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El Catoblepas, número 57, noviembre 2006
  El Catoblepasnúmero 57 • noviembre 2006 • página 3
Guía de Perplejos

Médicos y magos

Alfonso Fernández Tresguerres

A propósito de la homeopatía

1

Que la medicina nace ligada a la magia (también a la religión), entiendo que es un hecho incontrovertible. Que el médico, aun en el momento presente, conserva todavía ciertos rasgos y componendas de mago, me parece que no lo es menos. Comencemos por un intento de probar ambos asertos.

Apenas haría falta decir que en las sociedades primitivas (y cabe suponer que otro tanto sucedía en los albores de la propia humanidad) el arte de sanar es propiedad exclusiva de los hechiceros o chamanes que ya mediante conjuros y prácticas mágicas diversas, ya asumiendo funciones sacerdotales y sirviéndose de la oración, buscan propiciar el remedio a la enfermedad. Mas ese estado de cosas se mantiene, en lo esencial, con la aparición de las primeras grandes civilizaciones.

Así, en Egipto, pese a las indudables habilidades quirúrgicas de sus médicos y la existencia de un más que notable listado de tratamientos farmacológicos, la medicina es prácticamente imposible de separar de las creencias religiosas y las prácticas mágicas. Ello era debido, entre otras razones, a que la enfermedad se consideraba, por lo general, causada por agentes sobrenaturales y, en consecuencia, no podía ser tratada más que por procedimientos igualmente sobrenaturales, algo que era sólo potestad de magos, hechiceros y sacerdotes, inspirados y protegido por el dios Thot. De manera que el médico como tal, aquél de quien podemos pensar que cultivaba una primitiva medicina racional, se veía obligado a compartir su ocupación con el mago y el sacerdote, e incluso no resulta extremado conjeturar que, influido por éstos, antes consideraba la efectividad de sus prácticas debida a la magia y a la religión que a sus propios conocimientos y habilidades.

Muy similar es la situación que hallamos en Mesopotamia. Parece que había aquí tres grupos de profesionales relacionados con la salud: el vidente (barú), el exorcista o sacerdote (ashipú) y el médico propiamente dicho (asú), aunque existía una cierta separación entre las competencias atribuidas a cada uno de ellos. Así, el ashipú (y es de suponer que también el barú) sólo tomaba cartas en el asunto cuando existía alguna sospecha de que la enfermedad a tratar tuviese un origen sobrenatural (algo que, seguramente, no era infrecuente). En caso contrario, las disposiciones sobre el tratamiento a seguir dependían del asú.

Mucho más entremezclada con la magia y la religión se hallaba la medicina de los antiguos hebreos, para quienes (salvo casos obvios, como los debidos a heridas infligidas o a accidentes) la enfermedad tenía siempre un origen divino o demoníaco y, en consecuencia, la curación únicamente por procedimientos mágicos o religiosos podía alcanzarse. Sólo en el periodo helenístico, por influencia, sin duda, de la medicina griega, encontraremos en los usos sanitarios de este pueblo una cierta racionalidad. Y, en fin, mágico era, asimismo, en la India, el fundamento de la medicina védica, sin que, con todo, pueda asegurarse, de modo absoluto, que desconociese por completo otras prácticas de carácter más racional. Si acaso, de las primeras grandes civilizaciones, quizá sólo en los chinos cabe atisbar unos conocimientos sanitarios tal vez por entero independientes de la magia o la religión, fundados, principalmente, en la fitoterapia.

Tampoco los griegos fueron ajenos a ese entrecruzamiento entre magia y religión, como lo prueban (ya en época muy avanzada) algunos textos de Empédocles y aun del propio Platón. Pero también es verdad que en Grecia existe toda una corriente médica de corte racionalista que se remonta a la Ilíada (mucho más mágico resulta, a este respecto, el mundo de la Odisea). Y precisamente en la Ilíada, nos presenta Homero al legendario y luego divinizado Asclepio (Esculapio para los romanos), príncipe de Tricca, como un simple médico mortal, aunque, eso sí, de agudos conocimientos y conducta ejemplar: «intachable médico», como lo califica Homero en el Canto IV de su inmortal poema. Mas ya divinizado, aunque excluido siempre de la corte olímpica, la curación era una de las funciones encomendadas a sus sacerdotes, que buscaban propiciarla apoyándose, entre otras cosas, en los sueños y en la fe del paciente. Sin embargo, como han señalado importantes historiadores de la medicina, tales como René Dubos o Roy Porter, al lado de esta corriente médica de carácter religioso, existían otras dos, vinculadas igualmente a Asclepio, pero de carácter mucho más empírico y racional. Ambas se hallaban asociadas a las hijas de Asclepio: así, Higeia (Salud) representaba la prevención de la enfermedad sirviéndose de un régimen de vida inteligente y moderado, o (también podríamos decirlo así) el buscar conservar la salud mediante la higiene. En tanto que Panacea (curalotodo o curación total) prestaba su apoyo a aquéllos que curaban sirviéndose de determinadas sustancias y productos adecuados a cada caso. Como quiera que sea, estas dos ramas médicas ya no eran posesión de los sacerdotes, sino de individuos que basaban su labor en los conocimientos anatómicos y fisiológicos del momento. Y de ellas, de Higeia y Panacea, surgirá la medicina como tal, vía Hipócrates y Galeno (sin olvidar a Aristóteles).

