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El Catoblepas, número 56, octubre 2006
  El Catoblepasnúmero 56 • octubre 2006 • página 16
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¿Por qué proliferan las sectas?

Miguel Ángel Navarro Crego

Se ofrecen algunas pinceladas críticas sobre las causas y factores colindantes en lo referente a la proliferación de las sectas. De ahí la necesidad de la racionalidad científica y filosófica

Las sectas, como organizaciones humanas de algún tipo, son casi tan viejas como la propia historia del hombre. En la antigüedad clásica griega, movimientos religiosos o filosóficos como el orfismo, o el pitagorismo, tenían un carácter que los estudiosos califican como propio de una secta. También el epicureismo y el naciente cristianismo eran formaciones que para una mentalidad greco-romana bien formada (por ejemplo la de Celso en El discurso verdadero contra los cristianos) constituían sectas, entre otras cosas porque eran consideradas ateas.

Sin embargo remitirnos a la historia nos aclara sólo parcialmente la cuestión a dilucidar tal y como ésta se presenta hoy, más aún si modulamos estos datos iniciales con el hecho de que secta, etimológicamente, viene del latín «secta, sectus», es decir lo cortado, lo apartado.

Así pues toda forma de vida humana que se rige por normas y prácticas (códigos éticos, morales o religiosos, ceremonias, hábitos, &c.) que se diferencian del común, y que no se vertebran con las estructuras económicas, sociales y culturales de una sociedad, tiende a ser entendida como una secta.

El uso en español del vocablo «sectario» nos remite al mundo de la opinión (de la doxa en el sentido platónico), cuando no al de la ideología, según el cual, calificar a alguien de tal forma, como a veces hacen los políticos, es sinónimo de secuaz, fanático o intransigente dentro de un partido o idea.

Cuando el calificativo de secta o sectario se utiliza para rotular de forma despectiva a una formación religiosa naciente, por parte de la religión hegemónica en un período histórico determinado (por ejemplo la reforma luterana y calvinista y la contrarreforma en el seno del Cristianismo), se evidencia todavía más el carácter dialéctico y crítico (intento de cribar, clasificar) que dicho epíteto posee.

Esto corrobora algo que ya habíamos apuntado, el carácter marginal que tienen las sectas. Nadie llama hoy secta, a no ser de forma irónica o como una clara hipérbole, a la religión cristiana protestante en su conjunto aunque no pertenezca a ella.

El concepto clave aquí es entonces el de margen, o como lo llaman los antropólogos culturales de limen. En todas las culturas primarias (salvajes o bárbaras, según las clasificaciones clásicas de Tylor y Morgan, los padres de la antropología evolucionista), existen ceremoniales o ritos de paso (estudiados, entre muchos otros, por Arnold van Gennep en Los ritos de paso y Victor W. Turner en El proceso ritual), que son como umbrales que marcan las pautas de socialización y enculturación de un individuo dentro de una comunidad; así por ejemplo ritos de iniciación sexual, matrimonial o de parentesco, funerarios, &c. Estos mecanismos culturales de tipo angular por su forma (y nos referimos a los diferentes Ejes del Espacio Antropológico), producen la cohesión social interna dada en el eje circular (así jerarquización de los cazadores o guerreros cabecillas por su arrojo y valentía), al estar también conectados a su vez con los procesos económicos radiales (caza, recolección, botín de guerra, robo nocturno de caballos…). Frente a todo lo anterior es necesario entender que es en las sociedades civilizadas y urbanas, que son mucho más complejas, donde aparece la figura del «marginado», que es casi consustancial con éstas.

Las bolsas de pobreza, no sólo económica (el paro) sino cultural, generan esos repliegues, invaginaciones, dentro del propio tejido social, que son las sectas como organizaciones marginales, aunque esto sea independiente de que tengan un cierto poder económico controlado por la élite de los santones, élite casi divinizada en el plano emic por su «fieles».

