Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 63, mayo 2007
  El Catoblepasnúmero 63 • mayo 2007 • página 12
Libros

El realismo político

Felipe Giménez Pérez

A propósito del libro de Julien Freund, La esencia de lo político,
Editora Nacional, Madrid 1968, 959 páginas

1. La esencia de lo político. Introducción

Hay toda una venerable corriente filosófico-política en Occidente que considera que lo más importante que hay que considerar en el análisis y conocimiento de lo político es la cuestión del poder político y que en vez de considerar el deber ser de la política como lo fundamental, considera el ser de la política desde una perspectiva objetiva y realista. No considera lo político desde la ética, sino desde la política misma tal y como es. Se cuida mucho de ser edificante y moralista. Se trata del realismo político. Con célebres teóricos de la política y de la teoría del Estado cuenta esta tradición intelectual: Aristóteles, Maquiavelo, Bodino, Hobbes, Spinoza, Hegel, Donoso Cortés, Carl Schmitt, Max Weber, Raymond Aron, Gustavo Bueno y Julien Freund entre otros, por indicar solamente los nombres más ilustres y profundos.

Julien Freund (1921-1991) es un autor digno de toda consideración para exponer el contenido del realismo político por la profundidad, seriedad y rigor de sus análisis de la esencia de lo político. Destacado seguidor de Carl Schmitt (1888-1985) y de Raymond Aron (1905-1983), Freund se aproxima al fenómeno político utilizando el método fenomenológico, considerando que lo político es una esencia cuya descripción rigurosa es posible. Su opus maius, «La esencia de lo político» (1965) es una obra maestra de la filosofía política que no ha sido considerada ni tenida en cuenta lo que se merece por la ciencia política contemporánea, contaminada de progresismo y de pensamiento Alicia desgraciadamente.

Existe una naturaleza humana permanente y fija. Además, lo político es una esencia y es una esencia humana. «No es suficiente admitir la permanencia de la naturaleza humana; aún es necesario afirmar que lo político es una esencia, es decir, una actividad permanente, específica, natural y de algún modo «innata» del hombre.»{1} Por lo tanto, la ciencia política, a decir de Freund, se ocupa en determinar cuál sea la esencia de lo político.. «El objeto propio de la esencia política, tal como aquí lo entendemos, es, pues, la política considerada en su esencia, por cuanto preside un cierto número de relaciones específicas en la sociedad, y no el estudio acumulativo de los acontecimientos singulares, de las instituciones o de los distintos fenómenos que en el transcurso de las edades han entrado en el circuito político» (pág. 20).

Para empezar, Freund asume la afirmación de Aristóteles de que el hombre es un animal político. «De aquí se colige claramente que la ciudad es una de las cosas más naturales, y que el hombre, por su naturaleza, es animal político o civil, y que el que no vive en la ciudad, esto es, errante y sin ley, o es mal hombre o es más que hombre.»{2} Dice a este respecto Freund que «Está en la naturaleza del hombre vivir en sociedad y organizarla políticamente. Importa, pues, dar pleno significado a la frase de Aristóteles: «El hombre es un ser político, naturalmente hecho para vivir en sociedad» (pág. 23).

El fallo de Freund a mi juicio, estriba en no saber o poder distinguir entre sociedades prepolíticas o naturales y sociedades políticas. Parece evidente que ha habido históricamente sociedades humanas naturales, es decir, sociedades en las que la convergencia de los individuos de la sociedad se produce, y que el hombre es un animal social, pero no necesariamente político. Freund sostiene sin embargo, erróneamente, que hay una esencia humana y que esta esencia es política. El hombre es pues un animal sociable político. «Sabemos que el hombre no ha vivido siempre en el seno de un Estado, entendiendo este último como una estructura que sólo corresponde a la moderna racionalización. Sin embargo, no se podría decir que la humanidad pre-estatal era apolítica, pues en aquellos tiempos los hombres vivían en medio de tribus o de familias que detentaban los atributos políticos en forma que variaba según las tribus» (pág. 29). Entonces: 1. El hombre es un animal social y político. 2. «Estado» es un término que se reserva para las sociedades políticas existentes en Europa Occidental a partir del siglo XVI. 3. No admite Freund sociedades prepolíticas. 4. Todas las sociedades humanas son políticas, pero no todas son o han sido estatales. Esto se entiende, porque según Freund, «Lo político está en el corazón de lo social.» Distingue Freund entre lo político y lo estatal. Todo lo estatal es político, pero no ocurre a la inversa.

La sociedad necesita de lo político para existir. «Por sí misma, la sociedad no tiene unidad: está unificada porque es política» (pág. 38).

Freund rechaza las teorías contractualistas de la política. Lo político no depende en modo alguno de ningún contrato privado entre los individuos que componen la sociedad política. «lo político no podría ser el objeto de un contrato; perdería en ello la característica esencial de la soberanía» (pág. 65). Ni hay pactum societatis ni pactum subiectionis. La sociedad, igual que afirma Gustavo Bueno también, no se compone de individuos, sino de grupos sociales. Además, la teoría contractualista acerca del origen de lo político adolece del defecto de que no comprende adecuadamente el hecho de las relaciones internacionales. «Así, la debilidad esencial de las teorías del contrato consiste en limitarse a uno solo de los aspectos de lo político –el de la concordia interior y de la policía–, a verse incapacitadas para explicar lo que a veces se ha llamado la «gran política», es decir, la naturaleza y el desarrollo de las relaciones entre las unidades independientes» (pág. 75).

El análisis de lo político de Julien Freund parte de los presupuestos de lo político. «Se puede definir lo presupuesto de la siguiente manera: es la condición propia, constitutiva y universal de una esencia» (pág. 101). Como lo político es una esencia, esto significa que «lo político permanece en todos los aspectos idéntico a sí mismo» (pág. 103), como si fuera una esencia megárica. Lo político es irreductible a otras esencias o instancias. Se trate de la política de que se trate o de la época que sea, la política siempre es igual, la esencia de lo político permanece inmutable a lo largo de la historia y sean cuales sean las circunstancias.

Según Julien Freund, existen tres presupuestos de la esencia de lo político:

–la relación del mando y de la obediencia,
–la relación de lo privado y de lo público.
–la relación de amigo y enemigo.

2. El mando y la obediencia

Según Platón, la política era la ciencia directiva, la ciencia del mando. Platón fue uno de los primeros filósofos políticos que pensó en la conexión entre política y poder. Como dice Gustavo Bueno, el autogobierno de la sociedad política es utópico por imposible. Siempre el poder político es asimétrico: unos mandan sobre otros. Una parte de la sociedad dirige al resto. La sociedad política no es sujeto ni objeto que se automueva o autodirija, por eso no puede autodirigirse ni autodeterminarse y por esa razón el Estado totalitario como concepto es utópico, imposible, tanto desde una perspectiva principiativa como desde una perspectiva terminativa.

