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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005
  El Catoblepasnúmero 43 • septiembre 2005 • página 3
Guía de Perplejos

Grandeza y ruindad de la cólera

Alfonso Fernández Tresguerres

Algunas observaciones sobre la importancia e inconveniencia de tal emoción

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«Admitamos –pide Aristóteles– que la ira es un apetito penoso de venganza por causa de un desprecio manifestado contra uno mismo o contra los que nos son próximos, sin que hubiera razón para tal desprecio». Admitámoslo a medias, pues, a lo que yo entiendo, no parece del todo impertinente alguna matización: todos aquellos acontecimientos y circunstancias que suscitan ira tienen en común, según Aristóteles, el ser formas de desprecio, y, sin duda, eso es excesivo, a menos que reduzcamos cualquier ofensa a una modalidad del desprecio, o que concedamos, siquiera, que éste es un elemento común a todas ellas, alternativas, ambas, que juzgo exageradas, porque si bien es cierto que todo desprecio es un agravio, muy discutible resulta, en cambio, que todo agravio sea, por sí, un desprecio, excepto que el concepto de «desprecio» sea diluido hasta el punto de negársele reinar en un campo propio, estando en todos y, por lo mismo, no estando en ninguno.

Más ajustada considero que se halla, en este punto, la definición de Descartes: «La ira –escribe el filósofo francés– es una especie de odio o aversión que sentimos contra los que han hecho algún mal o han tratado de hacer daño, no indiferentemente a cualquiera, sino particularmente a nosotros [...] tiene el mismo contenido que la indignación y además se funda en una acción que nos afecta y de la que deseamos vengarnos». Falta, empero, en la fórmula cartesiana (bien que pueda suponerse implícito en ella), algo que sí se encuentra en la aristotélica: tal indignación se suscita igualmente cuando las víctimas del mal o del daño son aquéllos que nos importan, aunque no lo seamos directamente nosotros mismos.

Diríamos, pues, que la ira es una emoción consistente en un estado afectivo de indignación y rabia provocadas por el daño o la ofensa inflingidos a nosotros o a quienes nos son queridos (indignación y rabia tanto más intensas cuanto más injustificados y gratuitos sean el daño y la ofensa), y que genera, siquiera momentáneamente, sentimientos de odio y deseos de venganza.

Que se trata de una emoción (y aun de una de las emociones primarias) lo denuncia su gran intensidad y su carácter pasajero (también su expresión facial, inconfundible y acaso universal, y, en general, los componentes no verbales que la acompañan). La indignación, el odio y el deseo de venganza pueden, ciertamente, persistir largo tiempo (a veces toda una vida), pero la cólera misma, en tanto que tal estado afectivo, cesa con prontitud: nadie permanece un día entero, ni siquiera una hora, en actitud encolerizada, como tampoco lo hace en actitud de sorpresa, de asco o de alegría, pongamos por caso. Naturalmente, también es cierto que a quien se deja dominar con frecuencia de ella se le acaba convirtiendo en pasión o carácter:

Quantulacumque adeo est occasio sufficit irae [Juvenal, XIII 183].
[«Y es que por pequeña que sea la ocasión basta para su ira]

Situaciones hay también en las que el odio y el anhelo de vengarnos duran no más que la propia cólera y se esfuman desaparecida ésta (especialmente si hemos sido nosotros los ofendidos, no tanto si lo son personas cercanas y queridas), porque es claro que, pasado el primer momento de rabia, podemos optar por responder a una ofensa con el desprecio (más raro es que nos conformemos con tan poco si el agraviado nos es próximo y amado) y es claro también que podemos optar por el olvido, mas quizá sólo cuando nuestro enojo ha sido suscitado por alguien a quien apreciamos, y siempre que el mal por el que nos hemos encolerizado no constituya, en sí mismo, un daño para el que no existen perdón ni olvido posibles.

Admitamos esto, y admitamos, nuevamente con Aristóteles, que «el que se irrita por las cosas debidas y con quien es debido, y además cómo y cuándo y por el tiempo debido, es alabado». Y si no alabado, es seguro, al menos, que su actitud se encuentra plenamente justificada y es absolutamente lícita. Y esto significa, obviamente, que la ira no es, por sí y siempre, reacción o comportamiento vicioso o inmoral, por más que algunos, como Cicerón, sostengan lo contrario. Pero no sólo esto: habría que decir incluso que lo que resulta vicioso, inmoral, o sencillamente estúpido, es la ausencia completa de ella en aquellas ocasiones en las que lo procedente es manifestarla. Cuáles sean éstas, ya es más difícil de determinar. Evidentemente (como también supo ver Aristóteles) no siempre es fácil saber con certeza con quién, cómo, cuándo, por cuánto tiempo y con qué intensidad debemos encolerizarnos. Pero es obvio, igualmente, que la dificultad tan sólo se presenta (y se agranda) en aquellos casos confusos y susceptibles de discusión, en tanto que hay otros que no generan confusión alguna ni admiten discusión de ningún tipo. Y en éstos, ser manso y apacible no es síntoma de bondad o de buen carácter, sino de debilidad o cobardía; también, con frecuencia, de necedad: «Pues los que no se irritan por los motivos debidos o en la manera que deben o cuando deben o con los que deben –habla de nuevo Aristóteles–, son tenidos por necios».

