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El Catoblepas, número 78, agosto 2008
  El Catoblepasnúmero 78 • agosto 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

Las interpretaciones históricas del Quijote (I)

José Antonio López Calle

Don Quijote, símbolo histórico de España

Este ensayo consta de dos partes. La primera, que presentamos aquí, nos ofrece un análisis de las interpretaciones más representativas del Quijote que nos proponen como tesis principal que don Quijote es la personificación de España como realidad histórica.

Las interpretaciones de esta naturaleza suelen ir comúnmente entrelazadas con las interpretaciones biográficas ya analizadas en la entrega del mes de Julio. Ello no es algo casual, sino que está relacionado con un supuesto general compartido por los defensores de las exégesis de uno y otro tipo, a saber: que el Quijote es una obra resultado no sólo de la vida, personalidad y avatares de su autor, sino de la historia de los siglos XVI y XVII. Por tanto, el sentido de la novela no se entiende sólo utilizando la clave biográfica, sino que es necesario adoptar la perspectiva más amplia de la historia general de la época cervantina para comprenderla. En muchos de los cervantistas que adoptan la interpretación histórica, la de carácter autobiográfico queda integrada en esta perspectiva más amplia de la historia general de la España de los Siglos de Oro, incluso la interpretación histórica, como veremos, se construye teniendo en cuenta una premisa biográfica. Y siendo esto así, no es de extrañar la recomendación habitual entre ellos de que para entender el Quijote debemos olvidarnos de sus fuentes literarias y la historia de la literatura y sumergirnos en la lectura de libros de historia. Obvio es decir que, de acuerdo con esta forma de acercarse a la novela, el carácter literario de la misma y de invectiva cómica de los libros de caballería quedan prácticamente borrados o relegados a un segundo plano.

La tesis central de las interpretaciones históricas es que la magna novela es un símbolo de la historia contemporánea de Cervantes, de manera que en ella se expresan de forma alegórica acontecimientos históricos de su época, o del conjunto de una etapa histórica. En los principales adalides de la crítica histórica, es todo el periodo que va desde el siglo XVI hasta comienzos del XVII el referente simbólico de la novela; pero en algunos críticos, como Benjumea, este referente simbólico es la España de Felipe II y hay quien, como Sánchez Albornoz, se remonta nada menos que hasta la España medieval a la busca de ese referente simbólico, particularmente en Castilla.

En el seno de las aproximaciones históricas al Quijote hay que distinguir dos tendencias: la que meramente se limita a presentarlo como la encarnación simbólica de un periodo histórico, siendo el conjunto de la novela una imagen simbólica del mismo, pero sin ser el protagonista símbolo de España en su conjunto, su personificación alegórica, sino sólo el agente de ciertos episodios históricos; y la que, yendo más lejos en el simbolismo, presenta no sólo a la novela globalmente tomada, sino a su protagonista, como un símbolo de la historia de España, esto es, la historia de don Quijote es ahora la historia misma de España durante una fase de la misma, normalmente la de su grandeza y decadencia.

De nuevo, Benjumea ha sido el primero en practicar una aproximación histórica al Quijote y en poner en marcha la primera variante de la misma. La ejercitación de este enfoque le conduce a glosar ciertos episodios de la novela como la exposición en clave simbólica de diversos acontecimientos del reinado de Felipe II: la muerte de Juan de Austria, su rivalidad con su hermano el rey, el papel represor de la Inquisición, el fanatismo religioso, etc. No obstante, la visión de Benjumea se inclina más del lado subjetivo o biográfico que del lado histórico-objetivo, quedando, en cierto modo, absorbido, este aspecto de su interpretación en el primero, como se ha podido comprobar en el examen de su interpretación autobiográfica, según hemos visto el mes pasado.

Pero ha sido, sin duda, el segundo género de aproximaciones históricas a la novela cervantina el de mayor relieve e influencia. Dentro de este género, es menester distinguir dos modalidades en la forma de entender el principio básico de que, en el fondo, España se identifica con don Quijote y, por tanto, su historia, en sus trazos esenciales, es la de España. La primera modalidad hermenéutica desarrolla esta tesis nuclear alegando una serie de sorprendentes semejanzas entre la historia de España de los siglos XVI y XVII y la de don Quijote. Incluso algunos, como los críticos influidos por el regeneracionismo, extenderán esas semejanzas a la España contemporánea del siglo XIX y comienzos del XX o al conjunto de la historia moderna de España desde el siglo XVI hasta las primeras décadas del XX.

La segunda modalidad interpretativa cimenta la tesis nuclear de la identidad esencial entre don Quijote y España no sólo basándose en los llamativos paralelismos entre ambos términos de la identidad, sino además en los no menos llamativos paralelismos entre Cervantes y la historia de su tiempo. En este caso don Quijote es símbolo de España a través de Cervantes, en cuya biografía se condensan las experiencias fundamentales de la España moderna: puesto que la vida de Cervantes se asemeja a la de España y la de éste se asemeja a su vez a la de don Quijote, don Quijote se constituye en encarnación simbólica de España. Aquí se pone la interpretación autobiográfica del Quijote al servicio de la interpretación histórica; en cambio, en la primera variedad, se prescinde de relacionar a don Quijote con Cervantes. Si ésta se puede resumir en la fórmula: don Quijote, símbolo histórico de España, la segunda se condensaría en esta otra: don Quijote-Cervantes, símbolo histórico de España. En lo que sigue, analizamos las contribuciones de los autores más representativos que se sitúan en la primera línea interpretativa y dejamos la segunda para la entrega del mes de septiembre.

Pérez Galdós

Se puede considerar a Galdós, cuya producción novelística está, por cierto, tan impregnada de cervantismo, como el pionero de esta línea hermenéutica. En dos artículos publicados en La Nación en 1868 (republicados después en Vida Nueva en 1898), dedicados a Cervantes, Galdós nos presenta el Quijote como la expresión literaria en clave alegórica de una España en declive y con barruntos de un declive aún mayor. Desde un presente histórico que él considera en decadencia, dirige su mirada al pasado para entender el inicio de la decadencia histórica de España y encuentra en el Quijote la clave de nuestra grandeza y de nuestra decadencia y en don Quijote la personificación de las mismas.