No hay política sin mando, aunque sí haya mando sin política. Como bien dice Julien Freund, «Mando y obediencia hacen que exista la política» (pág. 124). Por esta razón, el problema político es el de la legitimidad o de la legitimación del mando y de la obediencia, el de la autoridad. Se trata de justificar la obediencia voluntaria de los ciudadanos o súbditos. La realidad del mando en la política, en el Estado, en la sociedad política es algo innegable e indiscutible. Julien Freund refiere la interesante y aguda observación de Carl Schmitt acerca de la ideología el Estado de derecho, que en las constituciones liberales burguesas tratan de escamotear el principio de la soberanía, del poder, del soberano, del que manda tras disposiciones jurídicas y tecnicismos jurídicos. Y sin embargo, siempre hay alguien que manda, que tiene el poder decisor, de establecer el estado de excepción. «Sea cual sea el cuidado empleado por las constituciones para ocultar el carácter individual y decisionista del mando, éste permanece latente bajo el amontonamiento de las instituciones y vuelve a surgir con su pureza en los casos extremos, pues forma parte de la misma naturaleza del mando» (pág. 133).

El mando no es ni pacifista ni belicista. La paz y la guerra son dos medios para la política. El mando no puede analizarse por las buenas intenciones, sino por sus obras: «por la intención, cualquier hombre político puede creerse el obrero de la paz. Pero hacer la paz es totalmente distinto a ser pacifista. El papel de los bomberos es apagar los incendios; no consiste en destruir todas las cerillas, pues son muy necesarias para tantas otras cosas. ¿La paz, no es un medio de la política, al igual que la guerra? ¿No es acaso frecuente que el apóstol de la paz se vea conducido a hacer la guerra? No existe un mando especial para la paz y otro para la guerra, sino que el mismo mando debe mostrarse capaz de hacer la guerra y construir la paz» (págs. 138-139).

Uno de los errores ideológicos de nuestra época es el error de querer reducir toda existencia política a conceptos jurídicos, la idea de que con el llamado «Estado de derecho» todo se arregla. Esta ideología del Estado de Derecho ha sido atacada por Carl Schmitt en su «Teoría de la Constitución» y por Julien Freund, así como más recientemente entre nosotros por Gustavo Bueno. Dice así Freund: «el primer error que hay que evitar es creer que todo lo político es susceptible de ser juridificado, que el derecho es coextensivo a la política» (pág. 143). Siempre hay un miembro de la sociedad política que escapa al derecho: El soberano. Él escapa al derecho, puesto que es él quien crea el derecho y lo sostiene. «Es decir, se plantea a propósito del formalismo jurídico un problema análogo al suscitado por el teorema de Gödel en relación con el formalismo matemático» (pág. 144). Ningún sistema jurídico puede borrar o suprimir el mando, el poder soberano. El poder no está sometido a leyes. Son las leyes más bien, las que están sometidas al poder político y reposan sobre él. No se pueden reglamentar todos los aspectos de lo político al derecho. Por lo tanto, «la soberanía es un concepto extrajurídico, puramente político, que puede, a lo sumo, tener un significado metajurídico, en el sentido de que cualquier soberanía procura otorgarse una base jurídica con el propósito, muy interesado, de fortalecer su poder» (pág. 146). Como se ha dicho antes, se silencia la noción del mando, se atribuye la soberanía al pueblo, la clase, la nación, entidades que son titulares de la soberanía, pero que no la ejercen. El ejercicio político efectivo de la soberanía está en otra parte. El depositario de tal soberanía no es otro sino aquella instancia que la ejerce realmente.

Sabemos quién es el que manda realmente cuando aparecen situaciones de crisis de poder, que son crisis de mando. Las crisis políticas son crisis de mando. «En el momento en que surgen las situaciones-límite o de excepción es cuando la cuestión del mando y de la soberanía se plantea con mayor agudeza, hasta el punto de que no es equivocado decir que las crisis propiamente políticas son, ante todo, crisis de mando» (pág. 149). Por eso señala Julien Freund que sería insensato despreciar la definición de Carl Schmitt: «Es soberano quien decide sobre el estado de excepción». Por lo demás, «La soberanía no nació con el Estado moderno y no está llamada a desaparecer con él. Es inherente al ejercicio del mando político» (pág. 154).

El mando político, el poder político, mal que les pese a los idealistas o progresistas o a los eticistas políticos, exige ineludiblemente el ejercicio de los arcana imperii, la razón de Estado. Ningún dirigente político serio puede prescindir de la razón de Estado, esto es, del conjunto de saberes y medios necesarios para mantener la eutaxia política del Estado. «Quiérase o no, por cuanto es presupuesto constitutivo de una colectividad política, el mando no podría prescindir de la razón de Estado» (pág. 157).

Además, el poder y su ejercicio es esencialmente monocrático. Siempre tiene que mandar en cada momento y en cada lugar un solo hombre en su área de competencias. Dice Julien Freund que el mando sólo puede ejercitarlo uno. Para decidir uno sólo. Para deliberar, muchos como ya dijo Montesquieu. «La monocracia es consustancial al mando, pues así como dos profesores no pueden, en el mismo instante, tratar cada uno a su manera sobre una misma cuestión ante un mismo auditorio (pero pueden alternar o dialogar), dos mandos no pueden al mismo tiempo decidir a su manera sobre una misma empresa política» (pág. 159).

El ejercicio del poder político exige la represión . «Sean cuales sean el tipo de dominación y las fuentes de la potencia, en todos los casos el ejercicio del mando va acompañado por la represión» (pág. 172). Esto ocurre porque como dice Freund, «Se deduce, por tanto, que desde el momento en que el mando es un presupuesto de lo político y que la potencia consiste en el poder de imponer su propia voluntad a un grupo, utilizando si es preciso la fuerza contra los recalcitrantes, la política es, inevitablemente, y siempre lo será, una dominación del hombre por el hombre» (pág. 172).

El mando político tiene como finalidad el logro de la eutaxia política a decir de Gustavo Bueno y de la paz y la concordia interna de la sociedad política a decir de Julien Freund.

