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El Catoblepas, número 37, marzo 2005
  El Catoblepasnúmero 37 • marzo 2005 • página 22
Libros

Las transformaciones de la política

Sigfrido Samet Letichevsky

Sobre el libro de Daniel Inerarity, La transformación de la política, Península/Ayuntamiento de Bilbao 2002

La política sirve para conciliar intereses divergentes, pero no para encontrar ninguna «verdad» ni para «transformar la sociedad». Las relaciones humanas son cada vez más globales e integran redes, lo cual requiere nuevas formas de hacer política. No importan los rótulos ni las «intenciones», sino las consecuencias reales de las medidas que se adopten (y que a menudo son imprevisibles). El mayor elogio a este libro es que estimula la reflexión del lector.

Comprender es un bien escaso

Este libro (ref. 1) ganó el III premio Miguel de Unamuno de ensayo (1992) del Ayuntamiento de Bilbao. La breve dedicatoria de Daniel Inerarity caracteriza muy bien la obra:

«A mi hijo Javier, con el deseo de que no crea a quienes consideran que la política es una actividad indigna, ni que contribuya a darles la razón»

Rechaza así creencias manidas cuyos voceros creen originales o ingeniosas. La denigración de la política surge del desconocimiento de su naturaleza, que conduce a exigirle lo que no puede dar. Por eso dice (pág. 52): «Pero entre una elección y otra «el pueblo» es un concepto ficticio, hipotético. Lo que hay son ciudadanos particulares con sus intereses y necesidades, personas que no son más nobles o corruptos que quienes han elegido para los cargos públicos». Se podría agregar que «pueblo» es un sustantivo colectivo, un universal, o sea un concepto, no una cosa, y su referente es inabarcable por heterogéneo y por estar en continua fluctuación. El pueblo no piensa, ni cree, ni quiere. Las ideas, creencias y deseos de los individuos, no son promediables. En las elecciones se votan muy pocas alternativas, que versan sobre muy pocos items. Algunos votaron a Zapatero porque es «socialista» (sea lo que sea que esto signifique); otros porque prometió retirar las tropas españolas de Irak; y algunos otros por su simpatía y discurso distendido («talante»). Retirarse de Irak fue muy importante. Pero tal vez muchos de los que lo votaron por esta razón, preferían la conducción económica del PP, que también es muy importante. Pero al votar a un partido se vota a todo el paquete en conjunto. Votar a un candidato no es darle un cheque en blanco, ni implica que quienes lo votaron coincidan en todo.

Al cambiar la realidad, cambian las funciones de la política, por lo que nos advierte (pág. 12): «Buena parte de nuestros discursos los conforma un lenguaje ruinoso e inapropiado. Cubrimos con las mismas fachadas verbales realidades que han cambiado radicalmente». Además (pág. 14): «Y esta dificultad se agudiza cuando la política ya no se deja atrapar en las simplificaciones de las ideologías tradicionales, que hacían de la sociedad algo manejable y previsible».

El ser humano necesita, por razones biológicas, manejar y prever .La historia de la humanidad es la historia de los éxitos (parciales) de estas tendencias, sobre la realidad física (sobre todo la inmediata). Pero menos manejables y previsibles han sido los fenómenos sociales; las ideologías tradicionales «hacían» más manejable y previsible a la sociedad en la imaginación de los hombres, más que en la realidad.

«La verdadera demarcación política –dice en pág. 15– es la que distingue a los que no encuentran más que motivos para confirmar cuanto sabían frente a los que son capaces de incertidumbre». Y luego: «Aunque haya todavía quien encubre su perplejidad con retóricas simplificadoras, nuestros problemas no se solucionan buscando un culpable porque no se deben a la mala voluntad de unas elites conspirativas, a la maldad de la clase dominante o a la ignorancia culpable de quienes gobiernan».

La perplejidad se debe a que la realidad refuta las ideologías tradicionales y pocos pueden tolerar la angustiante incertidumbre. Por eso apelan a explicaciones simplistas extraídas de las experiencias personales, sin intuir siquiera la complejidad de los fenómenos sociales.

En pág. 16 dice que «En el mundo avanzado se da la paradoja de que el desarrollo de la ciencia y de la técnica producen una realidad social menos gobernable (...) Por eso la incertidumbre y la inestabilidad son características normales de los actuales procesos políticos, sociales y económicos. Y por eso mismo se debilitan los instrumentos clásicos del gobierno, que ya no sirven para una sociedad radicalmente desordenada e inordenable».

Cierto orden social es imprescindible, pero no puede imponerse según conceptos a priori ni tampoco del orden tradicional, que se ha vuelto inaplicable. Tal vez la organización social reticular sea como la vida, que según Stuart Kauffman (ref. 2) es un emergente del funcionamiento de redes booleanas de moléculas colectivamente autocatalíticas.

