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El Catoblepas, número 47, enero 2006
  El Catoblepasnúmero 47 • enero 2006 • página 8
La soledad sonora

Prisciliano

José Ramón San Miguel Hevia

El obispo ácrata. De la vida y muerte de Prisciliano y de los peligros que ha de soportar un obispo cuando se mete a reformista

El Imperio y las iglesias

En el siglo I Roma asiste a la desaparición, al parecer definitiva, de todos sus potenciales enemigos externos. Al propio tiempo los emperadores quedan convertidos en soberanos únicos de la ciudad, después de anular todas las instituciones de la república que pueden oponerse o limitar su poder. La paz perpetua traída por Augusto y la perfecta organización administrativa de todas las provincias son los cimientos de esta gigantesca potencia política. Sólo los interminables y sangrientos conflictos domésticos de la casa imperial oscurecen el panorama.

La sacralización del pueblo de Roma representado por su emperador es el símbolo de este poder absoluto. Es cierto que las innumerables religiones a las que se extiende su dominio son toleradas, pero sólo a condición de quedar subordinadas a este culto nacional. Cualquier otra conducta equivaldría a poner públicamente en cuestión el supremo valor del Imperio y a dar el primer paso para su demolición.

Sólo la lejanísima y diminuta Palestina inquieta y desconcierta a los emperadores por su permanente rebelión nacional contra Roma y por el carácter totalmente heterodoxo de su religión, que venera en su templo a una extraña divinidad sin figura ni lugar ni determinación material. Es allí justamente donde un nuevo movimiento espiritual nace en los tiempos de Tiberio, intentando liberarse de las rígidas ataduras que impone el judaísmo más ortodoxo con su minuciosa ley, sus tradiciones, sus ritos y fiestas, y su templo.

La muerte de Jesús y la persecución de sus inmediatos discípulos tiene el efecto de dividir a la comunidad original en dos, una dispersa por todas las provincias del Imperio –donde adquiere creciente universalidad– y otra iglesia hebreo cristiana –que es en rigor una secta del judaísmo– concentrada en Palestina. Esta contradicción queda bruscamente resuelta cuando el año 70 Roma, ante el permanente estado de guerra civil de aquella región, decide enviar sus legiones, que conquistan Jerusalén, destruyen el templo y expulsan al pueblo de Israel de su tierra.

La palabra apocalípsis ha llegado a significar simultáneamente catástrofe y revelación. El apocalipsis del judaísmo será según esto la catástrofe nacional a través de la cual el pueblo de Israel revela a los demás el mensaje que se le ha encomendado. Porque sucede que esa extraña divinidad sin nombre ni lugar ni forma que se hace presente en su templo, está ligada en exclusiva a un pueblo y rodeada del complicado aparato de una religión positiva. La destrucción de Jerusalén es por una parte una tragedia nacional para los judíos. Pero en la medida en que libera a su divinidad de toda determinación de lugar, de raza, de culto y de moral, descubre y revela su auténtica forma de ser y la proyecta sobre todos los hombres.

En el registro civil de la historia universal el nacimiento del catolicismo está datado según esto en el año 70, cuando la comunidad judeocristiana desaparece y se cumplen las predicciones ecuménicas de San Pablo. Muy poco después toman forma definitiva los tres sinópticos, destinados a catequizar a las iglesias esparcidas por todo el mundo. Estos primitivos catecismos, no sólo tienen en cuenta el mensaje evangélico, sino también su propia circunstancia histórica, tanto más cuanto que esta circunstancia –la destrucción de Jerusalén y del templo– cobra nuevo sentido contemplada desde la muerte de Jesús y recíprocamente ayuda a comprender esa muerte desde una nueva perspectiva.

Las primeras iglesias, por otra parte muy obedientes a los poderes públicos, rechazan el valor absoluto y la consiguiente sacralización del Imperio. El último libro del Nuevo Testamento y de la Biblia –el Apocalipsis– describe en términos vigorosos la oposición de las nacientes comunidades cristianas a la fuerza irracional y todopoderosa de la Bestia. Esta guerra declarada comienza aproximadamente a finales del primer siglo, pero tiene sus escaramuzas iniciales treinta años antes.

El esquema del conflicto no es nuevo. Reproduce episodios análogos de la historia de Israel –la polémica de los reyes idólatras y de los profetas– y también el choque entre la religión judía, plenamente organizada, con templo, jerarquía sacerdotal, pueblo elegido y ley, y el mensaje evangélico que prescinde de todo este aparato. La misma situación se va a repetir de una u otra forma con protagonistas más o menos distintos a lo largo de toda la historia de la Iglesia.

La comunidades cristianes mantienen frente al imperio una actitud contestataria. Esa actitud tiene tanto más valor cuanto que las iglesias, esparcidas por todo el mundo romano, son grupúsculos clandestinos, sin organización externa, sin una doctrina oficial. Por el contrario, el Imperio al que hacen frente es el mayor poder y la más formidable organización política de toda la historia.

Tampoco se trata de una contestación episódica, de una moda. Dura casi tres siglos, sin que en ningún momento haya disminuido la tensión entre el poder establecido y esa especie de anarquismo escatológico. Los momentos álgidos de estos conflictos –lo que después se llamaron persecuciones– van desde el año sesenta a los primeros decenios del siglo cuarto. Los escritores cristianos de aquélla época no pretenden establecer un cuerpo de doctrina, una teología, sino más modestamente, ser abogados defensores, «apologistas», de sus hermanos perseguidos.

