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El Catoblepas, número 60, febrero 2007
  El Catoblepasnúmero 60 • febrero 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

El desengaño

José Ramón San Miguel Hevia

La vida de Sócrates, su profesión de ignorancia y su crítica del poder establecido, con un añadido con la moral individual del sofista Demócrito

A medida que pasa el tiempo y se aleja la memoria de los grandes sucesos de Maratón y Salamina, las ciudades costeras y las infinitas islas del Egeo que forman la confederación de Delos están cada vez más molestas de la hegemonía política, militar y mercantil de Atenas. Que gracias a este dominio la ciudad de Pericles se haya convertido literalmente en la corte de los milagros no les consuela de su situación semicolonial ni del permanente bloqueo de sus economías. Sólo la potencia naval de los atenienses impide un levantamiento en cadena de todos sus aliados satélites.

En ese estado de creciente tensión los espartanos rompen su aislamiento e invaden el Ática en una decisión de consecuencias ciertamente incalculables. Desde ese momento todas las ciudades de Grecia entran en conflicto civil tomando partido por uno de los dos bandos. Como además los atenienses son prácticamente invencibles por mar y Esparta tiene una fuerza igual de poderosa por tierra, nada tiene de particular que lo que empieza siendo un conflicto local, se convierta en una guerra interminable –casi treinta años– a pesar de que los protagonistas de esa lucha y sus recursos son –vistos desde la actualidad– pequeños y escasos.

Tucídides dice que las Guerras del Peloponeso son causa de males innumerables para todos los helenos. Efectivamente, con ellas empieza la descomposición política de la pólis y su decadencia económica. Pero lo que más interesa es la nueva actitud que los ciudadanos de finales del siglo V y particularmente los atenienses adoptan ante su ciudad y ante la vida que en ella se desarrolla. Esa nueva actitud, hasta entonces desconocida, es, tomada la palabra en su más rigurosa literalidad, el desengaño.

La crisis

Por lo demás el comienzo de la guerra coincide con una grave crisis en el gobierno de Atenas. Pericles encaja con su imperturbable serenidad los procesos políticos que el partido conservador emprende contra sus mejores amigos y colaboradores. Pero su prestigio va padeciendo cada vez más –y eso pretende la hábil maniobra de Tucídides, el jefe de la oposición– a medida que, uno tras otro, Damón, Anaxágoras o Fidias son condenados al ostracismo, al exilio o a la prisión.

Cuando estalla el conflicto, Pericles decide utilizar una táctica tan perfecta como impopular. Deja que los espartanos devasten el Ática y encierren a la población rural en la ciudad, y a cambio de esto despacha su armada a las costas de Laconia, que domina cómodamente. Esta táctica de desgaste constante y recíproco conduce a corto plazo a una paz ideal, sin vencedores ni vencidos, pero antes de llegar a ella se declara en Atenas una peste, que diezma y desmoraliza a la población. Los demagogos, capitaneados por Cleón, atacan al estrategos, esta vez por su izquierda, y consiguen apearlo de su cargo.

Al año siguiente, en vista de la creciente amenaza de los espartanos, el Démos vuelve a elegir de nuevo a Pericles, que ha perdido en un año a sus dos hijos legítimos y su hermana. Acepta el nuevo mandato, pero la peste no le perdona, y muere sin haber evitado la guerra ni haber conseguido encarrilarla. Sus enemigos políticos han sido sucesivamente los conservadores y los demagogos, y uno de éstos, Cleón, va a tener después de su muerte el poder efectivo.

La sucesión de Pericles produce en el interior de Atenas un cisma semejante al que padece toda Grecia. La democracia ha mantenido hasta entonces un difícil equilibrio entre la totalidad del pueblo y el estamento de los nobles, al que invariablemente pertenece el mismo jefe del partido popular, pero ese equilibrio se rompe precisamente en el momento más inoportuno. Es el mismo Aristóteles quien advierte en la Constitución de Atenas que después de Pericles el gobierno cae en manos de demagogos que no forman parte del estamento de los eupátridas ni tienen su visto bueno.

Poco a poco la ciudad se divide en dos partidos totalmente contrarios. Por un lado los nobles, privados totalmente de poder, forman un estamento cada vez más cerrado sobre sí mismo y cada vez más enemigo de la plebe. Por otro lado el pueblo prescinde de los políticos que por sus conocimientos y su veteranía mejor le pueden dirigir y elige a unos recién llegados, que le llevan según su ignorancia y su capricho cambiante.

Por lo demás este cisma en la ciudad estado de Atenas se mezcla con la crisis producida por las Guerras del Peloponeso. Los oligarcas son partidarios de Esparta y de su régimen político, y por supuesto de la paz. En cambio los demagogos son y seguirán siendo enemigos de los lacedemonios. Hay que decir otra vez que esta división va acompañada de la actitud que mejor define a los sofistas de la segunda generación y sobre todo a Sócrates: la decepción y el desengaño.

La guerra civil griega dura desde el 428 hasta finales del siglo V y tiene diversas alternativas y treguas. En un primer momento Atenas combate contra los lacedemonios y sus aliados en Tracia y en el golfo de Corinto, alcanzando resultados felices. La ocupación de Pilos en el corazón del Peloponeso coloca a Esparta en una situación muy difícil, y al propio tiempo la muerte en batalla de Cleón y la llegada al poder de los conservadores pacifistas, dirigidos por Nicias le da oportunidad de pactar la paz.

La segunda fase de la guerra es mucho más catastrófica para los atenienses. Mal aconsejados por los oradores, deciden llevar toda su armada hasta Sicilia para conquistar Siracusa. Para colmo de despropósitos hacen venir desde Italia a Alcibíades, su político más ambicioso, a pesar de que es uno de los estrategos elegidos por el démos para dar la batalla. El efecto de todos estos caprichos es doblemente desgraciado, pues la expedición naval termina con la destrucción de toda la armada y la muerte de sus soldados, incluido el propio Nicias, mientras que por su parte Alcibíades huye a Esparta y desde allí organiza la toma del fuerte de Decelia en el Ática, dando un golpe de gracia a su ciudad natal.

Por fin los atenienses, ante esta situación límite, deciden prescindir de los demagogos y establecen una oligarquía de cuatrocientos ciudadanos, que representan sólo teóricamente a los soldados en armas. Los cinco mil hoplitas con base en la isla de Samos se sienten desplazados y toman directamente el poder, capitaneados por el impenitente Alcibíades, que cambia otra vez de bando, abandona a los espartanos y se pone al frente de esta rara mezcla de democracia y dictadura militar.

Hacia el año 406 Atenas obtiene una importante victoria naval cerca de las islas Arginusas, pero sus consecuencias van a ser desgraciadas. El pueblo acusa una vez más de impiedad a los diez generales vencedores, al no cumplir los ritos funerarios. La tribu que en aquel momento tiene la presidencia rotatoria del Consejo, rompiendo todas las formalidades judiciales, ordena una sentencia única para todos los procesados. Los generales son condenados a muerte y entre los seis efectivamente ejecutados está el hijo de Pericles y de Aspasia al que se había otorgado derecho de ciudadanía.

Mientras los atenienses, a través de toda esta serie de errores y caprichos, sobre todo judiciales, van minando la fuerza política y militar de la ciudad, Lisandro, general de los espartanos, establece en todas las plazas fuertes de Grecia y también en Atenas, sociedades secretas de oligarcas, partidarios incondicionales de Lacedemonia y de su propio jefe. De esta forma el cambio de régimen político está ya maduro.

Por fin, en un golpe de mano tan decisivo como inesperado, Lisandro se hace dueño de la armada de Atenas, fondeada en Agios Pótamos. La ciudad, privada de sus naves y sitiada por el hambre, tiene que rendirse. Un destacamento espartano ocupa la fortaleza y a su sombra y refugio los oligarcas comienzan a gobernar. Los ciudadanos del partido demócrata, dirigidos por Trasíbulo, encuentran asilo político en Tebas. La derrota y la humillación de los antiguos vencedores de Salamina y de Maratón es total.

Lisandro promete la paz a los atenienses bajo la condición, sumamente ambigua, de que adopten la constitución de sus antepasados. Naturalmente los demócratas que todavía permanecen dentro de las murallas de la ciudad pretenden que el tipo de gobierno tradicional es justamente el democrático, mientras que los conservadores moderados defienden un cambio político, que tenga por modelo a los regímenes anteriores a las reformas radicales de Efialtes. Pero como los oligarcas cuentan con el apoyo incondicional del general espartano, se terminan imponiendo a todos sus aterrados compatriotas

Los tiranos, en número de treinta, gobiernan autocráticamente escogiendo a quinientos consejeros de una lista cuidadosamente preparada por la clase de los caballeros. Interesa saber que Sócrates ha sido maestro de los más destacados oligarcas, y concretamente de Critias su jefe supremo. Todo esto, así como su íntima amistad con el traidor Alcibíades es algo que los atenienses nunca olvidarán.

Los nuevos tiranos son primero moderados y únicamente tratan con dureza a los ciudadanos que levantan falsas acusaciones. Con el tiempo se vuelven represivos y crueles y dan muerte o encierran a quienes son notables por sus riquezas o su prestigio político. La historia registra la ejecución de Teramenes –uno de los Treinta que se opone a esta violencia sin sentido– y trasmite también por duplicado la azarosa persecución del demócrata Leonte de Salamina, incluida, por una serie de circunstancias, en el anecdotario de la historia de filosofía.

La fracción demócrata que se ha refugiado en Tebas con su jefe Trasíbulo, comienza a tomar nueva fuerza a la vista de los abusos de los oligarcas. Cuando los exiliados vuelven sobre Atenas y consiguen sus primeras victorias, los ciudadanos se pronuncian masivamente por la restauración del poder popular. Al mismo tiempo Pausanias, uno de los reyes espartanos, temeroso de que Lisandro se convierta en general en jefe de una confederación de oligarquías helenas, marcha sobre la ciudad con el pretexto de ayudar a los tiranos, pero con la intención más que probable de pactar con los demócratas a cambio de asegurar su hegemonía. Como esta vez los intereses de todos coinciden, se llega a un acuerdo de paz con bastante facilidad.

Por ese tratado Esparta acepta la vuelta a la constitución democrática, deja de apoyar a los Treinta y retira el destacamento instalado en la Acrópolis. A cambio de eso Atenas entra en la Liga del Peloponeso, entregando a la caja federal el dinero correspondiente y demostrando una gran moderación hacia los antiguos oligarcas y sus seguidores. La situación queda así estabilizada, por lo menos provisionalmente.