En la página siguiente dice: «Un mundo que está pidiendo ser reinterpretado nos exige contemplar la política de forma no convencional, abrir nuestra mirada a una realidad mucho más compleja». Si es así, queda refutada la famosa 11º Tesis de Engels (ref. 3); no es necesario «transformar» el mundo (social) porque se transforma espontáneamente. En cambio, se necesita reinterpretarlo permanentemente para aprovechar mejor los cambios y minimizar los inconvenientes («daños colaterales», «externalidades») que estos acarrean.

En resumen (pág. 18): «En un mundo que parece más complejo e incomprensible que los anteriores, comprender es un bien escaso».

La primera parte («El concepto de lo político») trata en el Capítulo 1, de «La política como posibilidad». Dice en pág. 24: «La distinción política fundamental ya no viene establecida por la oposición entre izquierda y derecha sino entre posiciones que reconocen o tratan de suprimir la contingencia, entre quienes tienen una opinión clausurada de la política y los que la entienden como una realidad finita e imperfecta, entre los interesados en la realidad y los exploradores de lo posible».

Que la distinción fundamental sea la que se adopta ante la contingencia es, a mi juicio, muy cierto. Pero que no lo sea la «oposición entre izquierda y derecha», ¿significa acaso 1) que estas son inexistentes, 2) que han perdido importancia (aunque antes la tenían), o 3) que existen pero no son categorías políticas? Dejaremos la respuesta para más adelante, ya que cerca del final del libro encontraremos un capítulo titulado «Diestros y zurdos».

¿Qué es la política?

Dice luego (pág. 27): «La política es, en primer lugar, una gestión de asuntos desde el punto de vista de su contingencia, es decir, considerándolos como abiertos, decidibles, imprevisibles, opinables, controvertidos, revisables (...)».

«(...) Solamente es sincero un diálogo en el que yo pueda convencer a otros, pero en el que también pueda ser convencido, en todo o en parte. Lo demás son escenarios para la autoconfirmación. Dialogar es siempre algo arriesgado y así parecen haberlo entendido los que se niegan a hacerlo temiendo perder algo en esa operación».

Efectivamente, para muchas personas es suficiente esgrimir algunos slogans como si fueran verdades indiscutibles. No discuten con argumentos; se limitan a dar la espalda a quienes tengan creencias diferentes. Tal vez teman que considerar otras opiniones pueda hacer vacilar sus certezas absolutas y caer en la incertidumbre. Las ideologías son religiones ateas.

En pág. 28 dice: «Perder no es dejar de tener razón, porque tampoco haber ganado le asegura a uno el tenerla. Tener razón no depende de tener la mayoría (existe incluso una estupidez típica de la mayoría que viene a consistir en querer tener, además de la mayoría la razón)(...)». «Tener razón» significa emitir enunciados que coincidan con la realidad. Pero este no es el fin de la política, que expondrá en el Capítulo 4 («La política como compromiso»).

En el Capítulo 2 («La política como oportunidad») dice que (pág. 31) «Entender la política como el discernimiento inteligente de la oportunidad supone alejara del doctrinarismo que trata de imponer unos esquemas rígidos a un mundo complejo».

Naturalmente, en el ejercicio de la política, los más exitosos han sido los «oportunistas», los que perciben el momento adecuado para las acciones posibles (aunque ellos mismos prediquen ideologías y denigren a los oportunistas); por eso dice en la página siguiente: «El error consiste en pensar que cualquier cosa que hacemos se basa en principios abstractos o planes ideales».

Pasando al Capítulo 3 («La política como invención»), dice en pág. 37: «En teoría política se utiliza el calificativo ideológico para desenmascarar un engaño.» Y en la página siguiente nos dice: «Pero lo característico de la política es que tiene que ver con asuntos que no pueden esperar, o sobre los que hay que decidir antes de tener todos los elementos de juicio necesarios (de los que sólo se dispone cuando ya es demasiado tarde). Este es el riesgo y la grandeza de la política (...)».

«(...) La filosofía de la segunda mitad del siglo XX puede entenderse precisamente como el intento de pensar la realidad una vez que se ha impuesto el principio de Nietzsche de que no hay hechos sin interpretaciones».

Por eso mismo, la política práctica es un arte, que dominan los grandes oportunistas. «Una comunidad política –dice en pág. 39– está bien cuando hay, por ejemplo, orden, paz, libertad e igualdad. Pero esto no decide nada acerca de cómo estos valores se relacionan entre si, teniendo en cuenta que, dada la complejidad de nuestra sociedad, algunos se excluyen, al menos parcialmente.» Así es: este fue el gran descubrimiento de sir Isaiah Berlin.

Comienza el Capítulo 4 diciendo: «En el origen de la decepción política, en el desinterés o la desafección de muchos ciudadanos, se encuentra generalmente el hecho de que se ha esperado demasiado de ella. La política es una actividad civilizadora, que sirve para encauzar razonablemente los conflictos sociales, pero no es un instrumento para conseguir la plena armonía social o el consenso absoluto, ni para dar sentido a la vida o garantizar la libertad plena y su buen uso.» Y poco después: «La política sirve nada más y nada menos que para conciliar intereses naturalmente divergentes.»

