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El Catoblepas, número 69, noviembre 2007
  El Catoblepasnúmero 69 • noviembre 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

La física cinemática

José Ramón San Miguel Hevia

Con los grandes y peligrosos descubrimientos de Galileo y la construcción de la ciencia por Descartes a partir de un principio del todo indudable

Galileo Galilei (1564-1642)Renato Descartes (1596-1650)

1. Galileo

Después que Ticho Brahe y Kepler hacen que la nueva ciencia física dé sus primeros pasos y después que Francis Bacon consigue situar al nuevo saber dentro de su propio marco histórico, sólo falta que alguien sea capaz de establecer su método y su objeto. Ese hombre, un italiano nacido en Pisa en 1564, recibe una primera educación centrada en los conocimientos del latín, el griego y la lógica clásica. Más tarde Galileo criticará esta enseñanza, basada en el respeto a la autoridad de los escolásticos y de los antiguos, sustituyéndola por una forma de pensar totalmente distinta.

No se trata de censurar la sabiduría de los antiguos desde sus mismos libros, pues eso es tanto como situarse en su punto de vista y no poder ver más allá de su horizonte. Galileo, ya en sus años de profesor y de investigador en Pisa y en Padua, hace frente a un nuevo tipo de mundo. No es el mundo de papel de quienes consultan textos y glosas y comentarios en busca de una autoridad segura y definitiva, sino el mundo real que puede conocer de una forma cada vez más perfecta, gracias a nuevos patrones de medida y a revolucionarios instrumentos de observación.

Durante estos años se dedica al estudio del movimiento de los cuerpos, sometiendo a crítica y falsando una serie de supuestos del propio Aristóteles. En ambiente lleno de sosiego, Galileo estudia las leyes de caída libre en vertical o en plano inclinado, la isocronía de las oscilaciones del péndulo, el peso específico de los cuerpos medido gracias a su balanza. Sus conocimientos matemáticos merecen el respeto de sus contemporáneos, que le ofrecen una cátedra, primero en Pisa y muy poco después en Padua. Pero esta existencia tranquila se complica cuando, inspirándose en un anteojo patentado en 1608 por el flamenco Hans Lipperhey, construye un telescopio, para que los venecianos tengan un precioso instrumento militar y él reciba a cambio un contrato vitalicio y un sueldo doble.

Sólo cuatro meses después de la construcción de este aparato, en Enero de 1610, Galileo tiene la ocurrencia de dirigirlo hacia el cielo, pero lo que ve es tan inesperado que inmediatamente lo hace público a través de un escrito tan breve como decisivo para la historia de la física. Lleva un título bien expresivo, Sidereus nuntius: el Mensajero Celeste o la Gaceta Sideral. Las novedades que anuncia son demasiadas y demasiado increíbles para la mentalidad de la época, hasta tal punto que únicamente Kepler las acepta y en cierto modo las completa.

Lo primero que observa Galileo es que la Luna, a pesar de ser un cuerpo celeste no es una esfera perfecta, sino que está llena de montañas y cráteres, mucho más altos y profundos en magnitud absoluta que los mismos de la Tierra. Después descubre una infinidad de estrellas, invisibles a simple vista, rompiendo por primera vez la esfera exterior de los cielos, el primum movile, en que se encerraba el universo, según los astrónomos antiguos y medievales. Por fin puede ver en la cercanía de Júpiter cuatro satélites –los planetas mediceos– que giran rapidísimamente en torno al planeta, siempre en un mismo plano.

Las novedades van a seguir en los años siguientes. El descubrimiento de las manchas solares echa por tierra otro de los mitos de la astronomía clásica el de la absoluta perfección geométrica y luminosidad del sol. Por fin, el 1º de enero de 1611 Galileo comunica a Julián de Médicis que, según los datos que le proporciona el nuevo instrumento, el planeta Venus no traza una órbita equidistante de la Tierra, pues aparece primero perfectamente redonda, aunque bastante pequeña, se convierte luego en la mitad de un círculo de tamaño mayor, y finalmente se reduce a una hoz delgadísima pero de radio siempre creciente. En una palabra, de acuerdo con la experiencia, Venus no gira alrededor de la Tierra, porque ni guarda siempre la misma distancia ni ofrece la misma figura.

Los descubrimientos de Galileo comienzan a inquietar en Roma a los dominicos, que permanecen cerrilmente fieles a la doctrina de Aristóteles y a los mucho más modernos astrónomos jesuitas, que quieren combinar los hallazgos de la nueva astronomía con el sistema de Tycho Brahe, salvando todas las apariencias y dejando a la Tierra en el centro del sistema. Galileo recibe una primera advertencia de Santo Oficio y tiene que interrumpir hasta mejor ocasión la publicación y defensa del heliocentrismo.

Cuando Maffeo Barberini, un humanista, poeta y por añadidura admirador de Galileo, llega a ser papa con el nombre de Urbano VIII, el científico italiano cree llegado el momento de recomenzar su obra interrumpida. En 1632 tiene ya setenta años, pero no ha perdido su juvenil combatividad, hasta el punto de que al publicar los Diálogos sobre los dos grandes sistemas del mundo pasa por alto todas las condiciones que se le han impuesto, y concretamente la de presentar su teoría como una hipótesis o artificio matemático. El Santo Oficio interviene entonces, prohibiendo la venta de la obra y obligando a su autor a retractarse en hábito de penitente de todas las doctrinas de Copérnico.

