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El Catoblepas, número 53, julio 2006
  El Catoblepasnúmero 53 • julio 2006 • página 18
Libros

Canon científico e ideología

Sigfrido Samet Letichevsky

A propósito del libro de José Manuel Sánchez Ron, El canon científico

El canon científico, de José Manuel Sánchez Ron inicia una colección de clásicos de la ciencia. Es un libro breve para la magnitud de los aportes que abarca, seleccionados con acertado criterio. Cotejarlo con otras obras tiene un efecto estimulante y permite extraer conclusiones como:

Las ideas provienen de cerebros, no de observación de «hechos». Los «hechos» son aceptados si son consecuencia de teorías. La falta de libertad destruye la ciencia, y, a veces, intencionalmente. Ideas como las de Newton y Lavoisier fueron avances gigantescos. La relatividad acabó con ellas, no tanto por razones de exactitud como de veracidad. Nuestro conocimiento es lingüístico y el lenguaje, en el que estamos inmersos, es una herramienta fundamental y no un mero recurso.

Las ideas provienen de cerebros

En este libro (ref. 1) Sánchez Ron se propuso reunir a los autores «canónicos», en las ciencias, siguiendo el ejemplo de de Harold Bloom con respecto al universo literario en su obra «El canon occidental». Es desde ya meritorio vincular entre sí los enfoques del conocimiento de literatura, filosofía y ciencias. Comienza con la medicina griega y luego pasa a Platón, «el gran comunicador». Destaca la importancia que atribuía a la forma más «perfecta», el círculo. En el Timeo (que influyó a Werner Heisenberg)) dice que «Dios ha constituido el mundo en forma esférica y circular». Y al hablar de Aristóteles dice (pág. 27) que «En muchos aspectos, su obra «fisiológica» no fue superada hasta el siglo XVII con William Harvey, y algunas de sus observaciones fueron confirmadas en pleno siglo XIX, gracias al uso del microscopio y de unos medios de experimentación de los que él nunca dispuso, por supuesto».

Toda idea científica nace en un cerebro, y se mantiene mientras una o varias de sus consecuencias no sean refutadas por la experiencia. En la antigüedad esas ideas respondían a creencias a priori, de origen religioso, simplificador y estetizante. Es llamativo el que las filosofías idealistas hayan sido las más estimulantes para los científicos (ref. 2). Harvey superó la fisiología de Aristóteles, pero su creencia en la circulación de la sangre también fue impulsada por creencias religiosas, como veremos más adelante.

Destaca (pág. 33)la enorme importancia de Euclides de Alejandría, y sus Elementos «fueron dedicados a Ptolomeo I Soler, quien se supone fundó la célebre Biblioteca de Alejandría, cuyo segundo bibliotecario, por cierto, fue Eratóstenes (279-196 a.C.), quizá el más grande de los antiguos geógrafos (...) entre cuyas aportaciones científicas se encuentra una técnica para medir la circunferencia de la Tierra, que todavía se utiliza».

Los Elementos nos han llegado a través del Islam. Fue uno de los libros que más influyeron a Einstein.

Platón y Aristóteles situaban a la Tierra en el centro del universo, y girando en torno a ella, en círculos perfectos, el Sol, la Luna y los planetas. Sin embargo, Aristarco de Samos no suscribía estas creencias homocéntrico-religiosas y sostuvo que es el Sol y no la Tierra el que se encuentra inmóvil en el centro del universo. (pág. 39).

Pasa luego a «Roma, guardiana de la herencia griega». Muestra una ilustración de un libro de Vitruvio (27 a.C.) publicado en Como en 1521 (De Architectura Libri Dece) (pág. 45). Se puede suponer que en una obra de arquitectura se muestran varias imágenes de edificios. El que eligió Sánchez Ron, es una verdadera filigrana. Antes de Gutenberg, los textos eran reproducidos penosamente, letra por letra, por los copistas. (Por eso eran tan caros; se llegaba a cambiar un libro por un feudo). Es difícil imaginar como se reproducirían los dibujos, que requiere habilidades mayores de las que podría tener cualquier copista.

Revoluciones

Después de dedicar algunas palabras a Plinio el Viejo, Dioscórides y Galeno, pasa al Capítulo III, «El alma de un mundo nuevo: Copérnico y Vesalio». Llama a 1543 «Annus Mirabilis», por haberse publicado en su transcurso De Revolutionibus Orbium Coelestum, de Nicolás Copérnico, y De Humanun Corporis Fabrica, de Andreas Vesalio.

Vesalio publicó su libro a los 29 años de edad y fue «un vibrante llamamiento en defensa de la práctica anatómica, de la disección». Galeno sólo había disecado monos, y sus sucesores se limitaban a reverenciar su autoridad.

«De hecho –dice en pág. 68– su libro incluye la primera descripción de la circulación pulmonar que apareció publicada después de la de Miguel Servet».