También aquí resuena la voz de Isaiah Berlin. La política no sirve para «transformar» la sociedad. Y los intereses que concilia son naturalmente divergentes entre otras cosas porque cada individuo tiene sus propios objetivos que, en general, no coinciden con los de los demás. Sólo en tiempos de guerra se subordinan los objetivos individuales a los del Estado., y por eso Lenin admiró el «socialismo de guerra» de Ludendorf (el general que encabezó con Hitler el putsch de 1923. Por eso los ingleses, aún admirando a Churchill y agradeciéndole que los condujera a la victoria, al terminar la guerra votaron a los laboristas. Creían que la experiencia de la guerra podría mantenerse durante la paz y tener un régimen socialista en el que el Estado solucionara todos los problemas.

«No se puede –dice en pág. 45– hacer un programa político con palabras incuestionables como democracia, diálogo, libertad o justicia, sin decir al mismo tiempo cómo se van a desarrollar, concretarse o aplicar en el caso concreto». A menudo se exigen mejoras como simple expresión de deseos, sin considerar cómo se obtendrán los recursos necesarios ni cuales serán las consecuencias.

En pág. 46 dice que «la incapacidad para el acuerdo se paga siempre con un precio demasiado caro», por lo que (pág. 47) «La buena política transforma el «esto o aquello» en un «esto y aquello», sustituye la dicotomía amigo-enemigo por relaciones de cooperación». Aunque los partidos políticos mantienen esas dicotomías, no porque defiendan diferentes «ideas», sino porque son competidores por el poder.

En el capítulo 7 («Cuidado con la moral») nos dice (pág. 61): «La moralización es una respuesta precipitada a una pregunta que no se ha terminado de escuchar. Suele responder a una molestia ante la complicación de las cosas, seducida por la simplicidad de una división del mundo en parámetros claros y fronteras rígidas. Pero las cosas no son tan fáciles. La cultura política sólo se desarrolla allá donde se supera el miedo a la complejidad.»

«La moral que ha de regir la esfera pública –dice en pág. 65– no puede deducirse de las experiencias privadas que se adquieren en lo que podría llamarse una moral de cercanías, en contextos de inmediatez, corto alcance y abarcabilidad de las consecuencias de la acción.»

En el medioevo se podía generalizar esa moral de cercanías porque las relaciones sociales y comerciales se desarrollaban en ámbitos pequeños. Los artesanos debían ser solidarios. Si alguno descubría una manera de abaratar sus productos, no podía aplicarla, porque arruinaría a sus colegas. Ser solidario era suprimir la innovación. Actualmente los mercados son extensos y la relación impersonal. La competencia obliga a innovar y a disminuir costos. Es una lucha dura, que premia el conocimiento, el ingenio y la laboriosidad, y que beneficia al comprador. Como comprador y vendedor son dos facetas de todo individuo, el resultado de esa «solidaridad» es mantener un bajo nivel de vida de todos.

El mercado genera su propia moral. Esta exige cumplir con los compromisos de pago, con la calidad y plazos de entrega convenidos. Cuando compro en una gran tienda, estoy seguro de no ser engañado en calidad y precio –incluso podré devolver mi compra si no quedo satisfecho– y se que no me darán dinero falso. Esto es así, no debido a la «moral» del empresario, sino porque la experiencia le ha demostrado que una conducta honesta incrementa la clientela, mientras que una deshonesta conduce a la quiebra. Es algo magnífico que el interés propio exija tener muy en cuenta el de los demás.

La segunda parte («La nueva lógica social») comienza con «El nuevo pluralismo». Dice en pág. 75 que «sería un error exagerar la potencialidad conflictiva del pluralismo. En primer lugar porque la situación contraria –el acuerdo general– no sería menos frágil los valores compartidos no garantizan una coexistencia pacífica. Las personas que valoran los mismos objetos pueden, ante su escasez, entrar en una disputa acerca de cómo deben ser distribuidos. Por otra parte, cuando las personas tienen diferentes aspiraciones no solamente tienen menos razones para la disputa porque no tienen nada acerca de lo que discutir, sino que esa diferencia puede proporcionar una base para el intercambio cooperativo. El comercio, por ejemplo, es un beneficio mutuo, y resulta posible precisamente porque las partes no tienen idénticas preferencias».

En el Capítulo 2 («El nuevo antagonismo») dice (pág. 101): «La debilitación del antagonismo entre la derecha y la izquierda hace que el antagonismo se convierta en competidor con la idéntica pretensión de conquistar el centro político. Dejan de considerarse antagonistas porque aspiran precisamente a lo mismo. La lucha política se enrarece, no cuando hay una gran tensión ideológica, sino cuando todos quieren más o menos lo mismo.»

Ya hemos dicho que los partidos son competidores por el poder, no por supuestas «ideas» diferentes. Y el concepto de «centro político» probablemente proviene de la curva de distribución normal de Gauss: es la «moda», lo que vota la mayoría.

