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El Catoblepas, número 40, junio 2005
  El Catoblepasnúmero 40 • junio 2005 • página 7
La Buhardilla

Escepticismo y alegría
en Michel de Montaigne

Fernando Rodríguez Genovés

Examinamos aquí el sentido y el alcance del denominado escepticismo,
con el que es costumbre rotular el pensamiento contenido en los Essais
de Michel de Montaigne, a la luz de su comprensión de la alegría{1}

Michel de Montaigne

Otras épocas más serenas lanzaron una mirada distinta sobre la herencia literaria, moral y psicológica de Montaigne, debatiendo sabiamente a fin de saber si era un escéptico o un cristiano, un epicúreo o un estoico, un filósofo o un bufón, un escritor o tan solo un genio diletante
Stefan Zweig, Montaigne

1

Entre el escepticismo y la perplejidad

Los Ensayos de Michel de Montaigne, considerado como libro total e íntegro, se hallan repletos de alusiones al valor relativo de nuestras ideas, hasta el punto de mostrar manifiestas reservas acerca del derecho que tenemos a reivindicarlas indiscutiblemente como propiamente «nuestras». La mirada crítica hacia la filosofía y la ciencia oficiales no abandona al autor en ningún momento de su obra. En particular, la «Apologie a Raimond Sebond», el texto más extenso en el conjunto de ensayos («un si long corps contra ma coustume»), y que por su formalidad presenta una cierta discontinuidad con el resto, suele interpretarse como el testimonio más concluyente de su incontestable «escepticismo y fe animal», por decirlo al modo de George Santayana. El argumento central del texto montaniano destila, en efecto, descreimiento general y un elogio de la duda y la precaución frente a las disertaciones que hablan en nombre de la Verdad. ¿Contrae esta actitud una defensa del escepticismo?

La incredulidad en Montaigne proviene, según mi apreciación, de la tradición naturalista que impacta en él y que le hace recelar de toda fe demasiado humana que pretenda elevarse milagrosa y peligrosamente por encima de la simple «fe animal», o como quiera denominarse la acción de ligar la creencia al instinto de conservación y de protección que renta sentimiento de compasión y saludable panorámica de diversidad de especies y hábitos. Esta «fe» percibida y apreciada en los animales, en los tiempos en que prevalece el ruido, el fanatismo y la furia, resulta menos amenazadora que la que inflama a los hombres y sus creencias.

Tal instinto hace a las bestias más interesantes que a los humanos, y no tanto por ser fieras sino por no ser tan dañinos como son los hombres enfurecidos y enloquecidos por una fe que les hace perder la recta razón y una razón que les aparta de la serena fe. Aparte de todo esto, Montaigne siente efectiva admiración por los animales, por ese instinto que les impulsa a permanecer y fijarse en el presente, en vivir alejados de la imaginación y en no sentir, ni estrictamente prevenir, el devenir.

A la «natural» prevención de reconocer el derecho a defender cualquier fe, que quebrantando el estímulo de su origen separa más que refuerza y agita más que serena; a esa idea de razón que antepone conquistar por imposición y coacción a adquirir por persuasión y convencimiento; a esta disposición precavida y prudente que ilumina la cogitación de Montaigne no estoy muy seguro de que les convenga, en rigor, el calificativo de escéptica aplicada a un filósofo asimismo escéptico. Escéptico es aquel que no cree, bajo ningún concepto, en la posibilidad de verdad de la razón, el que duda tanto de las cosas del mundo como de su propio yo. Ese sería, verbigracia, el caso, entre otros, de David Hume, pero no el de Montaigne.

Bien es cierto que el gentilhombre francés no piensa demasiado en la verdad, pero esto no le hace negar la verdad, lo cual supondría, por cierto, ya una firme convicción, incompatible con un pulcro escepticismo comme il faut. A Montaigne, simplemente, le cuesta creer a pie juntillas que pueda ser plenamente verdad y real todo lo que está sucediendo ante él, a su alrededor, sin más contemplaciones. Montaigne fue más que un descreído, un hombre perplejo. Pero su perplejidad y turbación ante el mundo y sus avatares no se traducen en un abandono en la tristeza, melancolía o perturbación, en un lamento, sino en un recogimiento en su propio interior, en la conformación de sí mismo, en una creativa alegría. He aquí su mayor demostración de sabiduría práctica.