El siglo IV marca un punto de inflexión decisivo en la historia del pensamiento político y religioso. Después de tres siglos de conflicto el Edicto de Milán tolera las comunidades cristianas, que salen de la clandestinidad, se comunican entre sí y se organizan y unifican siguiendo el esquema del Imperio. El culto, la doctrina y el gobierno son cada vez más uniformes y excluyentes. Quienes piensan o actúan al margen de la línea oficial, eligiendo la suya propia son expulsados de la Iglesia universal y tratados como herejes en el sentido peyorativo que guarda todavía hoy la palabra.

La catástrofe se consuma con Teodosio, que declara al cristianismo religión oficial del Imperio e integra a los sacerdotes dentro del orden civil. Desde ahora la idea de una iglesia y una religión universal servirá para justificar moralmente el poder de Roma. Y a la inversa, la enorme fuerza del Imperio apoyará a la Iglesia ante cualquier ideología extraña y cualquier desviación de la ortodoxia.

Esta trasformación del cristianismo en una religión positiva y en un poder político lo convierte, y convierte a todos sus fieles en algo paradójico y contradictorio, porque su forma de pensar es totalmente nueva y original, pero se inscribe en una realidad sociocultural heredera de la antigüedad. Por eso mismo la Iglesia encuentra una oposición cerrada por parte de una serie de comunidades «protestantes» del norte de África y de España. El siglo IV recuerda conflictos análogos del pasado, y prevé las luchas y contradicciones que se sucederán a lo largo de toda la historia de la Iglesia. En esta precisa situación histórica hay que entender la vida y la doctrina de Prisciliano.

La figura de Prisciliano

Se conoce muy bien la dramática vida de Prisciliano a través de un escrito muy breve y preciso de Sulpicio Severo, que toma como modelo de su exposición nada menos que la conjuración de Catilina. El sentido de esa breve crónica –sean más o menos ciertos los sucesos que narra– está muy claro. Es la historia del choque entre el poder instalado –siempre Roma– y los nuevos ácratas religiosos, que toman el relevo de los antiguos revolucionarios políticos.

Hay que decir de Sulpicio dos cosas. En primer lugar que al elegir este guión tan ilustre demuestra la importancia que para él tienen lo mismo Prisciliano que la circunstancia histórica a la que hace frente. En segundo lugar que él –lo mismo que Salustio al hablar de Catilina– ha tomado previamente partido por uno de los dos extremos en conflicto, concretamente el poder de Roma y de su nueva iglesia oficial.

Prisciliano vive en los años centrales del siglo IV, cuando el cristianismo, después de alcanzar la libertad (313), se impone rápidamente a todas las demás formas de vida y de pensamiento. Su muerte coincide casi al segundo con el Edicto de Teodosio (380), que declara oficial a la nueva religión e inicia la persecución contra los paganos y sobre todo contra los herejes. Entre estos dos decisivos hitos históricos se desarrolla la vida del obispo rebelde.

No se conoce exactamente el año de su nacimiento, pero sí que procede de Iria Flavia en Galicia, y que en su juventud está influido por doctrinas venidas de Oriente, probablemente de Egipto. En ese pensamiento germinal están integrados la ascética, el conocimiento de la Escritura, una cultura elitista y un ideal cenobítico. El monacato y el gnosticismo son con toda seguridad su base y su contexto.

En los años 70 Prisciliano empieza a predicar y practicar su evangelio, y su acción e influencia se extiende por el occidente y el norte de la Península llegando hasta Aquitania. En todo caso el centro de este movimiento es la tierra natal del profeta, aproximadamente la actual Galicia. Al parecer molesta a una serie de obispos particularmente respetuosos con su propia jerarquía, pero al mismo tiempo lleva detrás a muchos leales, hombres y mujeres, algunos de rango y cultura elevados y hasta a dos prelados, Instancio y Salviano. Es el inicio de un conflicto de extraordinaria dureza y duración.

La figura de Prisciliano –tal como la presenta Sulpicio Severo– es una fotocopia de Catilina. Para empezar –y su nombre así lo indica– pertenece a la clase más alta y al linaje senatorial. Es por consiguiente rico, culto, buen orador y gran dialéctico. Puede soportar los mayores trabajos –el hambre, la sed y el sueño–, y sólo desea lo absolutamente necesario.

Pero todas esas buenas cualidades –sigue la puesta en escena y el paralelo– se echan a perder, porque su talento está corrompido por aficiones equivocadas (?). Además es muy vanidoso y está demasiado orgulloso de su sabiduría, aunque disimula este engreimiento bajo una capa de humildad y de hipocresía.

En fin, gracias a la conjunción de todos esos vicios y cualidades, Prisciliano consigue reunir alrededor un grupo creciente de seguidores, tanto plebeyos como nobles. Le siguen también –y esto sí es totalmente nuevo– multitud de mujeres, por naturaleza curiosas y amigas de novedades. Completan esta banda dos obispos, Instancio y Salviano, que incluso toman a su maestro como guía de una conjuración.

El movimiento priscilianista

Prisciliano, por consiguiente, no es una figura aislada, pues está rodeado de amigos y seguidores entusiastas de toda condición. Hay que suponer que, igual que sucede en la mayor parte de los movimientos culturales, no es sólo el creador, sino además y sobre todo el hombre de mayor prestigio y autoridad del grupo que recibe su nombre.

