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El Catoblepas, número 59, enero 2007
  El Catoblepasnúmero 59 • enero 2007 • página 17
Comentarios

Sobre Alfa y Omega

Alfonso Fernández Tresguerres

Reflexiones a propósito de una reseña

En el Boletín nº 5 de la Sociedad Asturiana de Filosofía (Diciembre 2006) publica Alberto Hidalgo Tuñón un interesante comentario sobre mi libro, publicado en septiembre de este año en Eikasía Ediciones, Alfa y Omega. Nacer y morir en Asturias. Yo no sé si debo pensar que, en términos generales, el balance global que hace de él es positivo; y no sé si debo pensarlo porque si bien es cierto que en algunos momentos se le dedican unos elogios tales que no dejará de haber quien piense (yo el primero) que resultan excesivos, y dictados, acaso, más por la amistad que nos une que por un análisis sereno y objetivo del producto mismo (máxime si se tiene en cuenta que tales elogios no se hallan referidos únicamente a este libro concreto, sino también a mi propia persona, quiero decir, mejor, al resto de mis trabajos o faenas filosóficas, como Hidalgo, con símil taurino, los denomina), no lo es menos que Alberto Hidalgo no renuncia a colocar de vez en cuando, aquí y allá (me serviré de idéntico símil), alguna que otra banderilla al morlaco, que, como es obvio, somos mi engendro y yo. Por supuesto, nada tengo que objetar al hecho en sí de que se me banderillee: no faltaba más que a mí me sea permitido discutir lo que dicen Frazer o Van Gennep –o, para el caso, el propio Hidalgo– y que, sin embargo, no se pudiese discutir lo que digo yo, especialmente cuando se hace con la entera cordialidad y corrección que presiden el comentario al que me estoy refiriendo. Mas, por idéntico motivo, nadie negará mi derecho a discutir, a mi vez, lo que él dice, sacudiéndome, de ese modo, las banderillas en cuestión. Pues bien, lo haré respetando el orden en que han sido colocadas. En consecuencia, en lugar de elaborar, por mi parte, un nuevo discurso en el que ir integrando sus objeciones y mis respuestas, me conformaré con seguir el suyo, manteniendo un hilo argumental similar al que él ha mantenido, y ello aunque no siempre se adviertan con claridad las junturas naturales establecidas por Alberto Hidalgo para el despiece de mi libro, al punto que, en ocasiones, me veré obligado a dejar para más tarde cuestiones que entiendo deberían plantearse antes, o viceversa.

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Al comienzo de Alfa y Omega yo afirmo, es verdad, que me ocuparé únicamente de aquellas prácticas, costumbres o supersticiones relacionadas con el nacer y el morir que sólo pueden ser explicadas en términos mágicos, y en tal declaración cree ver Alberto Hidalgo una suerte de dialelo epistemológico o petición de principio, «pues no tiene demasiado misterio interpretar como mágico lo que ya ha sido seleccionado por poseer precisamente ese rasgo» (pág. 97), y, en consecuencia, el esfuerzo tendente a poner de relieve el significado mágico de tales fenómenos resultaría ridículamente inútil, aunque inmediatamente añadirá Hidalgo que «tal impresión desaparece cuando advertimos la 'carga teórica' de la prueba» (pág. 97). Yo no sé si tal precisión es suficiente para concluir que Alberto Hidalgo ha terminado por entender claramente cuál es mi propósito o si subsiste todavía algún malentendido. Me permitiré, ante la duda, alguna matización.

Si lo que yo hubiera hecho fuese, en efecto, seleccionar una serie de costumbres mágicas para luego concluir que han de ser interpretadas en términos mágicos, entonces calificar tal proceder de dialelo epistemológico no pasaría de ser una simple cordialidad académica para designar a lo que no otro nombre tiene sino el de estupidez. Pero lo que yo he hecho es algo muy diferente y, hasta cierto punto, inverso a esto: en Alfa y Omega se recogen las principales prácticas y costumbres relativas al nacimiento y la muerte, tal como las encontramos en la tradición popular asturiana, y se comienza, es cierto, por aclarar que aquéllas en las que primordialmente centraremos nuestra atención son las que pueden ser interpretadas como nacidas del pensamiento mágico –o mejor aún, que no pueden ser interpretadas más que de ese modo–, en tanto que se dejan a un lado todas las que tienen un sentido puramente religioso-cristiano o simplemente profiláctico o higiénico –con independencia de que cualquiera de ellas pueda solaparse, en ocasiones, con una práctica mágica, o esconderse tras ella–. Y por eso hay veces en las que costumbres meramente religiosas o médicas ni siquiera son mencionadas ni recogidas en el libro. Ahora bien, esto no supone una petición de principio, de modo que yo me habría limitado a seleccionar una serie de costumbres de carácter mágico para después interpretarlas, triunfalmente, como mágicas. Repito que llamar a esto petición de principio no sería más que una forma educada de referirse a la memez. Pero lo que sucede es algo muy distinto: y es que yo he realizado previamente una discriminación fenomenológica, clasificando, analizando e interpretando los fenómenos a estudiar, para seleccionar, justamente, aquéllos que tienen un significado mágico (porque lo tienen, y no porque arbitrariamente yo haya decidido atribuírselo), y a continuación expongo la prueba de ello al lector, o, si se quiere decir de otro modo, le invito a recorrer conmigo el camino que yo previamente he recorrido. Y sucede, además, que tal prueba no se limita –no podría limitarse, a menos de caer otra vez en brazos de la tontería– a decir que tienen un sentido mágico, sino por qué lo tienen, señalando, asimismo, el principio mágico que alienta tras cada uno de tales fenómenos y el significado último –siempre en clave mágica– que cabe asignarles. Quiero decir, por tanto, que no se parte de costumbres mágicas para después concluir que son tales, sino de costumbres cuyo análisis prueba que sólo se pueden ser interpretadas en términos mágicos, lo que viene a significar que únicamente tras dicho análisis estamos autorizados a calificarlas como «mágicas», pero no antes. Y aunque, por supuesto, resulta obvio que se trata de costumbres y creencias puramente supersticiosas e irracionales –sin perjuicio de su ocasional funcionalidad, cualesquiera que sean las causas de ésta–, Alfa y Omega, sin renunciar, desde luego, a llamar la atención sobre ello, y especialmente sobre el absurdo subyacente a la confusión entre la causalidad científica o racional y la causalidad mágica, lo que persigue, ante todo, no es llevar a cabo la descalificación epistemológica, ontológica o gnoseológica de tales creencias, sino comprenderlas. Diríamos que en esta ocasión la filosofía –si es que Alfa y Omega es un libro de filosofía, según juicio de Alberto Hidalgo, que yo le agradezco– quiere ser fiel a aquél principio de Espinosa:

«No burlarse, no deplorar ni detestar, sino comprender» [Tratado político, I, 4.]

Mas volviendo a la prueba, ni siquiera con lo anterior podría considerarse completa a menos que se acabe por desbordar el folklore asturiano para conectarlo con otros, poniendo de relieve cómo costumbres idénticas o similares se hallan en los más variados lugares geográficos, no sólo de España, sino también de Europa y hasta del mundo entero, porque únicamente de ese modo quedará disipada cualquier duda o recelo que nuestra interpretación hubiera podido suscitar, al poner de manifiesto cómo lo mismo o similar, pero con sentido idéntico, se encuentra, igualmente, en otros muchos pueblos y culturas, lo cual es prueba suficiente de que con lo que tratamos en realidad es con una forma de pensamiento anterior al pensamiento científico y filosófico, pero igualmente universal, no sólo en su momento, sino seguramente también en la actualidad, aunque, sin duda alguna, en unos determinados sectores sociales más que en otros. Por eso, Alfa y Omega es un libro regional, mas no regionalista: en el orden de los fenómenos no desborda, es verdad –ni tendría por qué hacerlo, siendo, como es, un estudio sobre folklore asturiano–, el ámbito geográfico de Asturias, pero se ve obligado hacerlo en el de la prueba, lo que lo aleja de cualquier ridícula pretensión regionalista de buscar peculiaridades insólitas, dado que, al contrario, lo que precisamente demuestra es la necesidad ineludible de conectar el folklore asturiano con el pensamiento mágico universal. De ahí que no tiene por qué darle Alberto Hidalgo tantas vueltas al por qué del título del libro. Titular una obra que trata del nacimiento y la muerte Alfa y Omega no tiene, seguramente, nada de original, mas tampoco, imagino, de sorprendente o extravagante, pero si, además, el nacer y el morir de los que se habla tienen como referencia a Asturias, en cuyo escudo figuran esas dos letras griegas, entonces el título parece cantado: Alfa y Omega no puede titularse más que Alfa y Omega.