Según se desprende de la biografía y de los escritos de Montaigne, lo útil y valioso para el hombre no es el tener razón por encima de todo, ni el afirmarse en una fe que en lugar de aliviar el mal lo provoca. Ante épocas revueltas, Montaigne se empeña en no dejarse llevar por el temor (pasión que sí atosigó, por ejemplo, a Epicuro) sino en contrarrestarlo con fuertes dosis de valor y coraje, y no haciéndose falsas ilusiones de nada (¿hay, acaso, alguna ilusión verdadera?). En tiempo de mudanzas, de «siècle desbordé», «si gasté» (Essais, III, II: 784){2}, Montaigne aspira, como máxima prioridad vital, a procurarse un asiento y un lugar en el mundo que no le exija cometer renuncias ni vilezas graves, entendiendo por tales, la ciega participación en aquellas actuaciones que personalmente aborrece, o la traición a los viejos y discretos principios en los que fue educado, a su casa y, más que nada, a sí mismo, Por lo tanto, ni miedo ni esperanza. Como preconizaba Maquiavelo y los mejores renacentistas italianos. Como preconizará Spinoza un poco más tarde.

Querer tener razón en un siglo en el que tal empeño se traduce en derecho a golpear a aquel que, por no participar de la fe y la creencia de uno, no la tiene en absoluto, es tan sólo locura. Defender una fe determinada a costa de perder la calma, cuando ésta tiene como propósito procurarla, es cosa imprudentísima.

Francia está en llamas, prendida y subyugada por las soflamas de credos encendidos: el fanatismo católico de la Liga y el arribismo protestante de los seguidores del rey de Navarra. El Périgord, la localidad que acoge la hacienda familiar de nuestro gentilhombre, se halla en medio de la refriega, y Montaigne sabe que sólo una disposición serena y una conducta prudente pueden salvarle a él, a su familia y a su casa de la calamidad reinante, del caos total.

Si aspirar a la razón, a tener razón, significa tomar partido, Montaigne se mantiene al margen. Si defender la fe católica conduce a la matanza de «infieles», y si aliarse con la reforma significa dejarse invadir por la cólera y al delirio, entonces Montaigne no afirma ni niega: «Que sçay (sais) je?» Nada sabe, es decir, nada susceptible de destruir o de corromper. Mas Montaigne sí sabe discernir entre lo adecuado y lo temerario, entre lo constructivo y lo devastador; sí sabe, en suma, qué debe hacer en cada momento, aunque siempre lo formule en forma interrogativa, pues ¿cómo podemos estar seguros de cualquier cosa cuando nadie ni nada están seguros?

«¿No hay ciertas ventajas en desvincularse de la necesidad que frena a los otros? ¿No vale más permanecer en suspenso que enfrascarse en tantos errores como la fantasía humana ha producido? ¿No es preferible eso a mezclarse en tantas divisiones sediciosas y disputadoras? ¿Qué elegiré, pues? –¡Cualquier, cosa con tal de que usted elija!– He aquí una necia respuesta, a la que, no obstante, todo dogmatismo se pliega, por la que no se nos permite ignorar aquello que ignoramos. Incluso tomando el más reputado partido, nunca será tan seguro que para defenderlo no imponga el combatir a cien partidos contrarios. ¿No conviene, en consecuencia, mantenerse al margen de estas refriegas?» (Essais, II, XII: 484).

Estas prudentes palabras contienen repudio por una razón que aspira a saberlo todo, a toda costa y a cualquier precio, que no busca la verdad sino el beneficio que de ella puede extraer y que se cree cierta por encima de todo. Esa razón totalizadora, traficante, que revuelve y cachea los bolsillos y las conciencias ajenas en vez de registrar la experiencia, esa razón no es del agrado de Montaigne. Su plácida ambición no le tienta a querer saber de todo ni saberlo todo sobre todo. Los trabajos escolásticos y académicos le abruman y le hastían, porque son más comprehensivos y abarcadores que comprensivos y ventajosos:

«Dando al alma tantas cosas que asir, la privamos de la facultad de apretar.» (Essais, III, X: 986).

