Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 55, septiembre 2006
  El Catoblepasnúmero 55 • septiembre 2006 • página 15
Comentarios

Sobre la memoria biográfica:
una narración y un escolio

Miguel Ángel Navarro Crego

La memoria como facultad, en sus estratos más inferiores, no es exclusivamente humana, y cuando hablamos de ella por antonomasia referida al hombre, mejor aun a la persona humana, es memoria biográfica

En ésta, nuestra deslucida época que nos ha tocado vivir en nuestro solar hispano, solar cada vez más asolado por las flaquezas ideológicas (deformadoras) del secesionismo periférico y del capitalismo globalizador, pocas cosas –digo– quedan ya auténticas, con esa naturaleza prístina cuajada de inocencia de tiempos ya pretéritos, eternamente idos.

De entre esos pocos eventos que todavía uno puede saborear en estos días estivales, tan preñados de vacaciones y asuetos troquelados por la compra-venta obscena y escénica del mercado pletórico, destaca, para el que esto escribe, el poder hablar con un anciano.

Anciano, palabra venerable donde las halla, máxime cuando –y es necesario recordarlo– en una España rural e intrahistórica, todavía no tan lejana en el tiempo, su palabra y su experiencia, en las postrimerías de su quehacer vital, se tornaban en guía y senda para las generaciones venideras. Si bien en un mundo entorno (Umwelt) cuyas esencias morales y usos sociales cambiaban bien poco, por no decir nada, de padres a hijos.

La estructura de la autoridad paterna y materna, en definitiva familiar, comunal (por decirlo con Ferdinand Tönnies y su obra Gemeinschaft und Gesellschaft), reposaba, como en un seguro y certero lecho, en lo vivido por los más mayores, que ya con un pie en la tumba atalayaban esas pocas verdades nucleares de las que dependía la transmisión del orden social y moral.

Por eso en estos tiempos de mercadería ideológica –donde la «memoria histórica», parcialmente recogida por los «notables» de la cosa pública y de la corrección política al uso, se convierte en un acto «cultural» más, flanqueado por pútridos anuncios televisivos– es una experiencia altamente gratificante para mi el poder charlar con un tío paterno, el marido de una hermana de mi padre, que con sus noventa y cinco años cumplidos, casi totalmente ciego y sordo, y con ganas ya de fallecer, atesora un sin fin de recuerdos individuales y personales de eso que algunos confusamente han denominado –y ya lo hemos citado– como «memoria histórica».

«Memoria histórica», noción, pues no me atrevo a llamarla concepto, harto confusa. La memoria como facultad, en sus estratos más inferiores, no es exclusivamente humana, y cuando hablamos de ella por antonomasia referida al hombre, mejor aun a la persona humana, es memoria biográfica. Ciertamente sólo en el decurso de una biografía –algo que sí es exclusivamente del hombre en cuanto persona– la memoria así entendida cobra sentido. Pues la memoria biográfica, que obviamente siempre se da recostada y tejida sobre unas coordenadas históricas, se construye en su decurso esencial sobre el «sentido de la vida»; un sentido que siempre es inmanente a la vida misma, al quehacer humano biográfico. Su trascendencia radica, pues, en su inmanencia.

Por eso del sentido de la vida de una persona, de su memoria biográfica total, sólo puede hablarse en pasado, cuando ya ha concluido, está a punto de concluir, o al menos ciertos cursos esenciales de dicha biografía ya han finalizado. Pongamos, por acercarnos al tema que nos ocupa, cuando a esa persona ya no le queda biografía por hacer y es consciente de sus postrimerías, de la proximidad de su fin.

Tal es el caso al que nos estamos ya refiriendo. Mi tío Ramón, natural de Galinduste (provincia de Salamanca), fue (todavía es) uno de esos hombres (y mujeres) que vivieron y fueron el siglo XX de España, con sus miserias y grandezas, y con sus contradicciones.

