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El Catoblepas, número 38, abril 2005
  El Catoblepasnúmero 38 • abril 2005 • página 3
Guía de Perplejos

De los regalos

Alfonso Fernández Tresguerres

Acerca del origen y la significación del regalar

1

Para nosotros la costumbre de intercambiar regalos se ha convertido en una práctica tan habitual que no siempre es fácil reparar en lo que, en verdad, tiene de sorprendente. Así, una interpretación meramente superficial del asunto nos empujaría a entender el regalo como manifestación de simpatía o afecto hacia el destinatario del mismo; lo que es cierto, aunque no siempre; ni siempre hacemos regalos a todos aquéllos que nos resultan simpáticos; pero, en cualquier caso, no es explicación suficiente: ¿por qué esa prueba de cariño tiene lugar, precisamente, mediante la acción de dar? ¿Diremos, tal vez, que con el regalo queremos hacerle saber a una determinada persona que nos es especialmente querida? Pues también es cierto, pero tampoco siempre: con más frecuencia el intercambio de regalos tiene lugar en el contexto de una relación afectiva perfectamente conocida por quien da y por quien recibe. Es más: al margen de tal relación, hasta es probable que el regalo mismo pudiera prestarse a equívocos y a falsas interpretaciones. Se podría pensar, entonces, que hacer un regalo a alguien es una forma de renovar la declaración de nuestro afecto, de manifestar que tal afecto sigue vivo. Pero, dejando ahora a un lado eso de que también existen «regalos envenenados», ¿acaso no es obvio que en el trato cotidiano damos otras muestras de que nuestro cariño permanece intacto? ¿Por qué remarcar esa renovación con un objeto? Obsérvese, además, que, habitualmente, lo que menos importancia tiene, en realidad, es el propio objeto (lo que cuenta es el detalle, suele decirse), porque lo que torna valioso al regalo no es el valor del objeto, y menos aún lo costoso de éste: lo más frecuente es que pueda ser adquirido por el receptor en el momento en que lo desee; y hasta en caso contrario (luego volveré sobre ello), cuando alguien recibe un regalo excesivamente valioso, o que excede en demasía sus propias disponibilidades adquisitivas, es posible que tal obsequio deje de ser visto como tal, tornándose en menosprecio u ofensa. Llamar la atención sobre el coste del objeto es, por eso, un insulto o una torpeza inexcusable; de ahí que se preste mucha atención a que con el regalo no se nos deslice también la etiqueta de su precio.

Mayor alcance tiene, creo yo, buscar la clave del regalo en la sorpresa: lo verdaderamente hermoso y grato del regalo es no esperarlo, no contar con él; y que esto es así, lo prueba, tal vez, el hecho de que, aun cuando solemos tener perfectamente regladas las fechas en que se dan y reciben obsequios, se pone mucho cuidado en ocultarlos y en que no se conozcan hasta el último momento, y de ahí el que los regalos se envuelvan, claro está. Con esta segunda hipótesis explicativa lo que en último término se estaría diciendo es lo siguiente: se hacen regalos porque a la gente le gusta recibirlos. Y seguramente, de nuevo, eso es verdad, pero, con todo, no es posible acallar la sospecha de que continuamos moviéndonos en aspectos demasiados superficiales. La costumbre de regalar ha de poseer, sin duda, raíces no sólo más profundas, sino también de una considerable antigüedad: que el regalo, o la donación, hablando más en general, hubiera sido un factor importante en nuestro periplo evolutivo, habiendo tenido en él alguna notable función adaptativa, podría explicar su permanencia y el resto de elementos a él asociados, y a los que acabamos de referirnos, incluido el sentimiento de agrado que lo acompaña (y no únicamente a quien lo recibe, sino asimismo, y acaso principalmente, a quien lo da, porque es agradable recibir regalos, pero tal vez lo es aún más poder hacerlos).