Le llama la atención que don Quijote se engendrase en una coyuntura histórica semejante y a continuación establece un paralelismo entre las desventuras y derrota final de don Quijote y los indicios presentes de decaimiento en la España del siglo XVII (nos habla de un ejército español hambriento y desnudo en Flandes e Italia), que no hacían sino pronosticar desventuras horribles inmediatamente posteriores a la publicación del Quijote, entre las cuales enumera la derrota de España en la guerra de los Treinta Años, la insurrección de Nápoles, el levantamiento de Cataluña, la independencia de Portugal y la emancipación de los Países Bajos.

Guiado por ese paralelismo entre las aventuras y desventuras de don Quijote y las de España y los españoles, Galdós nos traza un cuadro histórico de la época en que el Imperio español empezaba a declinar y en cuyo seno imagina a los soldados de los ejércitos españoles, hambrientos y desnudos, pero leyendo el Quijote e identificados con su héroe, con el que comparten su idealismo y el maltrato. Dejándose arrastrar por este viento imaginativo, nos pinta a unos soldados españoles, que, sintiéndose quijotes, desean regresar a su patria para reposar ante la inminente pérdida del Imperio español en Europa que ellos perciben, a la manera como don Quijote vuelve a su aldea para descansar en su casa solariega.

El ilustre novelista no se limita, no obstante, a leer las desventuras de don Quijote como las desventuras de España y los españoles, sino que incluso cree descubrir en la novela cervantina la clave de la decadencia española. En su novela Gloria (1876), la protagonista de igual nombre da una explicación psicológica, en la línea de la psicología de los pueblos, de la incapacidad de los españoles para crear una sociedad política asentada sobre unos cimientos o constitución moral y política firme y estable: la dualidad idealismo-realismo o positivismo como rasgo idiosincrásico del carácter español. De acuerdo con la reflexiones de Gloria, los españoles o bien somos Quijotes en persecución del ideal o Sanchos en pos del propio provecho, sin que ambas formas de ser hayan llegado a reconciliarse. Para resolver este gran fallo y regenerar España y colocarla de nuevo en la senda del engrandecimiento, Gloria propone un nuevo tipo de español en que se fusionen las virtudes de don Quijote con las de Sancho, en que los españoles-quijotes aprendan a ver las cosas al modo realista de Sancho para templar su propensión al idealismo exagerado y los españoles-sanchos deberían aprender a vencer su propensión al logro de su propio interés imbuyéndose del idealismo de su señor.

Con estas reflexiones Galdós anticipa una línea de pensamiento sobre el Quijote, la que hemos denominado interpretación psicológica del mismo, que, años después, alcanzará un importante desarrollo en autores tales como Almirall, Costa, Unamuno, Azorín, Ramón y Cajal, Tomás Carreras y Artau, Ortega, etc., convirtiéndose así en una de las concepciones canónicas sobre la novela y de las más influyentes, que analizaremos más adelante. Sólo añadiremos aquí que mientras en Galdós la interpretación psicológica del Quijote forma parte de un visión más amplia de la comprensión del mismo en clave histórica, al igual que en Costa o Almirall, en otros autores, como preferentemente Unamuno, Ramón y Cajal, Carreras Artau y Ortega, su tratamiento y exposición adquieren una sustantividad propia, aunque sin desvincularse de sus correspondientes concepciones históricas.

Galdós no se conforma con utilizar su esquema histórico-psicológico para entender el Quijote como la expresión simbólica de la España coetánea de Cervantes, sino que, habiendo encontrado, allí la clave psicológica de nuestra forma histórica de ser, lo usa igualmente para entender la historia contemporánea de España, la de la propia época de Galdós y de todo el siglo XIX. En la España decimonónica el quijotismo exacerbado de unos y otros, carlistas y liberales, es la causa de nuestras desgracias. Tal es la visión del autor en algunos de sus episodios nacionales. Así, en los últimos capítulos de Un faccioso más y algunos frailes menos (1879), novena novela de la segunda serie de los Episodios nacionales, destinada a recrear los principales hitos históricos durante el reinado de Fernando, satiriza al caudillo carlista Zumalacárragui, en vísperas del inicio de la primera guerra carlista, retratándolo como una especie de quijote, parecido al hidalgo manchego hasta en su figura y enloquecido por el ideario carlista, que le arrastra a seguir fanáticamente los pasos de otro loco, don Carlos el Pretendiente, que cree ser rey.

Tampoco se libran los liberales de sus críticas. En los capítulos finales de De Oñate a la Granja (1898), tercera novela de la tercera serie, centrada en relatar las contiendas entre los cristinos y los carlistas, es un liberal alavés, para más señas de nombre don Alonso, noble, virtuoso y pacífico, quien encarna el quijotismo exaltado. Envenenado como don Quijote por la lectura, no de libros de caballerías, sino de libros, folletos y periódicos políticos, la demencia política le impele a abandonar su casa, hacienda y pacifismo, organizar una partida de cristinos y, en nombre de una Dulcinea que identifica con la libertad, se echa por los montes de las Vascongadas para pelear contra los carlistas en defensa de la causa liberal, por la que lucha fanáticamente no sin sembrar de unos cuantos cadáveres la región, quedar malherido y finalmente morir, luego de haber delirado exigiendo un duelo de caballeros con don Carlos para dirimir la causa que motivó la guerra.

Joaquín Costa

En una línea hermenéutica similar cabe insertar la visión de Joaquín Costa de la novela cervantina. Su interpretación de ésta se centra en la figura de don Quijote, quien, como en Galdós, se nos presenta como símbolo de España y del modo de ser de los españoles. De manera explícita don Quijote aparece ahora como la encarnación literaria del destino y misión de España, «sublime Quijote de las naciones», y de los españoles en el concierto internacional, como la clave de nuestra actuación histórica en el pasado y de nuestro papel en el presente y en el porvenir.

