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El Catoblepas, número 74, abril 2008
  El Catoblepasnúmero 74 • abril 2008 • página 18
Libros

De Yeroen a Inmanuel Kant:
notas sobre ética y etología

Iñigo Ongay

En torno al libro de Frans de Waal Primates y Filósofos.
La evolución de la moral del simio al hombre
, Paidós, Barcelona 2007

A aquellos lectores interesados en los problemas concernientes a la etología contemporánea no les resultará sin duda ajeno el nombre de Frans de Waal (1948). En efecto, este etólogo holandés, actualmente adscrito al Centro de Investigación Primatológica Robert Yerkes de la Universidad de Emory en Atlanta, es el autor de algunas de las obras más representativas en lo atinente al estudio de la «continuidad» conductual y psicológica que vincula al ser humano con sus «primos» chimpancés, gorilas o bonobos. Nos estamos refiriendo a libros tales como La Política de los Chimpancés, fruto de la investigación desempeñada por de Waal en lo referente a la conducta social y «política» (liderazgo, conflictos, alianzas, coaliciones) de la colonia de chimpancés del zoo de Arnhem en Holanda, pero también a Peacemaking among Primates o a Bien Natural, en la que el primatólogo de Hertogenbosch pasa revista, con soberanas dosis de lucidez darwiniana a los orígenes, filogenéticos, del bien y el mal en los humanos y otros animales.

Pues bien, precisamente Primates y Filósofos, obra cuya traducción a la lengua española acaba de presentar la editorial barcelonesa Paidós en 2007, constituye la edición en forma del libro del texto de las «Conferencias Tanner» pronunciadas por el etólogo holandés en la Universidad de Princeton en 2003 a instancias del filósofo australiano Peter Singer. Este libro, representa, por así decir, la reanudación por parte de De Waal del mismo programa «naturalista» que el propio autor de La Política de los Chimpancés habría puesto en marcha en algunas de sus obras anteriores, y muy señaladamente en Bien Natural, puesto que, ciertamente, lo que ahora se pretende no es otra cosa que dar cuenta de la evolución de la «moral» (sobreentiéndase: la ética) del simio al hombre, es decir, ofrecer justamente un tratamiento de la continuidad filogenética que cabe detectar, a la luz de los desarrollos más recientes de la etología y la primatología contemporánea, entre Yeroen –uno de los machos alfa de la colonia de Arnhem– e Inmanuel Kant –uno de los machos alfa de la colonia de Köningsberg– a fin de mejor así desentrañar, las condiciones eto-psicológicas de posibilidad de aquello que, según tantas veces se ha dicho, constituye justamente una de las señas de identidad de nuestra especie frente a otros animales: la ética. Parecería, en este sentido, llegado el momento de hacer la debida justicia a aquella propuesta de E. O. Wilson en su monumental Sociobiología según la cuál la «ciencia» (en singular) habrá de arrancar la ética de las manos de la «filosofía» (también en singular).

Ahora bien, en estas condiciones cabrá sin duda preguntarse si semejante proyecto, por parte de De Waal, tiene siquiera sentido. ¿No estará la ética tan alejada de la etología que resultaría, al límite, absurda por «reduccionista» (reducción descendente de la totalidad de la antropología a la zoología) la pretensión de buscar incluso sus precondiciones evolutivas en la conducta social de los grandes simios? Y ello por notable o incluso efectivamente impresionante que pueda, por otro lado, aparecer nuestra identidad genética con tales «parientes». Si ello fuese así, no quedará sin duda razón alguna para conceder al etólogo el más mínimo derecho a entrometerse en los asuntos que, por su alta naturaleza (diríamos espiritual), están reservadas a la jurisdicción del filósofo, pero entonces, a su vez, ¿cómo hacer justicia a la verdad del «darwinismo» según el cuál –tal, diríamos con Dennet, el alcance de la «peligrosa idea de Darwin» – semejantes «discontinuidades» evolutivas (Dennet dice: «grúas») estarían enérgicamente excluidas del horizonte de la biología? Efectivamente, una vez llevado a término el aislamiento de la «ética» respecto del foco de luz de la zoología etológica, este mismo aislamiento sólo podrá sostenerse haciendo pie en la negación de la animalidad del hombre –ahora bajo la coartada de un supuesto «salto a la reflexión», ahora mediante el expediente del instauramiento de una sorpresiva «evolución cultural» que establece un abismo ontológico respecto a la biología– con lo que, por así decir, el espiritualismo antropocéntrico característico del «humanismo moderno» –por ejemplo cartesiano, &c.– estaría servido, contra Darwin.