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En otro orden de cosas, me reprocha Alberto Hidalgo –porque es claro que su observación no tiene una intención meramente descriptiva, sino que encierra una crítica y un reproche– que «si bien Alfonso Fernández Tresguerres ha escrito un libro 'redondo', bien diseñado, fluido, ameno e interesante, no sólo no ha logrado establecer ningún cierre antropológico, sino que ha eludido regresar en su análisis al plano de la 'filosofía de la religión', por más que su aceptación del materialismo filosófico y su utilización especular de la teoría de las 'ceremonias enantiomorfas' pudiera inducir a entenderlo así» (págs. 97-98). Respecto a lo primero, mi respuesta es una pregunta: ¿cómo se puede pedir que establezca un cierre antropológico un libro que no es de antropología, como el propio Alberto Hidalgo señala al comienzo de su reseña? Y eso sin tener en cuenta las dificultades con las que la propia antropología se encuentra para establecer cierres, como sucede, en general, con cualquier otra disciplina en cuyo campo se encuentren sujetos operatorios, sean humanos (caso también de la psicología, por ejemplo), sean, incluso, animales (al menos, no me parece a mí que los cierres al alcance de la etología puedan equipararse a los establecidos por la ciencias físico-matemáticas). En cuanto a lo segundo, yo no sé si entiendo muy bien lo que quiere decir Alberto Hidalgo: ¿supone, acaso, que todo análisis llevado a cabo desde el materialismo filosófico ha de regresar por fuerza al plano de la filosofía de la religión? ¿Qué ha de hacerlo todo análisis de un par de ceremonias en tanto que enantiomorfas? Alfa y Omega no regresa, en efecto, al plano de la filosofía de la religión ni de la religión misma, porque lo hace al de la magia, y aunque seguramente la diferencia entre ambas no resulte tan nítida como parece pensar Frazer, y menos aún por las razones por él esgrimidas, considero, no obstante, que existen elementos lo suficientemente distintivos y obvios que permiten diferenciarlas, y, así, si bien la religión (al menos en el terreno de la práctica) puede hallarse contaminada por creencias mágicas (e incluso no es infrecuente que lo esté), la magia, sin embargo, entendida como una concepción irracional y supersticiosa de la relación causa/efecto, puede establecerse y sustentarse con independencia de cualquier creencia religiosa. O lo que es lo igual: creo que no existen demasiadas dificultades para defender la tesis de que la magia puede resolverse perfectamente en términos circulares y radiales, sin necesidad de remontarse al eje angular. De ahí que cuando Alberto Hidalgo concluye que la perspectiva predominante de Alfa y Omega es circular y naturalista, y añade que eso pudiera sugerir que, en mi opinión, las ceremonias del nacer y del morir no tienen nada de «mistérico» ni de «salvífico», es menester introducir alguna matización. A mí, por supuesto, no me molesta en absoluto tal conclusión, sino todo lo contrario, porque desde luego no entiendo el nacimiento y la muerte como algo «mistérico» o «salvífico», sino como acontecimientos enteramente naturales y circulares, en la medida en que, obviamente, no sólo afectan a quien nace o muere, sino también a la familia e incluso al grupo social. Ahora bien, si de Alfa y Omega se halla ausente la dimensión religiosa (o cuanto menos queda muy desdibujada y en segundo plano), no es debido a que el autor haya impuesto a los fenómenos estudiados su propia concepción del nacer y del morir, sino, ante todo, porque la perspectiva desde la que son estudiados (el pensamiento mágico) excluye (al menos hasta cierto punto) la perspectiva religiosa, o, si así se quiere, puede llevarse a cabo con independencia (o relativa independencia) de ella. Lo cual no significa que en Asturias el nacer y el morir se concibiesen (o se conciban) completamente desligados de la religión, ajustándose, así, de modo pleno, la mentalidad asturiana a la mía propia (afirmación que además de falsa resultaría sencillamente ridícula). Por tanto, yo no pretendo decir que en la tradición popular asturiana el nacimiento y la muerte se pensasen y se viviesen al margen de la religión, sino únicamente que las más de las costumbres, creencias y supersticiones suscitadas por ambos acontecimientos pueden ser perfectamente explicadas sin contar con ella. Por lo demás, supongo que de regresar desde el material fenoménico a Ideas religiosas, éstas no serían otras que las de la religión cristiana, y entonces el asunto y el análisis subsiguiente hubiesen resultado del todo triviales, y absolutamente perogrullesco hubiera sido decir, por ejemplo, que los cristianos creen en el cielo y el infierno, o explicar que la extremaunción, el entierro o el bautizo tienen como finalidad incorporar al recién nacido o al difunto al rebaño divino, &c. Y conste que yo no digo que un estudio desde ese ángulo no pudiera, quizá, llegar a tener algún interés, dependiendo de los objetivos perseguidos por el autor y de su habilidad analítica. Como lo tendría, seguramente, examinar toda esa fenomenología desde coordenadas socioeconómicas o ideológicas, sociológicas, históricas o psicológicas. Pero no era eso lo que a mí me interesaba, y de haberlo hecho estaríamos hablando de otro libro distinto. Lo único que yo pretendía es desentrañar el trasfondo mágico de todas esas prácticas, creencias y supersticiones, sin que ello excluya, desde luego, la posibilidad de analizarlas desde otros parámetros, como cualquiera de esos enfoques no excluiría tampoco el que yo he adoptado. Por eso entiendo que no es justo que se me pidan cuentas sobre algo que no he pretendido hacer, ni que Alfa y Omega sea enjuiciado por lo que no es. Mayor interés podría tener el asunto si en el regreso a Ideas religiosas nos encontrásemos con algunas pertenecientes a formas de religiosidad distinta a la cristiana. En principio, lo dudo, pero confieso que no he realizado un examen detallado del material fenoménico de referencia desde esa óptica, pero, una vez más (repito), no era eso lo que me interesaba ni pretendía, sino desentrañar el sentido mágico de dicho material.

Por esto que estoy diciendo es por lo que la figura del cura queda, sino total, al menos sí parcialmente desdibujada en el libro; porque dicha figura, fundamental desde la perspectiva religiosa, en el libro no pinta nada –o pinta muy poco–, y sólo cobra algún interés cuando su presencia en determinadas ceremonias podría sugerir que éstas son primordialmente religiosas, mas, sin embargo, ocultan, en el fondo, un ceremonial mágico, o se establecen a partir de él, y en cuyo significado yo no dudaría en colocar la esencia de la ceremonia en cuestión. Porque, en efecto –y este es el punto en el que Alfa y Omega se encuentra inevitablemente con la religión–, muchas veces una determinada ceremonia religiosa oculta un ceremonial mágico, o se entrecruza con él, o –como acabo de señalar– se constituye a partir de él; oculta, en suma, un sentido mágico. Es el caso, por ejemplo, de las ofrendas alimenticias que acaban por ir a parar al cura, o el ritual= de la misa de agregación después de la cuarentena de la madre, en la que ésta debe permanecer a la puerta de la iglesia hasta que el sacerdote la haga pasar. Nos hallamos, aparentemente, ante un acto religioso, y, sin embargo, el significado esencial de tal acto hay que buscarlo en un típico rito de agregación –«pasar el umbral»–. Y no es infrecuente, como digo, sino todo lo contrario, ese solapamiento o entrecruzamiento entre ceremonias religiosas y mágicas –como sucede, por lo demás, entre éstas y aquéllas que, en último término, acaban rindiendo importantes servicios puramente profilácticos o higiénicos–. En general, yo me atrevería a decir incluso que en todas las ceremonias de carácter religioso (cristiano) que se despliegan a propósito del nacimiento y la muerte (y probablemente no sólo en Asturias), casi siempre acaba por descubrirse operando algún principio mágico. Después de todo, tampoco sería la primera vez que el cristianismo se apropia de celebraciones o rituales paganos para establecer sobre ellos los suyos propios.