2

Comencemos, ante todo, por la siguiente cuestión: ¿el regalar es patrimonio exclusivo del ser humano o, por el contrario, es comportamiento que se encuentra también en otras especies animales? Por supuesto, desde el momento en que el hacer humano (incluso el hacer regalos) no puede ser abstraído de los contextos culturales (en sentido enteramente objetivo) en los que se inserta, el regalo no podría ser reducido, sin más, a mecanismos o disposiciones meramente etológicas; pero, con todo, tendría una enorme importancia y una profundísima significación el que en otros animales pudiésemos afirmar con propiedad (y no ya en términos de una analogía meramente formal) que se halla presente la práctica del regalar.

Según el etólogo alemán Eibl-Eibesfeldt, quien ha elaborado lo que él denomina una etología del intercambio de regalos, la donación de alimentos, especialmente en el contexto de la crianza y el cortejo, es algo perfectamente observable en el comportamiento animal. Sin embargo, a mí me parece que colocar el alimento que se suministra a las crías en el dominio del regalo, supone, a todas luces, forzar el término o, al menos, generar una profunda confusión, porque, desde luego, no es de eso de lo que estamos hablando; mas no porque, por principio, haya de ser negado que el regalo (incluso entre humanos) cumpla (o haya cumplido) alguna función biológica, sino porque tal funcionalidad de carácter biológico no puede ser llevada hasta el extremo de identificarla con lo que constituiría el aspecto más primario y elemental de la propia supervivencia de la especie, a saber: el que los padres alimenten a las crías, ya que, en ese caso, se desdibuja por completo el concepto mismo de «regalo». Éste, si realmente lo es, y aun cuando insistamos en hallar en él esa dimensión biológica, tiene (incluso visto desde parámetros biológicos) algo de innecesario, de superabundans, de lujo, de superfluo, hasta de juego (no en vano los términos que he utilizado los usa también Johan Huizinga para referirse al juego mismo). Y estas condiciones, que no cumple la crianza, sí se encuentran, probablemente, en las donaciones que acompañan al cortejo (y ello sin necesidad de negar en este caso aquella funcionalidad biológica de la que hablábamos). Y ese tipo de regalo, cuya frecuencia entre humanos, en ese mismo contexto (en el contexto de lo que podemos llamar el juego de la seducción), es tal que ni siquiera merece la pena insistir en ello, se observa, en efecto, también en otras especies animales, como es el caso de algunas aves, por ejemplo. Lo que no significa, por supuesto, que debamos reducir el cortejo humano al cortejo en sentido etológico-genérico, abstrayendo o difuminando (como hace el propio Eibl-Eibesfeldt) las diferencias esenciales que en esto de la seducción (como en muchos otros aspectos) pueden ser detectadas entre el comportamiento humano y el animal; diferencias que no se predican en abstracto, con el objeto de defender nuestra especificidad, sino que son el resultado de procesos culturales objetivos, lo que impide que la Antropología pueda hacerse equivalente, sin más, como quisiera Eibl-Eibesfedlt (entre otros), a una Etología humana. Pero volvamos a los regalos.

En los antropoides, y, desde luego, en los chimpancés, se puede observar (continúa argumentando Eibl-Eibesfeldt) la existencia de una norma de «posesión del objeto», que se sustenta en la inhibición primaria a despojar al otro de sus pertenencias (de sus alimentos, para ser más precisos): en lugar de arrebatárselas lo que hay que hacer es pedirle, mediante gestos, que comparta aquello que tiene. Y esta es una pauta que respetan incluso los machos dominantes ante un individuo de menor rango; que respeta hasta el mismísimo macho alfa. Esto conduce al etólogo alemán a la suposición de que las donaciones se encuentran principalmente al servicio de las relaciones sociales, generando lazos de amistad, que se establecen sobre el presupuesto de que quien da es dueño del objeto y que existe una disposición para dar y recibir, ya que quien recibe adquiere el compromiso de convertirse en donante, a su vez, en el momento oportuno. Se trata de lo que Eibl-Eibesfeldt denomina «el sentimiento del deber de reciprocidad», y cuyo carácter universal (al menos en el caso de los simios y del propio ser humano) le parece obvio, como lo prueba –argumenta– el que hasta en el lactante se descubren gestos de ofrecimiento y donación, gustándole establecer juegos de dar y recibir, en los que puede detectarse ya la presencia de aquellas normas que regulan el donar.