Como muchos niños de la primera mitad del pasado siglo fue muy poco a la escuela, y lo que recuerda eran las trastadas y fechorías que le hacían a un famélico maestro sobresaturado de muchachos. Todavía niño anduvo por tierras de Zamora, en Villalpando, trabajando en la manufactura de carbón de leña, un bien muy necesario en aquellos años para las calefacciones urbanas. Anduvo por montes y dehesas a lo que saliera, durmiendo en humildísimos chozos de pastores.

En los años de la República trabajó en el pantano de Santa Teresa, en La Maya, al pie de Montejo (Salamanca), por seis pesetas al día, templando, en una fragua, picos y barrenas, y arreglando vagones.

Hizo el servicio militar en Cáceres y ya un sargento primera, en unas maniobras en Béjar, les advirtió con pesar que ojalá no tuvieran que llamarles a filas por causa de alguna guerra. Pero cuando estalló la Guerra Civil (1936-1939) pronto lo movilizaron. ¡Mas no nos apresuremos! Porque llegados a este punto me recuerda cómo en sus años mozos, antes de que llegaran tantas desgracias, si se divirtió. Era habitual en los pueblos de Castilla y de León el echar comedias los mozos y las mozas en fechas señaladas, por ejemplo en Carnaval. Yo por mi parte añado que este es un lugar común que atesoran y evocan muchas personas que ya no cumplen los sesenta o setenta años, pues entre los pocos recuerdos agradables que mis padres guardaron de su juventud está el de haber entrado en comedias u otros grupos de teatro improvisados. Amén de ir a ver a la plaza del pueblo a los cómicos de la legua y a los tirititeros.

Pero sigamos con nuestra historia. Me recuerda mi tío como lo movilizaron a él, a sus hermanos y a muchos de sus amigos de Galinduste el ejército sublevado, que pronto tendría como cabeza visible a la figura del general Francisco Franco. Los movilizados en estos pueblos de Castilla la Vieja, con independencia de sus ideas políticas, si es que las tenían, no les quedaba otra que obedecer y someterse al mando militar. A Ramón, después de unas semanas de acuartelamiento e instrucción, le tocó hacer toda la campaña del Norte (Vascongadas, Santander y entrar en Asturias).

Recuerda en este punto como tirando de un mula entró por la carretera que va de Santander a Gijón, y a la altura de Villaviciosa, mientras veía arder una gasolinera, cogió todas las botellas de sidra que pudo de la fábrica de El Gaitero.

Hizo también las muy duras batallas de Brunete y el Ebro, estando además en Levante y Cataluña. Entre las imágenes fantasmagóricas que todavía perviven en él cita la del espectáculo dantesco tras la explosión de un obús, que estalló en medio de un corrillo de seis acemileros que estaban con sus bestias. Murieron todos sus compañeros y los animales, excepto él, que quedó bajo el cadáver destrozado de la mula que llevaba con municiones. En otra ocasión una granada de mano le estalló casi entre las piernas, recibiendo esquirlas de metralla en el pecho. Por último tampoco puede olvidar que salvó la vida, de un bombardeo enemigo, al quedar su cuerpo protegido por un hastial de la masía en la que se encontraba.

Cuando acabó la contienda, después de estar un año reponiéndose en casa de sus padres de la extenuación, la colitis, la mugre y los piojos, herencia todo ello de la guerra, volvió de nuevo a buscar trabajo. Pero llegó el hambre y el racionamiento.

Hacerse con una fanega de trigo, con un poco de pan negro, con unos huevos, con medio kilo de azúcar moreno, o con un pedazo de tocino, requería agudizar el ingenio no menos de lo que lo hiciera el pícaro Lazarillo. Sobrevivir en esas condiciones, y tener que buscar el diario sustento para unos padres ya avejentados y enfermos, era una mundana y cotidiana cátedra muy difícil de aprobar.

Me narra también Ramón que debido a la guerra, y a la movilización de personal que conlleva a lo largo de toda España, se conoce a mucha gente que tiene más o menos «mano» e influencias en múltiples y diversas empresas, asuntos y tareas. Fue así como pudo hacer y superar unos exámenes para salir guarda jurado de montes en la provincia de Salamanca. Precisamente su primer destino fue Casafranca, el pueblo de mis mayores. Supervisar labores comunales en el agro, como las cortas forestales o evitar las andanzas de los furtivos en materia de caza, eran sus principales ocupaciones, huelga decir que pésimamente remuneradas.