Otras veces sucede, en cambio, que es una ceremonia indiscutiblemente mágica la que para constituirse toma la forma de un ceremonial religioso. Sirva de ejemplo el bautismo prenatalicio. Se trata, como es obvio, de un ritual consistente en un simulacro del bautismo, que toma, pues, la forma de éste, pero que en modo alguno es una ceremonia religiosa, ni podría serlo tampoco, entre otras razones obvias, porque ninguno de los presentes está autorizado para llevarla a cabo, es decir, porque falta, precisamente, el cura.

Así pues, hay ocasiones en las que una ceremonia religiosa se constituye sobre una práctica mágica, y otras en las que es una ceremonia mágica la que toma la forma de un ritual religioso. En las primeras, el cura suele hallarse presente, y en las segundas ausente, pero en ambos casos, creo yo, el significado esencialmente mágico es el mismo. Y, como digo, este es el plano de análisis que le interesa a Alfa y Omega. Por eso –insisto– no se regresa a Ideas religiosas, sino mágicas, y el resto de rituales que tienen un sentido puramente religioso cristiano, y no son muchos –quiero decir que no son muchos aquéllos en los que no se acabe detectando algún sentido mágico–, se dejan a un lado. El análisis en términos religiosos de todas esas prácticas y costumbres, además de su trivialidad, tiene el inconveniente de que se mantendría en un nivel puramente superficial –en la pura apariencia– a menos de tomar contacto con las Ideas mágicas. En cambio, su estudio desde la perspectiva mágica, no sólo entiendo que es el verdaderamente esencial, sino también que puede llevarse a cabo con relativa independencia de la religión.

Ahora bien, sigo pensando que hubiese resultado demasiado gravoso para el lector –o para los más de los posibles lectores– desplegar ante él análisis tan exhaustivos de todos y cada uno de los ceremoniales que se examinan en el libro, a menos que éste corriese el peligro –y es una simple broma, no se me interprete como presunción o pedantería– de haberse convertido en un remedo de la primera versión de La rama dorada. En lugar de ello, he optado por presentar al lector los resultados de todos esos análisis que yo previamente he realizado, aunque tratando de justificar, en todo momento, el por qué de mi interpretación. Y otro tanto vale para el resto de discriminaciones que podrían hacerse desde los distintos momentos de la teoría de las ceremonias (no sólo, en consecuencia, respecto al momento esencial o constitutivo) o desde la taxonomía de las mismas, señalando en todos los casos si una ceremonia es abierta, plural, formalizada, &c. Entiendo, repito una vez más, que el libro podría haber resultado en exceso pesado, perdiendo el lector, a cada paso, el hilo conductor del mismo. Yo no sé si la utilización del materialismo filosófico está al alcance o no de todo el mundo, pero creo que cualquier lector interesado en conocer la taxonomía de un ceremonial concreto, no tendrá demasiadas dificultades para clasificarlo teniendo a la vista la clasificación establecida por el propio Bueno, o la de Van Gennep, si así lo prefiere. La principal dificultad, me parece a mí, se encuentra en desentrañar el significado esencial de las distintas ceremonias, pero eso es, justamente, lo que yo –con mayor o menor éxito– analizo con un cierto detalle. Mas poner el pie en el terreno de la esencia es imposible, en el caso concreto que nos ocupa, sin examinar ambos ciclos ceremoniales (nacimiento y muerte) en tanto que inversos o «enantiomorfos».Y esto (que sin duda presenta, asimismo, una cierta dificultad) también lo hago yo. No creo, pues, que pueda acusárseme de pedir al lector que lo haga él todo, para eso mejor hubiese comenzado por pedirle que escribiese él el libro. Pero sugerirle que, si tiene curiosidad, compruebe por su cuenta si una ceremonia es plural o unitaria, me parece que nos es mucho pedir. Y si me permito cursar tal petición a mis posibles lectores, no es debido ni a mi vagancia ni a mí intención de adularlos, sino que obedece a la única pretensión de que el libro tenga una cierta fluidez y, en la medida de lo posible, amenidad. Puede tener la completa seguridad Alberto Hidalgo de que mis notas son mucho más extensas que el propio libro, pero he optado –y alguien puede pensar, y está en su derecho, que erróneamente– por crear un producto más digerible, aunque no por ello (espero) menos riguroso. Ahora bien, si como dice Alberto Hidalgo, mi trabajo plantea más dudas de las que despeja, le ruego que tenga a bien decirme cuáles son las suyas y con mucho gusto intentaré despejárselas.

Y volviendo al examen de nacimiento y muerte como ciclos ceremoniales inversos, quiero aclarar que se equivoca quien piense que ése es el objetivo primordial de Alfa y Omega o su conclusión final: la conclusión del libro es todo el libro (excepto, claro está, los dos capítulos puramente descriptivos en los que se presentan al lector los hechos que vamos a analizar), incluidos los capítulos en los que se ordenan las ceremonias de ambos ciclos conforme al esquema de los ritos de paso de Van Gennep, que si son mucho más breves que el resto y se mantienen en un plano de mera secuenciación de las ceremonias, no es porque se renuncie a interpretar (o no se sepa hacerlo), sino porque la interpretación ya ha sido hecha con anterioridad.