Esta es la temática sobre la que Frans de Waal incide en su último libro. Un libro por demás que justamente, tras las consideraciones etológicas del primatólogo holandés en su conferencia, ofrece también la respuesta que una serie de «filósofos» (Philip Kitcher, Peter Singer, Christine M. Korsgaard, Robert Wright) tuvieron a bien exponer en defensa de su disciplina frente a las pretensiones invasivas insinuadas en el texto de De Waal, así como también, la contrarréplica del propio autor de Bien Natural a las objeciones desplegadas por sus interlocutores. Véamos.

* * *

Y es que en particular, la hipótesis nuclear de Frans de Waal en el presente trabajo es que la tradición ético-moral, tal y como esta se abre camino a través muy señaladamente de los contenidos doctrinales propios de teorías como la contractualista (Hobbes, Rawls, &c) aparecería como enteramente desenfocada a la luz del darwinismo puesto que supone tanto como la reintroducción en la agenda filosófica de la «ilusión» de una suerte de atomismo social originario (homo homini lupus) del que, sólo en un momento secundario y por así decir sobrevenido ad extra, brotará (a veces se dice «emergerá», como si con ello se evitase el milagro) la organización social y política merced, justamente, al «acuerdo» alcanzado por los individuos entendidos justamente a la manera de «átomos» libres e iguales. Sin embargo, tal «hipótesis» resulta completamente frívola cuando se la contempla desde el punto de vista de la biología y la etología post-darwiniana puesto que como acierta a señalar De Waal:

«(...) nunca hubo un momento en el que devenimos sociales: descendemos de ancestros altamente sociales –un largo linaje de monos y simios– y siempre hemos vivido en grupo. Nunca ha existido la gente libre e igual. Los humanos empezamos siendo –si es que se puede distinguir un punto de partida– seres interdependientes, unidos y desiguales. Procedemos de un largo linaje de animales jerárquicos para los que la vida en grupo no es una opción, sino una estrategia de supervivencia. Cualquier zoólogo clasificaría nuestra especie como obligatoriamente gregaria.» (pág. 28, cursivas del autor.)

Esta rectificación de los presupuestos atomistas del contractualismo clásico operada desde la base de la etología y la biología de nuestros días había sido ya una tesis presente en otras obras del autor de La Política de los Chimpancés. Sin embargo, en el presente trabajo nuestro primatólogo desborda, por así decir, los límites de este propósito correctivo para tratar de arrostrar una tarea de alcance aun mayor: se trataría, en resumidas cuentas, de rastrear en la cadena filogenética que conduce a la aparición de la especie humana, aquellas capacidades cognitivas y conductuales a las que vale considerar, por decirlo en los términos kantianos, como «condiciones» evolutivas de posibilidad de la ética y de la moral. De hecho, y más en general, De Waal apunta en este trabajo contra lo que él mismo denomina la «teoría de la capa» acerca del origen de la ética y la moral según la cual, y tal y como lo expresa «el alano de Darwin», Tomás Enrique Huxley en un ensayo titulado Evolution and Ethics que vio la luz el año 1894, el hombre, a la manera de un jardinero que muy dificultosamente combatiera las malas hierbas que tienden incesantemente a invadir su jardín, puede enseñorearse de sus propias tendencias evolutivas egoístas, haciendo triunfar las tendencias sociales de signo opuesto: en esta dirección, según los principios desempeñados por Huxley, la «ética» y la «moral» no serían otra cosa que este triunfo, tan difícil e inestablemente cobrado, de las tendencias sociales y filantrópicas sobre el proceloso fondo de la naturaleza humana que resultaría esencialmente egoísta e interesado.

En su obra Totem y Tabú publicada el año 1913, el psicoanalista austriaco Sigmund Freud abundó en tales ideas huxleyanas, señalando que la civilización no es otra cosa que el resultado de la renuncia a los instintos, es decir, del control ejercido sobre las fuerzas incontenibles del «ello» en virtud de un «super-ego» cultural interpuesto frente a las voces más atávicas (los dinamismos) de la Naturaleza humana. También Williams por ejemplo, o incluso el sociobiólogo Ricardo Dawkins –«somos los únicos habitantes de la tierra que pueden rebelarse contra los replicadores egoístas»– habrían, a juicio de De Waal, aportado sus propias contribuciones a la teoría de la capa, dotándola, y esto ya sería bien paradójico dicho sea de paso, de un cierto prurito de «respetabilidad» darwinista.

