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El Catoblepas, número 58, diciembre 2006
  El Catoblepasnúmero 58 • diciembre 2006 • página 19
Libros

Bushido

Sigfrido Samet Letichevsky

El libro Bushido, el alma de Japón, de Inazo Nitobe, cien años después

«Scratch a Japanese of the most advanced ideas,
and he will show a samurai.» Inazo Nitobe

Las tradiciones japonesas, aún las que a los occidentales nos resultan más sorprendentes, muestran en el fondo la naturaleza común del alma humana. El feudalismo japonés tuvo notables similitudes con el feudalismo occidental, y la reflexión sobre ambos tal vez permita atemperar el igualitarismo absoluto y sus nocivas consecuencias.

Dos veces en el pasado siglo, la intervención de EE. UU. salvó a la Madre Patria (y la segunda contribuyó al mismo tiempo a salvar a toda la Humanidad). También dos veces impulsó la modernización de Japón. El 8 de Julio de 1853, el comandante Perry ancló frente a la Bahía de Uraga por orden del Presidente Fillmore, con el propósito de romper el aislamiento del Japón (ref. 1, pág. 20). Se desencadenó así un proceso que terminó con la hegemonía Tokugawa (1868) junto con el feudalismo, y condujo a la restauración Meiji (ref. 1, págs. 22-35). La segunda vez tuvo lugar al fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando el general Mac Arthur impuso manu militari una constitución democrática, que fue uno de los pilares del subsiguiente milagro japonés. La actuación de personas y naciones consta de errores y aciertos. No está de más recordar que en el pasado, la político exterior de EE. UU. tuvo aciertos, y algunos de ellos, muy importantes.

Yamato Damashii

Inazo Nitobe (1862-1933) nació en Morioka, en un Japón todavía feudal. Continuó sus estudios en EE. UU. y Alemania. De 1920 a 1926 fue subsecretario general de la Liga de las Naciones. En 1905 publicó Bushido. El alma de Japón [Yamato Damashii{1}]. Es un pequeño librito de 155 páginas. Pero su lectura resulta fascinante. No extrañaría que un japonés culto tenga un conocimiento minucioso de la historia y las tradiciones de su país. Pero Nitobe escribió en inglés, con una elegancia y riqueza de lenguaje que muchos ingleses envidiarían. Además, muestra un gran dominio del francés, alemán y latín, de la historia europea, religión, leyendas y literatura. En pág. 40 cita a Mencius (discípulo de Confucio) y lo compara con un Mayor Maestro que vivió 300 años después, al preguntar: «Have we not here 'as in a glass darkly' a parable...?» El entrecomillado parece referirse, sin mencionarlo, a un relato homónimo de Sheridan Le Fanu.

Bushido es el código no escrito de conducta del samurai, el caballero feudal japonés. Es comparable a los códigos de caballería europeos, donde el feudalismo fue abolido trescientos años antes que en Japón. La caballería sostenía al feudalismo, que a su vez generaba la ideología caballeresca.

Como fuentes del Bushido, Nitobe menciona al budismo (sumisión al Destino, desprecio por la vida) y al shintoismo (lealtad al soberano, reverencia a la tradición y piedad filial). Confucio y su discípulo Mencius fueron las principales autoridades morales e intelectuales.

Dedica el tercer capítulo a la «Rectitud o Justicia», que es el poder de decidir: «morir cuando es correcto morir y golpear cuando es correcto golpear». Pasa luego –capítulo IV– a la virtud del Coraje. «Percibir lo correcto –dijo Confucio– y no hacerlo, es falta de coraje». O sea: «Coraje es hacer lo correcto.»

Los hombres no lloran

Estas Cualidades (Valor, Fortaleza, Bravura, Coraje) se cultivan en los niños desde muy pequeños. Si llora, la madre lo sanciona diciéndole: «¡Qué cobarde, llorar por un dolor insignificante! ¿Qué harás cuando te corten un brazo en la batalla?»

Sin llegar a tales extremos, en Occidente también solía decirse a los niños: «Los hombres no lloran».

En Japón, se los hacía llevar mensajes antes del alba, caminar con los pies desnudos en el crudo invierno, visitar cementerios, campos de ejecución, &c.