Desde entonces hasta su muerte en 1642, Galileo se dedica a otros estudios, aparentemente más inofensivos. Fruto de estas investigaciones es su otra gran obra Discursos sobre dos nuevas ciencias, concretamente la teoría de la resistencia de materiales y el estudio del movimiento, tanto de caída libre como de proyectiles. El esquema de los Diálogos y de los Discursos es análogo, pues en ambos casos se trata de un diálogo entre los mismos tres personajes, Salviati, que figura al mismo Galileo, Sagredo, un discípulo de Padua, que por medio de preguntas inteligentes da pié a que el maestro amplíe y precise sus enseñanzas, y un tercero en discordia totalmente ficticio, y bastante mal tratado, Simplicio, que representa la caduca forma de pensar de Aristóteles y sus discípulos.

El objeto formal de la nueva física

A través de toda su vida, Galileo ha renunciado al «mundo de papel» de las antiguas autoridades, pero en su categoría de científico pone también en paréntesis la lectura literal de la Escritura Santa, si contradice la experiencia. En primer lugar la palabra de Dios puede adaptar su sentido a la forma de ver las cosas del hombre común o de una época histórica y por eso es necesario interpretarla o traducirla, pero el movimiento de los cuerpos naturales no tiene sentido, y por eso siguen ciega e inflexiblemente su trayectoria, de forma que sólo queda conocerla por la experiencia y aceptarla. En segundo lugar las verdades de fe están mezcladas con principios geométricos y estos con juicios de valor –como cuando se dice que lo más noble en una circunferencia es el centro y que el hombre debe estar en el lugar más noble– de tal forma que la conclusión no sirve ni para la teología, ni para la ciencia, al ser un híbrido de las dos. Claro está que en aquel momento nadie entiende estas objeciones fundamentales y la propia dureza del proceso da buena cuenta de ello.

Galileo desvía su mirada de todas estas autoridades humanas o divinas ajenas a la ciencia y toma como objeto de su estudio la experiencia, es decir, la observación reiterada, controlable y cada vez más exacta, gracias a los nuevos instrumentos. La experiencia es en este sentido el comienzo y el límite del conocimiento humano, representado de forma eminente por la nueva física. Ahora bien, con esto no esta dicho todo, porque el mundo observable se compone de infinitas cualidades sensibles, color, sonido, extensión, movimiento, y es necesario otorgar a cada uno de ellos el lugar que le corresponde, tanto en la realidad como en el ámbito científico.

Galileo va suprimiendo todas aquéllas cualidades que no están en el objeto, sino en la forma de percibir del sujeto. El dolor, el calor y el frío, el olor y el sabor, no existen fuera de la sensación y son en consecuencia cualidades subjetivas. También lo son, aunque presenten un engañoso carácter de objetividad, los sonidos y los colores, producidos en los órganos de los sentidos del sujeto por una serie de movimientos o de vibraciones de la materia, invisibles y silenciosos. Después de esta enérgica purga de la experiencia parece que las propiedades reales de las cosas se escapan a la mente humana, encerrada irremisiblemente en su propia subjetividad.

Sin embargo, Galileo tiene la suerte de encontrar unas cualidades, muy pocas, que son en la realidad igual que en el pensamiento. El conocimiento de la extensión de un cuerpo, por ejemplo, no es una impresión puramente subjetiva, pues refleja a la cosa tal como ella es. Al revés de lo que sucede con la causa de la sensación de color, que en sí misma es incolora, la propiedad de los cuerpos que produce la otra sensación de extensión es ya de suyo extensa. Se trata pues de una cualidad previa e independiente de la percepción y por lo mismo es posible construir sobre ella un saber objetivo.

Galileo descubre otra cualidad, el movimiento mecánico de los cuerpos, que sucede en la realidad tal como la mente humana lo conoce y que en consecuencia es también cualidad o propiedad objetiva. Hay que decir además que desde los primeros años del siglo XVII la física va a ser cada vez más un estudio de las leyes de este tipo de movimiento desde las que se explicarán los otros datos derivados de la experiencia.

En cuanto al número, ha llevado desde la antigüedad una existencia verdaderamente extravagante. Es verdad que sirve para calcular y medir con toda exactitud el movimiento de los cuerpos celestes de la forma más sencilla, pero no se corresponde con ninguna realidad física, sino que es una ficción matemática, una especie de regla de cálculo, compuesta por deferentes, epiciclos y falsos planetas. Son precisamente primero Copérnico y después y sobre todo el mismo Galileo quienes consiguen dar realidad objetiva a los números y a las construcciones geométricas de Ptolomeo y los astrónomos de su escuela.

Galileo separa en la experiencia las cualidades, que él llama objetivas porque son las únicas que dan la genuina realidad de las cosas. Son la extensión, el movimiento y el número y al parecer ninguna más. Pero su elección es demasiado afortunada para él. Inevitablemente se sospecha que ha conservado por una feliz inconsciencia aquellas propiedades de los cuerpos que mejor le sirven para inaugurar un nuevo método.

Las tres cualidades objetivas tienen efectivamente un valor añadido de incalculable trascendencia científica, porque además de su presunto carácter de realidad son, también en exclusiva, mensurables. El color y el sonido pueden tener mayor o menor intensidad, no digamos el dolor, el calor y el frío, pero en cuanto vivencias inmediatas se escapan del todo a la medición matemática. En cambio sí se pueden medir con toda seguridad y precisión las experiencias relativas a la dimensión espacial y al movimiento mecánico de los cuerpos.

De esta forma Galileo consigue definir el objeto de la nueva ciencia. Va a ser la experiencia, y precisamente la experiencia mensurable, porque sólo a ella se le puede aplicar un patrón numérico o geométrico. Este hallazgo, uno de los más grandes de toda la historia, establece, al parecer definitivamente, el fundamento firme de lo que después se llamará con toda propiedad física matemática

El método de Galileo

Galileo aplica este método a la astronomía en su primer tratado sobre los dos sistemas del mundo, el aristotélico y el copernicano-pitagórico. Ahora no interesan tanto las observaciones con que demuestra la posibilidad y la mayor racionalidad y sencillez del heliocentrismo, sino la violenta revisión a que somete todos los principios de la física para hacerlos compatibles con su doctrina. Efectivamente, mientras no se aclaren las cosas, el movimiento de la Tierra implica necesariamente la desviación en sentido inverso de cualquier cuerpo en caída libre vertical.