Sufriente paciente clásicoMas todavía durante más de la mitad de la Edad Media (al menos hasta el siglo VIII) la medicina (o algo parecido a ella) será ejercida por clérigos y monjes, y sólo hacia el siglo XII, con el nacimiento de las primeras Universidades, se producirá el despegue de la medicina científica y de la profesión médica como tal (la ciudad de Salerno es, en este sentido, un nombre paradigmático), proceso en el que tuvo crucial importancia el conocimiento de textos de los médicos árabes, miembros, hasta ese momento al menos, de una tradición médica mucho más racionalista que la cristiana. Mas también cabe conjeturar que para que tal proceso se consumará definitivamente y la medicina entrará en un camino sin retorno posible, fue necesario esperar a que adquiriese una cierta carta de naturaleza la separación entre el alma y el cuerpo, y con ella la consideración de que la salud y la enfermedad atañen únicamente al último en tanto que organismo vivo, y aun en tanto que máquina.

Mas si la medicina nace apadrinada por la magia, nunca ha perdido el médico (como decía antes) una suerte de aire de mago, una especie de complejo (utilizo el término en el sentido estricto que tiene en psicología) al que me permitiré referirme como complejo hechicero (aunque nada se perdería, supongo, si en lugar de «complejo» decidiéramos hablar de «síndrome»).

Lo que quiero decir no es tan sólo que como mago es visto el médico, con no escasa frecuencia, por el propio enfermo que en algunas ocasiones espera de él una curación imposible o un milagro, al tiempo que lo considera investido de un poder y unos conocimientos tan sorprendentes como esotéricos: me refiero, también, a que el mismo médico diríase hallarse perfectamente cómodo con esa imagen y en ese papel que se le atribuyen (imagen y papel que en modo alguno han sido creados o inventados por el paciente, sino que, al contrario, le han sido imbuidos por la propia tradición médica), y, en consecuencia, ve su persona y su labor como el resultado o el punto de confluencia de una serie de prácticas y saberes inalcanzables e incomprensibles al común de los mortales.

Característica esencial de la magia, y que supone, al tiempo, una diferencia clave con el mito, es que, al contrario de lo que sucede con éste, que es conocido por todos los miembros de la comunidad de referencia, aquélla es sólo posesión y privilegio de un grupo especializado, de unos pocos individuos (llámeseles magos o brujos, hechiceros o chamanes) que guardan celosamente sus arcanos secretos, y que son, precisamente, los que les confieren un lugar especial en el conjunto de la sociedad y la fuente de la que mana el poder del que gozan. Pero sucede, además, que ese poder se asienta también en otro aspecto que es anejo e inseparable de su profesión: ésta, en efecto, no es una profesión cualquiera, sino, de manera muy precisa, aquélla que trata con la vida y la muerte, y eso otorga al hechicero una posición de rotunda e inmediata superioridad sobre el resto de los nativos (máxime cuando, como así es de hecho, éstos se hallan plenamente convencidos de la eficacia de sus fórmulas secretas y sus prácticas ceremoniales). A un hechicero no es posible tratarlo de igual a igual ni de tú a tú, porque hay siempre en él algo de misterioso e inalcanzable que sobrepasa y sobrecoge al individuo ordinario, algo que se teme y se venera, por cuanto que de ahí igual puede nacer la esperanza que alumbrarse el desconsuelo. Mas esa situación de completa asimetría, que tiene su origen en el miedo y desvalimiento del individuo, es interiorizada luego por el propio hechicero, que se verá a sí mismo no en una posición de superioridad debida a la circunstancias, sino como alguien superior sin más: él tiene en sus manos la vida y la muerte, puede modular y jugar a su antojo con el temor y la angustia del sujeto que tiene enfrente, porque sólo él posee, además, lo conocimientos y los medios adecuados al caso en cuestión. Cierto que en nuestras sociedades (y acaso en aquéllas culturas primitivas en las que pueda darse una nítida separación entre el chamán y el sacerdote) también el cura tiene que ver con esto de la muerte, y ello hasta tal punto que sin ese horizonte de finitud, su oficio perdería la que es, seguramente, su principal razón de ser: buscarnos acomodo en el más allá. Pero es distinto. El cura siempre interviene –digámoslo así– a toro pasado: sólo cuando fracasa el médico o triunfa la enfermedad, hace su aparición el clérigo, pero para entonces tanto da. Y, por lo demás, la propia esencia y sentido de su ocupación, le obliga a cualquier cosa menos a ser un celoso guardián de misterios, y los únicos que será reticente a explicar y desvelar serán aquéllos que él mismo no entiende.

