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El Catoblepas, número 45, noviembre 2005
  El Catoblepasnúmero 45 • noviembre 2005 • página 20
Economía

¿Higiene obrera o trabajadores higienizados?
El caso asturiano de A Pin el Ajustador

Ovidio Fernández Arbas

La Higiene y Seguridad en el trabajo, la Salud Laboral en suma, adoptó en sus primeras formulaciones históricas diversos estilos discursivos. Corresponde al asturiano Mario Gómez Gómez (1872-1932) el haber sido el primer escritor al respecto, en adoptar un estilo novelado sobre el tema, desde la óptica de lo que se dio en denominar «Paternalismo Industrial» en su obra titulada A Pin el Ajustador (1916)

«Si premio queréis tener
Trabajad y obedeced»{1}

Aproximación a los antecedentes de la Higiene laboral en España

I. La Higiene como moral

La atención prestada a los nuevos espacios productivos –desde el punto de vista de la salud e higiene laboral– que trajo aparejado el fenómeno de la Revolución Industrial en nuestro país por parte de los denominados médicos-higienistas, no sólo verá circunscrita su actuación e intereses a los recintos propios del taller, fábrica o empresa, sino que desde sus mismos comienzos este colectivo profesional, este estamento, tratará de extender su intervención al ámbito extrafabril, con el fin de que al espacio-tiempo productivo se le añadiese el no productivo de las clases trabajadoras.

Esta naciente preocupación higiénica por las fuerzas del trabajo, encuentra sus antecedentes en la consideración que comenzó a adquirir a mediados del siglo XVIII la salud colectiva en diversas naciones europeas al entenderse que contar con una población sana y vigorosa supondría una fuente de poder y riqueza para el reino{2}.

Será así como la salud colectiva, y la salud de los trabajadores en particular, cobre un nuevo valor.

De esta manera, serán unos profesionales, los médico-higienistas, los que vayan ocupando un lugar privilegiado durante todo el siglo XIX, junto con sus saberes y prácticas, pasando a considerarse sus servicios como de la más alta estima para el cuerpo social, toda vez que al estarles encomendado el cuidado de la salud de la población ello significaba confiarles el valor más importante para un estado.

La incipiente revolución industrial en nuestro país –fenómeno no simultáneo ni homogéneo en el tiempo y espacio– propició asimismo, al igual que sucedía en otros países, que un conjunto de diversos problemas higiénicos de nueva aparición: hacinamiento en centros fabriles, viviendas y barrios obreros absolutamente insalubres, adulteración alimentaria, alcoholismo, jornadas extenuantes de trabajo, &c., fuesen afrontados sirviéndose de nuevas competencias y capacitaciones por parte de estos nuevos tutores de la salud del conjunto de la población.

La Higiene, de esta manera, irá pasando gradualmente a constituirse como un conjunto de saberes médicos con ambición interdisciplinaria y totalitaria; es decir, aspirando a tomar la palabra en cuantas cuestiones afecten a la salud de la nación, toda vez que la higiene pasa a considerarse como la «razón suprema»; la que debería acompañar en triple sarcerdocio la labor de todo poder legislativo{3}.

De este modo, el medio laboral permitirá la paulatina legitimación de nuevos saberes y prácticas sobre la salud y la enfermedad de los trabajadores, reservando para los profesionales médicos nuevas competencias. Así mismo, la medicina comenzaría a desempeñar en el medio laboral una función normativa, al configurarse como modeladora de valores y reguladora de pautas de comportamiento de los trabajadores acordes con los requerimientos del orden productivo{4}.

Es por ello el que a este estamento de médicos-higienistas les debamos los más tempranos testimonios (finales del siglo XVIII) acerca de las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera; no en vano se habían convertido en observadores privilegiados de la misma. Ahora bien, dichos testimonios –salvo casos excepcionales– fueron ofrecidos desde presupuestos totalmente ajenos a los intereses de las clases trabajadoras{5}.

La ciencia médica, la disciplina higiénica, la concepción de la salud laboral en suma, estará desde sus comienzos al servicio del orden productivo e ideológico dominante y esta lógica será la que vea presidir sus actuaciones a lo largo de todo el siglo XIX e incluso –con todas las matizaciones que se quieran– en buena parte del XX.

De esta manera, las primeras actuaciones medico-higiénicas que son llevadas a cabo en nuestro país aplicadas a un medio laboral –centradas en la persona de quien figura como su máximo exponente, José Parés y Franqués en las minas de mercurio de Almadén– pondrán de manifiesto lo que, básicamente, se iría convirtiendo en tradición expositiva por parte de estos profesionales: reivindicación para el propio estamento de un creciente poder normativo; es decir, regulador de hábitos y formas de vida de los trabajadores, toda vez que se entendía que descuidar el tiempo y espacio extrafabril obrero podría suponer el «cultivo» de comportamientos «incorrectos» con resultados perniciosos para la salud física y moral de los mismos, en detrimento en última instancia de los procesos productivos{6}.

Del mismo modo, la construcción de los iniciales presupuestos preventivos laborales estarán teñidos de un inequívoco marchamo moralizador, hecho éste observable en los primeros tratadistas del tema: continencia, humildad, sumisión, paciencia, fomento de valores de frugalidad y previsión; en suma, se trataba de ir elaborando un material «higiénico-científico» apto para conformar una mano de obra sana, diligente, dócil y, sobre todo, disciplinada.

A su vez, esta preocupación por la salud laboral, las reflexiones acerca de las condiciones de trabajo del proletariado hispano mantenidas a lo largo del siglo XIX nunca fueron ajenas a la visión genérica que sobre las clases trabajadoras mantenía una burguesía indiferente sobre la suerte que corría la nueva clase obrera que comenzaba a surgir, como al mismo tiempo temerosa por la fuerza revolucionaria que adivinaba en la misma. Tales eran los sentimientos que despertaban las emergentes clases trabajadoras en las élites económico-sociales del país.

Comprender entonces los valores burgueses, significará comenzar a entender los presupuestos ideológicos de los que partan los escritos de los médico-higienistas, por su misma adscripción de clase. De ahí que términos como Moralidad, Orden, Propiedad y Mercado estén presentes, de una u otra manera, en sus trabajos e investigaciones, ahormando a los mismos todas las medidas o remedios elaborados por aquéllos con el objetivo de contribuir a eliminar o, al menos, paliar los daños en la salud que el medio laboral ocasionaba.

A la nueva ciencia que se irá gestando en torno a los valores antes señalados, y conocida como Higiene Industrial, le sucederá bien pronto un hecho curioso. Como disciplina científica se encontrará con que su campo específico de investigación, de análisis –el fabril– no estará disponible, abierto a ninguna «lógica de intervención». Y ello debido a su propia pertenencia a un sistema económico liberal que garantizaba la opacidad de todo el sistema productivo basándose, precisamente, en la privacidad del mismo, lo cual en la práctica representaba que nadie –ni tan siquiera en nombre de principios de salud– pudiese penetrar intentando reglamentar o prescribir condiciones higiénicas de trabajo en los espacios productivos. Se entendía, y así se señalaba, que lo que sucediese una vez traspasado el umbral de la fábrica o del taller era cuestión del patrono y del trabajador.

Lo anteriormente señalado –que persistirá hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando por la presión de un incipiente reformismo social se comenzó a tomar en consideración la posibilidad de una cierta legitimidad en el establecimiento de determinadas medidas de «injerencia» en el interior de las fábricas– hará que el interés de los médico-higienistas se desplace hacia la gestión y formas de vida de las clases trabajadoras.

Si las condiciones de trabajo no se van a poder modificar significativamente, al menos, y en esto consistirá todo su programa científico, sí se podrá intervenir sobre las propias fuerzas de trabajo, esto es, sobre el obrero.

Ello daría como resultado que el estamento profesional médico-higiénico comenzara a preocuparse más por el logro de unas óptimas «condiciones higiénicas para el trabajo» que del establecimiento de saludables «condiciones higiénicas de trabajo».{7}

Consecuencia de todo lo anterior serán unos textos sobre higiene laboral en los cuales las medidas de salud pública e industrial formuladas por nuestros higienistas quedaron entrelazadas con la formulación de determinados ideales (orden, laboriosidad, limpieza, disciplina social) que «adecuaran» debidamente las clases trabajadoras a los requerimientos de la sociedad y de las formas de producción industriales.

En dichos textos –a fin de ser justos– debemos también señalar que se encuentran recogidas denuncias de aspectos concretos de explotación obrera y testimonios de una realidad laboral que nos resultan espantosos (mitigables en gran medida de asumirse sus propuestas) pero, por otro lado, al no pretender cuestionarse en modo alguno los marcos económicos, sociales y políticos del problema –bien al contrario se emplean a fondo en reafirmar sus pilares básicos– el resultado será una disciplina científica, la higiene industrial, más preocupada por establecer unas propuestas interesadas en llevar a cabo una domesticación y disciplinamiento de las masas trabajadoras, al igual que sumar esfuerzos a fin de impulsar programas estratégicos de afirmación empresarial y reforzamiento de programas de sometimiento al orden burgués del que, en definitiva, no eran sino tributarios.

II. La Higiene Industrial como conciliadora de la lucha de clases

El último tercio del siglo XIX conoce en nuestro país lo que se denominó como la «Cuestión Social». El litigio social que ahora se presenta, la guerra entre el «capital y el trabajo», no será más que la expresión abierta del fenómeno objetivo del extraordinario desequilibrio existente entre las clases sociales a la vez que la percepción, la existencia de una conciencia que posee la clase obrera víctima del desequilibrio social de que su situación constituye una injusticia que merece ser remediada.

Por ello, y en España a partir de 1868-1873 por parte de las clases obreras esta injusticia se tradujo en una pretensión de revisión del orden hasta entonces existente. La «cuestión obrera» fue, así, la «cuestión social» por antonomasia en la Edad Contemporánea en España y en los demás países de la Europa industrial.{8}

Será así que, a partir de las fechas señaladas, la cuestión social obrera comenzó a ser admitida como cuestión con sustantividad propia, donde el malestar, conflictos y reivindicaciones expresadas por los trabajadores tratarán, por parte del poder político social, de reconducirlo a su línea ideológica: el obrero no debería estar fuera del sistema, sino integrado en él.

De ahí la necesidad o, al menos, la conveniencia de la concesión a su favor de timidísimas reformas o medidas sociolegales que ayudasen a sostener el entramado de una presunta «armonía social», concepto tan querido por esta burguesía que no se cansó de predicarlo desde todos los púlpitos a su alcance. Así, todo un cierto ala reformista burguesa incluso posiciones socialcatólicas y, como no podia ser menos, el estamento médico-higienista, se pusieron al servicio de esta nueva idea.

Será así como estos higienistas reclamen un nuevo papel a desempeñar: el de conciliadores de esta lucha de clases, actuando como intermediarios especialmente cualificados entre el capital y el trabajo, a fin de que con sus propuestas y soluciones –pretendidamente emitidas desde posiciones neutrales y no partidistas– ambos contendientes no se destruyesen y salieran mutuamente beneficiados.{9}

Esta progresiva intervención de los poderes públicos en la llamada cuestión social –alentado por un reformismo social integrado por sectores de la burguesía más «progresista» y consciente de la necesidad de establecer cambios graduales– hará que la producción bibliográfica relativa a la higiene industrial experimente un notable cambio en cuanto al tratamiento de la temática de la salud laboral.

La nueva línea higienista que entonces se inicia, estará basada en el tratamiento más técnico de los problemas de seguridad e higiene industriales, abandonando progresivamente las adherencias morales e ideológicas que lastraban sus producciones científicas.

El cambio de centuria traerá consigo un hecho capital para el mundo de las relaciones laborales. Una nueva concepción del accidente de trabajo, entendido como fuerza mayor y, por tanto, reclamable automáticamente y una legislación materializada en la Ley de Accidentes de Trabajo, hará que la visión higienista del medio industrial tenga que renunciar al clásico papel jugado de tutelaje de las formas de vida obreras.

A partir de ahora, ya no será posible seguir interviniendo –al menos de forma tan explícita– en los espacios extralaborales del proletariado, papel éste que pasarían a desempeñarlo otras instancias sociales. Del mismo modo otras profesiones técnicas ocuparán cada vez más los espacios normativos laborales, nos estamos refiriendo a los ingenieros industriales{10} y, en Asturias, ciertos ingenieros de minas, los cuales irán tomando bajo su disciplina la ordenación de los espacios productivos.

Será entonces cuando la producción bibliográfica médico-higienista industrial comience a centrar sus intereses exclusivamente a los propios de la salud laboral, al campo de la prevención de los accidentes y enfermedades profesionales y los problemas médico-higiénicos planteados por la propia actividad laboral.

No obstante, como ya hemos señalado, al discurso higiénico-laboral que venía siendo monopolizado desde un principio por los médicos se le sumarán otros que estarán al servicio de intereses diversos, aunque todos ellos coincidiesen en el mismo objetivo de alzarse con el control de las clases trabajadoras, objetivo éste por el que todos ellos pugnarán con mayor o menor fortuna.

Así en Asturias, y desde el ámbito que más nos interesa, el patronal, este control se intentó traducir en una diversidad de prácticas paternalistas orientadas a lograr grados de intervención cada vez más intensas en las formas autónomas de gestión de la vida de los obreros. Este discurso patronal encontraría su más acabada expresión «científica» en los trabajos publicados por ciertos ingenieros de minas que hacen de los mismos a la vez que expertos profesionales de las técnicas de producción, en consumados higienistas capaces de elaborar todo un programa de intervención en lo concerniente a los modos de gestión de vida de los trabajadores.{11}

Debido a ello, aspectos tales como vivienda obrera, alimentación, moralidad, ocio, jornada de trabajo, alcoholismo, tabernas, instrucción, higiene personal, &c., ya no serán sólo objeto de atención de los médicos del trabajo sino que serán compartidos por estos ingenieros que intentarán lograr un triple objetivo.