Ahora bien, la cuestión reside en que si esto es así, como subraya De Waal, no se ve entonces demasiado bien de dónde extrae el hombre la «potencia» necesaria para oponerse, de manera por cierto notablemente espiritualista, a su propia naturaleza (o a sus mismos «genes egoístas» en términos de Dawkins, a los que por demás, y he aquí la paradoja- se los considera como «todopoderosos» en otros contextos), y ello al menos si es verdad que esta misma resulta, característicamente refractaria a todo aditamento de índole ética o moral. Y por lo demás, ¿no estaría Huxley –insistimos: curiosamente el «alano de Darwin»– en este caso poniendo límites muy precisos al poder explicativo de la teoría de la evolución darwiniana precisamente a la hora de dar cuenta de aquello que, sin embargo, habría de hacernos, por hipótesis, constitutivamente humanos? Efectivamente, según el diagnóstico de De Waal –tal es precisamente el momento directamente metafísico de la «teoría» huxleyana de la «capa», un carácter metafísico (en este caso anti-darwinista)– que convertiría semejantes planteamientos en algo imposible de asumir desde el evolucionismo darwiniano. ¿No estarían estas posiciones incurriendo en un dualismo antropológico clamoroso en virtud del cuál en lugar de un «todo integrado», seríamos, «parte naturaleza, parte cultura» (pág. 34)? Y ciertamente –esta es en resumidas cuentas la cuestión– semejante dualismo metafísico no terminaría de compadecerse que digamos del todo bien, con la tradición naturalista inaugurada por el mismo Charles Darwin en obras tales como El Origen del Hombre

Frente a esta teoría dualista de la capa, De Waal se acerca en Primates y Filósofos a una segunda tradición en la que figurarían hitos de la importancia de Eduardo Westermack Roberto Trivers o Guillermo H. Hamilton, amén del Príncipe Kropotkin o el mismo Carlos Darwin. Tales autores habrían reseñado hasta qué punto los «sentimientos morales» propios de nuestra especie, para decirlo con la nomenclatura emotivista usada en su momento por Adam Smith y David Hume, aparecerían en todo caso como entroncados en la misma herencia filogenética del ser humano en la medida en que este no sería justamente otra cosa que un mamífero social. De hecho, la evolución favorecería a aquellas especies –cánidos, primates, &c.– capaces de establecer vínculos cooperativos intra e intergrupales ante el trámite de enfrentarse en la «lucha por la vida», con otros individuos ya fueran del mismo o de diferentes taxones. El propio De Waal advierte no obstante, que esta tesis, en absoluto contradice las ideas usualmente mantenidas en torno al papel del «egoísmo» en la evolución darwiniana, aunque obliga, eso sí, a matizar su alcance toda vez que resultaría imprescindible, distinguir al menos dos modulaciones diferentes del concepto de «egoísmo». En efecto, no es, tal y como lo reseña De Waal, exactamente lo mismo el «egoísmo evolutivo» propio de una planta trepadora que termina por estrangular al árbol sobre el que se arracima en su crecimiento que el «egoísmo intencional» detectable en el comportamiento de aquellos animales capaces ciertamente de establecer, diríamos, «prolépsis operatorias». En sentido propio, desde luego, sólo cabrá advertir «egoísmo» alguno en el segundo caso; ahora bien, lo llamativo es entonces, que como quiera que los «genes» a los que se refiere Dawkins no son otra cosa que macromoléculas, éstos mismos no podrían en ningún caso –tal la conclusión crítica que De Waal comienza a extraer contra el autor de El Relojero Ciego– ser consignados como «egoístas» sino en un sentido metafórico y en todo caso, directamente equívoco.

