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El Catoblepas, número 46, diciembre 2005
  El Catoblepasnúmero 46 • diciembre 2005 • página 24
Libros

Gnoseología de una «noble ciencia»

Iñigo Ongay

En torno al libro de Evaristo Álvarez Muñoz,
Filosofía de las ciencias de la tierra, Pentalfa, Oviedo 2004

«La noble ciencia de la geología pierde esplendor por la extrema imperfección de sus registros. La corteza terrestre, con sus restos enterrados, no puede ser considerada como un rico museo, sino como una pobre colección hecha al azar y en pocas ocasiones. Se reconocerá que la acumulación de cada formación fosilífera importante ha dependido de la coincidencia excepcional de circunstancias favorables, y que los intervalos en blanco entre los pisos sucesivos han sido de gran duración, y podemos estimar con alguna seguridad la duración de estos intervalos por la comparación de formas orgánicas precedentes y siguientes. Hemos de ser prudentes al intentar establecer, por la sucesión general de formas orgánicas, correlación de rigurosa contemporaneidad entre dos formaciones que no comprenden muchas especies distintas.» (Carlos Darwin, El Origen de las Especies por medio de la Selección Natural.)

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Evaristo Álvarez Muñoz, Filosofía de las ciencias de la tierra, Pentalfa, Oviedo 2004 Suele ser común reprochar, sin mayor fundamento, a la Teoría del Cierre Categorial desarrollada por Gustavo Bueno, el haber incurrido en una suerte de revival de las doctrinas «escolásticas» –con toda la carga «metafísica» que tales doctrinas llevan aparejada– por medio de la supuesta «resurrección» emprendida por esta teoría gnoseológica de la distinción «aristotélico-tomista» entre una materia y una forma de los cuerpos de las ciencias. Y decimos que un tal reproche no presenta demasiados fundamentos, precisamente porque no vemos que mediante semejantes «críticas» resulte posible hacer justicia al hecho, decisivo nos parece, de que si bien es cierto que la teoría de la ciencia defendida por el Materialismo Filosófico se refiere, en efecto, a la distinción de referencia (incluso rebasando a su través otras parejas alternativas de conceptos tales como los de «sujeto cognoscente» y «objeto conocido», &c., que nos llevarían, de suyo, a desbordar los propios límites de la escala gnoseológica), sólo, diríamos, se refiere a ella «dialécticamente»{1}, es decir, para destruirla, para negarla como tal distinción dilemática, hipostática, metafísica.

Más aún: mucho más certero resultaría aplicar dicho reproche sobre otras alternativas gnoseológicas disponibles (y que precisamente si aparecen como gnoseológicas ello es debido principalmente a que mantienen, a su modo, la distinción hilemórfica de referencia, aunque sea, eso sí, según esquemas que no son los del circularismo materialista) en cuanto que estas mismas, sin perjuicio de que puedan en ocasiones no representar la distinción «materia-forma» –y a veces por razón simplemente de la ignorancia que sobre la misma tradición filosófica padecen sus cultivadores, o por prejuicios de signo positivista, o por motivos parecidos–, de hecho, en el ejercicio, la estarían dando en todo momento por supuesta, incluso a precio de proceder a «separar» ambos componentes del cuerpo de las disciplinas categoriales, aunque sea para «vincularlos» en un segundo momento mediante la reducción de la «forma» (por caso, del «lenguaje teórico», &c.) a la «materia» (interpretada por ejemplo a título de «lenguaje observacional» o de «enunciados observacionales», o de «proposiciones protocolarias», &c.) o bien –a sensu contrario– a través de la hipostatización de la «forma» (por ejemplo de las «conjeturas», de los «cuerpos teóricos», et al.) que se concebirá como autónoma, e incluso como «infradeterminada» respecto de los «hechos observables» (según la tesis Duhem Quine) a los que en todo caso se reservará funciones puramente «negativas» (falsadores), cuando no completamente reductibles a los diversos armatostes «teoréticos» (Hanson: «toda observación está cargada de teoría», Feyerabend: «hay ciencia sin experiencia»). En otras ocasiones, se procederá, en el colmo de la metafísica, a suponer una suerte de «armonía preestablecida» (no sabemos por qué clase de demiurgo operatorio) entre las «proposiciones teóricas» y los «hechos», una «armonía» que, de algún modo, permitirá al teórico de la ciencia inferir que unas se adecuan a los otros, como si sostener esto no fuese tanto como practicar una suerte de «hipostatización recíproca»{2} que ofertase un tratamiento sustancialista tanto de la «materia» como de la «forma de las ciencias».