Las nociones de la obedencia y el mando no gozan de muy buena fama hoy debido a la supremacía ideológica de la ideología progresista que quiere borrar por completo del lenguaje tales palabras políticamente inconvenientes y molestas. Esto arranca de la Revolución Francesa. El desprestigio del Antiguo Régimen arrastró también el desprestigio del mando y de la obediencia. «La causa esencial del descrédito de las nociones de obediencia y mando debe buscarse en la ideología pseudo-ética de la emancipación, que a su vez se basa en una doctrina de la igualdad considerada como fuente de cualquier progreso, mientras que la desigualdad sería el origen de cualquier mal» (pág. 186). Y sin embargo, el mando y la obediencia existen, son necesarios y además convenientes para la existencia y persistencia en su ser y existir de la sociedad política. Respecto a la obediencia política, el mando reclama la adhesión popular. La adhesión total y absoluta no se logra jamás, al igual que tampoco existe la desobediencia absoluta. «La sumisión que implica la obediencia no es total servilismo, sino respeto a una disciplina necesaria, sin la cual no existiría la cohesión de la colectividad, y hasta la libertad de crítica perdería todo significado» (pág. 192). La obediencia es necesaria para que el mando sobreviva y funcione, pues, «un mando que chocase contra la hostilidad de la mayor parte de la población, no podría sobrevivir mucho tiempo, sean cuales fueren los medios empleados para perdurar. En efecto, cualquier gobierno, tanto el democrático como el tiránico, busca, aparte del reconocimiento, la adhesión de sus súbditos» (págs. 192-193). Obedecer es muy fácil y no cuesta nada hacerlo. En cambio, «Verdaderamente se precisan circunstancias excepcionales para que los hombres se subleven contra el poder establecido» (pág. 195).

Las doctrinas antiestatales, antiautoritarias, antipolíticas están en el error radical. Pecan de falta de realismo, de idealismo político. El anarquismo y el marxismo pretenden aniquilar la política. «Cualquier doctrina que pretenda aniquilar un día la política, y desde este punto de vista el marxismo tiene mucha herencia anarquista, se ve inevitablemente arrastrada a juzgar el fenómeno político desde el exterior y se niega a comprender por qué el hombre posee una actividad política y no puede prescindir de ella» (pág. 210). Así pues, la sociedad política es asimétrica: unos mandan y otros obedecen. Una parte de la sociedad, la clase política, dirige al resto de la sociedad. «En política hay siempre, por una parte, los que mandan, y por otra, los que obedecen, pues de otro modo, la relación de mando y obediencia pierde todo significado» (pág. 211).

En esto de la dialéctica del mando y la obediencia, como bien dice Julien Freund, «Hay que evitar un doble error: el de creer que el mando todo lo puede y, a la inversa, que es inútil» (pág. 267). Así nace el orden, realidad efectiva en la que participan gobernantes y gobernados simultáneamente. Una de las razones de la obediencia y de la escasez de rebeliones y de revoluciones no es otra que el ansia de orden por parte de los ciudadanos. La gente quiere orden y por eso acepta incluso situaciones que no le convienen. Por eso la gente respeta la legalidad y el orden jurídico aunque no crea en él íntimamente.

Pero la ley sólo tiene sentido si hay un poder político que la respalde y la sostenga, el Soberano, el mando. «Suprimamos la obediencia, y la ley no es nada: ¿a quién obligaría? Y esto es lo que numerosos juristas discuten.» Si no hay poder, no hay ley. La ley se convierte en un conjunto de palabras sin fuerza ni valor. «Separada del mando y la obediencia, la ley pierde todo significado» (pág. 292). Lo político es el origen de la ley. La ley depende de lo político. «Sabemos que la ley no tiene eficacia por sí misma, sino únicamente por lo político que la sostiene» (pág. 299).

Julien Freund critica la ideología del Estado de derecho, tan de moda en nuestros días. No todo se reduce al derecho y a la ley. La ley agotaría en sí a la actividad política. El poder político sería la ley. Sería el imperio de la ley. No mandarían los hombres sobre los hombres, sino la ley sobre los hombres. Sin embargo, las cosas no son así. «Sería fácil demostrar que este ideal del Rechtstaat nunca encontró una aplicación concreta. Todo lo más, se logró ocultar la intervención del mando sin suprimirlo» (pág. 300).

Por lo demás, el Gobierno y el poder político están más allá del bien y del mal. La política puede ser muy buena y ser inmoral o antiética. «No es necesario explicar de nuevo que el gobierno más apto políticamente, no es por obligación el mejor moralmente, pero es el que está capacitado para responder, en lo inmediato y en el tiempo, a los imperativos de la protección» (pág. 313).

Así, el poder político siempre es igual. Siempre tiene las mismas propiedades y siempre hay que hacer las mismas cosas. «Desde que los hombres reflexionan sobre el poder para entenderlo en su esencia, llegan siempre a la misma conclusión: el poder no cambia en su naturaleza durante el curso de la historia, sea cual sea la doctrina que proclame a los hombres que le sirvan» (pág. 313). Todos los regímenes políticos necesitan lo mismo, «todos precisan de un ejército, un servicio policíaco, un cuerpo diplomático y una administración, por rudimentaria que sea» (pág. 314).

Afirma Julien Freund respecto a la legalidad y a la legitimidad: «Nosotros diremos que el poder confiere legitimidad; el gobierno garantiza legalidad» (pág. 322). La legitimidad es el consentimiento voluntario de los súbditos al Gobierno. «¿Qué es la legitimidad? Consiste en el consentimiento duradero y casi unánime que los miembros y las capas sociales otorgan a un tipo de jerarquía y a una clase dirigente, para arreglar los problemas interiores por vías distintas a las de la violencia y del miedo consiguiente.» (pág. 322). Ya sabemos que Max Weber distinguió tres modos de legitimidad: la carismática, la tradicional y la legal racional. Hoy sólo se considera legítimo un régimen democrático debido al predominio ideológico del fundamentalismo democrático. Julien Freund, lejano al fundamentalismo democrático sostiene que se puede hacer buena política al servicio del bien público y de la eutaxia política en los diversos regímenes políticos. «Ningún principio de legitimidad goza de una primacía metafísica o ética sobre los demás. Se puede hacer una política tan buena o tan mala bajo la monarquía como bajo la república, es decir, que el principio mayoritario, o bien electivo, no confiere por sí mismo una competencia superior a la del principio hereditario» (pág. 323). La legalidad viene de arriba y la legitimidad viene de abajo, igual que el poder, la potestas, viene de arriba y la confianza, la auctoritas viene de abajo. «Opuestamente a la legalidad, que viene de arriba, la legitimidad viene de abajo, pues incluso las cualidades personales y excepcionales de un jefe, no bastan para legitimar su mando» (pág. 324). Además, la legitimidad, como el poder político, la soberanía, es un concepto político, no jurídico. «Así pues, la legitimidad es esencialmente un fenómeno político, no jurídico; no se la puede reglamentar mejor que al poder que le sirve de fundamento» (pág. 324). Pero es que, además, la legalidad es una ficción, porque sus tres condiciones de existencia son ficciones, no son cumplidas. Se trata de las siguientes: 1. que el gobierno es una institución absolutamente neutral; 2. que sus actos son verdaderamente oficiales y 3, que su procedimiento es siempre regular. Son ficciones necesarias tal vez, pero no por ello menos ficciones. «Existe, pues, ficción en la legalidad, ya que estas tres condiciones son más supuestas que cumplidas. La ley es violada, por una parte, por desobediencia de los súbditos, y por otra, por las vueltas que le da el gobierno, a causa de las exigencias de la acción política y de las necesidades que impone lo imprevisto. En realidad, un gobierno que se propusiera respetar escrupulosamente la estricta legalidad, se condenaría a la impotencia y a la inacción, y faltaría a su vocación» (pág. 327). Ergo, la doctrina del Estado de derecho es una ficción, es una impostura. A fin de cuentas, «la legalidad determina directamente las relaciones entre mando y obediencia, lo que también quiere decir que es la formulación jurídica de la dominación del hombre por el hombre» (pág. 329).