Aunque Costa es más conocido por haber elevado al Cid a la categoría de mito nacional, no es menos cierto que ha hecho lo mismo con don Quijote, a quien coloca a la par y le dedica palabras vibrantes. En su discurso inaugural pronunciado en 1883 ante el Congreso de Geografía colonial, el regeneracionista aragonés caracterizó a don Quijote como personificación del imperialismo civilizador de los españoles frente al imperialismo depredador y mercantil de los anglosajones, así como del deber de aquéllos de seguir defendiendo en el presente histórico y cara al futuro el idealismo civilizador y generoso que nos ha caracterizado históricamente como clave de la regeneración actual de España y de su misión histórica ante las demás naciones :

«Como hace falta, decía, que un hemisferio se contraponga a otro hemisferio para asegurar el equilibrio material del astro, la humanidad terrestre necesita una raza española grande y poderosa, contrapuesta a la raza sajona, para sostener el equilibrio moral en el juego infinito de la historia: no correspondería a la grandeza de la habitación terráquea la grandeza del inquilino hombre, si al lado del Sancho británico no se irguiese puro, luminoso, soñador, el Quijote español, llenando el mundo con sus locuras, afirmando a través de los siglos la utopía de la Edad de Oro, y manteniendo perenne aquí abajo esa caballería espiritual que cree en algo, que siente pasión por algo, que se sacrifica por algo, y que con esa pasión y con esa fe y con ese sacrificio hace que la tierra sea algo más que una factoría y que un mercado donde se compra y se vende... Por esto os digo, señores: no ya por impulsos de vanagloria, no ya por sugestiones del patriotismo; por altos deberes de humanidad estamos obligados a fomentar el crecimiento y expansión de la raza española.» Crisis política de España, Producciones Editoriales, 1980, pág. 80.

Con estas ideas, y en un contexto histórico del reparto de África por parte de las grandes potencias europeas, no es de extrañar que, de acuerdo con su visión del mito de don Quijote, Costa proponga su aplicación efectiva invitando a España a desarrollar un imperialismo civilizador en África, a «adquirir vastas extensiones de territorio en el continente africano que ensancharan el imperio del Cid y de don Quijote en lo futuro» (ibid., p. 80). El gran objetivo de expansión africana, al que más tarde también se uniría Ganivet en su polémica con Unamuno sobre el porvenir de España, en el curso de la cual abogaría, en analogía con las salidas de don Quijote, con una nueva salida de España por tierras africanas, se concretaría, nada más terminar el citado Congreso de Geografia colonial, en la adquisición de los territorios del Muni y del Sahara occidental.

Años después, en 1907, volvería de nuevo sobre el tema, esta vez para exaltar el quijotismo, en tanto condensación de los más altos ideales humanos, como el rasgo fundamental que singulariza a España y los españoles frente a las demás naciones y como la clave de sus destino histórico, por lo que el autor se lamentará de que la España decadente del siglo XIX y de comienzos del XX no sea una gran potencia que pueda seguir desempeñando en la escena internacional, como lo hizo en el pasado, la función de, al igual que don Quijote se erigía en brazo armado del reinado del bien, brazo armado de los más excelsos ideales de humanidad, de justicia y de nobleza:

«Hemos confesado sin regateos los grandes defectos de nuestra España; pero, en medio de ellos, resplandece una virtud que ninguna otra nación ha demostrado poseer en igual grado, y ni en grado mucho menor. Es la representación de un ideal de piedad, de humanidad, de justicia, de viva y efectiva solidaridad, que ha salvado a las razas indígenas de América, de la Malasia y de la Micronesia, liberándolas de desaparecer; es aquel espíritu romántico, y aun místico, que en la declinación de su Edad de Oro la llevó a erigirse temerariamente en brazo armado de un idea espiritual, después de todo elevada, sacrificándole, sublime Quijote de las naciones, su presente y su porvenir. Ese sentimiento de idealidad, de espiritualidad, de nobleza, alojado en el alma de nuestra raza, carece de órgano físico en el mundo, porque sólo España podía serlo, y España, como categoría internacional, ha fracasado. Si no se hubiera paralizado en su evolución, si hubiera mantenido y desarrollado las energías de su espíritu y sus recursos y fuerzas materiales, si hubiera consolidado su condición de gran potencia en todos los respectos, científico, pedagógico, industrial, colonial, artístico, naval y militar, y penetrado con tal bagaje en la nueva Era... sabe Dios las iniquidades y los crímenes internacionales que se habrían evitado de tantos como van cometidos en cien, en doscientos años, los progresos que se habrían realizado en las prácticas internacionales, arbitrajes, desarme, etc.; la historia moderna no sería lo que es, una historia sin corazón presidida por Darwin...¡Quién podría calcular los desequilibrios de que ha sido causa la ausencia de España como factor de peso en la balanza del mundo durante el siglo XIX; ni quién las devastaciones, expoliaciones y exterminios de gentes que se están incubando por no existir una España viva y potente, que influya con su voto y espada en la suprema dirección de los destinos humanos!» Crisis política de España, págs. 176-7.

Almirall

Por las mismas fechas en que Costa proponía esta visión del Quijote, desde Cataluña alzaba su voz Valentín Almirall, quien partiendo de premisas hermenéuticas similares, concluye en un posición diametralmente opuesta en cuanto a la valoración del significado de don Quijote. En su El catalanismo de 1886, el autor catalán también supone que don Quijote es la encarnación de la historia moderna de España, la expresión simbólica de su grandeza y decadencia, así como la personificación de las virtudes y defectos de los españoles, sobre todo de los castellanos, quienes, según él, han tenido y tienen un papel hegemónico en la historia moderna de España. Su concepción de don Quijote combina la interpretación histórica con la psicológica en una línea racista. Si en Costa don Quijote es un símbolo de la raza española, en Almirall lo es sólo de la raza castellana y de la España castellanizada, pero no de los catalanes que pertenecerían a una rara distinta, afín a la anglosajona, que es la raza fetén por la que él, claro está, siente más admiración. Admite la tesis racista de la existencia de grupos humanos, como los castellanos y los catalanes, que difieren innatamente por su temperamento, carácter y aptitudes.