El libro de Copérnico se basó en observaciones de otros y mantuvo la creencia en las órbitas circulares. Pero postuló un sistema heliocéntrico; y aunque la idea ya se había manejado en la antiguedad, cobró mucha fuerza al introducir Kepler las órbitas elípticas. Dice en pág. 69 que la Iglesia católica «favorecía firmemente el sistema aristotélico-ptolemaico, un sistema este en el que la Tierra es el centro del universo, visión que se acomodaba bastante bien con la idea cristiana de que los seres humanos (la única criatura creada a imagen de Dios) constituyen la obra favorita, central, de Dios».

Estamos acostumbrados a leer y oír a diario acerca de movimientos revolucionarios, o de inventos, libros o ideas revolucionarias. Es un término que adquirió el significado de ruptura con lo anterior a raíz del éxito de «De Revolutionibus», cuyas ideas fueron, en su momento, «revolucionarias». Pero se publicó con un prólogo de Andreas Osiander, en el que dice que «no es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera que sean verosímiles, sino que se basta con que muestren un cálculo coincidente con las observaciones (...)». Mientras sea sólo un artificio para el cálculo, no ofende a la Iglesia. Es el mismo argumento que empleó el obispo Berkeley en «De Motu» (ref. .3, 17, pág. 21): «Por lo que se refiere a la atracción, desde luego es evidente que fue empleada por Newton, no como una cualidad verdadera y física, sino solo como hipótesis matemática».

«Ahora bien –dice Sánchez Ron en pág. 69– existen varios problemas. El principal, ¿cómo explicar que no se notase en la Tierra que esta estaba en movimiento?». El sentido común no permitía entenderlo, como no permitía entender que si la tierra es esférica, los habitantes de las antípodas no se «cayeran». El progreso de la ciencia es precisamente la lucha contra el sentido común, cosa que se ve aún más claramente con la Teoría de la Relatividad y con la Mecánica cuántica.

Dedica el Capítulo IV («Entre el cielo y la Tierra») a Brahe, Kepler y Galileo. Del primero dice (en pág. 77) que fue «el observador astronómico más importante de la era anterior a la invención del telescopio». Y señala (pág. 79) que «Kepler fue uno de los primeros astrónomos que se benefició en algunos de sus cálculos de la reciente invención de los logaritmos».

El Capítulo V está dedicado a Gilbert y a Harvey. El médico William Gilbert se destacó por sus estudios sobre el magnetismo. En su libro «De Magnete», considera a la Tierra como un gigantesco imán. También introdujo el término «eléctrico».

Religión, dialéctica, racionalismo...

Con Harvey –dice en pág. 97– «nació la fisiología moderna». En 1603 éste escribió: «El movimiento de la sangre tiene lugar constantemente en forma circular y es el resultado de los latidos del corazón».

La teoría de Harvey tenía apoyos experimentales y fue corroborada posteriormente. Pero Harvey no podía «demostrarla» por no disponer de microscopio (para estudiar los capilares y el septum). Mason escribió (ref. 4, pág. 128): «Así pues, la teoría de la circulación de la sangre y la doctrina de la supremacía del corazón en el cuerpo humano constituían aplicaciones particulares de la nueva concepción del siglo dieciséis de que tanto el microcosmos como el macrocosmos estaban regidos por un Gobernador Absoluto y en los que todas las demás entidades del mundo grande y pequeño gozaban de una condición paritaria bajo el Poder Supremo».

Casi siempre las nuevas teorías son de origen racional y a menudo responden a ideas religiosas o estéticas. Rupert Hall dijo (ref. 6, pág. 70): «El hecho de que fuera partidario {Copérnico} del sistema heliocéntrico inventado por él mismo, sistema en el que la Tierra era un planeta más, no fue determinado de ninguna manera por datos obtenidos de la observación; su preferencia se basaba más bien en consideraciones indemostrables (aunque plausibles) de simplicidad, orden y armonía». Mason (ref. 5) da mas ejemplos del origen racional y a priori de las teorías. Dice en pág. 52: «Nageli suponía que la evolución no era un proceso gradual y contínuo, sino que la fuerza interna se movía siguiendo las categorías de la dialéctica hegeliana, dando saltos. Por consiguiente, la evolución era discontínua, consistiendo en una serie de mutaciones. De hecho, el botánico holandés Hugo de Vries (1848-1935), sacó de Nageli la idea de las mutaciones biológicas a finales de siglo». Y en pág. 53: «El herboricultor austríaco Gregor Mendel (1822-1884) halló que sus investigaciones genéticas sobre guisantes apoyaban la teoría particularista de la herencia de Nageli, por lo que le envió sus resultados. No obstante, Nageli escribió que las fórmulas de Mendel parecían «empíricas» más bien que «racionales», por lo que ignoró su trabajo». Y luego, en pág. 54, otro ejemplo en el que, como el anterior, ideas a priori se corroboran después experimentalmente: «Weismann rechazó la teoría de Nageli de que las variaciones de perfección creciente se produjesen en el germoplasma en virtud de una fuerza vital interna al organismo. Pensaba que las variaciones se producían por la unión de dos germoplasmas diferentes, uno procedente de la madre y otro del padre. La descendencia no podía tener el doble de germoplasma que cualquiera de sus padres, de manera que sugirió ya en 1887 que el germoplasma de cada uno de los padres se divide en dos partes cuando se forma el huevo o el espermatozoide. Esta predicción de los fenómenos de la meiosis se hizo unos cuantos años antes de que se rastrease plenamente de manera empírica mediante la investigación microscópica. Weismann sugirió también que el germoplasma estaba contenido en los cromosomas filiformes de los núcleos de las células sexuales, componiéndose el germoplasma de unidades que llamó determinantes, cada una de las cuales dirigía una característica particular del organismo. Esta propuesta se hizo también algunos años antes de que hubiese muchas pruebas de que los cromosomas eran de hecho los portadores de las cualidades hereditarias».

