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El Catoblepas, número 44, octubre 2005
  El Catoblepasnúmero 44 • octubre 2005 • página 22
Libros

La posible educación

Julián Arroyo Pomeda

Comentario al libro de José Gimeno Sacristán,
La educación que aún es posible, Morata, Madrid 2005, 184 páginas

José Gimeno Sacristán, La educación que aún es posible, Morata, Madrid 2005, 184 páginas ¿Qué quiere comunicar el conocido pedagogo de Valencia con este titular? ¿Acaso que cada vez resulta más difícil hacer buenas prácticas educativas de calidad? ¿Que se ha trastocado todo tanto que ya no hay forma de reemprender el vuelo para rehacer un proyecto riguroso? ¿Que a pesar de todos los pesares todavía quedan algunas posibilidades y que lo que no cabe es la resignación ni la vuelta atrás? ¿Aún es posible que la cosa funcione o sólo resta guarecerse en los brazos del mercado? En cualquier caso, el título es sugerente por más que en él puedan percibirse algunos dejes de melancolía o claras perspectivas de esperanzas reales. Cada lector responderá por sí mismo, porque su contenido tiene la virtud de no dejar a nadie indiferente.

Se trata de textos confeccionados por el autor en distintos momentos de su trayectoria académica para exponer temas requeridos en seminarios, jornadas y conferencias, que ahora se reúnen en el discurso escrito del formato libro a fin de que las reflexiones puedan ser leídas y valoradas. Vienen organizadas en tres partes de distinta extensión.

La primera parte plantea los retos que la sociedad de la información ofrece al modelo formativo que nuestra educación tiene que diseñar para la escuela. En efecto, estamos en una cultura globalizada, que no deja de tener importantes consecuencias en los proyectos educativos. En ella lo aberrante, como desvío de la normalidad, puede convertirse próximamente en cotidiano, si es que esto no ha sucedido ya. Así nuestra visión del mundo pasa por un proceso de perspectivas cambiantes, entre las que necesariamente contarán los paradigmas del ser humano que deseamos y de las sociedades en las que queremos vivir. Aquí la educación tiene un compromiso ineludible.

El nuevo contexto nos condiciona necesariamente, convirtiendo las rutinas y tradiciones en inestabilidad inevitable, así como en asimetrías permanentes. Una de las tradiciones de sabiduría –las humanidades– ha sido fuertemente cuestionada en su valor intrínseco, pudiendo incluso desaparecer. El problema ha movido toda clase de intereses –profesionales, culturales, educativos y políticos–, declarando la lucha por el control del currículo, bajo capa de preservar la identidad cultural.

Respecto a las humanidades, lo que Gimeno propone es modificar el humanismo, que no cabe como base común en el modelo de enseñanza comprensiva. ¿Por qué no? Por estar concebido para grupos de estudiantes más seleccionados y de distinto nivel cultural. Dice Gimeno que «una cosa es una parcela del saber y de la cultura, y otra la representación que de ella han hecho las tradiciones educativas para convertirla en una asignatura» (página 73). Sin duda el tema está bien diagnosticado: el peso cultural y su reflejo en una asignatura no poseen idéntica asignación. Estando de acuerdo con esto, también habría que preguntar si es realista pensar que lo que no sea objeto de estudio escolar puede tener alguna otra vía de introducción en la cultura personal del sujeto humano. Me parece muy difícil preservar estos costados culturales de otra manera, sin que acaben perdiéndose y se resienta la tradición de la que procedemos con sus inconvenientes y sus virtudes.

Sin embargo, Gimeno no rechaza las humanidades, sólo pide su transformación en contenidos de enseñanza para que puedan favorecer nexos culturales. Lo que no acepta es el «fundamentalismo en torno a las humanidades» (página 77). Por mi parte, lo ampliaría a todo lo demás para proclamar un rotundo no al fundamentalismo, a todo él. Resalta Gimeno que «las humanidades tienen que encontrar otros medios de incidir en la sociedad» (página 79) y confirma su aseveración con la situación actual del ambiente escolar, que «ya no es el único espacio cultural» (página 80). El único no lo será, pero sí uno de los privilegiados, de lo contrario las distintas sociedades no habrían dedicado tantos esfuerzos a la educación, ni el gasto social se preocuparía tanto por esta vertiente. Matizaciones aparte, lo que me importa es cómo hacer que la sociedad consuma textos filosóficos o literarios sin que estas enseñanzas hayan tenido presencias en la formación cultural escolar. Si su inclusión no garantiza el éxito futuro, ¿qué pasará en el caso de que ni siquiera se haya proporcionado en la formación de los estudiantes algún filtro referencial de las mismas? En este caso, me temo lo peor.