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Con una solvencia argumental fuera de toda duda, Elliott Sober y David S. Wilson han hecho fortuna en filosofía de la biología al traer a primer término de la discusión en una obra titulada Unto Others, aquella «posibilidad evolutiva» que habiendo sido ya considerada como muy plausible por Carlos Darwin (precisamente frente al «co-descubridor» de la evolución por selección natural; Alfredo Russell Wallace), quedó sin embargo enteramente difuminada –por no decir, más directamente arrumbada– después de los ataques recibidos de la mano de algunos de los pioneros de la Nueva Síntesis Sociobiológica tales como Williams, Juan Maynard Smith, &c., nos referimos a la llamada «selección grupal». Y hablando de «selección grupal», resulta imposible no advertir en este contexto que a la luz de semejante efecto evolutivo, por mucho que este mismo haya sido reducido poco menos que a la condición de una cantidad despreciable – si bien, como lo advierte Williams, «teóricamente» posible bajo determinadas condiciones- por los sociobiólogos, resulta explicable precisamente aquello de lo que, sólo muy difícilmente, puede dar cuenta cabal el «genocentrismo» neo-sintético, a saber: el comportamiento altruista exhibido paradójicamente (una «paradoja» que, claro está, sólo se dibuja como tal «paradoja» desde las posiciones del panseleccionismo al que alude por ejemplo Esteban Jay Gould) por muchos organismos en la lucha por la vida.

Sin embargo, y volviendo ahora al trabajo de De Waal, sin perjuicio de reconocer la debida beligerancia a tal posibilidad, el etólogo holandés prefiere no comprometerse con tales hipótesis concernientes a la pluralidad de «agencias selectivas» dado, entre otras cosas, que la migración intergrupal y el consiguiente flujo genético que esta misma conlleva alejan las condiciones requeridas para la selección grupal en el caso de los primates no humanos. Con todo, tal y como lo sostiene nuestro autor, esta hipótesis no sería siquiera necesaria a la hora de dar razón de las tendencias altruistas presentes en muchos animales puesto que fenómenos como los del «altruismo recíproco» de R. Trivers o incluso la «selección familiar» a la que se refirió en su momento G. H Hamilton irían, de suyo, lo bastante lejos en este sentido. Sea de esto lo que sea, las tendencias cooperativas (no «egoístas») de los etogramas de las especies gregarias resultan algo a todas luces innegable y además su explicación evolutiva aparece como bastante evidente. Resumamos esto en palabras del propio autor de Primates y Filósofos:

«Todas las especies que se sirven de la cooperación –desde los elefantes hasta los lobos y las personas– muestran lealtad al grupo y tendencias de ayuda a los demás. Estas tendencias se desarrollaron en el contexto de una vida social muy unida en la que beneficiaban a los parientes y compañeros capaces de devolver un favor. Por tanto, el impulso de ayudar nunca estuvo totalmente desprovisto de un valor de supervivencia en quienes mostraban este impulso. Pero como tantas veces ocurre, el impulso acabó por divorciarse de las consecuencias que determinaron su evolución. Esto permitió su expresión incluso cuando era improbable que se devolviera el favor, como por ejemplo cuando los beneficiarios eran desconocidos, lo que demuestra que el altruismo animal está mucho más cerca del de los humanos de lo que pensábamos y explica la llamada a que al menos temporalmente la ética deje de estar en manos de los filósofos.» (pág. 40.)

Mas, ¿cuál es la razón por la que estos patrones conductuales concernientes al «altruismo recíproco» o a la «cooperación gregaria», &c., que desde luego las investigaciones de los etólogos –entre las cuales, por cierto, las sacadas adelante por el propio De Waal encuentran un lugar preeminente– han detectado entre las diversas especies de primates no humanos (alo-aseo, resolución de conflictos, &c.) nos ponen delante de las «condiciones» evolutivas de la «ética»? La respuesta del primatólogo del Centro Yerkes parece ser en este punto la siguiente: tales patrones conductuales demuestran, de manera tan contundente como implacable, la necesidad perentoria de atribuir a la luz de la ciencia etológica de nuestros días, a algunos animales no humanos dos capacidades «cognitivas» –se trata de la «empatía» y la «reciprocidad»– que estarían a la base del ulterior desarrollo de la «ética» y de la «moral» desplegada por los hombres; y ello poniendo en este sentido, los primates (por ejemplo el chimpancé común Yeroen), las premisas filogenéticas presupuestas por el despliegue «ético-moral» debida a los filósofos (por caso, el tercer chimpancé- en el sentido de Jared Diamond- Inmanuel Kant) con lo que, a la postre, la exigencia darwiniana de continuidad conductual entre los hombres y los demás animales quedaría, en definitiva, satisfecha también en lo que se refiere a las capacidades éticas. Vamos a verlo.