El primero, será conformar a una clase trabajadora a criterios de fijación territorial, a fin de contar con unos flujos de mano de obra estables y predecibles; el segundo estará orientado a lograr que esta mano de obra adquiera una disciplina de trabajo industrial, dado su carácter de obreros mixtos{12} y, el tercero y último, pero no menos importante, a cultivar hábitos de sumisión, disciplina y evitación de conflictos entre la misma.{13}

El autor: Mario Gómez Gómez

Mario Gómez Gómez nació en Cangas del Narcea (Asturias) el 23 de enero de 1872. Médico militar de profesión, prestaría sus servicios profesionales en diferentes puestos y destinos del ejército, llegando a alcanzar el grado de teniente coronel en el mismo.

Se inicia como escritor sobre temática militar y fruto de ello son títulos como Seiscientos sesenta y cinco reclutas (1903), Recluta y Reclutamiento (1908) y Reclutamiento Militar. Estudio Histórico (1910).

Del mismo modo cultivó un tipo de literatura costumbrista y de tema histórico regional, a ella corresponden títulos como De Bogaño (1915), De Corripia (1923) o Los siglos de Cangas de Tineo (1920). En 1916 escribiría la obra A Pin el Ajustador. En 1926 funda La Maniega, Boletín de Tous pa Tous, Sociedad canguesa de amantes del país, ejerciendo a través de la misma un papel de animador de la vida local canguesa. El 26 de abril de 1932 fallece en su villa natal.

El Patrocinio de A Pin el Ajustador

La obra nacerá al amparo de la asociación gijonesa Cultura e Higiene, quien a su vez se encargó de financiar su publicación. Así, con motivo de la adquisición del libro número mil por parte de dicha sociedad para su biblioteca, la misma decidió celebrar tal acontecimiento con la publicación de A Pin el Ajustador, con el fin de distribuirlo entre sus socios y centros adheridos.

Esta asociación, de objetivos diversos, aunque todos ellos dirigidos a las clases trabajadoras gijonesas, tuvo unos orígenes claramente intervenidos por un sector burgués reformista compartido por una clase patronal con intereses en la zona donde estaba implantada la asociación{14}. Además, en las figuras de varios de sus promotores, la militancia masónica parece haber sido un hecho. Esto último no significará una mera anécdota. Ciertos principios de tinte masónico estarán presentes de una u otra forma en el programa de actuación de Cultura e Higiene.

Entre los propósitos de esta asociación figuraban el tratar de conseguir unas condiciones de habitabilidad más dignas en el barrio gijonés de la Calzada que incluía mejoras tanto en el alcantarillado, el alumbrado o la salubridad de las propias viviendas obreras, así como disponer de unos cauces de sociabilidad alternativos a la taberna a través de los cuales se pudiera ofrecer a los asociados unos servicios de lectura, de ocio, &c., serán algunas de las actividades que dicha sociedad lleve a cabo, incluyéndose entre las mismas la impartición de conferencias sobre temas prácticos y de cultura general{15}.

Además, desde «Cultura e Higiene», se impulsaron un tipo de actividades que consistían en prácticas deportivas y excursionistas. Todo ello en la línea del fomento de la vida al aire libre que predicaba la Institución Libre de Enseñanza.

Por otro lado, es interesante constatar cómo desde la propia asociación se irradió una cultura cívica, unas nociones de urbanidad –tratadas extensamente en la obra de M. Gómez–, apostando por el «crecimiento interior del hombre» e insistiendo en su formación integral, todo ello de intenso sabor institucionista.

Todos estos pretendidos objetivos en pos de un «hombre-obrero libre» tanto espiritual como intelectualmente tendrán difícil encaje con el tipo de discurso desarrollado en A Pin el Ajustador. Lo cual, creemos, refuerza de paso la tesis de que esta asociación, a pesar del «progresismo» y obrerismo del que hacía gala, no dejaba en suma de representar a una asociación satélite obediente a los intereses de cierta burguesía y clase patronal.

La obra: A Pin el Ajustador

Se trata de un texto de 203 páginas formado por 23 cartas que, según nos cuenta su autor, fueron publicadas en la revista Cultura e Higiene y que a petición del director de la revista se reunieron a fin de formar un libro para poder ser distribuido entre los socios y obreros.

En el campo dedicado al higienismo obrero, el texto supone una aportación francamente original debido tanto al estilo adoptado (el epistolar) como al lenguaje y tono que se emplea, más próximo al de un fraternal amigo que a las conferencias al uso de tantos preceptores higiénicos.

Esta «confraternización» literaria con los obreros ya se había ensayado con anterioridad desde lo que se denominó «la cuestión social». En estas obras –y A Pin el Ajustador no es una excepción– se adopta por parte de estos autores un estilo condescendiente y de marcado carácter de superioridad intelectual, a través del cual se establecen diálogos entre un trabajador/es y un burgués. Ni que decir tiene que las razones expuestas desde el punto de vista obrero nunca consiguen ser aceptadas por sus otro interlocutor, lo que las convierte en vehículos ideales para poder esgrimir en forma sistemática continuas refutaciones de las reivindicaciones proletarias de la época: derecho a huelga, salarios escasos y reclamaciones de subida , jornadas laborales más reducidas, necesidad de implantar un derecho a favor del obrero, &c.{16}

En el prólogo de A Pin el Ajustador, M. Gómez señala los objetivos a lograr con su obra:

«correguir muchos defectos de higiene y de cultura de la vida proletaria, (tratar) de evitar una ceguera, una escrófula, una infección, una parálisis; poder corregir siquiera en uno de esos obreros un mal carácter, un desaseo, un trato descortés, un desabrimiento de hijo o de esposo, ofrecer algún aliento para el trabajo, deleite artístico o afición al estudio.»

Intervenir, pues, sobre una serie de deficiencias que a su juicio son palpables entre la clase obrera: higiene personal e higiene social, entendida esta última como falta de cultura, de instrucción, además de ausencia de cultura cívica y reglas de urbanidad.

Para realizar esta labor, M. Gómez gozará del salvoconducto idóneo: ser médico y, concretamente, médico-higienista con experiencia en centros fabriles de la región. Esto le autorizará, desde un punto de vista «científico», a penetrar en los «espacios proletarios», ya fueran estos los laborales o los pertenecientes a su gestión de vida. No podemos olvidar que desde esta perspectiva es desde donde se habían realizado los estudios e investigaciones primeras y más prestigiosas acerca de nuestro proletariado. Por ello, M. Gómez no considerará en modo alguno que con su obra se esté inmiscuyendo en campos ajenos a su profesión.

El mandato higiénico será claro: escudriñar, observar, analizar tanto el espacio fabril como el no productivo y ello no solamente será lícito sino que será una obligación a fin de remediar cualquier tipo de deficiencia higiénica o moral que se observase, pues como ya dejara señalado un notorio higienista, F. Méndez Alvaro:

«Solo el médico, sin reparar en esas lindas fachadas con que se encubre la interior miseria, atraviesa portales hediondos, atestados de orines y excrementos, se encarama por oscuras y malas escaleras hasta los pisos más altos.»{17}

No ignora M. Gómez los considerables avances que había alcanzado el movimiento obrero en su desarrollo histórico. Sabe que establecer un ataque frontal a las posiciones ideológicas de las clases trabajadoras no sería el mejor método a emplear a fin de establecer un contradiscurso patronal.

Si dos de los primeros higienistas industriales hispanos, Monlau y Salarich, asistieron a la aparición de un primer proletariado industrial, M. Gómez presenciará una clase obrera plenamente desarrollada en su Asturias natal y, si por ejemplo, Joaquín Salarich se permitía desde su ingenuidad, recomendar abiertamente al trabajador someterse a la férula del «amo» además de cultivar la paciencia y la resignación como remedio a las situaciones injustas, M. Gómez será consciente de que el interlocutor al que se dirige ya no aceptaría un discurso en el que le fuese adjudicado un papel tan servil como humillante.

Sólo desde estos conocimientos, es como podrá articular su novela de una forma tan precisa y, a la vez, tan eficaz, permitiéndole atravesar con su discurso explícito –y como veremos implícito– territorios tan hostiles en primera instancia a la intromisión de narraciones o discursos ajenos que afectasen a la gestión de vidas de esas mismas clases trabajadoras.

El argumento de la obra, en el plano formal, será bien sencillo. Consistirá en una serie de cartas que el autor dirige a un joven obrero de carácter ficticio al que se encuentra ligado por razones de amistad con sus padres.

En ellas M. Gómez representará el papel de afable consejero sobre aspectos en un principio tan dispares como serán desde la apariencia física, porte externo que debería corresponder a un trabajador, al modo de comportarse éste en la vía pública, los vestidos más adecuados a fin de evitar enfermedades y accidentes en el medio laboral o el comportamiento que debe observarse con la esposa proletaria.

Con el fin de conseguir que el tono literario se ajuste al amical-paternalista propuesto, huirá del discurso higienista habitual que operaba desde un plano de distancia y desigualdad. M.Gómez lo hará desde una relación pretendidamente fraternal, aunque estando siempre presente la referida autoridad médica y, por consiguiente, científica que él representa y que sus consejos revisten.

M. Gómez, buen conocedor de la psicología de las clases populares –no olvidemos que fue un solvente escritor de temas costumbristas asturianos, además de su contínuo trato con reclutas y soldados: clases populares por excelencia–, sabe de los recursos expresivos más adecuados a emplear a fin de que los mensajes que le interesa transmitir no fueran rechazados en su mismo comienzo por el obrero.

Así, manejará unos códigos literarios fuertemente impregnados por continuas alusiones emocionales/sentimentales, una literatura plegada al «terruño» y a las costumbres y comportamientos populares. Para ello el marco ambiental escogido para el desarrollo de la novela/discurso será la ciudad de Gijón, sus calles y gentes.

A ello le sumará el uso frecuente de giros y expresiones populares, de vocablos y palabras en asturiano que le servirán para crear una atmósfera de falsa complicidad entre él y el lector proletario, con el fin de lograr que tanto las distancias de clase como de intereses se vean reducidas al mínimo y creen así al lector la sensación de estar hablando en el mismo «lenguaje», lo que equivale a decir hablar y compartir intereses comunes.

De esta manera, el estilo directo y llano que practica en toda la obra, aunque fuertemente impregnado de un tono paternalista, recortará la distancia de clase –que siempre es también una distancia de lenguaje– recurriendo a expresiones tales como: «caéle la baba», «fosco», «vieyuras», «me llamé andana», «bigardo», «arreventaba de Tartu», «falangueiro», «fartura», «glaidas», «capilé», «gayaspera» «chigre» o, incluso, el mismo nombre del título de la obra: Pin.

Seguridad e Higiene del trabajo en A Pin el Ajustador

Una primera observación que podríamos señalar al respecto es la que se realiza «por ausencia»; es decir, en una obra dedicada fundamentalmente a la higiene obrera, el contenido básico y esencial de la misma es escamoteado: la higiene en el espacio fabril, la atención a la salud en el medio laboral.

Veamos en las líneas que siguen cuáles son sus consideraciones acerca del origen de las enfermedades contraídas en el trabajo y de los accidentes laborales sufridos.

Tan sólo breves consideraciones acerca de las posibilidades de cambios térmicos y de accidentes por uso de vestimenta inadecuada, pero nada en absoluto sobre cualquier otro tipo de valoración higiénico-laboral, ausencia ésta claramente significativa por lo que tiene de renuncia consciente a intervenir en una «higiene del espacio fabril» y que obligaría a poner de manifiesto las injustas y terribles –en numerosos casos– condiciones de trabajo en las cuales el obrero desempeñaba sus labores.

Además, ello podría poner en evidencia al patrono (en lógica consecuencia), ya que sobre el mismo recaía el procurar establecer y mantener unas condiciones de trabajo salubres y dignas, con lo cual incidir en planteamientos higiénicos relativos al espacio productivo sería tanto como poner de manifiesto el total abandono y desinterés del patrono por la salud del obrero, pues no olvidemos que entonces el trabajador –al existir ya una legislación preventiva de riesgos laborales– podía establecer comparaciones odiosas entre lo legislado y su propia realidad laboral cotidiana.

«Acaso estarás pensando que te hablo demasiado de tu atavío de calle o de paseo, y poco, en cambio, de tu indumentaria de trabajo. Tienes razón (...) ¡Es tan poco, además lo que sobre esa indumentaria puedo decirte!» (pág. 14, de ahora en adelante la paginación hará referencia a la obra A Pin el Ajustador, correspondiente a la edición del año 1916, Gijón, Imprenta y Librería de Lino V. Sangenis.)

Y esta «ignorancia» es manifestada por quien se describe como conocedor del «ambiente al que van dirigidos estas cartas» y al que su profesión médica «en centros industriales me (le) ha dado a conocer los dolores y deficiencias de la vida proletaria.»

Pero su confesada «ignorancia» desaparecerá por completo tan pronto como tenga que dar razón de un gran número de enfermedades y accidentes producidos en el trabajo. Entonces sí sabrá dónde radican sus causas:

«(...) tu afán de ir al taller con la chaquetita de tela azul y por tu horror a las prendas de paño (...) (Con lo fría que es la fábrica en el invierno, hombre de Dios!.. y luego vengan catarros, vengan toses, dolores reumáticos, alifafes en tu vejez, o en la juventud tisis; vengas accidentes del trabajo y reprimendas de los maestros...» (pág. 15.)