Los demócratas promulgan, una amnistía política casi total. El decreto de Euclides declara que ningún ciudadano puede reprochar su pasado a nadie, como no sea a los treinta tiranos, a los diez gobernadores del Pireo y a los once guardianes de la prisión. Incluso ellos quedarán libres de todo reproche si por una vez rinden cuentas al pueblo. Por otra parte el decreto se cumplirá a rajatabla, porque el primero y único ciudadano que se atreve a desafiarlo es detenido inmediatamente, llevado ante el Consejo y ejecutado sin pasar por los tribunales.

Queda todavía un viejo recurso para disfrazar una venganza política y es la acusación por impiedad. Los atenienses lo utilizan con una desmedida generosidad, como lo demuestran sucesivamente los casos de Anaxágoras, Protágoras y Fidias, y mucho después los de Alcibíades y los generales vencedores en las islas Arginusas. El delito de asébeia sirve para todo, por su amplitud, por su efecto en los jueces directamente tomados de la plebe y su pena que nominalmente es la muerte y de hecho la expulsión de la ciudad y el exilio. Siguiendo esta mala costumbre, cuatro años después del restablecimiento de la democracia en Atenas sus líderes van a iniciar el proceso más espectacular contra el más extraño ciudadano.

Sócrates

Cuando los biógrafos antiguos y modernos describen la figura de Sócrates en la Atenas de su tiempo, trazan el perfil de un ciudadano totalmente anodino, se podría decir «el ciudadano desconocido.» Sus padres no son ni aristócratas y ricos, ni pobres o esclavos, y sus ocupaciones son modestas. Fenarete, su madre es al parece partera, y su padre Sofronisco, cantero. El mismo administra la parva herencia que recibe y puede vivir gracias a ella como un cualquiera.

Los episodios de su vida son también insignificantes. Se casa con una mujer común, Jantipa, porque así lo prescribe la ley de la ciudad. Es posible que haya contraído un segundo matrimonio con Mirto, pues en un momento dado también lo aconsejan los usos de la ciudad, devastada por la guerra y la peste. Tiene dos o tal vez tres hijos que nada darán que hablar, ni para bien ni para mal.

Habita siempre en Atenas, cumpliendo las funciones que la constitución señala a los ciudadanos por sorteo. Sólo abandona la ciudad para ir a luchar en el sitio de Potidea o en la batalla de Delion, pero en ambos casos está haciendo una suerte de servicio militar. Hasta su muerte se presenta como un escrupuloso y extravagante acto de obediencia a las leyes. Parece según esto que se puede hablar de la filosofía de Sócrates, sin prestar atención a su vida, que es la de todos y la de nadie.

Este perfil biográfico es tan anodino y descolorido que fácilmente hace pensar en un disfraz para ocultar su verdadera personalidad o para hacer más incisiva su crítica a la vida social y política de Atenas. Afortunadamente el siglo V proporciona una serie de documentos que dan el negativo de esta figura convencional. Todos están contenidos y ordenados en unos pocos libros, que abarcan desde Aristófanes a los discípulos directos del filósofo y a testimonios tardíos.

En primer lugar está el teatro y más concretamente la comedia antigua. Es difícil creer que un ciudadano común y anónimo pueda ser objeto de la sátira política de los cómicos del siglo de Pericles. Pero justamente eso es lo que sucede con Sócrates, hasta tal punto que en un mismo año –el 423– es simultáneamente protagonista bufo de dos obras en concurso, una de ellas «Las Nubes.»

Pero además del teatro están sus propios maestros y discípulos. Sócrates es el punto en que se cruzan todos los intelectuales y políticos de la época. Alcibíades Critias y Cármides, Anaxágoras Arquelao y probablemente Diógenes de Apolonia, Jenofonte y Platón, Eurípides y a la contra Aristófanes. Más todavía, su resonancia en la vida de Atenas es tal, que después de establecida la paz exterior e interior y promulgada una amnistía total, todavía es un centro de subversión para sus conciudadanos, que lo procesan, lo condenan y lo ejecutan. Y después de su muerte todos los intelectuales de Atenas –absolutamente todos– son, por un camino u otro, sus discípulos o sus enemigos. Vale más abandonar la biografía convencional del filósofo y estudiar de cerca su vida real.

Ya desde su juventud Sócrates vive en la cercanía del círculo de pensadores y de hombres de estado que rodea a Pericles. Es discípulo, primero de Anaxágoras, después, ya de forma más íntima y estable, de Arquelao. Parece indudable –de acuerdo con el testimonio de Aristófanes– que cuando Diógenes de Apolonia está en Atenas influye también decisivamente en su pensamiento.

Además Sócrates es amigo íntimo de Alcibíades, un joven de la familia de los Alcmeónidas, que tiene una participación turbulenta en las Guerras del Peloponeso. Tucídides es muy exacto cuando pone en boca del rebelde general ateniense un discurso dirigido a los espartanos, –sus aliados de momento– donde dice con gran desparpajo que su familia ha aceptado desde siempre el poder porque se opone a los tiranos «y todo lo que no es tirano es pueblo «y porque en vista de que Atenas tenía una constitución democrática han tenido que adaptarse a las circunstancias, procurando estar al frente de la ciudad entera y no de una facción. Es una derivación oportunista de los mismos pensamientos de Pericles y su círculo.

Cuando la ciudad queda dividida en demagogos y oligarcas, los eupátridas ven cómo desaparece ese sistema de gobierno en el que estaban instalados con el visto bueno del pueblo. Quedan entonces dos soluciones, sucesivamente ensayadas por el propio Alcibíades. O bien defender la oligarquía con la ayuda de los lacedemonios, o bien heredar el poder de los Alcmeónidas después de que todos los ciudadanos en armas le elijan por aclamación estrategos.

Los primeros testimonios. Las Nubes

Aristófanes describe la vida del joven Sócrates, siguiendo la sátira desenfadada de la antigua comedia, pero a través de esta caricatura deja que se transparente claramente su personalidad intelectual y humana. No es de recibo por eso la hipótesis según la cual el protagonista de las Nubes es una pura ficción teatral sin nada que ver con la realidad. Siguiendo ese camino se corre el peligre de no entender la primera mitad de la vida del filósofo, ni tampoco el teatro en la democracia ateniense.

Uno de los tres personajes de la obra, Fidípides, de la familia de los Alcmeónidas, es tan furiosamente aficionado a los caballos que está llevando a la ruina a su padre. Fidípides, figura de forma descarada a Alcibíades, que tiene el mismo linaje y –según los testimonios de Plutarco y de Tucídides– la misma desmesurada afición. El general ateniense se siente obligado a defender públicamente este hobby, alegando que gracias a él ha honrado a su ciudad y desengañando a cuantos la creen pobre y vulnerable.

Fidípides - Alcibíades entra en relación con Sócrates, más concretamente se hace su discípulo. Como su íntima amistad es bien conocida por los atenienses, Aristófanes adelanta una acusación contra el filósofo, que frecuenta a los jóvenes –sobre todo si son bellos– les enseña la injusticia y produce así una generación de ciudadanos que puede romper los usos cívicos y casi litúrgicos de Atenas.

La denuncia de Aristófanes en Las Nubes, que se representa en el 423 y en una fecha posterior no determinada, coincide punto por punto con el acta de acusación que abre el proceso y la condena de Sócrates en el 399. La misma Apología de Platón señala que los primeros y más peligrosos enemigos vienen de muy atrás y están motivados por esa comedia y por la malquerencia de su autor. En su pliego de descargos el filósofo no desmiente el fondo de la acusación y simplemente niega que haya investigado «las cosas de los cielos y de debajo de la tierra», contrariando los edictos de la ciudad.

El tercer personaje, Estrepsíades padre de Fidípides, se parece también demasiado a Hipónico, el suegro de Alcibíades, golpeado públicamente por quien será después el marido de su hija, y víctima desde entonces de interminables pleitos, que al parecer estaba destinado a perder siempre. Sócrates es en la comedia el catalizador de la hostilidad de la nueva generación, hacia sus mayores a los que termina golpeando furiosamente al final de la obra.

Aristófanes, igual que Tucídides y buena parte de los intelectuales de Atenas son conservadores moderados, que atacan por igual a los demagogos como Cleón o Hipérbolo y a los oligarcas. Hay que tener en cuenta que, según los historiadores, Alcibíades empieza a ser por los años del primer estreno de Las Nubes, amigo público de los espartanos. Y que la segunda representación es probablemente simultanea a la acusación por impiedad, detención y fuga a Esparta del incorregible hijo de Clinias.

No tiene nada de particular que Sócrates lleve en la comedia un estilo de vida y hasta un uniforme laconio. Siguiendo las costumbres que Licurgo impone a los jóvenes de su ciudad, el maestro de Alcibíades anda siempre descalzo, no se corta los cabellos ni se cuida, es pobre y abstemio, come frugalmente en comunidad con sus amigos y hurta todo cuanto encuentra a mano.

Los demás cómicos y poetas confirman el retrato de Aristófanes a través de un diluvio de testimonios unánimes. Timón le llama «orador semiateniense», una definición genial si Sócrates pudiera admitir alguna. Amipsias dice que siempre usa el mismo manto, Eupólis insiste en su habilidad como descuidero, y todos resaltan la sobriedad del filósofo, que al parecer siempre tiene hambre. Esta forma de vivir es el complemento de su oratoria disolvente y «lacónica.»

La crítica de Aristófanes ganará virulencia cada vez que Alcibíades cometa un nuevo error o una nueva traición contra su ciudad natal. La vida del político ateniense es tan diversa y hasta tan disparatada en conducta y actitudes que permite arrojar sobre él y sus amigos todo tipo de acusaciones. Es sucesivamente general en jefe, junto a Nicias, de la escuadra ateniense, consejero de los espartanos, amigo del Gran Rey y su sátrapa, dirigente de la revolución de los cinco mil hoplitas establecidos en Samos, compañero de los oligarcas y de sus heterías, pretendiente a la tiranía y finalmente conspirador desde el exilio.

Pero además de todo esto, Alcibíades es presunto culpable de sacrilegio por un doble motivo, descabezar a los Hermes y profanar los misterios de Eleúsis, haciendo una especie de misa negra, en que él mismo ejerce de hierofante. El doble crimen de impiedad, al parecer suficientemente probado, dirige la atención de los atenienses hacia su conducta religiosa, y les hace reflexionar, cuando se representa por segunda vez Las Nubes en el 417 aproximadamente, en la actitud más que sospechosa de Sócrates con relación a los dioses, y en la casi segura influencia que ha ejercido sobre su discípulo.