Y porque se extravían en la puntualización y la minucia, hasta el punto de mudar en vana retórica lo que en origen era sabiduría, los pensamientos provechosos y prácticos se transforman en divinas palabras o en ostentosas oraciones:

«La mayoría de las causas de perturbación son gramaticales.» (Essais, II, XII: 508).

La incredulidad de Montaigne, su perplejidad, frente a las severas disertaciones, puede llamársela, si así se quiere, escepticismo o negación de saber, aunque yo prefiero calificarla como saber de sí mismo y afirmación de la interioridad.

Con tal provisión de fondos, el pensador de la Torre concibe una filosofía del presente, más que situacionista, promotora de una actitud tempranamente moderna, que propugna conocerse a sí mismo y afianzar el Yo como pasos previos al reconociendo del mundo exterior (Descartes), así como privilegiar el dominio de la subjetividad como condición y garantía de la objetividad (Kant). En este pensamiento pueden confundirse lo comedido con lo indeciso y lo prudente con lo frágil, pero Montaigne sabía bien lo que hacía, y se sentía más contento de su hacer particular que ansioso por conseguirlo o satisfecho por haberlo logrado.

Nada hay, pues, que maldecir ni lamentar, no hay excusas ni disculpas. Hay decisión y acción firmes y serenas, pero, en todo momento, personales y nada ejemplares. El retiro de Montaigne en su morada no implica evasión ni sus palabras sabias contienen evasivas. Tampoco hay en ellas una guía universal de conducta.

«Nuestra vida es en parte locura y en parte prudencia. Quien no escribe más que reverentemente y regularmente deja de escribir la mitad de las cosas. Yo no me excuso ante mí, pues si tal hiciera, sería por el hecho de hacerlo más que por ningún otro motivo. Me excuso, en fin, sólo ante las posturas que son más fuertes en número que las que a mi lado están.» (Essais, III, V: 866-867).

Si los médicos y los teólogos no son capaces de proporcionarnos una causa que nos indique el signo de la verdad en el cuerpo y en el alma, ¿no será esfuerzo vano seguir el camino de desencuentros desempeñado por unos y por otros, y locura soñar ser como ellos? Montaigne no dictamina acerca de qué no podemos saber sino sobre qué no queremos saber, en qué pendencias no queremos involucrarnos. Parece cosa probada que conservarse en la ignorancia sobre muchas cosas reporta más felicidad que la persecución de la verdad a toda costa y el tener razón a cualquier precio. ¿Debemos denominar escepticismo a esta postura o acaso prudencial sabiduría?

«Ofrezco de buena gana este trato: que los demás me confíen poco, pero que confíen vivamente en lo que yo les transmita. Siempre he sabido más de lo que he querido.» (Essais, III, I: 771).

Para otros deja la tarea de ganar plazas y honores, que él se conforma con un lugar donde dedicarse a la tarea del hombre. No podemos cambiar nuestra naturaleza, ni es aconsejable proyectar una quimera sólo alcanzable forzando el curso de la naturaleza. Nuestra complexión y salud no se corrigen con prótesis que deforman nuestro ser; nuestra alma no se salva con promesas dudosas ni con sufrimientos inapelables. Ni vida larga ni vida eterna, pues: la cuestión no es tanto durar como sostenerse. La conveniencia de las religiones y las medicinas, como la bondad de las leyes, no se juzgan por su supuesta o confiada superioridad milagrosa sino porque garanticen una existencia ordenada y templada. Ahí radica el fundamento de su autoridad:

«Somos cristianos por el mismo mérito que somos perigordianos o alemanes.» (Essais, II, XII: 422).