Federico el Grande escribió que «Los Reyes son los primeros servidores del Estado» al mismo tiempo que en Japón Yozan de Yonézawa hacía exactamente la misma declaración, mostrando que el feudalismo no era todo tiranía y opresión» (pág. 50).

La creencia en el progreso hace suponer que la etapa anterior era (más) injusta y opresiva. En Occidente también se veía al señor feudal como padre de una gran familia. El campesino tenía deberes hacia él, a cambio de los cuales recibía protección (de los ataques de bandoleros o de otros señores feudales). No había «explotación» pues no había posibilidad de acumular bienes. (De ahí los frecuentes banquetes que los señores feudales ofrecían). La obligación era recíproca y su incumplimiento constituía la «felonía».

Cortesía

Dedica el capítulo VI a la Cortesía. Las buenas maneras son el dominio del espíritu sobre la carne y por lo tanto «significan poder en reposo» (pág. 64).

En pág. 67 dice: «En América, cuando uno hace un regalo, lo alaba ante el recipiente; en Japón lo despreciamos o denigramos. La idea subyacente de Uds. Es: «Este es un bonito regalo; si no lo fuera no me atrevería a dárselo, porque sería un insulto darle a Ud. algo que no sea bonito». En contraste, nuestra lógica es: «Ud. es una exquisita persona y ningún regalo es suficientemente bueno para Ud. Ud. no aceptará nada que yo pueda poner a sus pies, excepto como muestra de mi buena voluntad; acéptelo, no por su valor intrínseco, sino como testimonio».

Se plantea la pregunta: «¿Qué es mas importante, decir la verdad o ser cortés?». Así enlaza con el Capítulo VII, «Veracidad y Sinceridad». Bushi no ichi-gon: la palabra de un samurai era suficiente garantía de la veracidad de un aserto (pág. 72). No se necesitaban papeles, e incluso un juramento era incompatible con el honor del samurai.

Comercio

De todas las ocupaciones, ninguna estaba tan alejada de la profesión de las armas (o de la nobleza) como el comercio. Lo mismo sucedía en Occidente. Recordemos en Vanity Fair, de W. Thackeray, a un estudiante a quien sus compañeros llamaban despectivamente «figs» (higos) porque su padre era comerciante. O, en El ricachón en la corte, de Moliere, al Sr. Jourdain, indignado «¡Porque hay imbéciles que se atreven a asegurar que [mi padre] fue comerciante!» Y Covielle lo apoya diciendo que jamás lo fue; solamente ofrecía paños a los amigos a cambio de dinero. Montesquieu, dice Nitobe, consideraba que el apartamiento de la nobleza de los asuntos mercantiles fue una admirable política social, al evitar que la riqueza se acumulara en las manos de los poderosos.

Ningún negocio puede realizarse, dice, sin un código moral. Los comerciantes japoneses del período feudal desarrollaron instituciones mercantiles fundamentales, como gremios, bancos, la bolsa, seguros, cheques, letras de cambio, &c.; «pero en sus relaciones con gente exterior a su vocación, los comerciantes dieron razón a la reputación de su orden». Al abolirse el feudalismo, se compensó a los samurai con bonos, que podían invertir en negocios. «¿Por qué –pregunta Nitobe– no pudieron ellos introducir en los negocios su tradicional veracidad? Cuando sabemos que el 80% de las casas de negocios fracasan en un país tan industrial como América, ¿es sorprendente acaso que apenas uno de cada cien samurais (pág. 76) que entraron en el comercio pudo tener éxito en su nueva vocación? Pasará mucho tiempo hasta que se reconozca cuantas fortunas naufragaron en el intento de aplicar la ética Bushido a los negocios; pero fue pronto patente para cada observador que los caminos de la riqueza no eran los del honor....)».

«(...) con todo mi sincero aprecio a la alta integridad comercial de la raza Anglo-Sajona, me dicen en última instancia que «la honestidad es la mejor política» –que paga ser honesto–. ¿No es entonces la virtud su propia recompensa? Si se la sigue porque produce más ingresos que la falsedad, ¡me temo que Bushido más bien consentiría las mentiras!» (pág. 77). Y nos recuerda que en Noviembre de 1880 Bismarck envió una circular a los cónsules del Imperio Alemán, advirtiéndoles de «una lamentable falta de credibilidad respecto de los embarques alemanes inter alia, aparentemente tanto en calidad como en cantidad.(...). En veinte años sus mercaderes han aprendido que al final la honestidad paga. Lo mismo ha sucedido con nuestros mercaderes».