Mas si eso que he decidido llamar complejo hechicero se caracteriza, no sólo, pero sí principalmente, por el secretismo y una actitud de distanciamiento y displicente superioridad, me parece que ambos rasgos son fácilmente detectables, aún hoy, en el médico.

Estoy de acuerdo, sin embargo, en que sería injusto generalizar. Decir, con Feijoo, que hay médicos doctos e ignorantes, es una trivialidad a la que supongo que todo el mundo asentirá y dará por válida (igual que sucede, desde luego, con cualquier otra ocupación). De modo paralelo, yo nada quiero decir sino que, siendo hijos de la magia, hay médicos en los que aún se advierten las facciones de la madre, y que conservan, por tanto, y exhiben un cierto halo de hechicero hasta extremos no sólo ridículos, sino también francamente despreciables. Mas ni niego ni dudo que haya asimismo otros a los que no conviene tal caracterización. Puede que no sea el gremio que más simpatías despierta en mí, pero tampoco experimento hacia él una antipatía hereditaria e innata, como afirma Montaigne de la suya. Pero si admitiré, con Montaigne, que al igual que

«La medicina se fundamenta en los ejemplos y en la experiencia; así también se engendran mis opiniones» [Ensayos, II-XXXVII];

y, desde luego, mis opiniones sobre la propia medicina, o mejor, sobre los médicos. Porque parto, y no lo oculto, de mi propia experiencia, que no sé si puede considerarse amplia, aunque desearía que lo fuera aún menos y que se quede aquí, sin pasar más allá un punto siquiera. Y si hablo de ellos, es porque los he conocido. Y otros he conocido, igualmente, a quienes, conviniéndoles el diagnóstico, no se les advertirían los síntomas en según qué contexto (es obvio, por ejemplo, que el dinero ha sido desde siempre un procedimiento eficaz para reducir distancias, y un alivio sintomático para cualquier tipo de complejo, incluido el que nos ocupa). Admito, no obstante –¿volveré a repetirlo?– que hay otros profesionales de la medicina (y hasta, ocasionalmente, yo mismo he dado con alguno) ajenos a esta sintomatología. Mas carece de sentido continuar insistiendo en el matiz, ya que, por mucho que lo haga, yo, como Feijoo:

«A lo que puedo discurrir, de algunos, desde luego, me puedo prometer el enojo» [Teatro crítico universal, I-5].

Tampoco quiero generalizar asegurando que tales rasgos no puedan presentarse, con carácter individual, en cualquier sujeto sin ser médico y sin importar cuál sea su ocupación. Y así, refiriéndonos siempre a individuos, es preciso reconocer que ni a todos los médicos conviene la caracterización que estamos haciendo, ni nadie, por el sólo hecho de no serlo, es ajeno a ella. Pero creo, en cambio, que si de gremios o colectivos hablamos, puede afirmarse (y afirmarse sin exageración o injuria) que ese aire de familia, característico del hechicero, es propio de la medicina, y aun añadiría, si es que en las tesis que defiendo hay algo atinado, que no podría serlo más que de ella.

Por regla general, a la gente le gusta poder alardear de lo que sabe, y por ello hay que poner mucho cuidado en a quién se hacen preguntas, no sea que, por ejemplo, si de un entomólogo se trata, nos den las del alba oyendo hablar de los pormenores anatómicos del abejorro común. El médico, por el contrario, suele ser muy parco en sus explicaciones, lo que sin duda obedece, por una parte, a un principio de elemental precaución: si las cosas van bien, suyo es el mérito; si mal, debe recordarse que él con su seriedad y laconismo,

«y ese gesto huraño y prudente de su porte y continente del cual el mismo Plinio se burla» [Montaigne, Ensayos, II-XXXVII],

ya lo había dejado entrever.

Pero sospecho que no es ésa la única razón por la que el profesional de la medicina acostumbra a ser tan renuente a entrar en detalles.