Una nueva lógica política para la sociedad reticular

Pasemos al Capítulo 3 («Políticas de la identidad») en el que nos dice (pág. 111):

«No me parece exagerado afirmar que estamos asistiendo al nacimiento de una nueva lógica política. La Unión Europea no ha abolido pura y simplemente los territorios nacionales para sustituirlos por un territorio confederal único. Lo que ha hecho es multiplicar los niveles de territorialidad, variables según lo que está en juego y según los contextos. Los intereses de los estados no han desaparecido en esta geometría variable, pero se han generado espacios móviles que no coinciden con las antiguas fronteras. Desde Roma a Maastricht, el proceso de la unidad europea es un verdadero laboratorio para la reinvención del espacio, haciendo posible la pertenencia a comunidades múltiples y la elaboración de políticas con extensión variable según los asuntos de que se trate. Esta transgresión de las lógicas territoriales no obedece a una mera yuxtaposición de los estados soberanos ni conduce a la configuración de una entidad más amplia que vaya a adoptar los esquemas tradicionales de la soberanía estatal. Lo que aparece es un conjunto de unidades interdependientes que se aglomeran según grados diversos y que son más o menos privados de autoridad sin que esto se invierta simétricamente en una autoridad central(...).»

Esto es lo fundamental del cambio que se está produciendo ante nosotros, lo percibamos o no. Las tendencias centrípetas y centrífugas se vienen alternando (a la vez que coexistiendo) en Europa desde la antigüedad. El Imperio Romano fue la primera gran unificación. Incluso Hitler llegó casi a «unificar» Europa, aunque lo hizo como la unión de lobo y oveja, que se realiza en el estómago del primero. La UE es algo muy diferente; y no surge sólo de ideas, sino del comercio, la tecnología, el aumento de población y su riqueza (a su vez consecuencia de los factores anteriores). La ampliación del mercado reduce los costos y aumenta el nivel de vida y de libertad de todos.

En el Capítulo 5 («Políticas de la Seguridad») muestra la fortaleza de la sociedad, que se refleja, por ejemplo, en la estabilidad de las Bolsas luego del 11S.

«Incluso las compañías de seguros –dice en pág. 122– han demostrado ser un entramado de garantías recíprocas pensado para reasegurar a las que han sido directamente perjudicadas por una catástrofe. La democracia contemporánea es un sistema cuyas instituciones, mercados, compromisos sociales, constituyen una trama capaz de absorber la inseguridad y recuperar la estabilidad; todo contribuye a crear un sistema complejo de protección, un equilibrio fácilmente recuperable tras la conmoción más profunda».

El Capítulo 6 trata de «Políticas de la naturaleza». Dice en pág. 129: «La idea de una única naturaleza es la debilidad del ecologismo, pues la naturaleza ya no puede ser defendida acríticamente, como lo contrario de la política o como un ámbito cierto desde el que prohibir cualquier intervención».

Efectivamente, algunos ecologistas, por su oposición obsesiva a los OGM (por rigidez o ignorancia) ponen trabas a la alimentación de los pueblos del 3º mundo y a la economía de otros. China está comprando enormes cantidades de soja genéticamente modificada, gracias a la cual la maltrecha economía argentina se está recuperando (ref. 4).

En pág. 131 dice: «Pese a sus no pocas contradicciones, los movimientos antiglobalización responden a esta exigencia de participación con una lógica muy similar al combate que se libró en otro tiempo, contra las monarquías absolutas, para dejar de ser súbditos y pasar a codificar el mundo común. Lo que menos ha cambiado es que se trata precisamente de la misma batalla».

Muy cierto. Y al empezar a codificar el mundo común, se genera una confluencia entre los supuestos antagonistas. «Los de Davos» dedican ahora más atención a los problemas no deseados pero sí generados por la globalización, y tienen más en cuenta lo social. No se los puede llamar «globalizadores» porque la globalización (que nació con el Imperio Romano, pero tuvo varias etapas de aceleración, como la que siguió al descubrimiento de América), aunque resulta de la acción humana, no está proyectada ni dirigida por nadie; como proceso, es espontáneo. Y «los de Porto Alegre» (no se los puede llamar «antiglobalizadores» por la misma razón, como no se podría llamar «antigravitatorios» a quienes se opongan a la gravedad) ya no se autodenominan «antiglobalizadores», sino que quieren otra globalización (que minimice los inconvenientes y extienda los beneficios a todos) (ref. 4).

Vivimos en un mundo en el cual cada vez hay menos certezas (menos espacio para los fanatismos). Si uno se pronuncia es porque admite la realidad de aquello sobre lo que opina. En este caso, se puede discutir acerca del origen y consecuencias de la globalización; pero los antagonistas no dudan de su existencia. Sin embargo, hasta eso ha sido cuestionado. En ref. 5 (pág. 51) leemos: «En comparación con la belle epoque de 1890-1914, tanto la magnitud como la escala geográfica de los flujos comerciales, de capital y de migración son por lo común de un orden mucho menor.(...) En todos estos aspectos, la economía mundial contemporánea está notablemente menos abierta y globalizada que su predecesora del siglo XIX». Y estas afirmaciones proceden de numerosas fuentes que los autores citan. Eso no significa que la realidad sea una nebulosa incognoscible. Pero sí que «no hay hechos sin interpretaciones», cosa que debemos recordar ante la necesidad de decidir u opinar cada día acerca de muchos asuntos de los que conocemos muy poco. Digamos de paso que el título de este libro («Globalización/ Antiglobalización») no se refiere a los «partidarios» de una u otra cosa, sino a los que consideran que hay un proceso real que puede llamarse «globalización» y los que, por el contrario, consideran que no lo hay.

