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El Catoblepas, número 50, abril 2006
  El Catoblepasnúmero 50 • abril 2006 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre las asimetrías políticas

Millán Urdiales

No debe olvidarse que el equilibrio de poderes actual procede
de una situación de vencedores y vencidos tras la segunda guerra mundial

El reparto de poder entre los distintos focos que en el planeta existen hoy, o han existido en el pasado, ha sido asimétrico siempre: las voces victoria y derrota han existido en todas las lenguas y seguirán existiendo, y esto no sólo en sus estrictas acepciones militares, sino en las acepciones metafóricas, cada vez más abundantes y frecuentes en cualquier lengua, y en especial en las llamadas «lenguas de cultura». No obstante, el equilibrio de poderes, la famosa «balance of power» se popularizó en Europa quizá a partir del siglo XVIII y aunque desde las últimas guerras mundiales es expresión que se usa cada vez menos, por discreción o por hipocresía, está tan vigente como siempre.

El equilibrio de poderes es expresión de un estado de cosas inseparable de lo que los franceses llaman, o llamaban, «le renversement des alliances»: la historia de Europa en los dos últimos siglos por lo menos, es exactamente eso, más un hecho de importancia capital y además nuevo: la intervención en ella de un poder ultramarino (pero pariente y descendiente muy particular de la Gran Bretaña) que en los últimos sesenta años parece haberse convertido en el poder sin rival, a pesar de que durante gran parte de ese medio siglo parecía tener un enemigo muy peligroso. La famosa caída del muro en la no menos famosa ciudad de Berlín parece simbolizar con bastante exactitud la veracidad de estas afirmaciones. La actual Unión Europea pretende ser el bienintencionado esfuerzo de los gallos más visibles del corral europeo para hallar una fórmula de convivencia que resulte más segura que la antigua balance of power.

Lo que el lector debe tener presente hoy, finalizado el «progresista» siglo XX, es que entre esos poderes aludidos, había, al terminar la última guerra, vencedores y vencidos, y que entre los vencedores, como resultado de los renversements des alliances, había enemistades de signo político e ideológico tan profundas como las existentes en 1939 entre los países que en 1945 se dividían en vencedores y vencidos. El hecho más importante a partir de esta última fecha, consistió en la rapidez con que el país más importante entre los vencidos, Alemania, se alineó o se dejó alinear junto al país más importante entre los vencedores, los Estados Unidos de América. Que ello fuese sobre todo fruto del llamado Plan Marshall no cambia las cosas. Aunque las tropas de todos los países aliados podían considerarse liberadoras y ser vistas como tales por las poblaciones europeas liberadas, las de los Estados Unidos, por el hecho de venir de allende los mares, y sobre todo por el hecho de no haber sido enemigo terrestre y duradero durante los años bélicos –lo cual engendra a lo largo de ese tiempo pasiones de odio– tenían como un halo de generosidad quijotesca; después de todo, es innegable que los soldados norteamericanos morían fuera de su patria defendiendo ideales y no territorios. Ese halo se vio enseguida reforzado frente al halo de signo contrario que inspiraban las tropas, liberadoras también, de la Unión Soviética.

Todo el mundo sabe, pues, que muy poco después de la victoria aliada, se inició una época llamada pronto la guerra fría, traducción de the cold war, expresión metafórica más propia de la lengua publicitaria en la que el inglés alcanza rara perfección. La guerra fría tuvo muy atemorizados a los europeos más conscientes y sensatos, durante decenios, a causa del posible holocausto nuclear, del que los propios Estados Unidos, en un área muy alejada de Europa, habían hecho un ensayo a modo de aviso en 1945.

