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El Catoblepas, número 60, febrero 2007
  El Catoblepasnúmero 60 • febrero 2007 • página 4
Los días terrenales

Notas sobre las relaciones entre ética,
moral y política. Notas sobre la Bioética

Ismael Carvallo Robledo

Borrador de discusión elaborado según las tesis expuestas en los libros de Gustavo Bueno, El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral
y ¿Qué es la Bioética?

0. Introducción

Presentamos un Borrador de discusión utilizado en Febrero de 2006 por un grupo de discusión mexicano conformado con el propósito de delinear, parafraseando a Ortega, los temas de nuestro tiempo. El objeto de las indagaciones se definía desde la perspectiva del proceso electoral de Julio de 2006 (en México) y por las implicaciones que esto comportaba en orden a la clarificación de las coordenadas filosóficas e ideológicas por las que se habría de optar para el abordaje político (programático) de tales temas.

La ética, la moral, la bioética, la política y la relación que entre ellas se mantiene (su symploké), así como las implicaciones prácticas (pragmáticas) que de esta symploké se derivan (implicaciones tan polémicas y delicadas como el aborto, la eutanasia, los derechos humanos o la pena capital), fue el tema tratado en este documento.

El autor, presentando el documento como material de discusión –como un borrador– y desde una posición de defensa de la perspectiva del materialismo filosófico, no hizo otra cosa que compendiar (de un modo quizá, antes que mejor, peor) el núcleo central de las tesis expuestas por el profesor Gustavo Bueno en El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral (ética, política y moral) y ¿Qué es la Bioética? Acaso esta circunstancia pueda hacer un tanto redundante la lectura de este trabajo para quienes son conocedores y estudiosos de la obra de Bueno; pero nos parece sin duda que no carecerá de interés para quienes aún no los asiste tal nivel de conocimiento (por ejemplo a los lectores de todo el continente sudamericano donde el materialismo filosófico es en buena medida desconocido).

El desarrollo de los acontecimientos subsecuentes a la aciaga jornada electoral, acontecimientos que demandaron toda nuestra atención tanto práctica (militante) como teórica (prácticamente la totalidad de las entregas de Los días terrenales durante 2006 estuvieron centrados en la dialéctica política que determinó la lucha por la presidencia de la República), nos condujo a dejar de lado momentáneamente el debate filosófico e ideológico de estos temas de nuestro tiempo.

No obstante, y sin dejar de tener a la vista el campo de batalla política que aún no ha sido abandonado, la ruta de discusión abierta no ha perdido su fertilidad, tanto más cuanto que muchos de los temas que en este documento se abordan están sobre la mesa legislativa y política en el presente (por ejemplo, la ley sobre el aborto o sobre la eutanasia en la Ciudad de México y en otros estados de la República).

Y precisamente son estos tan delicados y polémicos temas aquellos en virtud de los que se quiere dibujar las líneas de frontera ideológica que separan a los que están del «lado de la izquierda» y los que están del «lado de la derecha». Nos parece, sin embargo, que muchas veces lo que reina no es otra cosa que la confusión o, para el caso de la izquierda, la «indefinición» (refiriéndonos, claro, a la distinción ya clásica entre izquierda definida e izquierda indefinida políticamente): por ejemplo, muchos de quienes se consideran hoy de «izquierda moderna», es decir, aquellos que –casi siempre sin haber leído una línea de Marx, de Engels, de Gramsci o de Revueltas, ¿será por que no los consideran «modernos»?, a saber...– defienden las posiciones del socialismo blando e indefinido de la socialdemocracia europea (es decir, tras la caída de la Unión Soviética, una modulación de la derecha económica realmente existente, la otra es la democracia cristiana), de tal suerte que, según estos muchachos y muchachas modernos y modernas de izquierda responsable, confiable, institucional y democrática, el patrimonio de la izquierda de hoy está conformado por temas como el feminismo y la equidad de género, los derechos humanos, el fundamentalismo democrático, la tolerancia democrática, el laicismo democrático, la armonía democrática, la guerra democrática, la paz democrática, la cultura democrática, la felicidad democrática, el bienestar democrático, el diálogo democrático, las instituciones democráticas, la muerte democrática... y la humanidad democrática; es decir, todo lo que, desde el punto de vista del materialismo filosófico, está clasificado, en algunos casos –con excepción del laicismo, claro, aunque acaso después de un intercambio racional de argumentos democráticos dentro de una comunidad de diálogo habermasiano...– con el Papa de Roma como su principal abanderado, bajo el rubro de izquierda indefinida: a dos pasos, o a uno, o más bien ya en él enteramente inmerso, en el maravilloso y, claro está, democrático, Pensamiento Alicia.