Pues bien, en estas condiciones cabe concluir que efectivamente, no se podrá escapar de semejante atolladero gnoseológico si no es desactivando críticamente el horizonte compartido por las alternativas descripcionistas, teoreticista y adecuacionistas, esto es: el horizonte de los esquemas metaméricos de conexión entre conceptos conjugados. Para rebasar este marco que ciertamente implica, de modo necesario, el tratamiento hipostático de al menos uno de los términos de la pareja (o de los dos), será preciso introducir en la discusión la posibilidad de conectar «diaméricamente» los conceptos de referencia, es decir de interconectar estos mismos no de manera «enteriza» (como si cupiese en definitiva reducir uno a otro, o yuxtaponer armoniosamente ambos), sino mediante su «cuarteamiento» en «partes» diversas de modo que ahora, la forma por ejemplo, podrá comenzar a redefinirse como las propias «conexiones» entre las partes en las que se ha desmembrado la materia de las ciencias{3}; de donde, según el tratamiento ofrecido por la Teoría del Cierre Categorial, los cuerpos científicos habrían de quedar reconstruidos a la manera de sistemas constructivos en los que diversas partes extra partes quedaran concatenadas por mediación de unos nexos muy determinados, a saber: las propias «verdades apodícticas» construidas desde cada recinto categorial, estas verdades (concebidas como identidades sintéticas sistemáticas) a las que podemos considerar como «esenciales» desde el punto de vista semántico, y que, aunque puedan quedar reintepretadas como la misma forma de las ciencias (frente a los componentes que a su través se concatenan), no dejan de resultar ontológicamente tan materiales (aunque terciogenéricos) como los términos que incorporan o como los operadores y relatores (microscopios, telescopios, mecheros de Bunsen, campanas de Lavoissier, cámaras de niebla, &c., &c.) que han sido utilizados para construirlas.

Ahora bien, resulta central entender bien la circunstancia de que unos tales «nexos de concatenación» de los componentes de los campos científicos –a los que por cierto, a la luz de la propia TCC y desde otra perspectiva, podemos comenzar a redefinir como verdaderos arracimamientos de teoremas– en cuanto que «verdades apodícticas» segregadas internamente por el campo categorial de referencia –al que, suponemos «clausurado operatoriamente»– suponen, y de ahí en gran medida su importancia tanto gnoseológica como ontológica, el establecimiento (y como tal establecimiento: operatorio, subjetual en la medida en que incorpora forzosamente la presencia de un sujeto corpóreo capaz de «acercar» o «separar» términos tridimensionales situados a la escala, característicamente apotética, de la «presencia distal») de relaciones objetivas entre los propios componentes que figuran en el campo científico mismo (es decir la pluralidad de términos que definen el recinto categorial de cada disciplina) de modo tal que, sin perjuicio de que unas tales relaciones para quedar instauradas hayan incluido necesariamente la mediación operatoria de un sujeto corpóreo dotado de musculatura estriada, &c., terminarán por hacer posible (y si esto no se hace posible no podrá decirse que tales relaciones constituyan auténticas identidades sintéticas sistemáticas) la neutralización de las operaciones mismas que les han dado lugar, implicarán sencillamente la desaparición del sujeto operatorio, pudiendo entonces «sostenerse» tales componentes esenciales haciendo «pie» sobre sus propios fundamentos ontológicamente «terciogenéricos» por más que, de otro lado, en modo alguno pueda mantenerse que resulte lícito tampoco, «separar» –y no sólo «disociar»– el tercer género de materialidad de los otros dos géneros –M1, y M2– con los que M3 se mantiene inextricablemente unido, trascendentalmente entreverado{4}.

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Pues bien, lo curioso es comprobar el modo como una tal «circularidad» que suponemos, se realiza en las conexiones entre los conceptos de materia y de forma de una ciencia –una «circularidad» de la que por cierto, se sirve como decimos Gustavo Bueno para cancelar la hipostatización de cualquiera de ambos componentes–, vendría de alguna manera, a reproducirse en el seno de las relaciones entre el plano propio de la gnoseología general y los análisis gnoseológico especiales que sobre disciplinas particulares, tramos categoriales positivos o situaciones gnoseológicas variadas (ya sea la mecánica clásica o la termodinámica, la química de Mendeleiev o la etología, la psicología conductista o la geometría de Euclides, la historia fenoménica o la antropología etnológica{5}) resulte posible llevar a cabo. Lo que con esto queremos decir, es que no podrá sostenerse que los desarrollos gnoseológico generales constituyan algo así como una suerte de conjunto de premisas que aun cuando puedan o no aplicarse sobre los terrenos positivos, podrían en todo caso mantenerse por sí mismas al margen de tales «aplicaciones». Esto simplemente no es así, y no lo es por la sencilla razón de que sólo en la diversidad de situaciones que, a la atención de la filosofía, presenta el factum de la pluralidad de las ciencias, encuentra la TCC, el auténtico «campo de pruebas» para el ejercicio de los principios gnoseológico generales presupuestos, de modo justamente, que a este «campo de pruebas» se hará preciso volver –en el progressus– una y otra vez, a fin de medir la potencia atribuible a la propia gnoseología ejercitada ante el trámite de reconstruir los materiales arrojados por las mismas categorías plurales e irreductibles que se abren paso en el presente.