La ideología suele influir también en la aceptación de teorías. Dice en pág. 55: «Las teorías de Weismann se aceptaron ampliamente en Alemania, incluso antes de que gozaran de un gran apoyo empírico, hecho que algunos autores atribuyen a la concordancia entre las opiniones de Weismann y las teorías raciales populares en Alemania».

Dedica el Capítulo VI a Descartes y el VII a «Protagonistas no tan recordados» (Boyle, Huygens y Hooke). Dice (pág. 116) que «Boyle sospechaba de ninguno de los elementos entonces aceptados (tierra, aire, fuego y agua en el esquema aristotélico; sal, sulfuro y mercurio en el de los seguidores de Paracelso) era realmente elemental, aunque no avanzase mucho en identificar qué sustancias eran realmente «elementales»» Boyle demostró que el aire tenía peso y estableció que el volumen ocupado por un gas es el recíproco de su presión.

«Micrografía» de Hooke, es el primer libro dedicado completamente a las observaciones microscópicas.

Exactitud y verdad

En el Capítulo VIII nos habla de «El grande entre los grandes: Isaac Newton». «En el plano científico –dice en pág. 125–, hay que hacer referencia por supuesto a su obra magna Philosphiae Naturalis Principia Matemática (1687), seguramente el tratado científico más influyente jamás escrito».

En pág. 127 dice: «Pasando ahora a su contenido, tenemos que en él Newton desarrolló un sistema dinámico basado en tres leyes del movimiento, leyes que, a pesar de que hoy sabemos –desde que Albert Einstein formulara en 1905 la teoría especial de la relatividad– que no son completamente exactas, constituyen el fundamento de la inmensa mayoría de los instrumentos o artilugios móviles de que disponemos (incluyendo las sondas espaciales que investigan el espacio profundo)».

La exactitud es un aspecto de la cuestión. Pero el más importante es el conceptual: no hay espacio ni tiempo absolutos y separados. Aunque la mecánica newtoniana fuera «exacta», no es verdadera. Y las leyes del movimiento son ideales (ref. 2) y sólo mediante importantes correcciones ad hoc pueden ser utilizadas en el mundo real. Pero los aportes de Newton fueron tan gigantescos, que, aunque «Cuando pudo fue déspota, cruel y tirano», merece plenamente la inscripción que figura en su tumba (pág. 124): «Congratúlense los mortales de que haya existido tal y tan grande ornamento de la raza humana».

Tal vez por eso, en sus «Notas autobiográficas» Einstein escribió (pg319): «lo fundamental en la existencia de un hombre de mi especie, es qué piensa y cómo piensa, no sus alegrías y sus penas».

En pág. 147 dice:»Era tal su poder explicativo, tantos sus éxitos, tanto lo que prometía, que, inevitablemente, se terminó por creer que en sus principios fundamentales, en las tres leyes de movimiento, se encontraba la llave para comprender el funcionamiento del universo».

Volveremos sobre este asunto al referirnos a Poincaré y a Heisenberg.

Taxonomía: la importancia de las palabras

«Poniendo orden en las ciencias naturales: Linneo y Bufón», es el tema del Capítulo X. Vale la pena recordar unas palabras de Jay Gould (ref. 7, pág. 380): «Las taxonomías trascienden la simple descripción y encarnan siempre teorías particulares sobre las causas del orden, con lo que combinan las preferencias de la mente con las percepciones de la naturaleza». Y en pág. 386: «Sin embargo, irónicamente, Linné había tenido éxito (en un ámbito de la naturaleza realmente amplio, aunque no universal) precisamente porque había construido una lógica que seguía correctamente las causas del orden en el mundo orgánico, pero que no podía, por las mismas razones, extenderse para que abarcara objetos inorgánicos no construidos ni interrelacionados por lazos de continuidad genealógica y de transformación evolutiva».

En otras palabras: la asignación de nombres y la clasificación de individuos en conjuntos, no es una actividad «burocrática». Tiene teoría implícita e influye (positiva o negativamente) en el desarrollo de la ciencia.