El carácter castellano se caracteriza, de acuerdo con Almirall, por su propensión al idealismo, por su inclinación a la abstracción y a la generalización en detrimento de lo real y positivo, por el predominio de la imaginación sobre la reflexión, por su afán de mandar y dominar, lo que, en política, le conduce al autoritarismo y a la oligarquía. Obviamente, el carácter catalán se caracteriza por las cualidades opuestas, que, según él, son superiores a las de los castellanos, pues a la larga generan mejores resultados. Elogia a Cervantes por haber sabido encarnar en el héroe manchego los rasgos esenciales del tipo castellano. Así describe a don Quijote como prototipo del generalizador inclinado a la dominación:

«Don Quijote es el tipo del generalizador sin base de observaciones propias ni recogidas por medio del estudio. Cree que todo puede reducirse a un fórmula sencilla e indiscutible. Pretende resolver los más intrincados problemas con una divagación bien adornada, y enseguida quiere imponer su solución a los demás. ¿Puede darse un tipo más genuinamente castellano.» El catalanismo, Antonio López, Editor, 1902, pág. 41.

En cuanto a su espíritu impositivo, escribe:

«Es ya débil de cuerpo pero más aún de inteligencia, y no obstante se siente con suficiente aliento para salir a combatir contra los mundos visible e invisible. Se ha hecho una ley de la caballería, y se cree buenamente destinado a imponerla a todos aquellos que no la quieran aceptar.» Op .cit., pág. 40.

Pues bien estas cualidades de don Quijote que son las del pueblo castellano constituyen la clave de la grandeza histórica de España y de su declive histórico. Tales cualidades quijotescas guiaron a los españoles en su mayor epopeya histórica, la del descubrimiento, conquista y asimilación de América, a la que no duda en calificar como una de las más grandiosas que registra la historia, la cual «la realizó el pueblo castellano haciendo más que nunca el Quijote». Pero la gran epopeya americana, en la que el idealismo castellano desplegó toda su energía para imponer su lengua, su religión y su gobierno en tan vastos territorios, han dejado tan desfallecida y debilitada a España, que ha entrado en franca decadencia. Y habiendo renunciado a su Imperio, se contenta ahora el pueblo castellano con someter a dos demás españoles, tal como los catalanes, a los que conjuntamente ha arrastrado en su declive. En suma, el quijotismo del pueblo castellano ha obligado a España a realizar un esfuerzo tan superior a sus fuerzas, particularmente en América, que por ello ha quedado tan débil que todavía no ha podido recuperarse de tal postración.

A esta decadencia también ha contribuido un defecto quijotesco: la contumacia en el error, la incapacidad de los castellanos para rectificar, para aprender de sus errores (entre los cuales, cita Almirall, la expulsión de los judíos y los moriscos, la despoblación del país, y la ruina del comercio y la industria). Pero el pueblo castellano, dispuesto siempre a repetir mil veces lo yerros del pasado, es tan contumaz como don Quijote:

«Don Quijote nunca escarmienta, y hasta cuando se ve caído y magullado por los cardenales producidos por los palos recibidos en defensa de una doncella encantada, no aguarda sino que vuelve a parecerle que esa misma doncella u otra cualquiera demandan su amparo y protección para levantarse de nuevo del mejor modo que pueda e ir cojeando en busca de quien vuelva a medirle las costillas.» Op. cit., pág. 40.

Un año después, en España tal como es (publicado en francés en 1887 en la Révue du Monde Latin), vuelve a presentar la historia moderna de España desde el Renacimiento como condensada y personificada en don Quijote y retrata a la decadente España decimonónica, en vísperas de perder los últimos restos de su imperio ultramarino, como la mismísima imagen del «héroe de la Triste Figura, vencido y agotado, que regresa a la soledad de su aldea para esperar, indiferente, la llegada de la muerte, ya que la vida perdió para él todo su aliciente desde que no puede dedicarse a las hazañas caballerescas» (op. cit., Anthropos, 1983, p. 171).

Unamuno

Almirall anticipa, en gran medida, la concepción de Unamuno, particularmente la del primer Unamuno. En efecto, en la interpretación unamuniana del Quijote, y singularmente de don Quijote, cabe distinguir dos etapas. La primera está representada por En torno al casticismo (1902, pero los cinco ensayos que reúne son de 1895), por los artículos publicados en el semanario regeneracionista Vida nueva entre junio y julio de 1898, tal como ¡Muera don Quijote!, ¡Viva Alonso El Bueno! y ¡Más sobre don Quijote!, y por las cartas cruzadas entre Unamuno y Ganivet, primero dadas a conocer en El defensor de Granada a partir del 12 de junio del mismo año y luego recogidas como libro en 1912 con el título de El porvenir de España. La segunda etapa se nos anuncia en Sobre la lectura e interpretación del Quijote de 1905 y culmina ese mismo año en Vida de don Quijote y Sancho.

En ambas etapas el supuesto hermenéutico nuclear es el mismo: don Quijote es visto como la encarnación del devenir de España en la historia, como el símbolo de su grandeza y su decadencia y por tanto como la clave para entender el sentido de nuestro pasado histórico, pero también de nuestro presente y porvenir como pueblo; por ello mismo, en la medida en que se atiende al futuro de España, es común a ambas, como en los autores precedentes, un afán regenerador, que conducirá a Unamuno a descubrir en el Quijote, sobre todo en el último capítulo, «nuestro evangelio de regeneración nacional» (En torno al casticismo, Biblioteca Nueva, 1996, pág. 61). Pero a este mismo esquema interpretativo se le asignará un sentido diferente en ambas etapas. El sentido del cambio de la primera a la segunda fase se puede resumir, con expresiones del propio Unamuno, como la sustitución del grito ¡Muera don Quijote y viva Alonso Quijano el Bueno! por el de ¡Viva don Quijote!