Bien, en este borrador se ofreció, como acicate para el debate y buscando claridad analítica, lo que sobre tales temas puede decirse y defenderse desde el racionalismo materialista de Gustavo Bueno.

I. Relaciones entre ética, moral y política

A. Consideraciones preambulares

Nuestra constatación de partida es la siguiente: en el lenguaje y práctica cotidianos, pero sobre todo en política y en la vida pública, las apelaciones a la ética y a la moral son abundantes pero, a juicio nuestro, descontroladas: «el personaje x no tiene moral ni tiene ética»; «esto es un asunto de valores éticos y morales»; «creo en los valores de la ética»; «defendemos los valores humanistas, éticos y morales»; «la izquierda es, ante todo, una actitud ética»; «la moral y la ética son cuestiones privadas, yo no puedo opinar al respecto»; «el personaje x tiene autoridad moral, aquel otro no la tiene»; «hay que acercar la política a la ética»; «yo soy demócrata y, por tanto, soy ético»; &c., &c., &c.

De toda esta gama de opiniones, la conclusión es categórica: mucha gente, y sobre todo los políticos, no tienen claro –algunos no tienen la más remota idea– de lo que están hablando cuando de sus bocas salen, nobles y generosas, las palabras moral o ética. Comúnmente acuden a esas nociones para denotar una supuesta intencionalidad benévola, moral o ética según ellos, mediante la que se presentan ante un electorado o ante el público en general como individuos bondadosos y buenos enfrentados a un adversario a quien «le falta ética y moral».

Una crítica inmediata consistiría en mostrar la equivocada utilización, por ser abstracta y absoluta, que de los términos ética y moral se hace. Es decir, la ética y la moral no son absolutas, no existe una sola ética ni una sola moral de modo unívoco: no se dice, muchas veces por que no sabe, a qué ética o a qué moral (desde qué coordenadas filosóficas o dogmáticas) se refiere: la ética aristotélica, la ética epicurea, la ética estoica, la ética tomista, la ética kantiana (que es la que impera hoy en día, sin que, quien la ejercite, lo sepa –«no lo saben, pero lo hacen», decía Marx–{1}), la ética marxista (el marxismo como humanismo de Sartre, Merleau Ponty, Mondolfo, &c.), la ética de la liberación (Enrique Dussel); o, para el caso de la moral, la moral católica, la moral protestante, la moral islámica, la moral de la mafia siciliana, la moral del PCUS en la época de Stalin, la moral del Che Guevara –quien mandó al paredón a muchos por traición a la revolución–, &c.

Comúnmente se considera que hablar de «moral» es de índole conservadora, por cuanto a todo aquello que atañe a la «moralina católica»: error garrafal; ¿acaso la moral de los revolucionarios jacobinos o la de Alejandro Magno, ninguna de ellas católica, por que no podía serlo, era también conservadora? ¿En qué sentido lo pudo haber sido? ¿Por qué la gente auto-concebida de izquierda está contra «la moral», en abstracto (aunque ellos se refieren a la católica), pero sí a favor de las «costumbres» indígenas, siendo que costumbre es la traducción española del latín mores del que se deriva el término moral?

Estas breves notas están destinadas a clarificar, desde coordenadas materialistas, las distinciones entre ética, moral y política (derecho) según el sistema denominado como materialismo filosófico.

B. La moral y la ética son, ambas, públicas y están trabadas, dialécticamente, por la política (el Derecho).

[El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, de Gustavo Bueno.]

La primera distinción fundamental para entender las relaciones entre moral y ética es la siguiente: tanto la norma ética como la norma moral median o regulan las relaciones dadas entre el individuo (la parte) y el grupo, llámese éste clan, familia, partido, nación, cofradía, &c. (el todo). Esta distinción deja de lado la definición tradicional (académica y de estirpe filosófica analítica) según la cual la ética es el estudio o tratado de la moral.

Pero también deja de lado otra utilización, frecuente también, según la cual la ética se entiende como el conjunto de normas dictadas «por mi propia conciencia», es decir, por la conciencia autónoma de los hombres; mientras que las normas morales (o las jurídicas) serían las normas impuestas desde fuera (distinción kantiana entre autonomía y heteronomía).

La crítica que Bueno dispara a esta definición consiste en denunciar su factura metafísica o espiritualista, por cuanto al hecho de que implica una concepción de «conciencia individual autónoma». Por que ¿cómo puede definirse esta «conciencia»? ¿En qué parte del cerebro está ubicada? ¿O acaso será que, como muchas veces se sostiene desde «la izquierda», la conciencia no está en el cerebro sino en el corazón («la izquierda es algo que no puede definirse por que la izquierda es algo que se siente»)?