El espacio fabril, influido por unas condiciones medioambientales en el cual se desarrollan las tareas y de unas máquinas que ayudan a ejecutarlo, no tendrán en M. Gómez otro protagonismo que el de servir de testigos mudos e inocentes a las desgracias que le puedan sobrevenir al obrero... ¡por su culpa!:

«Renuncia a ese antojo que tienes de una blusa, porque puede costarte serios disgustos. A la vertiginosa maquinaria entre la que tú vives, hay que rehuirle el cuerpo. Hay piñones, volantes, manivelas que parecen tener ojos traidores para hacer presa en una blusa, en el faldón de una chaqueta, en todo lo que descuidadamente se les acerca. He visto algunas desgracias producidas por ese defecto de indumentaria obrera.(...) (Tengamos la fiesta en paz! Renuncia a ese caprichito.» (págs. 17-18.)

Aparece pues, la fábrica, representando el espacio productivo potencialmente peligroso, aunque esta potencialidad sólo pueda activarse debido a la conducta negligente de los trabajadores.

De esta forma, no cabrá buscar más responsables –ni responsabilidades– de cuantas enfermedades o accidentes acontezcan en la fábrica o taller. En un discurso vicariamente patronal como es el de M. Gómez, si existe un inocente –lógicamente– este será el patrón.

Los vectores higiénicos

La obra tiene su anclaje en la articulación de un discurso basado en lo que nosotros denominamos «vectores higiénicos»: A) una Higiene del Cuerpo, compuesta por todos aquellos aspectos que guardan relación directa con la fisonomía (cabello, barba, &c.) y la alimentación. B) una Higiene del Espacio y del Tiempo, cuyo vector estaría formado por los espacios extralaborales: vivienda, taberna &c. correspondiendo al tiempo, en sentido preciso, el de no trabajo, el de ocio, y C) una Higiene del Alma, en el que estarían incluidas ideas, expectativas, pensamientos, sentimientos, conductas elaboradas, formación e instrucción y educación.

Estos tres vectores se corresponden a tres diferentes direcciones y sentidos, pero no impide establecer cruces y correspondencias entre los mismos. De esta manera, una higiene del cuerpo, la que corresponde a la barba o un cabello desaliñado por ejem. puede llegar a interferir en la higiene del alma al suscitar las pilosidades desordenadas temor en otras clases sociales. Del mismo modo, una higiene del espacio: la taberna o la vivienda, tendrá consecuencias en otros vectores higiénicos, ya que harán del obrero un ser laborioso y disciplinado o, al contrario, convertirlo en un ser vicioso y depravado.

Higiene del cuerpo

En la Higiene del Cuerpo Mario Gómez analiza los aspectos mas relevantes del mismo: desde la propia higiene personal que comprende el uso del perfume, de la barba o gimnasia hasta una higiene postural.

De esta manera los consejos expresados por M. Gómez acerca de los gestos del cuerpo, que comprenden desde la propia expresión facial hasta los ademanes corporales estarán orientados a ser la nueva expresión visible de la transformación habida en el campo de la Higiene del Alma o, lo que es lo mismo, la Higiene del Alma no encontrará expresión más perfecta que la que se manifiesta a través de la Higiene del Cuerpo:

«Hay muchas personas que inadvertidas de sus gestos viciosos, presentan en su faz trazos o rasgos antipáticos, repulsivos o ridículos a veces, que no reflejan, en verdad, el fondo del caracter.» (pág. 57.)

«Una cara dura, una cara seca, una cara de pocos amigos, ¡quién la buscará para comunicar afectos o emociones!» (pág. 60.)

«(...) te pido que siga tu faz en consonancia con tu carácter, y hasta con tu profesión y con el medio en que vives. (...) te diré que entre el rostro de un hombre y de su trabajo y su medio social, debe haber concordancia.» (pág. 62.)

«Tú debes tener cara de obrero.» (pág. 63.)

Pero Mario Gómez aún no cuenta con un retrato acabado del mismo, tan sólo lo perfila mediante esbozo:

«Si me preguntas por los trazos particulares y más propios, o que están más en carácter en la cara de un joven proletario, me libraré muy bien de contestarte en concreto, pues si el tema entre de lleno en mis estudios, a estas horas aún no sabría caracterizaros.» (pág. 63.)

Pero si el retrato aún no lo puede completar, si el rostro todavía permanece desdibujado, sí sabrá bien a quién no habrá que tomar como referencia o modelo a la hora de forjar a este nuevo «soldado del trabajo»:

«Nunca está bien ese abuso de ademanes y voces; ese accionar frenético que para mí que lo habéis aprendido de vuestros oradores de meeting, siempre incomodados, siempre iracundos, siempre braceando foscos y agresivos, como si la emprendiesen a bofetadas con esta humanidad tan bonachona.» (pág. 70.)

Con razón Mario Gómez no podrá consentir que el modelo para forjar a su soñado nuevo soldado pertenezca al Estado Mayor... del enemigo.

Este proceso de «mutación antropológica» que encuentra reflejo en el obrero «(...) bien vestido, muy aseado, de ademanes correctos y de expresión noble y afectuosa» deberá culminar felizmente en alcanzar una suerte de «pueblo industrial» que es «por corto que sea su abolengo, (...) donde se ven los tipos de factura anatómica más delicada, sin que hayan perdido por eso la resistencia».

De esta manera calcula M. Gómez, que «En dos o tres generaciones el cuerpo del obrero pierde sus tosquedades aldeanas» y el cuerpo –obrero– va tomando proporciones de perfección antropológica,

«A pesar de vuestro trabajo manual, vuestras manos, ya muy lejos del arado y la azada, son delgadas y finas, y los dedos largos y delgados; vuestros brazos son proporcionados, largo el cuello, enjuto el vientre, comedido el pecho, ágiles las articulaciones. Sois, y teníais que ser, por la índole de vuestro trabajo y el régimen de vida, la clase social donde la Antropología debe buscar en estos tiempos el tipo anatómico humano más correcto.» (pág. 7 y ss.)

En esta Higiene del Cuerpo también habrá lugar para disertar desde el calzado más idóneo a la higiene bucal no descuidando tampoco los problemas ocasionados por el ruido profesional,

«Los obreros metalúrgicos sois de los más castigados en los oídos. Antes eran los caldereros, los toneleros, quienes por su sordera se distinguían; ahora lo sois casi todos los de la gran industria, pues que todos sufrís el continuo y estridente fragor de los talleres; chirrido de las limas y de los tornos; golpear de poderosos pilones; penetrantes y agudísimos silbidos de pitos y sirenas, fragor o infierno que daña el laberinto de vuestro oído y adormece vuestros nervios acusticos.» (pág. 27.)

Pero ante el planteamiento de un genuino problema higiénico industrial M. Gómez se servirá del mismo únicamente para convertirlo en motivo de chanza:

«(...) si a todos los higienistas del mundo les preguntases remedios para ese mal, creo yo que ninguno te contestase cosa eficaz alguna. Yo no sé más que dos medios de evitar esa profesional sordera. Uno es que los obreros del mundo dejen de trabajar y se vayan todos a sus casas a vivir de sus rentas: el otro es que a los pitos y sirenas de alarma se les ponga sordina; que envolváis las limas, para el trabajo, con algodón en rama y que pongáis almohadillas en los martillos.» (pág. 28.)

Bajo esta «humorada» se oculta el desinterés de M. Gómez por aportar algún remedio o solución a un verdadero problema relacionado con la salud en el trabajo. Vemos de nuevo como el intervenir seriamente en problemas de higiene y seguridad laboral significa requerir al patrono a fin de que ponga remedios y dejar en continua evidencia la actitud patronal hacia la adopción de medidas preventivas en el trabajo.

El cabello tampoco escapará a la Higiene del Cuerpo; no en vano la menor disensión respecto al canon obrero contribuiría a difuminar el perfil por el que tan arduamente batalla M. Gómez y podría conducir a arrastrar al trabajador a ese mundo primordial habitado por los deshechos de la sociedad:

«Tú sabes que los bandidos de todas las épocas y de todos los países hicieron gala siempre de esa pelambre despeinada. Tu has leído algo de los célebres Tufati, criminales que se enmascaraban con ese tupé colgalte y enmarañado, émulos en su vitola del hampa mercenaria y de los ladrones vagabundos. Si reparas en ello puedes ver que en esas melenas y en esos tufos, ponen méritos precisamente los jándalos, los pendencieros de los pueblos, los chulos, los majos de población, la hez de las carreteras, los matones de garito, los sucios, en fin y la gente menos recomendable en todas partes.» (pág. 44.)

De nuevo, la higiene vigilante, la higiene atenta que moldea y figura al obrero, higiene que deberá atravesar todos los poros, todos los espacios del mundo del trabajo y, por consiguiente del trabajador.

El baño será otra medida higiénica muy aplaudida y solicitada por los higienistas.

En efecto, crear hábitos de limpieza en la clase trabajadora parece haber sido una tarea a la que se aplicaron con denuedo médicos-higienistas, toda vez que ayudaba a crear otros que marcharían paralelos a la limpieza, como puedan ser «el orden», la «regularidad de vida» o, «la moralidad y el decoro».

«Báñate ahora por higiene y aunque sea con esfuerzo, una vez a la semana siquiera (...) ¡Hombre! Tengo ganas de ver una manifestación obrera pidiendo baños públicos. ¡Una huelga pidiendo medios de higiene, que es pedir medios de vida. Por qué no!» (pág. 22.)

No olvidará Mario Gómez que la alimentación del obrero era un tema capital y recurrente dentro de la literatura médico-higiénica destinada al trabajador. Pero, de nuevo, el tratamiento de esta cuestión de la Higiene del Cuerpo servirá para poner en evidencia la honestidad de su discurso en el que jamás trata de defender los intereses reales de las clases trabajadoras sino que en última instancia estará al servicio de unos muy concretos intereses de clase.

Despreciando toda la tradición higienista a este respecto, que sí reconocía abiertamente que el obrero no gozaba de buena alimentación –y ésta en la mayoría de los casos se encontraba adulterada– la cual recomendaba muy vivamente la inclusión de carne en la dieta obrera a fin de que ésta ayudase a dotarlo de fuerza y vigor, Mario Gómez realizará toda una serie de disertaciones sobre su... inconveniencia:

«(...) dice Lombroso: que los instintos criminales están en relación con el régimen carvívoro, ¡la carne, la carne!...»

«No son las carnes tan necesarias como suele creerse» –nos seguirá diciendo– y después de prescribir un régimen alimenticio rayano en lo vegetariano; es decir, después de hurtar la enseñanza higiénica de una alimentación que fuese lo suficientemente consistente a fin de compensar el esfuerzo físico, se permite finalizar al respecto con otra «humorada», así tratará de «librar» al proletariado de los contínuos cólicos e indigestiones que sufre, proponiendo a tal efecto que éste quedaría libre de peligros gastronómicos si no consumiese mucha comida y cosas en exceso nutritivas. El remedio –a juicio de nuestro buen «higienista»– consistiría en no probar manjar alguno:

«ya que en vuestra misma pobreza hallo el remedio (...) no has de negarme que, al menos, se haceros vuestra pobreza placentera. Vaya lo que no coméis por lo que no enfermáis.» (pág. 138.)

La anterior tesis defendida, que aboga por una sustitución en la dieta de la carne en favor del vegetal, no carecerá de apoyos en el mundo de los médicos higienistas. José Pérez Castro{18} autor de una muy celebrada cartilla divulgativa de higiene obrera, también insistirá en crear hábitos vegetarianos entre las clases obreras aunque él al menos justificará tal proceder en el precio muy inferior que esto suponía frente al de una dieta cárnica dados los escasos salarios obreros.

Higiene del Espacio. Higiene del Tiempo

I. La vivienda

Especial consideración tomará, dentro de este vector, el hogar obrero –pieza clave dentro del pensamiento higienista–, el cual se convertirá en objeto recurrente dado su carácter polisémico.

En efecto, el hogar obrero, el problema de la habitación –como se denominaba en la literatura higiénica– no consiste ni representa tan sólo el espacio físico que habita el obrero y su familia, sino que se constituye en un elemento privilegiado en cuanto el mismo representa la asimilación, la integración, la disciplina y sometimiento de la clase obrera al programa ideológico burgués, el cual era consciente de la importancia de dicho elemento.

La preocupación higienista por el hogar-habitación revestirá diversos aspectos. Uno de ellos será el de testimonio, donde la mayor parte de los autores convergen en señalar las lamentables condiciones higiénicas donde se encuentran ubicados éstos. La insalubridad de las mismas no es ocultada por ninguno haciéndose eco de las deficientes condiciones de habitación.

Pero además de dolerse del estado deplorable de los mismos no dejarán nunca de recomendar el acceso a la propiedad de la vivienda por parte del trabajador ya que no ignoraban que una clase obrera que se afana en convertirse en propietaria –aunque bien sabían que poquísimos lo lograrían– suponía una clase obrera sumisa y disciplinada, alejada de cualquier tipo de reivindicación o agitación –la huelga– a la vez que elemento de integración en el sistema burgués de propiedad.

«El obrero que tiene capital, sea éste más o menos reducido, sentirá deseos de aumentarlo, tanto más vehementes, en cuanto vea el modo progresivo con que va aumentando; hasta despuntará en su imaginación la idea de propiedad. ¡Idea sublime que cambiaría la faz del mundo!, ¡desterraría de las masas populares los principios de anarquía, de destrucción y de vandalismo!, ¡ser propietario! He aquí una idea sencilla en sí, pero que es la pesadilla del pobre, porque en su limitada inteligencia no la puede concebir; hacédsela comprender, probadle que no es inaccesible para él, y desde el momento cesarán de dominarle las ideas fúnebres de destrucción, de robo y de pillaje. Lo he dicho y vuelvo a repetirlo, el que tenga una casa, no incendiará la de su vecino (...).»{19}

La vivienda, el hogar, albergará un poder de transformación entre diferentes grupos sociales llegando a significar un elemento de conciliación y armonía entre clases sociales, situación ésta capital para la tradición higienista.

