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El Catoblepas, número 79, septiembre 2008
  El Catoblepasnúmero 79 • septiembre 2008 • página 4
Los días terrenales

Notas para una clasificación
de las izquierdas mexicanas en el siglo XX

III. Sobre la Mesa del 47 y la Mesa del 83
(2) La Mesa del 83

Ismael Carvallo Robledo

Segunda parte del análisis: sobre la Mesa de 1983

Partido Comunista MexicanoPartido Popular Socialista de MéxicoPartido Mexicano Socialista

Comentario introductorio

La tercera generación de la izquierda mexicana, la de la revolución socialista, es aquélla corriente organizada desde los postulados de factura marxista-leninista y que tiene como horizonte histórico y como guía teórica y de práctica política la idea de la revolución socialista. Nace de la mano del Partido Comunista Mexicano en 1919, y llega hasta la declinación de Heberto Castillo (originalmente del PMT) a favor de Cuauhtémoc Cárdenas, en 1988, como candidato de unidad del Frente Democrático Nacional, lo que trajo consigo la disolución definitiva del Partido Mexicano Socialista y la conformación, poco tiempo después, del Partido de la Revolución Democrática.

Algunos años antes, en 1981 para ser exactos, el Partido Comunista Mexicano se había disuelto para refundirse inmediatamente en el Partido Socialista Unificado de México (PSUM), partido que a su vez sigue con vida hasta 1987. En este año se da nuevamente una convergencia política entre el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT) y el PSUM para reorganizarse y dar vida al Partido Mexicano Socialista (PMS). En septiembre de 1988, el PMS se disuelve y se integra a la plataforma del Partido de la Revolución Democrática. Se trataba del fin de la razón socialista como horizonte de acción política y de transformación histórica, por lo menos en la línea de continuidad que aquí estamos analizando; hay otras organizaciones, sobre todo las que han optado por la vía armada y la guerrilla, que siguen manteniendo tanto los postulados marxista-leninistas como el horizonte práctico del socialismo o el comunismo; al estudio de estos movimientos hemos de consagrar un estudio aparte.

El Partido Popular Socialista de México, fundado por Vicente Lombardo Toledano como Partido Popular en 1948, se mantiene no obstante hasta la fecha e independientemente del PRD, y no tiene registro electoral desde que en dos ocasiones, en 1994 y 1997, fue retirado del padrón oficial de partidos políticos por parte del Instituto Federal Electoral.

Tanto la Mesa del 47 como la Mesa del 83 son dos momentos fundamentales de esta tercera generación de la izquierda mexicana por el hecho de que en ellos se refracta, mostrando sus claves esenciales, la dialéctica política que la atravesó de principio a fin; en términos históricos, lo logrado y lo no logrado por esta corriente da el índice de las posibilidades efectivas y reales que una generación ideológica y política tiene para hacer suya la dialéctica de la historia.

1. La Mesa del 83

Treinta y seis años después de la reunión de marxistas mexicanos, el Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, CEMOS, convocó el 26 y el 27 de octubre de 1983 a nueve estudiosos y militantes de la izquierda socialista, con Valentín Campa incluido (quien participó en la del 47), para analizar retrospectivamente el material de aquella Mesa del 47.

Un año antes, Miguel de la Madrid había sido electo presidente de la República; con él habría de implantarse políticamente en México el neoliberalismo democrático (porque hay que subrayar la articulación ideológica del neoliberalismo con la nematología de la transición democrática), habiendo encontrado su expresión más patente pocos años después en el gobierno de su sucesor, Carlos Salinas de Gortari.

Al final de esa década, como sabemos muy bien, la Unión Soviética se derrumbaba y en México se fundaba el Partido de la Revolución Democrática como solución de continuidad ante la necesidad de desplazar a la razón socialista. Lo paradójico de la cuestión radica en el hecho de que con esa nueva modulación, la de la revolución democrática, antes que dar un salto adelante estaría acaso dándose un salto hacia atrás, o quizá incluso, y esto es lo dramático, un salto hacia ningún lado (que es el “ningún lado” de la llamada “izquierda moderna”), porque esa Revolución Democrática es lo que ya se había discutido, precisamente, en la Mesa del 47. ¿Por qué volver una vez más a esa cuestión? ¿No era esto acaso una señal luminosa (o más bien oscura) de la crisis y la deriva ideológica en la que habría de entrar la izquierda mexicana?

En esta Mesa del 83, cuya convocatoria fue hecha bajo el título que indagaba sobre ‘La Mesa Redonda de 1947 y la situación de la izquierda hacia la mitad de los años cuarenta’, Roger Bartra, Jorge Alonso, Miguel Ángel Velasco, María Eugenia Romero Sotelo, Juan Pablo Arroyo Ortiz, Valentín Campa, Alejandro Gascón Mercado, Javier Romero y Arnoldo Martínez Verdugo se reunieron para revisar los materiales en cuestión y para, según la propia presentación de la edición que tenemos a la vista (CEMOS y Ediciones de Cultura Popular, México DF, 1985), estudiar la significación actual que estos materiales puedan tener para las fuerzas de la democracia y el socialismo en nuestro país (en el México de 1983).

Con esta entrega de Los días terrenales en la que analizamos las claves esenciales del contenido de la Mesa del 83, damos por concluido nuestro análisis de estos dos eventos político-ideológicos –la Mesa del 47 y la Mesa del 83– que tuvieron lugar dentro de la plataforma histórica de lo que hemos catalogado como la tercera generación de la izquierda mexicana: la generación de la revolución socialista.

2. La intervención de Roger Bartra: el marxismo al pie da la horca

Roger Bartra (1942, Ciudad de México, hijo de exiliados españoles de origen catalán; antropólogo, sociólogo, escritor, ensayista y profesor emérito de la UNAM) inicia su exposición señalando la paradoja que comporta el hecho de que la cercanía (o vigencia) de los debates del 47 respecto de 1983 sea al mismo tiempo una fortuna y una desgracia. Una fortuna porque, a su juicio, era el índice de la inserción que el marxismo había tenido en nuestra historia nacional; una desgracia porque tal cercanía de 40 años daba también la medida del atraso del país (pero habría que preguntarle a Bartra cuál era el adelanto no producido todavía en México en virtud del cuál podría estarse dando su lamento).

Eran tiempos, los del 47, que Bartra diagnostica como de postrimería para la izquierda; porque en el 47 –pero también en el 83– la izquierda estaba cavando su tumba, estaba poniéndose en pie de la horca.

Entrando ya en materia, Bartra inicia apuntando al comentario que extrae de Lombardo cuando dice, en sus palabras: “no pretendamos el socialismo para mañana en nuestro país”; para Bartra, esto tenía que ser visto como una paradoja a la luz de lo que, según nos dice, era la consigna de los socialistas en los ochenta: “exijamos el socialismo para hoy”. Pero después aclara, al punto y seguido, que el socialismo de los 80 y el socialismo de los 40 es muy diferente, y subraya que:

«sabemos que sus cimientos democráticos se comienzan a construir antes del cambio revolucionario y de la toma del poder. Sabemos también que de muy poco ha servido el diseño teórico de etapas de transición, como no sea de filtros para opacar la realidad nacional. Sabemos que, si el socialismo ha de tener un futuro, debemos construirlo desde el presente.»{1}

Posteriormente, ante la caracterización (compartida por todos los participantes de la Mesa del 47) de que el régimen de esos momentos estaba inscrito dentro de los límites de una revolución democrático-burguesa “en marcha” respecto de la que había que definir quién tenía y podría ser la vanguardia hegemónica (el proletariado o la burguesía progresista), Bartra afirma que a Lombardo “le cayó del cielo la apreciación de Dimítrov según la cual en algunos países se podía llegar al socialismo sin pasar por la dictadura del proletariado”. Para Bartra, lo que estaba haciendo Lombardo, en el fondo,era justificar su apoyo al gobierno de Alemán: «de acuerdo con esto –dice Bartra–, Lombardo definía al gobierno de Alemán no como un gobierno proletario –aclaró Lombardo–, sino como un gobierno de la pequeña burguesía y de la burguesía progresista.»{2}

Una alianza, la de Lombardo con Alemán, que fue vista en el 83 por Bartra como aberrante, así como igualmente ridículas y forzadas le parecieron las discusiones sobre su dimensión progresista. Hemos de decir, por nuestra parte, que las posiciones que Bartra defiende hoy en día pueden ser consideradas igualmente ridículas y aberrantes: Bartra defiende hoy, según lo consigna en una de las revistas a las que hemos aludido, Letras Libres, posiciones socialdemócratas, liberales e imaginativas (sic){3}; posiciones que perfectamente encajarían con la caracterización del régimen de Alemán como progresista (con lo cual su estupefacción del 83 le estaría acaso ofreciendo hoy un retrato de sí mismo).

