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El Catoblepas, número 53, julio 2006
  El Catoblepasnúmero 53 • julio 2006 • página 19
Libros

Tras los fines de la historia

Jose Andrés Fernández Leost

Reseña del libro de Perry Anderson, Los fines de la historia (1992),
publicado en español por la editorial Anagrama, Barcelona 1996

Todos recordamos cómo tras el fin de la guerra fría, Fukuyama defendió en su artículo «¿El fin de la historia?» (1989) la posibilidad de hallarnos ideológicamente en la última fase de la historia, propugnando la universalización de la democracia liberal occidental, sostenida por un sistema de economía de mercado, como forma final de gobierno humano.{1} Uno de los análisis más penetrantes planteados tras el artículo de Fukuyama se lo debemos a Perry Anderson, quien en su libro Los fines de la historia, reconstruyó la filiación de la noción de fin de la historia, desde Hegel a nuestros días. Diez años después de su publicación en español resulta interesante detenerse en sus razonamientos, habida cuenta del estadio post-final de la historia, –si se nos permite la expresión–, en que actualmente nos encontramos.

Antes de nada, es curioso observar cómo, según se nos indica, pocos meses antes de la publicación del célebre artículo, el historiador Lutz Niethaummer sacó a luz un estudio en torno al tema, titulado Posthistorie, en el que investigaba la moda de signo más bien pesimista que se produjo en el área franco-alemana tras la II Guerra Mundial. Los resultados de su trabajo chocarían meses después con el optimismo que envolvía la visión de Fukuyama. Pero lo realmente interesante es indagar en el estudio que inicia Anderson –y que reexponemos en lo que sigue–, profundizando en la significación del fin de la historia en Hegel, Cournot y Kojeve, a fin de sopesar el alcance de la tesis del norteamericano. De entrada, resulta esclarecedora la distinción entre fin como propósito y fin como acabamiento que hay que establecer al referirse al término fin en alemán y, por lo tanto, en Hegel. Al igual que con Kant, sólo en el primero de tales sentidos cabe comprender el concepto. Más complejo, pero igualmente necesario, es diferenciar la dimensión filosófica en la que se encuadra la completud del sistema hegeliano, de la línea histórica, subsidiaría de aquel, en la que se inscribe el desarrollo de los Estados, por lo que no resultaría lícito hablar en Hegel de un estadio histórico final. De hecho, su teoría estatal nunca apuntará hacia un horizonte cosmopolita, revelando la distancia que existe entre la unidad hacia la que tiende la razón y la particularidad intrínseca de cada uno de los Estados, orientados por su propia forma ética de vida (Gustavo Bueno diría: moral). Ello se opone a la dirección post-nacional que mantiene Fukuyama. En el fondo, las desemejanzas del alemán con respecto a Fukuyama hallarían su germen en la misma concepción de la ciudadanía del primero, cuya pretensión radica en salvaguardar el aspecto participativo de la libertad de los griegos en la articulación del Estado constitucional moderno. La clave en Hegel radicaría en interconectar Estado y sociedad civil a través de las organizaciones corporativas en ella insertas, volcando la condición del voto censitario, no en la propiedad, sino en el oficio, propiciando así un sufragio responsable. Obviamente, la argumentación de Fukuyama se resguarda meramente en la defensa de la sola libertad negativa.

En cualquier caso, habrá que esperar a Cournot para encontrar una obra que apueste realmente por el fin de la historia, entendido como final. La originalidad de este autor consistió en aplicar sus investigaciones en torno al sistema de mercado al desarrollo de la historia. Concretamente, como nos cuenta Anderson, le fue útil recurrir a la teoría de la probabilidad que elaboró en sus trabajos pioneros sobre la teoría de precios. Mediante métodos estadísticos, estudió el fenómeno del azar de forma que acabó hallando ciertas frecuencias regulares, igualmente funcionales para dar con los mecanismos de conformación de precios como para trazar ciertas constantes en el desenvolvimiento de la historia. Su presupuesto consistía en tratar la casualidad como la resultante de varias series causales independientes. Consecuentemente, en lo que había que centrarse al estudiar la historia era en la jerarquía de causas que la determinaban, tomando como criterio de ordenación los distintos eventos históricos que han generado consecuencias estables. Cournot pudo clasificar así el desarrollo de la especie humana en tres fases, a través de cuales observa cómo las contingencias se mitigan gradualmente. Según esto, en la última fase los sistemas sociales estarían sometidos a un orden racional hasta tal punto que estos serían casi tan predecibles como los sistemas naturales. La historia quedaría absorbida por la ciencia de la economía social. Políticamente ello se traduciría en una implantación de una administración racional que gestionase los intereses sociales. No obstante, el propio Cournot se percató de que su modelo estaba sujeto a la postre a las mismas turbulencias que la lógica del mercado, de forma que quedaba abierto de nuevo un hiato entre la visión filosófica y la realidad constatada sobre el terreno histórico-social.