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Dice Alberto Hidalgo que él no cree que se profundice más «remitiendo los hechos fenomenológicamente a su significado “mágico” que aceptando una categorización (intencionalmente) científica como la de Thomas» (pág. 98). Bien. Podría decir que yo sí lo creo, y estaríamos empatados. Pero esto no es una cuestión de creer o dejar de creer, y por ello diré tres cosas: en primer lugar, que el análisis del significado mágico de tales hechos ni es incompatible ni inválida cualquier tipo de categorización científica o intencionalmente científica que sobre los mismos pudiera ensayarse, y, de igual modo, ningún análisis categorial concreto es incompatible ni invalida tampoco el análisis de su significado mágico. Alfa y Omega no cierra el paso a cualquier estudio histórico, sociológico o psicológico que pudiera llevarse a cabo sobre el material fenoménico en cuestión, pero, ¿acaso cualquiera de ellos invalidaría per se, esto es, por ser histórico, sociológico o psicológico, las tesis defendidas en dicho libro? ¿No habría que decir, mejor, que se trataría de exámenes del mismo material hechos desde perspectivas distintas? Perspectivas, por lo demás –y esto en segundo lugar–, que podrían ser no sólo compatibles con la adoptada en mí libro, sino hasta ocasionalmente complementarias de ella. Así, por ejemplo, aunque la interpretación psicoanalítica de los ceremoniales mortuorios resultase acertada (y yo no digo que lo sea), eso –como digo– no sólo no tendría por qué poner en entredicho la interpretación mágica, sino que hasta podría corroborarla. Después de todo, ¿no ha señalado el propio Freud la similitud entre el pensamiento mágico y el del neurótico? Ahora bien, diré, finalmente, que yo no sé hasta dónde llegan los compromisos de Thomas con el psicoanálisis, y si discuto su posición no es, principalmente, por psicoanalítica, sino por –en mi opinión–errónea: hablando en líneas generales –los pormenores de tal discusión se encuentran en mi libro, y carece de sentido repetirlos aquí–, los rituales funerarios no se despliegan primordialmente para paliar el dolor de los familiares y retener al difunto. Lo primero, porque es discutible que mitiguen tal sufrir en lugar de acrecentarlo –en el momento actual, como es notorio, se tiene a acelerar todo el proceso, procurando que la vida se encarrile cuanto antes por sus cauces normales–, y lo segundo porque en modo alguno se pretende retener al difunto en la vida, sino, al contrario: procurar que se muera del todo, y se aleje definitivamente, entre otras cosas porque sólo entonces se alejará de los propios familiares el peligro y la contaminación. De manera que los ceremoniales fúnebres tienen como destinatario principal al difunto, mas no para retenerlo, sino para ayudarlo a irse para siempre, y si se despliegan también –como resulta patente que así es– con la vista puesta en la familia, no es tanto para ayudarla a superar el trauma, sino para conseguir su purificación y, con ella, su reincorporación a la vida cotidiana. La controversia entre Thomas y yo es, pues, la que se establece entre una interpretación psicológica y otra mágica de los mismos fenómenos. Y si antes he dicho que una interpretación psicológica (o histórica o sociológica) de dicha fenomenología puede ser a veces compatible con su interpretación mágica, ahora habría que añadir que, desde luego, otras muchas veces no lo es, y con toda probabilidad no lo será nunca cuando de lo que se trata es de señalar el significado esencial de una determinada costumbre o superstición, y por eso Alfa y Omega se mostrará agradecido y solidario con cualquier análisis del mismo material fenoménico que aporte datos nuevos o enfoques novedosos sobre él, pero necesariamente entrará en absoluta confrontación con aquél que quiera poner igualmente el pie en el terreno de las esencias, porque –y ésta es, en definitiva, la tesis fundamental del libro– el significado esencial de los fenómenos que en él se analizan –insisto: los que en él se analizan– es mágico. Yo no discuto que acontecimientos como el nacimiento y la muerte, y acaso muy especialmente el último, dado su peculiar dramatismo, conlleven importantes reacciones psicológicas o ideológicas, o mecanismos sociológicos de readaptación y restauración de la normalidad, y que, en consecuencia, puedan ser estudiados a la luz de la sociología o la historia, la psicología o hasta la economía; ni niego tampoco que muchas de las costumbres y prácticas mágicas relacionadas con dichos acontecimientos acaben por cumplir y satisfacer funciones de ese tipo, y aún otras, como las meramente médicas o higiénicas: lo que sostengo es que tales prácticas, creencias, supersticiones y costumbres no pueden ser interpretadas en clave psicológica, sociológica, histórica o médica, sino mágica. Tesis, naturalmente, que puede ser discutida.

Ahora bien, dice Alberto Hidalgo que al desmarcarme de Thomas y del psicoanálisis, acabo por empantanarme al final del libro. Tal empantanamiento, según creo yo entender, sería, para Alberto Hidalgo, triple.

