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El Catoblepas, número 60, febrero 2007
  El Catoblepasnúmero 60 • febrero 2007 • página 14
Comentarios

Antiguo Régimen y Estado de las autonomías

José Manuel Rodríguez Pardo

Comentario a un informe sobre la reforma del estatuto de autonomía del Principado de Asturias firmado por dos clérigos católicos del Arzobispado de Oviedo, así como de las reacciones y polémicas posteriores alrededor del mismo

Introducción

El 31 de Octubre de 2006 aparecía en Oviedo un documento titulado Materiales de reflexión en torno a la reforma del «Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias», de quince páginas de extensión. Los autores del mismo son los sacerdotes católicos José Ramón Álvarez Álvarez, Director del Departamento de Sociología, Estadística e Informática del Arzobispado de Oviedo, y José Manuel Parrilla Fernández, Profesor de Sociología y Doctrina Social de la Iglesia. El documento lleva el símbolo del Departamento de Sociología, Estadística e Informática del Arzobispado de Oviedo. Nuestra labor consistirá a continuación en comentar y criticar tan peculiar documento, buena muestra de que las posiciones propias del Antiguo Régimen, las que defienden el Trono y el Altar tradicional, están mucho más difusas y ocultas en nuestra sociedad de lo que parece.

Las diez primeras páginas de este documento se centran en aspectos estadísticos y cronológicos en España y Asturias en particular, como las reformas estatutarias habidas anteriormente en Asturias durante la Constitución de 1978, así como la situación actual de reformas estatutarias en el resto de España. Afirman asimismo que PSOE e IU que se muestran favorables a la reforma actual. Sin embargo, tras diez páginas más o menos técnicas y de historiografía del presente, aparece la valoración clerical, sobre todo respecto a la definición de Asturias como nación:

«El uso en los estatutos reformados de expresiones como “nación”, “nacionalidad”, “realidad nacional”, “nacionalidad histórica” para referirse a las CCAA, sin precisar demasiado el significado que se les atribuye, parece una especie de preludio de cara a la desvertebración del estado autonómico que diseña la Constitución Española en su Título VIII y un choque frontal con el art. 2 que postula la unidad de la nación española. Está por ver si una vez finalizado el proceso no nos encontraremos con un Estado distinto al actual, un Estado plurinacional de corte confederal. Lo que tampoco sería en exceso preocupante: los modelos de Estado tampoco son inmutables» (páginas 10-11).

Efectivamente, nada es inmutable, pero esta característica hay que atribuírsela también a la propia Iglesia católica, que desde luego no es eterna –un presunto poder espiritual frente al poder temporal–. Ahora bien, si queremos analizar una sociedad política, ésta ha de durar durante un tiempo determinado. Si todo fuera mudable, nada podría explicarse. De entrada, habría al menos que discernir entre las distintas acepciones que se manejan en el texto, no sólo las imprecisas como realidad nacional o nacionalidad, tan del gusto del actual gobierno socialista de España, sino sobre todo el «Estado plurinacional de corte confederal». Sobre el significado del término «nación» o «plurinacional» en el texto, veremos después en otros fragmentos su significado, pero quedémonos con el de «Estado confederal». ¿Qué quiere decirse con esto? Un Estado confederal es tan centralista o más que cualquier otro, puesto que en la federación los distintos estados, al agregarse unos a otros, pierden la soberanía que pudieran haber llegado a tener. Así, Estados Unidos, Méjico, Alemania, se formaron por agregación o vertebración de unos territorios ya previamente existentes (las trece colonias, el viejo Virreinato de Nueva España o los feudos de Prusia, respectivamente). Lo que nunca se ha producido en la Historia es que un Estado se forme por disgregación de sus partes constituyentes y se mantenga como tal Estado. Una vez separadas las distintas partes de España, ¿por qué motivos deberían unirse? Si los objetivos de los nacionalistas fraccionarios es disolverse en Europa, no se entiende qué motivo tendría que hacer que se mantuviera unido lo que previamente se ha disgregado.

Pensando en los términos de la Iglesia católica, no cabe duda que la posición de los pontífices romanos siempre ha sido la de fomentar la división en Estados cada vez más pequeños para poder mandar sobre ellos, intentando volver a la época de la sociedad feudal propia de la Edad Media y a un idealizado y ficticio Sacro Imperio Romano Germánico. Pero un debilitamiento excesivo de las naciones canónicas podría traer consigo la formación de nuevas iglesias nacionales, homologadas a las naciones fraccionarias, con el consiguiente deterioro del poder de la Iglesia. De ahí que la Conferencia Episcopal española haya firmado un documento donde defiende la unidad de España, claro ejemplo de que las realidades y los modelos de Estado pueden no ser inmutables, pero hay que luchar por mantenerlos, y quienes los gobiernan hacer que perseveren en su ser al modo espinosiano, sobre todo si su desaparición arrastra al «poder espiritual». Lo que no obsta para considerar el intento de este documento como una vuelta al Antiguo Régimen y la sociedad feudal ya citado anteriormente.