La Tercera Parte («La Nueva Cultura Económica») comienza con «La Política más allá del Estado Nacional». Dice en pág. 137: «la globalización supone algo más que una supresión de los límites bajo la primacía del mercado mundial; es también un debilitamiento de lo estatal frente a lo societario, la exigencia de trazar nuevos límites entre la nación y el estado, entre los estados nacionales y los grupos étnicos. Tampoco quiere decir que la esfera pública retroceda a favor de la privada, sino que surgen instituciones y organizaciones a las que no resulta aplicable una estricta separación entre lo público y lo privado».

Y en pág. 138 leemos: «Asistimos a una serie de transformaciones sociales que amenazan al estado nacional de una manera mucho más radical que los movimientos obreros del siglo XIX.(...) Porque la globalización no significa sólo internacionalización económica. Inaugura una concepción desterritorializada de lo social, un mundo en el que lo social ha adquirido una significación fuera de los marcos estatalmente determinados».

Y la idea se completa en pág. 141: «Sólo bajo el supuesto de que el poder político corresponde exclusivamente a una unidad territorialmente definida se convierte la democracia en un juego de suma cero: si el poder proviene únicamente del estado, entonces el fortalecimiento de las instituciones europeas supondría necesariamente menos poder para los parlamentos estatales. Pero si se parte de que las sociedades necesitan una pluralidad de escenarios para hacer reales sus derechos democráticos, entonces el ejercicio supraestatal, estatal y subestatal del poder político puede entenderse más como una ampliación que como una limitación de la autodeterminación. Instituciones fuertes a un nivel no tienen por qué conducir a instituciones débiles a otro nivel».

En el Capítulo 2 («Gobernar una sociedad compleja») leemos (pág. 143): «La deformación inevitable de quien tiene poder es considerar que debe cumplir su misión a pesar de la sociedad que tiene delante.(...) A nadie se le oculta que el estado moderno se ve enfrentado a decisiones que, en su actual configuración, no puede ni resolver ni disolver. Por eso es previsible que la política, en su forma actual, fracasará ante la ingobernabilidad de la sociedad del conocimiento».

Y en pág. 144: «Precisamente la función de la política consiste en gestionar esta contingencia, agudizada ahora por el hecho de que se ha disuelto el mito del estado como una instancia autosuficiente que estructura los intereses sociales».

Y aclara en la página siguiente: «Lo que se ha agotado no es la política sino una determinada forma de la política, en concreto la que corresponde a la era de la sociedad delimitada territorialmente e integrada políticamente (...)».

«Creo que todavía nadie sabe qué forma presentará la nueva política, qué tipo de orden corresponde o cabe conseguir en una sociedad policéntrica, heterárquica y descentralizada ni qué posibilidades hay de desarrollar nuevas formas de comunidad postestatal, pero la transformación exigida no es realizable fuera de este contexto».

En pág. 146 nos dice que «La idea de complejidad en la que pensaba Max Weber al formular su teoría de las formas de organización burocrática se correspondía con el modelo de las máquinas mecánicas del siglo XIX». En cambio (pág. 152): «La complejidad generada por los sistemas sociales plantea unas dificultades inéditas para la consecución de un orden a través de la política. Lo que acontece en las sociedades funcionalmente diferenciadas es que producen, mediante su estructura, una creciente superproducción de posibilidades.»

Aunque, citando a Luhmann, dice que «el todo es menor que la suma de sus partes», entiendo que en el párrafo anterior está implícito el hecho de que la complejidad genera un orden no deducible de sus partes. Y que al aumentar la complejidad, cada época plantea nuevos problemas, que a su vez requieren nuevas herramientas conceptuales para poder interpretar esa realidad y no pretender «cambiarla» como un elefante en una cacharrería.

«Y, a pesar de lo que a primera vista pudiera parecer –dice en pág. 160–, la política no pierde con ello peso social. Lo que ha cambiado son sus funciones y tareas. No es una actividad de escasa importancia en una sociedad del conocimiento coordinar los sistemas de lógicas divergentes, asegurar la unidad mínima de la sociedad o moderar los intereses contrapuestos».

«Diestros y zurdos»

No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tocando la boca o ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Quevedo

Llegamos al Capítulo 3: «Diestros y zurdos». Comienza diciendo (pág. 181): «Buena parte del actual desconcierto ideológico se debe a que la derecha utiliza un lenguaje progresista y la izquierda habla en clave conservadora.(...). Los papeles se han invertido: La derecha se ha vuelto utópica y la izquierda, realista».