La moral mercantil no solo es incompatible con Bushido y con la moral feudal occidental, sino incluso con la moral kantiana (según la cual es un imperativo categórico; se impone siempre sin condición alguna –ref. 3, pág. 146–) La moral se desarrolló en el contacto personal entre los seres humanos. En grupos relativamente pequeños que se relacionaban «cara a cara», garantizó una conducta previsible indispensable para la convivencia. Tuvo ventajas y también inconvenientes. Por ejemplo, un artesano medieval, si por suerte, laboriosidad o inteligencia (innovando en las materias primas, procedimientos, organización, &c.) lograba fabricar su producto a un precio menor, no podía introducir estas innovaciones, para no perjudicar a sus colegas. Esta solidaridad proviene de la empatía, pero también de otros sentimientos de los que hablaremos luego. Pero el hecho es que esa solidaridad frenó el progreso tecnológico durante mucho tiempo, a costa del nivel de vida de los consumidores. Naturalmente «consumidor» es una faceta de todos los seres humanos, y casi todos tienen además la de «productores».

Las pautas de comportamiento resultan de la actividad de la gente, pero son casi siempre consecuencias no buscadas. Durante mucho tiempo, por razones ideológicas, he intentado comprar en las tiendas pequeñas y próximas. Con frecuencia me entregaban mercaderías deficientes, y alguna vez me dieron el vuelto con un billete falso. Estas cosas jamás me han ocurrido en un Gran Almacén. No sólo porque uno mismo se sirve lo que desea comprar, sino porque admiten la devolución sin hacer pregunta alguna. El personal es similar al de cualquier otra tienda. Pero la Gerencia establece las normas, y no por «bondad», sino, precisamente, porque desean conservar y aumentar su clientela y saben que la honestidad paga. Si la práctica mercantil ha obligado a los comerciantes alemanes, japoneses, y a los de todo el mundo, a actuar honestamente, ¿no es un resultado magnífico? ¿Importan acaso más las intenciones que los hechos? Bastaría recordar que «el camino del Infierno está empedrado de buenas intenciones» (como dijo al parecer el doctor melífluo, San Bernardo de Claraval, fundador de la orden del Císter, promotor de la del Temple y predicador de la Segunda Cruzada). Por manida que sea la frase, la realidad nos muestra que la intención de crear Paraísos en la Tierra, siempre produjo Infiernos.

Honor y lealtad

La honestidad está ligada al honor, tema del Capítulo VIII. «Mencius (pág. 80) enseñó siglos antes, casi con la misma frase de Carlyle, que «La Vergüenza{2} es el fertilizante de toda Virtud, buenas maneras y buena moral». Y Mencius enseñó que los hombres aman el honor, pero que este reside en uno mismo y no puede ser conferido por otros hombres. «Para evitar la vergüenza o ganar un nombre, el muchacho samurai se someterá a cualquier privación y a las más severas ordalías corporales o mentales».

El honor y la fama valían más que la vida y (pág. 85) «De las causas en comparación con las cuales ninguna vida es demasiado valiosa para sacrificarla, estaba el deber de lealtad, piedra clave que hacía de las virtudes feudales un arco simétrico».

El deber de lealtad es el tema del Capítulo IX. Cuenta la historia de Michazine. «uno de los más grandes caracteres de nuestra historia». Víctima de envidias y calumnias, es exilado de la capital. Pero sus enemigos buscan la extinción de a familia y localizan a su hijito en una escuela. Un emisario vendría a buscar su cabeza. El maestro encuentra a otro niño que se le parece. El emisario recibe la cabeza del niño y certifica su autenticidad. Este emisario había sido vasallo de Michazine. Al volver a su casa dice a su mujer: «¡Alégrate, esposa mía, nuestro querido hijo ha sido útil a su señor!».

Esta historia nos parece horrible, pero Nitobe nos hace notar su similitud con la intención de Abraham de sacrificar a Isaac, su hijo único (Génesis 22).