Desde ahora ya Sócrates aparece como un impío que predica divinidades extrañas a la ciudad y por eso su crimen es al mismo tiempo que religioso, político. Los nuevos dioses del maestro de Alcibíades son –de acuerdo con Anaxágoras y Diógenes de Apolonia– precisamente el aire, el éter y después las nubes, que son causa del rayo, el relámpago y el trueno. Pero esta teología del aire no explica sólo los fenómenos de la naturaleza, sino que además determina la conducta que el ciudadano, y en particular el sabio, ha de tener.

Efectivamente hay una tercera deidad –la lengua y el habla– que también ha salido del aire, que es capaz de convertir a los ciudadanos de sus leyes y sus usos tradicionales, y que también en este sentido sustituye a los antiguos dioses. Poco a poco, a lo largo de Las Nubes, la palabra ocupa un lugar central y adquiere un valor tan absoluto que los argumentos se imponen por el poder de persuadir y no por su contenido justo. El final esperpéntico y disparatado de la obra de teatro muestra cómo la palabra puede disolver en un segundo las instituciones y creencias más sagradas de la ciudad, desde los contratos y el comercio a la misma familia.

Queda sólo por ver cuál es la conducta que las nubes, el aire y la lengua, trasmiten a sus fieles y en particular al protagonista, Sócrates. «Quien desee aprender sabiduría –dice el coro de las nubes– tiene que ser paciente, no cansarse por más que esté de pié o que camine, tolerar el frío, no desear la comida y abstenerse del vino y de los demás placeres. Tenga además un ánimo fuerte, resista al sueño «. Este código de comportamiento, tal como lo describen todos los cómicos, se corresponde con toda exactitud con la forma de ser predicada en Esparta por Licurgo y en Atenas por sus amigos laconizantes.

La madurez y la muerte

Así pues, Sócrates y también sus discípulos siguen, a los ojos de los cómicos y del Démos ateniense que los aplaude, una conducta proespartana, o más exactamente antiateniense. El mismo Aristófanes lo vuelve a confirmar en Las Aves, su obra más optimista, fechada en el 415 cuando la armada marcha hacia Sicilia dirigida por Nicias, y cuando la nave «Salamina» corre tras ella con el encargo de detener a Alcibíades. El estamento de los conservadores moderados, los caballeros, tienen momentáneamente el poder, después de desplazar a los demagogos y a los oligarcas.

«Hoy todos prometen un talento para el que mate a Diágoras de Melos, un talento para quien mate a un tirano. Pero nosotros promulgamos todavía otro decreto: un talento para quien mate a Filócrates el pajarero, y cuatro para quien lo traiga vivo.» Sócrates aparece según esto asimilado a Diágoras de Mélos, el ateo, y Filócrates –a la letra el amante del poder– es otra vez Alcibíades, su amigo y discípulo.

Poco después y en la misma obra, Aristófanes complementa este texto con otras palabras: «Antes de fundar esta ciudad todos los hombres estaban atacados de lacomanía. Dejaban crecer el pelo, iban siempre sucios, socratizaban y llevaban el bastón laconio.» La acusación de laconismo e indirectamente de ateismo y el talento de recompensa para los que terminen con Sócrates avisan de que las amenazas y la persecución contra el filósofo ya se gestaban en los años de su primera madurez, mucho antes de su proceso y condena.

De todas formas confundir a Sócrates con un doctrinario que desarrolla una conducta y unas ideas proespartanas y nada más que eso, es la mejor manera de no entenderlo. Porque esa forma de vivir y de pensar sólo tienen sentido en la medida en que sirve para criticar la propia realidad en que se está. No se trata primero y principalmente de convencer sobre la verdad de la constitución espartana, sino al revés de falsar las leyes y los usos de Atenas.

El laconismo de Sócrates es esencialmente negativo y en esto se diferencia de Critias, de Jenofonte y hasta de Platón en la primera parte de República. No hay que olvidar que durante la madurez del filósofo Atenas y Esparta están en plena guerra. En estas circunstancias, pasearse por el ágora disfrazado con el uniforme de las Juventudes Laconias y rodeado de una quinta columna de ciudadanos con su mismo hábito y comportamiento es la forma perfecta de reírse y de protestar por la vida que se lleva en la ciudad.

Por otra parte lo muy poco que se sabe de su forma de pensar tiene un inmenso significado. Sócrates está convencido de que no sabe nada, pues ser sabio no es dar con la verdad, sino precisamente todo lo contrario, desengañarse. Y al mismo tiempo procura trasmitir esta actitud de desengaño a sus conciudadanos a través de la ironía que penetra en sus diálogos, en su conducta y en su propia muerte.

La filosofía de Sócrates, verdaderamente única en toda la historia, remite a una situación también excepcional. Efectivamente, una ciudad y una cultura, la más alta que el hombre ha alcanzado, se derrumban en el corto espacio de una generación. En esas circunstancias ser un buen ateniense exige desmontar el engaño colectivo en el que sus vecinos están sumergidos, aunque para ello tenga que enfrentarse a todos ellos y accidentalmente pasearse por el ágora, descalzo melenudo y casi famélico.

Lo más importante de Sócrates es su atopía, su inoportunidad, hasta tal punto que su laconismo está integrado en la decisión de ir contra quienes tienen el poder o presumen saber, igual en Atenas que en cualquier otra parte. La crítica del filósofo es tan radical que por su propio carácter no puede dejar ninguna certeza en pié. A lo largo de su proceso se niega a ser exiliado a otra ciudad –menos que ninguna Esparta– porque en todas ellas le acusarían también de hacer pensar a los jóvenes y de sublevarlos contra la autoridad y la presunta verdad de sus mayores.

Cuando los Treinta Tiranos capitaneados por Crítias y Cármides, gobiernan en Atenas desde el año 404, procuran mezclar en su política represiva a la mayor cantidad de ciudadanos y por supuesto a su antiguo maestro. Platón cita por dos veces el episodio de la busca y captura de Leonte de Salamina como una pieza de defensa en el proceso contra Sócrates y como una justificación de su trayectoria biográfica en la carta VII. En principio esta protesta ante la oligarquía parece un incidente aislado bien aprovechado a efectos de propaganda por ese genial director de escena que es Platón.

Sin embargo Jenofonte –un historiador totalmente objetivo y falto de imaginación– registra también ampliamente este choque entre Sócrates y Critias, que quiere impedirle hablar con los jóvenes, en una discusión que lleva el sello y la ironía inconfundible del gran maestro. «¿Hasta cuándo es joven un ateniense?.. ¿No podré preguntar los precios si el vendedor tiene menos de los treinta años?.. ¿No puedo contestarles si me preguntan dónde están Cariclés y Critias?» Como de costumbre los amos de la ciudad empiezan a exasperarse y terminan amenazando a través de una zafia ironía la vida de quien habla con ellos. En resumen la inoportunidad de Sócrates es constante y va siempre contra quienes tienen el poder, sean oligarcas o demócratas.

Cuando los exiliados en Tebas recobran el poder, muy poco después de la amnistía decretada por Euclídes, Sócrates tiene que comparecer ante el tribunal de los Heliastas. El acta de acusación, muy precisa en sus términos y el propio desarrollo del proceso permiten deducir con bastante exactitud y seguridad su forma de vivir y de pensar en estos últimos años.

En primer lugar Sócrates sigue conviviendo con los jóvenes –según sus acusadores los estropea y los hace pésimos ciudadanos– y su mensaje está contenido en la contestación a Melétos. Sólo uno, el profesional competente en cada oficio, sabe hacer bien las cosas, y en este caso concreto educar a la nueva generación. Los demás –el jurado, el Consejo, el Démos de Atenas en pleno– no saben, al no saber hacen irremediablemente mal las cosas y su ignorancia corrompe a la larga a la ciudad.

Por lo demás Sócrates –dice la Apología– no tiene la culpa de que los jóvenes más ricos de Atenas le rodeen continuamente, y de que sólo ellos dispongan de tiempo libre para escuchar sus palabras. La misodemia, el desprecio del pueblo se complementa con la pública declaración de amistad hacia los ricos y nobles, que otra vez vuelven a ser la oposición política.

Esta labor pedagógica de Sócrates empieza, como siempre, a irritar a sus conciudadanos, demócratas de toda la vida. Uno de los jefes del partido en el poder, Anítos, presenta una acusación contra el viejo filósofo, tomando como portavoz a Melétos y como abogado a Licón. En rigor se trata, no de un pleito personal de todos estos atenienses, sino del ataque –ya muchas veces anunciado contra el portavoz de la oposición– para hacerlo callar definitivamente.

Además la acusación no afecta únicamente a Sócrates, sino también a toda la comunidad que le rodea. Esos jóvenes «ricos y ociosos «son entre otros muchos, Platón y sus hermanos, Critón, Fedón de Elis, Euclides de Megara, Arístipo de Cirene, Jenofonte. Esta segunda generación de socráticos, herederos de Critias, Alcibíades y Cármides, forman, por lo menos a los ojos de los demás, una especie de hetería, y se sienten tan odiados y amenazados que están dispuestos a huir a Megara, donde ya Euclides les tiene preparado alojamiento.

Los atenienses disponen de dos procedimientos para librarse de los vecinos inoportunos y molestos. Uno de ellos es el ostracismo, una especie de voto de censura que obliga a exiliarse de la ciudad por lo menos diez años, y a renunciar indirectamente a sus derechos cívicos. Ahora bien, la práctica del ostracismo ha desaparecido desde el año 417 y el último desterrado por este extraño procedimiento es precisamente el demagogo Hipérbolo.

Queda otro instrumento jurídico, ensayado con éxito con el filósofo Anaxágoras, probablemente con Protágoras, y es la acusación por asébeia. La impiedad es una especie de delito religioso de lesa majestad, y como todos los crímenes de esta índole está teóricamente penado con la muerte. Pero sólo teóricamente, porque de hecho termina siempre en un exilio definitivo, consensuado entre los acusadores y el reo.

Efectivamente, en el derecho ático el condenado por asébeia puede eludir la muerte a través de una especie de evasión ritual, que tiene lugar antes del proceso e incluso dentro de él. Por otra parte el reo presenta el destierro como pena alternativa, seguro de que el tribunal la votará. El mismo Sócrates lo advierte en la Apología. «Entonces ¿qué hago?, ¿os pediré que votéis mi exilio? Estoy seguro de que estáis dispuestos a condenarme a él. Pero mucho apego a la vida tendría yo, atenienses, para no darme cuenta de que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no soportáis mis palabras, los de otras ciudades todavía serán más incapaces de sufrirlas.»