El siguiente protagonista (Capítulo XII) es Lavoisier. Fue guillotinado en 1794 con pretextos nimios. Al día siguiente Lagrange comentó: «Solo un instante para cortar esa cabeza. Puede que cien años no basten para darnos otra igual»..

Sánchez Ron comenta (pág. 179) el libro de nomenclatura química que Lavoisier escribió en colaboración con M.M. de Morveau, Berthelot y Fourcroy. Destaca la importancia de las palabras en la ciencia –cosa que hemos comentado al referirnos a Linné– y agrega: «De hecho, una parte básica de la revolución química asociada al nombre de Lavoisier tiene que ver con el desarrollo de una nueva nomenclatura».

Lavoisier introdujo el uso sistemático de la balanza en la experimentación y consideraba «como un axioma que en todo proceso existe igual cantidad de materia antes y después del mismo». Con este criterio hizo numerosos descubrimientos y sentó las bases de la ciencia química. Pero todas las verdades son relativas (tienen su campo de acción), como ya vimos respecto a Newton. El axioma de Lavoisier implica la indestructibilidad de la masa. Y Einstein demostró que el desarrollo de energía implica disminución de masa. Nuevamente, no está en discusión la precisión. En las reacciones químicas corrientes, la disminución de masa es tan pequeña que resulta prácticamente indetectable, y la precisión del axioma de Lavoisier es más que suficiente. Pero se trata de un asunto conceptual, que explica, por ejemplo, la generación de energía atómica.

El Capítulo XIII está dedicado a Faraday y a Maxwell. «Mientras que la unificación de electricidad y magnetismo –dice en pág. 192– ya se vislumbraba en los resultados de Oersted y Faraday, el que la luz estuviese tan íntimamente vinculada al elctromagnetismo fue un resultado inesperado».

Transcribe algunas páginas de la Encyclopaedia Británica (9ºedición, 1890) acerca de Faraday, donde dice (pág. 205): «Como era de esperar, en seguida fue objeto de investigación por todo el mundo científico [la inducción electromagnética], pero algunos de los físicos más experimentados fueron incapaces de evitar errores al exponer, en lo que imaginaban era un lenguaje más científico que el de Faraday, los fenómenos que tenían ante ellos». Una vez más se destaca la importancia del lenguaje.

Darwin, progresismo y racismo

Dedica el Capítulo XIV a Charles Lyell, «Creador de una nueva geología», y en el XV pasa a ocuparse de «Darwin y el origen de las especies».

Dice (pág. 219) que «la idea básica de la teoría darwiniana de la evolución de las especies, o de la selección natural, es que no hay una tendencia intrínseca que obligue a las especies a evolucionar en una dirección determinada; que no existe una fuerza que empuje a las especies a avanzar según una jerarquía predeterminada de complejidad, ni tampoco una escala evolutiva por la que deben ascender todas las especies. Se puede hablar de «evolución de las especies», es cierto, pero se trata de un proceso básicamente abierto, sin final único».

Como dice Jay Gould (ref. 7, pág. 320): «Estas dificultades a la hora de comprender la gran intuición de Darwin se exacerbaron cuando nuestros antecesores victorianos hicieron su desgraciada elección de un término definitorio: «evolución» con su significado popular de despliegue dirigido».

«Despliegue dirigido» es una idea de origen religioso. Pero además, la época victoriana fue la de los grandes inventos, la continuación de la revolución industrial y la del clímax del imperialismo británico. En esas circunstancias es comprensible el éxito del «progresismo», la creencia de que «evolución» significa seguir un camino progresivo. Se entendía que la evolución biológica implicaba la aparición de seres cada vez más complejos y mejores, hasta llegar a la culminación con el ser humano.

La obra cumbre de Darwin fue On the origin of species by means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life, contenía ya en el título la señal de peligro que sirvió a la ideología racista y como dice Jay Gould (ref. 7, pág. 466): «Pero las ideas tienen consecuencias, sean cuales sean los motivos o las intenciones de quienes las promueven». Y esas consecuencias fueron puestas en práctica por Hitler y sus secuaces.

La creencia en la «evolución progresista» dio origen a muchos errores. Walcott descubrió los famosos depósitos de fósiles de Burguess Shale (ref. 8, pág. 18) pero «los malinterpretó según su visión convencional de la vida e hizo entrar con calzador hasta el último de los animales de Burguess Shale en un grupo moderno y consideró colectivamente aquella fauna como un conjunto de versiones ancestrales o primitivas de formas posteriores, mejoradas». Por eso, Jay Gould continúa (pág. 37): «La vida es un arbusto que se ramifica copiosamente, y que es contínuamente podada por el torvo segador que es la extinción, no una escala de progreso predecible».

Una vez más comprobamos que no es la inducción la que forma las ideas, sino que la idea previa modula la interpretación de nuestras percepciones de la realidad.