La obra de Cournot siguió vigente a principios del siglo XX en los márgenes de la academia francesa, pero no fuera de ella. Raymond Aron, en Introducción a la filosofía de la historia, criticaría su ángulo metodológico, por lo que tenía de construcción sometida a una idea final, incurriendo en una petición de principio. Y frente a la vinculación de los historicismos con una imagen de orden total, abogó por una concepción plural de la historia, primando el componente decisionista sobre el racional, por más que en otros lugares de su obra apelase a la idea kantiana de razón como principio regulador de la historia.

Pero ya en la misma época, fue otra figura quien tomó el relevo acerca de la reflexión sobre el fin de la historia: Alexander Kojève. Apoyándose en la lectura de la Fenomenología del espíritu hegeliana, elaboró una visión escatológica de enorme influencia, de forma que en él encontramos al precedente inmediato de Fukuyama. Recuperando la crítica de A. Koyré al sistema de Hegel, que insiste en la aporía que supone hablar de un fin histórico que contradice su dialéctica del tiempo, Kojève aspira a reconciliar los motivos de la realización de la libertad y de la finalidad histórica. De lo que se trataría pues es de encajar la historia en el sistema filosófico. Y para ello, dicho autor parte de la interpretación hegeliana de la dialéctica de la conciencia, como paso previo a la puesta en marcha del deseo de reconocimiento, verdadero motor de la historia. En tanto nuestro deseo se orienta hacia lo que no somos, negando la primera forma de nuestra conciencia, la lucha por el reconocimiento se orientaría hacia la consecución de nuestra identidad, o libertad. Este plano existencial enlazaría con el plano histórico mediante las relaciones de clase, activadas inmediatamente por el conflicto social que aquella lucha proyecta. Entraríamos de lleno en la dialéctica del amo y del esclavo. Pues bien, según Kojève, la meta que persigue la humanidad es la de organizar una sociedad colectivamente homogénea que borre las diferencias de clase, satisfaciendo a su vez el deseo de reconocimiento igualitario y universal del género humano. Y precisamente la victoria de Napoleón en Jena habría ofrecido la primera manifestación de su cumplimiento, en tanto su propósito anuncia la llegada de un orden equitativo más allá de los límites del Estado-nación. A este respecto, es interesante registrar la polémica que mantuvo con Leo Strauss, quien rechazaba el que algún orden social pudiera satisfacer de una vez para siempre las necesidades de la humanidad. También resulta curioso mencionar el conocido cambio de filas que protagonizó Kojève tras la II Guerra Mundial, en que pasó de legitimar la tiranía de Stalin, a otorgar el triunfo de la historia al orden capitalista occidental, amparado en la flexibilidad interpretativa que le concedía el haber recurrido a la Fenomelogía de Hegel, obra sin referencias históricas ni institucionales.

Pero desemboquemos en la tesis de Fukuyama. Anderson la alaba como ágil combinación de Hegel y Kojève: del primero recoge su constitucionalismo liberal y el optimismo que su visión trasluce; del segundo la caducidad que le diagnostica al Estado-nación y la imagen hedonista del consumismo moderno. De hecho, Anderson incluso matiza la potencialidad de las críticas de las que fue objeto Fukuyama. Este, a su juicio, no sólo solventa con éxito los argumentos levantados desde los riesgos que suponen los nacionalismos y fundamentalismos diversos, sino que incluso deja a un lado las críticas que impugnan la idea misma de conclusión o los problemas que quedan sin resolver (la recurrencia de guerras y desigualdades sociales). Ahora bien, sí que hay dos cuestiones que pondrían en solfa su planteamiento. En primer lugar, la carencia de sustancia moral que ofrece el capitalismo occidental, cuyo descrédito se dejaría ver en la falta de cohesión social de sus países más representativos. Pero por otro lado, y aquí la crítica se dirige ya al libro publicado posteriormente, el mismo razonamiento de Fukuyama, acusaría problemas de concatenación. Efectivamente, en su obra quedaría poco claro si el deseo de reconocimiento actuaría previa o posteriormente al triunfo de la racionalidad científica, por mucho que el postulado que sostiene que el desarrollo económico es condición necesaria de la democracia resulte nítido. Por último, no cabe desestimar la regionalización, asimismo recalcada, implícita en el contenido de la tesis, aquella que deja de lado la consideración del tercer mundo. Muestra de ello es la respuesta negativa que Anderson da a la siguiente pregunta: «¿Existe alguna posibilidad material de que el tercer mundo pueda reproducir los patrones de consumo del primer mundo?».

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{1} El artículo cobró poco después forma de libro: El fin de la historia y el último hombre, Planeta, Barcelona 1992

 

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