El mando es arbitrario, es discrecional. Pero eso no significa que sea malo, malvado, perverso. Es así, tal y como es la acción humana. «El mando es arbitrario, como cualquier otra manifestación de la voluntad humana. Una decisión de la mayoría puede serlo, al igual que la de un responsable liberal o reaccionario. Es arbitrario despreciar el papel de lo arbitrario» (pág. 332). Por lo demás, al igual que Hobbes decía que llamamos ilegítimo al régimen político que no nos gusta, Julien Freund declara que «En el fondo, tenemos la tendencia a considerar como arbitrario, lo que no nos gusta» (pág. 333). El mando político establece un orden. El orden es la libertad concreta. No hay libertad sin obligaciones políticas, sin obediencia ni mando. También en la democracia hay orden, hay mando, hay poder político. «Quiérase o no, también en la democracia el ciudadano sufre la voluntad del mando, no sólo cuando es minoritario o se halla en la oposición, sino también cuando forma parte de la mayoría, pues no le corresponde elegir los medios, y las más de las veces no hace sino ratificar posteriormente el fin o los fines que el poder ha escogido sin consultarle» (pág. 336). En cualquier caso, este mando político, el poder político nunca es malo a sabiendas. «Puede ocurrir que el mando sea parcial o tenga mala voluntad, pero no tendrá ningún interés en ser deliberadamente injusto» (pág. 341). El orden social y político no es ni justo ni injusto. Se halla más allá del bien y del mal. Lo mismo podría decirse acerca de las relaciones internacionales. No hay guerras justas ni injustas, sino guerras que se ganan o se pierden. «Es quimérico creer que basta con ser pacifista y justo para desarmar al enemigo o por lo menos obligarlo a renunciar a sus proyectos. Un enemigo que quisiera ser justo, tendría primero que dejar de ser enemigo. La verdad es que el pacifista por justicia se hace casi inevitablemente cómplice, voluntario o involuntario, del enemigo de su colectividad» (pág. 342). Por eso el pacifismo es un factor militar más que hay que tener en consideración en una confrontación bélica entre dos o más Estados. Es que el concepto de guerra justa es ideológico y confuso. «Hasta ahora, sin embargo, no ha sido posible definir de manera únivoca la guerra justa. Si se lograra hacerlo, uno seguiría sin embargo preguntándose si es justo hacer una guerra justa, pues ninguna convención internacional puede obligar a un país a sacrificar su orden y su régimen en aras de la justicia» (pág. 342).

3. Lo privado y lo público

Como bien dice Jerónimo Molina «El dominio específico de lo político es lo público enfrentado a lo privado según la concepción dialéctica de Freund.»{3} Lo público y lo privado configuran fenomenológicamente lo político. Lo público abarca y envuelve y supera a las relaciones privadas. Hay que decir que lo público es lo que afecta y atañe a todos y lo privado atañe o afecta a pocos.

De cualquier manera, hay que decir que «Las funciones y los poderes del Estado no pueden ser una propiedad privada» (pág. 369). Además, «Sólo hay libertad política en un sistema que respeta la distinción de lo público y lo privado» (pág. 372).

Por ello, Julien Freund critica la ideología del Estado totalitario. Gustavo Bueno en su Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas' de 1990 critíca la ideología del Estado totalitario. En primer lugar, es imposible que exista el Estado totalitario porque ningún Estado puede controlarlo todo. Además, la sociedad política entendida como una totalidad no puede ser ni sujeto ni objeto político ni de forma principiativa ni de forma terminativa. Algo parecido llega a concluir a este respecto Julien Freund: «El totalitarismo, por su propio concepto, es aspiración hacia la totalidad, no una totalidad prometida en el más allá, sino en esta tierra» (pág. 372). No existe un Estado totalitario. Puede haber un partido totalitario o de ideología totalitaria o una ideología totalitaria. «Sólo un partido y un movimiento pueden ser totalitarios, no el Estado, pues en sí mismo éste posee un fin específico, mientras que un movimiento totalitario persigue fines que rebasan lo político» (pág. 375).

Lo privado designa las relaciones personales. Lo privado englobaría la esfera de la ética, de las relaciones familiares o cuasifamiliares. Lo privado pues, afecta siempre a pocos. A decir verdad, lo privado se constituye por oposición a lo público, de forma negativa. Es así un concepto difuso. «Los caracteres de lo privado son en cierto modo negativos: no es dueño de ningún territorio independiente, no tiene otra constitución que la impuesta por lo público; su indeterminación misma es su única determinación, aunque difícilmente se la pueda objetivar» (pág. 389). Lo privado designa una esfera autónoma, al igual que ocurre con lo público.

Lo público es una relación impersonal. Lo público es lo que está abierto a todos. Lo público tiene tres características: Lo público representa la unidad del cuerpo político. Lo público es aquello que debe ser representado. Lo público tiene una constitución.

La unidad política da unidad a la sociedad política y da sentido al individuo. Desde un punto de vista político, lo público es una unidad política. El individuo sin la sociedad política, sin el poder público no es nada. El pueblo sin Estado es una masa informe, caótica. Es que acaso ocurre que «Lo público presupone la existencia del pueblo.»{4}

Lo público es exterior y superior a los individuos y es una relación impersonal y por eso es necesaria la representación. Lo público «en general, necesita ser representado. La colectividad, como tal, no puede actuar» (pág. 408). El autogobierno de la sociedad política es imposible. La sociedad no puede autodirigirse. Cuando alguien es capaz de obrar por otro, entonces es el representante suyo. No hay voluntad general. Como lo público no puede obrar por sí mismo, debe obrar mediante representantes. No sólo un parlamento representa, sino un monarca también. En toda representación se hace presente todo lo público.

