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El Catoblepas, número 79, septiembre 2008
  El Catoblepasnúmero 79 • septiembre 2008 • página 12
Artículos

El lugar de las Fundaciones en el sistema de las instituciones políticas, empresariales y sociales: interconexiones entre el ámbito público y el privado

José Andrés Fernández Leost

Comunicación defendida en los
XII Encuentros de Filosofía (Gijón, julio 2007)

El objeto de la presente exposición{1} se dirige a examinar qué lugar ocupan las fundaciones en el contexto de las instituciones políticas; estudiar su origen, naturaleza y evolución; y establecer sus conexiones con las instituciones empresariales. A este respecto, haremos también una breve mención a ese tipo de organismos encuadrados en el sistema de fundaciones que están cobrando una presencia social cada vez mayor: los denominados think tanks, toda vez que su existencia ejemplifica como bien pocas la interconexiones entre los tipos citados de instituciones.

Debido a la habitual inserción de las instituciones empresariales y, en su caso, de las fundaciones en el ámbito del concepto de sociedad civil, se puede empezar exponiendo cómo suelen plantearse en los tratados contemporáneos de ciencia política las relaciones entre Estado y sociedad civil. Una definición de la sociedad civil muy del gusto de los sociólogos hace de esta aquel conjunto de instituciones que integra formas no estatales de interacción colectiva, aglutinando en su seno actividades mercantiles y asociaciones civiles de diverso tipo (ONGs, iglesias, &c.) fuera del control directo del Estado.

Llama de entrada la atención el uso hipostasiado que se hace de la noción, y ello sin detenernos siquiera el vínculo etimológico que existe entre lo civil y lo político (de la polis griega a la civis latina). Uso hispostasiado porque se presupone que tal instancia goza de una unidad organizativa a la altura de la que pueda tener un Estado nacional (con todas sus jerarquías administrativas centrales y periféricas, ensambladas con mayor o menor rigor en la doctrina jurídica del Derecho público, pero realmente existente, consistente y actuante). En cualquier caso, el concepto de sociedad civil conoce desde hace unas décadas un prestigio creciente e incluso un aura libertaria debido a esa especie de capacidad de estar «fuera del control del Estado». Sin entrar ahora en la fuente agustiniana de la visión de una sociedad civil apolítica (cabría decir que anárquica), lo curioso de la visión actual es que, supuestamente, de la sociedad civil procederían los actores que habrían de conferirle un impulso republicano al Estado.

Por supuesto, el resurgimiento del concepto de sociedad civil no puede desecharse de un plumazo: responde de la crisis del Estado del bienestar, esclerotizado e ingobernable por la sobrecarga de expectativas que genera, o bien sumido en la clientelismo más descarado. No puede además menospreciarse el problema diríamos de versatilidad creciente que atraviesan los Estados occidentales para legitimar su acción, a causa de la pesada burocracia que lleva a cuestas. Recuérdese que, por más que las reformas neoliberales en Europa hayan privatizado distintos sectores de acción estatal (tanto empresariales como cooperativos o de servicios), en términos de actividad socio-económica la presencia del Estado no ha caído (en España el gasto social supuso el mismo porcentaje de PIB en 1985 y 2005: un 19,6%).

Tampoco hemos de olvidar la inquietante situación de una vida política donde la clase política se enroca y en un estilo más propiamente gremial que político, lucha más para mantener sus privilegios e intereses subjetivos que por defender el bien común (alejamiento entre la clase política y la ciudadanía). Por no hablar de la judicialización en la que se halla inserta. Y, en este sentido, cabría interpretar el rebrote de la denominada sociedad civil cómo un posible canal de presión desde el que, desde instancias externas al Estado, reintroducir la dimensión participativa en la esfera política. Ahora bien, el error radicaría precisamente en entender que esta dimensión ciudadana se desarrolla en el ámbito privado. Puesto que realmente los factores de origen de una sociedad civil independiente del Estado surgen genéticamente al abrigo de un Estado, el absolutista, que propicia la transformación de la economía más allá del ámbito doméstico, tolera la formación de cuerpos intermedios y da pie a la aparición de la burguesía. El concepto de ciudadanía, por lo demás, no puede tener un origen más político –en el sentido fuerte del término– si es que su cristalización la insertamos en el contexto de la Revolución francesa.