¿Cómo puede ponerse en práctica, además, un proceso tan complejo como aquel en el que la conciencia se da normas a sí misma si las normas son esencialmente sociales (políticas)?: «no es la conciencia de los hombres lo que determina su existencia sino la existencia social lo que determina su conciencia», Marx en su clásica Introducción a la Contribución a la crítica de la economía política. Sorel, por otro lado, llamó a esto «optimismo cartesiano» (el cogito ergo sum cartesiano está en la médula de la autonomía del idealismo kantiano).

La perspectiva del materialismo filosófico, tomando distancia del espiritualismo idealista, se define como sigue: la vida humana es vida individual pero es al mismo tiempo, también, vida grupal. Ambos aspectos de la vida humana son inseparables pero disociables.

La ética tendrá bajo su jurisdicción a la primera, la moral tendrá a la segunda; esto es lo que define su dialéctica filosófica, su symploké: las normas éticas, tan públicas como las morales y las políticas, están destinadas a la preservación, promoción y gestión de la vida humana individual, es decir, la ética le da primacía al individuo sobre el grupo: la norma ética por antonomasia es la Declaración Universal de los Derechos Humanos; la idea de Hombre, en abstracto, es de estirpe ética –y, en el límite, al hipostasiarse, metafísica, según nuestra perspectiva–. Las normas morales están destinadas a la preservación, promoción y gestión de los grupos humanos (de sus mores o costumbres), es decir, la moral le da primacía al grupo sobre el individuo: una norma moral por antonomasia es la Constitución Política de cualquier Estado o el código de principios y conducta de un partido político; la idea de ciudadano o de militante es una idea de estirpe moral.

Esta definición –nos dice Bueno– encarna, constitutivamente, una contradicción objetiva, puesto que muchas veces, en circunstancias muy concretas, las normas morales chocan objetivamente con las normas o imperativos éticos: ¿cómo defender los derechos humanos, éticos, de un individuo que acaba de asesinar a un jefe de Estado y que, por tanto, ha puesto en riesgo la estabilidad del grupo (el Estado)? ¿Qué hacer cuando, por ejemplo, un ecuatoriano en el aeropuerto de Barajas en Madrid intenta entrar a España, sin visa ni ningún otro documento más que su pasaporte, apelando (perspectiva ética) a que él es «un hombre» sujeto de «derechos humanos» y un «ciudadano del mundo»? El oficial de inmigración, de entrada, le tendrá que responder (perspectiva moral): pues muy bien, serás un «hombre» y un «ciudadano del mundo» y merecerás todos los derechos humanos que quieras, pero enséñame tu permiso de trabajo o tu contrato laboral, y te dejo pasar, por que si no trabajas y cotizas a la seguridad social otorgada por el estado español ¿cómo entonces garantizar y financiar tus derechos humanos? Este es el momento dialéctico en el que aparecen las normas jurídicas (la norma política, el Derecho), que están destinadas fundamentalmente a dar salida a los conflictos entre las normas éticas y las normas morales de una sociedad determinada. Pero, se detiene Bueno, debe subrayarse que ese momento es dialéctico y no armónico, es decir, la salida política a las contradicciones entre moral y ética será, casi siempre, inestable y polémica. En todo caso, habrá que decir también que las normas jurídicas, aun cuando sean consideradas de rango ético inferior, son de hecho las que terminan imponiéndose en la sociedad política de referencia: la ética se abre paso entre medio (in medias res) de la moral (y la política), pero no al revés.

En tales circunstancias, a la pregunta ¿Qué hacer?, debemos responder lo siguiente: análisis concreto y dialéctico –esto es fundamental– de cada situación concreta, pero ateniéndonos no ya tanto al «irrestricto apego a la ley» y al «estado de Derecho» (retórica de juristas puros) cuanto a la más genuina prudencia política (sabiduría práctica).

C. Principios de una ética materialista

Ahora bien, ¿qué coordenadas éticas se defienden desde el materialismo filosófico?. Ante todo, se propone un alineamiento con la tradición ética de los estoicos: principalmente la que está expuesta en la Ética de Benito Espinosa y en la que aparecen también Epicteto y Marco Aurelio.{2}

Así, el parámetro ético que se postula, desde lo que podríamos denominar como un estoicismo materialista, no es la «conciencia autónoma» sino el cuerpo individual, el individuo corpóreo. Aquí está arraigada la línea materialista del racionalismo moderno según la cual es la praxis, antes que la conciencia individual autónoma (espiritual, metafísica), la que está en la base de la ontología social: el sujeto que opera con su cuerpo; la categoría de trabajo de Marx y Lukács; la categoría de sujeto operatorio de Bueno.

