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El Catoblepas, número 57, noviembre 2006
  El Catoblepasnúmero 57 • noviembre 2006 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre orientaciones y polígonos

Millán Urdiales

Aunque no con la precisión que existe entre la figura de Francia y el hexágono
sí podemos decir que España tiene mucho de triangular

Los seres humanos, desde hace muchos siglos, quizá milenios, han ido descubriendo señales, signos capaces de indicarles de algún modo su situación, su ubicación. El gran paso datará probablemente de la época en que el hombre deja de vivir sólo de la caza y la pesca, se hace sedentario e inventa la agricultura, la casa y la familia. Las condiciones geográficas de ciertas áreas del hemisferio norte parecen haber facilitado o hecho posible el nacimiento de lo que hoy llamamos orientación. El sol, la luna y las estrellas, observadas a lo largo de siglos llevaron sin duda a descubrir los llamados puntos cardinales. Es de suponer que todos los grupos humanos los conocen y en sus lenguas respectivas los denominan de algún modo, aunque quizá los respectivos puntos de vista puedan variar mucho de los esquimales a los indios amazónicos, pongamos por caso. En las zonas templadas del planeta, cuyas circunstancias parecen haber favorecido el desarrollo de la civilización, los distintos grupos humanos llegarían a conseguir calendarios a partir sobre todo de sus observaciones sobre el sol y la luna. En muchas lenguas las denominaciones de los 4 puntos cardinales pueden ser más de una para cada uno de ellos. En el español peninsular de hoy, las más frecuentes, las oficiales, por decirlo así, son estas: norte, sur, este y oeste; suelen también enunciarse en este orden, consistente en oponer dos elementos emparejados. Pero estas denominaciones no son las únicas: en muchas zonas de España, según el contexto y a veces según se trate de hablantes rurales o urbanos, se emplean otras palabras; por ejemplo, para describir las líndes de las fincas rústicas, tanto en la lengua hablada como en la escrita, se utilizan levante, poniente y mediodía en lugar de este, oeste y sur, respectivamente; también se dice mucho el saliente para referirse al este, sobre todo al hablar de las ventanas de un piso o de una casa, es decir, cuando se quiere aclarar si en esa vivienda «entra» el sol a determinadas horas del día.

Por otra parte, Oriente y Occidente designan vastísimos espacios que de algún modo se oponen entre sí y se asocian sobre todo con civilizaciones muy distintas y con caracteres muy marcados. En una escala menor, nacional, se utilizan en español Levante y Mediodía, como denominaciones de amplios espacios hispánicos, fenómeno que se da también en otras lenguas europeas vecinas. La voz Levante también designa desde hace siglos de modo especial las costas del Mediterráneo oriental y los territorios o países colindantes. De un siglo para acá por lo menos, a partir del francés y del inglés, esas zonas han venido a llamarse el Medio Oriente o el Oriente Próximo, traducciones respectivamente de the Middle East y de Le Proche Orient. La voz septentrión es un cultismo usado solo en ciertos contextos (a veces incluso en la lengua poética) a pesar de que el adjetivo septentrional sea de uso frecuente, simétrico de meridional. Las voces norteño, sureño, oriental y occidental han adquirido todas ellas varios valores semánticos y su empleo depende esencialmente del contexto; junto a ellas hay que mencionar la voz levantino, que carece de un opuesto ponientino.

Antes de seguir hablando de los puntos cardinales vale la pena fijarse en el origen de la palabra que describe el conocimiento de la situación en que uno se halla: me refiero al verbo orientarse (y al nombre orientación, naturalmente), una voz que, aunque se deriva directamente de la voz oriente, es semánticamente resultado de la voz latina que describía la salida del sol, el verbo oriri; también en lo morfológico la voz española viene de la voz latina, claro está. Es, pues, el astro rey el que ha condicionado la descripción de la conciencia que el hombre tiene de su propia ubicación.

