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El Catoblepas, número 61, marzo 2007
  El Catoblepasnúmero 61 • marzo 2007 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre la compasión

Alfonso Fernández Tresguerres

De cómo, cuándo y a quién compadecer

1

«Compasión» (el propio nombre lo indica) significa com-padecer, esto es, padecer con otro, acompañarle en su sufrimiento, sufrir, incluso (hasta donde eso es posible), con él. Y pocos afectos, como éste, cuentan con tantos términos hermanos y que, llegado el caso, pudieran ser utilizados como sinónimos suyos. Sospecho, sin embargo, que existen matices nada insignificantes ni triviales que permiten distinguir la genuina compasión de todos ellos: así, «conmiseración» o «lástima» poseen unas connotaciones que inducen a entenderlos como nacidos de un cierto menosprecio o desdén, o, cuando menos, de una nada desdeñable dosis de condescendencia que viene a subrayar la insignificancia o ineptitud del que sufre, al tiempo que resalta la posición de indudable superioridad, siquiera sea a ese respecto, de quien le compadece. «Piedad», «clemencia» o «misericordia», por su parte, parecen acercarse demasiado a la idea de «perdón», y pueden hacer pensar que el compasivo tiene en sus manos la capacidad de poner fin a los pesares del doliente. Finalmente (aunque aún hay otros que dejo a un lado), «simpatía» es concepto que, aunque lo incluye, desborda, no obstante, el campo propio del compadecer, porque éste alude, antes que nada, a la compañía en el dolor, en tanto que la simpatía se halla referida también al regocijo en la alegría. Como apunta Adam Smith:

«Lástima y compasión son palabras apropiadas para significar nuestra condolencia ante el sufrimiento ajeno. La simpatía, aunque su significado fue quizás originalmente el mismo, puede hoy utilizarse sin mucha equivocación para denotar nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión» [Teoría de los sentimientos morales, I, I, 1].

Y podemos continuar haciendo tal uso, porque, aunque ya he puesto de manifiesto mis recelos a entender la lástima como equivalente a la compasión, lo que en cualquier caso resulta evidente es que no lo es la simpatía, porque ésta es siempre empatía, esto es, capacidad de ponerse en el lugar del otro, y, como consecuencia, llegar, quizás, a comprenderle, pero eso lo mismo en lo malo que en lo bueno. E incluso podría ser entendida como simple comprensión, que no necesariamente tiene por qué ir seguida de dolor por el dolor del prójimo ni de alegría por su alegría. Mas la compasión si de veras lo es, implica, de manera inevitable, comprometerse con el dolor del que sufre, en el sentido de vernos inclinados, en mayor o menor medida, a compartirlo. Cierto también que a veces se puede compadecer a alguien sin que éste advierta los motivos por los que es compadecido, es decir, sin que caiga en la cuenta de lo que de pernicioso encierra aquello que lo convierte en objeto de compasión. Lo que entonces sucede es que se le acompaña en el pesar que él mismo debiera sentir si no se lo impidiesen su ceguera o su imbecilidad. Y desde luego que continúa siendo perfectamente lícito seguir utilizando en este caso el término «compasión» (asunto distinto es si un imbécil es o no digno de ella); y utilizándolo, como es obvio, siempre referido al mal. No diremos, en cambio, que compadecemos a alguien por su dicha o su buena fortuna.

«Condolencia» podría ser, tal vez, el concepto que más se acerca a aquél del que aquí tratamos, mas tiene el inconveniente de su excesiva asociación al «duelo» y, por tanto, a la muerte, mientras que ahora es la compasión la que cubre un más amplio campo. «Simpatía» es, en consecuencia, término demasiado ancho para designar aquello a lo que nos estamos refiriendo, en tanto que «condolencia» resulta demasiado estrecho.

Como quiera que sea, presiento que no andaremos muy errados si entendemos la compasión como un afecto o sentimiento en virtud del cual somos capaces de ponernos en el lugar del otro para comprender su dolor y, en mayor o menor grado, compartirlo o lamentarlo siquiera, y eso aún en el caso de que ese otro ignore los motivos que nos inducen a compadecerle.

2

Montaigne, que confiesa ser proclive a ella, diríase, pese a todo, querer alejarla de sí, avergonzado, al recordarle los estoicos que no es sino una forma de flaqueza:

«en mi opinión –escribe– estaría más naturalmente inclinado a entregarme a la compasión que a la estima; sin embargo, es la piedad vicioso sentimiento para los estoicos: quieren que socorramos a los afligidos, mas no que flaqueemos compadeciéndonos de ellos» [Ensayos, I, I].