En pág. 92 evoca el rechazo de Sócrates a la sugerencia de sus discípulos de que se fugara de la cárcel para salvar su vida. Este hace decir a las leyes del Estado: «Puesto que has sido engendrado y nutrido y educado bajo nosotras, ¿te atreves a decir que no eres nuestra criatura y sirviente, tu y tus padres antes de ti?» Estas son palabras que no nos impresionan como algo extraordinario, porque lo mismo ha estado largamente en los labios de Bushido, con esta modificación, que las leyes y el estado estaban representados entre nosotros por un ser personal. La lealtad es una consecuencia ética de esta teoría política».

La diferencia entre lealtad a una persona y a las leyes, no es, desde luego, baladí: «Siendo la vida –pág. 95– considerada como el medio para servir al amo, y estando su ideal establecido sobre el honor, toda la educación y entrenamiento de un samurai se conducía en concordancia».

El Capítulo X versa sobre la Educación y Entrenamiento de un Samurai. «El trípode que soportaba el armazón de Bushido, se decía que era (pág. 97) Chi, Jin, Yu, respectivamente Sabiduría, Benevolencia y Coraje. Un samurai era esencialmente un hombre de acción. La ciencia estaba fuera de su ámbito de actividad».

Y en pág. 99 dice que «La caballería es ineconómica: presume de penuria.(...) Don Quijote{3} está más orgulloso de su oxidada lanza y caballo en piel y huesos que de oro y tierras, y un samurai simpatiza de corazón con su exagerado cofrade de La Mancha (...) Así los niños eran criados con total desprecio de la economía».

Y luego, en pág. 102: «La costumbre sancionaba que los alumnos llevaran a sus maestros dinero o bienes en diferentes estaciones del año; no constituían pagos, sino ofrendas, que eran bienvenidas por los recipientes, ya que eran habitualmente hombres de austero calibre que presumían de una honorable penuria, demasiado dignos para trabajar con sus manos y demasiado orgullosos para mendigar».

También en Occidente se menospreció a menudo el trabajo manual. Junto al desprecio por el comercio y por la Economía, reflejan una sociedad estática y la tendencia conservadora a evitar que cambiara. Conviene recordar que en el medioevo muchos aventureros y delincuentes «ponían pies en polvorosa» huyendo de las autoridades. No todos se dedicaron a robar en los caminos. Algunos recorrieron grandes distancias y conocieron otros países y otras maneras de vivir. Al encontrar productos (telas, artesanías de madera, hierro, marfil, piedras, &c.) desconocidas en sus lugares de origen, vieron la oportunidad de ganar dinero revendiéndolas en sus patrias. Los márgenes de ganancia de los productos exóticos eran fabulosos. Pero también afrontaban grandes riesgos (piratas, naufragios, &c.) que hacían imprescindible ese espíritu aventurero. Los que tuvieron suerte, amasaron grandes fortunas. Esos enormes márgenes de beneficio atrajeron a cada vez más comerciantes. Al aumentar la competencia y disminuir los riesgos (desarrollo de los seguros marítimos, lucha contra la piratería, mejoras en los barcos) los márgenes fueron disminuyendo, beneficiando a los consumidores. El comercio a grandes distancias, iniciado por aventureros (incluso delincuentes y piratas) fue aumentando la riqueza, el nivel de vida, la industria y la tecnología, la democracia, mejorando la estructura social, al mismo tiempo que iba transformando a los aventureros en honrados comerciantes.

Pero, volviendo a los maestros japoneses, «eran un ejemplo viviente de esa disciplina de disciplinas, el auto-control, que era universalmente requerido del samurai».

El auto-control es el tema del capítulo XI. El samurai no debía mostrar ninguna emoción. Dice en pág. 108: «El lenguaje es a menudo entre nosotros, como el francés lo define, «el arte de ocultar el pensamiento». También lo es entre nosotros. Wittgenstein escribió en 1922 (Tractatus, 4.002): «El lenguaje disfraza el pensamiento.»

Después de dar varios ejemplos de auto-control, concluye (pág. 110): «El acme y alcance del auto-control se alcanza y está óptimamente ilustrado en la primera de las dos instituciones que ahora revistaremos, es decir las instituciones de suicidio y venganza.»

El hara-kiri (Capítulo XII) es para los occidentales, la institución más conocida y también la más sorprendente. Nos dice en pág. 112: «Cuando Moisés escribió de los «intestinos [de José] compasivamente sobre su hermano», O David suplicó al Señor no olvidarse de sus intestinos, o cuando Isaías, Jeremías y otros hombres inspirados de la antigüedad hablaron de lo «sonoro» o de la «agitación» de los intestinos, todos y cada uno de ellos suscribió la creencia prevalente entre los japoneses de que en el abdomen estaba incrustada el alma».