Por un lado, se pondría de relieve en mi afirmación de que no es en el nacimiento, sino en la muerte donde se nos hace manifiesta la concepción de la vida de un pueblo determinado o de una cultura dada; afirmación que a Hidalgo le recuerda a Heidegger y a aquello de que el hombre es un «ser para la muerte». Bueno, supongo que, después de todo, en peores compañías se me podría ver. Pero puedo asegurarle a Alberto Hidalgo que su afirmación ha sido para mí una auténtica sorpresa, porque en ningún momento mientras trabajaba en el libro cruzó por mi mente el nombre de Heidegger ni tuve la menor tentación de volver a repasar Ser y tiempo. Mas como quiera que lo que acabo de decir carece de toda importancia (porque siempre podría Hidalgo argüir, con entera razón, que aunque sea como digo, eso no significa que tal parentesco no sea real), daré un paso más y sostendré que las semejanzas que pudieran hallarse entre mi posición y la de Heidegger no pasan de ser puramente formales y superficiales. Al hacer la afirmación sobre la que llama la atención Alberto Hidalgo yo no tenía en mente ninguna metafísica de corte existencial, sino que lo único que pretendía era apuntar que si la vida no es más que un pequeño intervalo o tránsito entre dos nadas eternas –que, en el fondo, no son sino una sola–, tal vez la concepción que un pueblo tiene de la vida y del sentido de ésta se nos descubre no tanto en la forma como entiende el nacer, y, por tanto, la vida misma, sino en el modo como concibe ese tránsito definitivo y último constituido por el morir y la muerte. Y si ésta es vista como un fenómeno enteramente natural y normal, que se espera no con alegría, pero tampoco con un dramatismo excesivo, es posible que la vida sea vivida también con idéntica ausencia de dramatismo, sin tomarla acaso demasiado en serio ni aferrándose en demasía a sus mezquinas vanidades, que no son más que pompas de jabón en una nada infinita e interminable. (Yo no sé si merecería la pena llevar a cabo un examen más detenido de tal sugerencia, acompañado de una argumentación más completa y menos superficial. Y no estoy seguro de ello porque no me parece que se trate de una afirmación insólita o de una metafísica aún no recorrida; antes bien, considero que, en el fondo, es seguramente una idea del todo trivial.) Y ese modo (tan estoico en el fondo) de entender el morir y el vivir parece desprenderse del estudio de las costumbres y creencias presentes en la tradición popular asturiana. Algo muy similar a esto es a lo que Ariès denomina la «muerte domada», y, por eso, al mencionarlo no se pretendía hacerle ninguna especie de guiño, sino únicamente poner de relieve que tales ideas podían hallar algún respaldo en el trabajo de otros investigadores. Mi compromiso con Ariès comienza y termina ahí: nada sé de sus supuestas simpatías pronazis ni entro a discutir hasta qué punto su tipología, en general, de las concepciones de la muerte puede sostenerse o no (como piensan algunos críticos de su obra). Pero, en cualquier caso, pintando el asunto quizás con trazos muy gruesos, lo que encuentro difícilmente discutible (y creo que muy pocos son los que lo discuten) es que en Occidente hemos pasado de una muerte que no se oculta a un a muerte que se niega, hemos pasado de una «muerte domesticada» a una «muerte salvaje». Y lo único que he querido señalar es que la concepción popular asturiana (hasta ya entrado el siglo XX), al revés de lo que sucede hoy, se encuadra mejor en el primer estereotipo que en el segundo. Y Asturias, en este caso, al igual que en lo relativo a las propias costumbres y creencias mágicas, no es sino un pueblo y una cultura de Occidente. Mas llegados a ese punto es difícil resistirse a la tentación de dar un paso más y relacionar cada uno de esos modos de entender la muerte con una forma distinta de entender la vida, y apuntar que acaso la concepción que un pueblo tiene del mundo y del sentido de la vida, depende antes que de ésta, y, por tanto, del nacimiento, de la concepción que tiene de la muerte.

Mas vayamos con mi segundo supuesto empantanamiento. Este tendría que ver con mi idea de vincular el culto a los muertos con la religión (o viceversa, tanto da) y ésta con la constitución misma del Hombre en Hombre. A propósito de esto, Alberto Hidalgo, si he comprendido bien, sugiere que, por un lado, entro en confrontación con el materialismo filosófico, al incurrir, tal vez, en una antropología de predicados, y, por otro, que, partiendo de esos supuestos, el ateísmo al que puede llegarse se hallará, sin duda, marcado por el signo de la inhumanidad. Vayamos, pues, con cada una de esas objeciones.

Respecto a la primera, comenzaré por indicarle a Alberto Hidalgo que yo no sé hasta dónde alcanza mi ortodoxia respecto al materialismo filosófico. Desde luego, por lo que ha podido verse en un reciente debate sobre filosofía de la religión (en el que el propio Gustavo Bueno ha considerado necesario y oportuno intervenir), no parece que sea muy ortodoxo en el modo de concebir el espacio antropológico, y, más en concreto, los contenidos del eje angular y su constitución (lo que apunta en último término, como es obvio, a la constitución de la propia religión). Mas creo que sí lo soy en lo relativo al asunto del que habla Hidalgo. Y, de todos modos, de no serlo (como en el caso anterior), créaseme que lo lamentaría mucho, pero entiendo que la verdad de mis posiciones ha de ser juzgada por ellas mismas, y no por su mayor o menor proximidad al materialismo filosófico. Y Alberto Hidalgo no discute lo que digo, sino que se limita a denunciar su carácter heterodoxo. Denuncia, además, que considero es errónea. Si yo no lo he entendido mal, una de las tesis esenciales de El animal divino es que uno de los elementos (y quizás el más decisivo) que determinan el paso del protohombre al hombre es la religión, en la medida en que con ella se consuma la diferenciación de ser humano del resto de los animales, y la separación, por tanto, del mundo humano y el animal. Ahora bien, que la propia religión sea asociada al culto a los muertos, creo que es conclusión del todo obvia, y nada extravagante o gratuita, porque es lógico conjeturar que si el ser humano comenzó por abandonar a sus muertos, y sólo más tarde empezó a hacerse cargo de ellos y a rendirles algún tipo de culto, eso tuvo lugar sólo a partir del momento en que surgió en él la idea de un destino más allá de la muerte, y no antes, y tal idea parece resultar inseparable de algún tipo de creencias religiosas. Por consiguiente, si la religión es un elemento decisivo en la constitución del hombre, y si el culto a los muertos apunta a la existencia de alguna forma de religiosidad, entonces no parece descabellado concluir que el propio culto a la muertos es un elemento constitutivo del hombre mismo, en la medida en que tal hecho parece indicar que algo así sólo ha podido producirse al tiempo que la comprensión por parte del ser humano de que el muerto (él) no es un animal cualquiera, sino distinto de todos ellos. Y no sé si incluso no podría defenderse la misma tesis en un sentido aún más fuerte y decir, (en la línea, tal vez, de lo que alguna ocasión he denominado pragmatismo trascendental (algo muy similar a lo que Gustavo Bueno llama humanismo trascendental), que no es sólo que el culto a los muertos indique la presencia de alguna forma de religiosidad, sino que conduce a ella. Porque quizás únicamente cuando el ser humano adquiere conciencia de su mortalidad (y con ello no otra cosa quiero decir sino que se sabe mortal, algo a lo que probablemente hubo de llegar por inducción, a partir de la muerte del otro), únicamente entonces habría surgido en él la preocupación por un destino más allá de la muerte, y en ese estado de cosas, la religión operaría como un mecanismo no meramente psicológico (de consuelo o esperanza, por ejemplo), sino de compensación de su menesterosidad e indefensión, tanto en lo que se refiere a su propia condición mortal como a las que se derivarían de su comparación con los animales, muchos de ellos bastante más fuertes y mejor adaptados que él. Visto así el asunto, la religión, y con ella el culto a los muertos, a los que se hallaría indisolublemente ligada, vendrían, de este modo, a convertirse en elementos determinantes en la constitución del Hombre en cuanto tal. Y si bien es cierto que esta posición nada tiene que ver ya con el materialismo filosófico, no lo es menos que éste le reconoce el ser una verdadera filosofía de la religión.