A continuación, se afirma que

«En Asturias y también en todo el Estado español sería necesario realizar con sosiego un debate previo a la reforma concreta del Estatuto. Tendría que ver con el tipo de Estado que nos conviene más a los asturianos, cuestión inicialmente más importante y de más hondo calado que la identidad regional, la ampliación de niveles competenciales o la misma financiación autonómica. ¿Por qué tenemos que dar por supuesto que el actual modelo es el mejor y no admite cambios? ¿Por qué se elude sistemáticamente la posibilidad de un Estado federal o confederal?» (página 11).

Y precisamente en la Nota 6 los autores explican su propia definición de nación:

«Los términos “nacionalidad histórica”, “realidad nacional”, “carácter nacional” o, simplemente, “nacionalidad” vienen siendo recurrentes en la política española y se usan para designar a aquellas CCAA con una identidad colectiva, lingüística y/o cultural diferenciada de las del resto. Tratando de clarificar conceptos, apuntamos a que el término “nación” hace referencia a un conjunto de personas residentes en un espacio geográfico que poseen una cultura propia con la que se identifican y les distingue de otras. El componente cultural, particularmente la lengua, es determinante en el concepto de “nación”. Por su parte, el “Estado” es el sistema de poder organizado que articula y administra el conjunto social. Una nación puede existir sin estado ni territorio mientras que un estado no puede existir sin nación y territorio. Cf. Souto Coelho, J. (coord.), Doctrina Social de la Iglesia. Manual Abreviado, BAC, Madrid, 2002, pp. 461-478».

Los autores razonan como los románticos del siglo XIX: la Nación es quien hace al Estado y no al revés. Pero un Estado puede no tener una nación étnica o compartirla (las polis griegas o las ciudades-estado del Renacimiento estaban enfrentadas entre sí a pesar de tener una tradición cultural común, como la italiana). Además, los autores no distinguen entre nación en sentido biológico (los seres vivos «nacen»), ni en sentido étnico (los «paisanos» o naturales de un lugar), ni entre la nación política o estado nacional, producto de la revolución francesa de 1789. Ni mucho menos de todas estas especies las naciones fraccionarias que pretenden disgregarse de la nación canónica, y que por lo visto no tienen muy clara su razón de ser. ¿Por qué suponer que las presuntas «comunidades diferenciadas» de las que se habla en el documento tienen una cultura propia? ¿Acaso los vascos, catalanes, gallegos o valencianos no hablan en español ante todo? En todo caso, más que hablar de hechos diferenciales culturales, lo que se produce es una difusión distributiva de la cultura española en esos lugares, donde además se implantó el uso de lenguas normalizadas para frenar la influencia del PCE en la Transición a la democracia. Tema que se toca de manera muy parcial en la página 11:

«El tema lingüístico, continuamente aparcado por los dos partidos mayoritarios y dejado al socaire de presuntos intelectuales venidos de Dios sabe dónde, debiera ser resuelto, satisfactoria y definitivamente, en el nuevo Estatuto. Está en juego un elemento fundamental de nuestra identidad cultural. El argumento que se aduce de falta de apoyo social para la normalización lingüística se cae por su propio peso al ser utilizado por quienes tienen o han tenido la responsabilidad de su conservación y difusión. En último término, cuenta con bastante más apoyo social que otras iniciativas puestas en marcha recientemente en la región (v.g.: TV autonómica)».

Realmente increíble: ¿acaso la responsabilidad del mantenimiento de una lengua es de una serie de funcionarios de una academia o de políticos sin escrúpulos? Una lengua se mantiene si existen hablantes que la utilicen, porque el lenguaje tiene funciones eminentemente prácticas: comunicarse. Hablar de «normalización lingüística» sólo puede significar que los hablantes de ese supuesto idioma asturiano son considerados anormales por quienes suscriben tan peculiar documento. Tal desconsideración se hace sobre la ignorancia de distintos bables según las zonas asturianas, algo que desde luego no gusta en los entornos nacionalistas asturianos, que pretenden «normalizar» a su gusto.

En la página 12 aparece el epígrafe 7, dedicado a las «Referencias en perspectiva ético-social», hablando de El concepto de “nación” y la “soberanía espiritual”:

«El debate acerca de los conceptos “nación”, “estado”, “realidad nacional”, “comunidad histórica”,… debe ser desdramatizado, pues estado y nación son realidades distintas: existen naciones divididas, formando parte de varios estados, existen naciones sin estado y existen estados plurinacionales, es decir, compuestos de varias naciones. El estado es una institución política creada en un momento dado y en razón de unas circunstancias históricas determinadas. En cambio, la nación existe de hecho, a partir de un pasado común y unos rasgos socio-culturales (lenguaje, costumbres, religión, etnia,…) que crean una fuerte solidaridad entre sus miembros; por ello la nación asume una función unificadora, creadora de cohesión entre los individuos del grupo nacional, sobre la base de una común referencia afectiva».

Asimismo,

«La Doctrina Social de la Iglesia (DSI) “reconoce la importancia de la soberanía nacional, concebida ante todo como expresión de la libertad que debe regular las relaciones entre los estados. La soberanía representa la subjetividad de una nación en su perfil político, económico, social y cultural. La dimensión cultural adquiere un valor decisivo como punto de apoyo para resistir los actos de agresión o las formas de dominio que condicionan la libertad de un país: la cultura constituye la garantía para conservar la identidad de un pueblo, expresa y promueve su soberanía espiritual”».