A la mayor parte de la gente, también, le causa una cierta satisfacción encontrarse con quien se muestra interesado por aquello que hacen, y que dé prueba incluso de poseer algún conocimiento al respecto, en tanto, imagino, les da a entender que su ocupación no es tan impopular o extraña ni alejada de la realidad. A estos médicos de los que hablo, por el contrario, pocas cosas hay que les molesten más que el dar con un paciente que hable de medicina, o sencillamente que sepa algo sobre el particular, o que deslice en la conversación en la que expone sus dolencias algún término técnico, especialmente si lo hace con tino. Cualquiera de dichas eventualidades es vista de inmediato por el galeno como una suerte de atrevimiento o intromisión. Él, en cambio, envuelve siempre sus parcas explicaciones con un palabrero técnico del que si bien quien le escucha acaso no entienda nada, al menos es seguro que sacará en claro que el asunto es delicado y abstruso. Y si pregunta, pondrá de relieve su ignorancia (que era lo que se trataba de demostrar), y, si tiene suerte, tal vez su médico se digne, a menudo con cierta impaciencia, a explicárselo, mas dejando claro que usted es tonto, y cuidando que continúe sin entenderlo. Así que si sabe algo, es un entrometido, y si no, un ignorante. El resultado es que uno no puede por menos que acabar concluyendo que aquello que le sucede es terrible, y que se encuentra por completo en las manos de tan insigne lumbrera. Y si hasta ahora lo que se ha dibujado es el primero de los rasgos del complejo que tratamos, esto es, el esoterismo de los conocimientos médicos, a partir de ese momento comienza a vislumbrarse el segundo: la situación de dependencia e inferioridad, por parte del paciente, frente a la displicencia y superioridad del médico. Quizás por esto, entre las recomendaciones hechas por Feijoo a la hora de elegir médico se encuentra el

«que no sea jactancioso en ostentar el poder y seguridad de su arte, porque siendo cierto que no hay tal seguridad en ella, es fijo que el que la propone tal o es muy ignorante o muy engañador» [Teatro crítico universal, I-5].

Ciertamente, podría pensarse que esa misma situación asimétrica de inferioridad/ superioridad habrá de darse asimismo con el experto de cualquier otra profesión: se supone que él es quien sabe del asunto de que se trata y usted no, y precisamente por eso le consulta y requiere sus servicios o su asesoramiento. Pero una vez más no es lo mismo. Primero, porque pocas profesiones hay, como la médica, tan celosas de su campo de competencia y que lo defiendan con tanto empeño. Y, segundo (y esto es decisivo), porque comparado con aquello que lleva a un individuo a colocarse delante de un médico, todas las demás c= osas carecen de importancia, o la tienen sólo muy relativa. Y esto es tanto más obvio cuanto más serio y preocupante sea el motivo que ha provocado la consulta. De hecho, cuando uno sabe con toda seguridad que lo que le aqueja es un simple resfriado común, y acude al médico al objeto de obtener unos días de baja laboral, suele soportarse con bastante más paciencia y humor toda la parafernalia médica.

El médico, como el hechicero, trabaja con la vida y la muerte, y esto confiere a su rol un status muy particular. Es verdad que un padre puede ir con cierta preocupación a hablar con el profesor de matemáticas de su hijo, y también lo es que esa situación asimétrica respecto al saber matemático mismo es patente desde el principio, pero, en último término, lo que en el transcurso de esa conversación suceda, no tiene mayor importancia ni trascendencia, porque supongo que estaremos de acuerdo en que no es lo mismo que a su hijo lo desahucien en matemáticas que el que lo desahucien sin más. Como no lo es, si de abogacía hablamos, que su ex-cónyuge amenace con llevarle todo el patrimonio familiar que el que la amenaza consista en llevarle flores al cementerio. En suma, aquello que lleva al médico asusta y preocupa, genera sentimientos de impotencia y menesterosidad, y el médico, como el mago, interioriza tal situación, desplaza el estado de ánimo del paciente provocado por su enfermedad hacia su propia persona, y es él quien se siente sobrecogedor e imponente, frente al mísero mortal que tiene enfrente y que, para colmo, es un pobre ignorante de los arcanos secretos de Esculapio. Tal es la esencia del complejo hechicero.