Precisamente en este sentido resulta especialmente interesante la ejemplar investigación gnoseológica llevada adelante por Evaristo Álvarez Muñoz en su libro Filosofía de las Ciencias de la Tierra. El cierre categorial de la geología (Pentalfa Ediciones, Oviedo 2004){6}, tanto más interesante precisamente, por el hecho de que el «campo» elegido por el profesor asturiano, para efectuar el análisis gnoseológico –la noble ciencia de la geología a la que se refería Darwin en El Origen de las Especies– constituye una suerte de «gran desconocido» respecto a la Teoría de la Ciencia tradicional (con las excepciones que se quiera aducir: Whewell, Stephen J. Gould, Larry Laudan, &c.) generalmente mucho más centrada en las categorías físicas y químicas, pero también biológicas, &c., que en las propiamente geológicas. En este contexto, cabe afirmar que el libro de Evaristo Álvarez Muñoz consigue en primer lugar –y ello ya sería, por cierto, bastante mérito por sí mismo– hacer la debida «justicia gnoseológica» a una ciencia como la Geología, una categoría que se establece como tal precisamente en el momento (el XVIII y los inicios del XIX) en el que se consuma el proceso de separación definitiva entre las ciencias y la filosofía (algo que por cierto, Kant habría reconocido a su manera en su Crítica de la Razón Pura, aunque principalmente claro está, respecto de la Geometría y de la Mecánica de Newton).

El análisis de Evaristo Álvarez Muñoz permite, entre otras cosas, efectuar del modo más pulcro posible una reconstrucción filosófica que da cuenta del proceso gnoseológico de la constitución de la nueva ciencia{7} en torno a un conjunto característico de términos y operaciones dados además a una escala también característica en cuanto que definida precisamente por las partes formales de la ciencia geológica. Una tal escala «categorial» vendría determinada no tanto por parámetros ligados a magnitudes «espaciales» (por ejemplo mesoscópicas frente a otras magnitudes microscópicas o macroscópicas) o «temporales» concretas –sin perjuicio de que estas Ideas de «espacio» y de «tiempo», pero también la de «causa», &c., no puedan tampoco considerarse como exteriores con respecto a los Conceptos geológicos{8}– cuanto por las mismas partes formales que delimitan los contornos de la categoría geológica{9}: es decir, el conjunto de sus términos (pliegues, fallas, capas, formaciones, fósiles, &c.) en tanto que resultan operables –lo que, por cierto, exige que de alguna manera tales términos aparezcan como corpóreos, tridimensionales– por un sujeto gnoseológico (también corpóreo, y dotado de prolepsis) imbricado necesariamente en la transformación operatoria de los fenómenos geológicos en esencias geológicas. Cuando esta transformación se ejecute enteramente, es decir, cuando las relaciones paratéticas (por contigüidad) dadas entre la pluralidad de los términos enclasados del campo de la geología queden organizadas bajo la forma de una identidad sintética sistemática (es decir, por caso, en una columna estratigráfica, en un mapa geológico, &c., &c.), y por tanto de una figura que resulta esencial desde el punto de vista del eje semántico del espacio gnoseológico, entonces lo que habrá quedado enteramente desdibujado en el seno de esas mismas relaciones objetivas serán las propias operaciones (cuyo desenvolvimiento pide por cierto una escala apotética, de «presencia a distancia») así como el sujeto gnoseológico mismo que las haya podido realizar con arreglo a una serie de planes y programas social e históricamente dados, &c. Como señala Evaristo Álvarez Muñoz:

«El concepto de neutralización de las operaciones es crucial en la teoría de la ciencia. La cientificidad de una disciplina depende de este proceso de eliminación de las operaciones subjetivas y afecta incluso a la clasificación de las ciencias. La neutralización de las operaciones tiene mucho que ver con la eliminación de los fenómenos y con la transformación de las relaciones apotéticas (como separar o juntar) en relaciones francas de contigüidad. Mientras que las operaciones se daban en el ámbito de una estrategia, las esencias geológicas (causales o no) se reconocen conectadas mediante relaciones esenciales de contigüidad de tal forma que cuando esta contigüidad no puede establecerse fisicalistamente, debe postularse. Pero esta postulación no será ya hipotética ni especulativa sino una construcción esencial en la que confluyen distintos cursos operatorios, al menos dos.» (pág. 162.)