* * *

En lo tocante a la capacidad de empatía, De Waal comienza por presuponer que esta apareció por primera vez como una respuesta adaptativa a las necesidades del cuidado parental que resultan tan evidentes entre los mamíferos. Como es sabido, Ireneäus Eibl Eibesfeldt, uno de los más renombrados cultivadores de la llamada Etología humana en la estela de Konrad Lorenz, ha dedicado un ensayo a esta cuestión bajo el título de Amor y Odio. Pues bien, De Waal efectivamente empieza por asumir enteramente el planteamiento defendido por el etólogo austriaco a este respecto, para añadir a continuación que en este sentido, y ante una característica que, como pueda serlo la «empatía», aparece en momentos ontogénicamente tan tempranos, resulta tan omnipresente en los más diversos contextos culturales, y muestra correlatos neurales en áreas tan «antiguas» del sistema tronco-encefálico como lo habrían podido poner de manifiesto investigaciones como las llevadas a cabo por Greene y Haidt en 2002 mediante técnicas de formación de neuroimágenes por IRM y TEP/TAC, ante semejante característica –decimos– resultaría algo verdaderamente extraño aducir, que las capacidades cognitivas que subyacen a su base hubiesen, sin embargo, aparecido enteramente ex novo en el caso de la especie humana.

Al contrario, fenómenos conductuales presentes en muchas especies de mamíferos gregarios como pueda serlo el que el mismo De Waal denomina «contagio emotivo» ponen negro sobre blanco la circunstancia de que también otras especies primates son sin duda capaces de «empatizar» con las emociones de otros individuos del grupo. En el caso, por ejemplo, de los monos rhesus:

«(...) los gritos de una cría de mono rhesus que haya sido duramente castigada o rechazada a menudo provoca que otras crías se aproximen, se abracen, se monten, o incluso hagan una pila encima de la víctima. Así, el dolor de una cría parece extenderse a sus compañeros, que buscan posteriormente el contacto para calmar su propia excitación. En tanto que la angustia personal carece de una evaluación cognitiva y de complementariedad en la conducta no va más allá del nivel del contagio emocional.» (págs. 52-53.)

Dígase lo mismo del sistema conductual que el influyente psicólogo Harry Harlow consignó bajo el nombre de «sistema de afecto» que llega a determinar, pongamos por caso, la inhibición de una respuesta («apretar una palanca para suministrarse una bolita de comida») previamente reforzada en ratas mediante un entrenamiento básico en condicionamiento operante, cuando tal conducta se veía seguida de un estímulo aversivo (por caso un electrochoque) para una rata vecina. Estas respuestas de inhibición resultarían, según nos lo trasmite De Waal, particularmente intensas en el caso de los macacos rhesus que se niegan, por ejemplo a tirar de una cadena que les suministra dosis consecutivas de alimento si ello causa una descarga a un compañero. Tal y como lo atestigua de modo impresionante nuestro autor, un sujeto se abstuvo de tirar de la cadena –y por consiguiente de ser alimentado– durante doce días (pág. 55).

Con todo, los casos más extraordinarios y significativos de las capacidades empáticas propias de los animales no humanos hemos de encontrarlos, como en tantas ocasiones, entre nuestros «primos» los chimpancés y los bonobos. En particular, para el caso estos grandes simios, Frans de Waal estima posible hablar ya de ciertos grados de «toma de perspectiva» así como de verdadera «empatía cognitiva» tal y como, efectivamente, corresponde a sujetos animales que aparecerían ya –al menos desde las premisas, enteramente mentalistas ni que decir tiene, de la disciplina categorial denominada «etología cognitiva»– como dotados de «metacognición» (esto es, para hacer uso de la jerga común, de «una teoría de la mente») y como capaces, en resumidas cuentas, de «superar» el test del auto-reconocimiento ante el espejo (cosa por cierto, para la que también habrían mostrado destrezas muy abundantes algunos delfines, elefantes como Happy cuya conducta al respecto ha podido estudiar el propio De Waal, &c., &c.). Atendamos, por un momento, a la anécdota, muy interesante, que nos relata Frans de Waal acerca de una hembra de bonobo llamada Kuni:

«Un día, Kuni, capturó un estornino. Temiendo que la bonobo podría molestar al aturdido pájaro, que aparentaba no haber sufrido heridas, el guardián pidió a la bonobo que lo dejara ir. Kuni cogió al estornino con una mano y escaló hasta el punto más elevado del árbol más alto, rodeando el tronco con sus piernas y así tener las dos manos libres para agarrar al pájaro. Entonces, desplegó sus alas con mucho cuidado y las abrió, un ala en cada mano, antes de arrojar al pájaro con tanta fuerza como le fue posible hacia la verja del cercado.» (pág. 57.)