¿En nombre de qué fe, por qué razón, hay que luchar? ¿Qué ideas defender si no las que nos demos en nuestro libre pensar en pos de la serena alegría? Montaigne detesta la guerra, abomina, especialmente, de las guerras civiles y de la guerra de religión. Todo hombre sabio, prudente y discreto las maldice, pero no las desdeña. Pero, no se confunda nadie con Montaigne. No es un pacifista ni un irresponsable. No se engaña a sí mismo ni confunde a los demás. André Glucksmann ha visto bien y transmitido recientemente con gran oportunidad esta circunstancia:

«Montaigne explora un espacio preclausewittziano en el que la guerra ruge sin que un Estado asuma la dirección y se responsabilice de ella, y la tarea de dominar su impetuosidad queda a cargo de los simples individuos preocupados por sobrevivir. No se equivoquen. Montaigne no se convierte en el apóstol de la no violencia, confiesa la lata estima que le inspira el oficio de las armas. Sabe que conviene, a veces, resistir a la guerra con la guerra.»{3}

Si Roland Barthes dijo de Voltaire que era el último de los escritores felices, yo añadiré gustosamente aquí que Montaigne fue acaso el penúltimo, y que en el jubiloso acto de escribir de ambos no es ajena su vivencia del gozo descreído, o, si así se le quiere denominar, del gozo escéptico.

Anotaciones de Michel de Montaigne

2

Serenidad y alegría en los textos de Montaigne

Según confiesa Montaigne en el ensayo «De l'oisiveté» (De la ociosidad), el proyecto general de su obra nace, como la sabiduría de los antiguos, del ocio y del reposo al que se aplica en su retiro voluntario, después de haber conocido los disgustos que comporta la actividad en empleos y negocios relacionados con los asuntos públicos, a los cuales se aplicó por heredado deber de alcurnia y por personal sentido del vínculo y de la lealtad, desde luego sin esperanza de sacar beneficio alguno, y siempre entendiéndolas como ocupaciones de orden secundario en las prioridades de la vida.

De nuevo se le impone la cuestión del orden y de las preferencias entre el mundo exterior y el interior. La ordenanza, en ocasiones bastante rígida, que establece, por ejemplo, en su ámbito doméstico, contrasta con la libertad y el desinhibido desembarazo que adopta en sus digresiones y sus pensamientos, sobre los aspectos más personales o comunes, en el ámbito discursivo de su libro. En los Essais, los conductores son la intuición, la ocurrencia o la asociación de ideas que la mente impulsa sin rumbo ni destino fijo, «sin orden ni concierto». Sus frases fluyen como las aguas de un meandro, oscilantes y caprichosas: aquí, se estira el cauce de la reflexión para dar pie a una divagación, allá se encoge en un asentamiento de posiciones; ahora, no rehuye a la tentación de narrar una anécdota; más tarde, un vago recuerdo del pasado detiene la ruta en marcha y lo recrea antes de pasarlo por alto y olvidarlo..., tanto le pesa su falible y parva memoria.

Como tantas veces se ha dicho, son estas concesiones y vacilaciones en sus cavilaciones las que otorgan a su escritura el rango de franqueza y el valor inmenso de honestidad que la hacen tan seductora y viva. Cierto es que Montaigne se lamenta continuamente de su recordar perezoso, de la débil memoria, circunstancia que, a su juicio, le limita sin remedio en su tarea.

(b) «Me temo que incluso en estos casos me traicione la memoria, la cual acaso por inadvertencia me haya hecho repetir lo que ya dije antes.» (Essais, III, IX: 939).

Pero quizás, como afirmó Stefan Zweig en su ensayo biográfico sobre el filósofo francés, en esa debilidad se verifica justamente la máxima fuerza de su obra. Fuerza y energía templadas que le permiten alejarse del discurso académico y sistemático e inundar de espontaneidad y fluidez ese gran libro-río de la filosofía, ese libro en movimiento, que conocemos como Essais. Pero también es justo hacer notar otra característica a la que concedo gran valor: el ritmo de relajación con que se sucede y progresa el libro, facilitado por la serenidad del aire que respira Montaigne en su torre, le aporta la amabilidad de su carácter y la dulzura de su trato, tan amenos como provechosos.

