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El Catoblepas, número 57, noviembre 2006
  El Catoblepasnúmero 57 • noviembre 2006 • página 18
Libros

Ficciones conceptistas

Jose Andrés Fernández Leost

Crítica a la novela de José María Guelbenzu,
Esta pared de hielo, Alfaguara, Madrid 2005

En la presente reseña comentaremos la última novela publicada del escritor José María Guelbenzu, como ejemplo de un tipo de narrativa de ficción conceptista y psicologista –predominante en cierta literatura de culto–, interesada en desentrañar los motivos ocultos de la conciencia, acaso como vía de acceso o comprensión (más que de explicación) de la conducta humana. Pero antes de pasar al análisis, repasamos brevemente la trama del libro.

La novela se inicia ya acontecida la muerte del personaje Julián, jefe de contabilidad en una empresa de productos cítricos, tras una crisis de salud fulminante. Se nos presenta el espíritu de Julián en un escenario irreal y ultraterreno, ante una silueta tenebrosa, apostada pacientemente bajo la puerta que lleva al final de toda existencia. Con dicha figura iniciará una conversación que se convertirá pronto en monólogo. Paralelamente, su viuda Inmaculada descansa en su hogar antes de acudir al velatorio, donde reparará en la presencia en el mismo cuarto en que se halla de un inquietante personaje que la observa y acompaña, un individuo que no conoce pero que tampoco le resulta del todo ajeno. Tras un instante de confusión –el que media entre su desvelo y la ubicación de tal individuo en su conciencia– inician un diálogo cordial, gracias ante todo a los suaves modales del hombre, de nombre Leonardo. Un tercer escenario se abre asimismo desde las primeras páginas de la novela, aquel que se desarrolla en el mismo tanatorio en donde el cadáver de Julián se encuentra, y que convoca a todo tipo de gente –una multiplicidad de voces–, conocidos del muerto. Una vez establecidos estos tres ámbitos la novela avanzará lentamente y a distintos ritmos según nos encontremos en uno u otro espacio.

Por un lado el espectro de Julián recapitula ante la figura oscura guardiana de la muerte que al poco se nos revela como portavoz de la Muerte misma. En su charla, Julián invocará temáticas existenciales, desde la naturaleza del tiempo hasta el miedo a la nada, en una sucesión de monólogos quebrados tan sólo por las lacónicas respuestas –cansinas siempre, casi desinteresadas– de su interlocutor, únicamente expectante ante el último pero largo aliento que aún sostiene a Julián, lo que explica su paciencia ante las tribulaciones de este en torno al sentido de la vida o las dudas recurrentes, un punto cartesianas, que le acompañan hasta sus últimos compases. Por otro lado, será en la conversación entre Inmaculada y Leonardo en donde se anuden con mayor explicitud los hilos de la tenue trama que dota de una continuidad más concreta al texto. A través del tono abstracto en que está envuelto su diálogo (como toda la novela), el personaje de Leonardo va tirando de un suceso pasado que aconteció en vida del matrimonio, alrededor de una considerable cantidad de dinero con la que se topó en su momento Julián. Pero si Leonardo se preocupa de este evento, del que Inmaculada pugna por olvidarse, no será movido de una rapiña que desea aprovecharse de la coyuntura, cuando menos no de una rapiña materialista, sino más bien espiritual, ya que Leonardo se nos presenta desde el inicio como el mismo Diablo, interesado ante todo en las almas de los mortales. Su inquietud por tanto estribará en calibrar la bajeza con la que pudo comportarse Julián en tan turbio asunto, a fin de, eventualmente, hacerse con su alma todavía humeante.

Entretanto, en el velatorio, la voces se ramifican, ofreciéndosenos un crisol de la sociedad española en sus más diversas capas sociales, en un contrapunto a ras de suelo ante el tinte trascendental de las otras dimensiones. La vulgaridad representada en dicho escenario enlazará en parte con las observaciones finales del Diablo, quien denunciará la carencia de almas vigorosas y atractivas en el presente, cuyas vidas más que contener historias, transcurren soportando imágenes virtuales que las hacen al cabo ficticias, simulacros de almas.

El libro que comentamos se divide pues en tres planos netamente diferenciados que, en cualquier caso, no dejan de nutrirse mutuamente. En tal estructura, la presencia del narrador omnisciente se diluye (sin dejar pese a todo de asomarse con brevedad, intermitentemente), ante la forma predominante del diálogo. Este sin embargo se presentará de distinto modo según nos hallemos en un ámbito u otro. La conversación entre Julián y la Muerte tenderá a convertirse en un soliloquio a cargo del primero. Las múltiples voces en el tanatorio, si bien transmitiendo alguna conversación continuada, tienen más bien el efecto de un coro que refleja el intrascendente y más bien crudo mundo que circundó al personaje principal (en la medida en que pueda decirse que Julián lo sea). Pero será en el espacio que componen el Diablo e Inmaculada, donde se carga la mayor dosis de conflicto, en el que se desarrolle un diálogo equilibrado y, ante todo, progresivo. Da la impresión, en efecto, de que los dos otros ámbitos queden distanciados simétricamente respecto de este núcleo conversacional en donde se cruza el coloquialismo cínico del tanatorio con la dimensión conceptual que la voz de Julián construye. La diversidad de registros habla sin duda en favor del autor, cuyo estilo se modula según haga hablar a la «calle», a Julián o al mismo Diablo, personaje construido precisamente a partir del lenguaje que utiliza, elegante y seductor –diversidad en la técnica estilista especialmente unida en esta novela a los propios temas de la misma. Y ello en la medida en que son los movimientos psicológicos de los componentes del matrimonio lo que parece preocupar en definitiva al autor. En este sentido, la tensión que recorre el aliento de Julián ante la Muerte, la vibración quejumbrosa y frustrada que le hace dar vueltas y más vueltas alrededor de contenidos existenciales, se halla íntimamente vinculada a los jalones matrimoniales que nos va desvelando a cuentagotas Inmaculada, una convivencia rutinaria y recogida, marcada además por un suceso extraño de consecuencias dispares, pues si en la práctica de la pareja resulta fatal, a ojos del lector acaba elevando moralmente al personaje masculino, hasta entonces gris, y a veces patético (y quizá por momentos excesivamente brillante, en el sentido retórico de la expresión, en sus disquisiciones sobre el no-ser ante la Muerte).