Al respecto de La nación como base de la autonomía política, señalan que

«En este sentido, la idea de nación aparece como presupuesto para la reivindicación de la autonomía política: las naciones que tienen conciencia de la propia individualidad histórica desean verla reconocida. Y esa conciencia de ser nación constituye al grupo nacional como un pueblo que, siendo colectivamente consciente de su identidad, puede reclamar su derecho a ejercer la soberanía y, por tanto, la autodeterminación».
«La DSI afirma que el ejercicio de la soberanía nacional se basa en los derechos de las naciones, que son “derechos humanos considerados a este específico nivel de la vida comunitaria”. Así, “el derecho internacional se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad”».

En estos fragmentos se afirma que Estado y Nación son realidades distintas, en consonancia con el presunto «Estado plurinacional de corte confederal». Pero ello se realiza con el objeto de menospreciar el Estado y sobrevalorar la Nación, que presuntamente crearía solidaridad entre sus miembros. Sin embargo, esa solidaridad no se explica si no es la de un conjunto frente a terceros o un solidum previo. ¿Por qué suponer que Asturias es una nación? ¿Qué solidaridad tienen los asturianos frente al resto de españoles? Aquí entra en juego la cuestión de la identidad asturiana, que trata en el epígrafe El «principio de nacionalidad» (páginas 12-13):

«“Las identidades nacionales operan como una fuente válida de identidad personal y es moralmente defendible que deseen proteger su identidad contra las fuerzas que puedan amenazarla”; por ello mismo, “las naciones proporcionan un foco para la autodeterminación”, en el sentido de que “la nación debería desarrollar estructuras estatales que permitan a los ciudadanos decidir por sí mismos cuestiones de importancia general”.
Afirmado ese “principio de nacionalidad”, es preciso tomar cuenta de que actualmente las identidades nacionales sólo pueden ser una influencia benigna si son vividas desde la tolerante aceptación de las múltiples identidades que los individuos pueden asumir y de la realidad multicultural y multiétnica en la que estamos llamados a convivir. Esto significa que la apertura hacia los demás pueblos y personas no se hace a base de negar la propia referencia de identidad, sino haciéndola convivir con otras afiliaciones múltiples: mi nacionalidad no me impide ser ciudadano de otras comunidades más amplias».

Se habla de «identidad asturiana», pero supuesta como identidad genérica de Asturias exenta de cualquier otro marco, considerando así la pertenencia a España como algo puramente coyuntural, de cara a insertarse en la «Europa de los Pueblos». España sería algo postizo y no tendría que ver con Asturias. Posición en el fondo propia del Antiguo Régimen, donde se privilegiaría un presunto «hecho diferencial» de una región asturiana como nación étnica, opuesta a la nación política española como «cárcel de pueblos». No obstante, lo que está por ver es qué rasgos distintivos pueden argumentarse para fundar una cultura asturiana, y si tales rasgos la hacen constitutiva, sustancial por encima de la cultura española. ¿No tiene nada que ver el Principado de Asturias, fundado en 1388 como título del heredero al trono español, con España?

Capítulo aparte merece el comentario del denominado «derecho de autodeterminación», totalmente contradictorio y metafísico. Si algo no existe previamente no puede autodeterminarse. Por lo tanto, hablar de una nación asturiana soberana que tiene que separarse de España, implica que esa nación asturiana soberana ya existe previamente, algo que sabemos no es cierto. De lo contrario, esa supuesta nación asturiana previa no sólo sería causa de sí (causa sui) sino efecto de sí misma, un papel que ni siquiera Dios en la metafísica tradicional podía ejercer.

En el epígrafe sobre De la «nación étnica» a la «comunidad ética» se afirma que:

«Ello exige superar la idea de nación como “comunidad étnica”, que a veces asume rasgos xenófobos, para aceptar la nación entendida desde la ciudadanía, como “comunidad ética”, es decir, basada no sólo en los rasgos culturales comunes, sino también en la aceptación de los derechos y deberes ciudadanos asumidos colectivamente en el presente. En tal sentido, la DSI señala que “la soberanía nacional no es un absoluto” y que “las naciones pueden renunciar libremente al ejercicio de algunos de sus derechos, en orden a lograr un objetivo común, con la conciencia de formar una “familia”, donde deben reinar la confianza recíproca, el apoyo y respeto mutuos”.
Por tanto, no se trata de negar el principio de nacionalidad, sino de hacerlo compatible con la edificación de identidades nacionales capaces de integrar el pluralismo y la mutabilidad de la cultura contemporánea. Ello supone reestructurar las formas de identidad nacional de manera que, subrayando lo distintivo de la nación y sus aspiraciones, lo haga en un entorno tolerante de otras identidades paralelas».

Y en la Nota 12 se añade que «A esto llama Giddens “nacionalismo cosmopolita”, del que dice que es la única forma de identidad compatible con el actual orden globalizador: cf. o.c. 159-161».