El principio ético fundamental que se defiende entonces, siguiendo a Espinosa, es la fortaleza. La fortaleza se desdobla en firmeza (la fortaleza aplicada a uno mismo, al propio cuerpo) y en generosidad (la fortaleza aplicada a los demás, al cuerpo de los demás).

Si un indigente está «muriéndose de hambre» frente a mí, por generosidad, es decir, por la fortaleza destinada a ser aplicada a su cuerpo, antes que por autodeterminación de mi conciencia, le debo dar de comer. Si un hombre se está haciendo daño en su cuerpo (como los niños de la calle que en el metro se laceran la espalda con cristales cortados), por generosidad (fortaleza aplicada a su cuerpo), antes que darle dinero, debo impedir que se lastime. Darle dinero, sin importar que se lastime o compadeciéndome por el daño que se hace, no es, desde estos principios, ético, sería más bien una indiferencia ética.

Estas coordenadas nos abren una perspectiva definida y clara, y no subjetiva y confusa («ser de izquierda es ser ético»; «yo creo en los valores de la ética»), susceptible de defensa o de ataque, pero definida, para abordar temas tan polémicos y acuciantes como los del aborto, la eutanasia o la pena capital (pena de muerte): todos ellos tienen que ver con la desaparición del cuerpo individual.

Situaciones tales que, en nuestro presente político y científico, han venido a constituir, en su reflujo, a la disciplina (o práctica), de recientísimo cuño, de la Bioética. Y no fue sino hasta 2001 cuando Gustavo Bueno desarrolló un análisis consistente de tal disciplina.

II. Notas sobre la Bioética

A. ¿Qué es la Bioética?

[Según el libro ¿Qué es la Bioética? de Gustavo Bueno, Fundación Gustavo Bueno, Pentalfa Ediciones, 2001]

El punto de partida de Bueno es el deslinde de las definiciones etimológicas (deslinde con el que también comienza en su definición de la filosofía) tales como: «bioética es la relación entre la ética y la vida», o «la bioética es la ética aplicada a la vida» (del mismo modo, carece de sentido definir a la filosofía como «amor al saber» o como «la madre de todas las ciencias»). Porque ¿acaso no han estado vinculados estos dos dominios del conocimiento desde mucho antes?, es decir, ¿acaso no pensaron ya Platón, Aristóteles, Séneca, Galeno o Santo Tomás las relaciones entre la ética y la vida? ¿Qué es lo que hace que la Bioética, como disciplina y como práctica, se haya abierto paso dentro de las sociedades contemporáneas? ¿Por qué ahora y no antes?

La Bioética es hoy, ante todo, el nombre de una disciplina (es decir, todavía no tiene un estatuto científico), que se ha abierto camino en nuestro presente según la siguiente circunstancia: antes de 1970 no se encuentran, en el terreno internacional, ni libros, ni congresos, ni revistas, ni departamentos universitarios que lleven en sus rótulos el término Bioética; pero durante la década de los setenta comienzan a surgir instituciones, libros, congresos, &c., con este rótulo y siguiendo una curva ascendente. (p. 23)

Por cuanto a su génesis, fue Van Rensselaer Potter (1911-2001), oncólogo norteamericano, quien acuñó el término Bioética en 1970: Bioethics. Bridge to the Future (Prentice Hall, New Jersey, 1971). La Bioética, desde su perspectiva, no era en modo alguno una disciplina sino un «puente (entre la Naturaleza y la Humanidad) para el futuro». La Bioética fue concebida entonces como un término que designaba una «ética, una moral y aún una política de la vida», como componentes ontológicos de la vida misma. (p. 25)

Ahora bien, la novedad de la bioética, de la «perspectiva bioética» (tan de moda como lo es ahora la «perspectiva de género»), es puesta por Bueno en la correspondencia con una serie de acontecimientos realmente nuevos (acontecimientos de índole distinta a la que se enfrentaron, acaso, Hipócrates, Galeno o Darwin), que comenzaron a hacerse visibles hacia 1970, aunque prefigurados ya en los años de la recuperación social, política, demográfica y tecnológica de la Segunda Guerra Mundial (con la bomba atómica como esplendoroso telón de fondo).

En otras palabras, al día de hoy, la Bioética se plantea los problemas que aquejan a un planeta cuya población asciende a los seis mil millones de habitantes y en el que, por primera vez en la historia, prácticamente todo está conceptualizado (no hay dominio de la realidad que no esté siendo abordado ya por alguna disciplina o ciencia en pleno desarrollo) a consecuencia de los efectos de la revolución técnica, científica e industrial. La clave reside en lo siguiente: desde la perspectiva de la ciencia moderna, en contrapunto con la ciencia antigua o medieval, la circunstancia de nuestro presente se define por el hecho de que las consecuencias de los desarrollos de las ciencias y las técnicas han dejado de ser inofensivas y se han convertido en verdaderos peligros (la bomba atómica, los residuos nucleares, la capa de ozono, el calentamiento global, &c.): la bomba atómica tiró por la borda la idea «ingenua» de progreso como derivación inmanente al «desarrollo libre» de la ciencia.