Las sectas se nutren principalmente de los marginados (y los que las montan lo hacen muchas veces a propósito, convergiendo así finis operis con finis operantis). Es decir, se alimentan de aquellos individuos que están, por diversas razones, fuera de los márgenes del tejido social (ético, moral y político) y de la cosmovisión dominante.

En la Civilización los mecanismos de integración social corren parejos a las propias pautas de división del trabajo, con la consiguiente existencia de clases sociales diferenciadas, cuando no antagónicas, que poseen a su vez formas peculiares de pensamiento y de actuación, es decir planes y programas (ortogramas) propios y más o menos claros y distintos.

Con lo ya referido podemos afirmar que la «víctima propiciatoria» de las sectas es lo que denominamos el «individuo flotante», tal y como el filósofo Gustavo Bueno lo describe en un artículo, ya clásico, titulado Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de «heterías soteriológicas» (revista El Basilisco, Nº 13, primera época, junio 1982, pp. 12-39). Se trata de aquel individuo que es incapaz, por penuria cultural (racional) y emocional-sentimental, que afecta al sentido de su vida y al orden de su decurso biográfico, de integrar su acción personal (como persona y no sólo como individuo) de forma que engrane con los múltiples planes que se dan en la colectividad de la sociedad en la que vive.

Este tipo de individuos pierde su identidad o la siente lesionada, a veces porque su escasa formación les impide representar su actividad de forma coherente y planificada, en consonancia con la interacción con otras personas e instituciones que si forman parte de la estructura social. Por esto surge la angustia, el miedo y la reticencia frente a todo aquello que no haya sido controlado por el propio individuo.

No hace falta insistir en que los jóvenes, por el ímpetu personal propio de su nivel de madurez psicológica y por la dificultad de los obstáculos que han de superar para integrarse en el mundo adulto activo, son también víctimas fáciles de las sectas si en ellos cunde el desánimo y la confusión. Si bien en los últimos lustros los componentes nihilistas y hedonistas de la ideología imperante en buena parte de Occidente, mezclados con una economía de mercado que saca pingües beneficios del tráfico de todo tipo de drogas y sustancias prohibidas, junto con la implantación acrítica de muchas nuevas tecnologías (videoconsolas, internet, telefonía móvil, MP3, &c.) hacen que la juventud, profundamente individualista en muchos casos, viva anestesiada por el consumismo.

Esta mencionada falta de identidad y de criterios de selección cognoscitiva y moral produce que el sujeto busque «amistades» y un «mensaje» tranquilizador o «pretendidamente corrosivo» frente al resto de la sociedad, y por todo ello puede caer en las sectas. Estas se presentan «en principio» como organizaciones salvíficas, que pretenden rescatar al individuo y su personalidad del desasosiego a través de su integración en una pequeña comunidad que se dice igualitaria, donde todo es «amor», «concordia», «armonía» y en suma «felicidad». Precisamente lo que el desconcertado y agobiado «individuo flotante» necesita oír.

Por otra parte ya hace años que el antropólogo Marvin Harris aportó bastantes datos, desde la estrategia gnoseológica del Materialismo Cultural, sobre las razones del florecimiento de los cultos en la cultura norteamericana contemporánea. (Véase su obra La cultura norteamericana contemporánea. Una visión antropológica, Alianza, Madrid 1984.) Harris critica la tesis según la cual la invasión de la «mentalidad asiática» sería una reacción frente al individualismo pragmático, utilitarista y burócrata típico de los Estados Unidos.

Para Marvin Harris la necesidad en los individuos de un bienestar económico y de un sentimiento de autocontrol, en una sociedad inestable y sin garantías sociales como la estadounidense, es el suelo nutricio que alimenta el desarrollo de las sectas, pues éstas prometen bienestar espiritual (mejor sería decir emocional y sentimental) e incluso riqueza material. Supongo también que este tipo de hipótesis son las que alimentan muchas veces la práctica clínica de psiquiatras como Luis Rojas Marcos (el «chamán» de la «gran manzana», de Mannhattan, Nueva York), o de Enrique Rojas, que en sus libros (Nuestra felicidad y Una teoría de la felicidad respectivamente) abordan desde su campo categorial cuestiones íntimamente vinculadas al asunto del «sentido de la vida» y al «problema de la felicidad», que a su vez están conectadas con la cuestión de la razón por la cual existen las sectas en países muy desarrollados económicamente.

