le obedecía en todo; se le identifica, también, como la principal vendedora de drogas en la zona. Llama la atención que alguien que incita de esa manera a la violencia y que se toma la molestia y el cuidado de grabar en vídeo su delito –y a sus familiares cómplices– huya y deje la evidencia en su casa. El vídeo se presentó en la televisión como prueba de que los policías presentes no hicieron nada y que, además, se daban el lujo de fumarse un cigarrillo. La condena de los presentadores de TV fue unánime contra la policía local. Cabe mencionar que quienes rescataron al único sobreviviente fueron policías judiciales locales. De los federales, nada. De las grandes empresas de comunicación tampoco hay mucho que agradecer: varios testimonios coinciden en que desde el principio se pedía que fueran los medios de comunicación hasta el lugar y se estableció un tiempo perentorio –30 minutos– antes de linchar a los detenidos. Cuando el reportero llegó sólo pudo entrevistar a un sobreviviente. La turba esperó más de dos horas a un helicóptero de TV, de los que reportan cada minuto el estado de las vialidades.

Desde el Presidente de la República y el responsable de las investigaciones judiciales del caso, hasta las televisoras y la prensa afín al gobierno no han cejado de culpar al gobierno local y a su policía. Marcelo Ebrard y Gabriel Regino, quienes sí dieron instrucciones para movilizar a los cuerpos policiales bajo su mando e intentaron rescatar a las víctimas, están sujetos a proceso penal. Se puede cuestionar su efectividad: tal vez su cese sea justificado por incapacidad, pero no se puede decir que no tomaron el asunto en sus manos. Las leyes nacionales y los ordenamientos internacionales, a los que está obligado nuestro país, exigen a las autoridades a hacer todos los esfuerzos por resolver este tipo de problemas mediante el diálogo y la negociación. Eso fue lo que hicieron; buscaron al párroco y a otras personas importantes del pueblo, para que mediaran, pero no se logró nada. Su alegato respecto a la razón de no haber intervenido por la fuerza refiere que no contaban con la fuerza suficiente frente a la cantidad de gente; los granaderos (cuerpo antimotines) que fueron desplazados al lugar, por la distancia de sus cuarteles, no llegaron a tiempo y ya ahí, por las condiciones del lugar –calles estrechas y escarpadas y llenas de gente– tampoco pudieron acercarse al sitio. La otra razón que han alegado es que entre la multitud se encontraban muchos niños y ancianos –lo que se pudo ver por televisión– y que utilizar gases o cualquier otro tipo de recurso violento pudo haber generado un caos incontrolable poniendo en peligro la vida de muchas personas; que, de haberlo hecho, tal vez estaríamos lamentando no la muerte de dos policías sino de muchos pobladores.

Sin duda las decisiones en momentos como ese son difíciles y, por cualquier ángulo que se vea, de suma responsabilidad. Si su evaluación fue correcta o no; si realmente pudieron rescatar a los linchados antes de que dos de ellos murieran, es algo difícil de saber. Se requeriría de la reconstrucción de los hechos y la evaluación de expertos no interesados en perjudicar a alguien. La evidencia es que esa evaluación no se ha hecho y quienes supuestamente la están haciendo –los responsables judiciales del caso– han mostrado claramente su interés por culpar a la policía local. Desde el momento de informar del cese del jefe de la policía capitalina, la oficina de la Presidencia afirmó que lo hacía por su negligencia, incapacidad e incompetencia. De principio el Presidente juzgó y condenó al jefe de la policía local. En cambió, ratificó y dio todo su apoyo al director de la SSP federal (quien no tuvo empacho en afirmar, unos días después y a raíz del asesinato a balazos 9 mm de un importante narcotraficante en el interior de uno de los penales federales de «máxima seguridad» del país, que el penal a su cargo era controlado por los narcos (el crimen se dio unos días después que la AFI realizó un cateo en ese mismo penal y no encontró nada, y después de que la propia Presidencia de la República solicitara proteger a la víctima, pues se sabía que se atentaría contra ella. A raíz de este crimen el ejército ocupó el penal rodeándolo con tanquetas y la AFI volvió a entrar –parece que se le había olvidado la pistola–. El principal sospechoso fue trasladado a otro penal junto con uno de los hermanos presos por guerrilleros y un famoso secuestrador que por su alias lo conoceréis: el mochaorejas. Ilustres que fueron bienvenidos a las puertas del siguiente «penal de alta seguridad» con seis cadáveres de custodios y otros empleados del mismo).