Aceptándose lo que se dice de la «comunidad étnica», no se entiende qué se quiere decir con la «comunidad ética». De entrada, lo que defienden estos peculiares sacerdotes es precisamente que existe una comunidad étnica (y xenófoba, según sus propios criterios) previa llamada Asturias, que puede entenderse después como una comunidad resultado de los derechos y deberes ciudadanos. Parece entonces que la ética se entiende en un sentido kantiano (habermasiano, a tenor del empleo de las palabras «comunidad» e «identidad nacional» por doquier), como las normas internas, imperativos, que modulan la conciencia. Sin embargo, desde un punto de vista materialista, si suponemos a las personas humanas y por lo tanto corpóreas como referentes de las normas éticas, no puede apelarse a una norma interna originaria, puesto que las normas éticas son un constructo histórico: quien habla una lengua que carece de relaciones simétricas o transitivas no puede hablar de relaciones entre las distintas personas, ni por supuesto de identidad alguna. En todo caso, no se entiende cómo desde postulados éticos, universales y distributivos, y por lo tanto genéricos, puede dibujarse ningún tipo de comunidad política concreta y enfrentada a otras (España frente a Francia, por ejemplo). Parece que aquí los clérigos intentan considerar la identidad asturiana como inserta en una comunidad universal, apelando así a criterios éticos y de los derechos humanos, que tiende a convertirse en un modelo ecléctico, donde se inserta la identidad asturiana en distintos marcos sin señalar límites precisos: Asturias podrá entenderse como una identidad al lado de otras paralelas, a su vez inscritas en la identidad española, europea o mundial.

En un siguiente epígrafe, titulado Estado, Constitución y bien común (páginas 13-14), explica las siguientes nociones de la Conferencia Episcopal:

«El bien común es un principio ético aplicable también a estas realidades. La Conferencia Episcopal Española ha recordado que “los nacionalismos, al igual que las demás opciones políticas, deben estar ordenados al bien común de todos los ciudadanos, apoyándose en argumentos verdaderos y teniendo en cuenta los derechos de los demás y los valores nacidos de la convivencia” . El mismo documento episcopal niega “la pretensión de que a toda nación, por el hecho de serlo, le corresponda el derecho de constituirse en Estado” y afirma que “la configuración propia de cada Estado es normalmente fruto de largos y complejos procesos históricos [que] no pueden ser ignorados”.
Aplicado al caso español, reconoce que “España es fruto de uno de estos complejos procesos históricos” y que “poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable”, porque “la Constitución es hoy el marco jurídico ineludible de referencia para la convivencia” y porque “es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria”».

Tras esta transcripción del documento de la conferencia episcopal, Álvarez y Parrilla lo critican en el punto titulado El ordenamiento jurídico-político no es inmutable (pág. 14).

«Estas afirmaciones, orientadas en principio a enjuiciar el nacionalismo totalitario terrorista, han querido ser aplicadas a otros nacionalismos no violentos de algunos territorios del Estado español. Sin embargo, el reconocimiento de los derechos de las naciones, que positivamente hace la DSI, comporta la necesidad de evitar un juicio generalizado y absoluto, para considerar cada caso en sus particularidades y emitir una valoración más ajustada a la realidad. En ningún caso el ordenamiento jurídico-político actual debe ser considerado inmutable ni el bien común está necesariamente más garantizado a priori por unos u otros tipos de estructuraciones territoriales de los estados. Por ello, ni la unidad de España se debe sacralizar o confundir con el bien moral, ni es aceptable tampoco absolutizar las pretensiones de cualquier otra nación (sea ésta Cataluña, Euskadi, Croacia –cuya secesión de Yugoslavia fue alentada por la Santa Sede–, Asturias,…) desentendiéndose del principio de solidaridad».

A la luz de esta crítica, habría que concluir entonces que no está clara la posición de la Iglesia católica, en la línea de siempre: debilitar al Estado pero siempre que esa debilidad no arrastre consigo a la propia Iglesia, en el caso de la Conferencia Episcopal. En el caso de estos dos autores, Parrilla y Álvarez, se ve en ejercicio la ambigüedad del término nación antes criticada. ¿No son contradictorias con la nación española las naciones fraccionarias vasca, catalana o asturiana? Una nación fraccionaria como Asturias o Cataluña es incompatible con la soberanía española. Ahora bien, el ejemplo de Yugoslavia en principio debería desalentar a los firmantes de este documento, pues ahí se ven las intenciones aviesas de debilitar a un Estado canónico (pese a las distensiones internas que se anidaban en él) que además tenía la peculiaridad de ser mayoritariamente cristiano ortodoxo, no cristiano católico, con lo que en principio la solidaridad frente a terceros que podría realizarse frente al Islam en otros momentos de la Historia, aquí no vendría al caso –máxime si los cristianos ortodoxos aceptaban que el jefe de estado en Yugoslavia fuese un excomunista llamado Milosevic–.

Los autores también nos definen lo que constituye Sentirse y afirmarse como pueblo asturiano:

«En la política asturiana no está en litigio ninguna suerte de separatismo ni las fuerzas políticas de signo nacionalista plantean ninguna pretensión de desvincular a Asturias del Estado español. El problema asturiano es hoy el inverso: se trata de sentirse y afirmarse en lo que se es, un pueblo con identidad propia, y en consecuencia pasar de las actitudes superficiales de una “asturianía de escaparate” (algunos hablan de “covadonguismo”) a una toma de conciencia profunda de que la forma más eficaz de afrontar la globalización no es la negación de la propia especificidad ni la aceptación pasiva de modelos uniformizadores, presentados como exigencia de modernidad. Se ha dicho que “Asturies ye el país que nun quier ser”. La autoestima como pueblo no está reñida con la solidaridad, más bien es condición para ella; y Asturias, comunidad solidaria con los otros pueblos de España y de la Unión Europea, necesita y reclama también la solidaridad de los demás pueblos españoles y europeos; pero ello no debe hacerse a costa de renunciar a su identidad específica o reducirla a expresiones grandilocuentes pero desprovistas de verdadero contenido político (comenzando por la denominación “Principado de Asturias” y siguiendo por los premios que llevan tal nombre)».