Parece evidente, viene a subrayar De Waal, que semejante respuesta conductual por parte de Kuni hubiese sido enteramente inapropiada de haberse ejecutado sobre un bonobo, incapaz de volar, en lugar de un estornino con lo que, concluye nuestro etólogo, es claro que Kuni ha demostrado una habilidad que no puede desconocerse ante el trámite de situarse en la perspectiva del pájaro atendiendo específicamente a sus necesidades. Lo mismo podría decirse acerca de la conducta de «consuelo» que se ha hallado en las interacciones sociales de los grandes simios o también acerca de los patrones «ayuda mutua focalizada» que De Waal afirma haber descubierto entre chimpancés de la colonia de Arnhem como lo son los sujetos llamados Jackie y Krom, &c. (págs. 57-58), o incluso de las observaciones de los Cadwell con delfines o de Connor y Norris con elefantes, &c., &c. Curiosamente, adviértase, especies todas ellas que han dado, en otros contextos diferentes, muestras de «autoreconocimiento» en el espejo. De hecho, De Waal apelando a las investigaciones llevadas a cabo por Gordon Gallup, afirma la existencia de una conexión entre el reconocimiento ante el espejo y la capacidad de auténtica empatía cognitiva (págs. 61-62).

En lo que se refiere a la reciprocidad, es desde luego ya un tópico decir que las redes de alo-aseo (acicalamientos, espulgamientos, &c.) características del etograma de muchos primates sociales realizan, en una de sus modulaciones posibles, el tipo de conducta que Roberto Trivers pudo consignar en su momento bajo la rúbrica de «altruismo recíproco» (intercambios de comida por sesiones de acicalamiento, &c., &c.), pero también resultaría, según nos informa De Waal, hacedero rastrear dicha tendencia a la reciprocidad en las respuestas que, al parecer, los macacos capuchinos patentizaron al ser sometidos por el mismo De Waal a un «test de equidad» ante el que manifestaron una «aversión a la desigualdad» verdaderamente muy notable. En este sentido, y justamente contra la teoría de la capa defendida por Huxley y muchos otros, el autor de Bien Natural y de El Simio y el aprendiz de sushi concluye su exposición enraizando precisamente en estas capacidades de empatía y reciprocidad presentes en nuestros parientes evolutivos más cercanos las bases evolutivas y conductuales que, en el caso de la especie humana, habrían terminado por cristalizar en las normas ético-morales del presente. Ahora bien, es a través de las «pasiones», es decir, de los «sentimientos» morales (al margen de los cuales por cierto, el juicio ético mismo no podría tener lugar según lo advierte De Waal siguiendo en este punto hipótesis como la de los marcadores somáticos del Damascio de El Error de Descartes) que esta cristalización del razonamiento moral en nuestra especie ha podido tener lugar. El vínculo que a la postre ha terminado por anudar al filósofo Kant con el primate Yeroen adquiere, finalmente, un nombre propio: el de David Hume.

* * *

Y es que, en efecto, en los últimos pasos de su conferencia Tanner, De Waal termina sellando una suerte de «alianza» etologista entre Carlos Darwin y el filósofo escocés David Hume («Las ideas de Hume vuelven, y lo hacen a lo grande» llega a decir De Waal en la pág. 86 de su trabajo). A fin de ratificar, a nuestro modo, lo certero de tal «alianza» nos gustaría recordar aquí las siguientes palabras de Hume, suficientemente ilustrativas –nos parece– al respecto de las posiciones, si vale hablar así, «proto-etologistas» que pudieron abrirse paso en el seno del emotivismo moral defendido por la Enlightenment del siglo XVIII en su contexto pre-darwiniano:

«Se encuentra que los animales son capaces de experimentar bondad, tanto hacia su propia especie como hacia nosotros; y en este caso no cabe la menor sospecha de disfraz o de artificio. ¿Daremos cuenta también de todos sus sentimientos a partir de refinadas deducciones del interés por uno mismo? O, si admitimos una benevolencia desinteresada en las especies inferiores, ¿mediante qué regla de analogía podemos rechazarla en la superior?» (David Hume, Investigación sobre los Orígenes de la Moral, Espasa Calpe, Madrid, pág. 174.)