Así pues, el objetivo del proceso no es eliminar físicamente a Sócrates sino más simplemente alejarlo de Atenas y suprimir de paso la hetería de posibles oligarcas que le rodea. El documento clave, que marca la diferencia entre la actitud de Sócrates y la de sus discípulos sigue siendo la Apología. «Hasta ahora era yo el que los contenía, sin que vosotros lo advirtierais, pero desde ahora muchos más de uno os van a pedir cuentas, y como son jóvenes serán mucho más implacables y os van a hacer rabiar.»

La acusación de introducir divinidades nuevas y extrañas en sustitución de los dioses nacionales busca indirectamente neutralizar a la oposición, alejando a Sócrates a través del proceso de impiedad. No sabemos si el acta declara al maestro –como dice Méletos– «ateo total», o si –de acuerdo con el testimonio de las Nubes– le denuncia por sustituir a todos los dioses en el mundo universo y en cada uno de los hombres por el aire-inteligencia.

Pero sí se sabe bien –y ello a pesar de los esfuerzos de Platón para disimularlo– que Sócrates no niega la acusación de esas actas. En ningún momento presume de rendir culto a los dioses nacionales, ni siquiera se acuerda de ellos. Sólo dice que «no es ateo del todo «y más exactamente que frente a los dioses públicos, él está en posesión de un numen privado, que le ha dirigido en todo momento, incluso ahora, cuando se enfrenta con todo el pueblo de Atenas. Es la conclusión teológica y el cierre de su misodemia.

Es seguro que muchos jueces se sintieron sobresaltados ante la contestación de Sócrates, al comunicarle la pena de muerte. «Por no esperar unos pocos años, tendréis que soportar la culpa y la mala fama que echarán sobre vosotros quienes quieran insultar a la ciudad.» A partir de estas palabras, lo que inicialmente era una operación política para alejar de Atenas a un ciudadano insoportable, un tábano, empieza a complicarse y a tomar un sentido totalmente opuesto al previsto.

Los jueces y los acusadores no han caído en la cuenta de que están ante uno de los mayores dialécticos, que les va a tomar la palabra para desarrollarla hasta sus últimas consecuencias haciéndola terminar en el absurdo. Pero como resulta que esa palabra pronunciada en forma de sentencia incluye la condena del mismo Sócrates, sólo aceptando la muerte podrá desmentir y desengañar definitivamente al pueblo de Atenas. Ese camino va a seguir justamente, de tal forma que su muerte misma es un supremo acto de ironía.

Sócrates permanece en la cárcel todavía treinta días, durante los cuales sus amigos le invitan a huir de la ciudad. Pero una vez más el filósofo acepta voluntariamente la muerte, prolongando la situación y la actitud que él mismo ha forzado a lo largo del proceso. Es el tema del Critón, un diálogo platónico lo suficientemente ambiguo para pasar la censura, y lo bastante radical en su crítica al sistema democrático para quien lo quiera entender. Por una parte parece que Sócrates es el ciudadano perfecto, que respeta las leyes aunque para él tengan consecuencias funerales. Pero al mismo tiempo se dedica a atacar desde el inicio al final del diálogo dos ideas claves del sistema, que el contenido de la opinión de la mayoría –oi polloi– tenga valor, y que se pueda aplicar la justicia retorsiva –antidíkein–.

La filosofía de Sócrates

La vida de Sócrates y su filosofía son totalmente inseparables, pero se pueden recorrer en doble dirección, haciendo la biografía y refiriéndose de modo oblicuo a su pensamiento, o a la inversa estudiando directamente su actitud ante los problemas del mundo y del hombre y aclarando en función de ella los puntos oscuros de su ajetreada existencia.

Como Sócrates no dejó nada escrito hay que tomar como punto de partida testimonios indirectos y en primer lugar la breve y precisa acta de acusación, trasmitida por sus contemporáneos. Efectivamente, la fórmula es la misma en las Memorias de Jenofonte, la Apología de Platón y la biografía de Diógenes Laercio. «Es culpable –dice Meletos ante el tribunal– de no dar culto a los dioses a los que venera la ciudad y de introducir nuevas divinidades. Es también culpable de desmoralizar y corromper a los jóvenes.»

Además de esto, los testimonios anteriores, simultáneos o posteriores a la condena y muerte de Sócrates son independientes y hasta hostiles, pero todos ellos transparentan, no una doctrina –el maestro no la tiene– pero sí una actitud muy definida. Hay que fijar esa actitud, utilizando esos documentos, que contra todas las apariencias son complementarios, pero en ningún caso contradictorios.

Los cómicos y sobre todo Aristófanes hablan de la vida que lleva Sócrates, revolviendo a los jóvenes contra los hombres maduros en los «pensaderos» de Atenas. Pero hablan también –y eso es lo que ahora interesa– de su negación de los dioses de la mitología tradicional. Este «ateismo oficial», que es compatible con la afirmación de una divinidad, probablemente el aire-inteligencia, extendido por todo el universo e interior a cada hombre individual que quiera oír su voz, concuerda con cuanto se lee entre líneas en la Apología.

Por otra parte, algunos miembros de la comunidad socrática trasmiten el esquema de los diálogos por medio de los cuales el filósofo desengaña a los atenienses, y especialmente desmoraliza a los jóvenes. No es cierto, a propósito de esto, que Platón y Jenofonte tengan una visión contradictoria, ni siquiera distinta de la forma de ser y de pensar de su maestro. La ignorancia como principio de su actitud, la ironía que se proyecta interrogativamente sobre sus vecinos demasiado seguros de sí mismos, el final negativo de las discusiones, que no son una enseñanza de la verdad, sino el desengaño de la falsedad en que está cada uno instalado, todo esto es común a las Memorias y a los primeros escritos platónicos. Lo único que varía es el género literario, pues Jenofonte es un reportero que se limita a informar fielmente de los episodios que ha visto en el ágora de Atenas durante unos cuantos años, mientras que Platón es un genial autor dramático que pone en cada caso en escena la figura de Sócrates, pero respetando en cada ficción su actitud y sus nociones centrales.

El tercer grupo de testimonios sobre el maestro y su comunidad data de unos años después de su muerte, hacia el 390, cuando Conon reconstruye la armada de Atenas, que de esta forma empieza otra vez a liberarse de Esparta. Esta vez otros acusadores representados históricamente por Polícrates, reabren el proceso histórico de Sócrates e indirectamente de sus discípulos a los que echa en cara su laconismo. Nada más fácil que desempolvar el más remoto pasado y recordar al maestro de Critias y Alcibíades como modelo para los partidarios de los espartanos. Pero esta última visión, crítica y negativa, se corresponde y complementa con todos los demás testimonios, añadiendo un nuevo punto de vista.

El ateismo de Sócrates

Cuando Aristófanes saca a escena a Sócrates, lo presenta en primer lugar como un ateo, que niega el Panteón griego y no venera externamente a sus dioses. Zeus no existe y sus aparentes prodigios son obra de las Nubes, que en este sentido merecen el título de divinas. Finalmente, lo que pone en movimiento a las nubes y da origen a todo el universo es un torbellino etéreo, semejante al giro circular que la Inteligencia imprime a la materia desorganizada hasta convertirla en un sistema ordenado, un cosmos.

Todavía en la Apología, Melétos le acusa de ateismo total, atribuyéndole las teorías inventadas por Anaxágoras: «El Sol es una piedra y la Luna es como la Tierra.» Y lo que es más notable, el maestro se las arregla para no negarlas, pues en un ejercicio supremo de ironía habla simultanea y contradictoriamente en primera y tercera persona. «¿Para qué quieren oírme decir tales cosas, pudiendo comprar por un dracma en las tiendas que hay detrás del teatro el libro de Anaxágoras? Así podrán reírse de Sócrates cuando las expone como suyas propias, sobre todo siendo como son tan disparatadas.»

De todas formas, la idea del torbellino cosmogónico es uno de los tópicos de la ilustración ateniense y su aparición en las Nubes es puntual. En cambio a lo largo de toda la comedia Sócrates piensa en un principio, todavía más radical, el aire, cuyas manifestaciones sucesivas son las nubes, el éter, el pensamiento y el habla. La sátira de Aristófanes apunta muy precisamente a una filosofía atribuida en principio a un ilustre contemporáneo de Sócrates, del que vale la pena hablar.

Diógenes de Apolonia es un fisiólogo que vive en pleno siglo V y que sigue de cerca, según Teofrasto, a Anaxágoras y Leucipo. Demetrio Falereo en un escrito que se llama precisamente «Defensa de Sócrates» dice de él que estuvo en Atenas y que su vida se vio en grave peligro por la envidia de los ciudadanos. Este texto, en conexión con los versos de Las Nubes y con el sentido de toda su obra, invita y casi obliga a ponerle en relación con Sócrates.

Desde el primer párrafo de su libro Diógenes busca una explicación, al propio tiempo incuestionable y sencilla, del universo. Las teorías pluralistas le parecen demasiado complicadas, y por eso se remite a un principio único y simple. Las otras cosas concretas son determinaciones de esa sustancia radical que identifica con el aire.

El aire, lo mismo que el Noús de Anaxágoras, es inteligente y por eso distribuye de forma regular y constante los espacios y los tiempos. Además es divino en todos los sentidos, porque es principio primero, está en todas partes, y todo lo conoce y gobierna dirigiéndolo hacia lo mejor. Por otra parte, la teoría del aire-inteligencia simplifica al máximo el sistema físico de Anaxágoras, pues explica simultáneamente y por una sola y misma causa el movimiento regular de las estrellas y el curso errático de los planetas.

Según Diógenes de Apolonia todos los seres animados viven en la medida en que respiran el aire. Ahora bien, la vitalidad de las plantas es mínima, porque, además de ser macizas, no pueden aspirar el aliento seco y limpio de toda mezcla. Esta noticia concuerda con el esperpento de Aristófanes, que presenta a Sócrates colgado de un cesto, no sea que la tierra absorba la savia de la inteligencia. En cuanto a los animales tienen también un nivel inferior de vida, pues sólo el desarrollo del cerebro y la disposición de las venas aseguran en el hombre el centro y la transmisión perfecta del aire-inteligencia.