En todo caso, una constelación de conceptos sobrevuela el libro, trascendiendo por una parte la historia mundana, que no baladí, en torno al dinero, pero asimismo la presencia directa, chocante, sin duda literariamente arriesgada, de los personajes metafísicos, incardinándose a su vez en la misma narración así como en la propia estructura, tratándose como es el caso de conceptos como el de sentido, orden, destino u olvido. Casi todo queda pues a merced de lo que dicen los personajes, ellos mismos se construyen en función de sus palabras, marginándose así aspectos como el espacio físico o la acción, prácticamente inexistente, sin detrimento del interés desasosegante que suscitan sus voces (sus almas) agónicas, suplicantes e indefensas. El tratamiento del tiempo, por su parte, tampoco aporta claves internas, por más que sea cuestión explícitamente sometida por los personajes a duda y análisis como «reino de la culpa y la pérdida» frente a la inocencia. El tinte conceptista predomina pues junto con el cruce de perspectivas o de conciencias, condenadas de por vida a replanteamientos y dudas acerca de su conducta, sin perjuicio todo ello de las pinceladas realistas y sociológicas generales.

No vamos a poner en cuestión la calidad, ni mucho menos la arquitectura o el rigor de la construcción de la novela que comentamos. De hecho, en una primera lectura resulta complicado dar con todos los anclajes que equilibran el texto. Nada parece resultar gratuito y ciertamente una mínima dosis de tensión se mantiene presente durante todo el texto, tensión no obstante no tanto debida a la historia en sí, cuanto al desasosiego, a la tristeza silenciosa que contagian los personajes, pero también a la incomodidad que implican sus discursos, bastante hondos y sentidos, que penetran gradualmente en el ánimo del lector, enganchándole –tal vez no tan paradójicamente como parezca– hacia un final que intuye no sorprendente, no fascinante, pero necesario, y que anhela. Como se deduce, este libro requiere una lectura atenta, acaso no siempre satisfactoria.

Comparándola con otras novelas del autor, esta última supone una vuelta a sus ambiciones formales, tras su incursión (tampoco intrascendente) en la trama «detectivesca». Esto es, una vuelta a la investigación y búsqueda de recursos renovadores que, sin pretensión de vanguardistas o experimentales, encajen con el mundo conceptual que Guelbenzu explora, en sintonía con los elementos que estructuran toda narración. No es metaliteratura, pero sí una mirada constante, un continuo apuntar hacia el alcance que puedan tener las claves mediante la que se sustentan las historias. Así pone en entredicho los motivos que generan los conflictos –el poder, el estatus social, la perdida, el dinero–; los mismos sentimientos que anidan en las relaciones de pareja (que no dejarían de ser bajo su óptica una «institución narrativa») –el deseo, los celos, la venganza, una especie desconfianza última–; o las arcadias irracionales que nos mueven a actuar –la inocencia, la felicidad. Esto es lo que dota de dificultad a sus novelas, el que sobre la narración se indague, implícitamente, en la técnica de la narración, tan vinculada al concepto de sentido.

Por lo que toca precisamente a la técnica, en Esta pared de hielo cobra protagonismo el punto de vista de los personajes, y el cruce que entre ellos se produce, algo que ya marcó Un peso en el mundo. Puede que incluso se haya producido una mayor depuración en el sentido de que aquí se ha eliminado prácticamente toda descripción y que la acción tenga incluso menor importancia. El recurso principal al lenguaje dialogado, evitando un enfoque narrativo más allá de los personajes, vuelve a reproducirse. En cambio el registro de voces se incrementa, aumentando la riqueza expresiva de la novela. Se trata de cualquier forma de una preocupación por desvelar la intimidad de sus personajes, esa voz de la conciencia que constituye la verdadera piedra angular de su literatura. Cabe señalar, por último, la continuidad, o desarrollo incluso, no sólo en lo que respecta a los temas, sino también por lo que se refiere a la elaboración de personajes. El profesor de Un peso en el mundo se revelaba al final como un invasor de almas, como un diablo en gestación igualmente perverso en sus motivaciones. El cuestionamiento sobre la naturaleza del alma, que supone una pregunta no del alma dirigida al cuerpo, o viceversa, sino del alma a sí misma (acaso «un diálogo del alma consigo misma»), pasa de la interlocutora de Un peso en el mundo. al personaje de Julián ahora, con la novedad que incorpora su nuevo oyente, un oyente frío insensible, de hielo.

 

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