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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005
  El Catoblepasnúmero 43 • septiembre 2005 • página 16
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A propósito del Katrina

Miguel Ángel Navarro Crego

Sobre las consecuencias del huracán Katrina
que ha azotado parte del sureste de los Estados Unidos

Nueva Orleans inundada tras el huracán Katrina

Las catástrofes naturales, por lo que tienen de acontecimientos trágicos difícilmente evitables o pronosticables, sirven para tomar el pulso a la fatalidad (que tan bien conocían ya los Griegos). En el caso que nos ocupa la que se abate sobre la Humanidad globalizada y televisada (formalmente televisada), pues la clarividencia como núcleo esencial de lo televisivo acentúa precisamente esa sensación de proximidad con el desdichado avatar. Así nos sentimos todos un poco afectados. Los últimos tifones, huracanes y maremotos que se han cernido sobre el globo le recuerdan hasta al televidente más insensible e iletrado –en primer lugar y como algo previo a toda consideración ulterior– que la libertad humana también circula por los estrechos márgenes de la naturaleza (aunque la naturaleza «natural» sea un mito... pero ésta es otra historia).

El huracán Katrina que ha azotado el Golfo de Méjico y los estados sureños de Luisiana y Misisipí (y nos apresuramos a subrayar que sureños no sólo en el sentido geográfico sino también en el sociológico-político) va a ser, –está siendo ya–, un huracán político y social. Los que hemos seguido estos pasados días las retransmisiones en directo por los canales vía satélite (supongo que muchos por la CNN) contemplamos en vivo un espectáculo dantesco de muerte y desolación, y por ende de impotencia. Los periodistas han subrayado la tardanza en la reacción gubernamental, pero es necesario remarcar también que con independencia de las ayudas internacionales para cubrir las necesidades más perentorias (agua, víveres, material sanitario, &c.), los políticos estadounidenses, con Bush como presidente y cabeza visible del Imperio más potente actualmente existente, han tenido que dar la cara y bajar a la arena de lo real –en este caso no metafórico al fango– para echarle un pulso. Un pulso de aliento y responsabilidad pues el presidente asume los errores estratégicos y tácticos cometidos al afrontar la catástrofe que a tantas personas ha dejado sin nada.

Que la nación más poderosa del orbe se muestre tan vulnerable sirve, entre otras muchas cosas, para que se coree ya el precio político que esto le va a costar a George Walker Bush. También ha vuelto a salir a flote el problema de la discriminación racial de los negros, casuística tópica y también trágica que como punta de iceberg siempre asoma al más mínimo conflicto en esa parte de los Estados Unidos.

Ciertamente queremos llamar la atención sobre el hecho de que desde los resortes del Poder Político Central, en una nación que es una federación de Estados, se movilice al Ejército y a la Guardia Nacional. Esto es un ejemplo claro de que la capa cortical de los EE. UU. necesita y funciona, precisamente, por esa fuerza central y centralizadora que es el poder político-militar. Ante sucesos de tal magnitud y envergadura poca autoridad tienen y poco pueden hacer los «sheriffs» de los condados, aunque dispongan de buenas dotaciones técnicas y de infraestructura. Es evidente pues que no hay poder en un Imperio sino existe y se patentiza un imperio del Poder, que con unidad de mando organice la misión rescatadora, evacuadora, policial, sanitaria, funeraria, de intendencia, &c.

También es muy cierto que hemos visto en vivo y en directo que los barrios coloniales más pobres de Nueva Orleans, una de las ciudades de más rancio abolengo en esa «melting pot» que es U.S.A., han quedado totalmente arrasados. Las viviendas de madera de una o dos plantas, a las que tan aficionados son muchos norteamericanos principalmente en las áreas rurales, son como un castillo de naipes ante la devastadora acción de un huracán. Por eso nos llama más aún si cabe la atención, además del tétrico espectáculo de los cadáveres de ancianos e impedidos muertos en sus residencias o por inanición en las propias calles, el hecho de que los supervivientes se aferren a lo poco que les queda, negándose a abandonar los restos de sus casas y enseres, «defendiéndose» en algunos casos de sus rescatadores (ejército y guardia nacional) con las armas de fuego en la mano.

La propia CNN nos contaba con asombro cómo se había disparado la venta de todo tipo de armas entre los supervivientes que temen en las primeras horas de la tragedia y el caos un estado de saqueo, bandidaje y anarquía. Así las armerías de Nueva Orleans están haciendo su agosto en septiembre. Esto no sería tan sorprendente si se presupone que los afectados por el Katrina lo hacen para proteger sus vidas y pertenencias frente a las contingencias recién citadas. Lo asombroso, insisto, es que en la práctica la aplicación de la Segunda Enmienda a la Constitución, que reconoce el derecho a todo ciudadano para adquirir y portar armas, sirve para ejercer la autodefensa frente incluso al propio ejército en misión de rescate.

Dos enseñanzas. Una, que los problemas raciales siguen latentes junto a la pobreza y al desempleo en U.S.A., en unos Estados que como el de Misisipí (Mississippi) hasta hace unos años no había aceptado socialmente la rendición del general Lee en Appomatox que puso fin a la Guerra Civil americana. Estados en los que la bandera sudista y pro esclavista ondea con orgullo en muchos patios de casa de población blanca (véase la película Arde Mississippi de Alan Parker – Mississippi Burning, 1988).

La segunda enseñanza (vinculada a la primera) que no debemos olvidar es que la sufrida población negra que tan maltrecha ha quedado por el reciente desastre, en sus ciento cuarenta años de andadura desde que Lincoln decretara su libertad ha recorrido con esfuerzo un largo camino de Liberación, por decirlo a posta al modo idealista hegeliano. Durante la citada guerra casi 180.000 hombres negros sirvieron bajo la Unión y más de 33.000 murieron en los campos de batalla (como lo recoge la película Tiempos de Gloria de Edward Zwick –Glory, 1989). En el último tercio del siglo XlX el 9º y el 10º regimientos de Caballería lucharon en las Guerras Indias combatiendo a los kiowas, comanches, apaches, cheyennes y sioux, siendo hasta hace poco ninguneados en los libros de Historia. Sólo un irlandés universal (y en este sentido doblemente católico), John Ford, les rindió cumplido homenaje en 1960, creando en el cine y para ellos un héroe de proporciones míticas y de la talla de los Clásicos en El sargento negro (Sergeant Rutledge). La población negra desempeñó los más duros trabajos en el Oeste (p.e. muchos cowboys y soldados eran exescalvos), y también lucharon con Teddy Roosevelt en la Guerra Hispano Cubana de 1898 (Ver Posse de Mario Van Peebles, 1993). Durante la Primera Guerra Mundial hubo unidades de soldados negros pero su integración social avanzaba muy lentamente, mientras que en el mundo de Hollywood eran reducidos a estereotipos burlescos (Toms, Coons, Mulattoes, Mammies y Bucks). Su valerosa intervención en la Segunda Contienda Mundial abrió el camino a las luchas sociales que reivindicaron los Derechos Civiles y en las que destacó Martin Luther King. Corea y Vietnam fueron también pasaportes para la integración social (Ver Platoon, Oliver Stone, 1986) por no citar los conflictos más recientes.

Escolio: frente al Idealismo Histórico al que tan aficionados son los ideólogos del Imperio (los que precisamente podrían hablar de «camino de Liberación», referido a la población negra de los EE. UU., la Materialidad de la Historia nos muestra una vez más que ésta es gnoseológicamente casi más determinista que los propios hechos físico-naturales.

 

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