Es cierto que las comunidades cristianas de Galicia, Lusitania y todo el norte de España siguen un ideal monástico, practican el ascetismo y están orgullosos de sus conocimientos de los Libros Sagrados y de su cultura de élite. Pero no es eso sólo, porque el priscilianismo, incluso en su forma germinal, es radicalmente anárquico. Su régimen monástico y ascético no está sujeto a reglas, su conocimiento de la Biblia defiende tan ferozmente el principio del libre examen que rompe la división entre libros canónicos y apócrifos. Su Gnósis se extiende a una élite de selectos, pero de todas formas no excluye a los laicos ni siquiera a las mujeres y además se distingue por su carácter libertario, y para colmo su programa encratita de celibato y pureza absoluta no está reñido con una promiscuidad sexual que escandaliza a muchos contemporáneos.

Por lo demás ni siquiera el priscilianismo es un acontecimiento histórico aislado. A lo largo del siglo IV surgen en la periferia del Imperio otros movimientos de parecido signo contestatario. No se trata de herejías organizadas en un sistema de dogmas, con una teología propia y con pretensiones de imponerse a la doctrina oficial. Al contrario, son enemigas de todo poder establecido y sólo quieren hacer valer la libertad de sus elegidos.

En el norte de África y en el levante español crece a lo largo del siglo el más insigne de estos movimientos. Según el obispo Donato y sus seguidores la comunidad de los fieles no debe tener ningún contacto con la autoridad civil. Esto es ya de por sí subversivo, sobre todo si se tiene en cuenta que durante todo el siglo la Iglesia y el Imperio se compenetran y adoptan la misma estructura.

Pero no terminan aquí las cosas, porque según los donatistas las autoridades religiosas que tienen contacto con el poder pierden su pureza de vida, no pueden administrar los sacramentos y han de ser considerados enemigos de la comunidad. Naturalmente ese principio permite que los fieles juzguen a sus pastores, que los depongan si ese es el caso y consideren ineficaz su acción sacramental. De esta forma el orden jerárquico de la Iglesia queda subvertido en el momento más inoportuno, cuando empieza a organizarse según el modelo imperial y abandona su secular actitud contestataria.

El enemigo común de donatistas y priscilianistas es desde luego Roma. Hay que tener en cuenta que en el siglo IV la gran ciudad y su entorno latino empieza a separarse y a diferenciarse de la otra parte oriental del Imperio. En primer lugar la cultura deja de ser bilingüe. El griego se olvida y desconoce casi del todo y con él la filosofía y teología de los sabios y los padres del Oriente. En cuanto al latín es un idioma imperial que sirve para dar órdenes, y por eso los obispos occidentales enseñan en función de su rango jerárquico. La palabra autoridad empieza a tener el desgraciado sentido que conserva todavía.

Por eso los movimientos heterodoxos del extremo occidente tienen también propiedades distintivas. Les interesa sobre todo oponerse a la auctoritas de la jerarquía establecida. Sus doctrinas –por otra parte muy sobrias en sus planteamientos teóricos– van por caminos muy diferentes hacia un mismo objetivo, la crítica de la iglesia imperial. De esa forma frente a un poder central y una autoridad única aparecen movimientos clandestinos, fragmentados en grupúsculos independientes que desarrollan una auténtica guerrilla ideológica.

El Concilio de Zaragoza

En el año 380 el obispo Hydacio de Mérida consigue reunir en Zaragoza a doce obispos, dos de ellos, Febadio y Delfinio, de la Aquitania. El motivo del concilio es la predicación de Prisciliano y el constante crecimiento en número y prestigio de unas comunidades cuya norma de vida choca con el orden oficialmente establecido. Las actas de Zaragoza son un escrito muy breve y claro –ocupan sólo tres páginas del número 84 de la Patrología Latina– pero al mismo tiempo máximamente fiable por tratarse de un documento público.

Los obispos priscilianistas Instancio y Salviano no acuden al concilio. Es un gesto muy hábil y muy inteligente, pues el papa Dámaso –español, casi gallego y lógicamente preocupado por los conflictos en su tierra natal– ordena que nadie sea condenado en ausencia. No es verdad –como dice Sulpicio– que los obispos de Zaragoza excomulguen a nadie, ni es verdad tampoco –como sugiere Prisciliano en su tratado II– que la prohibición de Dámaso pretenda indirectamente respaldarle.

Los ocho brevísimos cánones del Concilio de Zaragoza provocan la perplejidad en un primer momento, por su carácter heterogéneo y casi disparatado. De todas formas hay que empezar por ellos, porque son el dato más cierto y objetivo sobre el mismo Prisciliano en los años de su plenitud, y porque además, mirados más de cerca, tienen un sentido único, muy claro y preciso.

Lo primero que sorprende es que el concilio no condena ninguna desviación doctrinal ni impone ningún dogma. Sus decisiones se refieren a aspectos aparentemente triviales de la disciplina canónica y de la liturgia oficial. Para empezar, los cánones 2, 3 y 4 están conectados entre sí y parecen condenar los tres juntos una misma conducta. Al parecer la comunidad priscilianista se ausenta de la iglesia en los tiempos de Cuaresma y en las dos semanas de Adviento, y se aparta al retiro de los montes y las celdas, llevando consigo el pan y el vino eucarísticos, que no consumen inmediatamente.

Los cánones 1, 6, 7 y 8 por su lado tienen también el mismo sentido, rechazando una actitud radicalmente anarquista. Prisciliano y sus compañeros igualan a las mujeres con los varones y les permite leer la Biblia en casa de extraños, invitan a los clérigos a renunciar a su jerarquía y deberes para hacerse monjes, consideran maestros a personas sin autoridad, es decir a los laicos, y permiten que las vírgenes tomen el velo sin la presencia de los obispos.