Ahora bien, por cuanto a lo que atañe a la vida orgánica, el campo propio de la Bioética, son dos las perspectivas en las que Bueno encuadra los acontecimientos recientes que determinan nuestro presente: la perspectiva biológica (evolucionista) y la perspectiva médica (conservacionista).

Desde la perspectiva biológica, los grandes cambios planetarios del siglo XX se incrementan después de la Segunda Guerra Mundial. Influyen en ellos, por un lado, el incremento demográfico (consecuencia de la higiene, de la alimentación, la revolución verde, &c.) que absorbió las pérdidas humanas debidas a la Guerra. Por otro lado, se dieron en los años sucesivos una serie de catástrofes ecológicas (Chernobil como paradigma) que pusieron en evidencia los efectos nocivos, directos o indirectos, de la industrialización. Así, la situación a la que ha llevado la revolución tecnológica puede esquematizarse como resultante de un conflicto entre tres componentes:

A) Un incremento demográfico que hace que más de 6 mil millones de hombres de nuestros días que pueblan al mundo sean hoy «titulares teóricos» de los derechos humanos, como consecuencia de la evolución social de la economía de consumo masivo (el mercado pletórico de las sociedades de bienestar occidental).

B) La contradicción entre ese incremento demográfico humano con la depauperación del tercer mundo (frente al esplendor del primer mundo) y del entorno ecológico (deforestación, agujero en la capa de ozono, &c.). Esto tira por la borda aún más, reforzando a la bomba atómica, la idea de progreso indefinido.

C) Un incremento notable en la capacidad tecnológico-política del control del crecimiento demográfico. (págs. 46-47)

Desde la perspectiva médica, los acontecimientos nuevos, dados principalmente tras la Segunda Guerra Mundial, tienen que ver con el abandono, cada vez más creciente, de criterios confesionales (religiosos, sectarios en general) por parte de los sectores de la práctica médica. A esto contribuye la evolución de las sociedades llamadas pluralistas, sobre todo laicas (laicidad o secularizad no dice tanto clausura de la realidad católica o cristiana como tal sino clausura de su incidencia política): las confesiones tradicionales dejan de tener verdadera capacidad de decisión ante las muchas situaciones abiertas por las nuevas tecnologías (descubrimiento del código genético, clonación, técnicas artificiales de manutención de la vida, &c.).

Estas nuevas situaciones a las que debe enfrentarse la medicina, a saber, aquellas en las que los desarrollos tecnológicos y la creciente secularización abren perspectivas que desbordan el terreno estrictamente médico, podría denominarse como la «biologización» de la Medicina. ¿Por qué? Pues por que un biólogo (perspectiva evolucionista) no debe tener ningún reparo o freno, más que el tecnológico, ciñéndose a los estrictos criterios de su campo científico, para realizar cuanto experimento sea posible (con humanos o animales: casi siempre es con animales, pero puede hacerlo con cuerpos humanos no vivos) con tal de llegar a nuevos descubrimientos en el proceso evolutivo de la especie homo sapiens sapiens. Para un médico (perspectiva conservacionista), por principio, todo su actuar está guiado en función de la conservación, mejoramiento y mantenimiento del cuerpo humano (Hipócrates: «jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me lo soliciten»). Entones, los avances de la ciencia y de la técnica son tales que el médico está teniendo que encarar situaciones que piden de él una posición de neutralidad científica como la del biólogo, lo que pone en crisis todo su sistema deontológico. (pág. 48-53)

Este es, en términos muy generales, el contexto en el que se dibujan las líneas que definen o perfilan a la disciplina y práctica de la Bioética.

B. Aborto, eutanasia, pena capital

Intentaremos ahora abordar, desde las coordenadas que aquí hemos definido, tres de los temas más cruciales, polémicos y delicados de nuestro presente político y que demanda, por tanto, la mayor claridad posible. La posición respecto de cada uno de ellos no necesariamente está aquí expuesta al modo de un manual. Lo que se busca es delimitar una serie de criterios objetivamente definidos y luego desarrollar las argumentaciones hasta sus límites. La decisión es, en todo caso, política.