El primer Unamuno

El primer Unamuno, el que proclama la muerte de don Quijote, adopta una postura negativa ante el personaje, ante su idealismo y su locura. Y dada la analogía permanente entre don Quijote y España como entidad histórica, su idealismo impositivo, belicoso y enloquecido son ahora el propio idealismo utópico, impositivo belicoso y enloquecido de España en su pasado histórico. El don Quijote que se autoproclama como ministro de Dios en la tierra y brazo armado de la justicia, que hace el bien a palos y pretende arreglar el mundo a base de mandobles, constituye el fondo inmoral, según Unamuno, del personaje y, en cuanto tal, es el perfecto símbolo de la España del pasado, de la España imperial, la de las grandes empresas militares y conquistadoras, que igualmente se autoproclamó como brazo ejecutor de la justicia divina en el mundo y que en virtud de su afán impositivo y de unidad, sometió a otros pueblos a su civilización. La muerte de don Quijote significa, pues, la muerte de la España del Imperio, la España empeñada en la lucha en defensa de la fe católica y contra el protestantismo y sobre todo la España volcada en la conquista e integración de los aborígenes en la civilización española. Como se ve, Unamuno se traga por completo la leyenda negra.

Esto último se percibe especialmente en su visión totalmente negativa de la labor civilizadora española en América y las Filipinas, que, para él no es tal, sino mera colonización, que interpreta en clave de aventura quijotesca en el sentido más peyorativo, como fruto de una locura quijotesca. Los españoles, cual quijotes imbuidos de espíritu impositivo y un absurdo sentido de la unidad, que, según Unamuno, son nuestros pecados capitales todavía hoy, nos empeñamos en imponerles nuestro espíritu, ideales y creencias, asimilándolos a la civilización española, en vez de estimular las culturas indígenas. A la posible réplica de que el español trató de elevar a los nativos a su propia condición, replica que «esto no es en el fondo más que una imposición de soberanía. El único modo de elevar al prójimo es ayudarle a que sea más él cada vez, a que se depure en la línea propia, no en la nuestra. Vale, sin duda, más un buen guaraní o un tagalo que un mal español» («El porvenir de España», en Ganivet, Idearium Español, Biblioteca Nueva, 1996, pág. 159). De acuerdo con esta concepción relativista, responde Unamuno a Ganivet, defensor de la labor civilizadora de pueblos realizada por España integrándolos en una superior civilización, que nuestra función debió ser la de despertar la creación de civilizaciones nativas, como la tagala, en vez de imponer la nuestra, pues, con ello, sólo lograremos que los nativos construyan una mala copia de la nuestra, como, según Unamuno, habrían hecho los indígenas filipinos, que no habrían hecho otra cosa que generar un «fetichismo seudocristiano». 

Pero no se conforma Unamuno con denunciar la aventura americana de una España-Quijote como fruto de un carácter impositivo y de un absurdo sentido de la unidad. En sintonía con la leyenda negra, sostiene además que fue una colonización sustentada en un móvil económico de la peor especie: fuimos al Nuevo Mundo a sacar oro y a explotar las colonias. Ganivet le replicará que, sin negar que muchos españoles, no todos, fueron a buscar oro, España como entidad política iba guiada por un ideal civilizador y generador, no depredador, y que no se debe confundir el móvil individual con el de la nación, que era por el contrario de índole civilizadora.

Frente a la España-Quijote impositiva y unitarista, belicosa e imperialista, guiada por el ideal caballeresco de don Quijote que Unamuno tilda de profundamente anticristiano e inhumano, propone una nueva España cuyo emblema sería Alonso Quijano el Bueno, personificación de una España replegada sobre sí misma, que, a diferencia de Costa y Ganivet, renuncia a cualquier empresa exterior y, entregada a un pacifismo integral, se dedica a cuidar y mejorar su economía nacional en el marco de un cristianismo auténtico, basado en la paz a todo trance y en el amor, que regenere a España de su paganismo, que emana del moralismo senequista y del contubernio del evangelio cristiano con el Derecho romano, raíz, según él, del egoísmo social anticristiano.

Unamuno descubre este mensaje regenerador, por un lado, en lo que él llama el fondo moral de don Quijote, que no es otra cosa que lo que éste contiene y conserva de Alonso Quijano, su sanidad moral, de la cual procederían los aspectos más positivos del personaje, tal como se manifiestan en su discurso humanista dirigido a los cabreros o en las razones de alta justicia en que basó su intervención para liberar a los galeotes.

Y la otra fuente del «evangelio de regeneración nacional» se halla en el comentario simbólico que Unamuno hace del último capítulo de la novela de la muerte del caballero manchego como don Quijote, como símbolo de un ideal caballeresco avasallador y de un heroísmo belicista anticristiano, para resucitar como Alonso Quijano el Bueno, arquetipo de los ideales regeneradores propuestos como metas para una nueva España, que está a punto de salir de su locura imperialista-quijotesca tras el Desastre del 98. He aquí su interpretación del sentido del regreso de don Quijote para retirarse en su aldea:

«Don Quijote, molido y quebrantado y vencido por el caballero de la Blanca Luna, tiene que volver a su aldea; y desechando ensueños de hacerse pastorcico y de convertir a España en una Arcadia, prepárase a bien morir, renaciendo en el reposado hidalgo Alonso el Bueno.
«¡Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno!», salió exclamando el cura cuando don Quijote hizo su última confesión de culpas y de locuras. Es lo que debemos aspirar a que de nosotros se diga. ¿Es que acaso tiene que morir España para volver en su juicio?, exclamará alguien. Tiene, sí, que morir don Quijote para renacer a nueva vida en el sosegado hidalgo que cuide de su lugar, de su propia hacienda.» El porvenir de España, op. cit., pág. 160.

Otro aspecto de la nueva España renacida según el espíritu de Alonso Quijano habrá de ser su carácter descentralizado a través de un movimiento regionalista, que Unamuno ve con simpatía. Frente a la España-don Quijote regida por un absurdo sentido de la unidad, la nueva España de Alonso Quijano se regirá por la diversidad regional. En este punto Unamuno viene a coincidir con Almirall, quien, partiendo también de un similar diagnóstico de la España quijotesca, caracterizada por el afán de imposición y el espíritu unitarista uniformador, también recetaba para España como solución potenciar el regionalismo, aunque en su caso desde una perspectiva federalista. Derrumbada la España imperial de don Quijote con la inminente pérdida de los últimos reductos de lo que fue el Imperio español (el 26 de julio de 1898 España pide la paz a Estados Unidos, que se firmará en diciembre de ese mismo año), la nación se ve, según Unamuno, expuesta a un grave dilema: o sigue siendo un país centralista de orientación castellana, la cual nos condujo al descubrimiento y conquista de América, pero que ha quedado desquiciada ya desde entonces y que está a punto de estarlo definitivamente con la pérdida de los restos de nuestro Imperio ultramarino; o se convierte en un país periférico que tome una orientación no centralista o no castellana, en que las regiones periféricas, como las Vascongadas y Cataluña, «irán creando otros núcleos nacionales ayudando al desarrollo total de España» (op. cit., pág. 187).