Todavía hay que añadir otro canon, el 5, que deplora el rito de andar nudis pedibus, descalzo. Todas estas sentencias juntas son por su contenido un baúl de sastre, pero por su forma denuncian de forma unánime la actitud esencialmente negativa de Prisciliano. Cuando se releen las actas desde este nuevo punto de vista adquieren súbitamente una inesperada unidad.

La comunidad priscilianista no está en la iglesia entre el 17 de Diciembre y el 6 de Enero, no consume inmediatamente el pan y el vino, no vive esos días en el mundo, ya que se apartan a su retiro, no quieren ser clérigos sino ascetas, no respeta la presencia del obispo, no exige jerarquía alguna para ser maestros. Correlativamente las sentencias del concilio condenan el ayuno dominical, la ausencia de las iglesias, el apartamiento en celdas y en montes, el abandono de los deberes de la jerarquía, la aparición de maestros no autorizados y de vírgenes sin ceremonia. Se pueden simplificar esos cánones diciendo que los obispos de Zaragoza deploran el carácter «protestante» de un enérgico movimiento ascético opuesto al orden –la palabra Orden todavía está en los catecismos– establecido por la primera iglesia imperial.

Así pues, el movimiento de que hablan las actas del Concilio tiene un perfil muy nítido y muy fácil de comprender. No admite los ritos oficiales, sobre todo en los días críticos del año litúrgico. Pero tampoco los sustituye por una especie de «rito priscilianista», sino por reuniones sin orden del día en la montaña y la celda o por ejercicios ascéticos en soledad.

Tampoco hay normas que organicen la iglesia y la función de cada uno de sus miembros dentro de ella. Todos pueden ser maestros, incluso los laicos y las mujeres, y a la inversa todos los clérigos pueden renunciar a su condición jerárquica dentro de la comunidad para hacerse solitarios. En cuanto a las vírgenes –otra institución de la Iglesia primitiva junta a las «viduae»– no necesitan para profesar edad, ceremonia oficial ni testigos.

Esta anomia del priscilianismo es el carácter formal de una comunidad protagonizada por ascetas y opuesta a la nueva línea de le iglesia oficial. El monaquismo viene de Oriente, donde se desarrolla de acuerdo con normas y pautas relativamente fijas. Sólo que al llegar a España «ad modum recipientis recipitur» y así se convierte en un movimiento religioso libertario.

Mientras Oriente inspira a los monjes, la Roma imperial produce clérigos, que organizan desde arriba la disciplina, la liturgia y los sacramentos. Este proceso de ordenación de la vida de la Iglesia es cada vez más amplio hasta tal punto que se hace asfixiante para las comunidades cristianas, cuya libertad espiritual ha sido hasta entonces absoluta.

Los monjes orientales resuelven el conflicto entre el poder y la libertad de un modo muy sencillo. Simplemente se retiran al desierto a disfrutar de la soledad y el silencio interior y dejan que los obispos y los clérigos se queden con el poder. Incluso los rebeldes donatistas construyen una iglesia paralela de perfectos, que en principio no tiene por qué chocar con la oficial. En cambio Prisciliano y sus amigos –y eso determina su trágico final– emprenden la paradójica aventura de reformar el canon de vida y disciplina de la iglesia desde dentro de ella. En una palabra quieren ser al mismo tiempo clérigos y ascetas.

Aparte de estos cánones aprobados en Zaragoza, Hydacio de Mérida quiere introducir sin éxito una nueva prohibición: «superflua non legantur», que traducido literalmente viene a ser algo así como «prohibido leer lo que está de más». Lo que está de más son los libros que la Iglesia no considera canónicos, concretamente los evangelios apócrifos y las actas, también apócrifas, de los apóstoles.

Todos estos libros, que la iglesia oficial no considera canónicos, entusiasman a los priscilianistas por su talante gnóstico y encratita. Por supuesto que su contenido es virtualmente diferente de la doctrina ortodoxa, pero no es eso lo que llama la atención de los obispos. En el contexto del Concilio de Zaragoza, claramente definido por sus ocho sentencias de condena o amenaza, los apócrifos son primero y principalmente libros no oficiales. El intento de Hydacio para estorbar su lectura está por consiguiente en conexión con la prohibición de todas las otras prácticas heterodoxas.

Las actas del concilio son un testimonio bien seguro, pero además están completadas por el primero de los tratados aparecidos en Würzburg, que pertenece sin duda a Prisciliano o alguno de sus compañeros inmediatos. Lo primero que llama la atención del «liber apologeticus» es que su autor no contesta a ninguna de las acusaciones implícitas en los ocho cánones. No habla de la indisciplina de vida ni del anarquismo de sus comunidades. Con una cautela y una sagacidad verdaderamente galaicas traslada los problemas al terreno de la doctrina, donde se puede defender con garantías de éxito.

En una exposición ciertamente abigarrada el Tratado I de Würzburg condena con dureza la adoración a los astros, la zoolatría y el culto a los demonios, probablemente extraído de textos gnósticos. Se opone también a quienes escinden la divinidad separando al Padre y al Hijo (arrianos binionitas), a quienes los confunden hasta el punto de poner al Padre en la cruz (patripasianos). Su fórmula de fe está tomada de la primera carta de San Juan: «Tres son los que dan testimonio en el cielo, el Padre, el Hijo y el Espíritu, y los tres son una sola cosa.» Mientras no se investigue más, lo único heterodoxo de esta fórmula consiste en que es una interpolación totalmente apócrifa, introducida precisamente por el propio Prisciliano.