De hecho, el principal interés que reviste el libro de De Waal objeto de estos comentarios, reside, a nuestro juicio, en los materiales que aporta de cara a la rectificación más terminante de las líneas doctrinales de fondo de la concepción humanista tradicional de la ética. Frente a los argumentos contundentemente expuestos por De Waal, muy poco alcance ciertamente pueden exhibir respuestas como las ofertadas en este mismo libro por Christine M Korsgaard quien, razonando sin duda en la línea de Kant, sostendría que la diferencia entre los hombres y los restantes animales habría de situarse en el nivel de «autoconciencia» alcanzado por los seres humanos en cuanto que este, se supone, estaría eo ipso involucrando una presupuesta «capacidad de autogobernarnos normativamente», esto es, la «autonomía moral» de la que nos hablaba el filósofo prusiano en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres.

Concepciones como estas, al margen de aparecer como notoriamente metafísicas –dada la apelación a la idea de causa sui que estarían involucrando a nuestro juicio–, incurren en un mentalismo verdaderamente inadmisible; un mentalismo sin duda que muy similar, en el fondo, al manifestado por los asertos de otros interlocutores de De Waal como pueda serlo, por caso, Robert Wright quien afirma que los animales no humanos carecerían de auténticos «cálculos estratégicos cognitivos», o incluso Philip Kitcher cuando niega a los primates «sentimientos genuinamente morales». No nos parece en suma, que semejantes contrarréplicas, hagan desde luego excesiva mella en la argumentación presentada en esta obra por el etólogo holandés.

Y es que, ciertamente –esta, nos parece, es la principal lección a extraer del presente libro– cuando se sitúan los términos del debate entre los límites de los atributos de formato autotético-distributivo tal y como habrían tendido a hacerlo los «críticos» de De Waal ya sea en nombre de la «reflexión», ya sea en nombre de las «emociones morales genuinas» o de cualesquiera otras cualificaciones psicológicas («mentales») de este estilo, entonces, no quedará, a nuestro juicio, mayor motivo tampoco para desbordar los contornos del propio plano en el que discurre la propia etología –en este caso, por ejemplo, la etología cognitiva de Frans de Waal– cuando reduce, de modo, es cierto, tan enérgico como disolvente, la «ética» (esto es, en general, la antropología) a la primatología (a la «zoología») puesto que, por importantes que tales «predicados» mentalistas-distributivos puedan en efecto resultar en cada caso (y es de subrayar que, las más de las ocasiones, los propios etólogos proceden desde luego reconociendo tal importancia), ellos mismos, en modo alguno rebasarán el ámbito intragenérico –acaso, eso sí, cogenérico– entre cuyos lindes ha venido desenvolviéndose la maquinaria lógico predicamental porfiriana. Es verdad que los Homo Sapiens Sapiens podrán sin duda exhibir «predicados» psicológicos propios e irreductibles a los que son característicos de los restantes animales, pero esta constatación, por grande que pueda ser su interés «taxonómico», no presenta en modo alguno una dificultad insuperable para las premisas etologistas puesto que también los chimpancés o los gorilas manifiestan terceros atributos autotéticos que son irreductibles, por caso, a las de los orangutanes.

Y en todo caso, ¿no ha venido a demostrar De Waal, digan de ello lo que quieran sus interlocutores humanistas, que también los chimpancés son «empáticos» (generosos) o que los monos rhesus manifiestan una acendrada «aversión a la desigualdad», es decir, que son «justos» a su modo («justicia como equidad» a la manera de Rawls)?, ¿no estaría todo ello probando con meridiana claridad que, al menos una vez se ha procedido a desbloquear –incluso apelando a filósofos como Hume, &c.– los presupuestos discontinuistas del humanismo pre-darwiniano, puede efectivamente hablarse, y con todo derecho, de una «ética animal»? El ideólogo australiano Pedro David Singer –otro de los «críticos» de Frans de Waal– ha interpretado, nos parece, con gran pulcritud las consecuencias que se dimanan del análisis llevado a término por el de Holanda. Dice en este sentido el fundador del Proyecto Gran Simio:

«Sin embargo, de nuevo es importante recordar todo lo que De Waal y yo tenemos en común. De Waal tiene un fuerte sentido de la realidad del dolor animal. Rechaza con firmeza la posición de quienes sostienen que es “antropomórfico” atribuir a los animales características tales como las emociones, la conciencia, la comprensión o incluso la política o la cultura. Cuando se combina un sentido tan rico de las experiencias subjetivas del animal con el apoyo a “iniciativas para prevenir el abuso contra los animales”, como es el caso de De Waal, nos aproximamos mucho a la posición de los defensores de los derechos de los animales. Toda vez que hemos reconocido que los animales no humanos tienen necesidades emocionales y sociales complejas, empezamos a ver allí donde otros no ven nada; por ejemplo, en el método estándar para mantener preñadas a las cerdas en las jaulas intensivas modernas: situadas sobre una superficie de cemento, sin ningún tipo de mullido, aisladas en una jaula metálica e incapaces de moverse libremente, manipular su entorno, interactuar con sus congéneres o construir una cama para sus crías antes del parto. Si todo el mundo compartiera el punto de vista de De Waal, el movimiento animalista alcanzaría rápidamente sus principales objetivos.» (pág. 191.)