De la misma manera otro médico como Francisco Mercado de la Cuesta en su La Higiene del obrero sopesará las ventajas y desventajas que ofrece la estrecha convivencia entre distintas clases sociales y considera entre las primeras el beneficio que aporta que

«(...) el rico viviendo en continuo contacto con el pobre se halla en las más aptas condiciones para conocer sus más apremiantes necesidades. (...) Este trato asiduo y hasta familiar, crea entre ellos vínculos de amistad, relaciones de vecindad y corrientes de armonía que se trocarían, si la separación material de las clases existiera, en tibieza en los afectos o cómodo olvido en unos; envidia, rebeldía y odio implacable en otros, no mitigada.»{20}

No sería otra la opinión que también sostendrá el asturiano Aurelio de Llano, quien en su opúsculo Hogar y Patria. Estudio de casas para obreros, concederá a la vivienda obrera un poder capaz de asegurar la «paz social» y ello –al igual que Francisco Mercado–, simplemente procurando un estrecho contacto habitacional entre el obrero y los «señores»:

«(...) al obrero hay que darle una casa decente para que pueda recibir en ella a las personas de categoría superior, con las que conviene tenga relaciones; yo no sé hasta qué punto sería conveniente hacer vivir al obrero fuera de la población; aquí debemos ser francos, debemos hablar en pro y en contra de los barrios obreros, para luego sacar la consecuencia (...) Si se aleja al obrero del casco de la población se aleja a la humanidad de la paz social, puesto que se pone una vez más de manifiesto la división de clases.
Si los obreros viven en un barrio aislado y sin roce ninguno con personas ilustradas, será aquél un barrio temible, será una forja de odio contra los de arriba. No es que yo crea que el obrero es feroz, pero sí creo, que alejándole a un barrio extremo, se desarrollarían en él instintos contrarios a los que se desarrollan viviendo con el hombre de ilustración.
El obrero que vive en una bohardilla de casas de señores, adquiere inconscientemente cierto grado de ilustración que no aquiriría nunca viviendo en barrios aislados.
Los hijos de obrero se encuentran en la escalera con los hijos del rico y se tratan, se conocen y juegan juntos en el portal; y los hijos del pobre aprenden algo bueno de los hijos del rico y esta amistad de la infancia siempre se tiene presente, y mañana u otro día se prestarán unos a otros ayuda mutua, el rico como rico y el pobre como pobre.
Otro tanto sucederá a las señoras de la casa, y si la esposa del obrero llega a enfermar, no dejarán de socorrerla las señoras, porque esto lo estamos viendo todos los días.
Ahora bien: este obrero, su esposa e hijos )serán capaces de cometer ningún acto injusto con la clase pudiente? No.
Por el contrario, si el obrero pierde todo su trato con las personas ilustradas y además se le mete en casas de aspecto miserable, las bautizarían ellos mismos con el nombre de ABarrio colmenar@ y el día que en las colmenas no haya material suficiente para llenar los panales de miel enjambrarán las abejas, saldrán zumbando de sus colmenas y entrando en la ciudad, clavarán su fuerte aguijón sobre el abundante panal ajeno.»{21}

De la misma manera la vivienda proletaria también cumplirá una función recompensadora. En el caso asturiano, se puede observar cómo la vivienda será un elemento que refleje la disciplina y la sumisión a un programa paternalista empresarial, suponiendo la misma el premio que se podría alcanzar en caso de seguir rigurosamente el programa de conducta trazado por determinadas empresas.{22}

Además la vivienda, generadora de un necesario ahorro, significaba inculcar la idea de previsión en la clase obrera, y ello comporta primordialmente renunciar al presente en toda su significación a fin de lograr el futuro.

Por otro lado el hogar obrero cumplirá una alta misión salvífica. Así no será de extrañar que Mario Gómez aconseje mimar «a tu hogar, acariciale, que él ha de corresponder atrayéndote, y apartándote así de cafes y tugurios, de vicios y malandanzas» (pág. 116).

De esta manera, el hogar deviene en espacio sagrado dentro del cual el trabajador se hallará a salvo de otros «espacios» de carácter demoníaco como puedan ser la taberna, cafes, &c.; espacios que representarán la perdición para el obrero, despreciando el significado que para el trabajador significaban estos espacios de sociabilidad que, a veces, eran los únicos en los cuales se reconocía.

Esta especial consideración de la vivienda obrera será recogida por numerosos higienistas. Así, el ya mencionado José González Castro, en su popular Cartilla Higiénica del obrero y su familia enumera el cúmulo de desgracias que acarrea el no contar con una vivienda saludable:

«Te disculpo (al trabajador) y comprendo cuando, al salir de la fábrica o taller, buscas en el café o la taberna un poco de conformtamiento, de luz y calor... En tu cuartucho actual no hay sino lobreguez, frío, humedad y ruina... y huyes de él, dejando en aquella mazmorra a tu pobre mujer, a tus niñitos, sufriendo la larga espera de su padre. Otra cosa sería si tu casa fuese limpia, alegre, clara, lugar de santo reposo, cien veces más apetecible que la taberna.»{23}

La vivienda higiénica, además, eleva moralmente al trabajador:

«El día que goces de una vivienda higiénica, ya verás, obrero amigo, cómo te sientes otro hombre, más hombre, en la plenitud de tu fuerza y dicha, y te inspirarán profunda repugnancia y aversión los burdeles donde hoy derrochas salud y dinero y adquieres además funestos hábitos que, tarde o temprano, te aniquilarán.»{24}

La casa operará a modo de transustanciación en el espíritu obrero, dadas sus condiciones salvíficas y purificadoras y a la vez que sirve para «recoger» en ella a un trabajador que, de lo contrario, se marcharía a otros espacios malditos, «entrega» a la sociedad (a modo de operación higiénica) a un nuevo trabajador y ello simplemente cumpliendo que:

«Si en casa eres dichoso, lo serás fuera de ella, pues el que cuenta con un regazo feliz, es feliz, aún en los contratiempos de la vida y en las contrariedades del trabajo. Si sales de tu casa nutrido y descansado, el cerebro repleto de complacencias y alegre el ánimo, serás habilidoso en el taller, correcto y culto en la calle, y galante y afable con las gentes. En tu casa es donde ha de cargarse la pila –tu cerebro– de todas las buenas disposiciones para la lucha por la vida, y en tu hogar han de curarse los heridas que de esa lucha saques.» (pág. 163.)

Vemos pues como la casa contiene en sí una serie de valores positivos, mas puede presentar un lado oscuro, se trata de la vivienda antihigíenica generadora de enfermedades más fáciles y largas, infecciones más virulentas, mortalidad más frecuente, desdén e incuria en la mujer, alejamiento y abandono de la casa y de la familia por la taberna en el hombre, paso de la sobriedad al alcoholismo, mala educación de los niños obligados a pasar el día en la calle{25}.

José Sierra Alvarez ha sabido sintetizar espléndidamente el papel que la vivienda obrera cumplirá en el programa-discurso paternalista:

«El problema de la vivienda, «ese síntoma de la revolución industrial», parece haber quitado el sueño a los patronos paternalistas. Será en torno a las fábricas, en relación con concretos problemas de gestión de la mano de obra, donde cristalice la ideología burguesa sobre la vivienda obrera. Y, en primer lugar, la ideología sobre el tugurio, porque éste –es decir, la escasez, carestía e insalubridad de la vivienda– parecía minar de raíz, a los ojos de los patrones paternalistas, la necesaria estabilidad laboral y política de la mano de obra, así como su bienestar físico y moral. Es decir, las condiciones de su adecuado rendimiento productivo.»{26}

Tugurio entonces como fuente de inestabilidad laboral, ya que la escasez y carestía de la vivienda obliga al trabajador a cambiar de domicilio con frecuencia. Eso traerá consigo que la constitución de plantillas estables no podía dejar de ser poco más que una quimera.

En segundo lugar, el tugurio parecía mermar la eficiencia productiva del trabajador. La debilidad física, la propensión a enfermar, la elevada mortalidad y tantas otras plagas que amenazaban el rendimiento del trabajador, se veían reconducidas, el el discurso paternalista, hacia la aglomeración de personas y la ausencia de aire y luz que caracterizaba al tugurio.

Este, finalmente, constituía un permanente foco de infección moral y social. Así pues, inestabilidad laboral, propensión a la enfermedad y bajos rendimientos, desorden sexual y moral, imprevisión, alcoholismo y estímulo a la rebelión eran, todos ellos, fenómenos que, en una medida u otra, arraigaban en el tugurio o, lo que es lo mismo, en la vivienda antihigiénica.

Esta nueva refundación de la vivienda que estaría al servicio de la nueva familia, se debería convertir, de manos de la esposa proletaria, en su matriz privilegiada, en «un hueco de capacidad suficiente, al que podemos llamar molde, dentro del cual se perfeccionan el obrero y su familia» en expresión de Aurelio de Llano.

De la vivienda obrera reformada se esperaba casi todo:

«una casa limpia, fresca y ordenada ejerce sobre sus ocupantes una influencia tanto física como moral, ya que tiende a convertirlos en personas sobrias y pacíficas.»{27}

La «cuestión social» se transforma en cuestión familiar. Y Mario Gómez, buen conocedor del papel que sobre la familia juega el hogar, sabe que reforzando éste se fortalece aquélla.

La vivienda a habitar, la vivienda proletaria deberá ser un reflejo de la prístina familia obrera:

«¿Verdad que buscaréis un cuartito muy soleado, el más alegre que veas, aunque te cueste dos pesetas más caro? ¿Verdad que tendréis todo el día abiertos de par en par las ventanas abiertas, aun por la noche, en el verano, y entreabiertas, o dejando resquicios de ventilación, en las noches de invierno? Luz, luz, que es el mejor desinfectante y el mejor adorno de las habitaciones; aire, mucho aire puro, que es el mejor elemento de vida, mucha limpieza, ningún resquicio para el polvo; espacio libre (...).» (pág. 103.)

Esta vivienda, se convertirá así en el reflejo de la vida familiar que M. Gómez propone, vida familiar en el

«nido, lleno de luz, lleno de arrullos, en el que asomen claveles por las ventanas e ilusiones por las puertas; en el que se recree el sol jugueteando en mil reflejos por vuestros bruñidos muebles, las nítidas paredes, los limpios suelos.» (pág. 103.)

Sol-aire-limpieza{28} y transparencia y, una completa insistencia en que el hogar haya de ser alegre, girando toda la vida familiar en torno a un espacio diáfano y polivalente: el comedor. En él, el trabajador recibe a las visitas

«el que es al mismo tiempo cuarto de costura y de plancha y de tertulia.» (pág. 110.)

O, lo que es igual, el espacio productivo «propio» –costura y plancha– se confunde con espacio de ocio y de sociabilidad: la tertulia. Así, trabajo y ocio aparecen entremezclados en un mismo plano en el hogar y, de alguna manera disciplinan, a la familia obrera, a entender que su existencia no debería construirse al margen de lo que representa ese espacio simbólico. De lo contrario segmentando, compartimentando, aislando, dividiendo o separando se podría dar a entender al obrero que su vida tiene diferentes tiempos y espacios cada uno con su lógica y fines y entonces estaríamos ante una multiplicación de los controles a ejercer, de los espacios a vigilar, de los tiempos a regular. Unidad de espacios, unidad de espíritus.

Y esa vivienda es necesario que se dote de algún adorno, por mínimo que sea. Pues además de ayudar a hacer del hogar algo más habitable, indirectamente serán la representación simbólica de todos los sacrificios que supone huir del vicio:

«cada cuadrito de esos, cada figurita de escayola, un reloj, un tintero, unos visillos, serán allí como trofeos de tu voluntad, pues los habrás adquirido en la lucha contra las mil tentaciones de vicio y despilfarro que os rodean; serán tus ofrendas santas al sagrado recinto de tus intimidades; serán los mejores retratos de tu alma bella (...)» (pág. 114.)

De esta manera, a su vez, se construye hogar y ello incide de igual forma en alejamiento del vicio y del gasto inútil que supone la taberna.

II. La Taberna

Si la vivienda higiénica representa casi un valor sagrado por la pluralidad de significados positivos que contiene, la taberna será su contravalor por antonomasia. Si la vivienda modelo, entendida como espacio higiénico, desprende valores capaces, como hemos visto, de influir en la tercera dimensión higiénica: la higiene del alma, no será menos la taberna, pues como contravalor del espacio higiénico también su grado de influencia en la higiene del alma lo será tanto o mayor que ésta.

La taberna es ante todo un espacio de sociabilidad informal. La taberna no estará sujeta a ninguna reglamentación de funcionamiento interno y en la misma no habrá nadie que ejerza un control o vigilancia de este mismo espacio. Al contrario de los espacios de sociabilidad formal propiciados y fomentados por patrones, burguesía y clase religiosa, espacios que sí podían ser intervenidos: casinos obreros, ateneos, organizaciones sindicales católicas, &c., que son espacios paralelos a la vivienda, en tanto en cuanto sirven positivamente a la salida del hogar obrero, la taberna es nociva «per se». En la taberna,

«lugar privilegiado de la sociabilidad y de la cultura obreras, el trabajador gastará el dinero que debía atender en su reproducción y la de su familia, añadirá el alcoholismo a las enfermedades contraídas en la vivienda insalubre y –lo cual no es menos importante– hará planes contra su patrón. En la taberna, en efecto nace y crece la envidia hacia los más favorecidos.»{29}

Pero si es indudable que la taberna ocasiona perjuicios no lo es menos que constituye uno de los espacios máximos de sociabilidad para el trabajador. Aspecto este que no es tenido en consideración por ningún tratadista del estamento higiénico{30}.

De la taberna, del «chigre», Mario Gómez hará un espacio tabú y, por consiguiente innombrable. La taberna será la causante de toda una serie de «horrores higiénicos» que se encuentran al acecho del incauto obrero.