Galileo salva la dificultad afirmando que el movimiento circular y uniforme es inercial, y lo mismo que el estado de reposo no puede producir ningún efecto mecánico observable. Todos los cuerpos físicos o biológicos siguen las mismas leyes, lo mismo si se producen en un sistema inmóvil que en un vehículo –y este es el caso de la Tierra– que mantenga una velocidad igual. Esta primera y todavía rudimentaria teoría de la relatividad mecánica defiende la constancia de los fenómenos de la naturaleza, independientemente del estado de reposo o de movimiento uniforme del sistema.

Por supuesto, de esta forma sólo se puede establecer la posibilidad del movimiento del planeta, que no entra en contradicción con ninguna observación del sentido común. En contrapartida Galileo suprime simultáneamente el movimiento rectilíneo uniforme y la acción a distancia en forma de atracción mutua de los cuerpos. La gravedad es una tendencia interna hacia el centro y no una atracción a distancia entre dos cuerpos.

Los discursos introducen en cuatro libros que cubren otras tantas jornadas dos nuevas ciencias. Al tratar de la resistencia de materiales, Salviati explica la cohesión de los sólidos, no por la fuerza que los hace impenetrables sino por la interposición puntual de infinitos vacíos indivisibles entre los átomos, también inextensos, de cada sustancia. El vacío es el aglutinante de las partes más pequeñas y el que al propio tiempo las mantiene en estado de rigidez. Sólo cuando ese vacío desaparece el cuerpo se resuelve en sus indivisibles y pasando al estado líquido, es absolutamente inseparable, pierde la rigidez y deja de ofrecer resistencia.

Galileo, pues, supone que la naturaleza está formada por una materia homogénea, que adopta un estado sólido o líquido según que sea una extensión discontinua interrumpida y articulada por vacíos indivisibles o al contrario un continuo que se resuelve en sus partes mínimas. Lo más interesante de esta filosofía natural es la reducción de todos los fenómenos, incluida la misma resistencia de los cuerpos, a una extensión espacial. A partir de aquí el libro segundo desarrolla experimentos casi siempre imaginarios pero totalmente exactos, y desde ellos deduce las leyes de la resistencia de materiales y la fuerza de cohesión de cilindros sólidos.

La tercera jornada de los discursos está dedicada a otra nueva ciencia física que estudia las leyes de caída libre. Pero Galileo no considera a la gravedad como una fuerza de atracción que se ejerce a distancia, sino como un movimiento natural de un cuerpo hacia el centro geométrico del propio sistema del que forma parte. A la hora de medir ese movimiento sigue el método de Oresmes y considera la velocidad de caída como equivalente a la desaceleración de un móvil al que se ha impreso violentamente un movimiento vertical hacia arriba.

Galileo supone que la caída vertical sigue un movimiento uniformemente acelerado y que lo mismo sucede en el deslizamiento a través de un plano inclinado. A partir de aquí y mediante un doble prodigio –la medición de los sucesivos momentos del tiempo de caída por medio de un reloj de agua, y la construcción de una serie de experimentos imaginarios tomando como base la geometría de Euclides– consigue desarrollar y cerrar este capítulo decisivo de la física en treinta y ocho proposiciones. Todavía en la última jornada estudia la trayectoria de los proyectiles, sustituyendo el círculo de los pitagóricos por una cónica, la parábola, cuyas leyes, al propio tiempo físicas y matemáticas, consiguen componer la velocidad uniformemente acelerada de la caída con el impulso, ímpetu, rectilíneo que recibe el proyectil. En todo caso, Galileo reduce todas las propiedades físicas, incluso la fuerza pasiva o resistencia de los materiales, la gravedad y el impulso a términos mensurables y estrictamente cuantitativos de extensión y movimiento. De acuerdo con el espíritu de la ciencia de la primera mitad del siglo XVII construye una cinemática, pero todavía no una dinámica.

2. Descartes

La figura humana de Descartes adorna todavía más el retablo de extraños y geniales pensadores que llenan Europa en el siglo XVII. Nace en Turenne, en la aldea de la Haye en 1596, hijo de un magistrado perteneciente a la nobleza de toga y consejero del parlamento de Rennes. Ya desde muy joven su padre, de un alto nivel cultural, le envía al que entonces es el colegio de más prestigio de Francia, el de La Fleche, que los jesuitas dirigen en París. Allí permanece desde los ocho a los dieciséis años recibiendo una enseñanza de filosofía completamente tradicional, fiel a Aristóteles y a sus intérpretes medievales cristianos.

Después de estudiar leyes en Poitiers y de pasar unos años de ocio en París viaja desde 1618 por toda Europa para estudiar en «el gran libro del mundo». En esta época la mejor forma de practicar turismo un caballero consiste en tomar parte en una campaña guerrera y eso es justamente lo que hace Descartes, alistándose en el ejército de Guillermo de Nassau. Tan buen resultado le da este nuevo género de estudio que ya en Noviembre de 1619 tiene una iluminación inesperada que le va a permitir más tarde establecer una filosofía y una ciencia radicalmente nuevas. Al propio tiempo conoce a los matemáticos y físicos de toda Europa con los que más tarde se comunicará individualmente a través de su monumental epistolario.