El conflicto final

Cuando Hydacio de Mérida vuelve de Zaragoza a su diócesis se encuentra con una acusación formal, presentada por un presbítero, probablemente contra sus relaciones maritales. Además las iglesias presididas por Instancio y Salviano ponen en circulación una serie de libelos cuyo contenido es todavía más grave. Muchos clérigos y un grupo de laicos de Mérida se rebelan contra su obispo.

En estas circunstancias, Instancio, Salviano y el propio Prisciliano se presentan en Mérida. La audacia de este gesto, la respuesta violentísima de los partidarios de Hydacio y la disposición de los laicos –según el texto del Tratado segundo de Würzburg– a aceptar un nuevo «sacerdote», previa elección del pueblo y consagración de otros obispos, todas estas cosas juntas explican la intención de ese acto. Se trata ni más ni menos, de deponer a Hydacio y sustituirle en nombre de unas exigencias ascéticas.

Este primer golpe de estado fracasa. Pero cuando la sede de Ávila queda vacante (381), Instancio y Salviano se trasladan allí y consiguen que el pueblo elija a Prisciliano como su obispo. Al mismo tiempo pasan al ataque y exigen un concilio para investigar la conducta de ciertos miembros del alto clero en vista de las normas severísima del papa Dámaso sobre el celibato. Hydacio, aterrado por esta amenaza, envía un informe a través de Ambrosio al emperador y consigue un edicto de deportación de «maniqueos y falsos obispos». En un primer momento los priscilianistas se dispersan ante este golpe inesperado.

Sin embargo Prisciliano y sus dos colegas, envueltos en esa extraña mezcla de poder y de anarquía y dispuestos a hacer valer su ideal de vida, deciden entregar personalmente en Roma un escrito apologético destinado al mismo papa. Este documento (siempre el segundo de Würzburg), confirma el sentido de las actas de Zaragoza y describe con bastante imparcialidad tanto el concilio como el conflicto con Hydacio de Mérida. Después de reiterar por tres veces que nadie había sido convicto ni condenado, Prisciliano vuelve a resaltar su ortodoxia, denunciando todas las herejías trinitarias y resaltando el carácter monástico y ascético de su movimiento.

Sulpicio cuenta cómo al pasar los tres obispos por Aquitania, camino de Roma, se les añaden dos mujeres liberadas, Prócula y Encracia, y algunos admiradores más. No pueden ver a Dámaso ni siquiera a Ambrosio de Milán, pero tienen suficiente dinero para conseguir de Macedonio, el magister offitiorum, un decreto que los restablece en sus sedes.

Cuando Prisciliano e Instancio vuelven a España –Salviano ha muerto en el viaje– sus enemigos se sienten más que nunca amenazados en sus derechos adquiridos. Itacio de Ossonuba huye a Alemania a la ciudad de Treveris, una de las cuatro capitales del Imperio. Allí acusa otra vez a los priscilianistas y conspira sin éxito para que el prefecto Próculo Gregorio los llame a juicio. Finalmente tiene que asilarse en casa de su amigo el obispo Britto, en espera de mejores tiempos.

Pronto llegan. El ejército de Gran Bretaña aclama Augusto a su general. Máximo después de una batalla en que vence, captura y mata vilmente a Graciano, se prepara para sustituirlo. Pero antes tiene que conseguir el apoyo de la Iglesia Romana en Occidente y de Teodosio en Oriente, demostrando que es un católico ortodoxo, fanático y perseguidor de herejes. Itacio aprovecha la ocasión y apoyado probablemente por Britto, acusa a los priscilianistas. El Emperador convoca concilio eclesial en Burdeos.

No se conservan las actas de este sínodo, pero sí se conocen con bastante aproximación los motivos de la enemistad popular contra los acusados. Igual que había sucedido en Zaragoza las autoridades no se paran demasiado en ninguna desviación doctrinal, pero en cambio ven con malos ojos la libertad de las mujeres y la liturgia heterodoxa al aire libre. Se empieza hablando de los amores de Prisciliano y Prócula, de orgías nocturnas en la secreta heredad de Eucrocia, y se termina pasando a la acción directa, y lapidando a una de las seguidoras del movimiento, Urbica «ob impietatis pertinatiam».

Ante la hostilidad que encuentra por todas partes, Prisciliano se niega a aceptar la jurisdicción del concilio y tiene la desventurada idea de apelar al César. El año 385 el obispo de Ávila se traslada a Tréveris a la corte del Emperador para ser juzgado. El propio Itacio, en funciones de fiscal, elabora un escrito de acusación, insistiendo en los mismos puntos que sus compañeros de Zaragoza y Burdeos. Al parecer Prisciliano exalta por una parte el celibato pero al mismo tiempo predica una libertad igual para los dos sexos, estudia los libros apócrifos a pesar de ser heréticos, e insiste demasiado en el carácter monoteísta y monarquiano de Dios.

Aparte de esta única acusación doctrinal cuyo sentido se verá luego, Itacio insiste en las desviaciones de la conducta y la disciplina, que interesan mucho más en un juicio ante el poder civil, porque son una amenaza a las formas de vida establecidas y pueden producir un cisma en la Iglesia y de rebote en el mismo Imperio.

La libertad que Prisciliano da a las mujeres en la iglesia y su trato personal con alguna de ellas sugieren casi inevitablemente a una mente fiscal una conducta indecente, impropia de un obispo. Las reuniones secretas de gentes fuera de los lugares y los tiempos canónicamente establecidos son por lo menos sospechosas, igual que orar desnudo o descalzo. Se puede acusar fácilmente de brujería –maleficium– a gentes tan poco recomendables. Por todo ello Prisciliano y sus compañeros ingresan en prisión en espera de que Máximo dicte sentencia.