«Y muchos buenos Cristianos, si son lo suficientemente honestos{4}, confesarán la fascinación, si no la positiva admiración por la sublime compostura con la que Catón, Bruto, Petronio y una hueste de otros antiguos de mérito terminaron su propia existencia terrena. ¿Es demasiado temerario sugerir que la muerte del primero de los filósofos fue parcialmente suicida?».

Luego describe un seppuku (hara-kiri es el nombre popular) haciendo notar sus características rituales. Pero me parece especialmente impresionante un relato que hace en pág. 118 y que me permito transcribir íntegro:

«Dos hermanos, Sakon y Naike, de veinticuatro y diecisiete años de edad respectivamente, intentaron matar a Iyéyasu («el gran Iyéyasu», dice en pág. 82) para vengar una injusticia hecha a su padre, pero antes de que pudieran entrar en el campo fueron hechos prisioneros. El viejo general admiró el valor de los jóvenes que se atrevieron a atentar contra su vida y ordenó que se les permitiera tener una muerte honorable. Su hermanito Hachimaro, un niño de ocho años, fue condenado a la misma suerte, ya que la sentencia se pronunció sobre todos los miembros masculinos de la familia, y los tres fueron llevados a un monasterio donde sería ejecutada. Un médico que estaba presente en la ocasión nos ha dejado un diario, del que se transcribe la siguiente escena:

«Cuando todos estaban sentados en una fila para el despacho final, Sakon se volvió hacia el más joven y dijo: «Ve tu primero, porque quiero estar seguro de que lo harás correctamente». Al responder el pequeño que, como nunca había visto realizar un seppuku, quisiera ver hacerlo a sus hermanos y luego podría seguirlos, los hermanos mayores sonrieron entre lágrimas: «¡Bien dicho, pequeño! Así puedes presumir de ser hijo de nuestro padre». Cuando lo colocaron entre ellos Sakon hincó la daga en el costado izquierdo de su abdomen y dijo: «¡Mira hermano! ¿Entiendes ahora? Solamente, no presiones la daga demasiado, para no caer de espalda. Más bien inclínate hacia delante y mantiene tus rodillas bien compuestas». Naike hizo lo mismo y dijo al muchacho: «Mantén tus ojos abiertos pues de otro modo podrías parecer una mujer moribunda. Si la daga encuentra resistencia y tu fuerza amaina, toma coraje y dobla el esfuerzo para cortar a través». El niño miró de uno a otro, y, cuando ambos habían expirado, calmamente desnudó medio cuerpo y siguió el ejemplo puesto ante él a ambos lados».

En el libro de Sir Thomas Browne, Religio Medici, hay un equivalente exacto –dice en pág. 121– «de lo que se enseña repetidamente en nuestros preceptos: «Es un bravo acto de valor despreciar la muerte, pero cuando la vida es más terrible que la muerte, es entonces el verdadero valor atreverse a vivir.»

Para Nitobe, son ejemplos que confirman la identidad moral de la especie humana «independientemente de las frecuentes tentativas de hacer la distinción entre Cristianos y Paganos lo mayor posible». Luego se refiere a la venganza, afín a los duelos y linchamientos.

El Capítulo XIII se llama «La espada, el alma del samurai». «Cuando Mahoma proclamó que «la espada es la llave del Cielo y del Infierno», solo fue un eco del sentimiento japonés» (pág. 127). Los niños samurai juegan con una espada de madera, pero a los cinco años se les concede una verdadera.

Del «Entrenamiento y posición de la mujer» se ocupa el Capítulo XIV. «Como hija, la mujer se sacrifica por su padre, como esposa por su marido y como madre por su hijo. Así desde la más temprana juventud fue enseñada a negarse a sí misma».