2

Mas si la medicina nace ligada a la magia; si nace –incluso podría decirse así–de ella, y si en el médico (en algunos médicos siquiera) cabe detectar, aún hoy, un cierto aire de mago, es cierto, sin embargo, que ha terminado por desprenderse de modo pleno de las prácticas mágicas para convertirse en una actividad científica en sentido estricto, con las limitaciones, eso sí, que su propia naturaleza le impone y que le impiden (como le sucede, por ejemplo, a la psicología) alcanzar una grado de cientificidad equivalente a las ciencias en sentido fuerte (vale decir, para entendernos, a las ciencias físico-matemáticas o naturales, en un sentido más amplio). Y hasta cabría discutir, incluso, si la propia medicina, como tal, es una ciencia o si no será más bien una tecnología. Mas como quiera que sea, es lo cierto que si algún elemento en común persistiéramos en querer hallar, todavía en la actualidad, entre la medicina y la magia, éste no sería otro que la importancia que, como en la antigua magia, tiene en la actual medicina el efecto placebo, algo, desde luego, que, por más que fuese esencial en la actividad del mago, no tiene en sí mismo nada de mágico, sino que, al contrario, se trata de un fenómeno perfectamente conocido y estudiado, y cuya presencia tanto en la magia como en la medicina no es responsabilidad de ninguna de ellas, sino del propio individuo humano a quien ambas tienen como destinatario.

Ahora bien, lo que acabamos de decir sobre la naturaleza científica de la medicina se refiere, obviamente, a las prácticas médicas habituales u ortodoxas, que son, como es notorio, las más frecuentes en nuestras actuales sociedades desarrolladas. Pero si desplazamos nuestra atención desde ellas hasta toda una pléyade de medicinas heterodoxas o alternativas, de nuevo veremos dibujarse ante nosotros, con toda nitidez, el rostro de la magia, porque muchas, o las más de tales medicinas –me guardaré de decir todas por no pecar, llegado el caso, de imprudente– no son sino pura y simple magia. Y puestos a buscar algún ejemplo, ninguno encuentro tan claro y rotundo como el de la homeopatía, por más que en Alemania se halle integrada en la medicina oficial, y por más que en fecha tan reciente como septiembre de 1996, en Frankfurt se celebrase un congreso internacional para conmemorar a su fundador, el médico alemán Samuel Hahnemann (1755-1843), cuya obra principal, Organon der Rationellen Heilkunde, fue publicada el año 1810.

HahnemannSegún parece, a Hahnemann, en el curso de sus investigaciones, le dio por probar quinina, observando que le producía síntomas similares a los de la malaria, y concluyó que ése es el motivo por el que la quinina la cura. Toda hace suponer que a partir de este único experimento formuló la primera ley de la nueva ciencia médica por él inaugurada: similia similibus curantur («lo similar cura lo similar»), es decir, la idea es que aquellas sustancias que provocan unos determinados síntomas en el individuo sano, curan esos mismos síntomas en el enfermo. De este modo, el tratamiento homeopático nace oponiéndose directamente al alopático, frecuente en la medicina ortodoxa de la época de Hahnemann, y que, aunque no exento de una simplicidad notable, al menos tampoco puede ser tildado de mágico, sin más, como sucede, sin duda alguna, con la homeopatía. Frente a ésta, la alopatía se rige por el principio según el cual contraria contrariis curantur («lo opuesto cura lo opuesto»), esto es, se utilizarán medicamentos que en el organismo sano producen síntomas contrarios a aquéllos que se quiere combatir en el enfermo. La propuesta de Hahnemann es, como puede verse, diametralmente opuesta: una enfermedad se cura con aquello que produce una enfermedad similar.

Lo mínimo que sobre el particular se podría decir es que el asunto resulta, cuanto menos, chocante; y, desde luego, todas las supuestas pruebas de la efectividad de la homeopatía no van más allá de lo meramente anecdótico y casual. Así, los estudios que con un cierto rigor se han llevado a cabo sobre el particular (por Jean Kollerstrom o Fritjof Capra, entre otros) convienen en negar cualquier fundamento científico a los tratamientos homeopáticos. Algo que, al fin y al cabo, no tiene nada de extraño si tenemos en cuenta la segunda ley de la homeopatía formulada, asimismo, por Hahnemann: la ley de las dosis mínimas o ley de los infinitesimales, como también se la conoce, y según la cual, cuanto más pequeña es la dosis suministrada, más eficaz resulta el medicamento, o lo que es lo mismo, cuanto menos, mejor. Parece ser que Hahnemann dio con ella como consecuencia de su intento de paliar los efectos secundarios producidos por muchas sustancias naturales. A tal fin, ensayó la dilución, procedimiento mediante el cual el producto es agitado con fuerza y diluido varias veces. Como cabe suponer, cuanto mayor era la dilución de la sustancia, menores eran sus efectos secundarios. Pero lo más curioso es que Hahnemann observó, al mismo tiempo, que cuanto más pequeña era la cantidad del medicamento, mayores y más eficaces resultaban sus efectos curativos. Podría pensarse que el asunto, en sí mismo, no es tan sorprendente como pudiera parecer a primera vista, y que no es sino una mera confirmación de la ley de Arndt-Schulz, que sostiene que todas las drogas tienen un efecto estimulante; dosis grandes inhiben, y dosis muy grandes matan. Pero sucede que, con independencia de que la propia ley se halla sujeta a tantas excepciones que, en rigor, ni siquiera puede considerarse una ley, en las diluciones homeopáticas la sustancia original se halla tan diluida que seguramente muchas veces no queda de ella ni una sola molécula en el supuesto medicamento, esto es, que, como dice el físico Robert L. Park, no hay medicina en la medicina. Precisamente, como también señala Park, el límite de la dilución se alcanza cuando de la sustancia ya no hay más que esa sola molécula de la que hablamos: después de esto, ya no queda nada que diluir. Pues bien, una solución de 30 X significa que el producto se ha diluido en una proporción de 1:10; después se ha agitado y se ha repetido el proceso un total de 30 veces.