Como el cuerpo político es unidad y totalidad, es realidad pública, tiene constitución, systasis, tanto jurídica, como histórica u ontológica o existencial. Por un lado hay una constitución política. Por otro lado hay una constitución jurídica o institucional. Además hay una constitución ideológica.

No hay nada público si no hay pueblo. «En último lugar, el pueblo significa el cuerpo político en su conjunto, en tanto forma una unidad que comporta la relación entre mando y obediencia y las demás instituciones indispensables para la vida política común» (pág. 454). El pueblo sólo es pueblo si constituye una totalidad ordenada sometida a una sola voluntad. Sólo hay pueblo si hay soberano. El pueblo, como dice Carl Schmitt, sólo tiene existencia política. No puede haber un pueblo privado o sin soberano. Sin poder político, el pueblo no es, sino multitud caótica y amorfa.

4. Amigo y enemigo

Aquí Julien Freund retoma la distinción formulada por Carl Schmitt como esencia de lo político. El primer teórico del realismo político en España, Baltasar Álamos de Barrientos fue el primero que formuló la distinción entre amigo/enemigo luego retomada en el siglo XX por Carl Schmitt. Álamos resume en cuatro distinciones la esencia de lo político: 1ª Distinción de los territorios o provincias según sus cualidades caracteriológicas. 2ª Las distinciones caracteriológicas y morales entre los individuos. 3ª Las relaciones familiares y de parentesco. 4ª La distinción entre amigo y enemigo. «La quarta es de los estados y profession dellos; de amigos; de enemigos; de confederados; de Príncipes de Privados; de Consegeros; de criados; de Cortessanos; de vassallos; de leales; de rebeldes; y de otros tales: que po= r lo que conviene a su estado, y les pide la conservación del, ayuden, a lo que se desea y pretende, o desayudan. Y en este número entran las Repúblicas, buenas para todo lo que fueren conservación suya y de sus semejantes; como lo son los Reyes para los de su estado. Porque la otra suerte y diferencia de afectos, que resulta de la fuerza de las ocasiones, y convenencia dellas; aunque parece que muda los hombres y haze que olviden, y pierdan las inclinaciones naturales que digo, no es assi la verdad y en el efeto; sino que las encubre, y asombran por la necessidad; y por esto no se pueden fiar del todo, ni seguramente dellos; por el rezelo de que bolveran a su natural, y se descubrirán en passando la fuerza de la ocasión presente, con más daño y peligro de los que no supieren esto y se fiaren dellos».{5} El hombre, mientras piense y viva políticamente, tendrá que tener en cuenta al enemigo y su existencia real y efectiva. «Una cosa es cierta: el ser humano que, en las condiciones históricas que conocemos desde siempre, piensa políticamente, no puede comportarse como si el enemigo no existiera; en la medida en que las teorías humanitarias son también teorías políticas, siempre tienen un enemigo (de clase u otro) que se proponen vencer antes de instaurar el nuevo orden prometido, ya que lo presentan inevitablemente como el obstáculo principal para el advenimiento del nuevo estado que preconizan» (pág. 557). En el fondo, la violencia y el miedo están en el corazón de la política como dice Julien Freund. Siguiendo a su maestro Carl Schmitt, aclara que el enemigo no es un ser éticamente malo. «Por consiguiente, el enemigo político no es forzosamente un ser éticamente malo, como tampoco se le puede confundir con el competidor económico. El enemigo, «es el otro, es el extranjero, y basta a su esencia el que sea existencialmente, en un sentido particularmente intenso, algo distinto y extraño para que, en caso extremo, las relaciones que se tengan con él se transformen en conflictos que no pueden resolverse ni por una normalización general preventiva, ni por el arbitraje de un tercero «desinteresado» e «imparcial» (pág. 559). Por eso la guerra es la conclusión lógica de las relaciones internacionales. La guerra define a la sociedad política. No hay política sin guerra y no hay guerra sin política.

«En la finalidad de lo político, la amistad parece, pues, tener la prioridad; de manera que la noción de enemistad recibe su pleno significado porque constituye el obstáculo para la realidad deseada del fin de lo político» (pág. 564).

La amistad, como dijo Aristóteles es una virtud política. Es bueno que haya concordia en la sociedad política para que la eutaxia política tenga lugar. «Entendida de esta manera, la amistad es el cemento de la unidad política de una colectividad considerada desde el interior, es decir, desde el punto de vista del comercio recíproco entre los miembros» (pág. 572).

Otra forma de amistad es la paz. Esta palabra es muy importante para el pensamiento progresista de nuestros días, que en su fase superior se convierte en pensamiento Alicia. Y sin embargo, la paz es algo trivial, lo que pensaban los antiguos: el intervalo o tregua entre dos guerras. «Como concepto político, la paz no designa un estado definitivo de la humanidad, sino que consiste en el intervalo más o menos largo que separa los combates con empleo de medios violentos» (pág. 578).

Otra forma de amistad es la alianza entre unidades políticas. Esta es la base de las relaciones internacionales, puesto que «las relaciones internacionales se basan más en intercambios amistosos o pseudo-amistosos que en bases propiamente jurídicas» (pág. 583). No hay derecho internacional considerado como derecho efectivo. No hay un sistema jurídico internacional. Los Estados se hallan en estado de naturaleza. Por cierto, que por esta razón precisamente, no hay alianzas perpetuas ni paz perpetua.

Además del análisis de la amistad política, es menester realizar el análisis de la enemistad política. La amistad política entre unidades estatales o políticas autónomas e independientes es inseparable de la enemistad política, de la enemistad actual o virtual. Tiene que haber siempre un enemigo político. La enemistad es inherente a lo político. Si no hubiera enemistad, la política se desvanecería. Además lo político es siempre particularista. Por eso las instituciones y teorías con vocación universalista están en contra de la política o de lo político. «Así que, en la medida en que el clero y los intelectuales pretenden ser servidores de lo universal, no pueden sino ser hostiles a la política o bien manifestar hacia ella irritación o desdén» (pág. 602).