Al sentimiento de reciprocidad hay que añadir el hecho de que, por lo general, quien da suele minimizar la importancia de su acción y el valor del regalo. Y todo ello empuja a Eibl-Eibesfeldt a la conclusión (que él refiere concretamente al caso del Kula, descrito por Malinowski, pero que seguramente no es exagerado que nosotros se la atribuyamos con carácter general), según la cual el regalar: «Desde el punto de vista de la etología se trata de un acto de aplacamiento, cuyo objetivo es la aceptación de los presentes, pues se es portador de un ruego: se pretende que el don sea aceptado para que el receptor cargue con un compromiso». De este modo, la Etología (o al menos el etólogo al que nos estamos refiriendo) vendría a apoyar la tesis defendida por Marcel Mauss, en su ya clásico Essai sur le don (1925), para quien la función primaria y original del regalo y del intercambio de donaciones sería la social, no la económica (tesis impugnada, para sostener justo lo contrario, por otros importantes antropólogos, como Marvin Harris).

Podría conjeturarse, acaso, que la postura que yo mismo he defendido más atrás, a saber: que el regalo, en cuanto tal, tiene siempre algo de superfluo, de exceso, de innecesario, en suma, se hace inmediatamente solidaria de la posición de Mauss. Sin embargo, no me parece que por fuerza haya de ser así, sino más bien al contrario: precisamente el que aquello que define esencialmente al regalo sea su carácter de cosa superflua y no necesaria, a lo que obligaría es a concluir que ni las donaciones de alimentos en el mundo animal pueden ser consideradas propiamente regalos (o únicamente lo serían en contadas ocasiones), ni el intercambio recíproco, característico de las sociedades humanas más elementales, puede entenderse como establecido sobre la donación de regalos, desde el momento que lo que en él se dona son bienes de consumo o de primera necesidad (es sabido que el intercambio de brazaletes y collares del sistema Kula da pie a transacciones económicas mucho más materiales y tangibles). Y, por el mismo motivo, nadie llama «regalo» a una limosna, y mucho menos entiende que sea dar limosna la acción de regalar. Y de todo ello, la conclusión que se impone, creo yo, es que el don –como lo denomina Mauss–, las donaciones y los intercambios tienen, primaria y originariamente, un sentido y una funcionalidad de carácter económico, no social (con independencia de que ambas funciones son, en realidad, inseparables, puesto que la propia relación económica da lugar a relaciones sociales, e incluso no puede establecerse al margen de algún tipo de relación social, aunque ésta consista únicamente en dejar los productos en un lugar apartado y retirarse para que el otro pueda examinarlos y valorarlos a solas, tal como era costumbre en algunas sociedades primitivas). Sólo cuando la propia complejidad de las estructuras sociales humanas se vio acompañada por una complejidad igualmente creciente de sus sistemas económicos, en los que la reciprocidad fue sustituida por otras formas de intercambio, el don se hizo independiente de la esfera económica y pública para refugiarse en la personal y privada, convertido en regalo.

Así pues, no es el comercio quien se genera y se desarrolla a partir de los dones y de los regalos, como sostiene Mauss, sino al revés: es el regalo el que tiene su origen en las transacciones comerciales, una vez que éstas se hicieron independientes del sistema de intercambio recíproco.