La descripción de la taberna y del ambiente que en ella existe, la «caída» obrera en este vicio/espacio alcanza en las páginas de M. Gómez tintes verdaderamente dramáticos en cuanto al ritmo narrativo que introduce; la «caída» a la vez que higiénica, lo será también moral:

«(...) miro en busca tuya por todos las puertas y resquicios... Ah!...Ya di contigo!... ¡¡Qué desilusión!! ¡Dónde te encuentro! Te veo apenas, velado por el humo y por el polvo y en una atmósfera espesa, que se masca; embutido en un diván añoso, con las fichas del dominó en la mano y el gesto torvo. A vuestros pies veo más de veinte colillas y un sinnúmero de escupitajos; gesticuláis como locos; vuestras caras están congestionadas (...) Tu madre sabía a dónde ibas: ahora me explico aquel gesto de dolor. Veía que en vez de tender el vuelo hacia iluminados horizontes, entrarías en una caverna llena de amenazas y peligros. Me parece mentira que no os cause repugnancia esa atmósfera, ese barullo, esa basura. ¡Yo no se cómo queréis que se os juzgue al veros pasar las horas libres en ese medio infecto rastreando con los pies esputos, colillas, papeles e inmundicias! (...) Mientras ahí te aniquilas, sigue mi imaginación esperándote a la puerta y en su dolor se entrega a consideraciones muy acerbas (...)» (pág. 92 y ss.)

III. Mujer proletaria

La mujer, en la iconografía higienista, puede representar diversos papeles. Uno de ellos será en su calidad de proletaria, es decir, de mujer trabajadora. La preocupación higienista enfocó su atención desde muy temprano sobre el problema ocasionado por la promiscuidad de sexos en la fábrica o en el taller, promiscuidad que insultaba a las más elementales normas de moralidad. El trabajo nocturno o en ciertas actividades insalubres también fue criticado y al particular se proponía que no trabajase en ellos.

Pero en M. Gómez la mujer no será obrera, sino esposa proletaria, es decir, su papel no estará en la fábrica o taller sino en el hogar. Su ámbito de actuación estará acotado a la higiene del espacio, en este caso doméstico, aunque su círculo de influencia alcanzará, sin duda, la higiene del alma.

El papel que de ella se espera, por tanto, será doble. Por un lado que contribuya a higienizar ese espacio doméstico a fin de que el esposo trabajador encuentre en el mismo «un calor de hogar» que de otro modo le haría huir hacia la taberna o no tener buen ánimo hacia la sociedad; no olvidemos que este espacio doméstico es donde el obrero, según Mario Gómez, se «debe recuperar uno para la lucha por la vida y en tu hogar, han de curarse las heridas que de esa lucha saques». Vivienda como hogar y como pabellón de reposo pero a través del filtro de la esposa.

Casa y esposa formarán un nexo indisociable a fin de que el trabajador encuentre el aliciente para querer regresar y permanecer en ella después del trabajo. La esposa deberá crear, asimismo, circunstancias, valores, estímulos que le hagan grato al trabajador este regreso. Esposa, pues, como precioso instrumento al servicio de la higiene obrera ya que su papel consistirá en ser capaz de poner en contacto dos mundos que a ojos del paternalismo industrial resultaban difícilmente conciliables. Así, por un lado el obrero y por el otro: el «orden», «frugalidad», «previsión», «amor a la familia», &c.

Estas circunstancias, valores, estímulos, serán diversos. Uno de ellos, por ejemplo, consistirá en ofrecer al esposo proletario un menú que no fuese monótono sino que a través de su variedad complaciese al mismo. Mario Gómez insistirá mucho al respecto, procurando que la esposa aprendiese a confeccionar diversas clases de menús, pues este sencillo empeño ayudaría mucho a atraer al marido a la casa:

«Sabía yo que la mujer de aquel amigo, (...) no podía hacer milagros en la cocina si él dejaba la quincena en la taberna, pero sabía también, que si ella le cocinase otras cosas del mismo precio y de distinto condimento a casa iría el marido en vez de ir a la taberna, y a la cocina llegaría íntegra la quincena.» (pág. 150 y ss.).

Del mismo modo, la mujer no debe descuidar en modo alguno su presencia física, su belleza, su coquetería:

«Lo he reparado muchas veces; mira, tras una esposa aseada y cuidadosa en su sencillo vestir, que pone esmeros en su modesto calzado y se presenta peinada a todos horas, he visto siempre un obrero amante y un hogar plácido.» (pág. 151.)

Y mucho menos aún después de casada:

«Cuando las pretendes, mucho moño, mucho melindre, mucha compostura y hasta perfume. En cuanto le consideran a uno bien atrapado, novio formal y marido seguro, ya se presentan delante de él hechas unos pingajos. (...) Pues en cuanto se casan (no digamos! A la que no se le caen las medias, se le escurren los refajos, y menos mal si no salen por algún furaco los talones, y si no hay roña en el despelurzado cogote.» (pág. 146.)

Palabras éstas que parecen inspirarse directamente a lo ya indicado por el médico-higienista Joaquín Salarich en 1856:

«Muchas mujeres, después de haberse cuidado mucho siendo solteras, se abandonan en el desaliño y hasta en la falta de limpieza, así que contraen matrimonio. Sin duda se figuran que, después de haber fijado la atención de un hombre, han concluido su tarea, que en adelante en inútil el tratar de agradar a su marido, y que, por otra parte, conservan todos los atractivos de que les ha dotado la naturaleza; esto es un error muy grande, y que muchas ocasiones produce el desvío de los maridos. Si es más difícil conservar el cariño de éste, que lo ha sido el adquirirlo, es necesario tratar de sostener los atractivos que le han cautivado. La más rigurosa limpieza en la persona, el orden más perfecto en los vestidos, anuncia el respeto que se tiene a sí misma, y manifiesta al marido que conserva el deseo de agradarle.»{31}

Fijar al esposo en el hogar, mostrándole ya sea belleza física o culinaria y ocultar a sus ojos todo atisbo negativo que le haga rechazar este espacio:

«(...) Creo que cuanto mayor es la pobreza en una casa, mayores esfuerzos tiene que hacer la esposa para disimularla.» (pág. 152.)

Estrategias de fijación al hogar proletario que no suponían novedad alguna.Sesenta años antes ya habían sido señaladas por el ya citado médico-higienista Joaquín Salarich:

«Procurará la mujer el arreglo interior y el aseo más minucioso; esto, que alguno quizás tachará de ridículo, es no solamente higiénico, sino también muy interesante, por las consecuencias a que puede dar lugar. Si su esposo, al salir del trabajo, repara en su casa la suciedad, el desorden y el despilfarro, por poco que le distraigan sus amigos o sus gustos, se apartará luego de un lugar tan desagradable, pasando en la taberna y con malas compañías las horas que consagraría a la familia, malversando allí sus ahorros.»{32}

Detrás de todo ello se oculta una lógica de la culpabilización. Culpable el obrero si se accidenta o enferma en el taller o en la fábrica por no saber tomar éste las medidas oportunas, convirtiendo al trabajador en el primer y último responsable de su situación; culpable la esposa proletaria si el marido huye hacia la taberna o busca otras formas de sociabilidad que no se encuentren en el hogar; culpable por no saber retenerle en él:

«Cuando la esposa no sabe resignarse, no sabe amar a su marido. Cuando una mujer no habla más que de sus apuros pecuniarios, de la carestía de las subsistencias, del déficit quincenal que va causando la cartilla –¡la malhadada cartilla!– cuando el obrero encuentra al llegar a casa palabras de disgusto y aires de mal humor huye de casa peor humorado que entró en ella y busca distracción en el café o en la taberna.» (pág. 152.)

Mostrar, ocultar y neutralizar, tal es el programa paternalista encomendado a la esposa proletaria en la obra de Mario Gómez.

Neutralizar cualquier conato de protesta, cualquier atisbo de rebelión, cualquier fomento de cuestionamiento de la autoridad:

«No debe la mujer sembrar cizaña en su casa contra el patrono, contra los maestros del taller, contra la sociedad o contra los gobernantes. No han de ser ellas quienes os inviten o alienten a las protestas y a las huelgas.» (pág. 152.)

Esposa que, al regreso del marido proletario a casa, deberá recibirle siempre de forma gozosa, es decir, mostrar:

«Dile que cuando del taller vuelvas a casa, quieres oir su canto ya desde la escalera; que quieres verla cuidando las macetas de la ventana, mirando vuestros canoros pajarillos; risueña siempre y alegre siempre encantada de una vida que jamás puede ser triste (...)» (pág. 152.)

Tal será la alta misión que la higiene encomiende a la esposa proletaria, mas para ello será necesario primero higienizar a ésta:

«Si ellas (esposas) son las que infunden vuestro carácter; la motivación mayor de vuestra voluntad; la palanca poderosa que mueve toda vuestra psiquis; si ellas desempeñan el papel principal en la vida proletaria, a ellas habrá que dirigirse con estas enseñanzas, acaso antes que a vosotros.» (pág. 149.)

IV. El Ocio

Si en la tradición higienista industrial, el espacio fabril era reclamado como propio a fin de llevar a cabo una intervención basada en principios de «salud laboral», el espacio y tiempo de ocio obrero, es decir, de negación del tiempo y espacio productivo, será fiscalizado igualmente y ello será llevado a cabo desde la más absoluta naturalidad.

Importa, y mucho, que no se produzcan espacios y tiempos dejados a la libre gestión y autonomía obrera –aunque éstos claramente pertenezcan a la esfera de lo privativo, de lo no productivo–. Y ello por una simple razón: todo lo que represente descuidar desde una óptica higiénica el espacio-tiempo extralaboral estará representando indirectamente debilitar el laboral.

Queda establecida así una línea de intervención que no admite interrupciones sobre la existencia del trabajador. Controlar y normativizar los tiempos y espacios proletarios significará que se le está preservando de cualquier contaminación que pudiese adquirir en los mismos y que pudiera reflejarse en el mundo productivo{33}.

Acotar, señalar, delimitar y normativizar los espacios y usos del tiempo libre proletario será por esto mismo una labor tanto o más higiénica que la específicamente centrada en los centros industriales.

No resultará extraño entonces que Mario Gómez, dirigiéndose al obrero, le señale el espacio y tiempo higiénicamente lícitos: «Te busco donde debieras estar...»

Se hace necesario, pues, que este ocio obrero no sea dejado a la libre decisión del trabajador; habrá que dotarlo de un programa, de unos contenidos que hagan del mismo, como ha quedado señalado, que sus resultados reviertan indirectamente en el espacio-tiempo productivo:

«Te invito (...) que seas el más asiduo a los conciertos de la banda municipal y a todos los sitios en donde se haga música (...) Aprende siempre cantares nuevos; saborea las mil tonadas asturianas, en las que encontrarás registro apropiado siempre para traducir tu estado de ánimo; deléitate recordando los pasajes de ópera o de zarzuela que hayas oído; siéntete artista; lleva hacia ti el escalofrío de las estéticas emociones.» (pág. 177.)

Y no deja de resultar sorprendente a primera vista tanta insistencia en animar al obrero a participar en bandas musicales o corales:

«Si quieres, aún puedes aprender el manejo de algún instrumento musical; amigos tienes que pueden enseñarte y con ellos concertarás luego animadas rondallas o sublimes partituras: Si eso hicieses, yo te aseguro que muchas amarguras de tu vida se habrían de disipar, y gran consuelo hallarías a muchas penas. De esas reuniones, de los ensayos, de esos conciertos, de esa comunidad de sentimientos artísticos, nacen muy sanas amistades. Lo que en un común acuerdo se educan en seguir unos mismos tonos, unos mismos compases, unos mismos matices, pónense de acuerdo también en su general sentir y entre ellos no caben luego discrepancias, rencillas ni enemistades.» (pág. 177.)

Mas, tras ello, se deja adivinar que lo que en realidad se esconde tras estas «benéficas influencias» que puede encontrar el obrero en su participación en sociedades musicales, se encuentran –tal y como señala Jorge Uría– una serie de implicaciones sociales e ideológicas.

Así, uno de los aspectos que flotan en cantidad de recensiones de las actividades de los coros, es la virtud de la música en cuanto al temple del carácter, la educación de la paciencia, o el fortalecimiento de cualidades como la disciplina.

El iniciarse en las habilidades musicales requería muchas horas de aprendizaje. Era preciso iniciarse en los secretos de la lectura musical, educar la voz y cuidarla y, sobre todo, prestar atención a las órdenes de un director que les disciplinaba acumulando persistentes y dilatadas horas de ensayos para poder obtener resultados mínimamente decorosos. Si esto era así, no puede extrañar que la sociedad coral robase muchas horas a bastantes otras cosas, y entre ellas, a los «chigres».

Las virtudes genéricas de aplacamiento de las tensiones sociales por parte de las sociedades corales tiene, por otra parte, un sinnúmero de textos de la época como exponentes de lo arraigado de tales convicciones. Pero quien realmente abrigue alguna duda acerca de las verdaderas intenciones de los fundadores o sostenedores de no poca parte de los coros de entonces, bueno será que tenga en cuenta textos de la claridad de los firmados alguna vez por Juan Teófilo Gallego Catalán, un especialista en educación popular:

«Sabido es que el obrero, en general, está poco educado y siente cierta aversión hacia la clase acomodada; y encastillándose en sus odios cree hacer más en pro de su causa y precisamente ocurre lo contrario, se separa cada vez más, cuando para el bien común conviene que deje de existir esa tirantez que hay entre el rico y el pobre, entre el obrero y el patrono. ¡Cuál será el mejor medio para esta aproximación? La escuela social, para la niñez; las asociaciones populares a cuya formación y sostenimiento contribuyen todas las clases sociales, para los adultos. De esta clase es la Musical Obrera (...). Así, que el formar la agrupación coral y la rondalla no tuvo por objeto hacer dos masas musicales para asistir a concursos de esta índole, sino el cultivar la música como medio educativo.»{34}

No es Mario Gómez quien, por tanto, prescriba el método musical; existía toda una tradición sobre este ocio tan higiénico y productivo. Merece la pena detener nuestra atención un poco más sobre ello.