Ahora bien, resulta central reseñar una circunstancia de la que Evaristo Álvarez Muñoz da magistralmente razón en su análisis, y es que en la medida en que tales partes formales constitutivas del campo categorial de la geología intersectan, de muy diversos modos, con otras partes formales dadas a escalas categoriales diferentes (por ejemplo: cristalográficas, químicas, mineralógicas, &c), sin que ello quiera en modo alguno decir, que resulten reducibles a ellas (porque, en efecto, la geología es una ciencia diferente de la química, la mineralogía, o la cristalografía) ello sólo será debido a que la organización –por ejemplo el enclasamiento– de los términos propios del campo geológico según los propios teoremas y los contextos determinantes de este campo, resultan constructivamente «opacos» respecto a la configuración de las partes formales del campo de la química, pongamos por caso, y ello por más que tales recintos categoriales puedan efectivamente solaparse según sus partes materiales. Sin embargo si ello es así, lo que verdaderamente garantiza el deslindamiento –«de distintione scientiarum»– del campo categorial de la ciencia geológica respecto de otras categorías adyacentes (en este sentido: la «escala» de la geología, pero su «escala» gnoseológica) será la necesidad misma de contar, en geología, con las relaciones geométricas de contigüidad espacial (a través de la cual podrá, después, establecerse también la contigüidad temporal ajustada a los períodos geológicos en virtud del principio de correlación faunística, en virtud de la sucesión de capas, &c.) instituidas entre los fósiles, las capas, los plegamientos, &c., de una formación{10}, y ello además justamente en la medida en que unas tales relaciones, en cuanto que reclaman su observación «in situ» por parte del sujeto gnoseológico, no pueden de ninguna manera quedar reconstruidas desde los teoremas propios de otros campos categoriales integrados por partes formales diferentes. Esta es la razón, diríamos, por la que los cursos constructivos propios de una disciplina aparecen como enteramente «opacos» respecto de las otras, y viceversa:

«Cuando en 1777, Lavoisier inaugura la clasificación, determinación y descripción de los elementos químicos, las tentativas de trasladar su análisis a las rocas se multiplican. Pero la incapacidad de la reducción analítica para dar cuenta de la anomalía de la calcita y el aragonito o la polémica entre Brongniart y Guyton de Morveau (a la que se ha hecho referencia anteriormente), muestran claramente que los términos de la geología (como los de la cristalografía) están conformados diferentemente de los de la química. Los términos de la geología habrán de ser básicamente términos contiguos de otros términos entre los que se reconocerán y establecerán relaciones geométricas de orden. No entenderlo así sería pretender una imposible geología de gabinete.» (pág. 234.)

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Sin embargo, el trabajo del profesor Evaristo Álvarez Muñoz no ofrece «solamente» un profuso estudio, moroso, impecablemente construido, de las rutas gnoseológicas –tanto anatómicas como fisiológicas– por las cuales se instituye (se «cierra») la escala geológica en torno a un campo compuesto de términos plurales de modo que quepa, tras la oportuna introducción de cursos operatorios también diversos, segregar verdades características, si no que arroja también, este libro (especialmente en su documentadísima Parte III, en la que comienza a ejecutarse el progressus sobre los materiales de partida, como lo ha visto Marcelino Suárez Ardura), una recomposición de las principales líneas de fondo que pudieron pautar el curso de la historia misma de las «ciencias de la tierra»{11}. Para medir la potencia crítica de este progressus sobre los fenómenos, nos limitaremos a hacer alusión en esta reseña, al modo como Evaristo Álvarez Muñoz logra dar cuenta de uno de los episodios de la historia de la geología al que generalmente ha venido atribuyéndose una importancia crucial: nos referimos a la controversia entre los defensores del «actualismo» y del «uniformismo» lyelliano y los partidarios del «catastrofismo» de Cuvier{12}.

Ahora bien, la conclusión alcanzada por nuestro autor ejerce, ante todo, el efecto de desdibujar la relevancia semántica y sintáctica de una tal controversia cuyo principal alcance habría que interpretarlo, más bien, a la luz del eje pragmático del espacio gnoseológico de la geología, a título de «dialogismo» generado por las diferentes «filosofías espontáneas» de los científicos implicados (incluido por cierto, y quizás por razón de sus propios «intereses filosóficos particulares», W. Whewell, acaso el verdadero «inductor» de la polémica, según la sólida tesis de Álvarez Muñoz). De este modo, y aun cuando cualquier análisis gnoseológico efectuado in medias res no pueda dejar de tomar en cuenta tales «filosofías espontáneas» (al contrario, estas mismas constituyen materiales importantísimos sobre los que la crítica filosófica está obligada a «emplearse a fondo»), no cabrá tampoco perder de vista la circunstancia de que ellas se mantienen inmersas en lo que Gustavo Bueno conoce como «capa metodológica» de los cuerpos científicos, al modo de sus «envoltorios doctrinales», en muchas ocasiones enteramente necesarios desde luego, pero sin que ello quiera en modo alguno decir que semejantes «doctrinas» engranen en el contenido gnoseológico de los teoremas de la «capa básica»{13} de las ciencias, de las que, por otro lado, el sujeto operatorio –con sus «filosofías espontáneas» incluidas– habría quedado segregado. De esta manera:

«En consonancia con nuestros presupuestos materialistas sostenemos que el análisis de la geología de los años en los que se desplegaba la polémica entre el actualismo y el catastrofismo es preferible acometerlo a partir de los propios trabajos científicos de la época, que incluyen efectivamente los textos en que se plasmaba la dialéctica entre los autores, pero –sobre todo– a partir de las monografías geológicas, de las descripciones de los terrenos, de las cartografías regionales, &c. Haciéndolo así, creemos que no sólo dispondremos de puntos de vista más sólidos, sino que rendiremos mayor justicia a los científicos. Basten dos ejemplos para ilustrar nuestro proceder: W. D. Conybeare pudo desdecirse tras la aparición de los Principles of Geology de sus planteamientos diluvialistas para adherirse a la doctrina uniformista de Lyell sin que por ello sus Outlines of the geology of England and Walles de 1822 quedaran en absoluto descalificadas. Algo semejante le sucedió a Sedgwick, la solvencia de cuyos trabajos relativos al Paleozoico inferior en absoluto depende de sus puntos de vista ideologizados y cambiantes respecto de los procesos naturales. La construcción operatoria de la ciencia produce los suficientes elementos objetivos, que en las citadas investigaciones de Conybeare o de Sedgick cristalizaron en mapas y columnas geológicos, como para que el sujeto operatorio, el geólogo, y todo su aparato ideológico, queden al margen. No existen mapas geológicos catastrofistas o actualistas. Ni siquiera en la obra de Sedgwick se puede apreciar una geología del Cámbrico diferente antes o después de adherirse a las ideas uniformistas.» (pág. 298.)

4

¿Podrá alguien después de todo lo dicho atreverse a ser tan imprudente como para dar por concluido, por definitivamente «clausurado» el futuro de las «ciencias de la tierra», para, diríamos, dar por dibujados sus contornos «desde fuera» (es decir de un modo apriórico), de una vez y para siempre por Steno, por Cuvier, por Sedgwick, por Lyell o por cualquiera de sus cultivadores? Quien así razonase, olvidándose de que el «cierre» de una categoría no implica su «clausura», si no más bien todo lo contrario, acaso correría el grave riesgo de toparse con la resistencia de los términos, las relaciones y las operaciones involucradas por nuevos contextos determinantes, e inéditos cursos operatorios y teoremas que, al incorporarse a la categoría de referencia, no hacen sino engrosar una y otra vez las franjas de verdad de las identidades sintéticas ya construidas. Este es precisamente el caso de los cursos constructivos de la geodinámica, vinculados al teorema de la deriva continental alcanzado durante el siglo XX y cuyas más poderosas consecuencias tendrían que cargarse, en cambio, a la cuenta del eje pragmático del espacio gnoseológico, según lo señala Evaristo Álvarez Muñoz en su trabajo (desde la inserción masiva y ubicua de la teoría de placas en los manuales universitarios de «ciencias de la tierra» hasta el aprovechamiento de este teorema por parte de filósofos kuhnianos de la ciencia, que habrían visto en él un caso ejemplar de «revolución científica»).

Y llegados que somos a este punto, acaso convenga retornar un momento sobre las consideraciones con las que dábamos comienzo a la presente reseña. Y es que, no es, en efecto, mérito menor del extraordinario trabajo recensionado, el haber logrado demostrar, con sobrada eficacia, cómo en definitiva, se ejercita desde el plano de la gnoseología especial, la cancelación de toda hipostatización posible de la «forma» o de la «materia» del cuerpo de las ciencias categoriales. De qué modo, diremos, de la mano del análisis detallado y erudito de una categoría en particular, la citada distinción comienza a «desvanecerse» casi hasta el punto mismo de su desaparición, con toda su carga metafísica, en virtud de la concatenación diamérica de los diversos materiales en cuyo entretejimiento operatorio consiste precisamente el cierre categorial de la geología. Vamos a expresar todo esto, cediendo, para concluir, la palabra al autor del libro que nos ocupa. Señala Evaristo Álvarez Muñoz al final de sus «Conclusiones»:

«A lo largo de toda esta obra se ha rechazado la separación gnoseológica de materia y forma de la ciencia. Se afirma, por el contrario, que la materia y la forma se darán siempre inexorablemente juntas. No se debería pues hablar de teorías frente a hechos. Por lo tanto, presentar una historia de la geología encabezada por etiquetas que responden a supuestas teorías alternativas sucesivas (aunque aseguren representar estados de ciencia normal) no parece lo más adecuado desde un punto de vista gnoseológico. Nuestra contribución pretende incidir en el carácter lógico material de toda construcción científica: formaciones y placas son términos geológicos a un tiempo materiales y formales en los que encuentra sus identidades sintéticas la ciencia geológica. La gnoseología materialista, al abordar la historia de la ciencia invita a destacar, según estos planteamientos, la configuración lógico material de los términos propios de cada ciencia.» (pág. 310.)

Notas

{1} «(...) tenemos que reconocer que nos encontramos encerrados en una situación paradójica o, si se prefiere, en una situación genuinamente dialéctica. Pues la teoría del cierre categorial se caracteriza por defender la tesis de la indistinción 'real' entre materia y forma de una ciencia, tesis que puede reformularse mediante el tratamiento de la oposición materia/forma de una ciencia en términos de una oposición de conceptos conjugados, siempre, que asumamos, en el conjunto de sus opciones, la opción diamérica, como aquella por medio de la cual ha de darse cuenta de la propia distinción», Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1992, págs. 58-59. Seguidamente, añade el Profesor Bueno, la siguiente advertencia de evidente interés: «Podría imputársenos como un 'delito de flagrante contradicción' el hecho de propugnar la necesidad de acudir a la distinción entre materia y forma como distinción que instaura la escala gnoseológica, juntamente con el hecho de partir de una interpretación de esa distinción que consiste, de algún modo, en negarla como distinción real o intrínseca. Lo que, a su vez, equivaldrá a admitir que, si es precisa la distinción, para alcanzar la escala gnoseológica, será necesario comenzar por alguna interpretación de la misma que contenga al menos la nítida separación entre una materia y una forma, sin perjuicio de terminar rectificando esa nitidez como propia de la apariencia», cfr. Gustavo Bueno, op. cit., pág. 59.

{2} Una hipostatización recíproca (M:1 F:1 diríamos) que autoriza a contemplar el «adecuacionismo» gnoseológico como la verdadera contrafigura del «circularismo», es decir, como la «figura» sobre la que la TCC ejercita apagógicamente, su «negación determinada», incluso cuando esta «negación» se ejerce frente al «descripcionismo» o al «teoreticismo», y ello, al menos en la medida en que tales alternativas pueden considerarse, según sus respectivos momentos positivos, como el desarrollo – «unilateral» por así decir– de cada una de las hipostatizaciones efectuadas por el «adecuacionismo» gnoseológico.

{3} Según esto la forma de una ciencia podrá «ser presentada como el nexo mismo de concatenación (según la identidad sintética) de las partes extra partes constitutiva de la materia de las ciencias, y como el contenido mismo de la verdad científica», Gustavo Bueno, op. cit., pág. 91.

{4} Para mayores detalles sobre todos estos problemas, conviene detenerse sobre los cinco volúmenes de la Teoría del Cierre Categorial que Gustavo Bueno lleva publicados hasta el momento presente, véase en particular, el capítulo 2 del primer volumen, Teoría del Cierre Categorial, Pentalfa, Oviedo 1992, págs. 57-96. Conviene leer este capítulo siempre con la vista puesta también, en el extraordinario glosario que se incluye en el Volumen 5.

{5} Sin que sea posible, desde luego, reducir todas estas categorías a una dada (por ejemplo, y generalmente a la «física», pero tampoco a la biología, &c.), ni tampoco unificarlas bajo una suerte de Enciclopedia de la Ciencia en lenguaje fisicalista (como no fuera gratuitamente, como diríamos, «por vía de decreto»), ni por supuesto suponerlas sencillamente acumulables «una al lado de otra», como si todas estas disciplinas fuesen (gnoseológicamente) lo mismo (es decir: «ciencia»): esta es precisamente una de las conclusiones de la TCC, que no lo son, que no son lo mismo.

{6} No somos los primeros en ocuparnos de este libro en El Catoblepas, véase al respecto los comentarios, extraordinariamente lúcidos, del tesorero de la Sociedad Asturiana de Filosofía, Marcelino Suárez Ardura, en el número 38 de nuestra revista (abril de 2005, pág. 24).

{7} Constitución que, por cierto, alcanzaría sus antecedentes precisos antes en las tradiciones artesanales propias de metalúrgicos, sobre todo mineros, &c., tal y como estas tradiciones técnicas se vieron transformadas históricamente por la Revolución Industrial (y por ende, por el incremento masivo de la necesidad de hierro y de carbón para alimentar la producción del acero), que en las especulaciones metafísicas presocráticas, aristotélicas, &c. Para todo esto, nos parece imprescindible la lectura de la detallada reconstrucción de los antecedentes de la geología, contenida en el capítulo I del libro que nos ocupa.