Pero es que la identidad específica del Principado de Asturias es la de la formación de España y su recuerdo por el título del heredero al Trono de España, que dista mucho de ser una expresión «grandilocuente» o «desprovista de verdadero contenido político»: es la propia expresión de la realidad asturiana, dentro del marco político de España. Si quienes, como los clérigos Álvarez y Parrilla, ven la identidad genérica de Asturias como exenta de cualquier otro marco, en realidad es porque están considerando su pertenencia a España como algo puramente coyuntural, de cara a insertarse en la «Europa de los Pueblos».

Llama la atención también que se utilice de forma vacua el término «solidaridad» para hablar de las relaciones entre las distintas partes de España con Asturias. Hablar de solidaridad en este caso concreto carece de sentido, ya que de lo que habría que hablar es de la vertebración de un estado unitario como España, un solidum que se defenderá frente a terceros: frente a una inmigración masiva y descontrolada que amenazase con tambalear los cimientos de la sociedad del bienestar, pongamos por caso. Pero si se habla también de la solidaridad con otros pueblos de la Unión Europea, se está suponiendo que esas partes ya son independientes de las naciones canónicas (España, Francia, Alemania, &c.), supuestas totalmente coyunturales. Por lo tanto, es falso que no haya aspiraciones secesionistas de desvincular a Asturias de España. ¿Cómo entender entonces que se nombre como realidad postiza, al margen de la realidad de una supuesta comunidad asturiana? ¿Qué solidaridad mantendrían naciones tan ridículas en cuanto a extensión y dominio frente a Europa?

También nos señalan estos clérigos católicos el Sentido de la reforma del Estatuto que va a producirse:

«Un nuevo Estatuto de Autonomía para Asturias no tendría sentido como un ejercicio mimético o una consecuencia inevitable de la nueva carrera de reformas emprendida en el Estado de las autonomías, aunque ello haga ineludible afrontar la nueva situación inducida por reformas de otras CCAA. La reforma tendrá pleno sentido y razón de ser si entre todos la convertimos en una ocasión para que toda la ciudadanía asturiana tome conciencia de la necesidad de revitalizar nuestra identidad, poner en valor nuestras instituciones, evaluar el camino recorrido por nuestra autonomía y establecer nuevas estructuras de articulación de esta comunidad con el resto del Estado».

Este fragmento pide el principio: ¿de dónde sale esa presunta ciudadanía asturiana? ¿No habían afirmado los autores de este texto que hay naciones sin estado? ¿Por qué entonces Asturias ha de ser una nación con estado, máxime cuando se habla constantemente de su inmersión en otros marcos más amplios? Esa presunta nación asturiana no tendría por qué incluir a un estado asturiano, ni tampoco revitalizar la identidad asturiana (¿en qué contexto de los estudiados, en el de España, la Unión Europea, la Humanidad?) o «poner en valor», como tan pedantemente se dice en la actualidad, en las relaciones entre la comunidad con «el resto del Estado». Lo que vuelve a desmentir lo dicho anteriormente.

También solicitan intervenir como Iglesia en el último epígrafe, Implicación de instituciones y ciudadanía (págs. 14-15)

«A las instituciones autonómicas corresponde la máxima responsabilidad en procurar esta implicación colectiva en la renovación del Estatuto; pero las fuerzas políticas y todas las organizaciones y asociaciones que componen el tejido social asturiano están llamadas a contribuir con generosidad a este esfuerzo común, para que la reforma estatutaria sea ocasión de verdadero avance en el autogobierno y en la afirmación de Asturias.
También la Iglesia asturiana, llegada la hora de afrontar la reforma del Estatuto de Autonomía, está llamada a conjugar su proyección universal con un profundo sentido de encarnación en la realidad asturiana; por ello, en todos sus estamentos, debe prestar atención a los actuales signos de los tiempos y contribuir al bien común en este momento relevante de la historia de Asturias, como lo ha hecho en otras ocasiones de su dilatada tradición social».

Aquí la denominada «proyección universal» de Asturias supone la identidad de la región en el marco ilusorio de la Humanidad, toda una contradicción, pues no existe Historia de Asturias al margen de la Historia de España. Curiosa la relevancia que se le pretende dar a este momento de reforma burocrática del Estatuto de Autonomía, desde supuestos tan endebles.

Respuesta de Eugenio de Rioja

El 16 de noviembre de 2006, el veterano periodista Eugenio de Rioja publicaba en el diario La Nueva España un artículo que puede suscribirse casi por entero. El texto, titulado «Avilantez clerical», critica el descarado partidismo ideológico de los sacerdotes diocesanos sobre su visión de la sociedad: «En vez de iluminarla sobre tan trascendental crisis, los sacerdotes sociólogos, confortablemente instalados en el Arzobispado, nos orientan ideológicamente en política. Porque eso viene a ser el manifiesto “Materiales de reflexión en torno a la reforma del Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias”».