«La dilución final –asegura Park– tendría una parte de la medicina por un quinquillón (es decir, un uno seguido de treinta ceros) de partes de agua, lo que se encuentra mucho más allá del límite de la dilución. Para ser más exactos, con una dilución de 30 X uno tendría que beberse unos 30.000 litros de la solución para tener la posibilidad de tomar una molécula de la medicina».

Ahora bien, en homeopatía una dilución de 30 X es considerada pequeña, o, si se quiere decir de otro modo, el producto se entiende que se encuentra aún altamente concentrado; en suma, una dilución tal es –para expresarlo de forma rápida– prácticamente una sobredosis. Y de hecho, diluciones mucho mayores son muy frecuentes, hasta llegar incluso a límites sorprendentes. Oigamos nuevamente a Park:

«El Oscillococcinum, el remedio homeopático estándar para la gripe, procede del hígado de pato, pero su amplio uso en homeopatía –observa– no supone en absoluto una amenaza para la población de estos animales: la dilución estándar es una asombrosa 200 C. “200 C” significa que el extracto se diluye en la proporción de una parte por cien, luego se agita y se repite secuencialmente hasta doscientas veces. El resultado sería una dilución de una molécula del extracto por cada 10400 moléculas (es decir, un uno seguido de cuatrocientos ceros) de agua. Sin embargo, en todo el universo físico sólo hay aproximadamente 1080 (un uno seguido de ochenta ceros) partículas elementales (electrones y protones). Por lo tanto, una dilución de 200 C ¡iría muchísimo más allá del límite de dilución de todo el universo visible!».

Podemos acaso disculpar a Hahnemann por no haber caído en la cuenta de estos pormenores, para lo que hubiera necesitado conocer el número de Avogadro. Que lo homeópatas posteriores, aun admitiendo que en sus medicamentos no queda ni una sola molécula de la sustancia original, persistan en defender el carácter científico de la homeopatía, resulta mucho más sorprendente y mucho menos disculpable. Para ello, han venido a dar en la que podemos considerar la tercera ley de la homeopatía, que podemos denominar la ley de la memoria del agua: aunque en el producto final ya no haya nada, ni una simple molécula, de la supuesta sustancia terapéutica, eso no impide la efectividad del medicamento, porque el agua y el alcohol en los que se ha llevado a cabo la dilución guardan el recuerdo de dicha sustancia. Si hubiera que atribuir a alguien la gloria debida a este nuevo descubrimiento, éste muy bien podría ser Jacques Benveniste, quien lo da a conocer en la revista Nature, el año 1988. Pero Benveniste ha llegado incluso a averiguar cómo tiene lugar el proceso: se trata, al parecer, de que el agua conserva la información de la sustancia terapéutica en forma de ondas electromagnéticas, e incluso que tal información puede trasladarse a un ordenador y ser transmitida vía Internet, pudiendo, de ese modo, activarse agua en cualquier sitio del planeta. Y de nada serviría analizar esa agua milagrosa (ni la activada a distancia ni la del preparado original), para probar que no es más que agua, porque al no quedar en ella nada de la sustancia supuestamente curativa, de nuevo tiene razón Park: «Sería como tratar de demostrar que el agua bendita ha sido realmente bendecida».

La cuestión resulta tan descabellada que ni siquiera merece la pena que físicos y químicos se ocupen en argumentar que tal afirmación contradice todos nuestros conocimientos sobre el movimiento browniano o la energía térmica, o que, desde un elemental sentido común, preguntemos qué memoria del agua puede hallarse operando en unos productos homeopáticos que en su mayor parte son píldoras.