Unamuno no alberga duda alguna de que la caída definitiva de nuestro Imperio será a la vez el fin de la España unitarista según el espíritu de don Quijote, de cuyos escombros surgirá un potente movimiento regionalista descentralizador, cuya presencia advierte en toda España, incluso en Castilla, y que no desdeña con tal de que no sea exclusivista y que la diferenciación a que aspira sea integradora. Más perspicaz que Unamuno en este punto, Ganivet rechaza, en cambio, el regionalismo como movimiento político de descentralización con palabras que resultan de lo más actual en la situación presente de España:

«A docenas se me ocurren los argumentos contra las regiones, sea que se las reorganice bajo la Monarquía representativa o bajo la República federal..., y no veo justificado...que se sustituya la centralización actual por ocho o diez centralizaciones provechosas a ciertas capitales de provincia, ni que se amplíe el artificio parlamentario con nuevos y no mejores centros parlantes...Usted, que es vizcaíno, recordará que un Parlamento vasco no les hace ninguna falta, teniendo como tienen diputaciones forales, que no son focos de mendicidad como muchas de España, sino diputaciones verdaderas; yo, que soy andaluz, declaro que Andalucía políticamente no es nada.» Op. cit. págs. 196-7.

Y asimismo denuncia el carácter antiespañol del naciente regionalismo separatista en Cataluña y Vascongadas.

Ganivet

Antes de pasar a examinar la interpretación histórica del segundo Unamuno, debemos hacer, en este contexto de la polémica con el autor vascongado, una mención, aunque concisa, a la propuesta por Ganivet, a la que ya hemos hecho algunas referencias. Para encuadrarla, lo primero que cabe decir es que, así como la concepción histórica del Quijote del primer Unamuno es afín a la de Almirall, salvo en la visión de la empresa española en América (que mientras el autor catalán la juzga como una aventura quijotesca en el mejor sentido de la expresión, como una de las más grandes hazañas históricas, el autor vizcaíno la considera, como acabamos de ver, como una locura quijotesca en el peor sentido de la expresión), la de Ganivet es afín, en cambio, a la de Costa, aunque con una matización.

El meollo de la cuestión reside en la posición que se adopte ante la locura de don Quijote: si se la interpreta negativamente como manifestación de un idealismo exaltado, como Galdós y Unamuno, o que se la interprete como manifestación de un idealismo sublime, como expresión del entusiasmo por los más elevados ideales humanos y políticos, como es el caso de Costa, o que se vean en ella aspectos positivos y negativos en tanto el idealismo quijotesco, por más que sublime en un sentido, en otro sentido se halla desquiciado, como sostiene Ganivet. Por eso, la actitud de Ganivet es más cauta que la de Costa, incluso ambivalente. En lo que tiene de idealismo sublime, símbolo del idealismo civilizador de España, lo aprueba; pero, en la medida en que se trata de un idealismo exaltado, lo reprueba y concuerda con Unamuno en que a largo plazo esta España sane y muera en un futuro indefinido para que renazca la España del sublime idealismo civilizador.

Pero hasta ese momento, España tiene todavía un porvenir quijotesco que realizar. Pues España es una nación quijotesca en su esencia y siendo así no tiene más remedio que seguir realizando aventuras quijotescas, sin poderlo evitar; siendo el quijotismo la razón de su ser, el abandono del mismo, la recuperación de la cordura sería ahora la señal de su acabamiento. De acuerdo con la lectura alegórica que el autor granadino hace del Quijote como símbolo de la historia de España, ésta no ha hecho más que una salida y por tanto aún le quedan dos salidas históricas que hacer para empatar las tres salidas al mundo de don Quijote.

La historia de don Quijote es la historia de España y, al igual que el hidalgo manchego, a pesar de quedar molido y volver derrotado a su aldea, no escarmienta y vuelva de nuevo a las andadas, sin que su familia ni amigos puedan impedirlo, España, que todavía no ha encontrado el Sansón Carrasco que la derrote definitivamente, sino simples desventuras propias de una primera salida que no ha sido bien planificada (de modo semejante a como don Quijote la primera vez que salió se olvidó de llevar dinero), tampoco escarmienta, sino que sueña con nuevas aventuras y se prepara para una segunda salida, sin que nadie lo pueda evitar. Y siendo esto así, lo mejor que se puede hacer es dejar una puerta abierta, sugerir cuál puede ser el mejor destino para España, para que, una vez restablecidas sus fuerzas decaídas, emprenda una gran empresa histórica exterior y Ganivet está dispuesto a aventurar, en la línea de Costa, que esa empresa tendrá como campo de actuación África entera como centro de la expansión futura española.

El segundo Unamuno

Para el segundo Unamuno, el de Vida de don Quijote y Sancho, ya no es Alonso Quijano el Bueno el que señala el camino de la regeneración de España, sino don Quijote, con lo cual su posición se aproxima ahora a la de Costa y Ganivet. Ahora es el quijotismo no sólo la clave del pasado histórico de España, sino también de su presente y su porvenir. España es, en su esencia, una nación-quijote y por tanto la raíz de su regeneración no puede consistir en abandonar su quijotismo, sino en ser fiel al mismo. De ahí que Unamuno se retracte de su antigua proclama sobre la muerte de don Quijote y exclame ahora, por el contrario, ¡Viva don Quijote!