Señala Rioja también que no se sorprende por los contenidos del documento: «Si no fuera porque este departamento de sociología nos tiene acostumbrados a esta clase de propaganda en antevísperas electorales, pensaríamos que era mero pasatiempo de los padres redactores en ausencia de otros campos incitantes de su especialidad en la propia sociedad supuestamente cristiana». Rioja conmina a los clérigos a consagrar sus labores al «estudio del hedonismo y sus consecuencias. Por ejemplo, el creciente aumento de divorcios, de abortos, de prácticas anticonceptivas dentro del matrimonio, la ausencia de jóvenes y no tan jóvenes en la iglesia. El debate entre ciencia y fe, entre razón y creencia, la cultura de la violencia que empapa socialmente el contenido del cine, la TV, etcétera, son problemas sugestivos para una sociología pastoral».

Asimismo, les recuerda encíclicas papales como la Aetatis novae de 1992, donde se habla del uso de técnicas y tecnologías de comunicación para propagar la fe, recomendándoles usar otros medios para la catequesis, y que el texto presentado por Álvarez y Parrilla «es lógico que no le haya gustado al Arzobispo, que explícitamente no comparte el documento y hasta creo que lo ha dado por no publicado», además de implicar la ruptura de comunicación dentro de la jerarquía eclesiástica: «En un interior manifiesto, monseñor Osoro declaró que el documento en cuestión no había salido del Arzobispo. Con Díaz Merchán, esos padres manifestantes protagonizaron una situación crítica cuando el prelado dijo que no compartía el documento pero que lo autorizaba, una decisión absurda que debió de producir perplejidad puertas afuera del palacio».

Por lo tanto, «La ruptura de comunión con el prelado, sin que los que de facto ejercen por libre hayan dimitido o hayan sido cesados, deja en entredicho la autoridad del Arzobispo, con evidentes consecuencias en la comunicación pastoral», y que decir que «se trata de un documento de régimen interno» es aún peor, pues «¿para qué consumo interno? ¿Dirigido a las instituciones y asociaciones eclesiales, de religiosos y seglares? Muchos de esos destinatarios pueden creer de buena que se trata de una consigna corporativa en una determinada coyuntura política civil».

Finalmente, para Eugenio de Rioja, «estos “Materiales” se ofrecen caóticos porque rompen el discurso y, desde el punto de vista del rigor y de la probidad intelectual, dejan mucho que desear. O dicho de otro modo, los padres rectores nos quieren dar gato por liebre».

Contrarréplicas de Parrilla y Álvarez

Los autores de la «fechoría», Parrilla y Álvarez, deciden replicar a Eugenio de Rioja en un artículo despectivo y carente de argumentación. En el texto, titulado «La Iglesia y los tiempos del señor Rioja» y publicado en La Nueva España el 20 de Noviembre de 2006, se limitan a descalificarle con tres afirmaciones fuera de contexto sobre su falta de rigor intelectual, que no es disculpada «con la repercusión mediática del documento ni con el interés renovado de nuestra clase política y la opinión pública sobre los temas estatutarios», al tiempo que apela a estúpidos argumentos de autoridad «le consideramos [a Eugenio de Rioja] una irrelevante autoridad en sociología política» –como si sólo pudieran opinar sobre Asturias y su identidad quienes se jactan del título de sociólogos, además de utilizar sedicentemente una metafísica esencialista totalmente ingenua y que produce vergüenza ajena para quien conoce la sólida tradición escolástica del catolicismo–.

Asimismo, Parrilla y Álvarez califican de «infamia» las afirmaciones de Rioja sobre la ruptura de la comunión eclesial que les atribuye, al tiempo que realizan afirmaciones bastante insidiosas sobre la presunta ligazón biográfica de Eugenio de Rioja con la Falange, el fascismo o el golpismo [sic], apelando a la «unidad en la diversidad» para sostener sus puntos de vista, pues «una misma fe puede dar lugar a opiniones y compromisos políticos distintos», para presentar sus «materiales». Apelando a la libertad de marcar su propia agenda de trabajo, rematan su comentario señalando que las alusiones a otros documentos eclesiales con los que se contradice el manifiesto, son simplemente producto de «episodios pasajeros y crueles de senilidad» de Eugenio de Rioja, al tiempo que dan por zanjado el tema al tener asuntos más importantes que atender, buena muestra del «talante dialogante» de Álvarez y Parrilla al que tanto aluden en el documento.

Contraataque de otro sector de la Iglesia católica

El 7 de diciembre de 2006, también en La Nueva España, Servando Cano Lorenzo, licenciado en Políticas y Sociología y en Ciencias Sociales por el Instituto Católico de París, critica a Álvarez y Parrilla desde presupuestos más cercanos a la ortodoxia católica, desde una crítica argumentada pero de desiguales argumentos y conclusiones, unos interesantes, otros refugiados en lo políticamente correcto. El título de su artículo es «El documento sobre el Estatuto del departamento de sociología del Arzobispado (Una lectura crítico-sociológica)». En él relaciona el documento de Álvarez y Parrilla con el desnudo partidismo político que siempre han mostrado ambos clérigos:

«El reciente documento sobre el Estatuto elaborado por el departamento de sociología del Arzobispado agitó de nuevo, levemente, las aguas de los partidos políticos. IU lo comparte; el PP acusa de simplismo; el PSOE apenas inició un balbuceo, nada extraño, por otra parte, cuando el documento señala que su posición favorable al Estatuto se debe, según los autores, al “efecto contagio” de sus socios de Gobierno. El tándem Álvarez-Parrilla vuelve de nuevo a las andadas cuando barruntan la cercanía de un nuevo mercado electoral. La crítica político o social está ausente el resto de los días y los años. Si la alquimia simbólica de la que se nutre el documento exige un diálogo de la Iglesia con el mundo no se explica tanto silencio cuaresmal».