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No puedo, pues, otorgar mi asentimiento a quienes reniegan de la cólera por principio, y la repudian por considerarla, siempre, disposición afectiva inútil o maligna, y más habitualmente las dos cosas a un tiempo. Entre ellos, si no me equivoco, además del ya mencionado Cicerón, son particularmente señalados los filósofos y moralistas de filiación estoica, desde Séneca hasta Espinosa. «Para no encolerizarse con cada hombre –escribe Séneca–, hay que perdonarlos a todos, conceder el perdón al género humano». El argumento es completamente falaz: ni hay motivo para encolerizarse con cada individuo ni hay razón para otorgar un perdón universal. Ni todos los hombres son autores de delitos y ofensas de los que hayan de avergonzarse y por los que pudieran rogar ser perdonados, ni cualquier delito u ofensa es digno y merecedor de perdón: algunos hay imposibles de perdonar, y respecto a los cuales, el mero hecho de hablar de perdón, e incluso de olvido, constituiría pretensión no sólo absurda, sino también inmoral. Por lo demás, si bien es factible que todo individuo, en determinado momento o circunstancia, haya agraviado a algún otro, no lo es (o lo es en muy contadas ocasiones) que lo haya hecho con todos. Yo no tengo, pues, que plantearme perdonar al género humano, porque el género humano, sobre ser una mera abstracción metafísica, no me ha hecho nada. Me lo habrá hecho éste o aquél, y los perdonaré, o no los perdonaré, según los casos. Hay cosas que de ninguna manera pueden ser perdonadas, y en relación a las cuales, la venganza no es sino el ejercicio, dulce y placentero, de un derecho. Dígase de mí, si se quiere, que poseo un espíritu ruin y poco generoso, que yo responderé que de ningún modo estoy dispuesto a creer, de buenas a primeras, a quien me diga sentirse capaz de perdonar cualquier ofensa; y si lo creo, todavía es peor: porque no es grandeza de alma y generosidad lo que el tal desvela, sino debilidad y estupidez, irresponsabilidad también, e incapacidad plena para defenderse y defender a los suyos. Quien jamás se encoleriza, está haciendo declaración pública de su vocación de víctima; quien dice que todo y a todos perdona confiesa, además, su condición de embustero o de retrasado mental.

Dice Espinosa que: «La ira es el deseo que, por odio, nos invita a que inflijamos un mal a aquél a quien odiamos». Y se diferencia de la venganza en que siendo la ira «el esfuerzo por inferir un mal a quien odiamos [...] el esfuerzo, en cambio, por devolver el mal a nosotros inferido se llama venganza». De acuerdo en que el deseo de venganza presupone siempre la existencia de un mal anterior inferido a nosotros (o a los nuestros), pero Espinosa aparenta no caer en la cuenta de que otro tanto sucede con la ira. De su definición parece desprenderse que quien se encoleriza se convierte, por ello, en agresor, e incluso en ser perverso que por simple odio (y acaso podría conjeturarse que odio gratuito) se propone hacer mal a quien odia, siendo así que la ira suele ser reacción defensiva a una agresión previa. No es verdad, por otra parte, que la cólera sea compañera inseparable, y ni siquiera habitual del odio. Creo recordar que eran los yanomami quienes decían que cuando deseaban matar a un hombre comenzaban por hacerse su amigo y ganarse su confianza, es decir, todo menos mostrarse encolerizados con él. La ira posee una espontaneidad de la que carece el odio, y por eso se odia sin ira, se odia, incluso, con una sonrisa y un gesto amable. Y, a la vez, se puede experimentar ira sin sentir más odio que el puramente instantáneo, como sucede cuando nos enojamos con alguien a quien queremos (y aun cabría discutir si tal reacción afectiva puede ser calificada, con razón, como «odio»: se odia un largo tiempo, a veces la vida entera, no un solo momento). Y, por supuesto, tampoco se presentan juntas la ira y la venganza (acaso sí la ira y el deseo de venganza, pero no, desde luego, la ejecución de ésta): la venganza, como suele decirse (y es verdad), es un plato que se sirve frío; y, en según qué casos, un plato tan digno como delicioso.