Traje negro de pana con bandolera, tercerola «Tigre» del 44 largo y caballo ensillado no eran exactamente de su propiedad, sino la manifestación chusca de un sistema de autoridad.

Cuando casó con mi tía Filomena, organizar los banquetes de bodas, que de aquella duraban todavía tres días, también fue toda una hazaña. Me refiero, como ya hemos insinuado, a burlar los controles de los fielatos y de la Fiscalía de Tasas, sobornar a guardias civiles para conseguir algo de pan blanco de cierta calidad, o hacer la vista gorda para que su futuro suegro y un cuñado (mi padre) cazasen de matute algunas liebres, conejos o perdices para completar la minuta.

La vida de mi tío Ramón y su esposa (mi tía Filo) transcurrieron paralelamente a la de Paco, el Bajo, el personaje de Los santos inocentes de la sin par obra de mi admirado Miguel Delibes. De dehesa en dehesa, de casa en casa, trasladando los escasos enseres y sus tres hijos en un carro destartalado tirado por una yunta de vacas, junto con un par de cabras para el suministro de leche.

Ramón sirvió mucho tiempo para el marqués de Albaida y para la duquesa de Alba, por tierras de Alba de Tormes y campos colindantes. En una de estas tierras estuvo mi padre durante una cacería, haciendo de secretario de un señorito (también llamado Ramón) para cargarle las escopetas y señalarle y cobrarle las perdices durante un ojeo.

Entre los recuerdos vacacionales de mi infancia más entrañables está el haber ido de vaquero con mi abuelo materno, Florián, y de cabrero con este tío mío al que vengo refiriéndome, allá por los años 71 al 77, durante los meses de julio y agosto, los dos días que les tocaba después de correr el turno de todos los propietarios de dichos ganados.

La vasta extensión de la dehesa de Casafranca, donde por cierto aterrizaban los aviones alemanes para repostar durante la Guerra Civil, y la amplitud de parajes que se atalayan desde el pico Monreal, sito en el mismo municipio, todavía hoy me siguen impresionando. Junto con la sierra de Frades hacia el Norte, tirando hacia Salamanca capital, flanquean todos aquellos hermosos paisajes la Peña de Francia y la sierra de Béjar.

Pero sigamos con nuestro asunto, el de la memoria biográfica, que yo, seguro que ustedes amables lectores ya lo han comprendido, estoy intentando ejercer y representar al mismo tiempo.

Mi tía Filo, con noventa años y ya totalmente demenciada por la enfermedad, hace unos pocos años que canta unas estrofas que yo nunca antes le había escuchado. Dicen más o menos así: »…Si quieres saber niña hermosa donde reina la alegría, / en el cuarto Regimiento y en la quinta Compañía…» Y en este punto evoca confusamente una carta en la que se decía algo así como…»te prometí serias mi esposa y yo así lo cumpliré»…

Por lo que he podido saber mi tía tuvo un novio (antes de la guerra y de conocer a Ramón) que se llamaba Hermelindo. Uno de los poquísimos mozos del pueblo al que le tocó hacer la guerra en «zona roja» (por utilizar la vieja nomenclatura con la que me ha sido transmitido este relato). Murió en la guerra sin conocerse hechos y circunstancias, y su madre nunca pudo reclamar su cuerpo.

Muchas historias más, como se figurará quien esto lea, se pueden recordar en las bochornosas horas de siesta estival, hablando con ancianos lugareños y familiares añosos de cualquier pueblo de España. Si bien de estos últimos cada vez quedan ya menos por mor de la edad. Yo aquí no he asentado más que un poco de lo que a mis oídos ha llegado de un oscuro rincón de Castilla-León.