Y tiene razón. Quiero decir que tal es, en efecto, lo que opinan los estoicos, ya que si bien Marco Aurelio se muestra en ocasiones más condescendiente y comprensivo con ella, tanto Séneca como Epicteto la rechazan por entenderla nacida de un ánimo débil y pusilánime, y por considerar, en suma, que no es virtud. Y tal es, asimismo, la opinión de Kant y la del estoico Espinosa, quien tras definir la compasión (commiseratio) como

«la tristeza acompañada de la idea de un mal que sucedió a otro al que imaginamos semejante a nosotros» [Ethica, III, af. 18],

dirá que

«Quien ha conocido rectamente que todas las cosas se siguen de la necesidad de la naturaleza divina y se hacen según las leyes y reglas eternas de la naturaleza, sin duda que no hallará nada que sea digno de odio, risa o desprecio, ni se compadecerá de nadie, sino que, en cuanto le permite la humana virtud, se esforzará por obrar bien y, como dicen, estar alegre. A esto se añade que aquél que fácilmente es tocado por el afecto de la compasión y por la miseria o las lágrimas de otro, con frecuencia hace algo de lo que después se arrepiente; tanto porque por afecto no hacemos nada que sepamos con certeza que es bueno, como porque fácilmente somos engañados por las falsas lágrimas. Y aquí hablo expresamente del hombre que vive bajo la guía de la razón. Pues el que ni por la razón ni por la compasión se mueve a prestar auxilio a otros, con razón se llama inhumano, ya que […] parece ser desemejante al hombre» [Ethica, IV, 50, escolio].

Dejemos ahora a un lado eso de que podemos ser engañados por las falsas lágrimas, porque, aunque indudablemente existe esa posibilidad, de ello nadie tendría la culpa sino nosotros mismos, y supuesto que la compasión fuese sentimiento noble o útil (algo que puede ser discutido, especialmente lo segundo), no resultaría lógico que, por principio, decidamos negársela a todos aquéllos merecedores de ella, sin más motivo que el temor a que nuestra falta de perspicacia pueda impedirnos distinguir las lágrimas fingidas de las auténticas. Mayor peso tiene, creo yo, el argumento según el cual se trata de afecto contrario a la razón (lo que no significa, por fuerza, que sea necesariamente malo).

«Añádase –dirá Espinosa– que el miedo nace de la impotencia de ánimo, y no pertenece, por tanto, al uso de la razón, como tampoco la compasión, aun cuando parezca presentar la forma de piedad» [Ethica, IV, capítulo 16];

piedad que, a su vez, Espinosa entiende como el «deseo de hacer el bien» [Ethica, IV, 37, escolio 1b]. Tal es, del todo idéntica, según yo lo veo, a la posición defendida por los estoicos, la postura de Espinosa: la compasión no es más que flaqueza de ánimo, y quien vive conforme a la razón, no compadecerá a nadie, o, al menos, debe sentirse inmediatamente inclinado a sustituir la compasión por el auxilio o la piedad.

Me parece, sin embargo, que tanto Espinosa como los estoicos, en general, olvidan un hecho obvio: que se compadece, precisamente, cuando no se puede ayudar; sólo hacemos al otro objeto de nuestra compasión cuando nada más podemos hacer. No tiene, pues, mucho sentido que se nos exija que en lugar de compadecer prestemos auxilio o ayuda, porque únicamente nos conformamos con acompañar a los demás en su sufrimiento o con intentar consolarles, en aquéllas situaciones en las que ningún auxilio ni ayuda son posibles o no se halla en nuestras manos el poder ofrecérselos. Lo contrario, esto es, que pudiendo ayudar proporcionemos consuelo, sería actitud hipócrita y vil, que más que con la compasión tendría que ver con la burla y el desprecio. Al mismo tiempo, sólo se compadece a quien nada puede hacer tampoco para evitar la desgracia o el sufrimiento que le han sobrevenido ni para librarse de ellos. Y de no ser así, es decir, si del propio individuo depende el ponerse a salvo del mal que le aqueja, no es, ciertamente, nuestra compasión lo que necesita, sino nuestra ayuda, que muy bien pudiera consistir en despertarle tirándole de las orejas.

No debemos limitarnos a compadecer cuando podemos ayudar. Esto es claro. Y si eso fuese todo lo que quieren decir los estoicos o Espinosa, nada habría que objetar. Pero si, por el contrario, lo que se nos aconseja es que renunciemos a la compasión, que es siempre señal de ánimo débil, y tengamos la fortaleza suficiente para auxiliar al necesitado de auxilio, entonces eso ya es más discutible, porque supone olvidar que el compadecer es el último recurso del que nos servimos para consolar y ayudar (¿o acaso el consuelo no es una forma de ayuda?) al prójimo allí donde ningún otro recurso existe.