Pero, en todo caso, Bartra señala que lo fundamental es el error que subyacía como premisa metodológica y analítica de los marxistas del 47 a partir de los cuales discurrieron sus disputas en torno del proceso de industrialización, del capitalismo de Estado, del nacionalismo económico, de las vías al socialismo y del carácter democrático-burgués de la Revolución mexicana. Respecto de las tesis de Campa y Laborde, Bartra sostenía lo siguiente:

«Pero dos cosas no comprendieron Campa y Laborde: en primer lugar, que la vía del capitalismo de Estado no tiene necesariamente un carácter antiimperialista, más bien, por el contrario, constituye una modalidad de la integración moderna al sistema capitalista mundial. En segundo lugar, que esa vía “democrático-burguesa” del capitalismo estatal desarrolla tendencias despóticas y autoritarias, sin duda burguesas pero muy poco democráticas. Estos dos hechos, cuya significación e importancia se revelaron con fuerzaen la segunda posguerra, nos permiten replantearnos con otra óptica las tesis leninistas originales. Ello, como podrá comprenderse, tiene además una relación directa con la concepción de socialismo que hemos desarrollado durante los últimos años, sobre todo después de 1968.»{4}

Y es el Lenin del clásico texto sobre el socialismo como el control del monopolio capitalista de Estado puesto al servicio de todo el pueblo, aquello a lo que Bartra estaba dirigiendo su comentario crítico. La lógica de Lenin, según Bartra, era esta: una vez que el crecimiento de los monopolios llega a un grado de “macrocefalia estatal”, lo que determina el carácter de la sociedad es el Estado; si éste está en manos del pueblo, se está a pocos pasos del socialismo bajo la forma de democracia revolucionaria; si está por el contrario en manos de los capitalistas, se tendrá entonces una república imperialista, o un Estado burocrático reaccionario.

Pero la realidad, a juicio de Bartra, hubo de encargarse de refutar las tesis leninistas, pues la estructura socioeconómica de las repúblicas imperialistas –nos dice Bartra– no cambia de signo con la sustitución del estado mayor que ocupa el aparato estatal (y Bartra enlista las para esos momentos recientes experiencias “socialistas” en Grecia, Portugal, Francia y, atención, España); además de que ese capitalismo monopolista de Estado tiende a conformar estructuras estatales y empresariales que, a su juicio, difícilmente son compatibles con nuestro ideal (el de Bartra y compañía) de socialismo democrático, un ideal, es preciso afirmar hoy, que nunca define ni ha definido Bartra.

Lo que sucedía a juicio de Bartra era que los marxistas del 47 estaban inmovilizados por una trampa teórica, a saber: la de suponer que los intereses de la clase obrera debían coincidir con la necesidad de construcción del penúltimo peldaño para llegar al socialismo; pero la historia habría demostrado a la postre que el socialismo estaba más cercano y presente en la década de los 30 que después.

Y aunque el lombardismo se disfrazaba de ortodoxia y radicalismo, los marxistas iban quedando marginados del movimiento obrero. El proyecto de Lombardo, el Frente Popular, terminó a la deriva como un partido marginal –el Partido Popular y luego Partido Popular Socialista– enfrentado a un PRI que hubo de incorporar orgánicamente a su seno al movimiento obrero organizado por la vía de la Confederación de Trabajadores de México, la CTM. Esta alianza orgánica al interior del PRI devino la base histórica del capitalismo de Estado.

Ante esa deriva histórica del lombardismo, Bartra veía en aquellos días de 1983, como reflujo del movimiento estudiantil del 68 –generación de la que él forma parte– la expansión de un nuevo sujeto revolucionario por cuyo través estaría abriéndose paso la posibilidad de configuración de una nueva izquierda: las masas no-obreras como base de mayorías hegemónicas con miras a poderse incorporar a un proceso socialista revolucionario. Este proceso de conformación de masas no-obreras es aquello que permaneció eclipsado en los análisis de los marxistas del 47, quienes, aceptando la fase democrático-burguesa del régimen como necesaria históricamente, no contemplaron nunca o suficientemente las cuestiones relativas al desarrollo de partidos y frentes en el marco de una democracia representativa.

Y es en este error en donde Bartra, críticamente, hizo descansar la clave del monismo teleológico armonista en el que incurrían losmiembros de la mesa del 47 (lombardistas y comunistas), cuando destaca el hecho de que, para ellos, esa aceptación táctica del régimen democrático-burgués solamente encontraba sentido más que desde el esquema dialéctico en donde las reformas al sistema posibilitadas por dicho régimen fueran vistas tan sólo como eslabones de una cadena que necesariamente habría de desembocar en el “futuro luminoso” a cuya consecución estaban todos avocados, el socialismo.

Lo principal para ellos, según Bartra, era la carga histórica (teleológica) de las reformas, sin lograr entender –a su juicio– que «una reforma es defendida por los socialistas (los socialistas según Bartra), no sólo por estar ligada a una etapa o escalón, sino principalmente porque de una manera objetiva e inmediata beneficia a la clase obrera y al pueblo; se defiende y se lucha por su implantación en la medida en que forma parte del socialismo, es decir, contribuye al bienestar de la mayoría».

Pero, inmediatamente después, Bartra nos presenta su rectificación crítica al monismo de los del 47 con otro monismo armonista igualmente idealista, o quizá peor, metafísico, con el que entendía él, en el 83 –y acaso hoy en día–, lo que habría que entenderse por reformismo:

«La paz, y no la guerra permanente, serán parte de un socialismo libre de bloques internacionales. Por eso, debemos luchar por instaurar desde hoy la paz, la libertad y la democracia entre los hombres, la independencia y la autonomía de los movimientos políticos, la autogestión y la descentralización de la sociedad. Eso es lo que significa, a mi entender, ser reformista hoy en día. Es hacer la revolución todos los días, convertirla en un hecho cotidiano.»{5}

Como podemos ver, a pesar de sus refutaciones críticas, Bartra incurría –¿incurre?– en el mismo idealismo metafísico e infantil, propio del Pensamiento Alicia, que seguía pensando y esperando, en la línea del Imagine del pacifista inconsistente, ignorante y soñador John Lennon{6}, un “futuro luminoso”, pero no ya socialista, sino mejor aún: un futuro de paz, democracia y libertad.

En todo caso, en el cierre de su intervención, Roger Bartra hace balance histórico de las tres grandes corrientes de la izquierda que en aquella Mesa del 47 estaban presentes en Bellas Artes, sosteniendo que era necesario, en 1983, el reconocerse cada cual como atravesando políticamente unas y otras corrientes. Una “nueva izquierda”, tal era el llamado de Bartra, no podría ser otra cosa que el fruto dialéctico y contradictorio, conscientemente asumido, de todas ellas.

Las tres corrientes convergentes en el 47, y que luego refluyen, tras el punto de inflexión del 68 (habría que poner en consideración en todo caso la naturaleza de ese punto de inflexión), en la dialéctica de las izquierdas en el 83, eran las siguientes:

1) El izquierdismo, cuyo origen se remonta sin duda al anarquismo, es una corriente que adquirió una “ingenuidad populista” (las comillas son nuestras, I.C.) y una frescura juvenil que le permitieron tener una cierta “sensibilidad” a los nuevos movimientos sociales (las comillas nuevamente son nuestras). No obstante lo anterior, el influjo potente del marxismo, sobre todo en su versión estalinista, y también por cuanto a sus versiones maoístas o trotskistas han terminado por minar ese “espontaneísmo” y esa “frescura”.
El movimiento de 1968 es un punto de inflexión sociológico (más que histórico o político, según nuestra crítica, I.C.) de esta corriente: según Bartra –he aquí, en sus mismísimas palabras, la relevancia estrictamente sociológica, pero no política, de ese acontecimiento– el izquierdismo, que adquirió nueva fuerza en 1968 –aquí vamos, I.C.–, vive una vida contradictoria: «de día usa un rígido corsé marxista-leninista, pero de noche se desnuda y se emborracha con marginales heterodoxos»{7}.
¿Cabe más sociologismo y psicologismo, absolutamente irrelevantes en términos políticos, nos preguntamos por nuestra parte, en esa “terrible contradicción” vivida con acusada “sensibilidad” por ese izquierdismo post-68?