En su estancia en París por los años veinte, Descartes mantiene tenazmente una costumbre que ha adquirido en su época de colegial y que no ha abandonado durante su estancia en el ejército. Toda la mañana está en la cama, desde donde escribe sus cartas a los recientes amigos adquiridos en Europa. Además vive de riguroso incógnito, hasta tal punto que sólo el P. Mersenne, su correo, conoce el domicilio. Esta exagerada defensa de su intimidad le obliga a cambiar de casa tan pronto como alguien conoce su dirección, y lo que es más grave, le impide tener una biblioteca que no podrá llevar consigo. Pero en contrapartida le permite adquirir consciencia de su yo, tan clara y tan distinta que marcará el verdadero punto de partida de su conocimiento, lo que él mismo llama con fórmula felizmente rescatada de Aristóteles, su filosofía primera.

Esta segunda época de su vida, en la que Descartes es alternativamente soldado dilettante, viajero y habitante clandestino de París, dura hasta el año 1628. El filósofo francés es conocido y venerado en todos los ambientes cultos gracias a las cartas que forman más del noventa por ciento de su obra, pero todavía no ha pensado en publicar los pensamientos centrales, que están tomando forma en su espíritu. A través de esa misma correspondencia consigue estar al tanto de la ciencia física naciente y a la cabeza de los numerosos matemáticos aficionados, dispersos por Europa.

En 1629 Descartes se instala en Holanda y allí vive durante veinte años sólo interrumpidos por breves y esporádicos viajes a Francia. Las Provincias Unidas recién independizadas de España son el gran reducto de la libertad de pensamiento y son al mismo tiempo la circunstancia donde el filósofo puede desarrollar plenamente su proyecto de existencia, ser un solitario sin vivir aislado. Durante esta estancia larga y casi vitalicia publica todas sus obras, que repiten un mismo tema y siguen los mismos pasos, variando sólo en su forma, que se adapta a la situación histórica del momento y al carácter de sus destinatarios inmediatos.

Aunque ya a su llegada a Holanda escribe en latín un breve método de pensamiento y sobre todo el esquema central de toda su filosofía, únicamente empieza a publicar entre los diez años que van desde 1637 a 1647. Por lo demás la correspondencia enorme que recibe después de cada una de sus escritos, y que incluye objeciones y problemas sobre los detalles más concretos, permite calibrar su impacto sobre todos los pensadores del tiempo, lo mismo tradicionales que renovadores. Descartes contesta fielmente a cada una de estas objeciones a través de la comunicación epistolar, que combina las ventajas de la palabra y de la escritura, y que tendrá su edad de oro precisamente en el siglo XVII.

La muerte de Descartes es digna de ser cantada por Diógenes Laercio. Acostumbrado a filosofar en solitario, y tenazmente pegado a la cama o a una estufa, recibe una invitación de la reina Cristina de Suecia para que pase a formar parte de su brillante corte de intelectuales. Obligado por la imperiosa estadista a levantarse a las cinco de la madrugada de Estocolmo para enseñar filosofía a todas las damas de la corte, contrae una pulmonía que corta su vida a la edad relativamente temprana de cincuenta y cuatro años, en 1650. De todos modos su pensamiento se ha desarrollado ya íntegramente

Las obras centrales

Cuando Descartes llega a Holanda tiene ya pensada y quizá escrita una brevísima obra, las Reglas para la Dirección del Entendimiento, donde resume magistralmente su método analítico - sintético de pensar. Tiene también in mente su philosophia prima, que escribe al parecer en el mismo año de 1629 en forma de meditaciones, destinadas a sentar los fundamentos totalmente seguros del pensamiento. Con esta doble ayuda empieza a trabajar sobre un proyecto científico que sea capaz de dar razón de todos los descubrimientos de la física contemporánea.

El Tratado sobre el Mundo está terminado en el año 1633, pero cuando ya se va a publicar llegan de Italia las noticias de la condena de Galileo y del heliocentrismo, que en aquel momento es una idea central del nuevo libro. Descartes, siempre celoso de su soledad y sosiego de espíritu, interrumpe su publicación, deja pasar los años críticos y prepara mientras tanto una serie de monografías que a su debido tiempo podrán salvar la censura de Roma. Por otra parte condena al silencio, por lo menos provisionalmente, sus meditaciones filosóficas.

Cuatro años después, en el 1637, Descartes publica tres monografías, extraídas del Tratado, y que versan sobre los te= mas más candentes del momento. Son efectivamente la Dióptrica, que analiza las leyes de refracción de la luz y de modo indirecto toda la teoría de la visión y la construcción de los anteojos, los Meteoros, donde se da cuenta de todos los fenómenos celestes con la suficiente diplomacia para no escandalizar a la autoridad, y finalmente la gran creación del filósofo y matemático, la Geometría analítica. Todos los tratados están escritos en un excelente francés, abandonando el latín de los escolásticos.

Descartes prologa todos esos estudios científicos con una introducción filosófica tan breve como decisiva. Su título francés es Discours de la methode, que traducido de la forma más exacta posible viene a significar marcha o desarrollo del método. Esta introducción, dividida en seis partes, afirma que el punto de partida absolutamente primero del conocimiento de las cosas, el que es capaz de resistir cualquier sombra de duda, es la existencia de un yo que piensa. Sin un sujeto que conozca no puede haber ciencia y tampoco la habrá si ese sujeto primero e indudable no puede tener una idea clara y distinta del mundo físico. Desde ahora y en un giro ciertamente radical, la reflexión filosófica va a retroceder desde las cosas al sujeto pensante y sus ideas.

En el año 1638 Descartes retoma sus primeras meditaciones metafísicas y las elabora y completa, ampliando las ideas fundamentales del Discours. Con una exquisita prudencia las traslada al latín y antes de su eventual publicación somete el manuscrito al juicio de los doctores de la Sorbona para que expongan sus objeciones y le den, si es el caso, su aprobación. Además convierte lo que en principio era una fundamentación de la física en una apologética de signo agustiniano mediante un hábil título, que puede solicitar la atención y la simpatía de los teólogos. Meditationes de prima philosophia in qua Dei existentia et animae inmortalitas demonstratur.