Hace años que sé que mi abuelo materno, Florián, y mi tío Ramón, ambos casi de la misma edad y que hicieron toda la guerra en el mismo bando, tenían visiones y una «memoria biográfica e ideológica» bien distinta de «hechos» concretos muy parecidos. En este punto sólo diré (y más aún por no molestar a mi madre, tíos y demás parientes), que mi abuelo siempre se sintió orgulloso de su campaña en África en la Legión, antes de la Guerra Civil, sirviendo con Millán Astray. Como también se sentía orgulloso de haber sido sargento y caballero mutilado condecorado, pues cayó herido poco antes de acabar la guerra en La Granja de San Ildefonso, en Segovia, supongo que en el definitivo cerco a Madrid. Fue operado cinco veces debatiéndose entre la vida y la muerte, si bien después del conflicto y superada la convalecencia renunció a seguir en la vida militar prefiriendo ser agricultor y ganadero.

Después de relatado todo lo anterior, entiendo que la memoria biográfica de nuestros ancestros pasa a la nuestra, la vivifica y le da densidad. Llevo bastantes años oyendo narraciones orales sobre la guerra y la postguerra, sobre el hambre, el racionamiento, los maquis y en torno a asesinatos impunes por causa de venganzas personales (y pasionales) encubiertas como «actividades políticas y militares», &c.

Todo este tipo de relatos que compartirán muchos españoles (como parte de su memoria semántica) son reliquias de la memoria episódico-biográfica de quienes pasaron por tan duros años. Empero muchas versiones «aparentemente de lo mismo» se contradicen entre sí. Por ejemplo, sobre la llegada de los maquis al vecino pueblo de Los Santos (según otro tío mío a principios de los cincuenta) he escuchado relatos parciales. Que si fueron a dicho pueblo en busca de venganza, pues al empezar la guerra los falangistas de Guijuelo habían matado o catorce o quince personas. Que si sacaron por la noche al alcalde, al jefe de Falange y al sacristán y los mataron, dejando sus cuerpos al pie de la cruz que señala la entrada del pueblo. Que si el cura pudo huir a caballo y fue a alertar a su colega de Casafranca. Que si el secretario de este último pueblo (tío carnal de mi padre), se escondió durantes unos días en el pico Monreal hasta que pasase el peligro y la alarma. Que si mi abuelo Calixto y otros cazadores fueron movilizados, con sus viejas escopetas, para hacer guardia nocturna por si los maquis pasaban por Casafranca, &c.

Estoy seguro de que muchos lectores conocerán historias parecidas. No hay más que echar una ojeada a la sección de «Cartas al director» de muchos diarios provinciales y regionales, en los últimos veintiocho años, para comprobar la multitud de «testimonios», psicológicamente tamizados y asentados en la memoria episódico-biográfica, de muchas personas.

Supongo que esto es algo común a todas las guerras civiles y sus funestas postguerras. Sirva decir que muchos guiones del cine de Hollywood: melodramas, cine «pretendidamente» histórico, pero principalmente westerns, se han nutrido de la memoria biográfica convertida en leyenda, en mito. Por otro lado la memoria biográfica es una de las fuentes esenciales del género novelístico que precisamente se llama así: «Memorias». Sino que se lo pregunten a Fernando Sánchez Dragó y a una de sus últimas creaciones: «Muertes paralelas».

Recuerdo también como en los comienzos de la transición política la revista Interviú se hizo famosa, no sólo por sus desnudos femeninos que a tantos muchachos nos despertaron la sexualidad, sino también por una oleada de reportajes sobre exhumaciones de restos humanos de fusilados y paseados por los nacionales, y que yacían en fosas comunes en parajes más o menos recónditos y sin señalizar. Creo (y esto no es más que una simple opinión), que en aquel momento de la historia de España las citadas crónicas a bastante gente le parecieron que estaban elaboradas con un tono macabro, escabroso y poco respetuoso, tendente al amarillismo periodístico.

Por otra parte en Asturias ya hace tiempo que en destacados sitios donde fueron muertos milicianos, guerrilleros o maquis, en actividades de resistencia, se han puesto placas conmemorativas. Creo que es el caso del «Pozu Funeres», y en el pueblín de «El Cabo» (Langreo), próximo al alto de Santo Emiliano, se puso hace tiempo un monumento a los caídos (de la República se entiende).