2) El reformismo. Se trata de una corriente, tan antigua como la misma revolución mexicana, según Bartra, que ha girado siempre en torno al Estado; su expresión más elaborada era precisamente el lombardismo, y ha incubado una cierta “sensibilidad” para detectar cambios en las correlaciones de fuerzas que determinan los cambios en los equilibrios políticos estatales. Pero es una corriente, no obstante, que también ha quedado presa de la dogmática del marxismo-leninismo de ascendente soviético.

3) El comunismo. Corriente encarnada en el Partido Comunista Mexicano y que vivía en aquellos momentos (en el 83, pero también en el 47) singulares contradicciones, siendo la más notoria de ellas –a ojos de Bartra– aquélla que opone su pasado estalinista a la tendencia democrática que rechaza el socialismo real como modelo.

3. La intervención de Jorge Alonso: la izquierda mexicana en la encrucijada

La de Alonso fue una participación de gran interés, pues en ella se avocó a trazar las líneas generales del contexto crítico y de fragmentación múltiple en el que se encontraba la izquierda del Partido Comunista en los años previos a la Mesa del 47.

En marzo de 1940, el Congreso Extraordinario del PCM expulsaba a Hernán Laborde y a Valentín Campa bajo la acusación de traición a los intereses de la clase obrera y del pueblo de México. Campa habría de concentrarse a sus actividades de líder sindical en Ferrocarriles; Laborde haría lo propio para dedicarse temporalmente a sus actividades de periodista en Nuevo Mundo y Tricolor.

Por otro lado, en el informe que en abril de 1941 era presentado por el secretario general del PCM ante el VIII Congreso Nacional Ordinario, era consignada la existencia del sectarismo-oportunismo en el interior del partido, y que tales derivas estaban siendo ejercidas por Enrique Ramírez y Ramírez y por Narciso Bassols, director del periódico Combate.

A todo esto se añadía la polémica abierta por la cuestión de la pertinencia o impertinencia de mantener algún tipo de relación con Campa y Laborde, toda vez que había sido expulsados; además de que había nacido en el interior de la dirigencia la crítica total a los peligros de “infiltración lombardista”.

Con una dramática reducción de militancia, que en tres años se había reducido de 17 mil a 2 mil militantes, el PCM acentuaba su crisis interna para encallar en el 43 y expulsar en bloque a Enrique Ramírez y Ramírez, Ángel Olivo, Genaro Carnero Checa, Luis Torres y Miguel Ángel Velasco.

Los expulsados respondieron con un desplegado público condenando la miopía de la dirección del PCM al no haber logrado entender que la disolución de la III Internacional habría nuevas posibilidades históricas, que eran aquéllas en virtud de las cuales podría lograrse definitivamente la integración de grandes partidos marxistas revolucionarios que hundieran sus raíces en su propio suelo.

La expulsión, en todo caso, desencadenó una salida en desbandada de grupos numerosos: el 17 de noviembre apareció un manifiesto de los comunistas del DF, dirigido a todos los militantes del PC, firmado por la célula de tranviarios, la José Carlos Mariátegui (donde estaban, además de Ramírez y Ramírez, José Revueltas, Efraín Huerta y José Alvarado), por las células de ferrocarrileros de las secciones 15 y 16, por la Cura Hidalgo (donde estaba Leopoldo Méndez), la de la fundidora La Consolidada y por militantes de 16 células más. En el desplegado se acusaba a la dirección de llevar al Partido al desastre, y se anotaba que la debilidad principal de la revolución mexicana y del movimiento popular seguía siendo la ausencia de una verdadera vanguardia política de la clase obrera y del pueblo (cosa que habría de ser después teorizada por José Revueltas en su clásico Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, de 1962).

Los expulsados se reagruparon en torno del periódico El Partido y convocaron una asamblea de militantes del DF para fines de 1943. En el editorial del 10 de enero, El Partido consignaba que:

«Los marxistas se encuentran separados en varios grupos y círculos. Ninguno de estos grupos puede reclamar para sí, justamente, el monopolio del marxismo en México.»{8}

La unidad en torno de los principios revolucionario marxistas, a la luz del análisis previo, era una verdadera necesidad histórica. El resultado inmediato de este esfuerzo fue la creación de un periódico de orientación marxista en sustitución de El Partido: El Insurgente. Se propuso también crear una unión de estudio y lucha; la propuesta en eso solamente se quedó, en propuesta.

A la postre, los núcleos habrían de replegarse una vez más: José Revueltas y Leopoldo Méndez se reorganizarían en torno del grupo marxista El Insurgente; Ramírez y Ramírez y otros se integrarían alrededor de Lombardo; Miguel Ángel Velasco, Laborde y Campa, por su parte, fueron haciendo equipo propio.

Para agosto de 1944, Vicente Lombardo Toledano convocaba la creación de la Liga Socialista Mexicana, excluyendo del proceso a Laborde, Campa y Velasco. En el acta constitutiva quedaban las firmas de Narciso Bassols y su grupo, militantes del PC y los miembros de la Universidad Obrera, además de Rafael Carrillo, José Mancisidor, Alberto Bremauntz, Manuel Meza y Miguel Arroyo de la Parra.

Los propósitos fundamentales de la Liga eran sobre todo de orden teórico y de estudio; sus esfuerzos habrían de consagrarse al estudio del materialismo dialéctico, del materialismo histórico, de la economía política, del socialismo científico y de la historia nacional y universal. El futuro de la Liga sería breve y poco a poco sus esfuerzos encontrarían poca resonancia.

Pero en junio del 45, otro grupo más se organiza; en este caso se trataba del Instituto Revolucionario de Estudio Sociales (IRES). Se trataba de una institución sobre todo cultural más que electoral, sustentante también de los postulados del materialismo dialéctico y del socialismo científico. Por medio de sus once sesiones de estudio, el IRES pugnaba por el análisis científico de los problemas que afectaban a la nación política; buscaban también, en ese tenor crítico, mantener siempre una orientación cultural y artística, de difusión de doctrina, de tesis y de opiniones. Como órgano de difusión, fue creada la revista del instituto, IRES.

Hernán Laborde, por su parte, se había convertido desde septiembre de 1944 en director de la revista Tricolor, que se declaraba como revista de doctrina democrática y de criterio independiente. En marzo del 45, el número 152 de la revista Tiempo anunciaba que en los últimos meses habían aparecido gradualmente varios partidos políticos, como el José María Morelos, encabezado por Hernán Laborde, Valentín Campa, Miguel Ángel Velasco y Luis Chávez Orozco; en la nota era consignado también el hecho de que en esa agrupación José María Morelos se contaba con la presencia de fuertes núcleos sindicales, sobre todo de extracción ferrocarrilera, minera y electricista, que tenían discrepancias con la CTM.

En el número 4 de la revista Tricolor, Laborde hubo de aclarar lo afirmado por Tiempo, toda vez que el de José María Morelos no era en modo alguno un partido político sino un “círculo de estudios” de carácter nacional-revolucionario al que tenía acceso todo mexicano de tendencia progresista. A partir de entonces, en Tricolor fueron apareciendo artículos y desplegados en donde el Círculo Morelos definía su posición en torno de la coyuntura del momento: además de hacer un llamado a apoyar la candidatura de Alemán (del PRM), destacaban también la lucha contra la carestía, por la rebaja de los precios y por un programa avanzado de reformas sociales.

A partir del 45, el Círculo de Estudios Morelos, que poco tiempo después se habría de denominar Círculo Socialista Morelos, estableció una estrategia de acercamiento con el resto de las agrupaciones que habían surgido como fruto de las expulsiones del PC de principios de los 40 con miras a lograr la unificación de todos los grupos de marxistas mexicanos.

En abril y mayo de ese año, Tricolor editó los documentos del Círculo Socialista Morelos llamando de nuevo la atención sobre la urgencia de construir en México un gran partido político de la clase trabajadora.