Las denominaciones de los cuatro puntos cardinales de ámbito más internacional han permitido acuñar, sobre todo entre los navegantes, denominaciones que podríamos llamar mixtas. Los nombres derivados en «primera generación» de tales cardinales son: noreste, noroeste, sureste, suroeste; por influjo de otras lenguas hay también nordeste, bastante o muy aceptado, incluso exclusivo en algunas regiones: surdeste, si es que alguien lo emplea, es muy raro. En vista de estas denominaciones parece innegable que norte y sur tienen más «potencia» que este y oeste; ello se debe sin duda a la geografía física y a sus meteoros, tal como se dan en nuestro hemisferio norte; no sé si en el hemisferio sur las denominaciones son también las mismas en las diversas lenguas que en él se hablan; tampoco sé si en alguna lengua existen denominaciones como estenorte, oestenorte, &c., es decir, orientaciones «mixtas» en las que, por razones que pudieran ser de geografía local, se antepusieran este y oeste a los otros dos cardinales. El hecho de que haya dos polos llamados norte y sur inclina a creer que en todas las lenguas y por razones geográficas y físicas, estos dos cardinales «rigen» a los otros dos. Esto hace que la división más importante o más exacta del planeta sea la descrita por las expresiones hemisferio norte y hemisferio sur. No obstante todo esto, la repartición de los seres humanos en el planeta, en agrupaciones más o menos convencionales en torno a conceptos como raza, cultura, civilización, religión, &c., ha permitido hablar, de modo muy convencional si se quiere, de Oriente y Occidente, como de dos «entidades» que en muchos aspectos se distinguen y se oponen entre sí en multitud de aspectos, aspectos que pueden ir desde la dieta hasta la concepción filosófica del mundo.

Si llevamos esta oposición Oriente/Occidente a la realidad concreta de la geografía y la contemplamos desde el punto de vista hispánico, hemos de reconocer que Occidente equivale a Europa y Oriente a lo que está al este de Europa: esa frontera se prestará siempre a discusión y en último término será siempre subjetiva. Uno puede preguntarse, por ejemplo, si los habitantes de la región de los Urales se sienten occidentales u orientales; y lo mismo cabe preguntarse acerca de los habitantes de Estambul, o de Ankara, o de Teherán. Desde nuestro Occidente europeo nos asombraría oír que los indios de la India no se sienten orientales. Todo esto explica que nos sintamos en lo cierto si al decir Extremo Oriente pensamos en el Japón, Korea o China y ello explica también que los occidentales hayamos acuñado la expresión Oriente Medio u Oriente Próximo, para referirnos a los países que están entre las costas del Mediterráneo oriental e Irán, por ejemplo. El que esas expresiones españolas sean calcos de expresiones semejantes en inglés o francés no cambia las cosas. De un modo general estamos a gusto en la llamada Europa occidental identificando a Occidente con Europa y a Oriente con Asia. Pero, si de pronto nos dijesen que la familia de Cristo, igual que los apóstoles y todos los judíos, son orientales, sentiríamos una especie de cosquilleo o desagradable sorpresa. El lector puede meditar sobre el hecho y tratar de entenderlo, quizá sin conseguirlo. La denominación geográfica Eurasia y el adjetivo euroasiático aluden a la imprecisión de fronteras naturales entre Europa y Asia, aunque las agencias de turismo, no sin razón, nos inviten a pisar Asia cruzando el Bósforo.