Como quiera que sea, ¿supone esto incurrir en una antropología de predicados? No lo creo en absoluto. Es más (y entro con esto a discutir la segunda de las objeciones señaladas): pienso que es el propio Hidalgo quien se desliza hacia ella cuando sostiene que a partir de esas consideraciones sólo puede llegarse a un ateísmo que sea equivalente a alguna forma de inhumanidad. La argumentación que Alberto Hidalgo no desarrolla, más parece presuponer, creo que es ésta: si la religión es un aspecto constitutivo del Hombre, al punto incluso de que sea un factor decisivo en el paso del protohombre al hombre, entonces su negación, es decir, el ateísmo, habrá de ser vista como una forma de inhumanidad, porque con el ateísmo –diríamos– el hombre habría dejado de ser propiamente hombre. Ahora bien, una tal afirmación sólo puede sostenerse si Alberto Hidalgo incurre precisamente en aquello que denuncia, a saber: que lo que llamamos «Hombre» ha quedado definitivamente establecido y constituido en un momento determinado; en el momento, justamente, de crear la religión, siendo ésta aspecto esencialmente indisociable de su humanidad, de tal modo que su abandono lo tornaría inhumano. Pero esto supone olvidar que el hombre no es una realidad hecha de una vez por todas, sino una realidad que se va haciendo en el proceso mismo de su evolución cultural y biológica; en el proceso –diríamos– de confluencia dialéctica de sus rasgos biológicos y sus aspectos espirituales o culturales. Y, al contrario de lo que dice Hidalgo, acaso podría sostenerse que ese periplo constitutivo de su humanidad pasa, necesariamente, por el abandono de toda religiosidad y el asumir el hallarse sólo en el Cosmos.

Mi tercer empantanamiento consistiría, creo entender que eso es lo que opina Alberto Hidalgo, en negar a los animales «cualquier conocimiento significativo del 'hecho de la muerte'» (pág. 100), lo que casaría mal con el reconocimiento de las «culturas animales». La fórmula que utiliza Hidalgo yo creo que es excesivamente ambigua, y dicho así, sin duda que pudiera resultar muy temerario negar tajantemente a los animales cualquier conocimiento significativo de la muerte. Después de todo, es evidente, que un animal sabe, por ejemplo, cuando su presa o su potencial depredador están muertos, y una de las principales estrategias utilizadas por algunos animales para ponerse a salvo de un posible atacante es, precisamente, hacerse el muerto. Ahora bien, lo que yo dudo muy seriamente es que pueda atribuirse al animal conciencia de la muerte (y repito que por «conciencia de la muerte» no quiero decir más que «saberse mortal»). Y lo dudo por varios motivos. En primer lugar, no hay en la literatura etológica (en la que yo conozco, al menos) nada que induzca a pensar lo contrario. El que algunos animales poco antes de morir se alejen del grupo (se habla de los elefantes, pero también podría aludirse al simple gato doméstico, del que a veces se dice que, si puede, no muere en la casa ni en sus alrededores), sólo puede dar pie a una conclusión de ese tipo previa interpretación del tal hecho a partir, precisamente, de aquello que se quiere demostrar y que se supone que el propio hecho demuestra, en términos (ahora sí) que tienen mucho de petición de principio o círculo vicioso: el animal –decimos– se aleja porque sabe que va a morir. ¿Y cómo podemos estar seguros de que sabe que va a morir? Porque se aleja. Interpretación, además, en términos que seguramente tiene también mucho de antropomórficos, como cuando se dice que un determinado animal experimenta celos o que es envidioso (forma ésta de hacer etología que, como es sabido, se ha reprochado muchas veces a ilustres etólogos, desde Lorenz a Goodall). De modo similar, el animal se aparta del grupo, muere, y nosotros decimos: «se alejó porque sabía que iba a morir», o incluso: «se alejó para morir». Creo que cualquiera de esas afirmaciones no es más que una proyección en el animal de nuestros propios mecanismos mentales. Y al hacerlo, no reparamos en la pregunta clave que deberíamos hacernos: ¿por qué se aleja? ¿Diremos, acaso, que sabe que va a morir, que sabe que su cadáver puede ser un elemento contaminante (en sentido estricto, no mágico ni metafórico) del lugar en el que en ese momento se encuentra el grupo, o que sabe que el olor a putrefacción puede llamar la atención sobre dicho grupo y ponerlo en peligro? Me parece que sería demasiado, y, sin embargo, de ser cierto tal alejamiento, ésas son, seguramente, los motivos por lo que se produce, mas no creo que para explicarlo sea necesario deslizarse hacia el antropomorfismo y la proyección, y atribuir al animal tantos saberes: basta acaso con presuponer algún tipo de mecanismo adaptativo, consolidado por selección natural y que, de forma puramente instintiva, induzca al animal enfermo o moribundo a apartarse del grupo, sin que haya ningún motivo para concluir que tras esa pauta de comportamiento se encuentre un conocimiento de su condición mortal, que sería, en último término, el resorte que pone en marcha tal conducta. Es como si creyéramos que el perro o el gato que tapan sus excrementos lo hacen por deferencia a su dueño humano, y los supusiéramos, en consecuencia, versados en las normas de urbanidad. La prueba, al contrario, de que se trata de un comportamiento que tiene raíces puramente biológicas e instintivas es que a veces no tapan nada (es verdad que, aunque pocos, algunos dueños suelen recoger los excrementos de sus perros), mas, pese a ello, los animales realizan igualmente los movimientos característicos del ritual de ocultamiento de los excrementos, lo que en este caso ya no es más que un mero simulacro de él.