1. El aborto

(págs. 87-90)

Se proponen dos perspectivas en virtud de las cuales se pueda clasificar a los principios bioéticos aplicables al aborto: la perspectiva distributiva y la perspectiva atributiva. La perspectiva distributiva es aquella según la cual una parte determinada (dentro de un todo) tiene consistencia lógica en sí misma, independientemente del lugar que ocupa en el todo; la perspectiva atributiva es aquella según la cual la parte no tiene consistencia lógica más que incrustada en el todo.{3}

1) Principios bioéticos distributivos: aplicables distributivamente a cada uno de los organismos biológicos humanos (embriones, fetos, &c.)

2) Principios bioéticos atributivos: aplicables a cada organismo en relación con otros organismos de su grupo.

Entre los principios distributivos se contaría, ante todo, a los que postulan el carácter sagrado de la vida, o de la vida humana, que tendría el embrión o el feto: cada embrión o cada feto, en la medida en que sea humano, se considerará como una realidad exenta dotada por sí misma de la máxima dignidad (además, utilizando los términos aristotélicos, se considera que el embrión, aunque no sea persona, ni ser humano en acto, es persona o ser humano en potencia).

Entre los principios atributivos se contaría con todos aquellos que parten de las relaciones de la vida humana (o de la persona humana) con otras personas en general, y con el grupo de referencia en particular. Quienes justifican el aborto, por ejemplo, en el supuesto de que el desarrollo del feto pone en peligro la vida de la madre, están de hecho situados en una perspectiva atributiva, la que relaciona, por enfrentamiento dialéctico, la vida de la madre con la del hijo. Se planteará entonces la cuestión del aborto en el contexto de la lucha por la vida, de la «defensa propia», &c., en el supuesto de que sea preciso elegir entre la vida de la madre y la vida del feto. Desde este punto de vista caben dos resoluciones totalmente enfrentadas: la de quienes optan por la vida del feto, en cuanto persona más débil y desprotegida –al menos en la etapa anterior a una ley del aborto que la protegiera– o los que optan por la vida de la madre en cuanto actualmente es una vida más valiosa que la de una simple promesa o la de una vida potencial.

La perspectiva materialista, en tanto que subraya la pluralidad en la estructura de cualquier tipo de materia, se inclinará abiertamente por los principios que tengan un significado atributivo.

Entonces, desde estas coordenadas, la decisión acerca de la viabilidad bioética de un aborto, no se harán depender de principios solemnes que, aunque tengan que ver con la «dignidad de la vida», o de la «persona» que va a nacer, o con la presencia o ausencia en su organismo de un alma espiritual, sean meramente declarativos, sino que se hará depender de principios que tienen que ver con el conflicto dialéctico entre las personas vivientes (sus cuerpos, a los que habrá de aplicarse el principio ético de la fortaleza), con los principios de la lucha por la vida, ya se encuentren los contendientes en estado potencial o en estado actual.

En resolución:

1) El aborto quedará bioéticamente justificado (en nombre de la misma vida humana) en todas aquellas situaciones en las cuales la continuidad del embrión ponga en peligro la continuidad de la vida de la madre o la del grupo social (en general: el control de la natalidad, que incluye la destrucción de los bancos de gametos que pueden existir).

2) Nos encontramos entonces en el conflicto entre la generosidad y la firmeza, como virtudes éticas fundamentales. La generosidad ante el embrión indefenso (en función de su futuro) cederá ante la firmeza debida a la madre; si esta firmeza está comprometida por el embarazo, sea a través de la misma vida orgánica, sea a través de la vida ulterior (por ejemplo si el feto está malformado o si es fruto de una violación de la que pueda asegurarse que dará lugar a la presencia en el hijo de rasgos fenotípicos indeseables del padre). Cuando una madre ve comprometida su vida por el hijo que depende de ella, lo abortará «bioéticamente» no porque sea parte de su cuerpo, ni porque no tenga aún la dignidad de persona, sino simplemente porque es, objetivamente, su enemigo en la lucha por la vida.

3) Por otro lado, desde estos principios del materialismo bioético, cabe derivar un juicio condenatorio (cifrado acaso indirectamente en campañas de educación sexual y de prevención) contra la práctica incondicional del aborto de embriones o de fetos bien formados, fundada en la simple premisa de «no haber sido deseado el embarazo». Quien sostiene haber partido de esta premisa, debiera también haber conocido los procedimientos de control de la natalidad de los cuales nuestro presente dispone, y el no haberlos usados implicará, por tanto, una gran negligencia.

2. Eutanasia (Eutanasia = muerte buena)

(págs. 128-132)

Por cuanto a las formas de morir, la distinción más importante que habrá que hacer es la que está dada entre muerte sobrevenida (no buscada formalmente) y muerte operada (la muerte producida como resultado de las operaciones de un individuo).

La muerte sobrevenida podrá ser natural o violenta. Pero la que nos importa es la segunda forma de morir.