Parece ser similar a la citación de la mujer en los países musulmanes. Sería una consecuencia del feudalismo. Generalmente no comparamos nuestra forma de vida actual con nuestra forma de vida en el pasado, sino que nos comparamos sincrónicamente con otras sociedades actuales, olvidando que el feudalismo finalizó en Europa 300 años antes que en Japón, y que en el mundo musulmán esa etapa aún no ha finalizado. Hasta Marx reconoció que la humanidad emergió de la vida animal gracias a la esclavitud. Sólo el fomento de la economía y la evolución política (promovida por intelectuales como Ayaan Iris Alí, ref. 4) ayudará a sus mujeres y hombres, porque: «La renuncia de la mujer a sí misma por el bien de su marido, hogar y familia era tan voluntaria y honorable como la renuncia de sí mismo del hombre por el bien de su señor y país».

Ambas se vinculan al feudalismo y al aún apenas incipiente proceso de individuación que, por supuesto, aún en los países mas adelantados está lejos de ser completo en la actualidad y no tendría sentido que las generaciones futuras nos lo reprochen. Por eso la indignación «moral» y las apelaciones consiguientes, no tienen mucho sentido.

El Capítulo XV trata de la Influencia de Bushido. «Lo que Japón fue –pág. 150– lo debió al samurai. Ellos fueron no solo la flor de la nación, sino también su raíz.» Y en pág. 153: «De muchas maneras Bushido se filtró de la clase social en la que se originó, y actuó como levadura en las masas, suministrando un estándar moral para todo el pueblo.»

No hay duda de que Bushido es una ideología aristocrática. A medida que aumentaron el nivel de vida y la alfabetización, las naciones se fueron democratizando. Como en el ancienne regime el poder era detentado por la aristocracia, la democratización apareció como opuesta a la aristocracia «de sangre». Pero, así como muchos extendieron irreflexivamente la igualdad ante la ley a una igualdad absoluta (sobre todo económica), extienden también la oposición contra la aristocracia de sangre a la oposición a toda aristocracia. Se llegó a extremos tales como despreciar a los intelectuales y creer que la riqueza es creación exclusiva de los obreros (y que el quid está en el «reparto», no en la producción de la riqueza). En los países más democráticos la gente vota, para bien o para mal, guiada por una minoría intelectual. Aunque seamos iguales ante la ley, no tenemos la misma inteligencia y conocimientos de Newton, Einstein o Bill Gates, ni la misma creatividad y sensibilidad de Shakespeare, Mozart, Beethoven o Leonardo. Hombres como esos nacen de a uno cada muchas decenas de millones de personas corrientes. Ellos son, como dice Nitobe de Bushido, la levadura que hace crecer la masa, mejorar la sociedad y la vida de todos. Esa masa está formada por una inmensa mayoría de personas que hacen su trabajo, sin aportar nada nuevo. Son imprescindibles; es absurdo imaginar un genio en una isla desierta y la levadura sin harina de nada sirve. Pero los políticos que adulan a «las masas» en busca de sus votos o de acciones violentas que podrían catapultarlos al poder, no benefician en nada, sino que hacen mucho daño a la gente, incluyendo a los que los apoyan.

Envidia

«Ya va siendo hora de actuar de tal modo que no se crea necesario hacer del envidioso la norma de la política económica y social.» Helmut Schoek

En el Capítulo XIV hay algunos párrafos que he reservado para comentar en otro contexto. En pág. 144 dice: «He notado una noción más bien superficial que prevalece entre extranjeros semi informados, de que porque la expresión común japonesa para la esposa de uno es «mi rústica esposa» y similares, ella es despreciada y tenida en poca estima. Cuando se cuenta que frases como «mi tonto padre», «mi cerdo hijo» o «mi tosco ser», &c., son de uso corriente, ¿no es la respuesta suficientemente clara?».

«Me parece que nuestra idea de unión marital va en algunos aspectos más lejos que la así llamada Cristiana. «Hombre y mujer deben ser una carne».El individualismo de los Anglo-Sajones no puede abandonar la idea de que marido y mujer son dos personas;-entonces cuando disienten, sus derechos separados son reconocidos, y cuando concuerdan, agotan su vocabulario en toda clase de apelativos tontos y halagos sin sentido. Suena altamente irracional a nuestros oídos, cuando un marido o esposa habla a una tercera persona de su otra mitad –mejor o peor– como siendo amoroso, brillante, amable, &c. ¿Es de buen gusto decir de uno mismo «soy brillante», «mi amorosa disposición», y así de seguido? Pensamos que elogiar a la propia esposa es elogiar a una parte de uno mismo, y el auto-elogio es considerado, por decir lo mínimo, de mal gusto entre nosotros, y espero, ¡entre las naciones Cristianas también! He sido algo extenso porque la humillación cortés de la propia esposa fue una costumbre en boga entre los samurai».