Para colmo de males interviene en el juicio Patricio, una especie de inspector de hacienda que, igual que Máximo «quería las propiedades de los herejes». Prisciliano, Eucrocia, otros dos clérigos y Latroniano, poeta de bastante prestigio, son ejecutados. Los perseguidores vienen a España y decapitan a otros dos priscilianistas, Aurelio y Asarmo.

Sulpicio Severo escribe su corta crónica en el 400, sólo quince años después del martirio en la misma época del primer Concilio de Toledo. Su final es muy expresivo y sirve de introducción al segundo acto del movimiento priscilianista: «Cuando murió Prisciliano, la herejía que nació por su causa no quedó reprimida sino que se propagó más. Sus seguidores, que antes le habían venerado como santo, después le honraron como mártir.»

El cisma priscilianista

El objetivo del primer Concilio de Toledo es dar fin a este cisma producido en las iglesias de España por la predicación y la muerte de Prisciliano. Otra vez es posible y necesario estudiar sus Actas para ver si coinciden con los cánones del Zaragoza y para aclarar indirectamente todavía más la forma de ser y de pensar de los «herejes». Las veinte primeras proposiciones del Concilio se ocupan precisamente de la disciplina canónica.

Como punto de partida los obispos establecen la organización jerárquica de la Iglesia de acuerdo con las disposiciones de Nicea. Seis cánones desarrollan este principio y procuran evitar cualquier irregularidad en la ordenación de los clérigos por sus obispos (1 al 4, 6, 10). Otras sentencias repiten literalmente las Actas de Zaragoza :los clérigos deben ofrecer en el templo el sacrificio cotidiano y la comunión tiene que ser consumida inmediatamente (14). Quedan prohibidas las lecturas en común (collectiones), las vírgenes y las viudas no pueden asistir a convites ni tener familiaridad con extraños, sean sacerdotes o laicos (6), ni siquiera cantar himnos litúrgicos en su casa con un lego, aunque sea su propio criado, si no está presente el obispo.

Esta interpretación cada vez más estrecha de las Actas de Zaragoza se completa con tres cánones (5, 12, 15), que por una parte separan de la Iglesia a los clérigos que comuniquen con los herejes, pero por la otra permiten cambiar de obispo a los que vuelvan desde la herejía a la ortodoxia. Es un hábil golpe táctico para dividir y debilitar el cisma de los priscilianistas.

El talante furiosamente antifeminista del Concilio de Toledo se corona con otros tres cánones. Si la esposa de un clérigo cae en pecado su marido tiene la obligación de encerrarla y someterla a un ayuno durísimo, pero eso sí sin dejarla morir de hambre (7). Si la viuda de un presbítero o un obispo tiene la pésima ocurrencia de volverse a casar será sin más excomulgada (18). Pero en cambio cuando un varón vive en relación exclusiva con una concubina, eso no es ningún obstáculo para que el caballero se mantenga en comunión.

Un canon añadido en lo que ahora se diría «disposiciones finales» prohíbe leer los apócrifos, que quedan condenados (apocripha quae damnata sunt). Se cumple así lo que Hydacio de Mérida había propuesto sin éxito en Zaragoza. Y ello es tanto más importante cuanto que la lectura de libros no canónicos es un punto central de la doctrina de Prisciliano, defendido por él expresamente y sin ninguna restricción en el Tratado III de Würzburg.

Precisamente la lectura de este Tratado junto a las profesiones de fe del Concilio de Toledo permite conocer a fondo la forma de ser y de pensar del priscilianismo en su segunda generación. Esta vez no se trata de una liturgia al aire libre en las cuevas de los montes, ni mucho menos de orgías nocturnas. Lo que ahora aparece es una espiritualidad que no está sujeta a ningún escrito oficial, y que puede ampliar a su voluntad los mismos libros considerados sagrados.

Efectivamente Prisciliano y después sus discípulos inmediatos conocen línea a línea todas las Escrituras y las interpretan con una libertad que no alcanzarán los más anárquicos teólogos. En primer lugar (III W) el Canon no es algo definitivamente cerrado por la autoridad de la Iglesia. Los mismos libros del Antiguo Testamento remiten a textos no canónicos, amplían la nómina oficial de los profetas, y lo que es mucho más grave, se basan todos ellos en un texto apócrifo, el que cuenta cómo Esdras volvió a redactar fielmente las palabras de los Libros Santos, que habían sido quemados.

En segundo lugar son los fieles inspirados por Dios quienes tienen que admitir o rechazar los escritos según su libre criterio. Más concretamente, todo cuanto escrito por un apóstol, un profeta o un obispo predica a Cristo como Hijo de Dios y no contradice al canon no puede condenarse. En cambio Prisciliano reclama para sí y los suyos el poder decidir los textos que los herejes han añadido y las mismas interpretaciones heréticas de los textos canónicos, porque «a vosotros se os concedió conocer los misterios del Reino de Dios».

Esta ruptura de los límites canónicos arrastra una consecuencia inesperada, la universalidad de la revelación. «Todos han anunciado a Cristo, Adán, Set, Noe, Abraham, Isaac, Jacob, y los demás que profetizaron desde el comienzo de los siglos.» Hay que dar un paso más y Prisciliano no vacila: «Soy bastante atrevido para afirmar lo que niega el diablo, que todos los hombres, y no sólo los numerados en el Canon, supieron que Dios vendría en carne.»