La muerte operada es la muerte que se produce como resultado de las operaciones de un sujeto (o de varios sujetos) desencadenadas con el objetivo de quitar la vida a alguien. Este concepto, que puede englobarse bajo la rúbrica de eutanasia clínica o eutanasia de compasión fue acuñada por el Canciller Francis Bacon (1561-1626). El sentido que le dio a este término iba dirigido no tanto a las operaciones destinadas a acelerar la muerte del moribundo, sino como una operación –de bondad– orientada a que el moribundo escape de las angustias de su muerte y a que, una vez llegada la hora, pueda morir con calma y tranquilidad.

Pero tampoco podemos quedarnos con la enunciación de la génesis del término por que deja fuera ciertas consideraciones como, por ejemplo, aquella según la cual el concepto de eutanasia clínica –según los términos de Bacon– no precisa si la bondad va referida al moribundo, al curso biológico del morir (y a los fenómenos que este curso puede comportar: convulsiones, terror, sufrimiento, &c.) o a la vida que lleva un sujeto que aunque no pueda considerarse moribundo, como un tetrapléjico, no obstante padece, sufre intensamente, y no ya por enfermedad orgánica sino por un accidente. En estos casos, la buena muerte (la eutanasia) no va orientada tanto a aliviar o dulcificar al moribundo (es decir, a proporcionarle una «muerte digna») cuanto a suprimir una vida considerada indigna, a eliminar el estado de un sujeto viviente que podría seguir viviendo un tiempo indefinido.

En resolución, aquí no es posible dar un dictamen bioético fundado por la heterogeneidad y complejidad implicadas en una cuestión que trata con sujetos vivientes en acto (y no tanto, si se puede decir así, con fetos o embriones, es decir, sujetos vivientes en potencia). Es imprescindible, en todo caso, hacer la distinción entre la eutanasia clínica primaria y la eutanasia clínica secundaria.

La eutanasia clínica primaria comporta situaciones en las que puede acaso decirse que no estamos ante la muerte de un sujeto racional, sino de un organismo degradado, y que ya no es en sí mismo persona desde un punto de vista filosófico (aunque pueda seguir siéndolo, por ejemplo, jurídicamente: que siga teniendo pasaporte y credencial de elector). Podríamos englobar estas situaciones en el concepto de sujetos despersonalizados desde el punto de vista funcional, y de modo irreversible. ¿Un sujeto en estado vegetativo y ligado indefinidamente a una máquina que le da respiración artificial es una persona, en el sentido filosófico? ¿Puede decirse que esa persona es racional? ¿Qué tan digna puede ser una vida como esa? ¿Qué puede ser más indigno: terminar con ella o mantenerla? ¿Cómo aplicar el principio ético de la fortaleza a un cuerpo clínicamente inservible y que no es autosuficiente?

Las situaciones de eutanasia clínica secundaria son diferentes. En ellas estamos ante sujetos racionales que piden o exigen la muerte (como un tetrapléjico) que están de hecho viviendo entre personas. Y este círculo de personas resultaría convertido en un círculo vinculado por el objetivo «compasivo» de quitarle la vida al amigo, y no en círculo de amigos que desea que siga viviendo (mediante la consolación inspirada en la generosidad). Este es el caso tratado en la película Mar adentro de Alejandro Amenazar. En esta historia, los deseos de morir del protagonista (un tetrapléjico, precisamente) fueron sostenidos, entretenidos y amplificados, si no sugeridos, por sus amigos (organizados, de hecho, en una fundación que trata sobre casos extremos como ese) que consideraban indigna no tanto la muerte cuanto la vida del tetrapléjico.

3. La pena capital [pena de muerte]

(pág. 132 de ¿Qué es la Bioética? y págs. 71-74 de El sentido de la vida)

Este es, por motivos consabidos y de algún modo generalizados, la situación que produce rechazo inmediato, por lo menos cuando han de ser expuestas las razones públicamente. No obstante, las personas que están contra la pena de muerte pero sí a favor del aborto o la eutanasia no logran discernir –quizá no lo quieran ver– la íntima relación existente entre los tres casos: en los tres está implicada la muerte de un cuerpo individual, dos vivientes en acto y uno viviente en potencia (el feto o embrión).

Comúnmente las posiciones políticas orientadas a «la izquierda» están a favor tanto del aborto como de la eutanasia y en contra de la pena de muerte. En contrapunto, las posiciones políticas orientadas a «la derecha» están contra el aborto (por motivos confesionales) y la eutanasia, pero acaso a favor de la pena de muerte (derecha autoritaria). Las posiciones de izquierda se fundamentan en el principio (kantiano) de la «autonomía de la conciencia»: según esto, mientras «yo decida», autónomamente, si deseo morir o si deseo que el feto que llevo dentro de mí muera, estaré ejerciendo «mi libertad». La derecha, según esta argumentación, contra la «libertad autónoma» de la conciencia (desde la confesión religiosa o desde su autoritarismo, se dirá) dará su opinión, muchos objetarán que se tratará de una «imposición autoritaria» de su opinión sobre las circunstancias y motivos que en cada caso están implicadas.