¡Bien está, lo que está bien! Mas, ¿constituye esto «memoria histórica» en sentido gnoseológico? Creemos honestamente que no, pues dicha noción, como ya se ha señalado, es confusa cuando no redundante. (Ayer mismo, 8 de septiembre, podíamos ver y oír en un programa de «entrevistas» de nuestra abundante telebasura, que alguien hablaba de memoria histórica refiriéndose a la biografía de Carmina Ordóñez). Nosotros nos acogemos a lo expuesto por Gustavo Bueno en su artículo de El Catoblepas, nº 11, Sobre el concepto de «memoria histórica común». Sería más claro y distinto hablar de restitución de la dignidad y de la memoria biográfica personal de los republicanos muertos durante y después de la Guerra Civil.

Por otra parte tengo claro que una de las constantes históricas de todos los períodos de desorden social, moral y político, que se dan antes, durante y después de una guerra civil, es, precisamente, la de la escalada de violencia (palizas, asesinatos, saqueos, &c.) que se producen en retaguardia. Muchos actos violentos, disfrazados de represalias políticas, tienen su génesis en el ámbito del Espíritu Subjetivo (por decirlo al modo hegeliano). Odios personales, venganzas por razones sentimentales, envidias económicas, &c.

Desde el punto de vista narrativo, todos recordamos el episodio televisivo de la serie «Cuéntame como pasó», en el que el personaje de Antonio Alcántara visita al moribundo cacique de su pueblo, y éste le confiesa las «razones del corazón» que le llevaron a mandar matar a su inocente padre. Otra serie, Amar en tiempos revueltos, se acoge también a la fórmula ideológica de la «memoria histórica».

Históricamente en bastantes guerras civiles han surgido grupos paramilitares o de guerrilleros que extendieron su labor de terror a la retaguardia, o prolongaron sus golpes violentos más allá de las «acciones bélicas normadas», con un frente más o menos definido, y más allá de la rendición oficial. Fue el caso de los «botas rojas» o «polainas rojas» de Kansas entre los Unionistas, y de los guerrilleros de Quantrill y de «Blood Bill Anderson» (Bill el sanguinario) entre los Confederados, durante e inmediatamente después de la Guerra Civil estadounidense (1861-1865). Entre estos últimos se forjaron las personalidades delictivas de los hermanos James (Jesse y Frank), que a la postre se convirtieron en bandidos salteadores de bancos y ferrocarriles.

La literatura de cordel de 5 y 10 centavos y después el cine elevó a estos personajes históricos (pero en su momento todavía no «Históricos») a figuras de leyenda y mitología, que encarnan una nueva y remozada versión americana del mito de Robin Hood, «pues robaban a los ricos norteños para repartir el botín entre los pobres sureños, durante la dura época de la Restauración del Sur en los EE. UU» (según reza la versión mitologizada). Precisamente el nº 6 de la revista de divulgación Muy Historia (Muy Interesante), de estos pasados meses estivales, se dedicó a El Lejano Oeste: del mito a la Historia. En dicho número se mezclan artículos variopintos, de diferentes autores, que en tono divulgativo transitan entre la crónica antropológica, literaria y cinematográfica sin excesivo rigor conceptual.

Además, y mucho más recientemente, podemos y debemos recordar las matanzas en la antigua Yugoslavia, y la espiral de odios y venganzas violentas entre los diferentes grupos contendientes en tan trágica guerra. Amén de los mercenarios francotiradores «contratados» para sembrar el terror entre la población civil, que asesinaban con «total limpieza» a niños y ancianos. En este punto es necesario acordarse de un excelente reportaje televisivo (de la televisión pública, de Informe Semanal o Documentos TV) titulado, según creo, Todos éramos hermanos. Hay que rememorar también la escalofriante noticia (de la más pura y clarividente televisión formal), de aquella pareja de novios que fue abatida en medio de un puente por los tiradores de élite.

Pero, ¿llamaríamos «memoria histórica» al contexto de génesis de estos hechos? Creemos sinceramente que no.