Las profesiones de fe

Menéndez Pelayo atribuye al primer Concilio de Toledo la elaboración de una regula fidei, es decir un credo, para defender a la fe ortodoxa de todas las herejías. No parece posible tal cosa, porque tanto la versión breve como la larga de esa especie de catecismo no concuerda con las categorías teológicas ni con los personajes y situaciones históricas presentes en ese año de 400, ni mucho menos con la rudeza literaria e intelectual de las otras sentencias de la asamblea. Además el carácter sistemático de la regula fidei, poco o nada tiene que ver con las preocupaciones de los obispos toledanos, que tratan asuntos puntuales de liturgia y disciplina.

Es cierto que los catecismos suelen atribuirse por razones de prestigio a un concilio, pero en este caso concreto parece que se trata de una carta que algunos obispos de Hispania, bajo la dirección y autoridad de León Magno, escriben a sus colegas de Galicia, aproximadamente hacia el 450. En cambio son indudablemente auténticas las profesiones de fe que figuran en las Actas de Toledo y tienen además la doble ventaja de simplificar al máximo los problemas y el contenido doctrinal del concilio, y de fijar con toda precisión el marco en que se mueve y se deja comprender el priscilianismo de la primera generación.

En primer lugar las Actas recogen la autocrítica y la pública retractación de dos obispos priscilianistas de Astúrica, Simphosio y su hijo Dictinio, además de Comasio, un presbítero de la misma comunidad. Llama la atención la rudeza e ingenuidad de la forma y al mismo tiempo la sencillez del contenido. Una sola proposición de Prisciliano condenan, pero de forma reiterada y por escrito, la que afirma que el Hijo es «innascibilis», o lo que vale igual, no puede ser engendrado.

La palabra «innascibilis» designa en Prisciliano tanto al Padre como al Hijo, es decir a Dios en cuanto principio único. Los tratados de Würzburg insisten en esta total unidad divina, y llama a los que piensan distinto «binionitas», una palabra inventada por el obispo de Ávila, que significa aproximadamente escisionistas. El Tratado sobre la Trinidad de un anónimo priscilianista completa esta visión unitaria. El mismo Dios invisible en cuanto Padre se da a conocer y es visible en Cristo, igual que el pensamiento oculto se manifiesta a través de la palabra.

Esta idea de automanifestación de Dios aparece en forma críptica en el prólogo monarquiano a los cuatro evangelios, escrita indudablemente por un discípulo inmediato de Prisciliano, que ya necesita ocultar lo mismo que está diciendo. En la genealogía de Mateo cada nombre de hijo se repite otra vez como nombre de padre, sugiriendo la absoluta unidad entre los dos términos. Igual sucede con la sentencia de Juan, «Yo soy el alfa y la omega», escrita en el Apocalipsis, al parecer inmediatamente antes de la redacción de su evangelio.

El prólogo de Lucas, después de un razonamiento del que sólo está clara la conclusión, identifica también al Padre y al Hijo y confirma esta unidad diciendo que después de la Ascensión «Dios está plenamente en Dios». Precisamente entonces se consuma la revelación, gracias a la conversión de Pablo que completa y supera la de los demás apóstoles. Finalmente el prólogo de Marcos comienza ex abrupto con el anuncio de la Voz, es decir, la palabra que sin dejar de ser ella misma, se hace oír.

Así pues, todo encaja, lo mismo las Actas del concilio, las retractaciones de Simphosio y Dyctinio, el unitarismo de los tratados de Würzburg, la teología trinitaria y los prólogos monarquianos a los evangelios. Ahora bien, esta doctrina es insólita, no sólo por su contenido sino por su carácter formalmente revolucionario.

El culto a los mártires

Según la crónica de Sulpicio Severo la muerte de Prisciliano lo convirtió a los ojos de sus seguidores, no sólo en santo sino además en mártir. Y concretando todavía más afirma literalmente que «los cuerpos de los ejecutados se trasladaron a España y allí se celebraron por ellos solemnísimos funerales».

Sulpicio escribe en el año 400 y por consiguiente es casi contemporáneo de Prisciliano, y además su declarado enemigo. Por eso hay que dar fe a las palabras con que termina, tanto más cuanto que están confirmadas por el testimonio unánime de los historiadores y de los concilios. Efectivamente los solemnísimos funerales se prolongan durante dos siglos en una veneración a los mártires de Tréveris, tan conflictiva que introduce el cisma en las iglesias de la Hispania.

Al parecer los cuerpos de Prisciliano, Latroniano y Prócula, decapitados por orden del emperador son embarcados por sus seguidores hacia su tierra natal, situada al Noroeste de la península en el último extremo de la tierra. Allí los obispos de Galicia forman una pequeña comunidad –una ecclesiola– unidos en la memoria y el culto del gran hereje. El tiempo en que comienza esa veneración es también muy concreto.

El año 388 Teodosio depone al emperador Máximo y le declara usurpador y tirano, y por medio de su ministro de prensa y propaganda Drepanio revisa el juicio de Tréveris a favor de Prisciliano y sus amigos. Los dos principales acusadores, Hydacio de Mérida e Itacio, dimiten o son expulsados y excomulgados. Las nacientes comunidades priscilianistas saludan con júbilo esa nueva situación, que les da libertad para honrar públicamente a su apóstol. Todos estos acontecimientos contribuyen a dividir las iglesias del último occidente.