Tras estas reflexiones podríamos ahora observar cómo los países europeos han concebido su orientación. En muchos de ellos puede decirse que la geografía se impone, aunque no quepa descartar tampoco las dimensiones del país y el volumen de su población; en países como Portugal, Noruega, Suecia, Finlandia, Italia, parece evidente que simples razones de geografía física hayan llevado a sus pobladores respectivos a verse en términos de norteños y sureños y no en términos de orientales y occidentales. En el caso del Reino Unido ocurre lo mismo e incluso sin salir de Inglaterra, se habla del norte para aludir a las regiones que están al norte de los Midlands; cierto es que también se habla en inglés del West Country y de East Anglia, pero son denominaciones, si no falsas, sí hijas del gusto inglés por la geografía en general y quizá también por el carácter imperialista que tiende a ver cualquier territorio, por pequeño que sea, como una referencia geopolítica. En el caso de Irlanda, por razones esencialmente políticas, el sur y el norte han venido a formar parte de Estados distintos, de un modo especial, ciertamente. En el caso de España, a pesar de la distancia que separa a los cabos de Finisterre y Creus, por ejemplo, puede afirmarse que la oposición norte/sur es mucho más usada lingüísticamente que la oposición este/oeste, oposición que en realidad no existe, pues aunque hablemos de Levante y de regiones levantinas nadie alude a la occidentalidad cuando se refiere a Extremadura, o a Salamanca, por ejemplo. No es por tanto absurdo decir que España es un país que carece de oeste, lo que lleva a pensar que el oeste de España se convirtió en Portugal a partir del siglo XII. También es cierto que la diversidad y personalidad de las distintas regiones españolas, además de explicar, en parte, la división actual en Autonomías, contribuyen a que se hable menos que en otros países de norte, sur, este y oeste. El caso de Francia es bastante semejante al de España: aunque desde el extremo del Finistère, hasta el Rin, haya la misma distancia que desde Dunquerque hasta Perpignan, la orientación norte/sur está mucho más viva; no en balde, además, se dice le Midi y no en balde hubo una langue d’oïl y otra langue d’oc, en realidad dos Francias hasta que la fuerza centrípeta de París absorbió a la sureña, política y lingüísticamente. En el caso de Alemania, a pesar de que las circunstancias bélicas crearon a partir de 1945 una Alemania del Este y otra del Oeste, la «orientación» parece realizarse también con arreglo al eje norte/sur, mucho más que con arreglo al eje este/oeste. Cabe preguntarse también hasta qué punto los trazados ferroviarios del siglo pasado reforzaron en todos estos países esta estructura norte/sur; la capital de cada país, es decir, su situación geográfica, condicionó esos trazados y contribuyó así a reforzar tal estructura; esto parece cierto incluso en el caso de Alemania, a pesar de la situación «oriental» de Berlín. No sé lo que ocurre en los países que llamamos de la Europa Oriental y que no tienen una forma geográfica alargada de norte a sur: me estoy refiriendo a países como Hungría, Bulgaria, Rumanía e incluso Polonia; es de suponer que cuando se hablaba de la URSS, el eje norte/sur al oeste de los Urales, fuese más vivo que el eje este/oeste; desde fuera no parece fácil saber cómo se sienten en ese aspecto los pobladores de los distintos Estados que componían la antigua URSS. Puede decirse lo mismo de la antigua Yugoeslavia; en cuanto a Grecia es de suponer que también se hable más de norte y sur que de este y oeste. Y en un país no muy extenso, como Holanda, también el norte y el sur separan más que el este y el oeste. Los suizos, sin embargo, es probable que no sientan la menor polarización norte/sur: las dimensiones del país y la localización de sus ciudades lo impiden, y por otra parte, las diferencias más notables entre las distintas regiones son esencialmente lingüísticas y están orientadas con arreglo a un eje este/oeste; no obstante, su sentido de la unidad nacional y las condiciones lingüísticas mismas, harán que no sean los cardinales este y oeste las etiquetas que de algún modo los distingan o contribuyan a enfrentarlos. Este mismo fenómeno lingüístico supongo que es el que contribuye también a que los belgas no se sientan polarizados por los términos norte y sur, sino por una realidad más dramática y más compleja.

Fuera de Europa se ha hablado y se habla aún de Corea del Norte y Corea del Sur, como resultado de la política y de los enfrentamientos internacionales. Hay también dos Chinas pero no ligadas a los puntos cardinales, sino a regímenes políticos opuestos: en la geografía física se las considera, respectivamente, China continental y China insular.

En contraste con la orientación norte/sur que predomina en Europa, en los Estados Unidos de América parece estar bastante más viva –hasta ahora– la orientación este/oeste, que es fruto naturalmente de la colonización y de la creación de la nación, en tanto que fenómeno histórico. También han contribuido las distancias, pues el eje este-oeste es más largo que el eje norte/sur. Es bien sabido que, lingüísticamente, las palabras east y west han jugado un papel más importante que north y south, aun a pesar de la Guerra Civil, y parecen, estadísticamente, más frecuentes, sobre todo en contextos históricos. La historia del país entre fines del siglo XVIII y fines del siglo XIX, es decir, a lo largo del siglo que supuso su conformación, representó un constante avance en dirección oeste, lo que, entre otras cosas, dio lugar a un fenómeno artístico peculiar llamado allí western, y que sirvió de «alimento cultural» durante buena parte del siglo XX, a millones y millones de seres humanos de otros continentes que se convertían así en inocentes sujetos pasivos de una «historia» ajena. La trascendencia de semejante suceso es que, en cierta medida, y hasta cierto punto, el western ha contribuido a «westernizar» a variados segmentos sociales de diversas etnias y naciones, más bien para mal que para bien, aunque haya quien crea, no sin cierta razón, que ha podido también servir para distraer y hasta para evitar males autóctonos, latentes y reales, entre sociedades ajenas al fenómeno norteamericano.