Como dice Sánchez Ron en pág. 226: «Y es que Darwin descubrió el hecho de la existencia de la selección natural, contribuyendo de forma muy destacada a dilucidar la historia de la evolución animal, pero apenas pudo hacer más que vagas sugerencias acerca de por qué surgen variaciones hereditarias entre organismos y como se transmiten estas de generación en generación; es decir, carecía de una teoría de la herencia.(...)».

«La pieza de que carecía Darwin era la genética. De hecho, pudo haber dispuesto de la esencia de ella, puesto que el artículo fundacional de otro clásico de la ciencia, el monje agustino Gregor Mendel (1822-1884), en el que formuló los principios básicos de la teoría de la herencia, a la que llegó a través de los experimentos que realizó con guisantes en el jardín de su monasterio (...) fue publicado en 1865». Pero apenas fueron conocidos, y cuando fueron redescubiertos en 1900 por otros (v.gr. Hugo de Vries), Darwin ya había muerto».

Lysenko: la destrucción intencional de la ciencia

Y en pág. 228: «Wallace llegó a esencialmente la misma idea de la selección natural que comúnmente se adjudica en exclusiva a Darwin. Y, es curioso, utilizando algunos de los mismos elementos a los que recurrió éste: las ideas de Malthus».

Las ideas de Malthus fueron el disparador de nada menos que el darwinismo, pero en la URSS, hablar de Malthus y Mendel era herejía. Veamos unas palabras de Lysenko (ref. 9, pág. 150): «Negando el carácter hereditario de las cualidades adquiridas, Weismann imagina una sustancia hereditaria especial y declara que conviene «buscar la sustancia hereditaria en el núcleo» y que «el portador de la herencia que se busca se halla en la materia de los cromosomas» que están formados por gérmenes, cada uno de los cuales «determina una parte del organismo en su organización y en su forma definitiva».

«De esta forma, Weismann atribuye a una sustancia mítica la propiedad de una existencia ininterrumpida, que no experimenta evolución y que, al mismo tiempo preside el desarrollo del cuerpo perecedero». El mismo libro cita palabras de Monod (pág. 107): «El aspecto más revelador, en nuestra opinión, de estos documentos asombrosos era que el verdadero debate no recaía en absoluto sobre la biología experimental, sino casi exclusivamente sobre la ideología, o más bien sobre la dogmática. El argumento esencial (el único en definitiva) incansablemente repetido por Lysenko y sus partidarios contra la genética clásica era su incompatibilidad con el materialismo dialéctico».

Tal vez Lysenko sea el ejemplo supremo de la influencia de la ideología en la ciencia. Ha habido muchas teorías disparatadas, pero, tarde o temprano sus consecuencias chocaban con la realidad y quedaban refutadas. Pero Lysenko estaba apoyado por el Poder y muchos biólogos de primera línea que mantuvieron ideas científicas, pagaron su osadía con la vida. (ref. 10, pág. .107).

El Capítulo XVI, «De la fisiología a la medicina científica», nos habla de Galvani, Helmholtz, Claude Bernard, Pasteur, Koch y Pavlov. Claude Bernard dice (pág. 238) en su famoso libro acerca de la medicina experimental: «Cuando un fenómeno oscuro e inexplicable se presenta en medicina, en lugar de decir «no lo se» como todo científico debe hacer los médicos acostumbran a decir «es la vida», sin querer comprender que explican una cosa oscura mediante otra aún más oscura».

En pág. 241 dice que Francisco Redi demostró en 1668 que las moscas nacen de huevos. Pero algunas especulaciones religiosas «utilizaron sus descubrimientos para señalar que aunque era cierto que la vida no surgía espontáneamente sino sólo de vida preexistente, la cadena de progenitores biológicos que esta idea requería debía tener un punto de partida; en el comienzo Dios había creado todos los animales y plantas que existen».

Nada impide interpretar conclusiones de la ciencia a favor del creacionismo. Pero la ciencia se está aproximando a la creación de vida artificial.

Psicología y medicina. Unidades estructurales de la materia inerte y de la viva

De Pavlov cita en pág. 254, de su libro «Lecciones sobre la función de los grandes hemisferios: «La actividad funcional de los grandes hemisferios cerebrales ha recibido el nombre de actividad psíquica, tal y como la concebimos y la sentimos en nosotros mismos y en la misma forma como, por analogía, la suponemos en los animales. De aquí que la posición del fisiólogo tenga la máxima dificultad. Por una parte, el estudio de la actividad funcional de los hemisferios, a semejanza de la de las demás partes del cuerpo, parece ser materia de la fisiología; pero, por otro lado resulta que es el objeto de una ciencia particular: la psicología. ¿Qué deberá hacer, pues, el fisiólogo? Quizá podría resolver la cuestión diciendo: «Deberá proveerse de vastos conocimientos y emplear los métodos psicológicos y entonces abordar el estudio de la función de los hemisferios». Pero esto encierra una complicación esencial. La fisiología, en su análisis de la vida, se apoya en ciencias más exactas y perfectas, como son la mecánica, la física y la química. En el caso de la psicología sucede todo lo contrario; esta es una ciencia que no puede compararse con la fisiología; y, además, recientemente ha surgido una controversia sobre si la psicología tiene carácter de ciencia natural y aún de verdadera ciencia».