3

Tal sistema es, en efecto, el característico de las primeras sociedades humanas, que son, en muchos aspectos, las más elementales, y cuyo prototipo se encuentra en las agrupaciones de cazadores-recolectores. En ellas, y según sus necesidades, el individuo puede apropiarse de aquello que le haga falta, sin importar quién haya sido el cazador más afortunado o el artesano más hábil; y se espera de él que, a su debido tiempo, se convierta, a su vez, en donante, aunque no hay nada establecido sobre la cantidad de tal donación o el tiempo en el que debe ser efectuada (y, desde luego, no se pretende que tenga lugar de forma inmediata), ni tampoco existe alguna norma específica por la cual el receptor se vea obligado a liquidar su deuda; de hecho, su participación en los bienes de otro ni siquiera es considerada como tal deuda, y por eso, cuando él da, nadie para mientes en si lo hace en menor, mayor o igual cantidad, y esto significa, al mismo tiempo, que no se efectúa ningún tipo de cálculo acerca del valor o los servicios de los que otros se han beneficiado. Mas, en contra de lo que pudiera pensarse, tal organización económica no supone ningún paraíso para los gorrones, porque la murmuración y la desaprobación social constituyen mecanismos coercitivos lo suficientemente poderosos como para disuadir a los aprovechados. Y es de suponer que con un individuo (que alguno habrá) a quien su prestigio social y personal le traiga sin cuidado, siempre queda el expeditivo procedimiento de no volver a compartir.

Supongo que no hará falta llamar la atención acerca del hecho de que esos mismos mecanismos son los que rigen también nuestro intercambio de regalos. Cuando alguien recibe uno, no entiende que con ello haya contraído una deuda, ni se siente obligado a corresponder inmediatamente con otro (aunque en alguna fecha señalada así es, en efecto), y, del mismo modo, es consciente de que cuando él deba hacerlo, nadie examinará con lupa el precio de los dos objetos intercambiados, y aunque no existe ninguna ley escrita por la que uno se vea obligado a regalar a su vez, el propio funcionamiento del sistema del regalo excluye al gorrón, e incluso al aprovechado, que pudiera hallarse tentado a corresponder a un regalo con otro de menor valor en una proporción tal que rayara el insulto (siempre, claro está, que su disponibilidad económica le permita hacerlo en igual o similar medida). Por lo demás, en el intercambio de regalos, el radio de acción dentro del cual puede moverse el gorrón es aun menor que en el intercambio recíproco de los pueblos primitivos, porque casi siempre se regala dentro del núcleo familiar más íntimo, o entre amigos y allegados, a los que se supone unidos por determinados lazos de afecto que parecen excluir la gorronería (ser gorrón es una indecencia, pero gorronear a un padre o a un hijo, es algo que se encuentra más cerca del trastorno mental que del vicio). Y a propósito de esto, adviértase que muchas sociedades primitivas (entre otras cosas, probablemente, para defenderse del aprovechado) lo que hacen es organizar el intercambio de bienes y servicios en función de las relaciones de parentesco, que no siempre (a decir verdad, pocas veces) se establecen en términos de relaciones consanguíneas: lo que importa es que si un individuo llama «padre» a todos los varones del grupo de la edad del suyo propio, se relacionará con ellos como si realmente fuesen tal (y lo mismo con cualquier otra categoría de parentesco).