Y en pág. 184: «Si la derecha ha tenido tradicionalmente una gran prevención frente a la ciencia y la izquierda la ha abanderado desde la Ilustración, hoy los papeles parecen haberse modificado.(...). En otros tiempos era la izquierda la que sostenía la existencia de unas leyes históricas o sociales; hoy es la derecha la que cree que dispone de unas leyes científicas incuestionables y una disciplina económica que permita omitir los procedimientos democráticos».

Podríamos agregar que la derecha era y sigue siendo nacionalista. La izquierda era «internacionalista», pero se ha vuelto cada vez más nacionalista. Además, la izquierda era democrática, pero, parte de ella, por ir perdiendo votos, o por los defectos de la democracia, aspira a «cambiar el sistema» (o sea: tomar el poder mediante un golpe de mano).

Toda persona o partido, puede ser juzgado por sus hechos y por sus palabras. Por sus hechos, PP y PSOE son casi idénticos; ambos son constitucionalistas y opuestos a cualquier agrupación que pretenda «cambiar el sistema» («el sistema» arrastra el doloroso recuerdo de la República de Weimar, a la que socialistas y comunistas, en lugar de unirse en su defensa, atacaron, abriendo el camino al horror nazi). Si el PP es «de derechas» y PSOE e IU «de izquierdas», lo son exclusivamente por lo que dicen, no por lo que hacen (o se proponen hacer). Pero si, como dice Inerarity, han intercambiado sus discursos, ¿por qué no intercambian también sus nombres? O, dicho de otra manera, ¿qué es lo que hace que la «izquierda» siga siendo izquierda, y la «derecha» derecha?

Está implícito, pero Inerarity no parece querer explicitarlo. Los partidos son competidores por los puestos de mando (lucrativos y dadores de prestigio y poder). Para ganar votantes usan el discurso que crean más conveniente en cada momento, guiados por el marketing electoral. Los partidos no defienden «ideas», ni siquiera programas [en ref. 6, Bárbara Probst Solomon escribió: «Mientras tanto Hillary, guiñándole el ojo izquierdo a su electorado habitual (...) mientras con el ojo derecho corteja a reaccionarios de la América profunda, también intenta sacar de la carrera a sus rivales democráticos en potencia».] (aunque la parte realizable de sus programas tratan de cumplirla, ya que es el interés de su electorado). Es lógico que sea así, puesto que, como ya hemos dicho, la función de la política no es «cambiar la sociedad», sino «gestionar la contingencia», «moderar los intereses contrapuestos». Pero, ¿y los partidos que pretenden «cambiar el sistema»? Son minoritarios, pero cumplen una función de control y crítica (a veces acertada) de los grandes partidos que se turnan en el Gobierno. No tienen un proyecto que pueda funcionar (puesto que las estructuras sociales no surgen de la mente de iluminados, sino que van creciendo como resultantes de pequeñas modificaciones que aparecen y desaparecen por prueba y error). Están agazapados esperando una ocasión favorable, como la tuvieron los bolcheviques en Rusia como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y los nazis en Alemana a raíz de la crisis de 1930 y con vistas a la Segunda Guerra Mundial.

¿Significa esto que izquierda y derecha ya no existen (o no existieron nunca)?. Inerarity dice en pág. 186: «Si alguien considera que ya no tiene sentido hablar de izquierdas y derechas, distingamos, si se quiere, entre zurdos y diestros (...)».

Por supuesto que tiene sentido. Si alguien declara que lo único que le importa es ganar más dinero y vivir sin privarse de nada, diremos que es de derechas. Si, en cambio, se preocupa por los pobres, por el tercer mundo, por los niños esclavizados en el trabajo, la prostitución o utilizados como soldados, será de izquierdas. Aunque no sepa como mejorar la situación de los oprimidos, o aunque eso sea imposible de manera inmediata y por medios políticos. Quien tiene esas preocupaciones y deseos es de izquierdas, porque tiene buenos sentimientos y es solidario. Los buenos sentimientos no son suficientes para modificar la realidad, pero sirven para que quien los tiene se sienta mejor consigo mismo y con sus correligionarios.

A mi parecer, izquierda y derecha tienen sentido, como lo han tenido siempre. Son conceptos éticos, de la esfera afectiva y del marketing político. Pero, dadas las funciones que la política tiene realmente, no son conceptos políticos.

El Capítulo 4 y último («Socioliberalismo. Una alternativa libertaria») tiene también ideas muy interesantes. Así, en pág. 188: «Una de las tareas más urgentes de la socialdemocracia liberal sería minimizar el poder estatal y luchar por que desaparezca la prepotencia económica. Es habitual considerar que la prepotencia económica se debe a una excesiva libertad de mercado, cuando ocurre más bien lo contrario: la prepotencia económica es causada por la falta de libertad económica».

Y en pág. 189: «No sólo la izquierda radical, tampoco la socialdemocracia ha entendido que la exigencia de «desregulación» no es un eslogan capitalista sino la necesidad creciente de una sociedad individualizada.(...)».