Pero es que, además, suponer que los animales tienen conciencia de la muerte obliga, probablemente, a concebirlos dotados de importantes mecanismos de pensamiento, y entre ellos se me ocurren, de una manera inmediata, dos. En primer lugar, la capacidad de poder desarrollar algún tipo de razonamiento inductivo: ¿de qué otra forma podría un animal llegar al conocimiento de su condición mortal más que a partir de la muerte de los otros, exactamente de un modo idéntico a como aconteció seguramente en el caso del hombre? Y, en segundo lugar, considero que el conocimiento de la muerte es inseparable de la noción de «futuro», mas no de un futuro inmediato, entendiendo por tal el posible efecto que seguirá o no a una causa ya dada, sino de un futuro abstracto y absoluto; también, por supuesto, remoto y desligado de cualquier hecho dado en el presente, es decir, un conocimiento del futuro como tal. A mi me parece que es excesivo y carente de todo fundamento atribuir cualquiera de esas disposiciones a los animales, y no ya a aquéllos de los que acaso podría pensarse que ni siquiera tienen conciencia (esto es, conocimiento) de su propia individualidad, sino incluso a quienes son nuestros más próximos parientes, como los chimpancés. De hecho, cuando una cría muere, la madre carga durante un tiempo con el cadáver y luego lo abandona, pero no da la impresión de que se haya percatado en absoluto de lo que ha sucedido, y, desde luego, no reacciona como aquel sabio griego, quien, tras serle comunicada la muerte de sus hijos, respondió sin inmutarse: «Ya sabía que los engendré mortales».

Ahora bien, si alguien –Alberto Hidalgo en este caso concreto– sostiene que ninguna de esas capacidades que he apuntado son necesarias para que un individuo llegue al conocimiento de su condición mortal, o si, siéndolo, entiende que, en efecto, pueden ser atribuidas a los animales, entonces tendrá que demostrarlo, o, siquiera, presentarnos sus pruebas o sus argumentos. Pongamos que Alberto Hidalgo me ha preguntado por qué niego que los animales tengan conocimiento de la muerte. Yo, bien que mal, le he respondido, y ahora, a mi vez, me permitiré preguntarle: «¿y usted por qué lo afirma?».

Y, como es obvio, nada de esto entra en contradicción con el reconocimiento de las «culturas animales». Estaremos de acuerdo en que tal reconocimiento no obliga a convertir al animal en humano, presuponiéndole, asimismo, creencias religiosas o habilidades de carácter matemático, pongamos por caso. Creo que otro tanto sucede con la muerte. Y a propósito de esto, y volviendo a Heidegger, diré que la definición del hombre como «ser para la muerte» sólo comenzaría a cobrar algún sentido mínimamente relevante si con ello lo que se quisiese decir es que el hombre es el único ser consciente de su finitud, el único ser que se sabe mortal. Que el asumir esa finitud sea o no condición de la realización del Dasein es algo que a mí ya comienza a sonarme a música celestial. Después de todo, siempre podrá haber alguien que diga, con Freud o Unamuno, que ser hombre consiste en negar la muerte, en creerse, en el fondo, inmortal.

*

Termino agradeciendo de nuevo a Alberto Hidalgo la atención que ha prestado a mi libro y la hermosa reseña que sobré el ha escrito, y ello tanto en lo que tiene de elogiosa (inmerecidamente tal vez) como en sus aspectos críticos, que no son sino un acicate para afinar ideas y conceptos. Y termino también (permítaseme que lo haga) felicitándome a mí mismo. Porque uno de los objetivos primordiales de Alfa y Omega (acaso el principal) era contribuir a elevar un tanto el tono de los estudios sobre folklore asturiano, haciendo de ellos algo más que meras recopilaciones o descripciones de prácticas, creencias o costumbres, para instalarlos, de pleno derecho, en el debate filosófico o antropológico. Y creo que este diálogo con Alberto Hidalgo es prueba suficiente de que tal objetivo se ha logrado.

 

El Catoblepas
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