Se trata de actitudes similares a las ya citadas (de la pág. 67). Comparémoslas con lo que dice Helmut Shoek (ref. 5). En pág. 88: «Los indios hopi conocen el peligro de la envidia. Una de sus normas capitales es nunca alabarse o jactarse. «La gente puede robar las cosas del jactancioso o dedicarse a hechicerías malévolas contra él. [R. B. Branat, Hopi Ethics, 1954.] Y leemos en pág. 119: «Apoyándose precisamente en esta historia [Schiller, El anillo de Polícrates], alude Nilsson a la idea de que la excesiva alabanza atrae la desgracia. Debe hacerse frente a las alabanzas con signos de autohumillación, como escupitajos o gestos obscenos. En esto han hecho los griegos lo mismo que todos los pueblos primitivos. Se trata del complejo del mal de ojo».

Schoek considera que la envidia es inherente al ser humano. Una de las razones fundamentales de este hecho (pág. 18) es la larga duración de la infancia humana, «que expone a los niños durante más largo tiempo que en el caso de los animales a la experiencia de los celos de los demás hermanos en el seno de la familia (...)».

Admirar a personas más ricas, inteligentes o sabias, sería una actitud constructiva (en el prólogo a la segunda parte del Quijote dice Cervantes: «He sentido también que me llame envidioso y que como a ignorante me describa qué cosa sea la envidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bienintencionada». Y la nota 9 dice que es la que «promueve la emulación y la superación personal»). Pero Schoek nos dice (ref. 5, pág. 73) «en qué consiste la envidia: en el deseo devorador de que nadie tenga algo, en el gozo de destruir en los otros y en perjuicio de los otros, aún sin obtener la más mínima ventaja personal por ello». Y en pág. 26: «(...) los políticos guiados por tendencias envidiosas juzgarán más soportable una renta nacional igual para todos, aunque sea más pequeña, que una renta nacional mayor, pero que permitiera en el seno de la población la presencia de algunos ciudadanos más ricos». Por si hiciera falta alguna confirmación, transcribo un párrafo de ref. 6: «Una consigna característica de la época de Mao era la de comer todos del mismo tazón de hierro». Hebe de Bonafini dijo: «La sociedad que imagino es una sociedad donde podamos compartir (...). Una sociedad en la cual, si hay poco, todos tengamos poco (...)». Por la misma época declaró: «No he escuchado ni a un solo político decir «vamos a luchar contra la riqueza». Todos se limitan a luchar contra la pobreza». Según H. de Bonafini, habría que luchar contra la riqueza para que todos seamos igualmente pobres. Subyace la idea de repartir lo que «hay», nunca la de crear riqueza».

«El propio Fidel Castro advirtió recientemente en un discurso que «hace muchísimo daño ese exceso de dinero que tiene mucha gente», y llamó a adoptar medidas para evitar que las desigualdades se incrementen... los dueños de restaurantes privados, popularmente llamados paladares y otros trabajadores por cuenta propia «que pueden llegar a ganar 1000 dólares mensuales, equivalentes a 20.000 pesos, cuando los maestros, médicos y policías que trabajan para el Estado sólo ganan entre 140 y 400 pesos mensuales (...). Y más insólito es lo que ocurre desde Julio a los «programadores de equipos de cómputo». Pueden programar pero no «impartir docencia en esta materia» ni «prestar servicio de mecanografía en documentos».

«Casi todos los gobiernos van comprendiendo que la educación, y muy en especial la informática, es decisiva para el progreso económico. Cuba es el único país que prohíbe enseñar a quienes pueden hacerlo. Ya que no se puede enriquecer a todos, tal vez empobrecer a algunos aplaque las envidias».