Doce años después, alrededor del 400, Simphosio de Astúrica visita en Milán a Ambrosio para terminar con la escisión de todas las iglesias hispánicas. Ambrosio exige que los gallegos y sus obispos dejen de celebrar la liturgia de los mártires de Tréveris y de visitar sus tumbas, trasformadas en lugares sagrados. Ahora bien, cuando Simphosio vuelve a la península, ya al filo del siglo V, los cristianos de Galicia se niegan de forma tajante y tumultuosa a abandonar la conmemoración de Prisciliano y sus compañeros. Es posible colocar convencionalmente el comienzo oficial de cisma entre estas dos fechas clave, el 388 y el 400 y suponer sin miedo que ése es el motivo central de la celebración del primer concilio de Toledo.

La duración y el final de los «solemnísimos funerales» son también datos históricos bien documentados y bastante exactos. Cuando los bárbaros invaden la Península a comienzos del siglo, Galicia queda bajo el dominio de los suevos que forman un reino independiente. Naturalmente que esa libertad favorece las diferencias religiosas concretadas en la liturgia y la jerarquía informal de las iglesias y sobre todo en la veneración de Prisciliano, apóstol, santo y mártir. Durante todo el siglo V los obispos del resto de Hispania y el mismo Papa intervienen repetidamente para cerrar el cisma. Lo único que consiguen es que los priscilianistas prescindan de sus presuntos errores doctrinales, pero en ningún caso interrumpen las peregrinaciones a la tumba de su numen tutelar. Todavía en el siglo VI y a pesar de las continuas y contrarias conversiones de los suevos, el prestigio de Prisciliano sigue vigente. El Concilio de Braga, ya en el 561, reitera los cánones de Zaragoza y Toledo, atribuye otra vez a la secta el uso de apócrifos, y la sitúa con mucha más precisión en el Finisterre.

Los priscilianistas de la tercera generación y los que vienen después de ellos adoptan frente a los extraños una conducta que va a llamar poderosamente la atención de los más ilustres doctores de la Iglesia y que además va a definir la forma de vida de buena parte de los españoles, y por supuesto de los que están situados «en el último extremo de la tierra».

Así pues, la veneración a Prisciliano y sus hermanos mártires está localizada en el Finisterre y dura dos siglos, el V y el VI, hasta los concilios de Braga y la conquista goda del reino de los suevos. Es una veneración oculta, porque los priscilianistas fingen y mienten a los demás para salvar su mundo y su libertad interior. Esta comunidad cismática y el resto de la iglesia española van integrándose, en los alrededores del año 600. Y justamente en esta misma época Isidoro de Sevilla, que se funda igual que su hermano Leandro en escritos apócrifos de los apóstoles, hace pública por vez primera la predicación del Evangelio en España por Santiago.

El comienzo de la reconquista establece de nuevo una separación política entre el reino de Asturias y el resto de la Península, dominado por los musulmanes. Es ahora cuando la noticia de la llegada de Santiago se extiende por la nueva comunidad y se incluye en el comentario del Beato de Liébana al Apocalipsis. Los cristianos independientes necesitan tener un patrón que los apoye, y esta necesidad unida al genio político de Alfonso II es el origen de la revelación que identifica el sepulcro del Apóstol.

La predicación de Santiago en España y de modo indirecto su enterramiento parten de una leyenda apócrifa, que además está en abierta contradicción con los Acta Apostolorum. Pero esa leyenda, inmediatamente asumida y mantenida con entusiasmo por los cristianos españoles, quiere significar la diferencia de su iglesia con relación, no sólo a los musulmanes sino también a las otras comunidades ortodoxas. Desde ahora Santiago va a ser el centro y el punto de referencia del nuevo reino que aparece en el Noroeste de la Península.

Cuando la Iglesia quiere establecer un nuevo culto aprovecha casi sin excepción –y casi sobra el casi– los lugares y los tiempos que son ya sagrados antes de su llegada. Lo único que hace es dar un nuevo sentido a esta sacralización, sin hacer perder la carga afectiva que se proyecta sobre el espacio numénico original. En este caso concreto es posible que el culto al apóstol Santiago nazca y se desarrolle sobre el primitivo cementerio de Prisciliano y sus compañeros.

Esta posibilidad se convierte en probable y casi cierta cuando se tienen en cuenta los datos de la historia y de la arqueología. La Crónica de los reinos de Asturias –muy precisa y rica en detalles– dice que en la diócesis de Iria Flavia un ermitaño, un obispo –Teodomiro– y un rey –Alfonso II– conocen «por revelación» que un sepulcro rodeado de muchos otros es precisamente el de Santiago.

Las excavaciones realizadas desde 1946 debajo de la Catedral de Santiago han descubierto un cementerio con enterramientos que duran todo el periodo suevo y terminan aproximadamente en el año 600. El sepulcro central del cementerio sería, si esta doble coincidencia no es un azar extraño, el de un personaje venerable o un santo, a cuyo alrededor se enterraban todos sus fieles.

En todo caso suponer que la catedral en sus distintas fases está edificada sobre un cementerio priscilianista, que ya antes del comienzo de la Reconquista tiene carácter sagrado y es centro de culto es con los datos que hay a mano, la hipótesis más lógica y más concorde con la forma de hacer de las iglesias católicas.

La leyenda de la venida de Santiago a España es el comienzo de un movimiento espiritual que pone en marcha a toda Europa durante la Edad Media. Pocas veces el tribunal de la historia ha sido más implacable. El apologista de los escritos apócrifos, ejecutado con la aprobación de la iglesia imperial pudo sentir en el último extremo de la tierra los pasos interminables de los peregrinos, que olvidándose de Roma recorren su camino, llamados a la fe por un escrito apócrifo tardío.

 

El Catoblepas
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