Ya Fernando García Arenal –ingeniero de caminos y autor de la contestación al cuestionario de la Comisión de Reformas Sociales en 1885 en Gijón– se lamentaba de la falta de existencia de sociedades corales en Asturias, sociedades éstas que representan para los reformistas sociales, higienistas, ingenieros y médicos un excelente medio de ocupar el ocio obrero, toda vez que éstas representan simbólicamente un poder disciplinante que aparece relacionado –a juicio de Javier Sierra– con su carácter colectivo y rítmico{35} además de con el referido poder disciplinante.

No otra será la opción de la Comisión Provincial de Reformas Sociales de la provincia de Oviedo que, a su vez, también se quejaba de que «los esfuerzos que se han hecho en diferentes ocasiones para establecer sociedades corales no hayan dado resultado, porque nadie duda de que contribuyen en gran manera a afirmar los sentimientos y a dulcificar las costumbres»{36} –especialmente de los obreros– añadiríamos nosotros.

Opinión esta de la C.R.S. que enlaza con la sostenida en la misma época por otro médico higienista industrial, concretamente con el doctor Nicanor Muñiz Prada –instructor en la Escuela de Capataces de Mieres–, que no duda en recomendar la práctica de la música y de las sociedades corales por sus innegables virtudes terapeúticas:

«La música suaviza las costumbres, deleita el ánimo, mitiga o enciende las pasiones, endulza los sinsabores de la vida, sostiene el paso, acelera la marcha y constituye en medicina un precioso recurso en el tratamiento de algunas enfermedades nerviosas y enajenaciones mentales. No podemos menos de recomendar en los centros obreros la creación y sostenimiento de sociedades musicales o corales, como orfeones, orquestas, charangas, &c., por el gran influjo que ejercen en la civilización y moralidad de los pueblos (...).»{37}

Y estas «virtudes terapéuticas» que parece ser se encuentran en el cultivo de la música cuando es el trabajador quien la practica, son corroboradas desde otras instituciones. Véase sino lo que al respecto opinaban desde el Hospital del Apóstol San Pedro para presbíteros de Madrid en su respuesta escrita a la solicitud hecha por la C.R.S. de Madrid, en cuanto que entre los métodos a emplear para mejorar la clase obrera, existe uno,

«En particular, la afición a la música, hoy tan generalizada, es un recurso muy poderoso para el entretenimiento y solaz de la clase obrera, y tambien para dulcificar sus instintos, siendo muy conveniente que se multipliquen las sociedades corales, y que esta honesta recreación sea preferida a otras que pervierten al individuo y suelen acarrear la ruina a muchas familias. Si se exige una confirmación de estos resultados, veánse los obtenidos aun en los manicomios, donde se utiliza hoy en día la música para modificar los arrebatos de los dementes.»{38}

Además de todo lo señalado, se hace necesario que este ocio sea empleado de tal forma que preserve y recupere las fuerzas físicas ya que salvaguardarlas íntegras y aún fortalecidas revertirá lógicamente en el tiempo-espacio productivo:

«No sé si sabes cuánto se desvanecen las amarguras de un trabajo fatigoso; cuánto se esparcen los disgustos que una vida de privaciones engendra a diario y gota a gota en los hogares obreros, cuando los esposos salen juntos a contemplar los cuadros risueños de la campiña. Yo te aseguro que a cielo abierto, entre las verdes arboledas, entre los panoramas que ofrecen las cumbres, las playas o las orillas plácidas de un río, huyen de nuestros cerebros los desalientos, se cobra ánimos para el trabajo, se olvidan los odios y las rivalidades y se aprende a amar a Dios, a los hombres y a la vida.» (pág. 95.)

Y cuando el obrero protesta por esta «apropiación» de su tiempo libre, de su ocio en suma, entonces recibe una viva reprimenda, la cual –dicho sea de paso– es todo un prodigio de razonamiento perverso, por lo que supone de «lógica de la culpabilización» obrera.

En el siguiente párrafo que se cita, Mario Gómez dará otra buena muestra de su «talento» para la dialéctica. En él aparecen descritos sumariamente los padecimientos de las clases trabajadoras, pero éstos, en vez de constituirse en testimonio objetivo, son puestos en boca de los propios obreros –con lo cual quedan relativizados al constituirse en denuncia «de parte»–. Pero además, no sólo no admitirá que estos padecimientos sean el origen y causa principal del deterioro físico y moral de los obreros, sino que convierte al propio trabajador en responsable de su situación física y anímica por no querer aprovechar higiénicamente este mismo ocio. Logra así que el centro de gravitación de la responsabilidad sobre la salud obrera quede desplazado de unas condiciones antihigiénicas del mundo laboral –responsabilidad patronal– a unas antihigiénicas condiciones de uso del ocio obrero –responsabilidad del trabajador–:

«Os quejáis de lo aniquilador de los talleres; de lo miserable de vuestras viviendas; de los pobres de vuestros barrios (...) Decís que os mata el humo de la fábrica; que os convierte en autómatas el trabajo moderno (...) ¡Cómo no habéis de estar pálidos, anémicos, pochos, tristes, o ariscos o enervados, huís de la fuente de la vida, del sol, del campo, de los arboles, de las playas, de eso que nunca cansa, que nunca aburre! (...) Sois los prisioneros de la gran industria, es cierto; pero sois unos prisioneros suicidas, que no queréis asomar la cara fuera de la prisión, ni aprovecharos de los días de saneamiento.» (pág. 94.)

Higiene del alma

I. De la moralidad a la urbanidad.

«El obrero tiene instintos aviesos: moralizadle»
(P. F. Monlau)

«El corazón social está dañado, su enfermedad está en las costumbres de las masas. Corregir estas costumbres, conducirlas por la senda del trabajo y de la virtud; alentar al obrero en sus empresas, consolarle en sus infortunios; sembrar en su alma la fe religiosa; apartarle suavemente del vicio, e inspirarle los sagrados principios de moralidad, de economía, de frugalidad, de propiedad, de resignación, de amor a la familia, de respeto a las jerarquías sociales, y de inclinación al trabajo, sería la tarea más provechosa, la más útil que pudiera emprender un gobierno ilustrado, en beneficio de las clases obreras (...).»{39}

El recurso a la moralización, como elemento imprescindible en la mejora de la clase obrera, dejó de figurar progresivamente, en el recetario higienista, durante el último tercio del siglo XIX.

Los mismos eran conscientes de que las clases trabajadoras ya no respondían a una pedagogía formulada en términos tan simples y estrechos y que nada ofrecía salvo alusiones a una necesaria resignación, a una conformidad con el propio destino y a una sumisión que aceptase sin cuestionarlas las reglas de juego planteadas.

Con el nuevo siglo, y con el avance del reformismo social que obliga a un lento pero inexorable intervencionismo del estado, los principales textos médico-higienistas ya habían abandonado la prédica de la moralidad como elemento básico de la mejora de las condiciones de existencia del trabajador. Ahora se trataba de establecer esta mejora apoyándose en el tratamiento técnico de las condiciones materiales de trabajo.

La higiene industrial de comienzos del siglo XX comenzará a ignorar toda consideración del que, hasta entonces, se había denominado problema moral del obrero; problema que ocupo los escritos de los más conspicuos higienistas del anterior siglo.{40}

La clase obrera ya no era susceptible de ser convocada al sostenimiento del orden burgués desde parámetros morales. Ahora era necesario acudir en auxilio de ese orden desde nuevos valores que pudiesen ser aceptados como propios por las clases trabajadoras.

Será de este modo como, a nuestro juicio, se inicie el tránsito desde la moralidad a la urbanidad. Urbanidad en la cual encontrarán acomodo nuevos ideales: la educación, la cultura, la formación integral del obrero en suma.

Esta nueva propuesta que se hace a las clases trabajadoras tratará de religar a las mismas –con el señalado de la modernidad– al orden social existente. Y este orden, concretamente en Asturias, se dibuja desde nuevos escenarios urbanos.

Mario Gómez tiene ante sí una realidad social inesquivable. Un proletariado que –aunque pobre– se siente orgulloso de su poder como clase y este poder, simbólico, se va escenificando, entre otras maneras, en la ocupación de unos espacios urbanos antes reservados a otras clases sociales, pues estas clases obreras habían pertenecido hasta hacía bien poco al ámbito rural, al campo. Estaban, por tanto «invadiendo» nuevos territorios, los espacios de una ciudad en los que se quería rigiesen unos códigos de conducta diferentes, es decir, burgueses y urbanos.

Era necesario entonces que a este «nuevo bárbaro» que suponía el obrero, se procediese a a civilizarlo, a amoldarlo a nuevos usos y costumbres más refinados y, ante todo, a despojarlo de unos atributos identificados con estados próximos al salvajismo y que por sus mismas características atemorizaban al orden burgués, pues M. Gómez sabía que ahora estos espacios es necesario compartirlos, que en ellos la convergencia de clases devenía inevitable.

Comienza entonces, la nueva misión higiénica cuya tarea consistirá ahora en educar, enseñar, formar al obrero en esos nuevos valores cívicos propios de la urbs, de lo urbano, de la ciudad en definitiva.

Al igual que el baño obrero cumplía una misión higiénica, pues éste, en su contacto físico con otras clases sociales, en su roce diríamos, transmite su suciedad, en el trato social que se producía cada vez con más intensidad, era necesario también imponer una nueva higiene para hacer de este obrero un ser «limpio» a fin de que no contaminara ese espacio simbólico que suponía el trato social, el espacio de las relaciones sociales.

De ahí la nueva higiene de la cultura, de ahí la urbanidad, de ahí la necesidad de prestar atención a nuevos requerimientos de higienización obrera.

Primeramente habrá que lograr una aceptable presentación física del trabajador; despojarle de todo aquello que recordase en él a un salvaje: barba, cabellos largos, &c., a ello seguiría el aprendizaje de una correcta gestualización del cuerpo que corrigiese esos «ademanes altivos», esas posturas «amenazantes». Por último, dicha cultura, dicha urbanidad consistiría en ir adquiriendo modales, en modificar los hábitos de expresión y lenguaje, ya fuese tanto en la mesa a la hora de la comida como en la conversación entre diferentes clases o iguales. La blasfemia, «las palabrotas», las frases groseras tendrán ahora la consideración de un esputo, de un microbio maligno. Al igual que existen enfermedades que atacan al organismo, habrá otras, no menos dañinas que atacan el alma:

«Amigo Pin: si las energías físicas y la fuerza de carácter han de ser para que te envalentones y te eches de gallito o perdona vidas, entonces sobra la higiene y sobran mis consejos. Poco importa que ganes energía y vigores si has de dar al traste a todos ellos en una pendencia callejera (...) si a la pulcritud de tu persona, a la corrección de formas y actitudes no corresponde un lenguaje sano y comedido y un trato afable y accesible, poco hemos adelantado para acreditarte en sociedad como hombre culto. Muy buen concepto ganarás por lo que en tus posturas vean, pero todo podrá desconceptuarse por lo que de tu hacer escuchen (...) Por la boca muere el pez, dice el refrán, y no sea que por algún desplante, alguna intemperancia, alguna frase, interjección o muletilla, eches a perder todos tus méritos. Porque te sientes fuerte, crees que pueden hablar recio y crees que el hablar recio consiste en palabras fuertes. ¡Bonita fortaleza y valiente manera de ser valiente, de hacerse atractivo, de hacerse temer, porque ni si siquiera eso se consigue!» (pág. 81 y ss.)

Esta pedagogía de las formas, de los modales y del lenguaje hay que empezar a cultivarla:

«Sabes que a no ser con gran violencia no puedes alternar en una sociedad culta, y aunque te reprimas cuando no tienes confianza, al menor descuido, al menor incomodo, cuando quieres dar mayor energía a la expresión, acuden a tu boca todas esas expresiones que en mala hora aprendiste. Hay que tener en el lenguaje el mismo tino que te decía hablando de la mímica y de las actitudes: todo lo que es violencia, desacredita, todo lo que indica un abandono impúdico o irrespetuoso, repugna. Tú sabes que cuanto más baja o más soez y miserable es la gente, pero habla. Pues no hagas creer con tu lenguaje que tu trato común es de esa gente.» (pág. 83.)

El mismo lenguaje exige una limpieza, una higiene lingüística podríamos decir:

«Te critico (...) del mucho uso que haces de palabras gitanas. Lamento que vaya llegando a Asturias el caló, y que vayáis aficionándoos a ese lenguaje rufianesco (...) ¿Te parece que con ese fárrago de terminachos gitanos lucirás mucho en una tertulia medianamente culta?» (pág. 84.)

Y al igual que existe una urbanidad individual, propia de cada obrero, hay otra que es colectiva, propia de una clase social, una nueva urbanidad proletaria que hay que ir adquiriendo:

«Tan impertinente es un grupo de elegantes adueñándose de la entrada al patio de butacas, en un teatro, como un grupo de obreros interceptando una acera, o provocativos en la esquina de una calle.» (pág. 65.)

«Tómalo por donde quieras, pero, no me negarás que alguno de los tuyos van por la calle que parecen archipámpanos, y que formais en la calle grupos impertinentes.» (pág. 66.)

No existirá otro camino. Así como antaño la inmoralidad del obrero desembocaba en su perdición y podía conducir hasta el crimen o la locura, ahora la falta de educación, de cultura, de urbanidad dejaría al trabajador completamente desacreditado, abandonado a la más completa repulsa y rechazo social.