Pero nuevamente el faccionalismo aparecía: dirigentes del PC, a principios de 1946, volvían a poner obstáculos mediante los que mostraban su indisposición para entablar relaciones con los expulsados del partido: los círculos El Insurgente y, precisamente, el círculo Morelos; con el IRES, con Acción Política y con la Universidad Obrera no tenían problema en discutir.

No obstante las reticencias del PCM, a principios de julio, el IRES, la Alianza de Ferrocarrileros Socialistas, la Alianza de Trabajadores Revolucionarios del 8º Distrito, el Frente Socialista de Abogados, el Bloque Comunista Sergio Kirov, el Círculo Socialista Morelos, el Grupo Marxista de la Facultad de Economía y otras personalidades, entre las que se encontraba el diputado José María Suárez Téllez, anunciaban que habrían de reunirse en asamblea pública para discutir la sucesión presidencial, el alza constante del costo de la vida y la grave situación internacional.

El resultado de esa asamblea fue doble: por un lado, se constituyó la ASU, Acción Socialista Unificada, organizada con el propósito fundamental de unificar la acción y la lucha de los grupos que sustentaban la doctrina del socialismo científico, y, por el otro, se tomó la determinación de continuar con las relaciones y gestiones con el PC, con el grupo de la Universidad Obrera, con el Círculo Cultural El Insurgente y con los miembros de la antigua Liga de Acción Política; todo ello encaminado a lograr un gran movimiento de unidad marxista como un primer paso hacia la integración orgánica de un gran partido político de la clase obrera. Además, por cuanto al órgano de difusión teórica, la revista IRES y la revista Tricolor se fusionaron en una sola: Unidad Socialista.

El primer gran intento de unidad marxista estaba sobre la mesa. Para el 10 de julio, la ASU envía al PCM una carta dando cuenta de su nacimiento y ratificando la invitación hecha para que el PC participara en el movimiento. Del mismo modo, quince días después, la ASU hacía también pública la contestación positiva al llamado hecho por Lombardo, en un discurso pronunciado el día 18 y que había aparecido en El Popular del 25 de julio, en el que había puesto a consideración pública la necesidad de lograr la unidad de todos los grupos socialistas.

Pero esa aceptación a Lombardo, no obstante, estaba condicionada: la consigna debía ser la de construir un partido de la clase obrera y no un frente aledaño a un partido nacional-revolucionario, ahí estaba la cuestión:

«La ASU sostenía que en México, como en todo país semi-colonial o dependiente del capital extranjero la única clase social consecuentemente revolucionaria, democrática y antifascista, revolucionaria hasta el fin, era y seguiría siendo la clase obrera. Ésta era la única consecuente en la lucha por los propósitos no sólo socialistas, sino de los mismos democrático-burgueses de la revolución mexicana por la industrialización, por su independencia económica, contra el imperialismo y por la paz. ASU sostenía [también] que el aliado natural de la clase obrera era la masa campesina, pero que también tenía aliados temporales, a plazos más o menos largos, en las capas intermedias de la sociedad y en una parte de la burguesía constituida por un sector industrial progresista en el grado que éste estuviera dispuesto a luchar contra la penetración y dominio del imperialismo, y contra los grupos nacionales reaccionarios que le servían (a saber: la mayoría de los banqueros y grandes comerciantes, los restos del latifundismo semifeudal y los grupos políticos de drecha) y por el desarrollo económico independiente del país.»{9}

No podía permitirse equivocación alguna: en el tablero de las fuerzas políticas de ese momento, la variable de clase independiente en la ecuación de equilibrio político, en un proyecto de reconstrucción del Estado mexicano en sentido socialista, no podía ni debía ser otro que el proletariado.

Y es que en esto radicaba para la ASU el fallo histórico fundamental de la revolución mexicana, lo que constituía, viendo las cosas desde la óptica de Gramsci, el “jacobinismo a medias” de la revolución mexicana, a saber: la ausencia de un gran partido obrero revolucionario de vanguardia que arrastrase y dirigiera el proceso histórico.

Al Partido Comunista Mexicano, por su parte, no dejaba de incomodarle el hecho de que la ASU estuviera conformada por expulsados. Su comisión política habría a la postre de concluir que no, que no había otra agrupación, salvo el propio PCM, que pudiera ostentar el título de fuerza política marxista, y que, por lo tanto, quien a esa línea quisiera adherirse, solo bajo los designios del PCM le podría ser dado hacerlo.

Esta era pues la antesala política después de la cual vendría la convocatoria de Lombardo a la Mesa del 47. Por parte de la ASU, participaron Valentín Campa, en la segunda sesión,Manuel Meza en la quinta y Hernán Laborde en la octava.

La intervención de Campa ya fue analizada en la primera parte de este estudio (sobre la Mesa del 47). El Ing. Meza participó disertando sobre el problema agrario mexicano: para la ASU, el ejido resultaba la única forma aceptable para resolver el problema agrario de México.

Laborde, por su parte, señalaba las dos vías que a la vista tenía el país en esos momentos para encauzar el desarrollo capitalista: una, era la opción que fortalecía el capital financiero, particularmente imperialista, en la que se afianzaba la dominación del capital extranjero apoyándose en el capital financiero nativo, en el comercial y en parte del industrial; la otra era la opción en la que se suprimiría progresivamente la dominación del capital extranjero nacionalizando las porciones clave de la economía, apuntalando la intervención del Estado en todo el sistema e introduciendo progresivamente el capitalismo de Estado a través de la nacionalización, la reforma de las finanzas y del sistema de créditos en un sentido democrático y hacia el mejoramiento de la situación de los trabajadores y de todo el pueblo. Esta era la encrucijada en la que estaba inmerso el gobierno de Alemán.

Para finalizar su posicionamiento, la ASU se declaraba dispuesta a disolver su organización en caso de que la resolución de la mesa del 47 tomase la determinación de incorporarse todos nuevamente a las filas del PCM, tal y como rezaba la propuesta final de estos últimos.

Jorge Alonso consigna después que las dos vías habían quedado dibujadas en el tablero político de los marxistas mexicanos; en la nota de El Popular del 28 de enero del 47, se destacaba la encrucijada en el siguiente tenor:

«En términos generales se enfrentaron en esta reunión dos tesis: la primera expuesta por Vicente Lombardo Toledano y por el grupo marxista de la Universidad Obrera y secundada más o menos parcialmente por elementos de los otros grupos. La segunda, expuesta por los representantes del grupo ASU… y secundada también en aspectos parciales por otros elementos.»{10}

Campa y Laborde se inclinaban por la tesis de que la burguesía industrial no sería capaz de plantar cara al imperialismo, por lo que optaban por la vía de la expulsión de tal burguesía como posible aliado privilegiando en cambio la estrategia del capitalismo de Estado. Lombardo, por su parte, se inclinaba por la organización de un partido no exclusivamente marxista que tuviera la capacidad de incorporar a su seno a la burguesía progresista.

Esto era lo consignado por El Popular, pero la ASU hubo de refutar y matizar lo ahí afirmado: ellos no rechazaban en bloque a los industriales progresistas como aliados de la clase obrera contra el imperialismo; y planteaban una nacionalización “progresiva” de las empresas de capital extranjero.

En ese mismo tenor, la ASU refrendó su disposición a colaborar en la organización del partido popular que Lombardo defendía, siempre y cuando el partido fuese efectivamente independiente y que no se constituyera con apoyo del gobierno.

Además, ante la debilidad del PCM que ellos no tenían reparos en reconocer, se inclinaban por impulsar un proceso de conjugación de fuerzas políticas de todos los marxistas a efectos de integrar rápidamente un gran partido de masas que pudiera desempeñar para México, en un período razonable, el mismo papel que para Cuba estaba jugando el Partido Socialista Popular.