Acercándose a la teoría de Alcmeón de Crotona, Diógenes piensa que todas las sensaciones tienen su origen en el aire que rodea al cerebro, lo mismo si está quieto –como en el caso del olfato– que si entra desde fuera, como en la vista y el oido. Este aire interior, al ser inteligente, conoce las cosas por sí mismo y en este sentido es, todavía más, una pequeña parte de la divinidad. En una palabra, no sólo el mundo sino cada uno de nosotros tiene un dios interior, que le proporciona la vida, los sentidos y la inteligencia.

También Sócrates se siente en posesión de un «demonio «particular, que guía sus pasos vetando o dando vía libre a sus decisiones. Pero esta teología es doblemente escandalosa para los atenienses, en primer lugar porque está lejos de la mitología clásica, muy cerca de la ilustración, concretamente de Diógenes y su idea del aire-inteligencia, y en segundo lugar y sobre todo porque esta divinidad propia se opone orgullosamente a los mismos dioses públicos venerados desde siempre por toda la ciudad.

La acusación de asébeia

Cuando Sócrates –bajo la dirección de escena de Platón– encuentra al piadoso Eutifrón cerca de la puerta del tribunal que le va a juzgar, empieza ya a dibujarse el esquema de la futura apología. El maestro –como siempre– no sabe qué es la impiedad o la piedad y no está preparado para responder a la acusación. Por eso pregunta a Eutifrón –un profesional de la santidad– para que le saque de la ignorancia.

La idea que tiene Eutifrón de la piedad es la misma idea tópica de todos los ciudadanos de Atenas, precisamente los que van a juzgar a Sócrates. Es piadoso quien rinde culto a las divinidades del Panteón a través de sacrificios y otras ceremonias. Quien en cambio no da culto a los dioses es un ciudadano censurable y condenable.

Es ahora cuando Sócrates da un giro a la discusión, porque hay que poner en cuestión lo que Eutifrón y con él todos los atenienses creen. Ser buen ciudadano y buen hombre no depende de agradar a los dioses y rendirles culto, sino que sucede más bien todo lo contrario, pues lo primero es ser bueno en todas las acciones privadas o públicas y de eso depende que se agrade a los dioses. A través de las interrogaciones del gran maestro va asomando la autonomía moral del individuo frente a la religiosidad convencional del que ahora habla con él y de todos sus futuros jueces.

La carga de ironía que arrastra el diálogo sigue pesando más tarde en la Apología. Por una parte Platón se arregla para que Meletos sustituya el acta del proceso –creer en dioses distintos a los que venera la ciudad– por otra enteramente distinta, la de no creer en ningún dios. Gracias a lo cual Sócrates puede contestar a esta segunda acusación, dejando en silencio la verdadera. «Yo también creo que hay divinidades y no soy en este sentido un ateo total.» En una palabra la Apología desvía la conversación de forma demasiado ingenua a otros temas, y acepta así de forma tácita que ni puede ni quiere contestar a quienes procesan al maestro por rechazar la religión nacional.

En cambio Sócrates sí obedece a un demonio o genio que le ordena educar a todos los conciudadanos, pero este numen es particular suyo y se opone a los dioses públicos. «Mi conducta sería bien indecente –y entonces sí que me podrían llevar con toda justicia y razón a un tribunal bajo la acusación de no creer en lo divino– si desobedeciese al oráculo, aterrado por la muerte.» Este oráculo particular aparece a lo largo de toda la Apología, pero su aparición es un desafío constante de un individuo a la ciudad, y por eso mismo no anula, sino que confirma el acta de acusación.

Jenofonte en sus Memorias insiste también en que la divinidad envía su oráculo a Sócrates, que en este sentido es a la letra un adivino. Su argumento apologético es semejante por su forma al de Platón. «¿Quién le ha podido inspirar seguridad sino un dios? Y si tuvo esa confianza ¿como pudo dejar de creer en los dioses?.» El mismo Jenofonte dice después que los dioses y sus servidores son invisibles, que el alma humana es semejante a la divinidad y nos gobierna desde dentro sin que podamos verla. Estas palabras, igual que las de la Apología, recuerdan otra vez al aire-inteligencia de Diógenes de Apolonia, y recuerdan también indirectamente la versión grotesca, pero exacta, de Aristófanes. La concordancia de todos los testimonios es en este punto, total.

La crítica política

La segunda parte del acta de acusación de Anítos, Melétos y Licón dice que Sócrates estropea, corrompe o desmoraliza a los jóvenes atenienses. El testimonio de Platón y de Jenofonte y el de Polícrates que le ataca, todavía diez años después de su muerte, son otra vez concordantes, aunque cada uno de ellos tienen una perspectiva y una forma de pensar muy diferente.

Platón desde su primera época de escritor pone en escena a Sócrates identificando la virtud del ciudadano con su competencia política. Ser un buen médico es saber curar, ser un buen caballero es tanto como saber cuidar y manejar los caballos. Por un razonamiento de rigurosa analogía ser buen ciudadano equivale a conocer el complejo y variado oficio de vivir en la ciudad estado. Que lo opuesto a la virtud es, al pié de la letra, la ignorancia es la idea central y casi única de los diálogos socráticos, aunque no aparece expresa en ninguno de ellos.

El testimonio del primer Platón coincide con los recuerdos de Jenofonte, sobre todo en su libro tercero. Allí habla de los estratégos elegidos por el Démos, y con una reiteración casi monótona les exige, primero que nada, el conocimiento de su oficio. «Quien aprende a tocar la cítara es citaredo, quien sabe medicina es médico, aunque no la practique. Nuestro amigo será siempre un general aunque nadie lo elija.»

La misma idea se repite después cuando habla con los oradores. Sócrates examina a Glaucón, el hermano de Platón, que a los dieciocho años quiere ya dirigir la ciudad y le hace ver su ignorancia en materia política a través de un interrogatorio devastador. Por el contrario anima a Cármides a hablar en la Asamblea, porque le parece más capaz que todos los otros políticos, y convence a Eutidemo, el autodidacta, para que aprenda de maestros competentes. En estos casos y en todos los demás, Sócrates afirma constantemente la identidad de virtuosismo y conocimiento, utilizando siempre los mismos ejemplos tópicos, el médico, el flautista, el citarista, el agricultor, el zapatero.

«Los hombres mejores y más queridos de los dioses –dice Jenofonte– son los que saben hacer bien su trabajo. Si su actividad es la agricultura serán buenos agricultores, si es la medicina serán excelentes médicos, y si es la política serán en ella los primeros.» O bien: «No son reyes y gobernantes quienes tienen el cetro, ni los elegidos por el pueblo ni los tocados por la suerte ni los que alcanzan el poder gracias a la violencia. Sólo son gobernantes aquéllos que saben cómo hay que gobernar.» Las sentencias de Jenofonte, tomadas de observaciones diarias, son tan contundentes como seguras, y además coinciden con los primeros diálogos platónicos, que desarrollan brillantemente cada uno de estos tópicos en forma dramática y aporética.

La acusación de Polícrates, recogida en los dos primeros libros de las Memorias, confirma los testimonios concordes de los discípulos. El Acusador dice que Sócrates había predicado el desprecio a la ley, oponiéndose a que los cargos públicos se cubran por sorteo, siendo así que nadie escogería al azar a un piloto, un arquitecto y un flautista. Por cierto que Jenofonte no niega el fondo de esta acusación, ni tampoco que el maestro vuelva a los jóvenes rebeldes contra la constitución democrática, porque según él, sólo es rebelde quien llega al poder sin saber hacer lo que hace, aunque sea la mayoría.

Es verdad por otra parte que Sócrates pone la sabiduría por encima de todos los vínculos de familia y de amistad, porque sólo quien sabe puede ayudar a los demás y ser un amigo o un hijo útil y digno. Si los viejos quieren que los jóvenes no les vuelvan las espaldas han de suprimir la lacra peor y más odiosa que es la ignorancia, la única que es violenta y enseña violencia. En toda la contestación de Jenofonte trasparecen los principales motivos de la nueva acusación de Polícrates, que coincide punto por punto con el testimonio de los principales discípulos y con la sátira pública de los cómicos.

Los diálogos socráticos y las Memorias, no sólo tienen este mismo contenido –la virtuosidad entendida como saber hacer– sino que además tienen una estructura formal y un desarrollo común. Su comienzo es, igual en los cortos reportajes que Jenofonte transcribe del modo más fiel que en las brillantes e imaginativas puestas en escena de Platón, la universal ignorancia de Sócrates, cuya filosofía es por lo mismo la más radical de toda la historia, en rigor la única radical.

Ahora bien, Sócrates que no sabe nada, es por lo menos consciente de su ignorancia total, que por lo mismo sirve de punto de partida para su interrogación constante. En cambio quienes tropiezan con él en las calles de Atenas están convencidos de que saben muchísimo. Esta actitud doble y contradictoria es –con ciertos matices– la clave de todos los diálogos que reproducen su forma de ser y de pensar.

La aceptación de la propia ignorancia y el ataque a la certeza de los demás van acompañados de un sentimiento nuevo, que mejor que cualquier doctrina define a Sócrates. El gran maestro ateniense no está seguro de nada y por eso no puede tomar ninguna doctrina demasiado en serio. Su actitud, ante sí mismo y ante los demás es la ironía, que por ser justamente lo contrario de la seriedad es lo que más exaspera a los hombres serios de toda edad, época y condición.

Sócrates proyecta esa ironía sobre todos sus conciudadanos, de modo que quienes hablan con él se van dando cuenta de que tampoco saben lo que creían saber. Y cuando quedan desengañados y se hacen conscientes de su ignorancia, entonces también ellos empiezan a preguntar por eso que no saben. El maestro aspira a que Atenas, igual que toda comunidad humana, sea una ciudad de interrogadores, de buscadores, porque «la vida no tiene sentido cuando se deja de preguntar.»

La conclusión de los diálogos de Sócrates es –en todas las versiones de amigos o enemigos– desconcertante y bien diferente al desarrollo de cualquier otra teoría filosófica de presente o de futuro, más concretamente es una conclusión negativa. No es que el maestro ateniense a partir de principios indudables razone verdades derivadas, solucionando definitivamente un problema. Es que si encuentra en la calle a un infortunado vecino seguro de sus convicciones, le obliga a través de preguntas a derivar de esos principios presuntamente verdaderos, conclusiones contradictorias.