Las actitudes citadas anteriormente tienen por objeto evitar la envidia destructiva de los otros. Los humanos somos envidiosos y la envidia fue casi siempre denostada como un grave vicio. Según Schoek (ref. 5, pág. 125): «Fue mérito histórico de esta ética cristiana, haber estimulado y protegido en Occidente, precisamente mediante esa represión de la envidia, la fuerza creadora humana, y hasta haberla quizás potenciado hasta los niveles actuales». Incluso atribuye (pág. 106) el origen de la propiedad privada a la necesidad de protegerse contra la envidia, que se desplazaría de las personas a los objetos. Sólo los milenarismos, y sobre todo el marxismo, han hecho (pág. 262) de la envidia una virtud. Y dice en pág. 217:

«Las ideas socialistas sobre los procesos económicos son una recaída en la mentalidad causal colapsante de los pueblos primitivos: el bienestar de otro debe ser la causa de mi sufrimiento o de mi fracaso (todo aquel a quien le van bien las cosas me perjudica). Aquel a quien aguijonea la envidia o el que se siente aquejado por la envidia de otros encuentra un consuelo en el socialismo.(...) Al echar anclas en el ámbito prerracional de la estructura básica del hombre, el socialismo consigue inmunizarse frente a toda refutación lógica o empírica».

Pero si bien es necesario establecer un dique de contención a la envida (tan eficaces como la doctrina de Calvino acerca de la predestinación), «La esperanza de una humanidad liberada de la envidia (pág. 264) olvida que sin la capacidad de envidiar no puede darse ninguna sociedad», pues (pág. 297) «carecerá de los resortes de control necesarios para su existencia como tal sociedad (...)».

«(...) No deja de ser sorprendente que en el decurso de los últimos milenios los hombres de algunas sociedades hayan conseguido reducir este impulso fundamental hasta unos límites que permitan conseguir resultados civilizadores sobre la base de la desigualdad de los individuos».

Lo anterior no quita validez alguna a las explicaciones de Nitobe, pero aclaran otro aspecto muy importante y general acerca del funcionamiento de la mente, de las características de las relaciones humanas y de la ideología.

Referencias

  1. «Japón contemporáneo» (hasta 1914). Julio Moreno García, Historia del Mundo Contemporáneo, Akal 1989.
  2. Inazo Nitobe, «Bushido. The soul of Japan», IBC Publishing (2003). Agradezco a Miss Kazuko Igarashi, de Kowada, el haberme hecho conocer este libro, obsequiándome la edición en inglés. Por la calidad de la versión original, me considero afortunado por haberla leído en inglés. En español se publicó en 1909 (Daniel Jorro, Madrid), en versión de Gonzalo Jiménez de la Espada sobre la 13ª edición; después de la Guerra Civil española se publicó una nueva versión (Madrid 1941), en traducción nada menos que del general José Millán Astray, el fundador de la Legión española.
  3. Manuel García Morente, La Filosofía de Kant, Espasa Calpe, 1986.
  4. Ayaan Iris Alí, «Soy una disidente del Islam», El País, 18-2-2006.
  5. Helmut Schoek, La envidia y la sociedad (1968). Unión Editorial—Fundación Cánovas del Castillo (1983).
  6. Sigfrido Samet, «Ideología y cambio real», El Catoblepas, nº 13.

Notas

{1} El alma de Japón.

{2} En España se llama a la cobardía «vergüenza torera», pues el torero debe hacer frente al toro aún a costa de su vida.

{3} En «Cervantes y el Quijote»; Martín de Riquer («Don Quijote de La Mancha», edición del IV Centenario, Real Academia Española), dice (pág. LXV): «Para llegar a una cabal comprensión del Quijote, pues, es preciso tener bien en cuenta que esta novela no es una sátira de la caballería o de los ideales caballerescos, como algunas veces se ha afirmado y puede hacer creer un juicio precipitado, sino la parodia de un género literario muy en boga en el siglo XVI». Que esto es así lo confirma Cervantes en su prólogo a la 2ª Parte, pág. 543, en el que muestra un espíritu digno de Bushido: «Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de los que saben dónde se cobraron: que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga, y es esto en mí de manera que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella».

{4} Es verdad que esas muertes sublimes nos resultan fascinantes, así como el hara-kiri es lo más tradicionalmente conocido de Japón en Occidente, debido a esa misma fascinación. Estamos educados para la conservación de la vida, a la que consideramos el valor máximo. Sin embargo toda persona valora algo (el honor, la fama, un ser querido, la realización de una obra) más aún que la vida, a veces sin confesárselo, salvo en la fascinación por esas muertes, que también ponen en evidencia la comunidad de fondo entre los humanos.

 

El Catoblepas
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