Como dijimos, el linchamiento de Tláhuac se entreveró con la lucha por la sucesión presidencial y por la jefatura de gobierno local. Marcelo Ebrard, a pesar de ser el jefe de la Policía –no hay institución más desprestigiada en México– goza de aceptación y se perfilaba como el más probable candidato a gobernar el DF a partir del 2006. Si se le instruye proceso penal quedará imposibilitado para contender. Lo mismo que López Obrador. Es comprensible que superiores jerárquicos en la línea de mando de los agentes linchados estén bajo juicio; todo indica que nadie estuvo ahí para ayudarlos, ni a nadie preocupó su situación a pesar de lo ominosa. Lo que es desproporcionado es que al Secretario y al Subsecretario de Seguridad Pública locales, junto con una decena de oficiales, se les pretenda seguir juicio penal como si hubieran instigado u ocasionado el suceso; cuando menos sabemos que a quienes les estalla el agüero, desde la primer jefa policial que intentó rescatar a los detenidos hasta la cabeza de la policía local preventiva, realizan lo que pueden en medio de la furia. Poco logran, sólo rescatan con vida a uno. Errores, miedo, indecisiones, descontrol, incapacidades, desconfianza, equívocos, ineptitud, omisiones, tal vez; pero ¿homicidio culposo, lesiones, daño en propiedad ajena, robo? ¿Linchamiento?

Lo que queda claro es que el gobierno del «cambio» que destronó al PRI con la bandera de la democracia y la legalidad está utilizando a la Procuraduría General de la República de la misma manera en que lo hizo el PRI. Corrijo, no de la misma manera. Antes, la vasta experiencia en este menester proveía de una habilidad extraordinaria y se cuidaban todos los detalles, al grado de que hoy, salvo alguna excepción, es casi imposible trazar las rutas de la ilegalidad en infinidad de casos en que se violaron las leyes desde el poder presidencial. Hoy, el Presidente Fox pretende hacer lo mismo, pero la torpeza, la insensatez, la frivolidad con que «gobierna» deja cabos sueltos y evidencias por todos lados. En la reunión de fin de año con la prensa, a pregunta expresa, afirmó que la decisión más importante que tomó durante 2004 fue la de iniciar el desafuero de López Obrador. Con una frase dicha al calor de la celebración echó por tierra más de un año de enormes esfuerzos de su parte, de sus asesores y comunicadores, de las secretarías de Estado, de la Procuraduría y, con ellos, millones de pesos en propaganda (Presidencia gasta dos millones de pesos diarios en publicidad) para convencernos que el Presidente no tiene nada que ver con el juicio contra López Obrador; que se trata de un asunto judicial y no político; que López Obrador es un delincuente que debe estar en la cárcel y de ninguna manera en la silla presidencial. La actuación del gobierno federal hace evidente la torpeza de sus operadores y la falta de cálculo político para emprender ofensivas sin la menor posibilidad de ganar. No es el primer caso; ya antes, en un juicio similar, se le quiso obligar a pagar a un particular una indemnización de más de 2 mil millones de pesos por un predio expropiado, a lo que se negó totalmente. Los medios de comunicación, el «panismo» en pleno, articulistas y periodistas de toda índole lo acusaron de no respetar la ley y alertaban sobre el grave peligro de que alguien que no acata la ley ocupe la Presidencia. El caso terminó con el demandante en la cárcel, pues se demostró que no era el dueño legítimo del predio en litigio. La popularidad de López Obrador remontó lo que había caído por la intensa campaña en su contra. Tal parece que nadie, en el círculo presidencial, aprendió nada ni está evaluando el verdadero alcance de sus acciones. Lo malo del asunto es que tampoco parece que tengan idea del torpedeo al que someten a las instituciones, particularmente a las encargadas de procurar e impartir justicia, de por sí cuestionadas por la corrupción y la ineptitud. El uso político tras hechos como el de San Juan Ixtayopan sólo contribuye a regar gasolina en las praderas extremas de la miseria y la impunidad. La polarización política amenaza con convertirse en la chispa que desate a las furias. En medio de las matanzas entre narcopoderes por todo el país, lo mismo en las calles que en las montañas o en los penales de «alta seguridad», que lo menos que muestran es el absoluto descontrol de la SSP federal, estalla otro conflicto «social», impregnado de unos tufos difíciles al olfato, que inmediatamente cae en la línea de desmantelamiento de los grupos políticos alineados con López Obrador y el PRD, sobre todo en el Distrito Federal, donde concentra el eje de su fuerza política. A año y medio de las elecciones, la violencia ya asoma sus caras y el Ejecutivo federal parece que sólo se ve él en la tele, mientras en su «gabinetazo» reina el desgobierno.

 

El Catoblepas
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