Efectivamente, la psicología, como la medicina, tiene más de arte que de ciencia. Ambas van recibiendo aportes de tecnologías provenientes de ciencias más desarrolladas. Actualmente se estudia el funcionamiento del cerebro con ayuda de la tomografía de emisión de positrones, de lo cual la psicología ya se está beneficiando. Por ejemplo, se ha demostrado que las palabras que se refieren a olores, activan las zonas del cerebro relacionadas con el lenguaje y también las olfativas (ref. 11). Eso muestra que el lenguaje no es un mero recurso sino el fundamento de nuestra percepción de la realidad.

El tema del Capítulo XVII es «Teorías atómicas en química y biología: De Dalton a Virchow y Cajal». Tito Lucrecio Caro expuso en De rerum natura las ideas atómicas de Demócrito; naturalmente, era una teoría racional, que Descartes no compartía, pues creía que la naturaleza es un contínuo. Recién Dalton, en 1808, aportó algún apoyo experimental al atomismo, fuertemente reforzado por la «ley de Avogadro» en 1811.

En 1897, J.J. Thomson descubrió el electrón y en 1911 Rutherford propuso un modelo atómico, refinado dos años después por Bohr.

El perfeccionamiento de los microscopios llevó al descubrimiento de la célula, campo en el que destacó Virchow. En 1888 Cajal descubrió las células que forman el sistema nervioso. Junto a su inteligencia y tenacidad, dos factores influyeron en su éxito: 1) La técnica de tinción de las células nerviosas con cromato de plata, creada por Golgi hacia 1880, pero muy poco difundida, y 2) Su brillante idea de aplicarla en las fases tempranas de la evolución ontogénica, en las cuales el sistema nervioso ofrece una organización más sencilla.

Las matemáticas progresan; la crueldad es la de siempre

«Nuevos mundos matemáticos» es el tema del Capítulo XVIII. En pág. 277 habla de un noruego y un francés inolvidables: «Niels Hendrik Abel (1802-1829) y Evaristo Galois (1811-1832). Inolvidables no solo por la matemática que nos legaron sino también porque no podemos evitar pensar en todo lo que podrían haber logrado si la muerte no nos los hubiese arrebatado a la edad de veintisiete años el primero y veintiuno el segundo. Abel falleció a causa de la tuberculosis, Galois como consecuencia de las heridas que recibió en un duelo a pistola por una cuestión de ideas políticas».

Otra cosa que no podemos evitar pensar es: ¿qué «ideas políticas» son aquellas que se defienden, no argumentando, sino matando a quien no las comparte?

En pág. 278, cita a Sophus Lie: «El gran alcance de la obra de Galois se deriva de este hecho: que su teoría, tan original, de las ecuaciones algebraicas es una aplicación sistemática de dos nociones fundamentales como son las de grupo e invariante... la noción de invariante es evidente en los trabajos de Vandermonde, Lagrange, Gauss, Ampère y Cauchy. Por el contrario, es Galois el primero, me parece, que introdujo la idea de grupo; y en todo caso, él es el primer matemático que ha profundizado en las relaciones existentes entre las ideas de grupo y de invariante».

En la página siguiente define la geometría según el programa de Erlangen:

«Dado un conjunto de cualquier número de dimensiones, y un grupo de transformaciones entre sus elementos, se llama geometría al estudio de las propiedades de aquel conjunto que son invariantes respecto de las transformaciones de este grupo».

Menciona (pág. 281) los «espacios riemanianos», que «recibirían un espaldarazo con la teoría de la relatividad general que Albert Einstein desarrolló en 1915».

En el siglo VII el astrónomo indio Brahmagupta definió el infinito como el número cuyo denominador es cero. Y George Cantor, a fines del siglo XIX, se dio cuenta de que hay muchos infinitos.

Palabras de Hilbert (pág. 283) dan cuenta de su fe «en la capacidad de nuestra especie para comprender el mundo». Pero (pág. 287) «Desgraciadamente, ni siquiera en el reino de la matemática se cumplen pretensiones tan aparentemente racionales». Kurt Gödel demostró en 1931 que existen sentencias matemáticas que no podemos demostrar si son ciertas o no, y sistemas cuya consistencia es imposible demostrar».

De «Matemáticas y ordenadores» trata el breve CapítuloXIX, donde dice (pág. 290): «las ideas de Turing constituyen una pieza conceptual maestra en el posterior desarrollo de los ordenadores».

De paso, recordemos que Alan Turing, uno de los grandes genios matemáticos, se suicidó en 1954 debido al hostigamiento social que sufrió cuando se supo que era homosexual. Lo que lo llevó al suicidio (y de paso privó a la Humanidad de su talento), pocas décadas después se volvió motivo de orgullo para algunos.