La conclusión de aquella oportunidad histórica, según el análisis de Jorge Alonso, es de confusión, debilidad y derrota. En la 1ª Asamblea Nacional de la ASU, los dirigentes afirmaban que:

«’Desgraciadamente en la Mesa Redonda se vio claro el propósito de ciertos grupos y personalidades de impedir la unidad de acción inmediata y la unidad organizativa ulterior de los elementos revolucionarios de vanguardia’; por una concepción oportunista de la realidad mexicana –continúa Alonso– que conducía a un menosprecio del papel del partido político propio de la clase obrera, y que desembocaba en que de hecho se propusiera la sustitución de un partido marxista por un partido popular pequeño-burgués como órgano de dirección del movimiento democrático. Ante esto, ASU, sin renunciar a sus propósitos de unificación, se veía en la necesidad de ver por su propio fortalecimiento.»{11}

Ante ese marasmo, nos dice Alonso, habría de ser sólo el futuro inmediato el que se encargaría de ver quiénes y en qué puntos tendrían a la postre razón: Lombardo, con una información más completa por sus mismas funciones internacionales, percibía con mayor claridad que la correlación de fuerzas se estaba inclinando hacia las salidas de línea autoritaria y fascista. El macartismo de los inicios de los años cincuenta, que trascendió las fronteras de los Estados Unidos y articuló una malla de anticomunismo a lo largo de Iberoamérica, le dio en algún modo la razón; pero Laborde habría tenido también razón cuando llamaba la atención sobre la encrucijada del régimen de Alemán en virtud de la presión que las fuerzas de la derecha nacional e internacional lo estaban empujando hacia las concesiones al imperialismo y la reacción.

Otro punto de inflexión fundamental estaba representado por la elección de dirigencia de la CTM que estaba a la vuelta de la esquina. La ASU, dada su influencia dentro del sector ferrocarrilero, intentaba ganar la dirección apoyando la candidatura de Gómez Z. y Valentín Campa. Lombardo, por su parte, tenía confianza en el grupo de Fidel Velazquez, de quien esperaba el contingente de masas para la organización de su partido. El triunfo a la postre estaría del lado de Velázquez.

Pero Lombardo, traicionado precisamente por Fidel Velázquez, habría de quedarse sin esa base cetemisa; el sector obrero del PRI, con Velázquez al frente, se habría de convertir en uno de los sillares imprescindibles del régimen priísta que se mantendría en el poder, formalmente hasta el 2000, aunque materialmente el bloque político en el poder sigue descansando en sectores del viejo régimen.

Aquello fue en definitiva, para Alonso, una encrucijada histórica que avanzó por su peor costado. Nada resultó de aquél intento de unidad: «pese a claridades teóricas respecto a la necesidad de un partido fuerte que condujera a la clase obrera y al pueblo hacia sus propias metas, aprovechando lo avanzado de la revolución mexicana, en la práctica la izquierda fue incapaz de resolver los propios problemas que había creado en su seno. Lección dolorosa y costosa, que sólo en parte ha sido asimilada en la actualidad.»{12}

4. La intervención de María Eugenia Romero Sotelo y Juan Pablo Arroyo Ortiz: el proyecto nacional de los marxistas del 47

Después de repasar las discrepancias y matices dados entre Lombardo Toledano, el PCM y la ASU, Romero y Arroyo destacan un punto de carácter contextual interesante: la alianza táctica que en esos años se había dado en oposición al Plan Clayton, presentado por los Estados Unidos con la intención de abrir las barreras al comercio de América Latina. La preocupación fundamental era la obstrucción del desarrollo capitalista nacional, en su concepción de revolución democrático-burguesa, por parte de los monopolios como instrumento geopolítico imperialista.

La alianza habría de articularse en torno de la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación (CNIT) siguiendo las directrices de un proyecto de desarrollo nacional y que eran estas:

1) Una política de industrialización para cubrir un mercado interno que requería de abastecimiento en las condiciones de crisis que se daban después de la guerra y en las que había prevalecido el desarrollo de la manufactura para la exportación; esta política requería el apoyo de un Estado fuerte para crear las condiciones del proceso de acumulación, dotando de infraestructura y de protección arancelaria. El Estado había cobrado fuerza política desde el pacto social anti-fascista durante la segunda guerra mundial, un pacto que había tenido también el papel de freno a la izquierda y al movimiento obrero subordinando sus proyectos históricos a las prioridades de unidad nacional para la industrialización.

2) Una política de apoyo a los sectores obrero y popular, principalmente hacia el movimiento sindical. Era prioritario que los beneficios de esa industrialización nacional llegaran también a los sectores populares, por ello existía una clara actitud conciliatoria con los sindicatos, expresada en el pacto obrero-patronal de abril de 1945, y el plan de mediación establecido entre la CTM y la CNIT para resolver los conflictos obrero-patronales.

3) Una política agrícola que buscaba medidas para elevar la productividad en el campo y sostener el poder adquisitivo del campesinado, con base en la idea de que el sector agrícola recibiría los beneficios de la industrialización.

4) Una línea ideológica de nacionalismo anti-imperialista que atravesaba y anudada en torno suyo a toda la alianza histórica.

Toda esta alianza nacionalista-desarrollista encontraba su antagonista en las viejas organizaciones industriales congregadas alrededor de la Confederación Patronal de la República Mexicana (COPARMEX), la Confederación de Cámaras Industriales y la Asociación de Banqueros de México; su posición era la de no pactar ni aliarse con los sindicatos ni con el movimiento obrero organizado, la defensa de un Estado no intervencionista en la economía y una actitud proclive y favorable con respecto a los Estados Unidos en materia de liberalización de la economía.

Este era el contexto que situaba a la revolución mexicana, a ojos de los marxistas del 47, en una etapa que requería de la unidad nacional para llevar hasta sus últimas consecuencias la revolución democrático-burguesa a la luz del hecho de que la contradicción fundamental de esos momentos descansaba en la lucha antiimperialista; lo cual, desde nuestras coordenadas (las del materialismo filosófico), es visto como la trabazón de la dialéctica de clases y la dialéctica de Estados como motor histórico. Pero en todo caso, el logro de esa unidad nacional hacía necesario el apoyo popular hacia el Estado, además de que el proletariado jugase un papel específico en la dirección del proceso histórico consistente en transformar la base económica del Estado mexicano del capitalismo mercantil al capitalismo industrial.

Las convergencias entre Lombardo Toledano y el resto de los participantes en la mesa del 47 llegaban hasta este punto; las divergencias estaban por darse en función de tres aspectos: el carácter del Estado en el proceso, la caracterización del gobierno de Miguel Alemán y el papel del proletariado en la conducción de la revolución.

Respecto de la caracterización del gobierno de Alemán, según el análisis de Romero y Arroyo, Lombardo Toledano y sus seguidores sostenían que, aún habiendo reformado el artículo 27 constitucional en desmedro de la reforma agrafia, el de Alemán era el gobierno de la unidad nacional susceptible de poder ser conducido por el camino marcado por la alianza de los sectores progresistas.

La ASU y el PCM, respectivamente, sostenían por su parte que lo que Alemán unificaba era a la burguesía y que sólo con un cambio en la correlación de fuerzas podría ser posible corregir el rumbo; era así por tanto necesario apuntalar esa unidad nacional con una estrategia de presión social y política que garantizase la consecución de los propósitos en cuestión.

A la base de esta discrepancia estaba una de mayor rango y significación teórica, y era la que tenía que ver con la concepción del Estado y el desarrollo capitalista. Por cuanto a Lombardo Toledano, se planteaba la necesidad de un Estado integrado fundamentalmente por la burguesía progresista con el proletariado como aliado y con una presencia estatal fuerte en la economía.

Por cuanto a las posiciones de la ASU y el PCM, el planteamiento fue el presentado con claridad meridiana por Hernán Laborde y que ya ha sido pormenorizado en el comentario que arriba aparece sobre la intervención de Jorge Alonso (ver arriba el apartado 3).

Y por último, por cuanto al papel del proletariado en la conducción de la revolución democrático-burguesa, Lombardo Toledano defendía la tesis de que el proletariado no estaba maduro aún para conducir el proceso, por lo que su participación habría tan sólo de atenerse a la definición del rumbo desde las alianzas; el PCM y la ASU reclamaban en cambio que el proletariado fuera el que condujera, como vanguardia, el proceso.

En un segundo apartado de su documento de trabajo, Romero Arroyo abordan algunas cuestiones relativas al contexto económico nacional e internacional. Por un lado, habiendo finalizado la segunda guerra mundial, era por demás evidente que los Estados Unidos se erguían como la potencia imperial y geopolítica dominante: el Plan Marshal, el Tratado del Atlántico y la doctrina Truman definían un tablero hemisférico de complicados perfiles geo-estratégicos. El proceso del armamentismo y de la asistencia económica de posguerra estaba ligado a la extensión de las funciones económicas del Estado. Era aquella una época marcada por la necesidad estructural de reconstruir el aparato industrial mundial.

