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El Catoblepas, número 79, septiembre 2008
  El Catoblepasnúmero 79 • septiembre 2008 • página 8
Historias de la filosofía

Adriano

José Ramón San Miguel Hevia

Sol invictus

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Publio Elio Adriano ha vuelto a Roma, y se promete des cansar de sus viajes por lo menos dos años, mientras realiza la gran obra con que piensa adornar la Ciudad. El mismo tiene ya en mente el destino del templo que quiere construir para expresar los ideales de su imperio, y se va a encargar de trazar su diseño y los últimos detalles de su plano. Desde luego, no pretende rendir homenaje a la Victoria, ni mucho menos edificar un arco de triunfo a sus conquistas, porque desde que ha heredado el mando supremo y bastante antes, sólo persigue extender por el mundo una paz definitiva, garantizada por el poder romano.

Ya al ser proclamado emperador, había mandado edificar en los Foros un templo doble, que presentaba el perfil más amable de la Urbe y su Imperio. Estaba dedicado al mismo tiempo a Roma y a Venus, diosa del amor, madre de la gens Julia, y de forma indirecta de todos los emperadores que se sucedieron desde César y Augusto. Para completar estos símbolos Adriano había diseñado dos cámaras que se oponían a derecha e izquierda sobre la exedra, jugando con el tranquilizador palíndromo latino amor–roma. Después había planeado unas gradas circulares en torno al templo y un sistema de pórticos alrededor de todo el conjunto.

Pero su actual proyecto es mucho más ambicioso: pretende edificar un templo, que sea como un libro en que figure su modo de entender la naturaleza, los dioses, la humanidad y el Estado, todo junto. Para eso ha elegido la reconstrucción del Panteón que Agripa había levantado en los tiempos del divino Augusto, y que un incendió arrasó hacía poco más de cuarenta años. Pero mientras Agripa había querido rendir homenaje a todos los dioses de Roma, Adriano tiene un horizonte mucho más amplio, y acomete la tarea de integrar en un mismo culto a todas las divinidades del Imperio. Cuenta con un gran arquitecto, Apolodoro de Damasco, pero será él quien defina la complicada simbología que se va a expresar a través de la estructura del templo, algo que ha estado pensando lentamente en sus largos viajes.

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Ya en los comienzos de su Imperio, cuando recibió la noticia de la muerte de Trajano y su adopción como sucesor, Adriano había trazado una nueva estrategia con relación a las provincias. Era entonces gobernador de Siria y tenía mando sobre la mayor parte del ejército romano, y estas circunstancias hicieron posible la decisión más difícil precisamente por su novedad: hacer la paz con los partos, al precio de renunciar a la soberanía de los territorios situados al oriente del Eúfrates. Mientras tanto, permitió que Atiano, el prefecto de la guardia, cortase de raíz una conspiración del partido militarista, condenando a muerte y ejecutando a cuatro generales de Trajano, y a su vuelta del oriente al cabo de un año, cesó a su defensor, prometiendo que desde entonces respetaría la legalidad y la autoridad del Senado.

Adriano se mantuvo fiel a esta política de defensa, que significaba nada menos que el reconocimiento de igual a igual a los pueblos situados más allá de los límites del Imperio. Hizo también la paz en Dacia, retirándose de la llanura del bajo Danubio, demoliendo el puente sobre el río y concentrándose en el sur, protegido por la barrera natural de los Cárpatos. Viajó por Germania, trazan do su frontera definitiva y logrando que gracias a esta rectificación se asegurase al máximo su defensa. Después se trasladó a Britania, castigada por las tribus del norte, y siempre fiel a su filosofía pacifista, mandó construir una gigantesca muralla de mar a mar, por la parte más estrecha de la isla.

La Galia y su Hispania natal, completamente romanizadas, no le plantearon ningún problema, pero tuvo que pasar al norte de África ante las noticias de una insurrección en Mauritania:allí edificó otra muralla, trazando los límites con el sur de sus dominios, que de esta forma quedaron cerrados como una fortaleza por los cuatro puntos cardinales. Sólo habían pasado cuatro años y la paz romana parecía definitiva, pues además para Adriano todas las provincias constituían el cuerpo mismo del Imperio y no un apéndice de Roma. Desde ahora el emperador viajero, asegurado de sus potenciales enemigos militares por su política y por su ejército, podía dedicarse a potenciar los lazos culturales entre sus pueblos.