«Algunos fracasos de los gobiernos de izquierda no han sido otra cosa que el precio que debían pagar por aferrarse a la idea de que las mejoras de la sociedad aún podrían llevarse a cabo por medio de una planificación estatal centralizadora».

En pág. 191 nos recuerda: «La primera crítica radical del capitalismo provino de la derecha autoritaria. En el siglo XIX esta correlación se invirtió. La izquierda se hizo colectivista y, mediante la represión de las corrientes libertarias del movimiento obrero que llevaron a cabo Lasalle y Marx, se convirtió en defensora de la planificación estatal. La derecha, por el contrario, inicialmente antiliberal, se fue transformando hasta llegar a ser la abogada de la libertad empresarial.(...) Los primeros movimientos sindicales aceptaban plenamente la propiedad privada y la economía de mercado como las condiciones para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo, así como para una mayor y más barata oferta de bienes»:{Que es lo que sucedió en Europa, América del Norte, Sudeste de Asia, y ahora se extiende a China, India, Chile y Brasil}.

Al parecer, efectivamente, los sombríos relatos de Dickens, son buenas obras literarias, pero poco fieles a la realidad (ref. 7). Los terratenientes estaban en contra del librecambio y por eso atacaban a los industriales (ref. 8). Naturalmente, en 1850 los trabajadores estaban lejos de tener el nivel de vida que hoy tienen en el primer mundo. Pero su pobreza era mucho menor que la miseria de los campesinos, y la mayoría de ellos no habría llegado a sobrevivir si no fuera porque la industria creaba puestos de trabajo.

Inerarity continúa diciendo: «Los liberales habían enseñado que la cooperación social no surge por la ordenación y vigilancia de un estado tutelar sino del libre intercambio económico entre los sujetos que persiguen su propio interés.(...) Contra esta libertad simple plantea Proudhon una libertad cooperativa que no se opondría a la solidaridad pues la libertad de uno ya no encuentra un obstáculo en la de los demás, sino una ayuda; el más libre sería aquel que dispusiera de las mejores relaciones con los demás».

Y en pág. 192 dice: «Pese a haber pasado a la historia bajo el rótulo del socialismo utópico, Proudhon no exigía a los trabajadores soñar en un ideal utópico de sociedad –en el que no creía– ni confiar ciegamente en una casta dirigente que prometiera ejercer el poder del estado en beneficio de sus seguidores».

En pág. 193 leemos: «No se trata de suprimir el estado sino de lo contrario: de consolidarlo y hacerlo más eficaz con menos burocracia y más transparencia, para lo cual es inevitable que se retire de muchos ámbitos sociales que ocupa.(...) Y es que, en el fondo, el neoliberalismo es una ideóloga antiliberal y se basa en una visión del mundo que rezuma fatalismo y sumisión (...)».

«(...) Esta socialdemocracia liberal previene, no obstante, contra la ilusión de considerar la justicia social como simple igualdad y no como igualdad compleja, no pone el acento en la nivelación sino en la igualdad de oportunidades».

Naturalmente, sólo se puede «igualar» lo igualable. Un hombre no es igual a una mujer. Si no hay igualdad económica, es relativa la igualdad jurídica y de oportunidades. Sin embargo, hoy todos los hombres y mujeres pueden votar y tienen acceso a la enseñanza. La situación es mucho mejor que hace un siglo. La igualdad económica no es posible ni deseable, entre otras razones porque tendría consecuencias caóticas y llevaría a la miseria general (ref. 3). Toda persona debe tener techo, alimento, vestido, sanidad e instrucción. A partir de ese mínimo, toda mejora depende de la laboriosidad, conocimientos, inteligencia e iniciativa de cada uno. Antiguamente había dos maneras de adquirir fortuna: heredarla o hacer un matrimonio de conveniencia. Hoy, el hombre más rico del mundo, Bill Gates, amasó su fortuna gracias a sus cualidades, y es un importante factor gracias a los cuales disfrutamos de internet y del correo electrónico. Se puede decir que su fortuna refleja el agradecimiento de la sociedad. En cambio, propuestas como la «igualdad económica» son reaccionarias debido a sus consecuencias previsibles, aunque provengan de la «izquierda».

Continúa en pág. 194: «La crítica corriente al sistema económico mundial dispara contra la mercantilización como si el mercado fuera el responsable de la miseria del mundo. Pero el problema estriba en que no existe una auténtica economía de mercado.(...) La globalización puede utilizarse para despojar de su poder a las concentraciones económicas existentes y abrir efectivamente los mercados mundiales.(...) La apertura decidida de los mercados mundiales no producirían un aumento de poder de las grandes corporaciones, sino todo lo contrario: una globalización auténticamente liberal significaría el final de los consorcios mediáticos, financieros e industriales. El que no ocurra así no se debe a la inamovible «lógica del capital» sino al intervencionismo de los estados».