La recepción de ese debate en la mesa del 47 se tradujo a su vez en los dos posicionamientos en torno del capitalismo de Estado (Laborde y Campa por un lado, Lombardo Toledano, Ramírez y Ramírez y Revueltas por el otro).

Ahora bien, en el terreno nacional, los autores marcan el punto de referencia inicial para el estudio del ciclo económico que estaba como fondo de la mesa del 47 al año de 1939, año de concentración dialéctica de la economía política mexicana que, según algunos, como Luis Cabrera, marcaba el verdadero fin de la fase ampliada de la revolución mexicana.

Durante la década de los 40, el PNB (PIB nacional) tuvo un crecimiento anual promedio del orden del 7.3 %, con la salvedad de que precisamente en 1947 ese crecimiento se redujo al 1%, recuperándose luego, hasta 1950, alrededor del 5%.

Los sectores productivos más dinámicos del país eran la agricultura, la manufactura, los energéticos y los transportes. Apuntalada por el cardenismo, la década de los 40 es testigo de un claro proceso de modernización.

Componente decisivo en el cuadro nacional de capitalismo de Estado cardenista era la polémica en torno de las dos vías posibles en materia de política comercial: la polémica entre librecambismo y proteccionismo. En este caso, tanto los miembros de la mesa del 47 como el bloque nacionalista de la burguesía industrial –enfrentada a su vez con el nuevo bloque industrial-financiero emergente– se inclinaban por la vía del proteccionismo. La era de la sustitución de importaciones estaba en puerta: en 1947, se crea el Comité Nacional para el Control de Importaciones y toda una serie de medidas arancelarias y de promoción endógena industrial fueron desplegadas con toda firmeza por el gobierno mexicano.

Y aquí se perfilaba una contradicción estructural en los términos de la dialéctica entre la presión externa (dialéctica de Estados) y las tensiones internas (dialéctica de clases) que habría de repercutir en los debates de la mesa del 47. Al terminar la guerra, el capital norteamericano estaba en la necesidad de expandirse por vía de inversiones directas y de venta de bienes de capital y tecnología; la figura en donde se consagra esta fase capitalista era la de la multinacional monopólica que comenzaría a abrirse camino como un actor central en la economía mundial. En la segunda mitad de los 40, por tanto, se abría una contradicción entre los sectores de la burguesía industrial que no podía ser ignorada por los participantes de la mesa del 47:

«Las posiciones no sólo estaban influidas por la situación del conflicto internacional y la conformación del bloque socialista, sino que, dadas las condiciones nacionales, les preocupaba encontrar aliados en el enfrentamiento antiimperialista. Así, dentro de la línea del nacionalismo, la confluencia natural era con el nuevo grupo industrial, porque además encajaba en la interpretación y estrategia que tenían para desarrollar el capitalismo dentro del modelo de la revolución democrático-burguesa.»{13}

Esta confrontación estaba a la base de las discusiones de los marxistas del 47 en virtud de la necesidad de confeccionar estrategias de alianza desde una perspectiva dominante antiimperialista.

El resultado de todo esto complejo proceso sería el de la redefinición de la forma de acumulación, produciendo desajustes y reajustes en las alianzas de clase y de sectores de clase ante el proyecto nacional, concretados en todo caso alrededor de la industrialización del país:

«En 1945 se firma el Pacto de Unidad Nacional entre la CTM y la Cámara de la Industria de la Transformación. La guerra ha terminado y se buscan condiciones para enfrentar la nueva situación del país. El nacionalismo a ultranza sustituye al antifacismo; la guerra fría será el trasfondo de una política anticomunista a la que se responde desde la izquierda con una posición antiimperialista y buscando alianzas con los sectores progresistas de la burguesía. Éste será el ambiente en el que Miguel Alemán llegue a la presidencia de la república: con el apoyo del movimiento obrero de algunos sectores de izquierda, y a la vez comprometido con la burguesía y el capital norteamericano en la modernización del país.»{14}

Para Romero y Arroyo, el cuadro económico político de esa crucial y definitoria década de los 40 presentaba un dilema claro y sencillo: o la nación y su unidad, o el movimiento obrero.

5. La intervención de Valentín Campa: las confusiones teóricas

La de Campa es sin duda de las más interesantes intervenciones de la Mesa del 83, pues fue él uno de los protagonistas centrales no ya nada más de la Mesa del 47 sino del movimiento comunista y sindical mexicano a lo largo de toda su vida.

En su comunicación concentró su tiempo a delinear lo que para él fueron las confusiones teóricas de aquellos momentos, en especial arrojó luz sobre dos de ellas: por un lado, el mantenimiento de la política de la unidad a toda costa prevaleciente desde mediados de 1937; se trató, para Campa, de una medida que canceló toda posibilidad para la organización de una nueva revolución:

«Esto conducía a encajonarnos, todos los de la izquierda, en el impulso a la revolución mexicana, aunque algunos destacáramos los procesos del desarrollo capitalista, la acumulación de capitales por los gobernantes y habláramos de una revolución dentro de la revolución mexicana. Esa deplorable situación teórica y política la revisamos hasta fines de los años cincuenta; aunque varios contribuimos a las elaboraciones, el que más aportó y estudió fue el compañero Arnoldo Martínez Verdugo, para llegar a la conclusión de que el grado de desarrollo capitalista plantea la perspectiva de una nueva revolución socialista con el poder obrero democrático.»{15}

La segunda confusión teórica fue la de considerar a México como una semicolonia; la rectificación vendría también hasta fines de los cincuenta cuando se clarificaron las características de México desde la perspectiva de la dependencia del imperialismo norteamericano, pero no desde la perspectiva de México como semicolonia.

Además de las confusiones señaladas, Campa refiere también que, a pesar de que fuese obviado o eludido por Laborde y otros, la proximidad del Congreso Nacional de la CTM gravitaba con potencia sobre lo que en la Mesa Redonda acontecía, sobre todo por cuanto a los aspectos relativos a la elección, en ese Congreso, de una nueva dirigencia y de la fractura abierta en función de las dos candidaturas a la misma (Fernando Amilpa-Fidel Velázquez, por un lado, y Luis Gómez Z. por el otro).

Todo esto contribuyó a que las contradicciones en la mesa del 47, a pesar de estar ahí convocados desde la perspectiva de la unidad de los marxistas mexicanos, aparezcan a la luz de los años, para Valentín Campa, como infranqueables: en primer término, las modificaciones reaccionarias al artículo 27 constitucional por Alemán, el amparo a los grandes terratenientes por el reparto de tierras, las garantías a esos terratenientes de grandes extensiones inafectables y otros aspectos que fueron aprobados por los diputados obreros de la CTM, con el asentimiento de la dupla Amilpa-Fidel Velázquez y por el propio Lombardo; en segundo término, por cuanto al movimiento sindical, el rompimiento del paro sindical de los petroleros, reprimidos por el ejército, en el primer mes de gobierno de Alemán, represión apoyada por Amilpa-Fidel Velázquez, al igual que por Lombardo; el rompimiento de la huelga de la Cervecería Modelo directamente por el Grupo Amilpa-Velázquez; el caso de Ferrocarriles en el que un grupito (sic) de aventureros encabezados por Manuel Moreno Cárdenas (un gangster a ojos de Campa), financiado y dirigido por la presidencia para recorrer el país y dividir al sindicato…

La CTM como centro de aglutinación de las masas obreras era un punto crucial en esos momentos para la totalidad del movimiento obrero y su futuro (a la postre, la CTM fue uno de los sillares orgánicos del régimen del PRI; Fidel Velázquez, hasta su muerte en 1997, fue, primero de 1941 al 47, y luego de 1950 hasta 1997, el cacique absoluto de esa organización); en la mesa del 47 se expresó la urgente necesidad de renovar sus estructuras y sus mecanismos de operación política:

«En la Mesa Redonda expresamos: “Ha llegado el momento en que, o la CTM se renueva para superarse y fortalecerse, o se desintegra por el propio peso del virus y del lastre interno que está acumulado”. A los pocos meses de la Mesa Redonda, el secretario general de la CTM, Amilpa y Fidel Velázquez, aceptaron la consigna de Alemán de expulsar de ella al compañero Lombardo Toledano, porque Alemán no toleraba ni la idea de formarel Partido Popular apoyado por la CTM. Ésta no se desintegró, pero pasó a ser una central bajo el control del gobierno.»{16}

Por otro lado, Campa hace alusión a otra de las diferencias fundamentales dada en función de la caracterización del gobierno de Alemán; para ellos eran alarmantes una serie de medidas recientemente tomadas, como lo eran, por ejemplo, las modificaciones al artículo 27 constitucional, el paro sindical de los petroleros y la entrega de la dirección del Banco de México al presidente de la Asociación de Banqueros de México.