Si el enemigo nos odia, nos elige, entonces ya hay por eso enemistad. «Nadie es lo bastante crédulo para imaginar que un país no tendrá enemigos porque no quiera tenerlos. Esto no depende de él. Tampoco es ocioso indicar que lo que ocurre con la negación del enemigo es lo mismo que ocurre con la negación de la política (como el candidato a un puesto político, que declara que no se ocupará nunca de política): a menudo es una excelente astucia y hasta un arma eficaz en la lucha política. ¿Qué puede hacer un país con pretensión pacifista, que se convierte a pesar suyo en el enemigo de otra unidad política, sino tomar las medidas indispensables para proteger su seguridad, concertar alianzas y armarse, o bien arreglarse para capitular en las mejores condiciones?» (págs. 608-609). Esto puede servir para criticar al pacifismo del pensamiento Alicia y sobre todo al pacifismo de Zapatero y de su alianza de civilizaciones. La enemistad política está ligada esencialmente a la existencia de Estados. Los que niegan estos planteamientos realistas confirman la verdad de las afirmaciones de Carl Schmitt y de Julien Freund. Los enemigos de la guerra están en guerra con sus adversarios y enemigos que no comparten sus puntos de vista. «Así como el pacifista descubre inmediatamente el enemigo en el que no admite su concepto de la paz, también las ideologías de la sociedad sin enemigo (por ejemplo, el marxismo) maldicen la guerra, pero preconizan la revolución y exigen que los hombres se maten entre sí para, de este modo, situar a la guerra fuera de la ley» (pág. 620). No se puede eliminar al enemigo político. «Lo que sí discutimos, por el contrario, es la posibilidad de eliminar efectivamente el enemigo de la política» (pág. 626). En cuanto se intenta negar al enemigo, éste queda convertido en un culpable.

La guerra tiene como finalidad la ruina de la potencia del enemigo: «Desde el punto de vista político, el fin de la guerra no es la desaparición colectiva por el exterminio físico del enemigo, sino la ruina de su potencia» (pág. 627). Si la guerra es política y se reconoce al enemigo como iustus hostis, entonces las cosas quedan así. Pero si no se le reconoce legitimidad al enemigo, entonces la guerra es una guerra de exterminio. «hay que reconocer que el espíritu político, mientras esté basado en el reconocimiento del enemigo, no admite los exterminios masivos y arbitrarios que ordena un vencedor después de la victoria. Los miembros de la colectividad enemiga siguen siendo hombres y no son, desde el punto de vista estrictamente político, objeto de un odio personal, como tampoco víctimas designadas para la venganza» (pág. 627). Es que «Políticamente, no existe un enemigo absoluto o total que pueda ser exterminado colectivamente, ya que sería intrínsecamente culpable» (pág. 627). Mientras haya política, el enemigo sigue siendo humano. Desde un eticismo pensamiento Alicia o progresismo extremo, el enemigo queda demonizado, considerado como una abominación y desde el progresismo el enemigo debe ser exterminado porque no se le reconoce al enemigo. Entonces en esta situación el enemigo es total y absoluto. El enemigo es indigno de vivir, es algo perverso, es un subhombre. No se le reconoce ni legitimidad ética ni jurídica ni política.

Lo político estima como elemento discriminador y decisor la potencia, la fuerza. «Desde este punto de vista, el juicio de la fuerza es más limpio, más justo y más humano que cualquier otro criterio de justificación. Existe a veces algo de barbarie y algo de odiosamente sucio en la ética» (pág. 628).

Así, cuando no se reconoce al enemigo aparece el terrorismo y aparecen las guerras de exterminio. Se busca suprimir al enemigo político. Desde la Revolución Francesa, la ideología revolucionaria es la ideología terrorista y humanitaria y progresista. El enemigo es culpable y debe ser eliminado. «Nosotros, hombres modernos, debemos a la difusión de esta ideología revolucionaria, contradictoriamente humanitarista y terrorista, el no entender claramente la esencia de lo político» (pág. 629).

La ideología del Estado de derecho pretende elevar la existencia social y política a existencia jurídica reductible a categorías jurídicas. En una sociedad política así no hay enemigos ni amigos, sino culpables y jueces. «una sociedad sin enemigo, que quisiera hacer reinar la paz por la justicia, es decir, por el derecho y la moral, se transformaría en un reino de jueces y culpables» (pág. 637).

Es un error el considerar al enemigo solamente desde una perspectiva militar. «Primeramente, hay que evitar una equivocación, la de ver al enemigo tan sólo bajo su aspecto militar» (pág. 638). Antes que ser un concepto jurídico y militar, «el enemigo pertenece a la esencia misma de lo político» (pág. 639). Por ello, es el Soberano, el político el que debe designar al enemigo.

De la enemistad política nace la guerra. Ya lo decía Carl Schmitt, que la guerra nace de la enemistad, por ser la enemistad la negación óntica de otro ser. La guerra es una enemistad extremada. No hay enemigo porque haya guerra como afirman erróneamente los pacifistas, sino que hay guerra porque hay enemistad.

Toda sociedad política debe eliminar la enemistad interna y debe prestar atención ante los enemigos exteriores. Esto es lo que realiza el Estado moderno. «La unidad política de una colectividad tiene, en efecto, como base la supresión de los enemigos interiores y la oposición atenta hacia los enemigos exteriores» (pág. 642). El enemigo interno es tan peligroso para la sociedad política como el enemigo externo. «El enemigo interno puede amenazar la existencia política de una colectividad del mismo modo que el enemigo exterior» (pág. 643). Ya se ve entonces con toda claridad que el par de conceptos correlativos y opuestos de amigo/enemigo es inherente a la política, ya se trate de política exterior o de política interior.

Debido a que la distinción entre enemigo y amigo es esencial a lo político, la violencia y el miedo están presentes siempre en lo político. Son inseparables de lo político. Además, «la noción de paz, asimismo, sólo tiene sentido por referencia con el enemigo; la paz universal tendría que suprimir totalmente cualquier enemistad, para que el empleo de la violencia perdiese también todo significado» (pág. 645). Entonces, la violencia como dijo Camus, es, a la vez inevitable e injustificable.

La violencia es la hostilidad llevada al extremo. El miedo en cambio es algo de naturaleza psicológica. El miedo está presente en la política. Hay una relación entre enemistad política y miedo. «La relación del miedo y de la enemistad no es exclusiva de lo político, pero es esencial. Otras causas, también en la esfera de lo político, pueden provocar el miedo: se hace más intenso según la política intensifica la enemistad. Cuando el poder se vuele despótico y trata a ciertas categorías de ciudadanos como enemigos, la obediencia se transforma en miedo» (pág. 673). Ya Hobbes había afirmado que el miedo se hallaba en el origen de la sociedad política. Algo de razón tenía este realista político.