El primer Unamuno condenaba la locura quijotesca como hija de la vanidad del hidalgo, obsesionado con la fama y con pasar a la historia, y de su soberbia y carácter impositivo, que le impulsaba a creerse ministro de Dios en la tierra y brazo ejecutor de su justicia y por tanto a salir al mundo a imponer a los demás su espíritu e ideales y a erigirse en árbitro de los conflictos humanos, que han de resolverse con el poder invencible de su brazo, con la ley de la espada; en cambio, el segundo Unamuno, muy contrariamente, nos la presenta preferentemente como una locura «heroica», hija de la bondad de Alonso Quijano, raíz de un ansia de renombre, que ya no es vanidad, sino ansia de vida eterna, de inmortalidad, y de un afán de generosidad que le mueve a socorrer a los menesterosos y a castigar a los opresores. Si antes los ideales caballerescos eran vistos como expresión de una mentalidad pagana, anticristiana, ahora aparecen como símbolos del espíritu cristiano, de manera que el Quijote pasa a ser una «epopeya profundamente cristiana» (Vida de don Quijote y Sancho, Cátedra, 2004, p. 521). Obsérvese, de paso, cómo Unamuno explica a su antojo la causa de la locura de don Quijote: según el Quijote, ni la soberbia ni la vanidad ni la bondad ni el amor por Aldonza Lorenzo constituyen la raíz de aquélla, sino la intoxicación literaria como efecto de la lectura de los libros de caballerías. Pero recuérdese que el autor vizcaíno se considera con derecho a interpretar el texto cervantino según lo que le sugiera, sin importarle lo que realmente éste dice o quiere decir.

Pero aunque cambie de énfasis, Unamuno no se olvida del carácter impositivo y soberbio de don Quijote, ni de su preocupación vanidosa por la fama mundana. A la luz de estos rasgos interpreta el sentido de la empresa española en América, cuya evaluación no varía ni un ápice con respecto a la ofrecida en su primera etapa. Se trata, según él, de una colonización que se resume en expolio y atrocidades. Más que en las obras precedentes, en Vida de don Quijote y Sancho echa mano de la exégesis alegórica del texto cervantino para presentar la conquista y gobierno de la América española como una operación depredadora en consonancia con el modo de ser de los españoles, revelado a través de la vida de los personajes cervantinos. De acuerdo con este criterio, la codicia de Sancho y la ambición de gloria de don Quijote son los mismos móviles que guiaron a los españoles en América, en quienes se habrían fusionado su sed de oro y de gloria, bien es cierto que a la larga la innoble codicia, según Unamuno, predominó sobre el afán de gloria, que no habría sido sino un mero disfraz de un impulso codicioso, «una alcahueta de la codicia».

En el episodio de los mercaderes, en que el hidalgo manchego pretende hacer confesar a la fuerza a éstos la belleza sin par de Dulcinea, símbolo a su vez de la pelea por la conquista del reino espiritual de la fe religiosa, ve el autor una analogía con la manera como los españoles imponían la religión en su Imperio ultramarino, con la tizona en la diestra y el crucifijo en la siniestra. El pueblo español, a modo de quijote justiciero, creyéndose ser ministro de Dios en la tierra y brazo ejecutor de su justicia, fue a América a imponer la fe a tajo y mandoble, pero fue sobre todo, y esto es lo más grave para Unamuno, a expoliar a los indios arrancándoles el oro y la plata. En la misma línea comenta la aventura de las dos manadas de ovejas, en la que la acción de don Quijote alanceando ovejas, es la misma que la de los conquistadores españoles, igual a la de Pizarro y los suyos en el corral de Cajamarca alanceando a los incas.

Como se ve, la historia de don Quijote es una síntesis, en forma alegórica, de la historia de España, de manera que las aventuras y desventuras del hidalgo vienen a ser las aventuras y desventuras del pueblo español en la historia. Y si en el fondo inmoral del personaje cabe encontrar la razón de ser de nuestros errores y la causa de nuestros males, en el fondo moral del mismo, que en esta obra destaca Unamuno más que en las precedentes, se hallará el remedio a éstos, el camino de nuestra regeneración nacional. El remedio de los males de España reside en el quijotismo, pero en el que, frente al quijotismo inmoral de la soberbia, la imposición y la intransigencia religiosa, se presenta como un quijotismo moral, cuya raíz es la bondad y generosidad del noble hidalgo y que el autor vizcaíno identifica con el cristianismo, eso sí, un cristianismo quijotesco, sin el cual no habrá ni progreso económico ni regeneración espiritual de España: «Nuestra patria no tendrá agricultura, ni industria, ni comercio, ni habrá aquí caminos que lleven a parte adonde merezca irse mientras no descubramos nuestro cristianismo, el quijotesco. No tendremos vida exterior, poderosa y espléndida y gloriosa y fuerte mientras no encendamos en el corazón de nuestro pueblo el fuego de las eternas inquietudes» (op. cit. pág. 307).

Como bien se ve, al proponer el cristianismo quijotesco como cura de los males de España y como base de su misión histórica, Unamuno no invalida los planes de recuperación y progreso económicos impulsados por los regeneracionistas, y que el primer Unamuno simbolizaba en la figura de Alonso Quijano el Bueno, quien renunciaba a las andanzas exteriores de España para dedicarse al cuidado de su hacienda, como había hecho antes de enloquecer. Pero ahora es la figura de don Quijote la que simboliza a la vez la tarea de regeneración económica y la misión histórica de España, imbuida del ideal del quijotismo desplegado en su sentido moral y cristiano. En cierto modo, el significado alegórico de Alonso Quijano queda incorporado y trascendido como una parte del que ahora se otorga al de don Quijote. Y por eso es ahora el propio don Quijote, a través de sus proyectos pastoriles, el que se convierte en símbolo de una España, que habiendo sido derrotada recientemente como Imperio frente al nuevo Imperio emergente de los Estados Unidos, arrepentida de sus locuras imperiales, se repliega sobre sí misma para reorganizar su economía, a la manera como el hidalgo español, vencido como caballeo andante, cansado y maltrecho, se retira para dedicarse al pastoreo. Un don Quijote que proyecta ser pastor se convierte en emblema de la España de la regeneración económica:

«¡Hacerse pastor! Es también, mi don Quijote, lo que se le ha ocurrido a tu pueblo luego que ha vuelto de América, derrotado en el encontronazo con el de Robinson. Ahora habla de dedicarse a cuidar y cultivar su hacienda, a alumbrar pozos, a trazar canales para regar sus resecas tierras; ahora habla de política hidráulica. ¿No será que siente el remordimiento de sus atrocidades pasadas por tierras de Italia, Flandes y América?», Op. cit., pág. 481.