El 11 de Noviembre de 1640 Descartes envía el manuscrito a Mersenne a través de Constantin Huyghens. Su emprendedor agente editorial, luego de reunir una serie de objeciones de los pensadores más eminentes del momento, entre ellos Hobbes, Gassendi, Arnold y los teólogos de París, las envía a Descartes para que elabore las correspondientes contestaciones. Por fin edita el breve tratado con estos valiosos y extensos complementos en el año 41, acompañándola del Privilegio Real, y de la aprobación de los doctores lograda de mala gana y en el último momento. Como la obra tiene un éxito inmediato en Francia y es objeto de prolongada polémica, Descartes la publica en Holanda al año siguiente y finalmente revisa la traducción francesa del Duque de Luynes en 1647, aprovechando la ocasión para precisar y corregir sus propios pensamientos.

No es posible separar las Meditationes del resto de la obra cartesiana. En rigor desempeñan el mismo papel que el Discurso con la diferencia puramente formal de que utilizan el latín escolástico, al estar dirigidas a la sociedad docta de su tiempo. El título propuesto primitivamente por Descartes a Mersenne es simplemente Meditationes de prima philosophia porque «no trato únicamente de Dios y del alma, sino en general de todas las cosas que se pueden conocer filosofando por orden».

Los principios

Los Principios de Filosofía repiten por tercera vez este esquema de pensamiento integrando al propio tiempo la filosofía primera y los últimos desarrollos de la astronomía o de la física terrestre. No es desde luego el libro más genial de Descartes, pero sí el que resume toda su actividad de filósofo y de científico.

Los Principios tienen una vida paralela a las Meditaciones. En un primer momento aparecen en latín en Amsterdam en 1644, divididos en una serie de epígrafes cortos, que a continuación se demuestran en todos sus puntos. Es la forma que adoptan los libros de texto escolásticos a los que Descartes intenta desplazar. Tres años después, 1647, el abate Picot traduce la obra al francés, acompañada de una carta, y probablemente del asesoramiento del mismo autor.

El prólogo dirigido a la princesa Isabel de Bohemia –en este siglo XVII la filosofía es oficio y afición de princesas– establece con una precisión verdaderamente cartesiana el sentido central de todo el tratado, corrigiendo de paso con diplomacia y contundencia a la mayor parte de los intérpretes de su tiempo. Dice en efecto que no conoce una persona que haya comprendido tan perfectamente sus escritos como la princesa, pues otros muchos , incluso entre los más doctos, los encuentran muy oscuros, y en casi todos sucede que cuando entienden fácilmente las verdades pertenecientes a la metafísica no prestan atención a las matemáticas, y a la inversa, quienes cultivan estas últimas no pueden alcanzar los principios de la filosofía primera.

De esta forma la personalidad histórica de Descartes –como la de buena parte de los pensadores del pasado–, está dividida en dos aspectos que al parecer no tienen ninguna comunicación entre sí, el de filósofo puro y el de científico positivo. Afortunadamente el ingenio incomparable de Isabel ha sido capaz de unir fácilmente los primeros principios del conocimiento con las últimas derivaciones de su matemática y su física y por ello mismo ha entendido al pensador francés como él mismo quiere ser entendido.

Todavía Descartes envía a su traductor francés una carta donde presenta el esquema de toda la obra a partir de la idea central que le da orden. Los principios tienen efectivamente dos caracteres complementarios, porque en primer lugar se conocen con evidencia y claridad absoluta y además a partir de ellos se pueden deducir todas las otras cosas. Los principios según esto pertenecen a la filosofía primera en cuanto que son la base indudable de todo conocimiento, pero pertenecen también a las ciencias, que están lógicamente contenidas en ellos. Los dos tipos de conocimiento siguen manteniendo una conexión necesaria, igual que el Discours de la methode y las tres monografías a las que prologa.

Por si todavía quedase duda de este empeño de integrar la filosofía y la ciencia, Descartes se encarga de desvanecerlo en la misma carta al trazar el programa de los Principios. La primera parte contiene el punto de partida del conocimiento, y puede llamarse filosofía primera o también metafísica y para entenderla bien conviene leer previamente las Meditaciones. La segunda parte establece las leyes fundamentales de la física, que se basan exclusivamente en la idea clara y distinta de extensión de acuerdo con los criterios previamente aceptados. La tercera explica los fenómenos celestes, con tan extraordinaria habilidad que introduce la teoría de Copérnico sin que los más arcaicos astrónomos se puedan dar por ofendidos. Finalmente la cuarta y última parte se ocupa de los fenómenos que tienen lugar en la Tierra, de su composición y estructura. Todo lo describe a través de la extensión y el movimiento mecánico, las únicas ideas claras y distintas, rechazando la noción confusa de fuerza, de acción a distancia y de movimiento natural y por supuesto los colores, sonidos y demás cualidades separables de la idea de cuerpo.

El cógito

Lo mismo el Discours de la methode que después las Meditaciones y finalmente los Principios toman el mismo punto de partida, aunque están dirigidos a distintos lectores y escritos en el amplio espacio de casi veinte años. Descartes prescinde de todos los conocimientos adquiridos a través de una larga tradición y toma la decisión de empezar a pensar por sí mismo sin supuestos previos y a partir de cero.