Su moderación y modestia no denotan indolencia ni sentimiento de inferioridad; y es ésta una diferencia que a los individuos imbuidos de fatuidad y pedantería les resultará difícil apreciar, quiero decir, la marca que señala el límite entre la molicie y el decoro o la sencilla gentilidad. Harold Bloom ha dicho de Montaigne que cuando en los Essais habla de sí mismo no representa al «hombre medio» sino a casi todos los hombres que tienen el deseo, la capacidad y la oportunidad de pensar y leer{4}. Estoy de acuerdo, y añadiría además que cuando representa al «hombre medio», Montaigne da la medida del hombre en sus posibilidades de representación y felicidad, expresión máxima de la virtud:

«La virtud es cualidad placentera y alegre.» (Essais, III, V: 822).

Si bien a Montaigne le repugna la propensión a la pesadumbre, se muestra muy preocupado por la suerte o destino de la humanidad, que se han torcido en oneroso infortunio. Sensible y cercano a estas «pauvres gens», a pesar de su condición de gentilhombre y seigneur, que no eclipsó la disposición cimentada merced a su educación recibida y a su propio temperamento, Montaigne siente una profunda piedad por esas gentes que soportan en mayor grado los desastres de la inacabable guerra civil, que les ocasiona grandes sufrimientos y graves carencias de lo más básico. Pero aunque se preocupa por ellos, en los Essais no se ocupa de ellos ni de la causa de sus desdichas. Montaigne no planea su libro para procurar remedio a la situación imperiosa; no lo concibe cual tratado político o manual de «autoayuda»; nada más extraño a su aspiración que erigirse en guía para mentes desorientadas o corazones consternados.

No siente tampoco el impulso de reprochar nada a los hombres, como sí hace Blaise Pascal en sus Pensées, ni amonestarse a sí mismo, como Jean-Jacques Rousseau en sus Confessions.

«Siento una maravillosa debilidad por la misericordia y la mansedumbre. Tanto que creo que me dejaría llevar con más naturalidad por la compasión que por la estimación; si es la piedad pasión viciosa para los estoicos, como ellos diré que es deber socorrer a los afligidos, aunque sin tener que doblegarnos a compartir su aflicción.» (Essais, I, I: 12).

Los Essais contienen un inapreciable tesoro (acaso el mayor de todos los que cobija): una moral de altura, universalizadora, vigorosa, jubilosa y más ejemplar que modélica. Su alcance se simplifica en esta ambición que es también máxima, moral de máximos: el hombre, en cualquier situación o lugar, como fin primario se debe al cuidado de sí mismo, que representa no sólo el modo más sabio de reconocer la vida buena, sino la mejor y más eficaz manera de auxiliar a la causa general de la humanidad.

Compartir un sentimiento de simpatía y compasión hacia la humanidad, no significa identificarse con los demás –ponerse en el lugar del otro como se repite en recurrente y socorrido lugar común– sino con la humanidad que en ellos anida, que es la que reside en cada uno de nosotros y la que nos constituye. El primer deber moral consiste en ser uno mismo; si tal hiciéramos, si nos ocupáramos más de nosotros mismos, menos actuaríamos sobre los demás, y ellos sobre nosotros; he aquí acaso una de las causas de las calamidades que vive el siglo de Montaigne, y seguramente de todos los tiempos. Es deber de humanidad esforzarse por ser cada día más humano, la mejor manera de lograr una humanidad más generosa y expandida:

«Cada hombre soporta la forma entera de la condición humana.» (Essais, III, II: 782).

O por decirlo con palabras que evocan las del propio autor, quien comprendió bien, sin prejuicios ni rutinas intelectuales, el egoísmo humanista de un filósofo: los deberes con respecto a la sociedad y los deberes hacia sí mismo se concilian en el momento en que se comprende sin reservas que para mejor servir a los otros, conviene saber vivir uno mismo, en sí mismo y para sí mismo. Desde el momento en que se pone a escribir sus primeros Essais, Montaigne es consciente de comenzar una obra de ejercicio de introspección y reconocimiento, pero también un entrenamiento para superar las contingencias de la existencia. Desde estos pasos iniciales se ve crecer una moral de superación y un esfuerzo de colosal envergadura.