Tras esta descripción hay que volver a años anteriores, es decir, a las décadas que transcurren entre las llamadas Primera y Segunda Guerra Mundial. No debe olvidarse, por una parte, que el principal enemigo de los aliados en ambas guerras fue Alemania, aunque su régimen político fuera distinto durante una y otra guerra, y por otra, que las circunstancias políticas y geográficas de los llamados aliados variaban mucho de una a otra guerra, aunque los principales componentes fueran en ambas los mismos: Francia, la Gran Bretaña, y los Estados Unidos de América. Hoy se está, en general, de acuerdo en que los defectos de la Paz de Versalles, al terminar la Primera Guerra Mundial, fueron en gran parte causantes de la aparición del nazismo alemán. Pero los hechos desbordan la descripción de los avatares históricos recogidos en tratados de paz. Y las raíces de esas guerras venían de mucho más atrás. Cuando, a partir del advenimiento de la civilización industrial, los países más poderosos y más ricos propenden a expandir su influencia y su poder en otros territorios, es inevitable que, entre ellos, surjan roces y disputas. Los territorios en cuestión eran, sobre todo, África, pero sin olvidar otras grandes áreas en la América de habla española y portuguesa, en Asia y en Oceanía. Debemos recordar aquí que en 1870, una fecha clave por tantos conceptos en la historia de Europa, Alemania, a la sazón llamada Prusia, se calificó a sí misma como Imperio, junto al británico, al ruso, al austro-húngaro y al francés. Para ser más exactos, digamos que en esta lista de Imperios el alemán vino a ocupar la plaza que dejó el francés, convertido en República a causa de su derrota. España aún tenía algunas colonias pero no se llamaba a sí misma Imperio. Sintetizando las cosas puede decirse que los intentos de Alemania para tomar parte en estas expansiones decimonónicas y ultramarinas, se vieron frustrados por la oposición de sus vecinos franceses y británicos especialmente. Esa enemistad engendraría la llamada Primera Guerra Mundial y en este contexto no ha de olvidarse la actitud de importantísimos sectores de la Francia de entonces, que buscaban la revanche para curar su orgullo herido en 1870. Los orígenes del orgullo francés son muy antiguos, pero en la llamada época moderna, ese orgullo se vio reforzado hasta límites increíbles por las victorias, las invasiones y los destronamientos a cargo de Napoleón, a quien el Papa del momento llegó a coronar como Emperador en París, y cuya tumba visitan aún los turistas del mundo entero sin la menor aprensión. El empleo de la palabra orgullo no debería siquiera ofender a un hipotético lector francés, pues, en realidad, es equivalente de nacionalismo e incluso de patriotismo. Estas dos últimas voces pasan en las últimas décadas por horas bajas, sobre todo en España, pero las realidades que encubren existirán siempre: puede variar el grado y sobre todo la actitud –más o menos violenta, más o menos revanchista– hacia los vecinos, que son siempre rivales aunque durante largos períodos la rivalidad no pase de ser comercial. El hecho es que cualquier grupo humano que tenga una notable conciencia de su unanimidad ante su proyecto vital, como diría un orteguiano, es nacionalista. Podría decirse por tanto que países a primera vista neutros, como Suiza, los Países Bajos, las monarquías escandinavas, e incluso otros, están entre los más nacionalistas de Europa. No inspiran temor porque no son grandes potencias y cuando surgen problemas, unos se alían con discreción y otros proclaman su neutralidad. A mi juicio, la neutralidad suiza y la neutralidad sueca son la mejor prueba del alto grado de su nacionalismo, aunque, de rechazo, convenga a las «primeras potencias» que haya países neutrales no peligrosos en los que ubicar a las organizaciones y a los congresos para firmar las paces que siguen a las guerras.

Es un hecho generalmente aceptado que el nazismo era, en 1933 y todavía en 1939, una ideología muy nacionalista que tenía mucho de revanchista (la historia de la Humanidad es una historia de revanchas sucesivas). El nazismo era, pues, un partido fascista, aunque se llamase a sí mismo nacionalsocialista. La voz fascista, aunque en un principio se aplicara sólo al partido fundado en Italia por Mussolini, abarca una realidad más vasta. Este partido fascista italiano era también muy nacionalista, porque los italianos que lo seguían se consideraban, como los alemanes, preteridos y excluidos en el reparto de las expansiones, africanas sobre todo. La invasión de Etiopía en 1934 dio testimonio de ese expansionismo; la Italia fascista tenía muy presente que Francia y Gran Bretaña habían establecido numerosas y grandes colonias en África a lo largo del siglo XIX y hasta países más modestos, como Portugal, Bélgica y España, tenían también territorios y poder en ciertas zonas africanas, y de distinto modo y en grado distinto, obtenían algún tipo de beneficio o ejercían algún tipo de influencia.

A imitación del fascismo italiano –al menos lingüísticamente– la voz fascismo se aplicó en la mayor parte de los países europeos (y quizá en países ultramarinos también) para calificar a partidos políticos que tenían poca o ninguna simpatía hacia los partidos políticos tradicionales, y que consideraban a los partidos socialistas y sobre todo al partido comunista como su principal enemigo. Por otra parte, fuera de la Gran Bretaña y de los Estados Unidos de América no cabe hablar de la existencia de partidos políticos tradicionales. En Europa y en otras partes del mundo no anglosajón los partidos políticos, con sus denominaciones trimembres y aun cuatrimembres, que no significan nada, suelen ser flor de un día en términos históricos: al cabo de unas décadas suelen estar marchitos en su inmensa mayoría, para verse sustituidos por otros igual de efímeros. Y esto es así desde que, hace unos ciento cincuenta años, nacieron tales organizaciones para sustituir a las estructuras que durante siglos habían sostenido el llamado poder absoluto de las monarquías tradicionales y hereditarias.