No se trata de ningún capricho, sino de algo absolutamente necesario. En primer lugar la enseñanza escolástica, tal como entonces todavía se profesa y como Descartes la recibe en sus estudios en París no responde a sus inquietudes intelectuales ni parece que pueda resolver los problemas de una época en crisis de crecimiento. Pero además la misma historia de la filosofía es un conjunto de doctrinas contradictorias, yuxtapuestas e iguales en autoridad, muy parecidas al laberinto de edificios trazados en un pueblo por mil arquitectos en épocas distintas, que a primera vista parece fruto del azar más bien que de la inteligencia. En esta situación no hay más camino que hacer tabla rasa de todas las autoridades por muy ilustres que sean y construir sobre el solar con las propias fuerzas los cimientos firmes de una nueva filosofía.

Descartes no pretende demostrar la falsedad de todas esas opiniones porque es imposible que un sólo individuo de inteligencia común se oponga a los ingenios más ilustres, y porque además, y esto es más importante, esa demostración supone estar en posesión de un criterio de verdad y en último término de una nueva filosofía todavía no contrastada. Lo que sí puede hacer en cambio es poner en entredicho y considerar como falso todo aquello que admita una duda, aunque sea mínima hasta llegar a proposiciones absolutamente ciertas. Esta duda es el mejor método para ir despejando el horizonte intelectual y dejar un espacio libre de estorbos a la hora de construir un sistema basado sobre verdaderos principios.

Pero cuando Descartes recibe su gran iluminación en Neuburg no es sólo el filósofo de la duda radical, sino también y simultáneamente el científico que tiene ya en la mente unas pocas ideas claras y distintas sobre lo que son los cuerpos. La duda metódica, según esto, traslada el centro de la filosofía desde las cosas al conocimiento, permite prescindir del criterio de autoridad y empezar a pensar desde cero, y finalmente elimina todas las impresiones confusas que llegan del mundo, y lo hace plenamente inteligible.

Descartes va a ser implacable en su duda, rechazando sucesivamente todo cuanto no le ofrezca una certeza definitiva. Por supuesto que pone en entredicho las opiniones de los científicos y filósofos anteriores a él, pero esto va a ser sólo el comienzo. Porque tampoco tiene certeza absoluta de que el mundo sensible exista, antes bien puede fingir, aunque sea en broma, que los cuerpos no tienen mayor realidad que los pensamientos de un sueño o una alucinación. Puede dudar también de la existencia de Dios, de los enunciados matemáticos, donde con frecuencia se equivocan hombres de ingenio superior al suyo y hasta de su propio cuerpo y su situación en el mundo.

Descartes no niega que todo esto es verdadero y que tiene un altísimo grado de evidencia. Pero de todas formas ninguna de esas realidades y ninguno de los enunciados relativos a ellas se presenta como absolutamente indudable, y en consecuencia no puede tener la pretensión de ser el principio primero y radical de la filosofía. Porque –y esto es lo decisivo– al trasladarse la reflexión filosófica desde las cosas al propio conocimiento sucede que la categoría de sustancia o realidad independiente y hasta la de primera causa tiene que ser sustituida por una evidencia que de ningún modo puede caer bajo la duda ni admitir ningún supuesto, es decir, una evidencia absoluta independiente y primera.

Así pues, Descartes supone para tener sus ideas en un orden que va desde lo más cierto a lo que ofrece un menor grado de evidencia, que cuanto pretende conocer puede ponerse en entredicho o considerarse falso, y en principio no pone límites a su duda. Lo único que le diferencia de los escépticos es su actitud, que lejos de ser indiferente a la verdad o falsedad de las cosas, busca un conocimiento lo más perfecto y pleno posible. Quizá tenga que resignarse con el conocimiento de su propia ignorancia y afirmar que nada cuanto hay bajo las estrellas puede ser absolutamente cierto.

Pero cuando se esfuerza de esta manera en dudar de todo, se da cuenta de que de una cosa no puede dudar y es de que efectivamente duda y piensa, y si piensa necesariamente existe. Cuando quiere forzar esta situación, suponiendo que un genio maligno se dedica a engañarle, entonces todavía se convence más de que piensa y existe, pues sólo quien tiene esta doble condición puede ser engañado. «Y dándome cuenta de que esta verdad 'yo pienso y existo' es tan firme y segura que ni las más extravagantes suposiciones de los escépticos la pueden conmover, juzgué que podía considerarla sin miedo como el primer principio de la filosofía que buscaba.»

Descartes se da cuenta en sus meditaciones solitarias de que el punto de partida de todo conocimiento es la existencia del sujeto pensante, algo tan evidente que hasta él había sido inadvertido o despreciado por todos los filósofos anteriores. El yo se convierte de esta forma en el polo subjetivo del método y el centro de gravedad en que desde ahora se va a apoyar la filosofía, que retrocede bruscamente desde las cosas reales –todas ellas dudosas– hasta las vivencias del sujeto.

A continuación el filósofo francés da otro paso y se pregunta cuál será la esencia de esta primera realidad cierta. Otra vez utiliza la duda para suprimir una tras otra todas las propiedades de cuya existencia es posible prescindir, sin que su propio yo quede afectado por esta anulación. Puede fingir que no tiene un cuerpo extenso con determinada figura espacial, y que no ocupa ningún lugar en el mundo, puede fingir también –pues hay un genio maligno que le engaña– que no se alimenta ni usa los órganos de sus sentidos. En cambio no puede imaginar por más que quiera un yo que no piense, y es esto de tal modo cierto e indudable que bien puede considerar al pensamiento como la esencia del yo o a la inversa definir al yo como una cosa que piensa.

Descartes da un tercer y decisivo paso. Una vez que tiene en la mano dos verdades indudables, la existencia del propio yo y su carácter de cosa pensante, quiere saber qué tienen esas verdades para merecer el título de principios ciertos de la filosofía. Si descubre de esta forma el criterio de verdad en este caso concreto podrá después aplicarlo en el futuro, determinando todas las proposiciones que sean verdaderas y desarrollando con seguridad todas las ciencias. Ahora bien, la proposición «pienso y existo» le parece verdadera sólo porque ve con claridad que para pensar hace falta existir . Convirtiendo este criterio en regla general decide que todas aquéllas ideas que perciba con claridad y distinción han de ser irremisiblemente verdaderas, siempre que sea prudente y hasta implacable a la hora de exigir esas dos condiciones.