Yo considero que ocasiones hay en las que el rencor no es (dígase lo que se diga) sino un ejercicio de memoria, y no repudio, por tanto, ni condeno tampoco el deseo de venganza, siempre que sea justo y proporcionado al mal recibido; como no condeno ni reniego, en suma, de la ira, cuando es reacción defensiva y forma de hacerse entender y dejar muy claro que el ojo en el que han metido el dedo es nuestro. Así que a mí, el que Espinosa asegure que «el varón fuerte no tiene odio a nadie, no se irrita contra nadie [...] ni se indigna, ni desprecia a nadie, y no es en absoluto soberbio», me suena a música celestial (y hasta un poco falso), y me parece simple manifestación de un pío deseo, y no ya porque según tales criterios difícil será hallar un solo varón fuerte y justo (o una sola fémina, claro está), sino, principalmente, porque no entiendo que nada de eso, siempre y de por sí, sea sin más una virtud.

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Pero debemos huir también de los excesos de la cólera: hemos de encolerizarnos sólo lo necesario y cuando es necesario, porque hacer de la ira actitud permanente y forma de ser no es sólo vicio, sino ridiculez. Tiene razón Plutarco al decir que «mucho es la cólera temible, pero mucho risible también»; y continúa teniéndola cuando añade que «el verse a sí mismo en un estado contrario al natural y completamente alterado no es cosa pequeña para desacreditar esta pasión». Sin duda, la alteración, tanto física (su aspecto más ridículo y risible) como mental, que la cólera conlleva es un buen motivo para que nos esforcemos en dominarla y mantenerla contenida en los límites de una justa proporción. Es la ira mala consejera para tomar decisiones, y más vale que pospongamos éstas hasta que nos haya abandonado, por muy justa y comprensible que haya podido ser su aparición. Dejémosla que cumpla su papel, que no es pequeño, pero no le concedamos más cuerda de la precisa, porque es perro peligroso al que no es bueno dejar a su completo albedrío ni tampoco azuzar, y al que conviene hacer saber quién manda. Gobernada puede ser útil; gobernándonos, atroz: ni nos posibilita el dominio imprescindible que debemos ejercer sobre nosotros mismos y sobre nuestros actos ni permite la coherencia y la mínima imparcialidad que deben caracterizar al raciocinio lógico y equilibrado, porque, como señala Montaigne: «No hay pasión que antes acabe con la sinceridad del juicio que la cólera».

Desmedida y desbocada, sus excesos pueden ser tales que no es extraño que muchos, y desde largo tiempo, hayan dado en considerarla una forma de locura (siquiera de carácter transitorio: argumento éste que sabiamente esgrimido y administrado por un buen abogado defensor puede tener incluso repercusiones jurídicas). De tal parecer es, por ejemplo, Giorolamo Cardano: «La ira –afirma– es locura momentánea y necedad fiera y temeraria; por tanto, no os acerquéis a quien sufre un ataque de ira». Salida de sus goznes, en efecto, no es fácil volver a ajustarla, porque ni atiende a razones ni necesita de material alguno con que alimentar el fuego que la devora y con el que devora lo que le sale al paso: ella se basta para mantenerse encendida y avivada; y ni siquiera el auxilio que pueda prestarnos un afecto contrario que se le enfrente es fuerza capaz de reducirla y apagarla, porque, como decía Séneca: «No hay pasión que ella no domine». Y, por su parte, observaba con acierto Montaigne que: «Pasión es ésta que consigo mismo se complace y se regodea».

Pasión, también (o emoción, mejor) que en ocasiones no es sino máscara que oculta debilidad y mecanismo con el que intentar compensarla. Una vez más acierta Séneca (de quien, sin embargo, discrepo en su condena sin paliativos de la ira) cuando asegura que: «Igual que la aflicción es síntoma de debilidad, así lo es la ira» (idéntica es la opinión de Plutarco). Hablo (naturalmente) de la ira como forma de respuesta habitual y como rasgo de carácter (de la otra, de la proporcionada y justa, ya he hecho defensa suficiente); del temperamento colérico, en suma, por decirlo siguiendo la tradición de Hipócrates y Galeno.