Desde esta perspectiva, lo que efectivamente el libro que reseñamos demuestra de manera más que diáfana es sencillamente lo siguiente: que las «virtudes» éticas (i. e., desde el punto de vista del materialismo filosófico: la «firmeza» y la «generosidad») en cuanto que estas mismas se ajustan a una escala distributiva de predicación proporcionada a los conceptos-clase de formato autotético resultan en general muy abstractas e incluso «intragenéricas» (aunque sólo sea por vía «cogenérica») a las mismas rutinas etológicas propias de los primates precursores al menos cuando se presentan como dadas al margen de su entretejimiento con terceras «virtudes» y «normatividades» que puedan, ya, ser consideradas como atributivas (alotéticas). Nos referimos por caso, a las normas políticas o morales que exclusivamente se abren camino a través de «sociedades de personas» (por ejemplo, cuerpos políticos) históricamente dadas. Lo que queremos con todo esto decir es, ante todo, lo siguiente: cuando la ética «pura» se interpreta, de una manera abstracta, como desprendida respecto de toda eventual interconexión –es decir, de toda codeterminación– con terceras regularidades atributivas (muy en particular morales, pero también políticas, &c.) que precisamente involucraran la referencia al concepto alotético de «persona» en cuanto que irreductible a la idea de «individuo», esta misma «ética abstracta» se mantendrá de suyo, por muy sublimes que puedan parecer sus contenidos desde las premisas (ellas mismas bien «abstractas») de los humanistas kantianos (o, lo que es casi peor, krausistas), como efectivamente situada en las proximidades de la etología, sin posibilidad alguna por así decir, de efectuar en este sentido, una metábasis respecto del «género» próximo de referencia; con lo que, de otro modo, a su vez será sólo cuando reintroducimos en la discusión las normatividades políticas y morales, que las propias normas «éticas» comenzarán a aparecer como anamórficas a las rutinas etológicas, y ello, ni que decir tiene, sin perjuicio de que estas mismas puedan, en cambio, continuar funcionando a su manera, sólo que ahora subordinadas (Gustavo Bueno gusta decir: invertidas) a las regularidades antropológicas de referencia. Dichas regularidades aparecerán ya como propiamente transgenéricas a la etología, haciéndose por lo tanto imposible dar cuenta, como pretende De Waal desde su reduccionismo, de las normas éticas desde las rutinas primatológicas pero, y esto es lo central en el presente contexto, semejante proceso de desbordamiento («Inversión antropológica») sólo ha podido tener lugar en un sentido materialista –que a su vez no incurre, en modo alguno, en ningún espiritualismo predarwiniano o pre-etológico– en virtud de la incorporación de la referencia, política o moral (en general: alotética) a aquellas «sociedades de personas» de radio histórico (particularmente, por ejemplo, a sociedades civilizadas, esto es, no bárbaras) de cuyos contenidos evidentemente (por ejemplo: la «guerra civilizada», las «religiones monoteístas», el modo de producción capitalista, &c., &c.) no cabe dar razón desde los principios categoriales que son propios de proyectos gnoseológicos tales como puedan serlo la Etología humana (en el sentido de Eibl Eibesfeldt sin ir más lejos) o la Sociobiología (por ejemplo la Sociobiología de R. Alexander en su libro Darwinismo y asuntos humanos).

Pero entonces, y fundándonos en tales presupuestos, ¿estará en este sentido muy lejos una «Declaración Universal de los Derechos Humanos» como la rubricada solemnemente por la ONU en 1948, en cuanto que referida a unos «individuos humanos» considerados como dados al margen de todo contenido histórico-personal (naciones políticas, religiones, lenguas, &c.) de una «Declaración Universal de los Derechos del Animal» como la proclamada, no menos solemnemente por la UNESCO en 1977, sólo cuatro años después de la concesión del Premio Nobel a los tres fundadores más significados de la Etología? Respondemos por nuestra parte: en absoluto.

 

El Catoblepas
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