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Adriano dedicó los cuatro últimos años de este largo viaje a visitar las provincias orientales de su Imperio. Hablaba y escribía a la perfección el griego, y como además era un admirador y un seguidor incondicional de todo lo heleno, estaba seguro de ser bien recibido en aquellos territorios, como en su tiempo lo fuera el César Nerón. Por lo demás el sincretismo filosófico y religioso de la época era el mejor fundamento de su ideario político, que igualaba en dignidad a todos los pueblos: la figura del mundo de los griegos y el culto al sol de los orientales eran sus modelos más recientes. De acuerdo con ellos Adriano había tomado una decisión tan insólita como atrevida: la de montar la legitimidad de su imperio, no sobre la ciudad de Roma y su senado, sino sobre la pertenencia a una común cultura helenística.

Durante su estancia de un año en Asia Menor y en medio de la fundación y reconstrucción de ciudades, Adriano visitó los templos más ilustres de la primera antigüedad griega, el Didimeion, dedicado en Mileto a Apolo, y el Artemision de Efeso, y determinó que sus dioses podían heredar un privilegio que en el pasado Roma no había otorgado ni siquiera a las divinidades de su panteón politeísta. La intención del emperador con esta innovadora medida era bastante clara: quería dar la máxima dignidad e igualar en valor a todos los dioses, y de rebote a los pueblos que los adoran.

Pero la gran pasión de Adriano era Atenas, donde se demoró nada menos que tres años, pues quería convertirla en la capital cultural y religiosa de los griegos. Decidió terminar el Olimpeion, un gigantesco templo dedicado a Zeus, que había empezado en la lejanísima antigüedad Pisístrato, así como dotar a la ciudad de una biblioteca y convertirla en la capital cultural de Grecia. Comenzó la construcción de una nueva urbanización, de acuerdo con la técnica más depurada de los romanos, y entre el barrio antiguo y el moderno levantó una lápida con la siguiente orgullosa inscripción: «esta es la ciudad de Adriano, no la de Teseo». Y aun que en su vestido y la apariencia de su rostro había adoptado la moda griega, lo más importante que llevaba aprendido al volver de su viaje era la filosofía de los helenos, desde el universo geométrico de Pitágoras a la ciencia astral del Liceo y del Museum.

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De acuerdo con las ideas que en su viaje ha importado de Grecia lo primero que hace Adriano, al planear su templo dedicado a todos los dioses, es diseñar la figura que según la geometría de los pitagóricos y de sus últimos discípulos en Grecia y Roma corresponde a la naturaleza divina. Mejor que nadie Cicerón lo había expuesto en su tratado De Natura Deorum: ¿«No podéis comprender que un movimiento tan igual, un orden tan constante, precisa necesariamente de una forma esférica?» Así pues, este sólido perfecto, que encierra a todos los demás y los supera, es la expresión adecuada de la inteligencia de los dioses astrales, y entre los planos sólo el círculo explica su movimiento interminable y eterno. El emperador quiere traducir esta filosofía al duro lenguaje de las piedras, convirtiendo el Panteón en su mejor libro.

Según el plano que el mismo emperador ha trazado, el templo se compone de una gigantesca planta en forma de cilindro, de una altura equivalente a su radio, midiendo los dos exactamente 21, 7 metros. Sobre ella se montará una cúpula semiesférica, cuyo diámetro de 43, 5 metros es igual a la altura total del edificio. De esta manera el espacio interior puede contener una esfera perfecta, inscrita en un cubo –el primer sólido regular de los pitagóricos cuyas aristas miden también dos. Así que el universo geométrico de los primeros filósofos va a dar forma al ambicioso proyecto, que será figura de su imperio.

Adriano encarga a uno de sus mejores arquitectos, los procedimientos técnicos capaces de salvar las enormes dificultades de la construcción. Apolodoro de Damasco construye primero el tambor que soporta el edificio a base de una obra de argamasa de 6 metros de anchura, mezclada con basalto volcánico. Después, utilizando la experiencia de los romanos, fabrica una cúpula de proporciones descomunales, que no necesita piedra clave, pues está hecha de hormigón, que se aguanta a sí mismo al endurecerse, y que adquiere la máxima ligereza, al tener metro y medio en su parte más alta, combinado además con piedra pómez. De esa forma el genio griego, la desmesura oriental y la técnica de Roma consiguen todas juntas realizar una hazaña casi imposible.