«Los autores se comunican con el pueblo mediante cualquier signo particular o extraño; yo soy el primero en mostrarse como ser universal, como Michel de Montaigne, no como gramático o poeta o jurisconsulto. Si el mundo se queja de que hablo demasiado de mí, yo me quejo de que él no piense nada en sí mismo.» (Essais, III, II: 782-783).

Michel de Montaigne

3

La cortesía intelectual de un gentilhombre

Valoremos en todo lo que valen la modestia y la sencillez con las que se dibuja a sí mismo Montaigne en los Ensayos y la escasa importancia que concede a sus maniobras o acciones, pero no se crea en ellas con devoción, sino con complicidad. Allí, en los Essais, habla un hombre sencillo, pero grande, que no pretende alardear ni llamar la atención, porque sabe que la fuerza y la vitalidad del espíritu no se exhiben con maneras de halterofilia ni se miden por el volumen de una musculatura de feria, sino con la energía de la discreción y de una vida coherente y sin complejos. Su tendencia a la contradicción no le mueve tampoco a hacer de ella un motivo de orgullo, sino a entenderla como un accidente en el camino, un riesgo consustancial en quien se atreve a pensar, una contingencia quizá más justificada que nunca en un siglo ya de por sí fuertemente accidentado y plagado de incoherencias. Con todo, nada hay que penar ni de qué lamentarse. Tiene a las vías de resignación y las propuestas dolientes por usos extraños a su carácter.

¿Cómo podría discurrir una obra como los Essais, tan amablemente, tan naturalmente, sin una personalidad de entereza singular que la empujara en un esfuerzo superior? ¿Quién atisba tras sus avances y atrevimientos, sus incursiones en todos los terrenos sin flaqueza, un rastro de pusilanimidad o fragilidad? Montaigne se retrata con maneras de debilidad y blandura, pero no se olvide que su propósito se limita a presentar la imagen que de él quiere trasmitir. No hay aquí artificio ni disimulo, vicios que le molestan, sino discreción, perspicacia y sentido de la medida.

Si en conocimiento de los objetos y del mundo nos quedamos en una visión «a medias», tampoco Montaigne desea contarnos todo sobre su persona sino todo lo que se puede contar y quiere contar, un retrato a «medias» en el que hay tan poca mentira como exageración; retrato medido y sincero, dentro de los límites de su interioridad, de la que él es el único señor:

«Mi opinión es que es preciso prestarse a los otros pero no darse más que así mismo.» (Essais, III, X: 980).

Los Essais no son un libro de memorias, sino el relato de una vida pensada y acompasada a su propia memoria..., y ya sabemos que no es ésta una de sus facultades más acentuadas.

La evolución de sus meditaciones en torno a la muerte proporciona un buen ejemplo de cómo le afecta a sus ideas el suceder de los años. En el libro primero se encuentra el ensayo «Que philosopher c'est appendre à mourir» («Que filosofar es aprender a morir»), el cual desde sus primeras líneas, con una referencia a Cicerón, da el sentido de un discurso estoico, sabio y contenido sobre ese correlato natural de la vida, pero que no logra desprenderse de su sombra ni de los efectos dolorosos que le acompañan; entonces, el estoicismo aún estaba salpicado de epicureismo. Veinte años después, cuando el viejo Montaigne redacta «De la phisionomie» («De la fisonomía»), incluido en el tercer tomo de los Essais, aborda el tema de la muerte con una desenvoltura y una apostura novedosas, más maduras al tiempo que menos severas. Ahora, cuando la muerte se halla más cerca, ha aprendido a distanciarse de ella, como, en general, de las pasiones negativas, sea la tristeza, el miedo o la excesiva suspicacia; ahora la concibe en su mente como un objetivo y final natural de nuestra vida, ante el que hay inclinarse sin más contemplaciones:

«Pero yo opino que es más bien el término [bout] que no la meta [but] de la vida; es su fin, su finalidad [extremité], y no su objeto [object], por tanto.» (Essais, III, XII: 1028).