Esto explica también el desenvolvimiento de todo tipo de prácticas chamánicas y mágicas que «drogan» social y moralmente a las gentes, pues muchos individuos no pueden optar a una compresión racional de la ciencia y de la tecnología en las naciones muy desarrolladas, pero que al ser tan complejas producen un divorcio absoluto entre la «fenomenología del espíritu» que da sentido a la «ontogenia de una persona», y los planes y programas económicos, sociales y políticos que gestan el orden y los valores de dicha sociedad. Recuerdo, en este punto, que esto es algo que ya hace tiempo que en España denunciaron autoridades como el psicólogo José Luis Pinillos y el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández (ver por ejemplo de este último Formas actuales de neurosis, Editorial Pirámide, Madrid 1981).

Por otro lado el hecho, reciente, de que la psiquiatría científica haya puesto entre paréntesis el pretendido concepto de «neurosis», existiendo estudios y corrientes de investigación muy sólidas que lo desechan, como concepto clasificatorio y de diagnóstico, quedando más como una «forma de hablar» propia de la jerga psiquiátrica, revela algo que ya Gustavo Bueno, en el citado artículo, intuyó de forma brillante, a saber: que la noción de neurosis, en la tradición psicoanalítica, es más una noción antropológica (de una antropología psicologista) que otra cosa. De esta suerte los pacientes neuróticos que nutrieron durante décadas las salas de consulta de los psicoanalistas se parecerían bastante, por su perfil emocional, a los que nutren las sectas. El psicoanálisis sería una «hetería soteriológica» que cumpliría (en el plano fenoménico y vivencial, emic, del cliente y paciente) las veces de una secta, al incorporar a los psicoanalizados a la dinámica de la escuela, con entrevistas pautadas y normadas, con una estrecha relación de dependencia del «enfermo» respecto de su analista, que se prolonga durante muchos años o toda la vida gastando el paciente mucho tiempo y dinero en ello. La conflictiva subjetividad del «neurótico» y su difícil mundo personal quedarían así incorporados y «salvados» en la propia dinámica de la escuela psicoanalítica.

En los Estados Unidos el psicoanálisis hizo auténtico furor durante buena parte del siglo XX (a pesar del empuje del Conductismo), y no digamos nada en el mundo de Hollywood financiado y controlado por banqueros e intelectuales judíos. Ir al psicoanalista se convirtió incluso en un signo de distinción para las clases pudientes. Pero las masas obreras con pocos ingresos encauzaron su dinámica individual y personal a través de las grandes religiones o incluso de las sectas.

Pensamos también que el caso de España es peculiar en esta temática, pues una nación que es poliforme en sus manifestaciones folklórico-populares, y que tiene tan arraigado el catolicismo como forma de vida y de actuación, incluso trágico-lúdica (ritos de paso, procesiones, cofradías, &c.), ha de estar «curada en salud» de la nefasta influencia de las sectas. Tal vez pueda parecer paradójico que cuando buena parte de la población se prepara cotidianamente para asimilar y trabajar con nuevas aplicaciones científicas y tecnológicas, haya también personas que caigan en las redes y trampas de las sectas. Pero esto no tiene nada de contradictorio.

Los saberes técnicos y tecnológicos (no así las Ciencias y la Filosofía Académica) son eminentemente acríticos, más aún en el plano del simple usuario (por ejemplo de ordenadores internet, telefonía móvil, &c.). El juicio crítico que informa y desarrolla el saber ético, moral y político procede principalmente, además de la praxis cotidiana, de las ciencias y de la filosofía. Mas en una sociedad cada vez más individualista, nihilista y hedonista, y donde los patrones morales que se venden lo hacen de forma obscena a través de la telebasura convertida en perpetuo espectáculo, nada hay de extraño en que proliferen las sectas a modo de tabla de salvación.