*

La medicina homeopática –tal es la tesis que defiendo– no es sino puro y simple pensamiento mágico, un residuo –o «supervivencia», como diría Tylor– de un modo de pensar el mundo y de concebir las relaciones de causalidad, que se remonta, seguramente, a los estadios más primitivos de la humanidad, y que ha seguido su propio curso de forma paralela al pensamiento científico y filosófico, llegando incluso al extremo exigir un lugar propio en las concepciones de la realidad de aquellas sociedades más avanzadas; y no exclusivamente –como acaso podría conjeturarse– en los sectores más populares de las mismas –aunque en ellos, sí, de manera principal–. El caso de la homeopatía es prueba de cómo la magia ha llegado a instalarse en el campo de una ciencia o una tecnología que ha alcanzado un altísimo grado de desarrollo. Porque es obvio que no hablamos de una mera creencia supersticiosa –patrimonio, acaso, de la mentalidad popular menos ilustrada– en la posibilidad de curaciones mágicas o milagrosas; una creencia, por tanto, que de forma directa e inmediata aspira a situarse al margen de la medicina científica y a discurrir por cauces ajenos y distintos a los de ésta. Muy al contrario, la homeopatía quiere constituirse –y así se presenta– como medicina sin más, y como tal desea ser reconocida –algo que, desgraciadamente, alguna vez ha sucedido–. Afirma ser, en suma, una práctica médica entre otras, y con el mismo rango de cientificidad que cualquiera de ellas. Con la homeopatía, la magia muestra su pretensión de no conformarse con permanecer en los márgenes que le deja el pensamiento científico, sino de ser ciencia ella misma. Y ciencia de una nada desdeñable complejidad, puesto que su inserción en el ámbito de la medicina pasa por exigir carta de reconocimiento en el de la física, la química o la biología. Y, sin embargo, no es más que magia.

El pensamiento mágico, como ya hace tiempo nos enseñó Frazer, no razona siguiendo los principios lógicos elementales que nos son conocidos, sino conforme a leyes propias: la ley de semejanza, en virtud de la cual se cree que lo semejante influye sobre lo semejante, y la ley de contacto o contagio: dos cosas que una vez estuvieron en contacto continúan influyéndose a distancia. La primera de tales leyes es el fundamento de la magia homeopática o imitativa; la segunda, de la magia contaminante o contagiosa, y ambas constituyen lo que Frazer denomina magia simpatética, fundada sobre el principio general de la ley de simpatía, que establece una ligazón entre fenómenos dispares que ninguna relación lógica tienen entre sí.

Pues bien, el parentesco entre la homeopatía y la magia homeopática es mucho más que meramente terminológico. Lo semejante provoca lo semejante, dice el pensamiento mágico; lo similar cura lo similar, sostiene la homeopatía. Si damos por bueno que ninguno de los experimentos realizados ha logrado demostrar la validez del segundo de esos principios, entonces se hace obligado concluir que su fundamento es el mismo que el de su hermano mágico: la creencia de carácter puramente supersticioso en la existencia de una causalidad establecida entre cosas semejantes. Y todo ello con independencia de que tanto la magia como la homeopatía se vean agraciadas, ocasionalmente, con la concurrencia de una casualidad o de un placebo que dan lugar al efecto deseado; algo que contribuye, como es obvio, a reforzar la confianza en ambas.

Sin embargo, existe alguna diferencia entre ellas. O, por mejor decir, la homeopatía es una aplicación poco frecuente (mas no por ello desconocida) de la ley de semejanza. Conforme a ésta, el pensamiento mágico entiende que algo puede desencadenar, por semejanza, un determinado efecto similar; y así, se hará, si la consecuencia es deseada (se recortarán, por ejemplo, los pabilos de las velas para acortar, de ese modo, la agonía del moribundo), o se evitará, si lo que se quiere es evitar, igualmente, la consecuencia indeseada (y, de este modo, pongamos por caso, una embarazada se abstendrá de cualquier actividad que tenga que ver con nudos, no sea que, por semejanza, se enrede su cordón umbilical provocando la asfixia del niño). Es decir, la ley de semejanza (como, por lo demás, sucede con la de contagio) contempla tanto prescripciones positivas como prohibiciones o tabús. Ahora bien, a simple vista, la ley homeopática de lo similar no se ajusta a ninguna de las dos situaciones descritas. En homeopatía no se recomienda al individuo que se abstenga de una determinada sustancia para evitar que le produzca unos determinados síntomas que se consideran inherentes a ella; mas tampoco, como es obvio, se le receta para que se los provoque, sino para que, teniéndolos ya, se los evite, esto es, para que le cure. Así pues, ni se evita algo para eludir otra cosa similar, ni se prescribe para que acontezca, sino que, de manera muy precisa, se prescribe para que no acontezca. O dicho en otros términos: en el pensamiento mágico, una acción busca producir un resultado semejante a ella; un resultado, evidentemente, que se desea; y cuando no es así, lo que se hace es prohibir expresamente la acción misma que se supone dotada del poder de desencadenarlo. En el pensamiento homeopático, por el contrario, una acción (el consumo de una sustancia) persigue evitar un resultado indeseado, es decir, curar o eliminar unos síntomas similares a los que se cree capaces de ser provocados por la sustancia misma. Aquí, lo indeseado no se elude mediante la abstención de lo semejante, sino mediante su acción positiva. Al contrario que la ley de semejanza, la ley homeopática de lo similar no establece que lo semejante provoca lo semejante, sino que lo semejante (lo similar) evita (cura) lo semejante (lo similar).