Hay otra reflexión muy interesante en pág. 195: «Los individuos no disponen de ningún medio para conocer las relaciones entre las contribuciones individuales y su utilización colectiva. El estado es un intermediario que oscurece las relaciones sociales, recubriendo la solidaridad real con mecanismos anónimos e impersonales, de tal modo que ésta deja de percibirse. El resultado es una irresponsabilidad generalizada. Acabamos pensando que los salarios, los precios, los beneficios, los impuestos y las cotizaciones no tienen nada que ver con las relaciones sociales.

Estas palabras se podrían ilustrar con un ejemplo que, a mi parecer, es muy pertinente. En los últimos años el precio de la vivienda aumentó de manera espectacular. Durante el gobierno del PP, se lo responsabilizó de la «especulación» e incluso se insinuó una connivencia, al mencionar empresas vinculadas a dirigentes del PP. Un año después de que el PSOE llegara al Gobierno, los precios siguen subiendo: nada ha cambiado. Sin duda, habrá corrupción. Pero lo que impulsa los precios es la demanda. Un 30% es de personas que no viven en España (¿inversión? ¿blanqueo de dinero?). Otro factor es que el mercado de alquiler es casi inexistente en España (contrariamente a lo que sucede en Alemania y Francia), lo que obliga a los jóvenes a hacer esfuerzos descomunales para acceder a un piso. Pero, en lugar de analizar por qué no crece el mercado de alquiler (una de las razones es la falta de seguridad legal: las viviendas vacías significan enormes pérdidas que nadie toleraría si le fuera posible alquilarlas), muchas personas piensan que el Gobierno o los Ayuntamientos deberían construir más viviendas protegidas. Sólo sería posible vender viviendas protegidas (es decir, de un precio mucho menor que el de mercado) a unos pocos. Y el efecto económico sería aumentar aún más el precio de las no protegidas (por reducir el ya escaso suelo disponible). Pero lo que nos importa en este caso como ejemplo, es otro aspecto del asunto. Probablemente sea «justo» dar viviendas a mitad de precio (y en algunos casos, ¿por qué no?, totalmente gratis) a ciertos sectores de la población (minusválidos, inmigrantes pobres, refugiados políticos, etc.). Eso debe decidirlo la ciudadanía, pero con conocimiento de causa. Tal vez no todos se percaten de que todo lo que se vende por debajo de su precio de mercado, implica que la ciudadanía está pagando la diferencia con sus impuestos (para cubrir lo que los Ayuntamientos dejarían de percibir). Si la mayoría decide regalar pisos al 10% o al 50% de la población, está en su derecho (y sería muy meritorio), pero deben saber que lo están pagando ellos. No los regala un «ente abstracto (el Estado, el Ayuntamiento), sino los ciudadanos solidarios. Y como es inevitable que esto de lugar a la picaresca, se necesitan inspectores que vigilen el cumplimiento de las condiciones especificadas a los beneficiarios, y la posibilidad de corrupción de los funcionarios que adjudican las viviendas protegidas; por eso, el costo total para las instituciones, sería aún mayor que el de mercado. Y, para la mayoría de los ciudadanos, el precio de la vivienda sería el de mercado más los sobreimpuestos para costear las viviendas protegidas y los gastos adicionales que hemos mencionado. Esa solidaridad –el pago de todo o parte del costo de las viviendas y sus impuestos cada año por parte de los ciudadanos para beneficiar a un sector– es lo que Inerarity decía que parece no tener nada que ver con las relaciones sociales.

Y vamos al último párrafo del libro (pág. 196): «La creación de una mayor igualdad de oportunidades en el mercado libre en vez de una redistribución centralizada sería entonces el objetivo de una combinación histórica de ideas liberales y sociales. Esa será la renovación radical de la socialdemocracia que no se resigna a que los conservadores monopolicen una dimensión de la libertad y la gestionen sin aprecio hacia la igualdad, con la superioridad que les otorga el fracaso de las estrategias de redistribución estatal».

Espero haber logrado mostrar que este libro tiene enfoques originales, expresados con claridad e ingenio, y, sobre todo, que estimula la reflexión del lector.

Referencias:

  1. La transformación de la política. Daniel Inerarity (2002). Península/ Ayuntamiento de Bilbao.
  2. Investigaciones. Stuart Kauffman (2000). Tusquets (2003).
  3. «Ideología y cambio real». S. Samet. El Catoblepas, nº 9.
  4. «Las conexiones ocultas. S. Samet. El Catoblepas, nº 18.
  5. Globalización/Antiglobalización. Sobre la reconstrucción del orden mundial. (2002). David Held y Anthony Mc Grew. Paidos (2003).
  6. «El baile de Hillary sobre el aborto». Bárbara Probst Solomon. El País, 24 de marzo 2005.
  7. Capitalismo. Arthur Seldon (1990). Unión Editorial, 1994 (pág. 328).
  8. En Lecturas de Economía Políitica, Vol. II. Jesús Huerta de Soto (1985), ver «Historia y Política», F. A. Hayek, págs. 101 y 102.

 

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