En el caso de Canadá, las cosas no son exactamente lo mismo que en el de los Estados Unidos, a pesar de la relativa semejanza geográfica, pero, en cualquier caso, no hay un Canadá norteño y otro sureño, simplemente por razones de geografía física: los canadienses están todos en el sur, los anglófonos igual que los francófonos.

Esta concienciación acerca de los puntos cardinales no es nueva. Grandes plumas, desde el Romanticismo, exploraron el problema y dejaron excelentes textos, y hasta crearon la idea –probablemente cierta– de que los europeos, los occidentales al menos, necesitamos vivir con arreglo a esa estructura polarizadora que tanto da que hablar, que escribir y que pensar. Al fin, los hombres siempre nos sentimos un tanto perdidos sin las referencias cardinales.

También las figuras de los países se prestan a veces a que se las compare con objetos o entes más o menos semejantes: son bien conocidas las expresiones «la bota italiana» y la «piel de toro», para aludir a Italia y a España, respectivamente. A mí esta expresión me parece más bien producto de un entusiasmo desmedido por la llamada fiesta nacional; no sé cuándo ni quién acuñó la expresión pero es un hecho que tuvo desde un principio un gran éxito; es de suponer que date de fines del siglo XIX, cuando alcanza su cenit el espectáculo taurino.

Los franceses de nuestro siglo, llevados de su amor a la pedagogía, han creado la metáfora, no exenta de gracia, de llamar a su país el hexágono. Y es bien cierto que la figura de Francia inscrita en un hexágono se adapta muy bien a los seis lados de tal polígono. Sin embargo, la figura de Portugal es francamente rectangular, como vienen a serlo también las de Finlandia y Suecia, por ejemplo. Los españoles, no demasiado buenos geógrafos, no parecen haber sentido tampoco las inclinaciones por la geometría, que tanto tienen de espíritu cartesiano.

Aunque no con la precisión que existe entre la figura de Francia y el hexágono sí podemos decir que España tiene mucho de triangular: uno de los lados, el que pudiera calificarse como la base histórica del triángulo, es el que va, de este a oeste, desde el cabo de Creus hasta el de Finisterre; es un lado muy recto en el que hay dos «fronteras» naturales, los Pirineos y el Cantábrico y es además un lado muy largo para magnitudes europeas, con más de mil kilómetros de longitud. Otro lado del triángulo, menos recto, con entrantes y salientes, es el que va del Cabo de Creus hasta Tarifa: curiosamente, la línea recta que une al cabo de Creus con el de Finisterre es igual de larga que la que une a Tarifa con el cabo de Creus. El tercer lado del triángulo, la línea recta que puede trazarse del cabo de Finisterre hasta Tarifa, es un poco más corta. En vista de tales medidas y disposiciones podríamos comparar a España con un triángulo isósceles. Es verdad que el tercer lado corta por dos veces la frontera portuguesa, pero no es menos verdad que el pedazo que por el norte le quita se lo devuelve por el sur. Podríamos, pues, empezar a decirles a los niños de la enseñanza primaria que somos un triángulo isósceles, igual que los maestros franceses les dicen a sus alumnos que forman parte del hexágono famoso. El mayor problema para aceptar el triángulo es que el ojo hispano está tan acostumbrado a la figura de la Península Ibérica cuando piensa en su país o cuando contempla el mapa, que tiene que hacer un verdadero esfuerzo para separar a Portugal del total peninsular. Solo cuando la representación de España, sin el adyacente Portugal, se haya hecho más frecuente que la de las dos naciones juntas, y contando con la colaboración del tiempo, podremos los españoles hacernos a la idea de que somos un triángulo isósceles con los vértices en Tarifa, Finisterre y Creus. Lo bueno de asociar la geografía con el patriotismo –voz ahora desusada y mal vista– es que puede uno achacarles a los distintos lados del triángulo virtudes y vicios a discreción. Pero eso se lo dejamos a la imaginación del lector. No obstante, como imaginadores de la criatura lineal y angular, podemos decir otras cosas: por ejemplo, que tenemos un costado terrestre, Portugal, y dos marítimos, el Mediterráneo y el Cantábrico, si bien este último lado adolece parcialmente de una frontera terrestre que nos ha impedido ser africanos puros y por donde periódicamente nos civilizan los franceses, aunque nunca de manera gratuita. El costado portugués ha «desfigurado» la Península, es como un mordisco del Atlántico que se ha llevado nada menos que lo más visible de algunos de nuestros ríos más históricos y ha dejado a la España húmeda convertida en una cornisa abandonada. Para mayor paradoja, la Universidad más famosa, con su monocorde polisilabismo, está en un punto cardinal inexistente, puesto que España no tiene Oeste. Los españoles empleamos la palabra levante para hablar de parte de la costa mediterránea pero nadie emplea la voz oeste, ni poniente, para hablar de Extremadura, de Salamanca o de Zamora. En cuanto al lado mediterráneo del triángulo ha sido siempre la entrada de los forasteros, los hombres y sus maneras de vivir: como los vencidos fueron los cartagineses, hoy hablamos lo que hablamos.