En tanto que rasgo de personalidad, la cólera es, en efecto, manifestación de personalidad débil y de debilidad de carácter, pues delata al individuo que incapaz de vencer y superar sus frustraciones, asumiéndolas o compensándolas, se vuelve, rabioso, contra la persona, sí, mas también animal u objeto que las ha generado, y a veces ni siquiera contra éstos, sino contra otros que no tienen parte alguna en todo ello, como el niño que tras tropezar con una silla se revuelve furioso y le propina una patada... o intenta propinársela a su hermano... o al perro de la familia que, ajeno al asunto, medita sobre sus cosas con el hocico pegado al suelo. Pero si en un niño pequeño tal desplazamiento no pasa de ser una rabieta tan cómica como inocua (siempre que su intensidad y frecuencia no sean signo que delate al psicópata potencial que pudiera llevar dentro), en un adulto, buscar alivio a la frustración a expensas de alguien más débil, es actitud mísera y cobarde.

Acaso la timidez permanente sea indicio de sentimiento de inferioridad, pero seguramente aún más lo es la cólera, aunque lo parezca menos. Quien en su relación con el prójimo se conduce habitualmente de forma colérica y airada, pone de manifiesto no sólo su deseo de dominio y de poder, sino también su inseguridad y el convencimiento de saberse incapaz de imponerse a no ser mediante el burdo procedimiento de apabullar al otro y amedrentarle. Temeroso de no suscitar respeto, desea, al menos, provocar miedo. Obsérvese que, con frecuencia, cuanto más pequeño es un perro, más ladra; y es que la poca confianza que tiene en sus propias fuerzas busca compensarla asustando. Así también el ser humano. No digo yo que no haya circunstancias en las que pierde la calma hasta el más pintado, pero, hablando en general, téngase por cierto que cuanto más grita un individuo, menos seguro está de lo que dice. Quien se halla perfectamente tranquilo respecto a su competencia (no importa en qué) o a sus razones no busca que se le reconozcan mediante el grito o la agresión (sea física o verbal), entre otras cosas, porque le da exactamente igual que el otro lo admita o no, y porque comprende, en cualquier caso, que únicamente un necio o alguien que obra de mala fe pueden negarlo. Nadie en su sano juicio golpeará a un niño de dos años para hacerle saber quién es más fuerte o le retará a un test de inteligencia para probar quién sabe más. Sólo el que se siente (o se advierte) inferior trata de compensar tal inferioridad emitiendo el ladrido más alto: «En una explosión de cólera –escribe Adler (creo que con acierto)– es precisamente donde se manifiesta en su plenitud el sentimiento de debilidad orientado hacia la superioridad. Es una treta muy barata –concluye– para hacer valer la personalidad a costa de otro».

* * *

De todos modos, aun en aquellas circunstancias en las que la ira se halla del todo justificada, acaso mejor fuera poder refrenarla y responder con el mero desprecio: «Tres son los remedios contra el ultraje –escribe Cardano–: venganza, olvido y desprecio. ¿Y quién puede dudar con razón –se pregunta– de que de los tres el más noble y seguro es el desprecio?». Consejo similar se encuentra en Descartes.

Ciertamente, si el olvido es imposible y la venganza no siempre hacedera (no digo que siempre mala), el desprecio, en cambio, se halla a toda hora en nuestras manos, y no es ofensa pequeña para quien nos agravia, y aun se puede decir que mayor que un simple arrebato de cólera, porque, al fin y al cabo, es muy factible que éste llene de satisfacción a quien nos ofende, desde el momento en que le prueba que ha alcanzado su objetivo. Enormemente ilustrativa es, a este respecto, la siguiente anécdota que yo he leído en Montaigne: «Ante un hombre que perturbaba su discurso, injuriándole ásperamente, Foción permaneció callado, procurándole todo el tiempo necesario para agotar su rabia; pasada ésta, sin parar mientes en el incidente, comenzó de nuevo su plática en el punto en que la había dejado. Ninguna réplica tan picante –comenta Montaigne– como semejante menosprecio».

Seguramente es así, pero toda vez que no es siempre fácil controlar la ira, yo procuro (si se me permite cerrar estas notas con una confesión) que la mía (como asegura Montaigne de la suya) no movilice más parte de mi cuerpo que la lengua (y todo el mundo sabe que, en según que casos, no se trata de un ejercicio de autocontrol menor ni despreciable). Y confieso también que de los dos tipos de cólera apuntados por Descartes: la súbita y espontánea, que brota y desaparece como fuegos de artificio, y la soterrada, que no se exterioriza, más permanece largo tiempo, confieso (digo) ser más dado a ésta que a aquélla, y, en según qué circunstancias, ni reniego del rencor ni desdeño la venganza. Y si verdad, como dice Descartes, que los que poseen mucha bondad y mucho amor son más dados al primer tipo de ira, en tanto que las almas más orgullosas y bajas se inclinan a la segunda, entonces es claro que en nada me favorece la confesión hecha. Mas si lo que digo no me hace quedar en buen lugar, al menos nadie me negará que soy sincero.

 

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