La memoria biográfica e intrahistórica (al modo unamuniano) sirve para gestar mitología y ésta es vehículo de ideología. El caso más claro lo tenemos en el western como género cinematográfico (aunque a veces la clasificación por géneros no es clara y distinta y admite nexos de intersección borrosos: hay obras de Kurosawa que son «westerns», como es un western «contemporáneo» la obra dramática de John Sturges Bad day at Black Rock, – Conspiración de silencio, 1954 –). Los arquetipos heroicos (literarios y cinematográficos) que representan Daniel Boone, David Crockett, William F. Cody (alias «Buffalo Bill»), James Butler Hickok (conocido por «Wild Bill Hickok»), el general George Armstrong Custer, los hermanos James, «Billy el Niño», «Calamity Jane», &c., toman asiento sobre personajes históricos realmente existentes, sin embargo si han trascendido el marco histórico de los Estados Unidos no es gracias a la Historia académica universitaria, sino gracias al cine y su construcción mitológica.

En EE. UU., la gente culta universitaria, que es una minoría, no confunde al «Billy el Niño» estudiado y biografiado históricamente por Robert M. Utley con el arquetipo cinematográfico (mitológico) elaborado por Sam Peckinpah (por poner un ejemplo) en Pat Garrett & Billy the Kid (1973). Es decir, no hay que confundir la «memoria biográfica» (lo que ahora en España se llama de forma confusa «memoria histórica»), que tiene forma de relato y que puede inspirar a la mitología y a la ideología que el cine transmite, con la Historia como ciencia categorial. Evidentemente el pueblo llano se alimenta casi exclusivamente de mitología e ideología, y tras visionar una película no va en busca de sesudos libros de Historia Académica para saber qué hay de verdad.

Aplicado al caso de España, querer hacer pasar la «memoria histórica» por Historia, con el compromiso del partido en el gobierno, es un acto ideológico oportunista en busca de votos, al que es posible que se presten los cineastas «progres» que necesitan las subvenciones gubernamentales y estatales para financiar sus proyectos. Aquí, que quede claro, y siendo realistas, no denunciamos la legitimidad de estas maniobras. Lo que si criticamos es que se presente como una «acto científico» aséptico. Por eso creemos que es más correcto (desde un punto de vista gnoseológico materialista), hablar de «memoria biográfica personal» que de «memoria histórica».

Por estas mismas razones el cine no está para dar lecciones de Historia (como decía el gran maestro John Ford). Una película como Alatriste de Díaz Yanes no es «memoria histórica» de nada pero tampoco lo es Salvador de Manuel Huerga, por poner dos ejemplos que muchos bienpensantes al uso pueden «creer» valorar como contrarios y distintos. La potencia argumental no radica aquí en decir que el capitán Alatriste es un personaje de ficción salido de la cabeza de Pérez-Reverte, mientras que el anarquista Salvador Puig Antich si existió realmente. El cine es, por decirlo al modo platónico, mythos, y está mucho más emparentado con la épica poética y novelística que con la Historia categorial. La cinematografía como arte transmite arquetipos ideológicos, que «cuentan» más de nuestro presente que del «supuesto pasado» o «memoria histórica» en el que dicen basarse. Una de las funciones de la novelística y del cine ha sido y es la de proponer arquetipos heroicos que proyectan «ideas fuerza». En el contexto histórico capitalista en el que estamos sólo las leyes del mercado (la asistencia o no a las salas de cine para ver una determinada película), nos pueden marcar la pauta de la recurrencia y validez de dichos arquetipos.

Otra cuestión es que el cine, como la poesía según Aristóteles, pudiera ser más «universal» que la Historia. El estagirita sostuvo esta tesis respecto de la poesía en la Poética 1451b. Gustavo Bueno analizó todas las variaciones lógico-materiales (gnoseológicas) del par «individuo-historia» en su obra El individuo en la Historia. Por eso, dada la complejidad del tema, quede para otro momento el estudio de las relaciones entre «memoria biográfico-personal e ideológica», mitología, ideología e historia respecto del Séptimo Arte.

 

El Catoblepas
© 2006 nodulo.org