En los triángulos tan importantes son los lados como los ángulos, pues no existen los unos sin los otros. Así que podemos hablar también de vértices, que son los ángulos vistos por fuera, y achacarles cosas, méritos y culpas. Que Tarifa está casi en Africa no necesita demostración y que Africa tiene mala fama a pesar de la francophonie y de Amnesty International, tampoco. O sea que es la punta más significativa del triángulo porque es, a la vez, la más antigua y la más moderna en términos del homo sapiens. Las otras dos esquinas son muy distintas: la del oeste, Finisterre, tiene un nombre poético a más no poder; expresó durante siglos la conciencia que tenían, los romanos primero y sus sustitutos y descendientes después, de sus límites occidentales, aquellos por donde el sol se pone, el tremendo ocaso que cada 24 horas nos trae a la noche para recordarnos lo que es el vivir. El representar el fin de la tierra, de lo terráqueo, no sólo frente al mar sino frente a lo desconocido, significaba la frontera de la seguridad. Curiosamente, por motivos que no s= on hijos de la imaginación, esa zona del cabo de Finisterre recibe hoy el nombre de Costa de la Muerte a causa de su peligrosidad para la navegación: los terrores hijos de la fantasía se han visto así confirmados por los hechos; como en tantas situaciones del hombre, primero fue la intuición. El otro vértice del triángulo, el cabo de Creus, es muy distinto: no tiene ecos como los que despiertan en cualquier contexto cultural o histórico Tarifa y Finisterre. Si Tarifa nos habla del árabe y Finisterre es puro latín, Creus es catalán de pura cepa. Lo hemos utilizado para delimitar nuestro isoscélico existir autonómico por imposición de la geografía y estará sin duda lleno de historia mediterránea, que es nuestra más vieja historia y a la que debemos cuidar con amor mientras otros miembros de la ONU nos lo permitan, Dios quiera que por muchos años.

Yo creo que, entre todos los polígonos, el triángulo es el más elegante, el mejor compuesto y equilibrado, el más rico y preñado de posibilidades: es el único polígono que se enriquece con variantes, y hay así, además de isósceles, triángulos equiláteros, rectángulos y escalenos. Además, el número 3, esencia del triángulo, es, pitagórica, y extrapitagóricamente hablando, el más rico, fructífero y grandioso de todos: es el origen de la familia, puesto que el hijo es el resultado de la unión entre un padre y una madre, o dicho de otro modo, convierte en padre y madre la unión de una mujer y un hombre; es el centro y sostén del dogma cristiano; y es cifra de la creación, de los tres estados esenciales que llamamos agua, tierra y aire. Por todo ello, creo que debemos sentirnos orgullosos de nuestro triángulo nacional, de nuestra triangular existencia más o menos isoscélica, cuidar con cariño los vértices y fortalecer los lados con el entusiasmo que puede dar el sentirse parte de un mismo polígono. Y hasta podemos terminar proclamando un modesto vocativo: «¡Hijos del triángulo: mantenello sin enmendallo!»

 

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