«La relación dialéctica propia de la pareja amigo-enemigo es la lucha. Esta noción no hay que entenderla en el sentido limitado de un antagonismo entre dos grupos históricamente determinados» (pág. 679). Por esto, afirma Julien Freund después que «creemos poder decir que la política es de naturaleza conflictiva por el hecho mismo de que no hay política sin un enemigo» (pág. 681).

Por eso, la guerra es inevitable. Se puede evitar una guerra, como dijo Donoso Cortés, pero no la guerra. Los pacifistas que se manifiestan seriamente afectados por el SPF pidiendo el NO a la guerra son necios. Hay que regular la guerra para dulcificar sus efectos. «En efecto, el verdadero problema consiste tal vez menos en suprimir toda guerra que en procurar reglamentarla al determinar quién debe sostenerla: ¿los combatientes, o de igual modo los no combatientes?» (pág. 683). En esto de la guerra, Julien Freund sigue fielmente la doctrina polemológica de Carl von Clausewitz. El combate es un tipo de lucha reglado. La guerra puede reducirse a ser una guerra convencional, conservando el carácter de combate, pero puede producirse lo que Clausewitz con toda lucidez había previsto, a saber, la ascensión a los extremos: «un conflicto conserva el carácter del combate sólo con la condición de no durar demasiado, ya que de otro modo interviene la ascensión hacia los extremos, descrita por Clausewitz» (pág. 684). Mientras que el combate sigue reglas, la lucha, en cambio, no conoce reglas impuestas desde fuera a la lucha. Con la lucha, todo es posible. «Todo es posible, todo está permitido. A veces se vuelve furiosa y desconoce el perdón; otras, insidiosa, hipócrita y desleal. Así, que llamaremos lucha al conjunto de recíprocos esfuerzos que emprenden adversarios o enemigos para hacer triunfar sus intereses, opiniones y voluntades respectivas, procurando dominar o vencer al otro mediante la destrucción o la debilitación de su potencia. Puede adoptar las formas regulares o convencionales del combate, o bien constituir un enfrentamiento que lleva la violencia hasta lo extremo, sin consideración a los medios empleados ni a las personas en litigio, en el desencadenamiento de la potencia más alocada» (pág. 685). La política es lucha. La guerra es, como dijo Clausewitz, un acto político. La política puede ser un combate, pero puede ser también lucha. «La lucha constituye en política un fenómeno permanente por varias razones. La más perentoria se funda en el hecho de que la enemistad es en ella insuperable. Esto significa que la lucha constituye la dialéctica entre el amigo y el enemigo» (pág. 688). La política a fin de cuentas es relaciones de poder, de fuerza. «La política es inevitablemente una lucha, por el hecho de que los hombres buscan constantemente modificar la relación de fuerzas, a veces por decisión discrecional de un gobierno, más a menudo bajo la presión de las necesidades, teniendo en cuenta la evolución de las civilizaciones, los progresos técnicos, militares o económicos» (pág. 691).

De ahí la crítica de Julien Freund a los marxistas y a otros revolucionarios que mezclan lucha de clases, revolución y pacifismo. Tales sujetos incurren en flagrante contradicción. «No se puede ser revolucionario y al mismo tiempo hostil a la lucha, a la guerra. No hay un socialismo, un anarquismo, un capitalismo que puedan vanagloriarse de haber dominado definitivamente los conflictos» (pág. 692). Los marxistas se vanaglorian de ser pacifistas. Sin embargo, preconizan la guerra. El marxismo es una filosofía de la violencia. Es una filosofía de la guerra civil entre clases y del pacifismo internacional siempre que ello beneficie al Partido Comunista. No hay paz perpetua, porque «Quiérase o no, el reinado de la paz es una preparación para la guerra» (pág. 693). Finalmente es verdadero el aserto clásico de la Antigüeda= d, «si vis pacem, para bellum». Para mantener la paz hay que ser fuerte. La debilidad fomenta la violencia, la guerra. «La impotencia nunca inspira confianza: es inseguridad» (pág. 693).

Las guerras se hacen para conseguir la paz. Toda paz es la paz producida por una victoria. La guerra «aspira, es cierto, a la victoria, pero también a la seguridad y la paz: toda guerra prepara la paz y tiende necesariamente a ella» (pág. 699). La paz y la guerra son las dos caras de la política y de la lucha, inherente a lo político.

En las consideraciones acerca de la guerra y de la paz, Freund sigue muy de cerca la doctrina de Carl von Clausewitz.

Efectivamente, la guerra, como dijo Clausewitz, es un acto de violencia destinado a obligar al adversario a ejecutar nuestra voluntad. La política es la dominación del hombre por el hombre y la guerra también. La guerra es un acto político. Además, la guerra no se modera con el progreso. Sigue siendo lo mismo siempre a lo largo de la historia, al igual que ocurre con lo político. La guerra es un elemento de la política. Esto no significa que se exalte y se glorifique la guerra. «De hecho, hay que estar loco para desear la guerra por sí misma; es, en general, una calamidad, y con el reciente desarrollo de los medios termonucleares, amena= za con transformarse en una catástrofe para la especie humana» (pág. 753).

Mientras haya enemistad, política, habrá inevitablemente guerra. «La verdadera razón de la perpetuidad de las guerras en la humanidad proviene de la esencia de lo político. Desde el momento en que sólo hay política donde existen enemigos y cuando el riesgo de enemistad no puede ser suprimido, es posible que la humanidad histórica continúe con las guerras» (pág. 771). Por lo demás, «la distinción entre guerra justa y guerra injusta no tiene políticamente ninguna base seria» (pág. 777).

La guerra y la política exigen el reconocimiento del enemigo. De lo contrario, las guerras degeneran en guerras de exterminio porque queda legitimado tratar al enemigo como un culpable, como un criminal, como un monstruo.

La paz es un aspecto de la lucha. Al igual que la guerra, es la continuación de la política por otros medios. La negociación, el acuerdo, la discusión y el diálogo son los instumentos políticos en la paz. No obstante, las virtudes salvíficas del diálogo habermasiano son limitadas: «Sin embargo, no hay que, a la manera de algunas filosofías contemporáneas, atribuir virtudes mágicas al diálogo, como si efectuase necesariamente el paso de la subjetividad a la objetividad, del desacuerdo a la unión. ¡Cuántos diálogos y negociaciones acabaron en una muestra de incomprensión y en la irritación, y finalmente no tuvieron otra salida que el recurso a la violencia» (pág. 787).