De todos modos, conviene subrayar que, tanto en el intercambio recíproco de cazadores-recolectores como en nuestros regalos, se espera que exista correspondencia, es decir, del individuo que recibe se confía que comprenda que tiene la obligación de devolver, y que lo haga en su momento; y previamente a ello se espera, igualmente, que acepte la donación misma. No se descubre nada, desde luego, al afirmar que uno de los mayores desprecios que se puede infligir a alguien consiste, precisamente, en rechazarle un regalo (R. L. Stevenson pudo comprobar por sí mismo hasta qué punto eso resultaba ofensivo para los nativos de las islas Marquesas). Por eso, como señala Marcel Mauss, en el ciclo del don se pueden detectar tres elementos: la obligación de dar, el deber de aceptar y la obligación de corresponder. Ahora bien, podría, acaso, argüirse que, si bien resultan bastante obvias las obligaciones de aceptar y corresponder, no lo es tanto la de dar, y que sólo cuando alguien voluntariamente da, nacen el deber de la aceptación y el de la correspondencia. Mas esto puede parecer confuso sólo lo es si lo examinamos desde nuestro actual regalo, y ni siquiera en ese caso, pues si bien es cierto que cabría sostener que no tenemos la obligación de regalar nada a nadie, con según qué personas y en según qué contextos tal afirmación es sencillamente falsa, y existe, de hecho, el deber de regalar. Pero es que en el intercambio económico de las sociedades primitivas, esa misma afirmación es falsa siempre y per se, ya que la propia supervivencia (la del individuo y la del grupo) depende de la solidaridad que se expresa en la donación, y ésta última constituye el único camino para que el sujeto se convierta en beneficiario de la primera y merecedor de recibir cuando lo necesite. Tiene, pues, razón Mauss cuando afirma que los dones son «en teoría voluntarios, desinteresados y espontáneos, pero de hecho obligatorios e interesados». Como señalaba La Rochefoucauld: «nous donnos du secours aux autres, pour les engager à nous en donner en de semblables occasions; et ces services que nous leur rendons sont, à proprement parler, des biens que nous nous faisons à nous-mêmes par avance» [«proporcionamos auxilio a otros para comprometerlos a que nos lo proporcionen en ocasiones similares; y esos servicios que les prestamos son, propiamente hablando, bienes que nos hacemos a nosotros mismos por adelantado»]. Sin duda que es así. Y seguramente La Rochefoucauld no sabe hasta qué punto ha dado con una formulación ajustadísima para expresar aquello a lo que nos estamos refiriendo, mas, para ello, es preciso despojar sus palabras de la carga irónica (y hasta cínica) que conllevan (algo, por lo demás, tan habitual en él, y por lo que me es, precisamente, tan querido, dicho sea de paso). Pero en esta ocasión, ciertamente, está de más la sospecha. Se da aquí, es verdad, un sutilísimo juego de intereses mutuos, mas enteramente lícitos y hasta necesarios, ya que de no haber sido así probablemente no estaríamos aquí en estos momentos.

¿Significa todo esto que no existe nada similar a aquello que Malinowski denominaba «regalo puro»? Seguramente sí. Pero habría que buscarlo, tan sólo, en el ámbito de la familia nuclear, y muy especialmente en las relaciones padres / hijos. Es muy probable que los dones, servicios y objetos (entre ellos el mismo alimento) que los padres proporcionan a sus hijos sean completamente desinteresados y se presten sin la menor expectativa de devolución (únicamente desde posiciones sociobiológicas se podría continuar hablando aquí de egoísmo, aunque se trataría, en este caso, de un egoísmo genético). Sin embargo, tampoco debe perderse de vista que de los hijos se espera también que, llegado el caso, atiendan las necesidades de sus padres y se ocupen de ellos; y se espera hasta tal punto que no hacerlo es visto (porque lo es, realmente) como una de las mayores infamias en las que podría incurrir un ser humano. De todos modos, esta situación (el cuidado de los hijos por parte de los padres) presenta peculiaridades tan propias y distintivas, dentro de la propia reciprocidad, que algunos (Sahlins o Service, por ejemplo) se referirán a ella con la denominación de reciprocidad generalizada, diferenciándola, así, de la reciprocidad equilibrada, que sería aquélla en la que de manera palpable existe expectativa de devolución.

Según esto, la costumbre de intercambiar regalos habrá de ser entendida como un residuo del intercambio recíproco propio de las primeras agrupaciones sociales humanas (también de aquéllos que, siguiendo a Murdock, podemos denominar nuestros contemporáneos primitivos). Y, desde esta perspectiva, acaso acierta Maurice Godelier cuando, con una profunda nota poética, afirma que: «El don se hace portador de utopía»; utopía porque representaría la nostalgia, que el regalo entraña, experimentada ante la solidaridad y generosidad que caracterizaron otros momentos y otras épocas de nuestra evolución. Lo que ahora se podría discutir es si tales épocas fueron necesariamente, y en todos los aspectos, mejores o peores que la que ahora vivimos. Pero ésta, obviamente, es otra cuestión.