Por su parte, Bueno abre polémicamente otra ruta de discusión, una ruta que parte, como ya se ha expuesto, de la consideración de las posiciones asentadas en la idea de una conciencia individual autónoma como metafísicas. La conciencia individual, el cogito cartesiano, no existe ontológicamente sino que está determinada social, histórica y culturalmente.

Entonces, ¿cómo podría defenderse éticamente la pena de muerte (pena capital)? Los argumentos podrían ser como sigue:

La perspectiva habría que plantearle de modo tal que la pena capital se considera como el problema límite de la eutanasia, invocando el principio ético de la generosidad. Descartada queda la pena como venganza; descartada queda también la justificación de la pena en función de la intimidación de otros posibles delincuentes (puesto que el efecto disuasorio no está necesariamente probado). Desde esta perspectiva se apelaría al «proceso de rehabilitación» (hipótesis que se funda en la equiparación del delincuente con un enfermo –«quien está enfermo es la sociedad y no el delincuente», rezan las «teorías críticas» de sociólogos, criminólogos, &c.– y, correspondientemente, de la cárcel con un hospital). El criminal no es el responsable sino la sociedad que lo ha producido.

Ahora bien, cuando se considera a un criminal (un asesino de viejitas o de niños, un asesino en serie, un pederasta, &c.) como persona responsable, la «interrupción de su vida», como operación consecutiva al juicio, puede apoyarse en el principio ético de la generosidad, interpretando tal operación no como pena de muerte, sino como un acto de generosidad de la sociedad para con el criminal convicto y confeso. Es decir, el autor considerado como responsable de crímenes horrendos, o bien tiene conciencia de su maldad, o bien no la tiene en absoluto, e incluso, como si fuera un imbécil moral, se siente orgulloso de ella. Desde esta perspectiva, entonces, queda descartada la hipótesis de la rehabilitación: supondríamos que el crimen horrendo compromete de tal modo la «identidad» del criminal –en gran medida por la representación que de ella tendrán las demás personas– que su culpa no pueda ser expiada. No se le aplicaría la eutanasia procesal, por tanto, por motivos de ejemplaridad («para que el crimen no se repita»), sino por motivos de su propia personalidad responsable.

Una clave decisiva en esta argumentación es la distinción entre persona e individuo. Persona (del griego prosopon = máscara) es un término originado en el teatro latino, donde los actores se colocaban la máscara «para sonar» (per sonare, para hablar), y que se generalizó a través del cristianismo con los Concilios de Nicea y Éfeso en el siglo IV (cuando el cristianismo pacta con el Imperio, con Constantino, y nace la Cristiandad como contundente realidad histórico política) para designar a toda la humanidad siguiendo el ideal estoico de cosmopolitas. El término persona, entonces, hay que relacionarlo con el mundo civilizado y con los valores éticos, morales y jurídico-políticos concretos asociados a dicho mundo. Los individuos humanos se constituyen como sujetos personales cuando son considerados como iguales en cuanto a sus derechos y deberes. La persona, entonces, es una institución histórica y cultural en virtud de la cual los individuos humanos son declarados dignos de respeto por cuanto dicha institución los reviste y constituye como tales. (Anótese que nunca se habla de «persona de Neandertal» sino de «hombre de Neandertal»).

Dicho esto, para complementar la argumentación, la eutanasia procesal (la pena de muerte, la pena capital) aplicada a un criminal horrendo, podría justificarse en virtud del principio de la generosidad en tanto que se considera a tal criminal, a tal individuo, como alguien cuya personalidad desfallece, como alguien que ya no es persona sino que a regresado a un estado de individuo humano carente de toda dignidad, una dignidad que es otorgada por el grupo social en el que vive.

Notas

{1} Incluso para quien se considera de izquierda y que no sabe que Marx le abrió paso a la más férrea crítica al idealismo trascendental prefigurado por Kant y consolidado por Fichte y Hegel. Véase, por ejemplo, el Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana de Federico Engels.

{2} Véase el trabajo de Omar Sánchez «La filosofía moral de Epicteto, Spinoza y Bueno», que aparece en El Catoblepas, nº 48, febrero 2006, pág. 4.

{3} Según este formato lógico, la norma ética es distributiva –primacía de la parte sobre el todo–, y la norma moral es atributiva –primacía del todo sobre la parte–.

 

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