La característica esencial de los partidos de corte fascista y del partido comunista es que no creían en las democracias parlamentarias y no respetaban el régimen político pluripartidista, al que consideraban en todos los casos –y esto es lo importante– culpable de su debilidad nacional. En la mayor parte de los países europeos llegaron a existir partidos fascistas y comunistas: ahora bien, lo interesante lingüísticamente es que el partido comunista no se concebía en aquellas décadas más que en singular, es decir, tal como lo describía o designaba su «alto estado mayor», ubicado, por decirlo así, en la Unión Soviética. El partido comunista, a diferencia de los partidos fascistas, era esencialmente internacional y esta misma palabra designaba al himno que, levantando el puño, se cantaba en todos los actos en los que intervenía el partido comunista, cualquiera que fuese el país.

A primera vista, pues, los partidos fascistas eran esencialmente nacionalistas mientras que los partidos comunistas de los países donde habían adquirido fuerza y seguidores preferían seguir las consignas emanadas desde Moscú. No obstante, tras el estallido de la guerra, en 1939, la Unión Soviética mostró, sin duda con razón, que tras la agresión y la invasión de los ejércitos alemanes, su comunismo era inseparable de su nacionalismo.

Pretendemos ahora subrayar que en 1939 tan regímenes de partido único eran, entre las grandes potencias, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, como la Unión Soviética de Stalin; y entre los países de rango mucho más modesto, el Portugal de Salazar y la España de Franco. Los caminos que habían llevado al poder a sus líderes en estos países de partido único, habían sido en unos casos, pacíficos, es decir, no sangrientos, como había ocurrido en Italia, en Portugal y en Alemania; lo contrario había ocurrido en la Unión Soviética y en España. La geografía y la historia particular de cada uno de estos países eran las causantes de estas diferencias entre unos y otros.

El nacionalismo de los países de corte totalitario –otra voz difundida a partir de entonces– tenía mucho de revanchista; se consideraban víctimas de los repartos de poder que desde mediados del siglo XIX habían tenido lugar en Europa, aunque en cada caso particular los agravios podían variar mucho de unos países a otros. El partido nazi, por ejemplo, no sintió nunca la necesidad de gritar, Una, Grande, Libre, tras el nombre de Alemania; su variante germánica, muy distinta, decía en su himno Deutschland über alles. El patético triple grito del nuevo régimen español sintetizaba problemas históricos de lejanas raíces, que iban desde el rechazo a la tendencia separatista de ciertas regiones hasta la recuperación de Gibraltar, pasando por la condena de la leyenda negra a la que habían sometido a España los Estados que ahora, en el siglo XXI, pretenden atesorar todas las virtudes democráticas. Había, por otra parte, como hay siempre, intereses de carácter bilateral capaces de difuminar la realidad. Es un hecho que el origen del régimen del general Franco había sido una sublevación militar, pero es un hecho también, que su íntimo vecino geográfico, Portugal, tenía, desde varios años antes, un régimen sin partidos políticos, es decir, no democrático, que no parecía irritar demasiado a los Estados democráticos antes aludidos. ¿Era esto así porque todos ellos tenían importantes colonias en África? No deja de ser curioso recordar aquí que las colonias portuguesas fueron las últimas en desaparecer y esto no ocurrió hasta que no desapareció el régimen salazarista en la metrópoli en 1974.

La actitud de la Unión Soviética, gobernada de modo implacable por el partido comunista, partido único, quizá no tenía en 1939 motivos revanchistas basados en anteriores agravios territoriales, pero, como se vio después, su imperialismo geopolítico no conoció fronteras.

Es, pues, un hecho que la incorporación al sistema democrático pluripartidista de los Estados que no lo tenían y que han ido incorporándose a él a partir de 1945, es decir, a partir del triunfo de las democracias parlamentarias, más a menudo llamadas los Aliados, ha producido la situación actual, imperante desde fines del siglo XX. Esta situación se caracteriza, sobre todo, por un hecho singular: la existencia en muchas de las democracias europeas de partidos comunistas, quizá con variantes nominales en muchos casos, que son el eslabón actual de la cadena ininterrumpida que se inicia con Marx y Lenin y que han terminado por aceptar el juego pluripartidista parlamentario. La evolución del mundo ha hecho que la importancia de esos partidos comunistas haya podido variar mucho en unos u otros países con relación a la que tenían en 1939 o en 1945. Su florecimiento parece estar en razón inversa a la proximidad ideológica y aun comercial de cada país con relación a los Estados Unidos de América y a su próximo pariente europeo, la Gran Bretaña. En 1996 podemos decir que en la propia antigua Unión Soviética y en los llamados países satélites, la situación política y el poder o vigencia del partido comunista ofrecen todavía una estampa confusa y difusa. Ha pasado todavía poco tiempo para que, desde fuera al menos, se tenga una visión de los hechos relativamente clara. En todo caso, estos partidos comunistas, con sus nuevos nombres, aunque no tengan casi nunca el prestigio y la fuerza que tenían hace sesenta años, son tolerados o respetados por la opinión pública de los respectivos países.