Esta es la primera condición del compadecer. La segunda, que no consideremos a quien sufre merecedor del mal que le aqueja, ha sido justamente señalada por Descartes:

«La piedad es una especie de tristeza acompañada de amor o de buena voluntad hacia aquéllos a quienes vemos sufrir algún mal del que no los creemos merecedores» [Las pasiones del alma, art. 185].

Por el contrario, cuando el mal que alguien padece no es más que un justo castigo a aquellos males que previamente él mismo ha provocado, yo confieso no hallarme dotado (y al parecer tampoco Descartes) de un ágape o una pietas tan universales que me induzcan a compadecerle. Caso distinto es el de aquél que es merecedor del sufrimiento que padece, mas no por un mal previo del que es responsable, sino por simple ignorancia que le ha llevado a provocárselo y a hacerlo recaer sobre su propia persona. Aquél que, como suele decirse, no hace mal a nadie más que a sí mismo. Creo que un tal también es merecedor de nuestra compasión, entre otras razones porque acaso pocas cosas existan dan dignas de ella como la ignorancia (ignorancia que no debe ser confundida con la estupidez: a un estúpido no hay que compadecerle, sino sonreírle).

Así entendida, yo no sé si la compasión es virtud, pero estoy plenamente convencido de que es manifestación de sensibilidad moral, y como tal, cabe suponer dotado de aquélla a todo individuo poseedor de ésta. Tal vez esto es lo que ha conducido a Adam Smith a sospechar que no hay nadie desprovisto de la capacidad de compadecer ni que desconozca por entero tal afecto:

«no se halla desprovisto de él totalmente –afirma– ni el mayor malhechor ni el más brutal violador de las leyes de la sociedad» [Teoría de los sentimientos morales. I, I, 1];

lo que no es enteramente cierto: es verdad que no ignora de modo pleno tal sentimiento cualquier individuo en el que se haya desarrollado una mínima sensibilidad moral, y así, en teniéndola, hasta el mayor malhechor puede mostrarse compasivo, siquiera sea con su hijo o con su canario; pero hay, con todo, individuos que la desconocen, por la sencilla razón de ser retrasados o imbéciles morales (algunos los llaman psicópatas), y carecer, por ello, de cualquier sensibilidad moral o capacidad de empatía. Mas dejando tales casos a un lado, es innegable que se trata de disposición humana frecuente y común, y a la que podría hallarse incluso raíces evolutivas, en el sentido de que tal vez aquellos individuos o grupos dotados de ella dispusieron, en su momento, de unas mayores ventajas adaptativas y de supervivencia.

Sostengo, por tanto, que se trata de disposición noble, más también útil, y me temo que Espinosa no logrará convencerme de su irracionalidad, ya que, aun en el supuesto de que, viviendo conforme a la razón, comprendamos que todo lo que acontece es el resultado de leyes inexorables a las que es vano resistirse, ¿qué hay de contradictorio en compadecer y consolar a aquél sobre el que ha caído la desgracia? Se nos dice que debemos sustituir la compasión por el auxilio, pero es que ¿de veras puede alguien decir que el consuelo no es una forma de auxilio, que no es una forma de ayudar al prójimo, y que no es, en consecuencia, afecto y disposición útil? Es verdad que por compadecer no se solucionan los problemas del otro, pero, ¿se solucionan, acaso, no haciéndolo?

Admito que debemos ayudar cuando ello es posible, y que debemos tener la fortaleza de ánimo suficiente para, en lugar de limitarnos a llorar con el desvalido, poner los medios oportunos para socorrerle, pero toda vez que ello no sea posible, toda vez que no hay nada que hacer, nuestra compasión es también una forma de ayuda, la única, por lo demás, que podemos prestar. Creo, pues, que se equivoca Espinosa, y con él los estoicos, a menos que por «compasión» entiendan una mera disposición teórica e intelectual que no va acompañada y seguida del consuelo, y que consideren éste, precisamente, como una de las modalidades de auxilio que reclaman, en cuyo caso, como fácilmente se advertirá, hemos estado diciendo lo mismo, lo que no sería sino prueba y manifestación de mis escasas dotes interpretativas.

Y es verdad que de nuestra compasión podemos hacer partícipes incluso a aquéllos que poco lugar ocupan en nuestro afecto, e incluso a los desconocidos. En esto sí esta de acuerdo Espinosa:

«nos compadecemos –escribe– no sólo de la cosas que hemos amado […], sino también de aquélla por la que antes no sentíamos ningún afecto, con tal que la consideremos semejante a nosotros» [Ethica, IV, 22, escolio].