No por eso, sin embargo, el principio de la homeopatía es menos mágico, sino, al revés: lo es más, por cuanto que resulta ilógico incluso cuando es visto a la luz de la lógica propia de la magia. Con todo, y desgraciadamente, no podemos felicitarnos por haber descubierto una nueva ley de la mentalidad mágica, o una nueva modalidad o aplicación de la ley de semejanza; tampoco (y es un lástima) una forma de razonamiento anterior al pensar mágico y más primitivo, por tanto, que éste, porque, como apuntábamos antes, aunque no es ésta una manera muy habitual de usar y entender la ley de semejanza, no por ello ha de considerarse inexistente y, en consecuencia, absolutamente novedosa. En algunos pueblos primitivos, para evitar la muerte de su hijo (que se encontraba, acaso, en una situación peligrosa, una guerra, una cacería o tal vez sencillamente enfermo), la madre lo daba por muerto y celebraba sus funerales: lo enterraba (inhumando un muñeco), lloraba, guardaba luto, &c., y de esa forma daba por cosa enteramente obvia que su hijo no moriría, puesto que si ya ha muerto una vez, no es posible que vuelva a hacerlo otra. He aquí una aplicación de la ley de semejanza, en virtud de la cual se cree que lo semejante evita lo semejante, del todo idéntica a la creencia que subyace al principio homeopático de lo similar. Prueba, por lo demás, de la versátil del propio pensamiento mágico, que no sólo se halla establecido sobre una concepción supersticiosa de la causalidad, sino que cree, también, que puede manejarla a su antojo, sin usar para ello de otro resorte que la mera intención o el deseo del creyente.

Mas cuando no hay nada semejante capaz de provocar lo semejante, la posible aplicación de la ley de semejanza ha llegado a su fin. Paralelamente, cuando después de la dilución, ya no queda medicina en el medicamento, la creencia en la eficacia de éste ya no puede fundamentarse en la ley de lo similar. La magia echa mano entonces de su segundo principio: la ley de contacto o contagio, para establecer que dos cosas que estuvieron en contacto continúan influyéndose aún a distancia. La homeopatía, de la ley de la memoria del agua: ésta conserva el recuerdo (y, vale decir, las propiedades) de aquella sustancia que una vez fue diluida en ella (que una vez, diríamos, estuvo en contacto con ella). Y de ese modo, el pensamiento mágico se halla firmemente persuadido de que arrojando la placenta a un río se evitará que la madre padezca sed, de manera idéntica a como la medicina homeopática cree que una solución acuosa en la que ya no hay ni una molécula de la sustancia supuestamente curativa, resulta, sin embargo, plenamente eficaz porque conserva aún (a distancia) las propiedades de ésta.

Entiendo que si el grado de parentesco entre la ley de semejanza y la ley de lo similar es absoluto, no menor (sino, al contrario, acaso más rotundo) es el que liga a la ley de contacto con el agua memoriosa de los homeópatas. Y si esas dos leyes (la de lo similar y la de la memoria del agua) son, como así parece ser, todo el fundamento de la homeopatía, entonces la conclusión es terminante: la llamada medicina homeopática no es otra cosa que magia simpatética (homeopática y contagionista). Que a veces, sin embargo, funcione (como sucede, por otra parte, con la propia magia), no es nada sorprendente ni nada que no pueda recibir una explicación enteramente racional en términos de mero azar y simple efecto placebo. Que la homeopatía llegue al extremo de postular el funcionamiento de la memoria del agua, y su efectividad, por contagio, allí (en píldoras) donde no hay agua, eso sí resulta verdaderamente sorprendente: ni siquiera el pensamiento mágico se atrevería jamás a ir tan lejos. Se parece mucho a los estudios de aquel inventor de Lagado, quien, como escribe Swift:

«Llevaba ya ocho años en el empeño de extraer rayos de sol de los pepinos, que luego quedaban herméticamente cerrados dentro de ampollas para que calentaran el aire cuando los veranos fueran crudos e inclementes» [Viajes de Gulliver, III-5].

 

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