La regeneración moral de España (un tema clásico en el pensamiento español), que evite la proliferación de las sectas, no se va a solucionar solamente por la medida ilustrada de imponer una asignatura como Educación para la ciudadanía. (Véase Gregorio Peces-Barba La educación para la ciudadanía, diario El País, 18-9-2006, y Luis María Cifuentes Educación para la  Ciudadanía y los Derechos Humanos, El País, 18-9-2006). Es necesario algo mucho más profundo como ya sabían Unamuno y Ortega. Frente al nihilismo, el relativismo moral, el hedonismo y el pseudoigualitarismo que impregna al «discurso progre» de quienes se dicen de «izquierdas», es obligado recuperar la racionalidad y el sentido del orden de los clásicos del pensamiento (Platón, Aristóteles, Espinosa, &c.).

¿Qué sentido tiene imponer una asignatura, al modo sofístico y como una nueva «Formación del Espíritu Nacional», cuando los profesores somos constantemente vejados en los institutos por una total y absoluta falta de autoridad? ¿Cómo se puede educar a nadie si al profesor se le ha hurtado toda superioridad moral e intelectual respecto de los discentes? ¿Cómo una partido en el gobierno va luchar contra los elementos irracionales de la sociedad, por ejemplo las sectas, si constantemente desautorizan a quienes encarnamos el discurso racionalizador en las aulas? ¿Cómo se puede educar en la racionalidad ética, moral, política, científica y filosófica si muchos políticos son un contraejemplo por su ingenuidad, mala fe, utopismo barato e irresponsabilidad? Sólo el espíritu crítico puede luchar contra la irracionalidad que lleva a caer en las sectas o a convertir a los individuos en máquinas de consumir «satisfechas», pero no en personas y ciudadanos libres y responsables. Pero dicho espíritu, que necesariamente se asienta sobre el saber enciclopédico pues de lo contrario se transmuta en un puro activismo nihilista, ¿cómo va a ser posible con un exiguo bachillerato de dos años atiborrado de asignaturas igualmente homologadas? Si en el bachillerato el peso de las disciplinas humanísticas, científicas y filosóficas es cada vez menor ¿cómo pueden ciertos políticos hablarnos de «ciudadanía»?, ¿cómo van a luchar contra las sectas si ellos mismos son sectarios?

Ortega y Gasset sabía muy bien que para transmitir una idea en España es obligado seducir y que sin minorías egregias no hay renovación posible del tejido social y moral, y por lo tanto de la mentalidad colectiva. Hoy, cuando la oferta ideológica desborda y rompe internamente la vieja distinción entre «derecha e izquierda» política (por la ecualización), es necesario luchar contra el escepticismo que muchas personas sienten frente al mero humo de la propaganda electoralista y de las descalificaciones personales recíprocas en boca de los políticos de «profesión». El escepticismo, la falta de un tejido ético y moral sólido, la «angustia», en el sentido que a esta denominación le daban los existencialistas (por ejemplo Jaspers, no así evidentemente la moderna psiquiatría con base en la Biología y en la Neurología) son el mejor caldo de cultivo para que proliferen las sectas u otros comportamientos aberrantes en la sociedad.

Contra el espejismo moral que produce la telebasura triunfante, que nos vende un «mundo espectáculo» preñado sólo de valores esteticistas (pseudoestéticos), es también necesario luchar pues es un frente de batalla muy dañino y nada desdeñable. Otra difícil tarea es trabajar por sanear la institución universitaria y su endémica endogamia trufada de camarillas, para que así se pueda vertebrar más y mejor la relación entre Universidad y Sociedad Civil, de forma y manera que puedan florecer aquellas figuras de las ciencias, las letras y la filosofía que tienen algo racional que aportar al conjunto de la sociedad, y que no son meros títeres o clientes agradecidos, corrompidos y comprados por los gobiernos de turno.

 

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