No se podrá tratar de eludir estas normas pues de lo contrario se estaría descendiendo al más completo estado primitivo:

«Cuando te rebelas contra las reglas y preceptos de urbanidad y de higiene, respondes a un atavismo brutal, a una reminiscencia salvaje, a la nostalgia de la primitiva y salvaje libertad.» (pág. 172.)

Esta urbanidad, definida como cesión de los particulares egoísmos en pro del bien general y sustituta de la moral higienista tradicional no dejará de ser el nuevo instrumento de combate contra todo aquello que ponga en peligro la vieja y reivindicada armonía social, la conciliación de intereses de clases diferentes, la armonía que debía presidir las relaciones entre el «amo y el jornalero» como ya dejara escrito otro conspicuo higienista industrial, Joaquín Salarich.

II. La instrucción: De la (in) conveniencia de ciertas lecturas

Para que la tarea higiénica culmine felizmente; para alcanzar una verdadera existencia proletaria acorde con los requerimientos higiénicos del alma, es necesario no obstante intervenir en los aspectos formadores de esta higiene. Esta labor Mario Gómez la llevará a cabo a través de un programa higiénico-pedagógico propio.

Un componente fundamental de la misma será el correspondiente a la instrucción. Es la que ayuda a vertebrar a un hombre «formal, sociable, correcto». Un trabajador instruido será un «hombre culto» y esta nueva dimensión –alcanzada a través de la lectura– le permitirá no sólo,

«hacer buen papel en una sociedad escogida, sino poder alternar entre los tuyos» (...) «Hay que leer, y hay que leer para instruirse, y para que la instrucción sea buena, hay que acertar con buenos libros.» (pág. 184.)

Naturalmente, estos libros, estas lecturas no podrán ser dejadas a la libre elección del obrero, la labor higiénica también consiste en el buen consejo, en la recomendación desisteresada, en la orientación adecuada.

No en vano ya Monlau había dejado dicho que «el obrero es ignorante, instruidle, educadle» y Mario Gómez se aplicará a la tarea con fruición haciendo un repaso de todos los géneros y extrayendo de ellos autores y títulos pues no toda lectura es beneficiosa, una no lectura, un rechazo de autores y títulos no convenientes higieniza el alma tanto como una provechosa lectura.

Pero estas lecturas, de realizarse a título personal, no estarán instruyendo más a que a un miembro de la familia proletaria, y ésta no será la situación ideal pues al lado del obrero existen otros componentes proletarios a los que es necesario simultáneamente instruir: esposa e hijos, a fin de que la tarea sea completa y perfecta sin fisuras ni intersticios por los que puedan evadirse en esta labor de programación del alma ninguno de los componentes de la familia proletaria. Así:

«Cuánto siento que en las clases obreras no sean más usuales esas veladas de familia, en las que leyendo el marido en alta voz, instruyese a sus hijos de un modo ameno, dándoles mayor apego al hogar, y en las que una esposa todo el día atareada, participase luego entre los suyos de unas escogidas emociones!» (pág. 188.)

De esta manera, ya que la presencia física del higienista en la intimidad el hogar obrero se hace imposible, la sombra de su mandato, su silla vacía la ocupará el mismo obrero debidamente aleccionado y preparado para, a su vez, aleccionar al resto de los componentes de la familia proletaria mansamente, amenamente...

Estas lecturas evidentemente, hay que escogerlas, pues las hay gravemente perniciosas para la higiene moral del obrero. Mario Gómez, llevado por su celo purificador:

«ganas me entran de pasar por tu casa cuando vaya a tu pueblo, y hacer entre tus libros un espurgo parecido al que hicieran con los del Ingenioso Hidalgo. Ni florituras de ingenio, ni muestras del buen decir te dejaría; ni comedias, ni novelas, ni aun esos libros que estudian los problemas sociales, pues esos son hoy otros libros de caballería que convierten en Quijotes a muchos infelices. Creo que es igual clase de locura la de aquel que con malas armas y pobre cabalgadura sale a la calle a desfacer los entuertos sociales o políticos.» (pág. 195.)

De nuevo, estamos una vez más ante la higiene como excusa científica, la higiene como discurso prestigiado, la higiene como plataforma pretendidamente bienhechora de la mejora de las condiciones de los trabajadores, la cual no dejará de ser simplemente el nuevo Caballo de Troya en cuyo interior se cobijan intereses más atentos al mantenimiento de un sistema y de un orden productivo que a la preocupación honesta por las condiciones de vida y trabajo de las clases proletarias.

Una adecuada instrucción, además, se impone como necesaria pues en ausencia de ella, la clase obrera podría pensar que el poder de transformación de la sociedad estaría en su mano, en su presente histórico, pero esto es peligroso, muy peligroso, por tanto habrá que desactivar dicha creencia con la correspondiente instrucción:

«Careciendo de toda instrucción histórica, veis a la raza humana como a un gigante aparecido hoy sobre la tierra; y como no le habéis visto andar, no sabéis de qué pie cojea; como ignoráis su origen, no conoceís sus resabios, ni veis los pelos y señales que trae de su abolengo bajo sus lucidas vestimentas. Cuando se le juzga de ese modo, se le piden cosas imposibles; se exige de ese gigante una prontitud de movimientos, una rapidez en el cambio de ademanes y posturas que le son imposibles. De ese juicio equivocado; de esa carencia del sentido histórico, nacen entre vosotros los exaltados, los que piden al gigante unos pasos que suelen ser tropiezos.» (pág. 190.)

Obrero pues, a su juicio, doblemente ignorante, tanto para evaluar su momento histórico como falto de instrucción para juzgar los grandes problemas sociales planteados en su presente tal y como se expone en el capítulo que sigue.

III. Pero, ¿quieres que hablemos de la Cuestión Social?

Mario Gómez no criticará abiertamente las ideas y reivindicaciones de las clases trabajadoras. Ya hemos señalado que es consciente de que una crítica en campo abierto a las reivindicaciones sostenidas por el proletariado le inhabilitaría de inmediato para ser escuchado entre la clase obrera. Para ello se servirá una vez más del arsenal proporcionado por la metodología higienista, es decir, simulará mantener una posición ideológica neutral y aséptica respecto al planteamiento ideológico obrero, pero oculto tras la misma no dejará de latir una hostilidad mal contenida:

«Esto no es criticar ni ponderar ideas o teorías. Ni quito ni pongo cosa alguna en unos o en otros ideales, y sólo me refiero a lo que será tu desgraciada vocación de apostolado.» (pág. 196.)

El programa de convertir al obrero en un hombre «culto», «ilustrado», «de su tiempo», quedará en total evidencia con las palabras que siguen, hurtándoles absolutamente tanto la formación como la preocupación en los temas que le atañen directamente. Una vez más, estamos ante la higiene como excusa para escamotear al obrero sus verdaderos intereses:

«Es natural, es bueno que los obreros os enteréis de los problemas sociales y politicos, para seguir con noble empeño los más patrióticos y los de más eficacia para el mayor bien de los trabajadores; pero es muy distinto a engolfarse en el estudio de los grandes problemas sociológicos, que acaban por exaltaros, y para los que no tenéis preparación adecuada. No, no Pin: esos profundos e intrincados estudios no son de tu incumbencia, y esos no deben distraerte de los que te han de hacer un distinguido obrero, un gran mecánico, un genio acaso, un inventor, gloria de Asturias, de españa y de la clase obrera.» (pág. 197.)

No, Mario Gómez tal como queda expuesto es «neutral» y no critica ni pondera teorías, tan sólo y desinteresadamente dice que esas lecturas –las referidas al debate social– las tendenciosas,

«No hace(n) más que exaltaros, sin conseguir por eso beneficios. Esas exageraciones de injusticia social, de abusos de poder o del dinero, o no convencen ya, o producen emociones malsanas, o arrebatos o tristezas de ánimo. (...) esto no es oposición a tus ideas o a vuestra propaganda. Yo también creo que hay un problema social que espera solución, y espero que he de encontrarla, pues creo que ya en el mundo, los que padecen hambre y sed de justicia serán hartos, pero creo que esas lecturas provocan iras, repulsas y exaltaciones, no llevan a ninguna solución moral ni positiva.» (pág. 191.)

Lo diremos una vez más, Mario Gómez señala la bestia, la nombra, pero nunca entrará, ni tan sólo una vez, en ninguno de los problemas específicos de la cuestión social y, por tanto, no estará obligado a dar razones, a argumentar sus posiciones, a defender sus ideas. Al menos, en la literatura decimonónica de fin de siglo dedicado a la cuestión social, los publicistas trataban de poner en pie un edificio discursivo en el cual articulaban sus ideas y explicitaban sus argumentos contra el programa obrero. Pero aquí tan sólo encontramos descalificaciones sin enfrentarse directamente con las razones contrarias, es decir, obreras.

Un Mario Gómez que, además de hurtar de continuo tanto los contenidos como el debate acerca del «problema social», no hace ascos a señalar que él –jugando a establecer una complicidad con el obrero mediante otra filigrana estilística– también sabe que existe, pero es necesario guardar silencio sobre el mismo, como si el hablar sobre ello atrajera sobre quien así lo hiciese el castigo que acompaña a quien viola todo tabú:

«¡Que ganas de hacerme hablar, hombre de Dios! Si sabes que rehuyo aquí esos temas (los de la cuestión social); que en esas cosas estamos los dos de acuerdo, ¿ a qué viene el pincharme para que también yo saque los pies de las alforjas? Sepa usted, señor ceñudo, que cuando esta tela tocan, no soy quien se queda atrás; que comulgo con los cuatro ochos, y más los predicaría; si os viese aprovechar con más higiene y para mayor cultura, las horas sobrantes de la jornada. ¿Quieres más. Estas satisfecho? Pues dejemos la fiesta en paz (...).» (pág. 185.)

Una vez más éste será el límite que roce Mario Gómez sobre la cuestión social, ese monstruo impreciso cuyas formas nunca parecen concretarse en su obra.

IV. El obrero ensimismado

Los silencios, a veces, poseen la rara virtud de que con su uso hagan desaparecer los aspectos más desagradables de la realidad. Lo hemos visto hace unas líneas. Sobre lo que no se habla –los problemas sociolaborales– no se discute y, por tanto su presencia pertenece al ámbito de lo no visible de lo opaco.

Una correcta higiene del alma, bien entendida, comienza en primer lugar por saber administrar los silencios. Así los habrá que han de ser necesarios y ello cuando estos ocultan tras sí condiciones de vida duras y sufridas:

«Hasta tus penas y tus contrariedades debes contener para no causar pena a los que bien te quieren.» (pág. 17.)

Así entendido, éste será un silencio positivo, pues contribuye a no extender una comunidad de sufrimientos basada en la común conciencia de problemas e injusticias.

Estamos ante un sutil juego de fragmentación de conciencia de clase con el fin de lograr su atomización y, de paso, silenciar en lo posible las situaciones de explotación obrera.

Pero al igual que existe un silencio positivo hay otro negativo. Este es el que:

«En vosotros, ese silencio del alma, incuba odios y desalientos.» (pág. 180.)

Estos silencios es necesario exorcizarlos y que no lleguen a incubar, cual microbios, un odio de clase, un resentimiento de clases.

Y para ello, para que este silencio rencoroso no llegue nunca a cobrar forma en comportamientos de agresividad social, nada mejor que acudir en pos de los más altos contenidos estéticos.

La estética deviene así en disimulo de lo feo, de lo pobre, de lo miserable. Estética planteada como sucedáneo de una elevación –imposible– de las condiciones de trabajo y vida. Dicha elevación no se llevará a cabo remediando la injusticia, sino disimulándola:

«Cuanto más pobre es el medio en que se vive más necesario se hace algún ambiente estético que ayude a ver por encima de las ruindades y los obstáculos que se tropiezan en la vida.» «A los que para un buen vivir os faltan muchas cosas hay que recomendaros que aprovechéis todas las sanas alegrías que tiene vuestra vida a sus alcances.» (pág. 180.)

Esta higiene del alma se logra huyendo, como hemos visto, de malas lecturas y malas influencias y, sobre todo:

«Busca los goces del arte y de la poesía, complácete en lo supérfluo y bello, y no concretes tu vivir, tus ilusiones, tus afanes, a un más ganar, a un más vestir, a los goces de la mesa o a los genésicos.» (pág. 179.)

El programa ideológico va estrechando su cerco.

V. Hacia un nuevo programa higiénico estimulante: el discurso patriótico-productivista

Hemos visto en las páginas precedentes el despliegue llevado a cabo de toda una serie de recursos por parte del arsenal higienista de Mario Gómez con el fin de intervenir, programar y gestionar las vidas del proletariado.

Pero, si bien esta labor intervencionista dirigida a los epicentros de la vida obrera: hogar, ocio, &c., conlleva en sí mismo un programa ambicioso, de gran alcance, con el propósito de disponer de un obrero disciplinado, sumiso, dócil, alejado de cualquier disposición reivindicativa lo que equivale a decir a despojarlo de su papel de actor en la cuestión social y preparado –mediante un procedimiento de socialización basado en la urbanidad– para compartir el escenario social burgués; en suma, conseguir un obrero debidamente «higienizado». Todo ello no supondría más que la reactualización del viejo programa higienista y Mario Gómez es consciente de que disponer de una mano de obra simplemente «higienizada», es decir, disciplinada y dócil no es suficiente requisito ya para un eficaz funcionamiento del sistema productivo, se hace necesario una vuelta de tuerca más sobre la clase obrera a fin de que ésta asuma como elaboración propia una cierta «vocación proletaria», la cual clausuraría –exitosamente– el programa de intervención higienista.

Esta «vocación» no será sino la representación de la adecuación de la fuerza productiva a las exigencias empresariales, de mercado en definitiva, del nuevo siglo.