De Poincaré habla en el Capítulo XX, y nos dice que adivinó la existencia del caos sin llegar a descubrir realmente lo que es (pág. 294). «Se adelantó de esta manera al meteorólogo teórico estadounidense Edward Lorenz (1917), que fue quien realmente inició el estudio del tiempo como un sistema caótico».

Una ciencia con bases no científicas

Sigmund Freud tiene su lugar en el Capítulo XXII. Las ideas de Freud están enmarcadas en ciertas interpretaciones del darwinismo que eran corrientes en su época. Lo muestra claramente Jay Gould (ref. 7). Así, dice en pág. 196: que en 1897 las escuelas públicas de Detroit hacían leer a los niños «La canción de Hiawatha» porque a esa edad recapitulaban las fases «nómada» y «salvaje» de su pasado evolutivo, y apreciarían a este héroe de la misma mentalidad.(...)

«Estos incidentes dispares registran la enorme influencia que sobre la cultura popular tuvo la idea evolutiva que se sitúa en segundo lugar, después de la misma selección natural, en cuanto a impacto más allá de la biología. Esta teoría sostenía, de manera melíflua y quizá con una pizca de ofuscación en la terminología, que «la ontogenia recapitula la filogenia», o que un organismo, a lo largo de su crecimiento embrionario, atraviesa una serie de estadios que representan a los antepasados adultos en su orden histórico adecuado».

Y en pág. 197: «La teoría de la recapitulación desempeñó asimismo un papel profundo, pero casi enteramente no reconocido, en la formulación de uno de la media docena de movimientos más influyentes del siglo XX, el psicoanálisis freudiano». Y en la página siguiente: «En sus Introductory Lectures on Psicoanálisis (1916) {Freud} escribió: «Cada individuo recapitula de alguna manera en forma abreviada todo el desarrollo de la raza humana». (...) La recapitulación ocupaba un lugar central y penetrante en todo el desarrollo intelectual de Freud.(...) Freud basó explícitamente en la recapitulación su teoría posterior de las fases psicosexuales; los estadios anal y oral de la sexualidad infantil representan nuestro pasado de cuadrúpedos, cuando los sentidos del gusto, el tacto y el olfato predominaban».

Después, en pág. 202:

«La base de la teoría de Freud reside en su intento de clasificar las neurosis según su orden de aparición durante el crecimiento humano».
(...) La decisión de Freud surgió directamente de su fidelidad a una explicación evolutiva de las neurosis; un plan además, que Freud decidió basar sobre la teoría de la recapitulación (...) Puesto que cada fase de crecimiento recapitula un episodio pasado en nuestra historia evolutiva, cada neurosis se fija en una fase prehistórica concreta en nuestro linaje». Pero (pág. 206) la recapitulación no es suficiente, porque se necesita asimismo un mecanismo para convertir las experiencias de los adultos en la herencia de sus descendientes». «Por ello (pág. 207) Freud se asió firmemente a su segunda agarradera biológica: la idea lamarckista, que entonces ya no estaba de moda pero que algunos biólogos prominentes todavía defendían, de que los caracteres adquiridos se heredan».

Entonces, las ideas de Haeckel y Lamarck, importante marco teórico del psicoanálisis, están hoy totalmente refutadas.

Aceptamos los «hechos»... si son consecuencia de teorías

El Capítulo XXIII está dedicado a «La deriva de los continentes: Wegener». Wegener esbozó en 1912 su teoría sobre Pangea, su fractura y posterior deriva de los continentes. Sus ideas fueron rechazadas durante muchos años a pesar de las evidencias (coincidencia de los perfiles continentales, información sobre rocas, contemporaneidad de especies animales y vegetales en distintos continentes). Jay Gould nos dice (ref. 12, pág. 182): «Era rechazada porque nadie había conseguido imaginar un mecanismo físico que permitiera a los continentes desplazarse a través de lo que parecía ser el sólido suelo oceánico. En ausencia de un mecanismo plausible, la idea de la deriva continental fue rechazada como algo absurdo.(...) Bajo esta teoría de la tectónica de placas, la deriva continental constituye una consecuencia indiscutible».

Y en pág. 183: «En mi opinión esta historia es representativa del progreso científico. Los datos nuevos, recolectados por medios antiguos, rara vez llevan a una revisión sustancial del pensamiento. Los hechos no «hablan por sí mismos», son leídos a la luz de la teoría. El pensamiento creativo, tanto en la ciencia como en las artes, es el motor del cambio. La ciencia es una actividad quintaesencialmente humana, no una acumulación mecanizada y robotizada de información objetiva que lleva, por las leyes de la lógica, a interpretaciones indiscutibles».

Finalmente, en pág. 188: «Disponemos ahora de una ortodoxia nueva y movilista, considerada tan definitiva e irrefutable como el estaticismo al que reeemplazó. A su luz, los datos clásicos a favor de la deriva han sido exhumados y proclamados prueba definitiva. No obstante, estos datos no interpretaron papel alguno en la validación de la idea del movimiento de los continentes: la deriva triunfó tan sólo cuando se convirtió en la consecuencia necesaria de otra teoría».