Evidentemente, la falsedad de las conclusiones arrastra inevitablemente consigo la falsedad del punto de partida, como en cualquier razonamiento dialéctico. Pero su tarea destructora es todavía mucho más radical que la de Zenón de Elea, pongamos por caso, porque no trata de demostrar por vía indirecta o por el absurdo la verdad de la proposición contradictoria con la falsada, sino más simplemente que quien habla está equivocado y que por consiguiente su ignorancia en este punto como en otro cualquiera es total

Misodemia

Los diálogos de Sócrates no sólo tienen un contenido único –la virtud entendida como saber hacer– y una estructura común negativa, sino que además están penetrados de un profundo desprecio por el démos, que pretende dirigir la ciudad a pesar de su universal ignorancia. Otra vez hay que recordar su discusión con el acusador, a través de la puesta en escena de Platón en la Apología. Melétos tiene que confesar que el maestro es distinto por su conducta, su forma de pensar y su enseñanza, de todos los otros ciudadanos, de los jueces, de los miembros del Consejo y de de todos los que integran la Asamblea. Porque él sólo hace rebeldes a los futuros ciudadanos, mientras que los demás los educan y los convierten en hombres de bien.

Las consecuencias que deduce de este carácter excepcional son demoledoras para el propio régimen político que le está juzgando. Porque sólo los escasos individuos que se especializan en su oficio pueden hacer las cosas bien. Los demás –aunque sean la inmensa mayoría– al no conocer a fondo, en este caso la política y su enseñanza, forzosamente tendrán que hacer daño y violencia a la ciudad presente y futura. La acusación contra Sócrates se convierte por su puro desarrollo dialéctico en una confesión de culpa del mismo Démos.

El texto de la Apología es tanto más significativo cuanto que Platón conserva esta forma de pensar durante toda su vida, criticando a los políticos ignorantes y a todas las constituciones de hecho existentes en el mundo griego, particularmente las democracias y las tiranías. Sólo la ciudad dirigida por un político ilustrado puede tener una constitución, digamos, científica. En este aspecto concreto el discípulo sigue siendo totalmente fiel, todavía en sus últimos años, a la misodemia de su viejo maestro.

Este desprecio al Démos ignorante es también un tema central en las Memorias de Jenofonte, sobre todo en su polémica con Polícrates. Aunque Sócrates ha sido maestro de Alcibíades y Crítias, eso no quiere decir que su enseñanza les haya vuelto violentos contra la ciudad y la constitución democrática, pues en la medida en que alguien es sabio y entendido puede convencer, y sólo los malos discípulos necesitan recurrir a la fuerza, a falta de otra cosa mejor. De todas formas las palabras que Jenofonte pone en boca de Alcibíades en diálogo con Pericles son inequívocamente socráticas. «Todo lo que un tirano, una oligarquía o el démos impone por escrito sin convencer a través de la enseñanza, no es ley, sino violencia.»

Aunque el triple testimonio de Platón, Jenofonte y Polícrates, y la misma muerte del filósofo indican un choque frontal con la democracia recién restaurada, Sócrates desprecia igualmente el régimen de los Treinta y le hace frente con riesgo de su vida. Su misodemia abarca todas las formas de gobierno, la de la mayoría, los ricos y el tirano, porque en todos estos casos los que dirigen la ciudad no saben lo que tienen que hacer.

El laconismo

El filolaconismo de la Pitia de Delfos y la veneración de los intelectuales de la oposición de Atenas por Licurgo sirven para que Platón haga en la Apología una brillante puesta en escena. Lo que dice Sócrates allí sobre el comienzo de su vocación es seguramente falso, pero lo que quiere decir a través de la complicada narración de uno de sus discípulos, ya muerto, sirve para dar sentido a su vida de hombre, de filósofo y de político.

Que un ateniense demócrata como Querofón tenga la ocurrencia de peregrinar a Delfos, cuyos sacerdotes son filoespartanos y que además está ocupado militarmente casi de forma continua por el ejército de Lacedemonia, ya es algo extraño. Que la palabra del dios pueda ser oída por muchos testigos, al parecer también atenienses, es ya mucho más increíble. Y que encima todos viajen lejos, a un territorio hostil para plantearle a Apolo un acertijo pueril, preguntándole quién es el hombre más sabio, es totalmente extravagante. Como siempre, Platón tiene muy buen cuidado de que las escenas simbólicas que inventa aparezcan sólo como símbolos y no se confundan con la realidad.

Pero la veneración por la Pitia, la aceptación de la misión que el dios le encarga, y su predicación constante por las calles de Atenas marcan un paralelismo entre Licurgo, que da leyes a Esparta, y Sócrates, que quiere enseñar política a los atenienses. Pero este paralelismo se convierte en oposición, cuando se analiza más de cerca el papel histórico de los dos personajes.

Cuando Querofón comunica a Sócrates la palabra de la Pitia, que le proclama el más sabio de los hombres, el filósofo queda totalmente perplejo. Por una parte está absolutamente seguro de su ignorancia en todo, y más concretamente en política, pero por otra parte no puede dudar de las palabras del dios. Estas dos evidencias son como dos premisas que, las dos juntas, sirven de resorte y de principio a su actividad y a su misión.

En efecto, como todos sus conciudadanos parecen saber mucho y además de eso, están absolutamente seguros de su ciencia, Sócrates va preguntándoles, uno a uno, y a través de esa constante interrogación se da cuenta de que ninguno sabe nada, pero además están todos tan seguros de sí que no caen en la cuenta de su ignorancia. Precisamente es la consciencia de su ignorancia y el sentimiento de inseguridad que le acompaña lo que proporciona al maestro ateniense su superioridad sobre todos los que hablan con él. Esos presuntos sabios ven que todas sus creencias se desmoronan y después de una discusión a veces larguísima no quedan instruidos –eso no forma parte del plan de estudios– pero sí desengañados definitivamente.

Sócrates –por lo menos el primer Sócrates de Platón y más concretamente de la Apología– es la contrafigura de Licurgo, pues aunque los dos reciben su misión del dios de Delfos, el sentido de la actividad derivada de esta misión es radicalmente opuesto. Uno de ellos construye en su ciudad, Esparta un sistema de leyes y de usos muy complejos, que abarca tanto las cuestiones públicas en sentido estricto como los detalles más nimios de la vida cotidiana de los ciudadanos. En cambio el maestro ateniense hace justamente todo lo contrario, pues encuentra un conjunto de instituciones y magistraturas complicadísimo y ya secular, una constitución demócrata en el más puro sentido de la palabra, porque todos los ciudadanos tiene la misma competencia y los mismos derechos cívicos.

Los atenienses se consideran tan iguales y perfectos en saber que renuncian incluso a la elección directa y nombran a la mayoría de los cargos públicos por suerte y por un año. En cuanto al poder está en el Démos, en la asamblea de todos los ciudadanos, también iguales en inteligencia política. Sócrates empieza a desmontar este edificio desde la base, haciendo que cada uno de sus vecinos se den cuenta de su total incompetencia. Después critica a los oradores que juegan con la plebe ignorante, prescindiendo de la ciencia y usando la retórica, y finalmente pone en ridículo a los que son jueces o magistrados por un mero golpe de suerte. Son tres tópicos que se repiten en Platón y Jenofonte con suficiente frecuencia y claridad para que puedan trasladarse con seguridad a la figura histórica del maestro.

Platón y con él la segunda comunidad socrática considera a Licurgo y a Sócrates como los varones más sabios de Grecia, por razones diametralmente opuestos. Uno recibe sus leyes de los dioses, y por eso sabe más cosas y puede proporcionar a su ciudad una constitución insuperable. El otro por el contrario no sabe nada, pero es precisamente esta docta ignorancia la que le permite y le obliga a poner en cuestión todos los usos y leyes de Atenas.

De esta forma queda completo el perfil humano de Sócrates, y se entiende del todo su choque con el Démos, tal como lo describe dramáticamente la Apología. La divinidad invisible que tiene en propio ataca y desprecia a los dioses de la ciudad, la ironía pone en cuestión todo el orden establecido y en este sentido llama a la rebelión a los futuros ciudadanos, la exigencia de un conocimiento riguroso deja fuera de juego al pueblo ignorante, y finalmente el origen de su misión y toda su conducta y forma de hablar son laconizantes. Atenas y su filósofo se acusan y juzgan mutuamente con una violencia que desembocará irremisiblemente en la muerte de Sócrates y por un supremo golpe de ironía en la condena moral del régimen que quiso acabar con su recuerdo y con su doctrina.

Demócrito

Por los mismos años en que Sócrates desengaña a sus incautos conciudadanos hablando por las calles de Atenas, otro pensador florece en la ciudad de Abdera de Tracia, en la costa norte del Mar Egeo. Demócrito en efecto nace, según los testimonios más seguros en el año 460, y es por consiguiente diez años más joven que el gran maestro ateniense. Vive en su misma situación histórica y es también testigo de la guerra civil que durante treinta años asola toda la Grecia. Pero no está en el centro de la catástrofe y su posición periférica le impide ser protagonista y le ofrece a cambio el papel menos peligroso pero más modesto de espectador privilegiado.

Efectivamente las ciudades costeras de Tracia han sido liberadas del dominio de los medos gracias a la acción del almirante Cimón y están bajo control económico de Atenas, de la que son aliadas. Pero la derrota de Anfípolis en el 424 las permite separarse de la confederación de Delos, evitando las desmesuradas exigencias fiscales de la capital. Desde entonces y hasta la entrada en la historia de Filipo de Macedonia, Abdera y todos los puertos vecinos llevan una existencia relativamente marginal con relación a los centros de poder y de cultura de Grecia.

Demócrito parece seguir en principio el destino de la ciudad en la que nace y muere, porque es en vida un gran desconocido. El mismo, con el orgullo del provinciano solitario e independiente, lo señala en el fragmento 116, el único en que habla de su propia vida. «Estuve en Atenas y nadie me conoció.» Sócrates no tiene ningún contacto positivo o negativo con su contemporáneo, y Platón no le incluye en la voluminosa nómina de filósofos y sofistas que llenan sus diálogos, ni siquiera le cita a través de sus alusiones indirectas pero inequívocas.

Para tener noticias suyas hay que esperar a otro genial provinciano, Aristóteles, que ha nacido en una ciudad perteneciente por geografía a Tracia. Después de él los filósofos del Liceo y sobre todos ellos Teofrasto se ocupan generosamente de la obra física de Demócrito y finalmente los doxógrafos proporcionan detalles complementarios y, lo que es más importante, un catálogo de todos sus libros. Desde finales del siglo IV el prestigio creciente del epicureismo completa todas estas noticias y convierte a ese pensador anónimo en uno de los filósofos más ilustres de la antigüedad.