El programa higienista, para culminar felizmente, debería necesariamente inculcar en la clase obrera una serie de valores, pero a su vez, el éxito del mismo no estaría tan sólo en convertirse en el guardián de que éstos permaneciesen vigentes, sino que en su más alto grado de realización y perfección tratará de que los trabajadores asuman como propio –emic– un nuevo programa higienista –etic–.

Esta experiencia última, con una clase trabajadora a la que se le pudiese hacer sentir que un discurso ajeno a sus intereses de clase fuera querido y asumido como propio, confundiéndose en una especie de experiencia mística tanto los intereses de los obreros como de la clase empresarial y por ende, del sistema, significaría no sólo la confluencia de intereses divergentes en uno «común», sino la disolución del conflicto, el cese de toda amenaza de ese fantasma que se dio en llamar «la cuestión social».

La observación higienista representada en M. Gómez –equivalente en este caso a la empresarial–, no dejaría de contemplar con creciente desasosiego el entorno productivo internacional, cada vez más exigente y competitivo, y ello a pesar de la extraordinaria coyuntura histórica que estaba suponiendo para la producción nacional la Gran Guerra.

Este mercado internacional, caracterizado por una feroz competencia entre sus componentes, demandaba en lo que a nuestro país se refiere el disponer con urgencia de una mano de obra que estuviera cada vez más preparada y cualificada y la clase patronal asturiana, transformada a través de Mario Gómez en clase higienizadora, no ignoraba en modo alguno que el trabajador del que se disponía, el recurso humano a su alcance carecía singularmente de una formación que hiciesen del mismo una clase obrera netamente competitiva, toda vez que, frente a esta necesidad de contar con una mano de obra cada vez más preparada y cualificada, se alzaba la realidad del presente: un obrero no especializado, mal formado, precariamente disciplinado y todavía portador de unos hábitos de vida campesinos con todo lo que ello representaba.

Para hacer frente a este estado de cosas, Mario Gómez tratará de articular un nuevo –y original– programa higiénico, pero en esta ocasión, y a diferencia de sus predecesores en el campo de la higiene, dotándolo de un estímulo; la resultante sería la elaboración de un discurso patriótico-productivista.

Este nuevo discurso, pues, se encontraría dotado de un potente estímulo que sirviera de aliento a la clase trabajadora para comenzar o proseguir en su preparación estrictamente profesional (véase si no el recurso a la instrucción técnica y a su insistencia en estos aspectos: dibujo lineal, química, matemáticas, &c.), estímulo que aunque no dejaba de lado la vieja zanahoria de «para ganar más» apelaba al sentimiento obrero para hacerle sentirse un verdadero «soldado del trabajo», un soldado guiado en su estudio, en su formación, en su preparación:

«Por patriotismo, Pin, por patriotismo, debéis de aplicaros los obreros, estudiar y haceros inteligentes en el trabajo; para que no tengan que venir extranjeros a ocupar esos puestos de mayor dificultad o más técnicos; para que emancipéis a España de esa humillante explotación en que hoy la tienen los pueblos más adelantados. La Patria la hacéis vosotros, los obreros del campo y de las fábricas. El verdadero patriotismo ha de nacer y ha de criarse en el taller o en el surco, y un buen obrero ante el torno hace guardia a la bandera, y honores le rinden la laya o el azadón, lo mismo que una espada.» (pág. 200.)

Este patriotismo le servirá para englobar en el mismo ahora tanto al trabajador agrario como al industrial, y desde el cual hará un llamamiento a todo el cuerpo productivo de la nación:

«Hay que desvanecer en vosotros el error de que la palabra Patria tiene cadencias guerreras y de que el patriotismo huele a pólvora. Suena sí, entre broncos redobles y entre estámpidos frenéticos cuando es la Patria humillada de unos hombres de honor y de un pueblo de valientes, pero esos mismos héroes y ese pueblo pronuncia esa palabra con acentos de laboriosidad y arrobamiento, cuando no son llamados a la defensa, sino ante todos los pueblos trabajadores (...) No se os habla de patriotismo cívico (...) y de ahí la falta entre nosotros de ese ahínco, de esa fe, de ese entusiasmo que da aliento, constancia y méritos al trabajo y que es capaz por sí solo de hacer ricos, grandes y poderosos a otros pueblos.» (pág. 201.)

Lo que en la Europa de aquellos años estaba suponiendo un combate total, Mario Gómez a través de su novela, y mediante el recurso a la higiene, tratará asimismo, mediante la movilización del sentimiento patriótico obrero, de, siquiera fuese de un modo virtual, hacer sentirse al obrero hispano partícipe de esa gran batalla, aunque aquí las balas fuesen sustituidas por formación y las trincheras por el puesto de trabajo, ya que el odio, el sentido de amenaza hostil del «enemigo» ya lo suponía la competencia de los mercados internacionales incluyendo el desprecio por nuestra mano de obra:

«Cuando te pongas a estudiar, Pin, piensa en España y estudia en bien de España. Piensa en el bien que haces a tu nación, muy sobrada de vagos y muy falta de obreros estudiosos. Piensa en la competencia que nos hacen; en lo que desprecian nuestra mano de obra; en nuestros procedimientos anticuados; en nuestra ruina; y piensa ante tus libros y junto al torno, que tantos laureles ganas allí para tu Patria como en la vigilancia de una trinchera, o en los azares de un combate.» (pág. 201.)

Tal será el mandato del nuevo programa higiénico. Unas fuerzas laborales a las que se les demandará transformarse en ejército patriótico, en un nuevo ejército, esta vez proletario, que pudiese llevar a cabo la más alta misión: el combate productivo.

Notas

{1} Parece ser que éste era el lema que figuraba en los talleres del presidio correccional de Valencia allá por la década de los cincuenta del siglo XIX. En Fernando Alvarez-Uría, Miserables y locos. Medicina mental y Orden social en la España del siglo XIX, Tusquets Editores, Barcelona 1983, pág. 173.

{2} Esteban Rodríguez Ocaña, Por la salud de las naciones. Higiene, microbiología y medicina social, Akal, Madrid 1992.

{3} «¡Ojalá que siempre hubiese sido uno, o que nunca hubiese debido separarse, el triple sacerdocio de la Religión, de las leyes y de la Medicina!», en P. Felipe Monlau, Elementos de higiene pública o arte de conservar la salud de los pueblos, Imp. de M. Rivadeneyra, Madrid 1862, Tomo I, pág. 9.

{4} A. Menéndez, E. Rodríguez: Salud, Trabajo y Medicina en la España Ilustrada, Archivos de Prevención de Riesgos Laborales, 2005; 8 (1) pág. 4.

{5} J. M. López Piñero, El testimonio de los médicos españoles del siglo XIX acerca de la sociedad de su tiempo. El proletariado industrial. En: J. M. López Piñero, L. García Ballester, P. Faus Sevilla, Medicina y sociedad en la España del siglo XIX, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1964, págs. 109-208.

{6} Alfredo Menéndez Navarro, Estudio introductorio. In: Catástrofe morboso de las minas mercuriales de la villa de Almadén del Azogue, (1778) de José Parés y Franqués. Edición anotada, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha [Col. Monografías, 21], 1998, págs. 23-72.

{7} Entendemos por «condiciones higiénicas para el trabajo» aquellas condiciones perseguidas por la clase patronal a fin de optimizar a las fuerzas del trabajo en busca –únicamente– de una racionalización y maximización productiva. En ellas quedarían englobados así todos aquellos discursos dirigidos a lograr un obrero sumiso, dócil, disciplinado y que no disipase ni malgastara sus energías físicas fuera de la disciplina laboral. Esta higiene, de este modo, velaría sobre el ocio, el hogar, la taberna, el alcohol, la alimentación, la instrucción, &c., del obrero. Entendemos por «condiciones higiénicas de trabajo» aquellas condiciones de salubridad y seguridad que deberían reunir los espacios y procesos productivos. Estas condiciones estarían conformadas por aspectos tales como: a) peligros para la salud del obrero debidos a posturas, medio ambiente, grado de humedad, falta de ventilación, intoxicaciones por productos nocivos y/o tóxicos b) condiciones técnicas: entibaciones, encofrados, explosiones, métodos de iluminación y ventiilación, sistemas de andamiaie, &c.

{8} Efrén Borrajo Dacruz, Introducción al Derecho del Trabajo, Tecnos, Madrid 1996, pág. 90.

{9} E. Rodríguez Ocaña, Paz, trabajo, higiene. Los enunciados acerca de la higiene industrial en la España del siglo XIX. En: R. Huertas, R. Campos (eds.), Medicina social y clase obrera en españa (siglos XIX y XX), v. II. Fundación de Investigaciones Marxistas, Madrid 1992, pág. 391 y ss.

{10} Ibídem, pág. 396.

{11} El papel de los ingenieros de minas, concretamente en la Asturias de finales del siglo XIX en lo que a la higiene laboral se refiere, está siendo objeto de una investigación en un marco de estudio más amplio por el autor del presente trabajo.

{12} El obrero mixto hacía alusión al obrero que prestaba sus servicios en la mina pero sin desligarse en absoluto de la vida y tareas del campo. Véase, Adrian Shubert, Hacia la revolución: orígenes sociales del movimiento obrero en Asturias, 1860-1934, Crítica, Barcelona 1984, págs. 34 y ss.

{13} José Sierra Alvarez, El obrero soñado. Ensayo sobre el paternalismo industrial (Asturias, 1860-1917), Siglo XXI de España Editores, Madrid 1990.

{14} A. Alonso et al., El Ateneo Obrero de la Calzada (1904-2004), KRK Ediciones, Oviedo 2004, pág. 87.

{15} Ibídem, págs. 225 y ss.

{16} Se puede señalar así a: José Menéndez de la Pola, Breve refutación de los falsos principios económicos de La Internacional., Madrid, Tipog. Del Colegio Nacional de sordo-mudos y de ciegos, 1874. Pedro Armengol y Cornet, Algunas verdades a la clase obrera. Madrid, Tipog. Del Colegio Nacional de sordo-mudos y de ciegos, 1874. Ignacio María de Ferran: Cartas a un arrepentido de La Internacional. 2 Vol. Madrid, Tipografía Gutenberg, 1882. Concepción Arenal: Cartas a un obrero, 1880.

{17} Calle, Mª Dolores de la, La Comisión de Reformas Sociales, 1883-1903. Política social y conflicto de intereses en la España de la Restauración, Madrid, Centro de Publicaciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1989, pág. 186.

{18} José González Castro, Cartilla Higiénica del Obrero y su Familia, Sobrinos de la Suc. De M. Minuesa de los Ríos, Madrid 1917.

{19} J. Salarich, Higiene del tejedor, 1858 en A. Jutglar, P. F. Monlau y J. Salarich Condiciones de vida y trabajo obrero en España a mediados del siglo XIX, Anthropos, Barcelona 1984, pág. 224.

{20} Fernando Mercado de la Cuesta, La Higiene del obrero, Agapito Zapatero, Valladolid 1891, pág. 38.

{21} Aurelio de Llano, Hogar y Patria: estudio de casas para obreros, Imprenta La Comercial, Oviedo 1906, pág. 15 y ss.

{22} El poblado de Bustiello, construido por la empresa Hullera Española, entre 1890 y 1925 simboliza la política seguida respecto a los obreros desde lo que se ha denominado paternalismo industrial. Las viviendas que formaban este poblado estaban dedicadas a los obreros que respondiesen de forma modélica a los valores que la empresa trataba de imponer entre sus empleados.

{23} J. González Castro, op. cit., pág. 9.

{24} Ibídem, pág. 10.

{25} J. Sierra Alvarez, op. cit., pág. 114.

{26} Ibídem, pág 112

{27} Ibídem, pág. 121

{28} Que al decir de Castro, en ellos se «encuentra el gran secreto de la salud de los pobres», es decir, de los obreros. J. González Castro, op. cit., pág. 19.

{29} J. Sierra Alvarez, op. cit., pág. 114.

{30} Con la salvedad, en el caso asturiano, de Fernando García Arenal y de Ambrosio Rodríguez Rodríguez. A la vez que ambos coinciden en su condena de la taberna, del mismo modo intentan comprender también los motivos que llevan al obrero a frecuentar la misma. Este tema es objeto de un estudio más amplio dentro de una investigación acerca de los antecedentes de la salud e higiene laboral en Asturias que el autor se encuentra realizando en la actualidad.

{31} J. Salarich, op.cit., pág. 176.

{32} Ibídem, pág. 168

{33} Así el borracho «hace lunes», el que lee prensa «revolucionaria» participa en huelgas y en todo tipo de reivindicaciones sociales, el que habita una vivienda insalubre tiende a frecuentar la taberna con lo que ello trae consigo, &c.

{34} J. Uría, Una historia social del ocio. Asturias 1898-1914, UGT, s.l., 1996, pág. 216.

{35} J. Sierra Alvarez, op. cit., pág. 251.

{36} Reformas sociales. Información oral y escrita. Publicada originalmente por la Comisión de Reformas Sociales, Madrid 1889-1893. Reed. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1985, Tomo V, pág. 370

{37} N. Muñiz Prada, Nociones de higiene con aplicación a los mineros de hulla. Imp. de Celestino Florez y Comp., Oviedo 1885, pág. 165.

{38} A. Elorza, Mª del Carmen Iglesias: Burgueses y Proletarios. Clase obrera y reforma social en la Restauración (1884-1889), Laia, Barcelona 1973, pág. 400.

{39} J. Salarich, op. cit., pág. 286.

{40} Estos textos de higiene industrial de comienzos del siglo XX ya reflejan este cambio profundo, centrándose en los aspectos relacionados con las condiciones de los locales de trabajo y de las precauciones a adoptar respecto a la maquinaria y a determinadas tareas industriales. Se pueden citar –entre otros– a José Eleizegui, Nociones de Higiene Industrial (1904), o el de Enrique Salcedo Ginestal, Estudios elementales de Higiene industrial. Directorio de los patronos en la higienización de industrias (1904).

 

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