{8} «En efecto, no se ha podido establecer que sea la categoría de tiempo la que acote o recorte la geología como disciplina histórica sino al revés, es la geología quien mediante la ley de superposición de los estratos recorta el tiempo a escala geológica. Así pues, son las ciencias reales quienes establecen el sistema de categorías. Examinadas desde una perspectiva materialista las categorías kantianas arriba mencionadas –tiempo, espacio, causa– cortan oblicuamente, a la vez que desbordan cualesquiera categorías científicas, por lo que deben ser consideradas ideas filosóficas en el más amplio sentido, constelaciones vagas de conceptos inaprensibles desde una sola ciencia particular», Evaristo Álvarez Muñoz, pág. 140. Sin embargo, la exterioridad de las Ideas respecto de los Conceptos operatorios característicos de las ciencias, los saberes técnicos, &c., es algo que sin duda no puede mantenerse, y no ya únicamente por la razón general de que sólo desde los Conceptos (regresando por así decir desde su inmanencia categorial) sea posible «tomar conctacto» con las Ideas que los atraviesan –lo que sin duda ya sería bastante– sino también porque, «presuponemos que los conceptos, en muchas circunstancias, sólo pueden constituirse como tales desde la plataforma de algunas Ideas» (cfr. Gustavo Bueno, El mito de la Felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, pág. 149), de donde, concluye Gustavo Bueno lo siguiente: «(...) muchas veces, sin perjuicio de estar tratando con conceptos operatorios, y precisamente por ello, no podemos afirmar que nos encontremos en una situación previa a aquella en la que se constituyen las ideas sobre conceptos de diferentes categorías, sino que nos encontramos en una situación en la cual, alguna idea, generalmente implícita, está sirviendo de plataforma para tallar un concepto», Gustavo Bueno, Ibídem. Nos parece imprescindible proceder sin perder nunca de vista esta suerte de dialelo.

{9} Puesto que como dice con excelente acierto Evaristo Álvarez en la página 138 de su libro: «El sujeto operatorio, podrá abordar el estudio de la roca, del retículo cristalino o del ladrillo, a la escala que desee, pero sólo podrá definir oportunamente los términos, a partir de las delimitaciones que le impondrán las anisotropías o discontinuidades del material. La categoría geológica no puede definirse por una escala, llámese mesoscópica, planetaria, regional o como se quiera. Son los términos con los que necesariamente opera quienes se relacionan entre sí y cuyas propiedades trascienden o penetran algunas potencias de diez cercanas a la medida del hombre.»

{10} Y hemos de advertir, que son precisamente estas, es decir, las «formaciones», y no tanto los minerales, las rocas, las estructuras cristalinas, et al. aquellos términos que hicieron posible la constitución científica de la categoría geológica como contradistinta de la química, la mineralogía, &c., como lo demuestra impecablemente Evaristo Álvarez a lo largo de su libro, y muy destacadamente en el capítulo X («Del fossilium al stratum: la 'formación' como término gnoseológico de la geología»). Marcelino Suárez Ardura lo expresa realmente muy bien: «Así como en la biología es la célula y no la Vida el término en toro al cual se configura la escala de las categorías biológicas, y son las sociedades bárbaras aquellos que delimitan el campo de la antropología y no el Hombre, igualmente serán las formaciones el término canónico de la escala geológica, y no la Tierra.»