Sócrates y Demócrito tienen en la filosofía un destino al mismo tiempo común e inverso, pues sus teorías físicas aparecen a los ojos de la posteridad netamente separadas de sus preocupaciones morales. Sin embargo, el filósofo ateniense –si hay que hacer caso a los testimonios– únicamente trata de los asuntos de la ciudad, y sus conocimientos cosmológicos son un capricho de juventud, por otra parte grotesco. Quedó claro que las cosas no son tan sencillas, pues sus ideas sobre la naturaleza de las cosas están a la base de su ética y su política, y hasta de su particular teología.

En cambio Demócrito es al parecer un físico genial, hasta tal punto que la brillantez de su doctrina margina sus sentencias morales, al parecer episódicas y banales. Ahora bien, esta pretensión ya tópica de incluirle en la nómina de los primeros filósofos y considerarle meramente como un fisiólogo es falsa por partida triple. Primero porque su teoría atómica –que por otra parte comparte con Leucipo– sólo se conserva en testimonios indirectos, que empiezan con Aristóteles. Segundo porque por eso mismo todos los fragmentos originales –aproximadamente trescientos– pertenecen a una ética, que por cierto va a seguir Epicuro en su momento casi al pié de la letra. Y tercero y sobre todo porque entre sus ideas sobre el mundo y el hombre y las normas de vida que predica no hay solución de continuidad, de tal forma que desde las primeras se deducen las últimas a través de un razonamiento imparable.

Poco se puede decir de la juventud y de los estudios de Demócrito, y no porque falten datos, sino precisamente por todo lo contrario. De hacer caso a sus biógrafos no hay pueblo por muy lejano que sea, ni maestro ilustre que el filósofo no haya conocido. Diógenes Laercio le hace viajar por Egipto, Persia, la India y Etiopía, cosa tanto más notable cuanto que no se molesta en visitar Atenas o por lo menos lo hace de pasada y de riguroso incógnito. Además es discípulo sucesivamente de los magos caldeos, de Anaxágoras y Enópidas, de los pitagóricos tardíos y por supuesto de Leucipo.

Esta vida intelectual, aventurera y tumultuosa, contrasta fuertemente con el carácter introvertido y dado a la abstracción de Demócrito. Una serie de anécdotas lo presentan pensando en la soledad e incluso encerrado en los monumentos funerarios, o en su propia celda, donde se puede guardar sin que lo advierta, hasta un buey destinado al sacrificio. Defiende en su moral y practica en su vida una actitud, el ánimo alegre y sereno, cualquiera que sea la circunstancia política o existencial en que se encuentre.

El catálogo de los libros de Demócrito elaborado por Trasilo, incluye probablemente algún apócrifo, pero en todo caso sorprende por su carácter enciclopédico, apenas logrado por el propio Aristóteles. Sólo queda el título de los tratados de matemáticas –De Geometría, Geométrico, los Números, Las Líneas Irracionales y Los Sólidos, Las Extensiones–; los de astronomía –Tablas astronómicas, El Reloj de agua, Descripción del polos– y finalmente las de música –El Ritmo y la Armonía, La Poesía, Homero, Los Dialectos, El Canto, Los Verbos, Los Nombres–, entre otras.

Más suerte hay con los escritos de física, que se conocen indirectamente a través de las noticias de Aristóteles y sus seguidores. Son principalmente La Pequeña Ordenación del Mundo, y El Alma, donde están probablemente incluidos los tratados sobre la naturaleza, la carne, la mente y los sentidos. Los demás libros –De los Humores, Normas sobre la Peste, El Pronóstico, La Dieta, La Calentura, Los que Tosen por Enfermedad, así como sus tres tratados acerca de las arrugas– muestran claramente que el filósofo se dedica a la teoría y práctica de la medicina.

Demócrito clasifica las enfermedades según vengan del mismo organismo, de la herencia –a la letra, de la casa– y de la forma de vivir. Su ética tiene precisamente la misión de curar todas estas enfermedades existenciales, y a ella dedica ocho libros, de donde han salido todos los fragmentos originales, que se conservan en forma de aforismos y en número de 297 por lo menos. La Actitud del Sabio, El Hades, La Virtud, La Serenidad de Animo (Euthimía), Comentarios Morales, son los títulos de mayor relieve.

La Física

Leucipo y después de él su discípulo de Abdera van a partir del doble dilema establecido por Parménides, llevándolo hasta sus últimas consecuencias. Ahora bien, el gran maestro de Elea expulsa al no ser fuera de los límites del conocimiento y por consiguiente explica el nacimiento de las cosas compuestas y la misma formación del mundo físico a partir de un ser elemental, ingénito, continuo y rígido, llevado por el Daímon central o por Érôs a un nuevo nivel de complejidad. En esta filosofía y sus derivaciones inmediatas, todo debe suceder de acuerdo con un orden y una necesidad inflexible.

Pero cuando el no ser adquiere carta de naturaleza en el entendimiento humano, de tal forma que se puede pensar y decir –y tal es el caso de Leucipo y su discípulo– y cuando además se prescinde de cualquier entidad –la Diké, el Éròs, la Philía o el Noûs– que combine las cosas y marque las pautas del universo, entonces todo debe suceder en función conjunta del ser y de su negación, sin que haya más razón para uno cualquiera de los dos términos. La consecuencia irremisible de estas premisas es que los atomistas y en particular Demócrito y esta es la más breve y precisa definición de su filosofía, entregan el mundo al azar.

El ser de Demócrito, igual que el de Parménides, excluye interiormente al no ser y no tiene ninguna solución de continuidad, ni admite el más mínimo trozo de vacío. Por lo mismo está totalmente lleno y macizo y tiene una densidad y una dureza infinita. Es inevitable entonces que sea indivisible-átomo y que no sea el producto artificial de una mezcla o nacimiento ni esté sujeto a la descomposición o muerte.

No se trata de que la plenitud, dureza o indivisibilidad sean propiedades del ser, sino de algo mucho más radical. Decir ser, lleno o átomo es en rigor decir lo mismo, aunque desde un punto de vista distinto. Y de tal forma están en conexión mutua estas ideas que a partir de una cualquiera de ellas se pueden deducir todas las demás a través de un razonamiento riguroso. En consecuencia ninguna es la primera.

Por su parte el no ser es tan incompatible con su negación que no tolera dentro de él ningún corpúsculo, por pequeño que sea, de ser. Por esto mismo Demócrito lo llama Vacío y, según el testimonio de Aristóteles, también Nada e Infinito. Ambos a dos, el ser y el no ser o lo Lleno y lo Vacío, cubren toda la realidad, sin que exista una tercera entidad distinta de estos dos principios contradictorios y complementarios.

Sería un error, ciertamente muy grave, identificar el no ser con un espacio único y absoluto y suponer que los átomos se mueven dentro de él. Lo que sí existe en esta distribución binaria y aleatoria del mundo son trozos de vacío que se interponen entre los distintos átomos y a la inversa fragmentos indivisibles de ser que alternan con esos agujeros innumerables. En consecuencia, tanto el ser como el no ser tienen en Demócrito una existencia plural e indefinida.

Esta conjunción de los dos principios tiene unos efectos físicos inevitables. Por lo que se refiere a los átomos, sus propiedades y diferencias recíprocas son puramente cuantitativas, de tal modo que todos ellos se pueden representar espacialmente. Tienen según eso una magnitud mayor o menor, aunque invisible siempre, una figura más o menos regular y en sus relaciones exteriores con los otros seres o con los fragmentos de no ser, un orden y una posición variable. No se alteran cualitativamente y sólo pueden cambiar de lugar a través de un movimiento mecánico.

En estas condiciones la aparición del no ser y la ausencia de una inteligencia ordenadora introduce un elemento de incertidumbre en la primitiva composición del mundo físico. Si todo lo demás es convención y sólo existen los átomos y el vacío, entonces no hay ninguna razón para que un sólido continuo tenga determinada propiedad y no otras cualesquiera. Por consiguiente en virtud de la contraley del azar los seres elementales tendrán infinitas figuras, casi todas irregulares por ser las más numerosas, y movimientos mecánicos originales, también diversos por su dirección y velocidad, de los que se deriva el actual dinamismo del universo.

Demócrito, igual que todos los filósofos médicos del siglo, está convencido de que el nacimiento del hombre, su composición y muerte, reproduce en pequeña escala la estructura de todo el cosmos. Por consiguiente, antes de formular una teoría biológica, intenta explicar desde sus dos principios claves cómo se han formado todas las cosas, siguiendo siempre una vía de razonamiento verdaderamente contundente.

Como el continuo únicamente se diferencia cuantitativamente, la aparición de un ser compuesto tiene que ser efecto de dos causas concurrentes y sólo de ellas. En primer lugar existe un movimiento mecánico, que desde un torbellino inicial proyecta a unos átomos sobre los otros en un abrazo universal. En segundo lugar algunos de estos seres elementales son coincidentes por su figura y superficies, se pueden engarzar de forma más o menos estable, y constituyen seres de mayor o menor grado de complejidad.

El cuerpo del hombre, igual que todo en el universo, está formado por un conjunto de átomos, que se integran en una unidad en el momento de nacer, y se separan en la muerte anulando el compuesto del que eran parte. En cuanto a su alma también ésta está constituida por partículas indivisibles de fuego mucho más sutiles, que entran y salen alternativamente del organismo a través de la respiración. La expulsión total en el momento de expirar conlleva necesariamente su dispersión mutua en el espacio y de rechazo la desaparición definitiva del ser humano entero.

Todo esto tiene unas consecuencias verdaderamente incalculables en la historia de la ética. La eliminación de la consciencia, y por tanto del placer y del dolor en la muerte suprime toda referencia a un falso más allá y hace que la actual existencia humana descanse sobre sí misma, sin preocuparse de cuanto está fuera de su horizonte. Es posible que Demócrito haya tratado de modo general de esta enfermedad del modo de vivir en su escrito, Sobre el Hádes, y es seguro que lo ha hecho en unos cuantos de los fragmentos originales felizmente conservados.

Esta física y su correspondiente biología desemboca –igual que sucede en Parménides y Empédocles– en una teoría del conocimiento que es su consecuencia inevitable. Según Demócrito las distintas sensaciones se pueden explicar a partir de una de ellas, la más rudimentaria y elemental, el tacto. Sólo hay sensación cuando los átomos de los cuerpos externos chocan con nuestros órganos, afectándoles y estimulando su acción y esta impresión es al mismo tiempo suficiente y necesaria para dar razón de todos y cada uno de nuestros conocimientos.