De esta forma Descartes sin abandonar el terreno de lo absolutamente indudable consigue descubrir un punto de partida del conocimiento, una definición del yo en cuanto cosa pensante y un criterio de certeza según que el pensamiento tenga ideas claras y distintas. El análisis del sujeto y del peculiar y contradictorio carácter del sujeto que al mismo tiempo duda de todo y todo quiere conocerlo va a permitir un nuevo avance.

El yo tiene, una extraña y paradójica forma de pensar, porque antes de conocer ninguna cosa con certeza, tiene que pasar necesariamente por una duda radical. Ahora bien dudar al modo cartesiano implica simultáneamente una imperfección, es decir, una ignorancia absoluta y completa, y una tendencia natural e indefinida del pensamiento hacia la plenitud del conocimiento en intensidad y extensión. La idea de perfección según esto, está en el yo, con la misma claridad y distinción que la duda misma, es más, esa idea es el resorte que permite y exige al pensamiento ponerlo todo en cuestión para alcanzar un grado insuperable de certeza.

Por otra parte este carácter contradictorio de la duda descubre el modo de ser propio de la vida humana, pues cuando Descartes reflexiona sobre sí mismo se da cuenta de que es un ser imperfecto e incompleto que al mismo tiempo tiende indefinidamente hacia algo mejor y más grande. Según esto, el yo pensante es un ser infinito en potencia, que recibe junto con su existencia limitada la idea de infinitud o perfección actual, que perpetuamente le sirve como horizonte.

Sólo falta saber de dónde ha recibido el yo pensante esa idea de perfección, que hace posible la duda inicial, y desde ella el proceso constante hacia la verdad. La alternativa que plantea Descartes es grave, porque si supone que el yo es la causa de su propio ser desde la nada, entonces se habrá dado, junto con ese ser, no sólo las perfecciones que tiene actualmente, sino también las que le faltan, y será omnipotente, lleno de sabiduría, infinito y perfecto todo lo cual excluye la duda. Si en cambio supone que ha recibido la existencia de los padres o cualquier otra naturaleza inferior queda sin explicar el origen de esa idea de perfección que sirve de resorte y da sentido a la duda.

Sólo queda una solución, que ese yo al que también llama Descartes alma o pensamiento, haya recibido el ser y junto con él la idea de perfección, de una realidad actualmente infinita y perfecta, es decir, de Dios. En este caso la marcha indefinida del entendimiento hacia la verdad es como una imagen y semejanza potencial de lo que en Dios es una sabiduría y una certeza insuperables y actuales. Y al mismo tiempo la existencia de Dios asegura el carácter de la duda en cuanto que es una perpetua tensión hacia la verdad.

Descartes –a pesar de las apariencias– no está construyendo una metafísica en el sentido clásico de la palabra y mucho menos una apologética. Está tratando de filosofar de acuerdo con un orden riguroso, estableciendo primero que nada los principios indudables del conocimiento. El título de Meditaciones de Filosofía Primera, el mucho más breve de Principios o incluso el Desarrollo del método dan sentido a esta primera parte de su obra. El punto de partida de su pensamiento es el descubrimiento de la existencia del yo, de su carácter de cosa pensante y del criterio de verdad si las ideas son claras y distintas.

En cuanto a Dios, representa en la filosofía cartesiana una función doble y complementaria. Por una parte, en la medida en que la existencia del yo es una perpetua tensión hacia la perfección de la certeza, es el resorte que empuja a salir de la duda. Por otra parte, una vez que el pensamiento ha adquirido una idea clara y distinta de la realidad, es además la garantía de la verdad. Todavía se podrían integrar los dos aspectos en uno solo, pues sería totalmente contradictorio que la misma idea que impulsa a salir de la duda para encontrar la verdad, fuese simultáneamente la causa del engaño. En todo caso la idea de Dios queda totalmente integrada en la nueva forma de pensar, porque no es primero y principalmente la causa del mundo, el ser supremo o motor inmóvil de la naturaleza sino un eslabón en la cadena del método de conocimiento.

El mundo

Descartes da un último paso, y organiza la nueva ciencia a partir del descubrimiento del sujeto pensante y de sus ideas, aplicando el primitivo criterio de certeza a los cuerpos físicos. Sigue el mismo método que ya ha utilizado para saber cuál es la esencia del yo, es decir, suprime todas aquellas propiedades cuya existencia puede poner en duda o negar, sin que esta negación anule o afecte en absoluto la realidad del sujeto. Como usando este procedimiento ha encontrado una propiedad inseparable del yo, es decir, el pensamiento, eso quiere decir que toda la esencia del yo consiste en pensar. Sólo le falta trasladar a los cuerpos este método, para ver si en ellos hay alguna propiedad que sea también inseparable.

En realidad Descartes aplica constantemente la duda metódica, lo mismo para establecer el principio de su filosofía, definir la esencia del sujeto o analizar las paradojas y contradicciones del pensamiento. Las ideas claras y distintas son las que en cada caso son capaces de resistir esa duda, imponiendo su evidencia y su verdad. Todo esto quiere decir que a la hora de definir la esencia de los cuerpos el filósofo va a ser tan implacable que sólo admitirá una sola idea distinta y una sola propiedad inseparable.