{11} Repárese, por cierto, en las enormes dosis de ironía que Evaristo Álvarez Muñoz habría inoculado a nuestro juicio en el mismo título de su trabajo –Gnoseología de las ciencias de la tierra–, y ello precisamente por que si de lo que se trata es de ejercitar en el análisis de esta supuesta «ciencia» de la «tierra» –la geología– la gnoseología de la TCC, entonces lo que habrá que comenzar por desechar necesariamente es el mismo rótulo que encabeza el libro de Álvarez Muñoz: efectivamente, no hay tal «ciencia de la tierra», y no sólo porque subsistan múltiples disciplinas capaces de acogerse a una tal rúbrica (lo que desde luego es cierto: geología, geodinámica, oceanografía, &c.) sino también, por el hecho de que, en general, las ciencias categoriales no pueden en modo alguno quedar definidas unívocamente por un «objeto» de estudio en torno al que cristalizaran tales disciplinas (la Tierra, la Vida, la Cultura, el Hombre, &c.), cuanto más bien, por un campo –de naturaleza bien rugosa, anómala diríamos, irregular– cerrado «desde dentro» en virtud de las operaciones realizadas sobre los términos que se entreveran en el seno del mismo, cuando tales engarzamientos son capaces de generar verdades (identidades sintéticas), &c. Pero todo ello, debería ser suficiente para que comprendamos en consecuencia, que como lo pone de manifiesto nuestro autor, la frontera «terrestre/extraterrestre» no constituye ningún límite categorial establecido operatoriamente desde la inmanencia de la propia disciplina geológica, puesto que, entre otras cosas, será siempre posible que también en entornos «extraterrestres» (por ejemplo en Marte) puedan los sujetos gnoseológicos (los «geólogos planetarios») ejecutar operaciones continuas con respecto a las ejecutadas en la «tierra misma», operaciones que se realizarían además respecto a términos también análogos (formaciones, estratos, &c.) a los de la geología, haciendo uso de los mismos operadores o de otros nuevos (por caso espectrógrafos de emisión térmica, robots geólogos manejados desde las dependencias de la NASA o de la EASA, &c., &c.), para todo esto, véase la introducción del libro que reseñamos. Sobre la geología planetaria, los robots geólogos, &c., entre otros muchos materiales que podrían mencionarse, nos inclinamos a remitir al lector al siguiente informe de Philip R. Christensen de la Universidad de Tempe en Arizona, «Estratigrafía y relieve de Marte», en Investigación y Ciencia, nº 348 (2005), págs. 8-13.

{12} Autor sobre el que Evaristo Álvarez Muñoz emprende, por así decir, una certera «operación de rescate», tendente a hacer justicia al naturalista francés, frente a la «campaña de desprestigio» debida a Lyell o a Whewell. Sobre la figura de Georges Cuvier, se dicen, en Filosofía de las ciencias de la tierra, cosas como estas: «Pero también es cierto que en ningún momento intentó Cuvier conciliar los hechos geológicos con el Génesis y que jamás atribuyó las catástrofes a causas sobrenaturales. A Cuvier se le ha llegado a reprochar el haber retrasado el progreso de la ciencia por oponerse a las ideas transformistas y pre-evolucionistas de Lamarck y de Geoffroy Saint Hilaire. Su visión catastrofista de la historia de la tierra fue –desde Whewell hasta mediado el siglo XX– puesta como ejemplo de ciencia reaccionaria al servicio de prejuicios religiosos. M. Rudwick prueba que esta opinión es absolutamente falsa: Cuvier distaba de ser un devoto y radical protestante, más bien parece ateo. Considerar –como se ha hecho– el Discours... una obra de geología bíblica es simplemente una aberración. Incluso el catastrofismo de Cuvier parece bastante moderno y templado. Hoy en día, se vuelve a reconocer en la obra de Cuvier al gran paleontólogo de vertebrados, fundador de la anatomía comparada, que descubrió las extinciones y estableció el principio de sucesión faunística cuya importancia es innecesario ponderar. El Discours Preliminaire (1812) es una aportación crucial en la historia de la geología y de la ciencia moderna. Fue traducido al inglés por Jameson como Essay on the Theory of the Earth (1817), las ediciones francesas sucesivas se traducirían como Discours sur les revolutions de la surface du globe. La obra de Cuvier se ajusta de forma más rigurosa a los datos e incluye seguramente menos afirmaciones especulativas que la de Hutton e incluso que la de Lyell. Sin embargo, los prejuicios de los esquemas filosóficos e historiográficos empleados para estudiar las obras de estos tres autores hicieron injustamente del francés el máximo representante de una visión de la tierra reaccionaria y anticuada a la que se denominó catastrofismo. Sin embargo, el gran paleontólogo George Cuvier siempre criticó la aparición de teorías fundadas sobre principios a priori y la vuelta al método de Descartes. Conviene recordar que la labor de Cuvier –especialmente sus interpretaciones del registro geológico– siempre estuvo vinculada a su trabajo e investigaciones de campo, a diferencia de muchos de sus detractores y oponentes. Como ha subrayado Hooykaas, en principio, absolutamente nada nos obliga lógicamente a suponer que en el pasado las cosas fueran como hoy en día. El principio actualista sería pues una quimera, otra teoría sin fundamento o una simple hipótesis de trabajo. Es más, a partir de hechos de observación y de sus consiguientes deducciones, De Luc, creyó poder afirmar que las 'causas actuales' no habrían gobernado los procesos terrestres antiguos.» (págs. 282-283.)

{13} Para esta importante distinción, «capa básica» / «capa metodológica» del cuerpo de las ciencias, remitimos a, Gustavo Bueno, TCC, vol. 3, Pentalfa, Oviedo 1993, págs. 126-132. Consideraciones muy interesantes, sobre esta cuestión, en Gustavo Bueno, El mito de la Felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, págs. 146-148.

 

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