La ironía y el sentido de la alegría han ido ganado terreno a medida que avanzan los Ensayos; su propia acción y movimiento han hecho efecto en éstos. Montaigne diseña la obra como un aprendizaje para el autogobierno de sí mismo, en continuo ensayo{5}, para ser omnipotente en sus dominios, pues por estos rasgos identifica a la libertad. ¿Cómo ser llegar a ser libre en tiempos de cólera y de sujeción? Este es el problema de Montaigne y el motivo de su libro, al que se aplica con generosidad y alegría, disposiciones que han alcanzado la categoría de lema montaniano:

«No hago nada sin alegría.» (Essais, II, X: 389).

He aquí, generosidad y alegría, unos sentimientos que se extienden y se apoderan del lector de inmediato. Después de sumergirse en sus páginas, se emerge renovado y con una inmensa dicha (cualidad que pocos escritores logran y escasos filósofos procuran). Tras la provechosa inmersión, es fácil participar de las emociones de Ralph Waldo Emerson:

«Conservo en el recuerdo el deleite y la maravilla de haber convivido con él. Tan sinceramente hablaba a mi pensamiento y a mi experiencia, que tengo la impresión de ser yo quien ha escrito el libro en alguna vida anterior» («Montaigne; or the Skeptic», en Representative Men).

¡Qué argumento más convincente podría argüirse para persuadir al más descreído o escéptico en favor de la creencia en la reminiscencia y trasmigración de las almas!

Las últimas palabras de Montaigne en los Ensayos no hacen sino que reafirmar todo el sentido de su vida y de su obra. Son, por tanto, una reafirmación de sí mismo, casi el testamento intelectual de quien se encomienda a Dios y a los hombres, no pensando en la muerte sino en la vida, y no en cualquier vida, sino en las más bellas vidas. Montaigne no se siente acabado, mas sí viejo. El gentilhombre presiente su fin y decide poner punto final a su libro. ¿Qué tiene entonces en mente? La salud, la sabiduría, la vida y Dios. Se siente cerca de Dios porque se reconoce como hombre hasta el último momento{6}. ¿Cómo ve a Dios? A su imagen y semejanza, como a sí mismo: contento y sociable.

«La vidas más bellas son, a mi juicio, las que se ajustan al modelo común, con orden y sin milagros. La vejez tiene que ser tratada con la mayor ternura. Recomendémosla a este Dios, protector de la salud y la sabiduría, que es, a la vez, dios alegre y social.» (Essais, III, XIII: 1097).

Notas

{1} El presente artículo desarrolla un asunto ya abordado, en sus grandes líneas, por el autor en un trabajo anterior; véase «Aire sereno en la torre de Montaigne», capítulo 6 del ensayo Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Síntesis, Madrid 2001. Asimismo, avanza algunas partes de un nuevo libro, actualmente en proceso de edición, titulado: Continente de ética. Historia filosófica del contento moral en tres actos: Marco Aurelio, Montaigne y Spinoza, en el que se retoma la investigación entonces iniciada.

{2} Las citas de los textos del filósofo francés, remiten a la siguiente fuente: M. de Montaigne (1962), «Essais», en Oeuvres Complètes. Textes établis par Albert Thibaudet et Maurice Rat, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, Paris. El primer carácter latino, en cursiva, indica el libro del que se extrae la cita; el segundo, al capítulo del mismo; la numeración tras los dos puntos, a la página de la edición correspondiente. La traducción es nuestra, si bien nos ha sido muy útil consultar la versión realizada por Juan G. de Luaces para la ya clásica edición de los Ensayos (Editorial Iberia, 1968).

{3} André Glucksmann, El discurso del odio, Taurus, Madrid 2005, pág. 248.

{4} Véase Harold Bloom, El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas. Traducción de Damián Alou, Anagrama, Barcelona 1995 (primera edición original 1994).

{5} «Si mi alma pudiera hacer pie, yo no me ensayaría, me resolvería; por ello está siempre de aprendizaje y prueba» (Essais, III, II: 782).

{6} «La gentil inscripción con que los atenienses honraron la visita de Pompeyo a su ciudad se conforma a mi entendimiento» (Essais, III, XIII: 1096).

 

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