Descartes advierte que prescinde de los colores, olores, sabores o sonidos, sin que por ello los cuerpos queden anulados o su existencia disminuida. Duda o simplemente niega las ideas sumamente confusas de fuerza, de dureza o resistencia, de peso, de atracción y repulsión y en general de cualquier acción a distancia, pues todas ellas son mentalmente separables de las cosas del mundo físico. Deduce que ninguna de estas cualidades se corresponde con lo que las cosas son, ni por lo que se refiere a su existencia, porque puede dudar de todas ellas antes que de los cuerpos, ni por lo que se refiere a su esencia, porque a la inversa puede pensar los cuerpos separados de estas determinaciones, al parecer puramente accidentales.

Esta enérgica y universal eliminación de ideas no esenciales permite construir una física a partir de cero. Sólo le queda a Descartes la tarea de sentar unos cimientos verdaderamente firmes. De la misma forma que ha definido al yo como una cosa pensante después de eliminar cuanto en él ofrece alguna duda, igual ahora, sobre un solar totalmente libre de estorbos, busca una propiedad de las cosas totalmente segura, si es que después de su furiosa limpieza queda en el mundo físico alguna certeza.

Descartes, que puede separar mentalmente los cuerpos de cualquier otra determinación no consigue, por más que quiera, representárselos privados de extensión. Esto le demuestra que la extensión en tres dimensiones, altura, anchura y profundidad, es la esencia misma de los cuerpos, o dicho de otra forma que los cuerpos son una cosa extensa, dotada en cada caso concreto de cierta magnitud y figura. El descubrimiento es tanto más afortunado cuanto que gracias a él no sólo consigue tener una idea clara y distinta de las cosas, sino que además las puede encerrar en los tres ejes de sus coordenadas.

Los cuerpos extensos admiten dos estados iniciales, el de movimiento uniforme y el de reposo. Por supuesto se trata de un movimiento mecánico, es decir, una traslación en el espacio, pues todos los otros cambios aparentes sólo son percibidos de forma sumamente confusa y en último término pueden explicarse a partir de esta clarísima y bien distinta idea de cambio local. En cuanto a los movimientos mecánicos derivados de este doble estado inicial, surgen por el choque de dos cuerpos de determinada masa y velocidad, quedando suprimida toda acción a distancia.

Todos los Principios son un esfuerzo para explicar los fenómenos físicos a partir de estas ideas sumamente simples de extensión y de movimiento. Para empezar, la materia del universo es homogénea, y las diferencias de los cuerpos sólidos y líquidos y por consiguiente su mayor o menor resistencia o penetrabilidad son sólo función de la cantidad de movimiento propia de cada uno. De esta forma un cuerpo es fluido cuando las partes que lo componen están sometidas a una agitación intensa y desordenada, y por el contrario es sólido cuando esas mismas partes que se tocan están en reposo.

Descartes, al considerar que la esencia de los cuerpos es la extensión, está obligado a suprimir del universo físico el vacío absoluto, porque la nada no admite ninguna propiedad ni puede por consiguiente ser extensa. En el lenguaje común la palabra vacío quiere únicamente decir que dentro de un lugar no está lo que debería estar, como la leche en el cántaro, pero esto no significa que el aire que sustituye al líquido no sea un cuerpo. Si dentro del vaso no hubiese nada, sus partes se juntarían, porque al no existir entre ellos ningún cuerpo, no puede interponerse tampoco ninguna extensión.

Por la misma razón Descartes rechaza la existencia de los átomos, en el sentido clásico de la palabra, porque estas partes primeras e indivisibles serían forzosamente inextensas y por lo mismo incorporales. Cualquier división de los cuerpos tiene como resultado otras partes dotadas de las mismas propiedades que el todo, y por consiguiente de extensión y divisibilidad indefinida. Gracias a esta doble negación del vacío y los átomos el filósofo francés identifica la realidad física con el continuum matemático, y la puede medir después del feliz descubrimiento de su geometría analítica.

Descartes va a definir también la fuerza en función de las dos ideas claras y distintas de extensión y movimiento mecánico. En primer lugar cuando un cuerpo actúa sobre otro o resiste a su acción ello se debe simplemente a la tendencia de ese cuerpo a permanecer en el mismo estado, bien sea de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme. Porque cuando está en reposo resiste más o menos a todo cuanto puede cambiar ese estado, y cuando está en movimiento tiene potencia activa para desplazar a otro móvil.

Sólo falta determinar en cada caso concreto la medida de esta nueva magnitud física sin abandonar las dos ideas que sirven de principio primero a la ciencia. Eso que Descartes llama fuerza está en proporción directa con la magnitud del cuerpo y también con la velocidad y es además constante en todo el universo. De acuerdo con esto los Principios son el fundamento de la cinemática, que trata únicamente de la cantidad de movimiento, equivalente al producto de la masa por la velocidad. La física dinámica tiene que esperar todavía a la segunda mitad del siglo.

Descartes deriva de estos principios fundamentales siguiendo el más estricto mecanicismo, las leyes que rigen el movimiento de un cuerpo sólido, al chocar con otro de su misma naturaleza o ser arrastrado por un fluido. Después, en el tercer libro de sus Principios aplica esas leyes al movimiento de los astros llevados en círculo por unos violentos torbellinos y a la caída de los cuerpos sobre la superficie de la tierra por un efecto semejante al que determina la forma esférica de una gota de agua suspendida en el aire que la comprime igualmente por todas sus partes. Por ninguna parte aparecen otras ideas que no sean las claras y distintas de extensión y movimiento.

La doctrina física de Descartes, que se impone poderosamente en Europa hasta la aparición de la dinámica de Newton y Leibniz, es a medio plazo un fracaso científico. Sin embargo su decisión de integrar al sujeto pensante en el método tiene una importancia tan decisiva que marca una época nueva en la historia de la filosofía. Los dos aspectos el científico y el filosófico, son a pesar de sus destinos contradictorios, totalmente inseparables y complementarios, y sólo juntándolos en uno se puede entender plenamente al gran pensador francés.

 

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