Tras hablar de conceptos filosóficos de dudosa pertinencia, como el metafísico «mundo de la vida» –al tiempo que se citan autores como Habermas, Ortega, Gorz, Bourdieu, Beck, Lyotard, Vattimo, Lipovetski, Baudrillard &c.–, a propósito del mundo de la cotidianeidad, que incluye «el paro, la inmigración, la injusticia, las desigualdades sociales y territoriales, el vasto mundo de la vulnerabilidad y la exclusión, todas esas biografías rotas por hechos críticos que alteran los proyectos personales», Cano responde ad hominem a la crítica que los clérigos lanzaron sobre Eugenio Rioja: si éste no estaba preparado para criticar a Álvarez y Parrilla por no ser autoridad en sociología, Servando Cano les critica porque en su documento «algunos sociólogos actuales aparecen citados en estas pocas líneas», pues con «un par de citas de un sociólogo (Giddens) –«trucadas», afirma el propio Cano más adelante– y algunas más de un compendio de doctrina social de la Iglesia difícilmente podemos elaborar una reflexión con un cierto rigor».

Asimismo, destaca, al igual que hiciera Eugenio de Rioja, que «El Arzobispo le ha retirado al documento su apoyo institucional; tampoco es fruto de la reflexión del clero de Asturias o de las comunidades eclesiales de base. Despojado de todo apoyo, la voz del texto se adelgaza y muere el eco. La condición de clérigo de los autores del documento, ¿añade algo de autoridad al texto en su dimensión sociológica si es que la hay? Si así fuera, habría que recordar lo que dijo Durkheim sobre la necesidad de controlar prenociones y prejuicios en el ejercicio del oficio de sociólogo». Es decir, continuando la respuesta ad hominem contra Parrilla y Álvarez, que se trata de un texto totalmente desprovisto de fundamentación institucional: ni la Iglesia católica, ni sus fieles ven necesidad en la elaboración del mismo, salvo desde las ocurrencias personales de los autores. Falta de apoyo probablemente deducida de la posibilidad de que la Iglesia católica sea disgregada de forma idéntica a como podría serlo España por los estatutos de autonomía secesionistas, como ya señalamos más arriba.

Cano prosigue señalando que «Más allá de dos citas trucadas de Giddens, no hay nada en el documento de análisis sociológico», pues el objetivo de «Giddens es combatir, por una parte, los efectos de la globalización que amenazan y debilitan la política nacional y, por otra, la tentación de refugiarse en nacionalismos identitarios [...] ¿Cómo vivir juntos siendo iguales y diferentes?, se pregunta Alain Touraine, en uno de sus últimos libros. A un lado, los signos de la globalización, al otro, un conjunto de valores, de expresiones culturales, de memoria colectiva que quieren cerrarse sobre sí mismos. [...] ¿Cómo combinar las diferencias con la unidad de la vida colectiva? El conflicto central de nuestras sociedades es el de un sujeto en rebeldía contra el triunfo del mercado y de las técnicas, de un lado, y del otro contra el ahogo de los poderes identitarios; situar, por tanto, en el centro del análisis al sujeto personal: sus esperanzas, sus fracasos, su resistencia contra las ideologías y políticas comunitaristas, y contra la ideología neoliberal que disuelve la sociedad en mercados y redes globalizadas».

Asimismo Cano señala que es aquí donde «la sociología actual sitúa el análisis de las relaciones entre pueblo o etnia, nación y Estado. En Europa se observa una tendencia a la defensa del Estado nacional frente a la globalización y frente a las etnias y comunidades. La sola respuesta para articular igualdad y diversidad consiste en asociar democracia política y diversidad cultural, basadas en la libertad del sujeto como principio universalista». Sin embargo, este análisis de Giddens adolece de subjetivismo frente a nacionalismos identitarios –con claras reminiscencias de la Escuela de Frankfurt–, pues ese principio universalista de la libertad del sujeto es abstracto sin concretar el marco político y social en el que se desarrolla. Por otro lado, hablar de defensa del Estado nacional frente a la globalización también es metafísico: lo que se llama globalización no es sino el dominio de Estados Unidos tras el fin de la Guerra Fría, por lo tanto mejor sería hablar de defensa de unos Estados nacionales frente al dominio de otros Estados nacionales.

Asimismo, señala Servando Cano, «Si en el documento no hay nada de sociología, ¿qué hay? Una cierta psicologización de la realidad asturiana. Es sorprendente, con lo que está lloviendo, que nos digan que el problema de Asturias es que andamos faltos de autoestima como pueblo: barata fórmula para desplazar los problemas reales y enviarlos a la tierra de nadie de lo psicológico y de la acción terapéutica».