En cualquier caso, cuando el don (la donación, el dar), originariamente al servicio de necesidades económicas y biológicas (dado su alto valor de supervivencia), mas ligado también al establecimiento de relaciones sociales, se torne innecesario y superfluo (en cuanto a su funcionalidad económica y biológica), se convertirá en regalo, que es, por ello, un don innecesario y superfluo, mas no por eso menos importante, aunque su importancia (heredada, en alguna medida, del don primigenio) estribará ahora en el establecimiento y mantenimiento de lazos afectivos y sociales.

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Tenemos, pues, que en el regalo se encierra siempre un gesto implícito de solidaridad, llegada hasta él, sin duda, del primitivo don, propio del intercambio recíproco; mas supone también (y esto es esencial) una cierta superioridad por parte de aquél que dona, pues quien recibe se encuentra, por eso mismo, y aunque no sea más que en ese momento y en esa circunstancia, y respecto a aquello que es objeto de donación, en una situación inferior. De ahí que resulte fundamental que al regalar no quede subrayada en exceso esa inferioridad en la que se encuentra el receptor.

En las antiguas sociedades de cazadores-recolectores ese intento de minimizar la acción del donante se llevaba hasta el extremo de excluir el dar las gracias por lo recibido. Así, por ejemplo, según informa Robert Dentan, los semai de Malasia desconfían de inmediato de quien manifiesta su agradecimiento, porque suponen automáticamente que se trata de un individuo profundamente calculador, que examina al detalle cuánto da él y cuánto recibe de los otros: «En este contexto –escribe Dentan–, dar las gracias es de muy mala educación, puesto que sugiere, primero, que uno ha calculado la cantidad de regalo y, en segundo lugar, que no esperaba que el donante fuera tan generoso». Por su parte, Richar B. Lee, estudioso de los bosquimanos !kung, pudo comprobar esto mismo en ese pueblo, cuando habiendo comprado un hermoso buey para ofrecerlo como regalo de Navidad al grupo con el que vivía, se encontró no sólo con que lejos de que alguien mostrase el menor agradecimiento, todo el mundo menospreció al buey en cuestión, e incluso le insinuaron que había sido timado por quien se lo vendió. El buey, por supuesto, resultó excelente, y todos los !kung dieron buena cuenta de él con excelente apetito. Cuando más adelante Lee se dedicó a indagar acerca de los motivos de la actitud de éstos, he aquí lo que le manifestó uno de sus informantes: «Cuando un joven trae tanta carne, llega a creerse un jefe o un gran hombre y piensa que los demás son sus servidores o inferiores. No podemos aceptar esto, rechazamos a quien se jacta, porque, algún día, su orgullo le llevará a matar a alguien. Así, siempre hablamos de su carne como si no tuviera valor. De esta manera ablandamos su corazón y le hacemos generoso». Otra forma de restar valor a los regalos era la que tenía el nativo de las Marquesas, que simulaba olvidarse del obsequio en el momento de despedirse de quien se lo había dado: «Si se le hace un regalo –escribe Stevenson– aparenta olvidarlo y se le debe ofrecer de nuevo cuando se marcha: una bonita formalidad –concluye el escritor escocés, quien no parece percatarse muy bien del por qué de tal práctica– que no he encontrado en ninguna otra parte».Y, en fin, seguramente en este contexto es en el que hay que interpretar asimismo la costumbre esquimal (y el dicho con que se expresa) de no entender nada como un regalo, porque «con los regalos se hacen esclavos, de la misma manera que con el látigo se hacen perros».

Ciertamente, nosotros no hemos llegado a tanto, y se espera, desde luego, que quien reciba un obsequio se muestre agradecido, y hasta que exagere la generosidad del otro y el valor de lo recibido; y justamente lo contrario es lo que se supone que debe hacer el donante. Tal es la delicadeza en el dar y en el recibir que entre nosotros establecen, no ya las normas de la moral, sino acaso, y principalmente, las de las buenas maneras. Y sólo un patán podría violar tales preceptos, que, si no escritos, poseen tanta fuerza (o probablemente más) que si estuvieran establecidos con carácter de ley.