No pierde de vista Gimeno la perspectiva de la sociedad de la información como «condición de la realidad de nuestro mundo» (página 20). Por eso, en la segunda parte se pregunta con qué herramientas entran en ella nuestros alumnos. Hoy surgen escenarios nuevos para información, inmensos y completos. El único problema es la capacidad de un sujeto para acceder a los contenidos que le interesan y para encontrar los que necesita. De aquí que la capacitación personal resulte imprescindible. Ahora «la biblioteca no sólo es el lugar del libro, sino el de la sociedad de la información» (página 104), escribe Gimeno, con toda razón, aunque todo esto me sigue sonando a bastante idílico, porque, como él sabe bien, el mercado extiende universalmente sus tentáculos y ciertamente filtra todo no exactamente en el entramado de una gigantesca y globalizada red cultural informativa. Además, hay que tener en cuenta el ancestral déficit de recursos tecnológicos con los que se encuentran los centros educativos lo que parece que no se sabe bien o se ignora conscientemente. Preguntaba no hace mucho un Inspector técnico a un profesor cuáles eran los recursos tecnológicos que empleaba en sus clases, con ocasión de haber solicitado licencia por estudios. A lo que el citado profesor le contestó con irritación contenida: aquí tiene usted algunas muestras de las diapositivas que estaría encantado de proyectar en las aulas para motivar y hacer más atractivas mis prácticas, sólo que carezco de los recursos necesarios. Bueno sería que usted presionará al Centro para que pudiéramos disponer de los adecuados y suficientes en nuestras aulas. Mientras tanto, me limito al retroproyector de transparencias, aunque tenga que cargar con un considerable armatoste y subir unos buenos tramos de escalera, además de conectar el alargador a la red porque no llega la conexión. Desgraciadamente no disponemos de Ordenador, ni cañón, ni siquiera de pantalla, teniendo que arreglarme con la pared, que tampoco está blanca inmaculada. Ya me gustaría disponer de un simple portátil para trabajar en el aula.

La tercera parte está dedicada a ofrecer pistas para un proyecto educativo que consiga una enseñanza valiosa para los sujetos que se están formando. Dedica un interesante capítulo al currículo y a lo que hay que poner en él. Aquí la reflexión se está haciendo urgente en estos momentos y con todos los instrumentos de los que disponemos no tendríamos perdón si nos equivocáramos otra vez, desde luego. Creo que habría que superar interrogantes ambiguos como el de que si lo importante son las intenciones o los efectos, porque sería peligroso eliminar o dar una importancia menor a cualquiera de estas variables u orientar la respuesta a la tesis planteada de antemano. En lo que si estoy acuerdo es en que «los contenidos no son metas, sino materiales para hacer competentes a quienes aprenden» (página 117). De aquí que especificar exhaustivamente todos y cada uno de los temas que deben ser enseñados en una materia me parezca una pérdida de tiempo, además de que se puede estar introduciendo cierto fundamentalismo académico. Es necesario no caer en semejante error una vez más.

Gimeno apunta directrices que son bienvenidas y cree necesario explicitar permanentemente el credo pedagógico de los profesionales de la educación. En forma prudente indica que «ni las esperanzas deben sobrevalorarse ni el fracaso o la crisis generalizarse» (página 146) y que el punto de partida son los problemas reales que tenemos ante nosotros, cuyo origen está en «las políticas que lo han gobernado [nuestro sistema educativo] y la falta de recursos económicos que se le han destinado» (página 152.

En cuanto a alumnos y profesores, pide un «contrato» con ellos y, aunque establezca directrices muy generales, no estará de más recordar y aún enfatizar ideas como está: «las amplias funciones del profesorado como educador son tan sobradamente conocidas en teoría como imposibles de realizar satisfactoriamente en la práctica» (página 159). De aquí la necesidad de un estatuto del profesorado, en el que queden claras cuáles son sus funciones y sus derechos. El momento actual es una buena ocasión para ello.

El último capítulo lo dedica al cambio en la universidad, con motivo de la convergencia europea. ¿Llegará ahora la transformación de la institución superior, obligada por el espacio europeo? Por mi parte, creo que podríamos aprovechar para que esta perspectiva salpicara a todo el sistema educativo, mediante las extensiones adecuadas. Para ello hay que abordar un problema que nunca se trata, el de las actividades del profesor. Para Gimeno, éstas –referidas al profesorado de universidad– pueden ser preactivas, interactivas y postactivas (página 179), según su denominación. La terna se puede aplicar punto por punto al profesorado de Secundaria y Primaria. Así, entre las primeras incluye planificar la práctica, buscar y localizar recursos de aprendizaje, coordinar con otros profesores y preparar las clases. Las segundas son de docencia y seguimiento del trabajo del alumno. Y las terceras incluyen la evaluación de los estudiantes. Para esto se requiere un tiempo de planificación, enseñanza, tutoría, evaluación, preparación de prácticas, investigación y gestión. Pues bien, todas estas actividades y tiempos constituyen el trabajo de cualquier profesor, no sólo del universitario. Y nada digamos de la práctica y las didácticas empleadas. Estos son cambios absolutamente necesarios, que la próxima ley de educación no debería olvidar, si quiere poner la enseñanza en el buen camino, con independencia de las viejas rutinas acostumbradas, que mantienen la imagen del profesor en la más fría hibernación permanente.

 

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