En todo caso, Campa y la ASU secundaban la opinión de Lombardo según la cual no podría haber garantías políticas para el movimiento si no se reformaba y consolidaba un partido marxista de la clase obrera.

No obstante lo anterior, en el balance de aquella circunstancia Campa señalaba la conformación de dos tendencias: una con orientación de derecha, encabezada precisamente por Lombardo Toledano, y otra con orientación de izquierda, en donde estaba la ASU como grupo, y Bassols y Siqueiros personalmente. Y es que, al punto y seguido, Campa declara que, después de haberse realizado la Mesa del 47, habrían de enterarse que Lombardo Toledano confesó en una entrevista con la dirigencia del PCM que el objetivo de la Mesa Redonda no era otro que el de aplastar políticamente a Laborde y a Campa mismo; esta es la razón a la que Campa atribuye el desorden y el fracaso que a la postre hubo de marcar el destino de esa mesa.

Poco tiempo después, no obstante, la expulsión del mismo Lombardo Toledano de la CTM por parte de Amilpa-Velázquez –y por instrucción de Alemán– inclinarían las cosas a favor de la corriente de izquierda de aquella reunión del 47.

Ahora bien, en este punto de su intervención, Campa abre un paréntesis para explicar la política de unidad a toda costa a que dio lugar la división impuesta por Fidel Velázquez.

Era un hecho que en la Mesa del 47 se arrastraban influencias directas de aquella política de unidad a toda costa, y muchos compañeros –decía Campa en 1983– no han comprendido el efecto a tal grado negativo y los alcances mismos que esa política tuvo en México:

«Para mí es completamente claro que con la política de unidad a toda costa, que no fuimos capaces de rechazar, los compañeros extranjeros que intervinieron para impulsarla como un equipo internacional muy poderoso le hicieron un gran daño, no sólo al Partido Comunista Mexicano, sino al movimiento sindical mexicano. Y yo afirmo que las consecuencias de la política de unidad a toda costa todavía las estamos arrastrando.»{17}

Y esto conduce a Campa a desarrollar con más detalle las consideraciones hechas en esos momentos en torno de la naturaleza del capitalismo de Estado. A su juicio, tal estrategia de desarrollo capitalista debería de estar conjugado con la lucha por la fiscalización sindical de las empresas nacionalizadas y con la democratización de la economía. El capitalismo de Estado era concebido por ellos –nos dice– desde el punto de vista de la nacionalización de las empresas imperialistas; y es que la estructura industrial estratégica de aquéllos momentos estaba en manos foráneas: la industria minera, toda la industria eléctrica y buena parte de los ferrocarriles, o eran inglesas o eran norteamericanas.

Y aquí Campa hizo una acotación a la exposición de Romero y Arroyo: en efecto, el Pacto Obrero-Industrial fue apoyado por la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación, pero no lo firmó esa Cámara, sino la CONCAMIN. Y el Sindicato ferrocarrilero expresó su inconformidad con ese pacto por la sencilla razón de que la CONCAMIN abarcaba a la Cámara de la Industria del Transporte, las comunicaciones, y en esa Cámara estaban todas las empresas ferrocarrileras inglesas y norteamericanas que el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros luchaba por nacionalizar.

La posición de los ferrocarrileros ante la CTM en tiempos de la guerra era la siguiente: en la solidaridad contra el fascismo internacional eran los mineros y los ferrocarrileros los que más esfuerzos de producción para la guerra estaban aportando, al tiempo de ser también ellos quienes con más fuerza peleaban por la nacionalización de las empresas imperialistas; esta era la contradicción interna contenida en la política de la unidad a toda costa y que había producido tan violenta controversia con Lombardo: frente al fascismo internacional, habría que ser aliados de los Estados Unidos e Inglaterra, pero en el plano nacional se era mexicano y se tenía que luchar por nacionalizar las empresas de los imperialistas aliados. La dialéctica de clases y la dialéctica de Estados como motor de la historia a todo lo que da.

Y el problema del capitalismo de Estado en 1983, decía Campa, volvía a tener actualidad: el licenciado Miguel de la Madrid, recientemente electo presidente de la República, rechazaba nacionalizar empresas, aludiendo al riesgo de que el Estado, por tales motivos, se convirtiera en un “Estado obeso”; pero un desarrollo capitalista –refutaba Campa en su intervención– conduce a que también sea obeso el capitalismo privado (que es, en esencia, el problema de los monopolios como tendencia dominante dentro del capitalismo liberal).

En todo caso, aclaraba Campa en la Mesa del 83, la política de nacionalización de todas las industrias era apoyada por la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación con la que se tenía un pacto secreto para lucha, principalmente, contra el imperialismo norteamericano.

Cerrando su intervención, que aparece en la edición del CEMOS como transcripción de lo oralmente comunicado, Campa hace una reflexión en torno de los problemas abordados por la Mesa del 47, situándolos sobre todo como incorporados a la dialéctica económica y política del cardenismo:

«Termino expresando que muchos de los problemas, como ya se dijo aquí, que estamos revisando de la Mesa Redonda son de gran actualidad. La situación es muy diferente hoy. En el tiempo de Cárdenas México era un país semi-feudal, muy atrasado industrialmente, con un proletariado numéricamente débil. Aunque la situación es diferente, nos estamos encontrando en la actualidad problemas parecidos. Y creo que la discusión sobre la Mesa Redonda debe tener un objetivo muy claro, entre muchos: aprovechar esas experiencias y el estudio riguroso de ellas para armar a la clase obrera y al pueblo mexicano en sus luchas actuales.»{18}

6. La intervención de Arnoldo Martínez Verdugo: tres elementos básicos en el 47

Martínez Verdugo fue dirigente del Partido Comunista Mexicano y del Partido Socialista Unificado de México; en su intervención señala que la del 47 fue una mesa que intentaba resituar a la izquierda mexicana en el escenario político nacional como un movimiento con fuerza y potencia para salir al paso de la crisis en la que llevaba años inmersa; la corroboración que Martínez hace, al paso de los años, es que a la postre ese objetivo no se logró y que la Mesa no contribuyó de manera fundamental a sacar a la izquierda mexicana de la curva descendente en la que se encontraba.

Y la razón por la que a su juicio el objetivo buscado no se encontró es que la crisis en cuestión tenía un contenido teórico. Su exposición está consagrada a la exposición de tres elementos teóricos de esa crisis.

En primer término, Martínez Verdugo apunta hacia la clave del problema y que era el modo en que se planteaba en esos momentos la tarea de la clase obrera. La perspectiva era la siguiente: según el consenso general del que se derivaban las hipótesis de partida, en el país había una revolución democrático-burguesa en marcha aparejada con el desarrollo capitalista en un momento histórico marcado por la lucha necesaria contra el imperialismo; los debates giraban pues en torno del papel que habría de tener la clase obrera en el cuadro general de esa revolución y dentro del esquema de desarrollo capitalista-desarrollista que estaba configurándose.