Ahora bien, para salvar a España no basta con un don Quijote pastor; hace falta además un don Quijote heroico, el caballero de la fe en el ideal, dispuesto a sacrificar su vida por éste. Pues un pueblo no puede subsistir como tal, según Unamuno, si no está dotado de un ideal que realizar, base de su misión histórica. La España actual, sin embargo, está dominada por espíritus análogos al de Antonia Quijano, la sobrina de don Quijote, gentes no sólo carentes de heroísmo y de grandes ideales, sino que además paralizan a los que los poseen. Frente a una España así, regida y gobernada por la sobrina del hidalgo, Unamuno propugna una nueva España, la de don Quijote, Dulcinea y Sancho, el heredero y continuador de la misión de su amo, una España cuyo ideal por realizar en la historia es el cristianismo quijotesco, la filosofía española de don Quijote, cuya idea medular es la fe en la inmortalidad personal. Tal es su esencia fundante y el secreto de su destino en la historia:

«Dios de mi España... El día en que tu siervo Sancho cure de su locura, se morirá, o al morir él se morirá su España, tu España, señor. Fundaste este tu pueblo, el pueblo de tus siervos don Quijote y Sancho, sobre la fe en la inmortalidad personal; mira, Señor, que es ésa nuestra razón de vida y es nuestro destino entre los pueblos el de hacer que esa nuestra verdad del corazón alumbre las mentes contra todas las tinieblas de la lógica y del raciocinio y consuele los corazones de los condenados al sueño de la vida.» Op. cit., pág. 522.

Desde esta concepción del quijotismo, alimentado por la fe en la inmortalidad, como ideal y misión de los españoles en la historia, Unamuno reinterpreta nuestro pasado histórico. Ahora resulta que el auténtico móvil de nuestros compatriotas en América y en otros escenarios no habría sido, en realidad, el mero prurito de gloria y renombre, sino el afán de vida eterna, de no morir, al igual que el verdadero móvil de don Quijote en sus aventuras no habría sido la fama mundana, sino el sueño de vida eterna, de no morir, simbolizado por Dulcinea. En otras palabras, tanto en el hidalgo como en los españoles, el interés por la gloria, por dejar huella en la historia, no sería sino un efecto o subproducto de su afán de inmortalidad. Hagan lo que hagan los españoles, su acción siempre se halla guiada por el mismo afán; para el caso da igual que estén en América o que se dediquen, una vez liquidado el Imperio americano, a tareas económicas que contribuyan al fortalecimiento de la nación, el móvil subyacente es siempre el mismo, la fe en la inmortalidad. Como dice Unamuno, cambia de camino el pueblo español, pero no de estrella que le guía, que sigue siendo, bajo el manto aparente del renombre y la fama, el ansia de vida eterna.

Azorín

La interpretación de signo histórico del Quijote que esboza Azorín se aproxima notablemente a la del primer Unamuno. En El alma castellana (1900) presenta a don Quijote como símbolo a la vez de la grandeza y decadencia españolas y, en la estela del autor vascongado, a Alonso Quijano como símbolo de la regeneración de España. El espíritu guerrero del hidalgo manchego representa a la España volcada en aventuras imperiales, en guerras permanentes, que la han dejado exangüe. Al mismo tiempo, su idealismo exaltado desplegado en empresas exteriores habría ido en detrimento de la economía nacional no sólo por el elevado costo económico de las mismas, sino porque a la vez el idealismo quijotesco alimenta el desdén al trabajo y a la obtención de ganancias: «Desdeñan los españoles los mecánicos ministerios. ¿Cómo pudiera conciliarse el idealismo de quien asombraba al mundo por su generosidad y su valor con las innobles artes del mercader? No es la vida del espíritu y del corazón propia a las granjerías de la industria y del comercio» (op. cit., Biblioteca Nueva, 2002, pág. 89).

Luego de lamentarse de la grandeza perdida y de identificar las causas del declive de España en el espíritu guerrero de los españoles, en sus sueños de gloria y desdén del trabajo, a la manera de don Quijote, Azorín, en la línea de Unamuno, condena la locura quijotesca que ha arruinado a España por haberse entregado a belicosas empresas imperiales. Como Unamuno, reniega de don Quijote y clama por la vuelta de Alonso Quijano, emblema de una España regenerada: «¡Ah, grande y noble España! ¡Oh, Alonso Quijano el Bueno!» (op. cit., p. 125). Perdido su imperio definitivamente, el camino de la regeneración de España pasa por la adopción del espíritu de Alonso Quijano, por el desprecio de las aventuras bélicas que nos trajeron la ruina, el aprecio del trabajo que impulse la transformación económica de la nación y el repliegue en la política interior. En fin, por el regreso a la hacienda y al hogar, para cultivar la tierra, cuidar el ganado y llevar una vida sosegada entregada al trabajo.

En La ruta de don Quijote (1905), Azorín mantiene una línea hermenéutica del mismo tenor. Don Quijote, el pueblo manchego, compendian «la historia eterna de la tierra española» y se condena la locura quijotesca-española, en lo que tiene entusiasmo por un idealismo exacerbado. En analogía con la distinción unamuniana del doble fondo, inmoral y moral, del quijotismo, también el autor alicantino distingue una doble vertiente en la locura quijotesca-española. Por un lado, está la loca exaltación, causa de nuestra decadencia histórica; y, por otro lado, el quijotismo como sano amor al ideal, sin el cual un pueblo carecería de misión histórica para realizar grandes empresas y se vería conducido a la decadencia:

«Y ésta es –y con esto termino– la exaltación loca y baldía que Cervantes condenó en el Quijote, no aquel amor al ideal, no aquella ilusión, no aquella ingenuidad, no aquella audacia, no aquella confianza en nosotros mismos, no aquella vena ensoñadora, que tanto admira el pueblo inglés en nuestro hidalgo, que tan indispensables son para la realización de todas las grandes y generosas empresas humanas, y sin las cuales los pueblos y los individuos fatalmente van a la decadencia...» Op. cit., Cátedra, 2005, pág. 158.

 

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