Cabe, indudablemente, una vanidad también en el dar, y evitarla (u ocultarla, al menos), exige, desde luego, no alardear de generosidad ni del valor (no digamos ya del precio) del regalo. En cierto modo, nos hallamos, en ese aspecto, en una situación inversa a la de los pueblos cazadores-recolectores: entre nosotros es quien da el que debe menospreciar tanto su acción como su obsequio, y se espera, por supuesto, que el receptor no esté de acuerdo, y subraye, por su parte, el alto valor de ambos. Otra conducta distinta en cualquiera de ellos sería considerada insultante. Como insultante podría resultar el regalar algo que exceda hasta tal punto las posibilidades adquisitivas del alguien, que, al tiempo que éste pudiera interpretar que quien le obsequia pretende remarcar esa circunstancia, así como la situación respectiva de superioridad e inferioridad de uno y otro, le impida, llegado el momento, corresponder, a su vez, en igual o similar medida. De hecho, también en esas sociedades simples a las que nos hemos referido el regalo desproporcionado resulta inmediatamente sospechoso, y o bien se piensa que quien lo hace es un perfecto imbécil, o bien (con más frecuencia acaso) suscita automáticamente recelos respecto a cuáles sean sus verdaderos propósitos.

Justo lo contrario es lo que acontece en el potlatch, practicado por los indios kwakiutl, y otros nativos de la costa noroeste de EEUU y Canadá, que constituye una nueva forma de intercambio económico (no recíproco, en este caso, sino redistributivo), y de cuya funcionalidad, desde luego, no hay por qué dudar, pero que se caracteriza, precisamente, por una actitud fanfarrona, derrochadora y destructiva, situada en las antípodas de las formas que presiden el intercambio recíproco y también nuestra propia costumbre de intercambiar regalos, lo que hace que sea muy difícil tratar de hallar en él el origen de ésta.

Regalar, en suma, puede ser no sólo un modo de establecer y mantener lazos de afecto, de mostrar cariño o interés por otro, sino también una forma de humillación, y hasta de castigo. Y no seamos tan simples como para sugerir que tal es la interpretación correcta del potaltch, pero sí podríamos decir que las actitudes con las que se lleva a cabo y las maneras que en él se observan son, en el fondo, las mismas que subyacen en aquellos regalos nuestros (que también los hay) con los que no manifestamos cariño, sino menosprecio. A este respecto, recuerdo ahora lo que cuenta el psicólogo Masserman de un paciente afectado por una neurosis obsesivo-compulsiva. Se trataba de un ejecutivo de éxito al que varias veces al día asaltaba la obsesión de que los dos hijos que había tenido en su primer matrimonio se encontraban en serio peligro. Cuando eso ocurría, no podía evitar llamar al director del colegio en el que se encontraban los niños, con el objeto de que éste le tranquilizase asegurándole que se encontraban bien. Naturalmente, el sufrido director no pudo por menos que acabar hartándose, lo que agravo la neurosis del enfermo. Pero aquí viene el asunto de los regalos: «El mismo paciente –escribe Masserman– no podía regresar por la noche a casa sin comprar un pequeño regalo a su esposa y a cada uno de sus hijos, aunque, significativamente, casi siempre era algo que ellos no querían». Acaso la frustración y la culpabilidad que experimentaba por lo que él interpretaba como el abandono de sus hijos se la hacía pagar, de ese modo, a su nueva esposa y a los hijos de ésta.

Así, pues, hay también un «regalo envenenado», cuando éste es puesto al servicio del insulto, la humillación o el castigo. Y hasta yo mismo podría referir un caso similar: al menos, una de mis antiguas alumnas me ha asegurado que cada vez que se presentaba en casa con un número significativo de suspensos, su madre le regalaba una tarta (omitiré, por respeto a madre e hija, referirme a cuanto podría ascender el cómputo total de tan «dulces» donaciones). Se trata de un buen ejemplo de lo que quiero decir. Ocasiones en las que, como también observa Eibl-Eibesfeldt: «La donación puede degenerar en contienda y el regalo en arma.»

 

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