La rectificación de Martínez Verdugo a este respecto es contundente: por más que pudieran ser extendidos los marcos de análisis marxista, no encontraba en esos momentos, en el 83, ningún elemento objetivo que pudiera conducirlos a la confirmación de que en ese entonces, en el 47, se desarrollaba en nuestro país una revolución de cualquier tipo que fuera. Para Cárdenas mismo, señalaba Martínez Verdugo, en esos momentos se vivía ya el triunfo de lo que hubo de llamarse la contrarrevolución pacífica, aclarando que esto era lo que Cárdenas dijo después, pero la realidad, en todo caso, era esa. Y precisaba don Arnoldo en su intervención:

«En el sentido amplio de la palabra, como época de revolución, la revolución burguesa en México, las tareas y las acciones de revolución, comenzaron desde la guerra de Independencia, esa fue la primera oleada de la revolución burguesa; la Reforma fue otra oleada de revolución burguesa y la revolución de 1917 fue la culminación; en ese lapso está nuestra época de revolución burguesa. Ya cuando el gobierno de Cárdenas, no existía el proceso revolucionario que se dio entonces, y la crisis que dio base a esa coyuntura política y a esa concepción, y a esas tareas, tenía otra dimensión: no era una continuación lineal, ni siquiera una continuación en general de la revolución, del proceso revolucionario.»{19}

Para Martínez Verdugo la tarea de la clase obrera y los revolucionarios no podía ser por tanto en contribuir a desarrollar el capitalismo, ésta no era una tarea revolucionaria, era una tarea ajena a la clase obrera; por tanto, plantearse el problema de la revolución democrático-burguesa en vez de haber optado, en esa misma coyuntura histórica, la concepción de la revolución democrático-socialista, hacía que todo el marco general de análisis y discusión quedara fuera desde el principio de las coordenadas revolucionarias en el sentido dicho. Fue esto lo que definió para Martínez Verdugo la tragedia de la izquierda en todos esos años.

En segundo término, Martínez Verdugo alude a lo señalado por Bartra con relación a la figura de “ponerse la soga al cuello” de la izquierda, toda vez que mantuvo siempre una total desconsideración hacia cualquier tipo de programa democrático de la clase obrera. A su juicio, la clase obrera, en efecto, debía tener un programa nacional antiimperialista, pero también un programa democrático; lo primero sí existía, lo segundo nunca existió. Y esto hizo que la clase trabajadora y el movimiento revolucionario mismo olvidara desde entonces que el problema de la democracia no podría ser resuelto por ninguna capa de la burguesía, hasta que fuerzas provenientes de estos sectores comenzaron a asumir demagógicamente esa bandera, como es el caso del PAN.

En tercer término, don Arnoldo se refirió al modo en que se formulaba la táctica política, sobre todo en lo relativo a la táctica de la unidad nacional. En período de crisis excepcional, como lo fue el período de la guerra, la alianza con la burguesía en el terreno de la unidad nacional podía considerarse como necesaria; pero mantenerla en el 47 y poco después no haría otra cosa que contribuir al fortalecimiento de la burguesía y al concomitante debilitamiento de las fuerzas de la clase obrera y de las fuerzas de izquierda en general. Todo esto tendría repercusiones directas en la concepción del partido político que se defendía: o partido de clase, de clase obrera, o frente multi-clasista, frente popular.

Y aquí Martínez Verdugo finaliza y recuerda que ese mismo debate fue el que, desde la perspectiva histórica de América Latina, enfrentó, por un lado, a Haya de la Torre, con su propuesta de partido-frente, el APRA, con Julio Antonio Mella (y José Carlos Mariátegui, que Martínez no menciona), con su defensa marxista de un partido de clase. El Partido Popular de Lombardo estaría más del lado de una propuesta del tipo del APRA de Haya de la Torre, que era también el modelo Kuomintang chino.

Y tocando la coyuntura de esos momentos, en 1983, Martínez Verdugo se refiere a la caracterización del partido que en esos momentos dirigía:

«Nosotros no estamos construyendo un partido-frente, a mí me interesa mucho hacer una distinción entre el proyecto PSUM y el proyecto que se planteó en 1947. Y en ese sentido tiene mucha importancia aquello que nosotros elaboramos como compromiso básico y dijimos: partido de clase. Pero partido de clase o partido obrero no quiere decir, de ninguna manera, secta obrerista; no quiere decir que solamente son los obreros los que van a participar, a influir o a integrar un partido obrero.»{20}

* * *

Comentarios finales

Con la exposición de Arnoldo Martínez Verdugo llegamos al final de nuestro análisis comentado de la Mesa del 83; dejamos de comentar no obstante las intervenciones de Alejandro Gascón Mercado y de Javier Romero, y lo hicimos así pues encontramos que las claves de los análisis del 83 quedaban ya esbozados con lo que hasta aquí hemos dicho. Arnoldo Martínez Verdugo nació en 1925 y es miembro en la actualidad del Partido de la Revolución Democrática. Valentín Campa nació en 1904 y murió en 1999.

Como fue señalado en la entrega anterior (la avocada al comentario de la Mesa del 47), encontramos que en ambos encuentros hay mucho de lo que hoy, en 2008, sigue en juego; y lejos de creer que eso pueda ser considerado o como un avance o como un retroceso, pues la historia política no es evolutiva, lo cierto es que a su luz nuestro presente adquiere nuevas claridades. Esperamos que quien tenga a bien acercarse a estos estudios, acaso un poco obsoletos para muchos de los que hoy, flamantes y sonrientes, se consideran de “izquierda moderna”, pueda encontrar los mismos claroscuros que nosotros para poder enfocar, en la búsqueda de nuevos puntos de inflexión, las claves históricas de nuestra precaria vida nacional.

En todo caso, lo mínimo que estamos obligados a hacer aquellos quienes, como el que esto escribe, no les ha sido dado militar en movimientos comunistas o socialistas, antes de declararse estúpidamente de “izquierda moderna”, o de reclamar con rabia juvenil las consignas de una época que definitivamente no volverá, es entender exhaustiva y rigurosamente aquel pasado sobre el resto de cuyos bloques se edifica, precariamente o no, eso no importa, nuestro presente.

La historia no es una cuestión de recuerdo o de memoria, es una cuestión de entendimiento, y como habría dicho Labriola, si comprender es superar, superar es, sobre todo, haber comprendido.

Notas

{1} Roger Bartra, ‘El marxismo al pie de la horca’, en La izquierda en los cuarenta, Ediciones de Cultura Popular y Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, México DF 1985, pág. 8.

{2} Ibid., pág. 10.

{3} Nos referimos al número de Mayo de 2008 (año X, número 113) de la revista Letras Libres, en cuya portada reza que el número en cuestión estará abocado a la reflexión sobre Ideas para la izquierda. Bartra participó en una mesa de discusión en la redacción de la revista, pero ya no con marxistas sino con liberales, literatos, ensayistas y hombres de desmesurado simplismo como José Woldenberg, uno de los padres del fundamentalismo democrático en México y representante del estilo asistemático, de las ocurrencias y del pensamiento vacuo de hoy en día. A este número habremos de dedicar una entrega especial próxima de Los días terrenales.

{4} Ibid., pág. 15.

{5} Ibid., págs. 21 y 22.

{6} Hoy en día, ese pacifismo soñador y estúpido “a la John Lennon” puede encontrarse ejercitado por la plana mayor de la farándula socialdemócrata mundial, pacifista y, claro está, hermosa y bien vestida. Ver, para más información, las listas de artistas que, al lado del Dalai Lama, hare krisnas, hippies, epicúreos, pedagogos no intervencionistas y filósofos de la liberación anti-euro-céntricos, participan en multiplicidad de conciertos mundiales de beneficencia para niños, en defensa de la ecología, los indígenas, la paz, los derechos humanos, los animales, la otredad y la diferencia, las y los homosexuales, la democracia, la libertad, el no a la guerra, la autonomía, la cultura, la felicidad…

{7} Ibid., pág. 23.

{8} Jorge Alonso, ‘La izquierda mexicana en la encrucijada’, en La izquierda en los cuarenta, Ediciones de Cultura Popular y Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, México DF 1985, pág. 31.

{9} Ibid., págs. 42 y 43.

{10} Ibid., pág. 46.

{11} Ibid., pág. 51.

{12} Ibid., pág. 54.

{13} María Eugenia Romero y Juan Pablo Arroyo, ‘El proyecto nacional de los marxistas del ‘47’, en La izquierda en los cuarenta, Ediciones de Cultura Popular y Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, México DF 1985, pág. 87.

{14} Ibid., pág. 90.

{15} Valentín Campa, ‘Las confusiones teóricas’, en La izquierda en los cuarenta, Ediciones de Cultura Popular y Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, México DF 1985, pág. 93.

{16} Ibid., pág. 95.

{17} Ibid., pág. 97.

{18} Ibid., pág. 107.

{19} Arnoldo Martínez Verdugo, ‘Tres elementos básicos en el 47’, en La izquierda en los cuarenta, Ediciones de Cultura Popular y Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, México DF 1985, pág. 133.

{20} Ibid., pág. 138.

 

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