Y también Hume:

«La compasión –dice– aparece con frecuencia donde no hay ninguna estima o amistad anteriores; y la compasión es un malestar ante los sentimientos de otro. Parece surgir de la concepción detallada e intensa de sus sufrimientos; y nuestra imaginación procede por grados desde la idea vivaz hasta el sentimiento real de la miseria de otro» [Disertación sobre las pasiones, sección III, 4].

Marcel Proust llega incluso a decir que «compadecemos más a aquéllos que no conocemos», algo que, a mi juicio, no se halla tan desacertado ni resulta tan paradójico como podría parecer. Tal vez cuanto más amamos, en efecto, menos inclinados nos sentimos a compadecer, quizá por esa asociación (inevitable siempre) que establecemos entre la compasión y la lástima, y con la connotación subsiguiente, aparejada al segundo de esos conceptos, entre el compadecer y la simple conmiseración, que nos negamos a proyectar sobre aquéllos a quienes queremos: no podemos ayudarlos, pero tampoco nos resignamos a compadecerlos. Más fácil no es entonces, en efecto, compadecer a quien conocemos poco o no conocemos en absoluto.

Pero no debemos llevar la compasión hasta extremos desproporcionados, y entender que debemos compadecer a todos, por todo, y siempre. Tal parece ser la postura defendida por Schopenhauer, quien hará de la compasión el resorte fundamental y esencial de la ética (acercándose así, seguramente, y de manera notable, al propio cristianismo). La vida –dirá– no es más que dolor, y lo goces de los que nos sea factible disfrutar simples remedios temporales contra él. De donde cabe concluir que la más alta labor ética a nuestro alcance estriba en el intento de aliviar a los demás de sus sufrimientos. Eso es, en último término, el amor (entendido como ágape o caritas). Y es que

«la esencia del amor puro se identifica con la compasión» [Metafísica de las costumbres, 8, 322],

pues

«todo amor verdadero y puro supone siempre la compasión, y aquel amor que no sea compasión no es sino egoísmo» [Metafísica de las costumbres, 8, 323].

Mas tampoco hace falta exagerar y pasar de la denostación estoica del compadecer a su entronización como virtud no sólo básica, sino también principal; entre otras cosas, porque no todo el mundo es merecedor de ella y porque antes de resignarnos a la compasión han de ser ensayados (y en esto sí aciertan los estoicos) otros procedimientos de auxilio. Además, es pura hipocresía decir que compadecemos a todo el mundo, porque acaso sólo a Jesucristo (tal como lo ven los cristianos) le sería dado una tal universalidad compasiva: a los más de los mortales (y no tengo el menor reparo en incluirme en tal grupo) les es imposible compadecer al tiempo que odian. Espinosa está conforme con ello (Ethica, III, 27, corolario 2). Y lo mismo Hume:

«La compasión –asegura– es sentida rara vez, o nunca, sin alguna mezcla de ternura o amistad» [Disertación sobre las pasiones, sección III, 5],

aunque entiendo que no se necesita tanto, y bastaría con decir que rara vez es sentida con mezcla alguna de odio: no es preciso amar (en cualquiera de sus acepciones) o experimentar ternura para compadecer (incluso podría pensarse que hay ocasiones, como ya hemos sugerido, en las que sentimientos tales hacen más difícil ese afecto), pero es preciso, sin duda alguna, no odiar.

Como quiera que sea, no hay, pues, por qué compadecer a todos (aun cuando hubiera motivos para hacerlo) ni hay (cuando nada más puede hacerse) por qué privar a todos del consuelo que la compasión encierra, apelando a su carácter irracional o a la supuesta flaqueza de ánimo que implica.

De flaqueza de ánimo, empero, es síntoma la compasión hacia uno mismo. Compadecerse no es sino una forma de cobardía y de debilidad, que pone de manifiesto una completa ausencia de fortaleza para ayudarse o de valor para aceptar lo inevitable como inevitable, porque acaso, como de nuevo señala Descartes:

«ningún accidente que pueda ocurrir es un mal tan grande como la cobardía de quienes no pueden soportarlo con constancia» [Las pasiones del alma, art. 187].

Y si es verdad que

«mientras el hombre corriente siente compasión de los que se quejan porque piensa que los males que sufren son muy penosos, el principal objeto de la piedad de los más grandes hombres es la debilidad de los que se lamentan» [Las pasiones del alma, art. 187],

a mí, que antes prefiero ser objeto de odio que de compasión, nada me molestaría más que, encima, se me compadeciera por pusilánime o por cobarde. Y no digamos nada por tonto.

 

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