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Adriano se ocupa también de la disposición interior del Panteón, tomando siempre como modelo la esfera celeste, la religión astral y la filosofía y ciencia de los griegos. Por eso determina que en el cilindro que sirve de base se abran siete ábsides, para rendir culto a las divinidades astrales –los cinco planetas visibles más el sol y la luna–. Esas siete bóvedas más la entrada al recinto, dibujan una planta octogonal, totalmente regular, y compuesta de tal forma que la distancia entre dos vértices opuestos del octógono y la de cada uno de ellos al centro de la cúpula dibujan un triángulo equilátero para que el conjunto de la figura sea una pirámide perta. Se conservan así las propiedades numéricas y simbólicas que convierten al monumento en una suma pitagórica.

También Adriano se ocupa de trazar el plano de la cúpula, que figura la esfera celeste, y después encarga a Apolodoro la superación de todas las dificultades técnicas. El artesonado debe estar compuesto por cinco círculos de casetones que figuren las cinco trayectorias concéntricas en que se mueven los planetas en torno al centro del sistema. El emperador parece haber adoptado la solución de Heráclides, un compromiso entre el sistema geocéntrico y la doctrina revolucionaria de Aristarco. Según Heráclides los cinco planetas orbitan alrededor del sol, que a su vez gira anualmente alrededor de la tierra inmóvil.

Otra vez Apolodoro se encarga de la difícil tarea de realizar el plan de Adriano. El primer círculo se compone de grandes casetones cuadrados, que figuran una estructura prácticamente vertical, pero los artesones de los demás círculos, son más pequeños y adoptan una forma trapezoidal, para que quienes lo contemplen desde el suelo tengan la impresión reforzada de una figura semiesférica. Al mismo tiempo todo el conjunto del templo –la pirámide formada por los ocho vértices de la base cilíndrica y los cinco círculos que se estrechan cada vez más– converge hacia el centro de la cúpula y definen la clave que dará pleno sentido a todo el edificio.

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El centro, sobre el que giran inmediatamente los cinco planetas en círculos concéntricos es el Sol, según la Imago Mundi figurada en el Panteón. Es además la única fuente de luminosidad del universo y el viajero que en sus giros constantes va señalando puntualmente los días y las horas. Para ilustrar todas estas propiedades el emperador – y posiblemente antes de él Agripa – acude a la singular idea del viejo Anaximandro, para quien la luz y el calor se trasmite a través de un boquete abierto en una rueda de fuego. Esta primera astronomía le va a servir de inspiración a la hora de construir el elemento sin duda más original y más impresionante de su edificio.

Adriano ordena abrir en el punto central y más alto de la semiesfera un óculo de nueve metros de diámetro, que ilumina, él solo, todo el gigantesco espacio interior del templo. A través de él se proyecta un haz luminoso , que va recorriendo el mármol del piso y ascendiendo después por el muro, marcando los ciclos solares convertido –otro de los inventos de Anaximandro– en un reloj de sol. Por lo demás, igual que el fuego pitagórico es el centro sobre el que se mueve el mundo, también el óculo es el eje de todo el Panteón, y todo él es una síntesis de las figuras del universo de los primeros griegos.

Adriano, fiel a su universalismo, va a completar la filosofía helena con la religión oriental y con los cultos que desde la primera mitad del siglo II se introducen en Roma. Durante el primer siglo del Imperio los romanos adoraron a una deidad doméstica de su politeísmo, el Sol-natal, pero las legiones traen del Oriente una nueva advocación el Sol–invencible «Sol Invictus», que queda asimilado a los dioses más venerados. En la mitad del siglo II, es decir, en la época de Adriano o muy poco tiempo después de ella, el prestigio al culto al Sol es tan grande que se le ha dedicado el primer día de la semana. Al mismo tiempo, el sincretismo religioso va convirtiendo esta asimilación de los dioses supremos en una identidad: «Único es Zeus, Serapis, Helios, el señor invencible del universo».

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El Panteón, además de estar dedicado a todos los dioses, re saltando la universalidad del imperio, es un templo dinástico centrado en la figura de Adriano, cuya estatua preside todo el orbe de sus dominios. La identificación del emperador con el Sol – dios obedece a evidentes consideraciones políticas, pero además está favorecido por tradiciones religiosas, en particular con en culto al «Sol – Rex «muy popular en Oriente. Adriano, que por otra parte es enemigo de que su nombre figure en sus grandes obras, se representa en sus monedas igualado con el sol, no por una exaltación personal, sino por la circunstancia de ser en sus años el eje del universo.