La paz perpetua no existe. Tampoco la educación lo es todo como ingenuamente lo afirman los progresistas poseídos del pensamiento Alicia. La educación no puede producir la paz. La educación para la paz o para la convivencia es una estupidez progresista. «Es una ilusión creer que podría establecerse una paz definitiva por el simple conducto de la educación cívica, ya que no es obra de los individuos como tales, sino de las colectividades» (pág. 792). En resumen, Julien Freund define la paz de la siguiente forma: «llamamos paz a la situación política movediza determinada por la existencia de una relación de fuerzas consagrada en principio por uno o varios tratados entre las unidades políticas, pudiendo éstas modificar la relación de fuerzas con nuevos acuerdos y negociaciones destinados a solucionar los conflictos, las reivindicaciones y las luchas que nacen normalmente a medida de la evolución de cada colectividad y de todas en conjunto» (págs. 799-800). La paz entonces es un equilibrio inestable entre enemistades diversas. Así, ocurre pues, que «la relación amigo-enemigo es el presupuesto de la conservación de las unidades políticas» (pág. 800). Mientras exista lo político, habrá guerras y paces. Las guerras continuarán matando o causando bajas propias y enemigas y la paz seguirá siendo una pausa más o menos prolongada, más o menos inestable entre dos guerras y una lucha política no violenta entre amigos y enemigos.

5. Teoría del Estado

Julien Freund tiene una peculiar teoría del Estado en la que sigue particularmente a Max Weber. Según el realismo político de Julien Freund, lo político no equivale al Estado. El Estado es simplemente una manifestación histórica de lo político. El Estado puede desaparecer, pero no así lo político. Así pues, «conviene, pues, no identificar lo político y el Estado, pues éste presupone aquello, es decir, que el Estado es, únicamente una manifestación histórica de la esencia de lo político» (pág. 702). Por lo demás, «el Estado no es primordialmente una realidad esencialmente jurídica» (pág. 702) como había sostenido el positivismo jurídico y particularmente Hans Kelsen.

El Estado tiene las siguientes características: Primero, una rígida distinción entre lo exterior y lo interior. «La primera de estas características consiste en una distinción rigurosa y hasta muy a menudo rígida entre lo exterior y lo interior» (pág. 705).

En segundo lugar, El Estado es una unidad territorial delimitada por fronteras. «En segundo lugar, el Estado se caracteriza, hacia el exterior, como una unidad territorial de fronteras netamente definidas, aunque no definitivas (sean fronteras naurales, sean, más tarde, fronteras nacionales que la conquista debe fijar y que los tratados de paz deben ratificar), con tendencia a constituir la colectividad que vive en 'sociedad cerrada'» (pág. 706).

En tercer lugar, como decía Max Weber, el Estado tiene el legítimo monopolio de la violencia física. El enemigo interior es eliminado. «En tercer lugar, en el interior de su esfera, el Estado se adueña de todo el poder político y se opone a las formas de poder que tienen origen privado, de orden feudal o confesional; el Estado se levantó sobre la ruina del enemigo interior y por oposición al poder indirecto del papa» (pág. 707). A este respecto, «Lo que merece atraer la atención es que, en virtud de su racionalidad y de su soberanía, el Estado no puede admitir otras leyes que las que él mismo hace, que son siempre valederas únicamente en el interior de las fronteras de la unidad política en cuestión» (pág. 715).

El Estado es el resultado de la racionalización política. La racionalización estatal hay que entenderla como orden unificador, esto es, como centralización. La centralización es conceptualmente inherente al Estado. Tampoco las estructuras federales escapan a la centralización. Todos los Estados federales tienden hacia la unidad. Un Estado centralizado, por eso, no debe descentralizarse. Los Estados federales proceden de la unión de varios Estados en confederaciones. Cuando un Estado centralizado se convierte en federal es para favorecer la secesión.

En contra del fundamentalismo democrático, Estado de derecho no significa per se Estado democrático. «No se podría, pues, identificar Rechtsstaat y democracia, si es cierto que la legalidad es condición del carácter racional de todo Estado, sea cual sea el régimen» (pág. 711).

En contra del liberalismo, «la cuestión no es saber si el Estado debe o no intervenir en la economía –está en el orden de las cosas el que así lo haga–, sino en encontrar en cada época las modalidades óptimas de la intervención, que puede ser unas veces directa, otras indirecta» (pág. 714). La ideología liberal del Estado mínimo o gendarme o del principio de subsidiariedad es atacada por Julien Freund. El Estado es necesario para el capitalismo, la propiedad privada y el mercado. «Sería un error creer que el capitalismo o el liberalismo hubieran podido desarrollarse independientemente del Estado» (pág. 714).

Julien Freund advierte que estamos ahora en una suerte de fase postestatal: «Esto significa que asistimos, sin duda, a un lento declive del Estado y que otra especie de unidad política se está gestando. Múltiples indicios parecen confirmar esta previsión» (pág. 716).

Como el Estado, según Max Weber, se atribuye el monopolio legítimo de la violencia física, se atribuye igualmente el monopolio de la justicia. Siendo las cosas así, «El Estado no tolera un enemigo interior: sólo puede haber enemigos exteriores» (pág. 718).

Por lo demás, el Estado es, como dijo Hegel, la libertad concreta. «Si se considera su meta, el Estado es, en el fondo, la condición objetiva y presente de la libertad, es decir, que procura dar a los individuos las posibilidades materiales para cumplir, dentro de determinadas fronteras, una vida lo más digna posible al unísono con la colectividad» (pág. 719).

Notas

{1} Julien Freund, La esencia de lo político, 959 páginas, Traducción de Sofía Nöel, Editora Nacional, Madrid 1968, pág. 19.

{2} Aristóteles, Política, 1253a3. Traducción, Pedro Simón Abril, Editorial, Folio, Barcelona, 2002. έκ τούτων οΰν φανερον ότι τών φύσει ή πόλις έστί, καί ότι ό άνθρωπος φύσει πολιτικόν ζώον, καίό άπολις διά φύσιν καί οΰ διά τύχην ήτοι φαΰλός έστιν, ή κρείττων ή άνθρωπος.

{3} Jerónimo Molina, Julien Freund, lo político y la política, Ediciones sequitur, Madrid 2000, pág. 102.

{4} Jerónimo Molina, op. cit., pág. 110.

{5} Baltasar Álamos de Barrientos. Dedicatoria al Duque de Lerma de los «Aforismos al Tácito español», 1614. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987. Tomo I. pág. 20. La naturaleza humana es inmutable, al igual que la esencia de lo político para Julien Freund. En eso consiste el realismo político.

 

El Catoblepas
© 2007 nodulo.org