Cano concuerda con nuestra crítica al señalar que «en el documento se insiste en que nada es inmutable: ni los modelos de estado, ni las leyes, ni la Constitución. El Estado puede ser federal o confederal, hay naciones sin estado, naciones divididas que forman parte de varios estados, incluso naciones sin territorio ¿imaginadas? Además, está por ver, dice el texto, con qué nos vamos a encontrar una vez finalizado el proceso estatutario. Todos los gatos son pardos. ¿Vale todo? Cielo o infierno ¿qué importa?, decía Baudelaire, a quien se considera uno de los símbolos de esa posmodernidad que desvanece todo lo sólido en el aire. El dandy que pasea su mirada fría e indiferente por los grandes boulevares es una de las máscaras de la posmodernidad». Lo que según Beck son, el Estado, la familia, «categorías “zombi”, de tal modo que el sujeto corre el riesgo de vivir a la intemperie, en descampado; de aquí una segunda modernidad que es en raíz profunda política; definida la política por su capacidad para organizar la vida colectiva. El documento señala, además, que hay que desdramatizar el debate en torno a los conceptos de nación, Estado, realidad nacional... Si no hay nada en juego en ese debate, ¿por qué estamos ante “un signo de los tiempos”, que, como lugar teológico, exige una reflexión desde la ética y desde la teología?». Así, se demuestra que el documento propiamente no dice nada del presente, sino sólo supone la bondad del proceso estatutario sin consecuencias inmediatas. Propaganda política.

Al ser un documento que trata un lugar teológico tan importante como un nuevo estatuto, dentro de la misión evangelizadora de la Iglesia, «era de esperar que el documentado abordara el asunto desde sus implicaciones éticas o teológicas; no hay nada de ética, ni de reflexión teológica; sólo esa alquimia simbólica desde la que se pretende legitimar el documento. La última parte del texto –“referencias en perspectiva ético-social”– se resume en un puñado de citas de «compendio», amontonadas como piedras en ese “lapidarium” que es la sociedad según Kapucinski, intentando introducir una trucada racionalidad con expresiones como «en este sentido, por ello, ello exige por tanto...» que introducen violencia en los textos originales; alguna que otra frivolidad (“mi nacionalidad es catalana y mi ciudadanía es española o europea”)». ¿Se ha reflexionado sobre las relaciones entre Estado, nación y ciudadanía y su articulación histórica? No podemos olvidar que ha sido en el marco del Estado nacional donde se ha construido el Estado del bienestar;» junto al « juego malabar y cacofónico que transforma la comunidad “étnica” en comunidad “ética”», parte del documento que se reduce a «citas de “cortar y pegar”».

Por otro lado, Cano afirma que «Conocemos dos tipos o imágenes de nación. Uno asocia nación y Estado, de modo que no se distinguen y que aboca a la fusión del Estado y de una cultura dominante e incluso a una “religión política” como el nacional-catolicismo. La otra imagen es la de un nacionalismo identitario, que aboca a la reivindicación por cada comunidad de la independencia política y territorial, integrando pueblo, territorio y poder. Ambos tipos hacen desaparecer la nación: uno, en nombre del Estado, otro en nombre de la idea confusa de pueblo. Es obvio que el Estado no posee el monopolio de la expresión nacional». Y es cierto, pero es que la cultura de un Estado, precisamente por ser dominante, acaba por ser adoptada por el resto de comunidades que lo forman y que poseen una presunta «diferenciación» respecto a lo mayoritario: ¿se puede considerar que se hace desaparecer «en nombre del Estado» la nación alemana, española o francesa que en las citadas naciones se tenga como lengua nacional el alemán, el español o el francés, a pesar de haber en ambas naciones muchas lenguas regionales que se utilizan en la vida pública?

Por ello no es extraño que Cano yerre al decir que «la democracia es la única vía para unir identidad y diferencia, y no puede vivir sin que se reconozca la unidad y la integración del territorio, es decir, una nación, una memoria colectiva y unas políticas públicas», ya que hablar de «una sociedad unida que recorte distancias, que rebaje barreras, orientada culturalmente hacia el diálogo y todo en defensa del sujeto personal y sus proyectos vitales», no es una afirmación que diga nada. Mientras no se definan los métodos y los parámetros políticos para lograr tal objetivo, no deja de ser un brindis al sol. Aunque sí es cierto que «los estatutos se han diseñado al margen de las demandas sociales en ese juego de peonza de lo político girando sobre sí mismo». Pero esto es algo común a todas las democracias, donde el pueblo tiene la ficción de ejercer el poder cuando en realidad sólo elige entre opciones ya previamente diseñadas. No obstante, Cano cierra su artículo con unas palabras de Touraine que pueden ser interpretadas de otra manera: «La conciencia de identidad nacional es necesaria hoy si se orienta hacia la lucha contra la exclusión, para evitar la ruptura entre la globalización económica y la fragmentación cultural».

En resumen, la Iglesia católica sigue manteniendo su ambigüedad y pretende volver al Antiguo Régimen, aunque sin que ello le implique disolverse en distintas iglesias nacionales. Si en su día se apeló a la escolástica, hoy la posmodernidad parece ser la bandera que enarbolan sus diversos especialistas para lograr tan terrenales objetivos.

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Gustavo Bueno sobre este asunto, en entrevista recogida
por El Comentario, el sábado 4 de noviembre de 2006

 

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