Por esta misma época, reconstruye uno de sus monumentos más significativos. Mucho antes de él, el Cesar Nerón había erigido una estatua gigantesca, el «Colossus Neronis», donde se representó a sí mismo bajo la forma del dios Sol, con siete rayos en torno a su cabeza. Adriano suprime en su restauración todas las referencias personales a Nerón, excepto naturalmente su carácter de emperador, y después de esta limpieza del culto a la personalidad, hace solemne dedicación de la estatua al astro rey.

Adriano ha preparado el templo para que sea el lugar de encuentro de los dioses, la naturaleza y el Estado, que todos tienen una estructura semejante, compuesta de dos elementos complementarios, de un lado una pluralidad armónica, del otro un centro que es la clave de arco de todo el sistema. De esta forma la posición del universo astral es un símbolo al mismo tiempo teológico y político, pues representa un panteón no excluyente de pueblos, razas y culturas, de forma que puedan convivir en armonía, a semejanza del cielo, cuya imagen es única y diversa y universal. Para lograr esta unión y este orden, reflejo del celeste, el emperador ha de emprender un difícil proyecto de gobierno, pues conservando el protagonismo de la acción política, debe dejar intacta la libertad y el bienestar de los hombres bajo su dominio, según la triple consigna que figura en sus monedas: Humanitas, Felicitas, Libertas.

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El Panteón va a ser para Adriano, además de un resumen del universo, una agenda que va a dirigir su actividad pública, neutralizando el poder de Roma para ser emperador de todos sus dominios. Fiel a este programa suprime el poder discrecional de los libertos, y entrega la administración a una burocracia, representada en Italia y las provincias por el orden ecuestre, pagada por el Estado y garante de la correcta dirección de todo el Imperio. Después provincializa Italia, dividiéndola en cuatro distritos y sustrayéndola a la autoridad del Senado: la medida es tan revolucionaria que le obliga a hacer concesiones, por lo menos nominales, comprometiéndose a entregar el gobierno de cada distrito a un senador.

De todas formas, Adriano considera al Senado como la representación de la Ciudad de Roma y por consiguiente un órgano que tiende a centralizar el poder, poniendo en un segundo plano el gobierno de las provincias. Sucede además que los gobernadores, al principio de sus mandatos anuales, tienen libertad para aprobar nuevas leyes, al declarar qué principios legales van a ser la base de su acción, con lo cual el ejercicio de la justicia es incierto y cambiante, con perjuicio de la seguridad jurídica. El emperador toma una medida que resuelve de golpe estos problemas, creando un consejo privado, el Consilium Principis, formado exclusivamente por juristas, relegando una vez más al Senado y a los magistrados nombrados desde Roma a un segundo término.

Adriano va a completar la política descentralizadora con un comportamiento personal ciertamente original, pues al contrario que todos los emperadores anteriores a él, que gobernaron sus dominios sin moverse de Roma como no fuese en una expedición de guerra, es un viajero incansable, que piensa dedicar el mayor tiempo de su gobernación en visitar una y otra vez las provincias. Desde luego que esta conducta no es bien vista por la Urbe y sus senadores, pero esta falta de popularidad se compensa –lo que para él es mucho más importante– con la admiración y el aplauso universal de sus otros súbditos esparcidos por el mundo.

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El lugar donde Adriano quiere realizar su misión de aplicar el derecho –la única que para él es digna del oficio de emperador– ya no será el Senado ni ninguno de los edificios civiles de Roma, sino precisamente el Panteón, donde el soberano, convertido en legislador universal y en jefe del Tribunal Supremo, administra justicia entre los dioses. Para cumplir esta misión necesita unificar las leyes, que hasta este momento dependen de los edictos de los infinitos pretores y son diversas y cambiantes, pues se renuevan anualmente. Un código, preparado por los juristas más eminentes y promulgado por el Emperador igualará a todos sus súbditos y tendrá carácter permanente y estable.

Adriano, recién terminado el Panteón, encarga a Salvio Juliano, su jurisconsulto más eminente, la difícil labor de codificar el derecho romano, un empeño que le costará por lo menos dos años. Cuando se cumpla ese plazo el emperador estará otra vez de vuelta en Roma, y está decidido a dar plena vigencia a ese cuerpo de leyes y promulgarlo bajo el nombre de «Edicto Perpetuo», sólo modificable por la autoridad del soberano y del Senado. Entonces ya podrá presumir de ser señor del universo, y el templo que está a punto de terminar será la imagen misma del poder imperial divinizado y el aula regia por excelencia.

 

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