Albert Einstein es «El personaje del siglo XX», según el Capítulo XXV.

Al hablar de Newton, ya mencionamos el criterio de Einstein acerca de qué es lo que debe interesar de un científico.

En pág. 319 dice: «Cuando vivía en Suiza, no me daba cuenta de mi judaísmo. No había nada allí que suscitase en mi sentimientos judíos.(...) Hace quince años, al llegar a Alemania, descubrí por primera vez que yo era judío y debo ese descubrimiento más a los gentiles que a los judíos».

El concepto de «raza» es inadmisible. Quien no sea religioso ni siga las tradiciones ¿por qué es judío? Al parecer, según Einstein, es porque lo dicen los antisemitas.

En el Capítulo XXVI, «El canon cuántico» dice (pág. 322) que se fabrican 500 millones de transistores... cada segundo.

En pág. 330 cita a Heisenberg: «(...) en la formulación fuerte de la ley causal «Si conocemos exactamente el presente, podemos predecir el futuro», no es la conclusión, sino más bien la premisa la que es falsa. No podemos conocer, por cuestiones de principio, el presente en todos sus detalles». Y concluía: «En vista de la íntima relación entre el carácter estadístico de la teoría cuántica y la imprecisión de toda percepción, se puede sugerir que detrás del universo estadístico de la percepción se esconde un mundo «real» regido por la causalidad. Tales especulaciones nos parecen –y hacemos hincapié en esto– inútiles y sin sentido. Ya que la física tiene que limitarse a la descripción formal de las relaciones entre percepciones».

Y leemos en pág. 331:»El que el resultado de la observación dependa de la elección de la preparación del experimento (de la situación experimental) entra en conflicto, evidentemente, con el punto de vista de que el universo «está allí», independientemente de todos los actos de observación».

Luego, en pág. 332: «Dirac dijo que las ecuaciones fundamentales de la física debían ser «bellas», un concepto éste, evidentemente sutil y subjetivo». Y más adelante:

Y así llegó, finalmente, a Richard Feyman, uno de los creadores de la electrodinámica cuántica, la teoría que cuantizó, que hizo compatible con los requisitos cuánticos, la vieja y fecunda electrodinámica de Maxwell, dando origen a una serie de fenómenos insospechados, como aniquilaciones y creaciones de partículas».

Al hablar de Newton, vimos que sus éxitos indujeron la creencia de que conociendo con exactitud el presente, se podría conocer el futuro. Luego vimos que Poincaré apuntó hacia la existencia del caos y que Lorenz estudió el tiempo meteorológico como fenómeno caótico. El origen del caos es la amplificación de pequeñas diferencias iniciales. Y Heisenberg nos dice que no podemos conocer el presente en todos sus detalles. Pero además de eso, aunque el mundo sea real y esté regido por la causalidad, hay cierto margen de indeterminación que contribuye a que el futuro sea incognoscible. Es obvio en los asuntos humanos. La Historia depende de las acciones de miles de millones de personas, y no se pueden prever. Pero la vida es también un fenómeno natural. Y los fenómenos cuánticos tampoco responden a la idea clásica de la causalidad.

El último Capítulo (XXVIII) se dedica al «Protocanon genético». Porque, en realidad, «deberá ser escrito de manera más ecuánime en el futuro».

«Como no podía ser de otra forma –dice en pág. 337– la genética que se estaba abriendo camino fue utilizada también para articular la teoría del origen de las especies mucho mejor de lo que había hecho Darwin».

Tal vez se podría decir que la genética fue a Darwin lo que la tectónica de placas fue a Wegener.

Referencias:

  1. «El canon científico». José Manuel Sánchez Ron. Editorial Crítica, S.L.(2005).
  2. «Platón: vindicación del idealismo filosófico», S. Samet. El Catoblepas, nº 50.
  3. «De Motu». George Berkeley. Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense (1993).
  4. «Historia de las ciencias» (tomo 2), Stephen F. Mason, Alianza Editorial, 1985.
  5. «Historia de las ciencias» (tomo 4), Stephen F. Mason. Alianza Editorial, 1986.
  6. «La Revolución Científica». A. Rupert Hall (1954). Editorial Crítica, 1985.
  7. «Acabo de llegar». Stephen Jay Gould. Editorial Crítica, 2003.
  8. «La vida maravillosa». Stephen Jay Gould. Editorial Crítica, 1999.
  9. «Lysenko. Historia real de una ciencia proletaria». Domenique Lecourt (1976). Editorial Lara, 1978.
  10. «Creatividad en la política». M. Rodríguez Estrada y S. Samet. Ed. Pax, México, 1998.
  11. «Olor y cerebro». El País, 21-6-2006.
  12. «Desde Darwin». Stephen Jay Gould (1977). H. Blume Ediciones, 1983.

 

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