En contraste con esto, los partidos fascistas de la Europa de 1939, y aunque en Italia se mencione o haya existido, o exista aún, un llamado partido neofascista, no han dejado descendencia; los rebrotes de tales partidos, que allí donde han surgido han recibido sobre todo el nombre de frente nacional, no han tenido demasiado éxito, y su nombre, una vez más con el empleo del adjetivo nacional, revela su preocupación ante la llegada o la influencia de factores externos que los seguidores de tales partidos consideran peligrosos para su país respectivo. La opinión pública –como suele decirse– de todos los Estados democráticos rechaza y en general condena a estos últimos descendientes de los antiguos fascismos con extraordinaria energía.

Cabría preguntarse por qué, sesenta años después, los herederos de sendos troncos políticos que exigían en su esencial naturaleza el rechazo a la democracia pluripartidista y la imposición de su fuerza como partidos únicos y excluyentes, conocen hoy un juicio tan dispar. La respuesta en realidad es bien sencilla: los partidos fascistas se asocian justamente con los Estados totalitarios que fueron los vencidos en la Segunda Guerra Mundial, al mismo tiempo que se finge olvidar que entre los Aliados había también un Estado totalitario, llamado entonces la URSS. El hecho de que Portugal y España, ambos países neutrales en dicha guerra, no entren en el grupo de los «vencidos», no invalida tal afirmación. Hay que entender que, a causa de tal neutralidad, fruto respectivo, se supone, de Salazar y de Franco, y a pesar de las Brigadas Internacionales y de la División Azul, los Aliados, que fueron los vencedores, toleraron el decurso geográficamente marginal de los respectivos regímenes ibéricos hasta que vinieron a extinguirse por sí mismos con el paso del tiempo, es decir, con las sucesivas y nuevas generaciones de portugueses y de españoles, y con el correlativo envejecimiento de sus líderes respectivos. Ahora bien, esos Estados totalitarios no solo fueron los vencidos –lo cual sería causa bastante para que la Historia los juzgue durante mucho tiempo como culpables– sino que, a raíz de su derrota, se vieron justamente acusados del Holocausto. Es cierto que este tuvo lugar exclusivamente en Alemania, por lo que sería absurdo equiparar semánticamente el Una, Grande, Libre con el Deutschland über alles, pero ese estigma no podía dejar de manchar a los países que, en mayor o menor medida, habían colaborado o prestado ayuda al régimen nazi. Y es cierto también que el descubrimiento de los Gulag soviéticos contribuyó asimismo a desprestigiar al partido comunista en la medida en que tenía su casa matriz en lo que ha vuelto a llamarse Rusia.

Esta es la asimetría a que alude el título de este capítulo. Fundada como está en realidades históricas, no cabe tampoco olvidar cómo, en cada país, los estigmas pueden verse mitigados y debilitados o bien mantenidos y reforzados, según factores diversos, producto casi siempre de campañas de propaganda llevadas con astucia y talento. Hay otros factores que también contribuyeron a explicar los cambios de actitud de la opinión pública en los distintos países. La estrecha amistad forjada con asombrosa rapidez entre los Estados Unidos y la Alemania democrática de la posguerra, apoyada en el profundo y potente germanismo étnico norteamericano, convirtió enseguida al país donde había imperado el nazismo, en el escudo y parachoques más potente de Europa frente a la «amenaza» comunista; sin duda esto fue posible, tras la inyección del Plan Marshall, gracias a la importancia demográfica, a las infraestructuras culturales e industriales y a la propia idiosincrasia alemana, que, sesenta años después de una tremenda derrota militar y de la admisión del Holocausto, se ha convertido en la primera potencia económica europea y en una de las primeras del mundo. En otro lugar de estos ensayos nos hemos referido a las últimas guerras mundiales (van dos, hasta ahora), con el epíteto de «guerras germánicas» y en su lugar dábamos las razones para poder aplicar tal calificativo. Los historiadores de siglos futuros podrán, quizá, referirse a los sucesos capitales del siglo XX, desde puntos de vista que no podemos ahora imaginar siquiera, como Episodios del Hemisferio Norte, por ejemplo.

 

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