Sobre todo el filósofo se para en aquellos informaciones que vienen de los ojos, los oídos y la lengua y que respectivamente son origen de la astronomía, la música y la medicina humoral. La visión es producida por imágenes (eídola) que arrancan de los objetos y golpean o percuten la pupila. Análogamente el aire penetra en el cuerpo sobre todo por la oreja, que le ofrece un espacio más amplio y desde allí se condensa y golpea violentamente el interior de la cabeza, siendo la causa del sonido. En cuanto a los sabores clave –ácido, dulce, salado y amargo– son efecto de las distintas figuras de los átomos cuando entran en contacto con el órgano del gusto. En todo caso, por encima de todas estas sensaciones que son una pura convención quedan todavía dos principios que son la explicación universal de cuanto conocemos, los Lleno y lo Vacío.

La ética

Todos los fragmentos que se conservan de Demócrito –muchos coleccionados por Estobeo, y otros tantos trasladados por un tal Demócrates, que es un alias del filósofo– tratan sin excepción de la ética, entendida como una medicina existencial. Es cierto que su física y su biología, que suprimen toda referencia a una instancia ordenadora y entregan el mundo al azar, proclamando de rebote la total independencia del hombre son el necesario fundamento de esta nueva forma de vida. Pero sería injusto pasar por alto su dimensión moral, porque es el corolario de todo su pensamiento, coincide con las preocupaciones de la última sofística y de Sócrates y responde a las necesidades de la nueva situación histórica nacida de la crisis de la ciudad estado.

Según Demócrito el hombre está llamado a ser libre lo mismo en su relación con las cosas, que solicitan sus deseos y su esperanza de placer, como en su otra relación con la ciudad, que a través de las leyes impone una conducta externa de modo imperativo. Y sobre todo tiene que mantener esta libertad ante su destino, por más que esté irremisiblemente limitado por la muerte. En esta triple dirección se desarrolla la nueva filosofía moral.

Un abundante número de fragmentos, concretamente los que van del 70 al 74, el largo desarrollo del 191, el 224 y 231 al 35 ambos inclusive, y finalmente el paréntesis que se abre en 283 y se cierra en 286 –siempre en la seriación de Diels–, tratan de un mismo tema tomado después por Epicuro y sus seguidores. Por una parte se trata de eliminar los deseos desmesurados, que son propios de un niño y no de un hombre y por otra parte de intentar sólo lo que es posible y de contentarse con lo que está al alcance de cada uno.

Efectivamente, sólo merece el nombre de rico el que no carece de cuanto desea, y es pobre en cambio, aunque nade en oro, quien no puede cumplir sus deseos. Por eso si un hombre no aspira a tener grandes cosas ni a gozar de placeres exagerados, lo poco le parecerá mucho y pasará su vida con buen ánimo y con sosiego. Los demás tópicos de la filosofía epicúrea –el daño de los placeres excesivos, la aurea mediocritas, el resultado de la moderación y de la parsimonia, que aumentan el gozo– todos están, no sólo sugeridos sino plenamente desarrollados por Demócrito.

La actitud ante la muerte es la consecuencia de la particular forma de ver al mundo y al hombre del atomismo. Según el fragmento 297 las falsas y angustiosas historias que inventan algunos sobre el más allá, son el efecto de su mala conducta en esta vida y de la ignorancia acerca de su naturaleza llamada a descomponerse en sus principios indivisibles. En cambio el sabio no se angustia ni pierde el sosiego ni el buen ánimo (euthimía), porque sabe que la muerte no es nada y que sólo la vida tiene contenido positivo, si verdaderamente es vivida como se debe.

A partir de aquí, Demócrito hace una magistral descripción existencial del insensato que está privado de esta sabiduría, en los fragmentos 199 a 206. En principio esos hombres desean la vida, porque tienen miedo a la muerte, pero aunque la temen quieren envejecer, y de esta forma en su huida de ella la van persiguiendo y terminan alcanzándola. Ciertamente el destino del sabio y el del necio es el mismo, pero mientras que uno lo acepta con gozo, el otro lo soporta con angustia, sin poder disfrutar de lo mismo que continuamente está deseándolos Sólo se conservan tres aforismos escuálidos y además dos de ellos incompletos, referidos a la religión, pero todos sugieren una crítica a la mitología clásica y a las ceremonias oficiales. En 217 dice que sólo aquéllos que aborrecen la injusticia son queridos de los dioses, y en 195, probablemente hablando de los ídolos, dice que se deben admirar por sus adornos y su indumentaria pero que no tienen corazón. Finalmente 142 define magistralmente nombres de las divinidades llamándoles estatuas sonoras.

En la ciudad estado griega y sobre todo en su plenitud el criterio de justicia es el sometimiento externo a la ley, de tal modo que la ética está subordinada totalmente a la política. Hay que esperar a la aparición de la segunda generación de sofistas coetáneos de Demócrito, para que el carácter sacral y absoluto del nómos sea puesto en entredicho. Al mismo tiempo, y por obra de los médicos filósofos, el nuevo concepto de naturaleza es común a todos los hombres que sólo una convención caprichosa hace desiguales.

En ese momento el criterio moral tiene que desplazarse del cumplimiento de la ley a través de la acción externa hacia el interior de cada sujeto. Es el camino que van a seguir, cada uno a su manera, Antifonte y el mismo Demócrito. El sofista contrapone los nómos convencionales, que poseen una fuerza coercitiva derivada de las presiones sociales y del castigo que arrastra su incumplimiento, a la ley natural, que el hombre de verdad justo sigue libremente, aunque ningún testigo lo contemple.

Demócrito quiere ser independiente, no sólo de sus deseos y de su propio destino, sino también de cualquier instancia social. El principio y el centro de su ética es el aídôs, la vergüenza o respeto hacia sí mismo, y en ello insiste directa o indirectamente en algunos de sus fragmentos más brillantes. Hay que apartarse de lo malo, no por miedo, sino por obligación (41), de tal forma que ser bueno no consiste en no cometer externamente una injusticia, sino en no querer hacerlo siquiera (62). En consecuencia uno es digno o indigno de fe, no sólo por lo que hace, sino sobre todo por lo que pretende (68). En el mismo tema insiste el largo desarrollo de 181.

Al anular cualquier referencia a la acción externa y su castigo de acuerdo con el nómos de la ciudad, sólo el valor de cada uno puede ser fundamento de su vida moral. Nunca hagas ni digas –dice el memorable fragmento 244– una cosa censurable, aunque estés sólo. Porque tienes que sentir más vergüenza ante tí mismo que ante todos los demás. Y lo mismo y casi con las mismas palabras repite en 264, donde además añade que el alma ha de adoptar este principio como punto de partida de toda su conducta.

La vida política y social, tal como la piensa Demócrito, se parece mucho al ideal que mucho más tarde propone su epígono Epicuro y después de él toda su escuela. En primer lugar concede una relativa importancia a la ciudad estado pero no le preocupa cuál ha de ser el régimen ideal, sino primero y principalmente que tenga asegurada su existencia gracias a la concordia interna y a la anulación de todos los conflictos civiles (249-250). Naturalmente prefiere una democracia, aunque sea pobre, a una oligarquía, igual que prefiere la libertad a la esclavitud (251).

La preocupación por la seguridad de la ciudad hace que el filósofo sea extraordinariamente duro con todos los que de una forma u otra la amenazan. Los fragmentos que van desde el 257 al 262 son contundentes. Es preciso dar muerte a quien hace un daño injustamente, tratándole igual que a una alimaña o un reptil venenoso. En concreto cualquiera puede matar a un salteador de caminos o un bandido y quedar libre de culpa, y por lo que se refiere a los que merecen prisión o destierro, hay que condenarlos y nunca absolverlos.

A la hora de decidir si hay que dedicar su vida a la ciudad, Demócrito es verdaderamente ambiguo. Por una parte los hombres buenos deben tratar de los asuntos públicos para que no caigan en manos de ignorantes y miserables. Pero por otro lado no les conviene ocuparse de cosas que en último término les son ajenas, pues sus propios asuntos irán entonces mal. Y tanto los que se apartan de la política como los otros, que se entregan a ella corren el peligro de alcanzar mala fama, aunque no hayan cometido ninguna injusticia. Parece muy difícil, a la vista de todos estos datos, elegir entre la independencia individual y la seguridad colectiva.

En cambio Demócrito se va a ocupar ampliamente de la amistad, porque la relación que se establece entre los amigos es la única totalmente libre. Nada menos que todo el grupo de aforismos, que va desde el 92 hasta el 109 trata de este tópico, que van a heredar las escuelas helenísticas, sin apenas añadir nada a las ideas del maestro. Según el fragmento 99 no vale la pena vivir si no se tiene por lo menos un buen amigo, bien entendido que la compañía de un solo varón sensato vale más que la de todos los insensatos (98) y que además la amistad tiene que ser recíproca, pues quien no quiere a nadie por nadie es querido (103).

Las ideas negativas de Demócrito sobre las demás pequeñas sociedades todavía resaltan más y ponen de relieve este valor cardinal de la amistad. Dejando de lado por su carácter episódico los cortos fragmentos 90 y 153, que al parecer avisan de los peligros del parentesco y de la vecindad, conviene pararse en los otros, más abundantes y amplios, que se refieren al matrimonio. Ciertamente el filósofo trata a las mujeres con muy poco cariño cuando por ejemplo (110) les prohíbe hablar y aún ejercitarse en la palabra, pues ambas cosas tienen consecuencias terribles, o cuando (111) considera que estar gobernado por ellas es para el varón la mayor afrenta, pues (273) están especialmente dotadas para la extravagancia.

Tampoco es Demócrito partidario de tener hijos, pues traen con ellos muchísimos peligros y disgustos y en cambio muy pocas satisfacciones. Si hay éxito al criarlos, estará acompañado de muchos desvelos y si por el contrario se fracasa sufriremos el mayor dolor. Si a pesar de todo esto alguien desea un hijo, el filósofo le aconseja que tome uno de los de sus amigos, porque así puede elegir entre muchos al niño que más le convenga. Ese singular alegato contra la paternidad y de rebote contra el matrimonio ocupa un largo texto, que va desde el fragmento 275 hasta el 279.

La leyenda presenta a Demócrito como un varón entregado a una continua hilaridad, por oposición al siempre quejoso y malhumorado Heráclito. Efectivamente la liberación de los deseos inútiles, del miedo a la muerte y al castigo de la ley, la supresión de cualquier relación social que amenace el sosiego, y la convivencia libre entre los amigos, producen un estado de ánimo, la euthimía, que es vivencia de sosiego y de libertad individual, capaz de sustituir a todos los ideales colectivos de vida, definitivamente frustrados.

 

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