En este punto es pertinente recordar la distinción que en la Edad Moderna se realiza entre lo que se entiende cómo sociedad civil, según la ideología liberal de signo anglosajón (como espacio individual que privilegia los intereses privados), o bien según la visión más estatal de raigambre hegeliana, que trata de reincorporar la tendencia particularista o individualista en el ámbito superior del Estado, ya que, al fin y al cabo, la sociedad civil está constituida sobre la base de la actividad productiva. Lo mismo, pero como bien se sabe «dado la vuelta», plantea el marxismo, que en su versión comunista no aspiraba sino a desactivar el Estado.

Si examinamos las teorías contemporáneas, lo relevante es observar la articulación de la teoría de la sociedad civil como «tercer sector». Desde luego, la interpretación de la sociedad civil como la esfera del mercado donde la economía se convierte en el eje de la vida civil y el mercado en el modelo inspirador de las relaciones sociales, subsiste. Al fin y al cabo no estamos sino ante la contemplación del triunfo de un capitalismo que apunta maneras ácratas, al menos desde el momento en que, armoniosamente, considera que la regulación comercial de la vida humana logrará que la política, en el sentido coactivo (en el sentido a fin de cuentas central), desaparezca. Lo relevante radica en la estructuración actual de un discurso –el de la sociedad civil como tercer sector– exento completamente de parámetros lógicos, pero que ha logrado abrirse paso, con cierta y sorprendente soltura, a través del denominado capitalismo avanzado, a fuerza de su retórica buenista.

Este sector, se diría que a caballo entre el Estado y el Mercado (como si estas fuesen instancias independientes), tiene en Habermas a uno de sus teóricos principales. Para este, la sociedad civil es aquel espacio social que pertenece al «mundo de la vida», que se diferencia de los subsistemas económico y administrativo y que está regido por una racionalidad no estratégica sino comunicativa. Es pintoresco observar a científicos sociales manejar nociones tales como «racionalidad instrumental» sin ofrecer una definición más precisa de lo que sea el raciocinio, o presuponiendo quizá que se trata de una instancia cuya capacidad para calcular es secundaria; o bien utilizando alegremente –cayendo casi en éxtasis artistizante– expresiones como la husserliana de «mundo de la vida» (como si los sistemas administrativos y económicos perteneciesen al «mundo de la muerte»). En todo caso lo importante aquí es subrayar cómo la sociedad civil se piensa en términos de asociaciones que forman una trama que representa las posiciones surgidas de los impulsos de la sociedad al margen –y he aquí la clave– de las instituciones políticas y los actores institucionales. En tales asociaciones se encuadrarían los Nuevos Movimientos Sociales (feminismo, ecologismo, pacifismo, cuando no los movimientos en pro de la defensa de las identidades culturales).

Retengamos pues esta visión angelical de la sociedad civil como ámbito que recoge los problemas de la sociedad y las demandas de la vida privada, los tematiza y articula, constituyendo un vehículo de formación crítica de la opinión pública y de voluntad política, capaz de ejercer influencia política. Advirtamos únicamente que tal influencia tan sólo podrá hacerse efectiva si, actuando como grupo de presión puramente comercial y gremial, tal o cual parte de la sociedad civil (y nunca ella en su conjunto), logre que sus objetivos se infiltren en la agenda política, y por tanto en los planes y programas del gobierno –proceso por cierto en el cual la comunicación es importante, sí, sobre todo la vehiculizada por los medios y grupos de comunicación.

Dicho esto, podemos ya adentrarnos en el rol y lugar que ocuparían las fundaciones, cuya naturaleza podría sin mayor dificultad añadirse al cajón de sastre del tercer sector. Al final veremos que se trata en realidad de un tipo de institución –tal es nuestra tesis– que atraviesa tanto a las instituciones sociales como las políticas y empresariales. De momento, no es inoportuno constatar el aumento de este tipo de instituciones en España a lo largo de las últimas décadas, recogiendo en sus planes de acción el planteamiento de problemáticas actuales (tales como la inmigración, la globalización, o la atención a los nuevos soporte de comunicación) para tratarlas e influir políticamente sobre los gobiernos –insisto: según su visión particular, y sin menoscabo de las redes que se vayan creando– mediante la presión económica o mediática. En todo caso, de nuevo aquí se reproduce la paradoja que encontramos en las ONGs, habida cuenta de que parte de la fuente de financiación procede de los mismos Estados a los que se está presionando. Volveremos sobre ello más adelante.

Previamente, resulta interesente detenerse brevemente en cómo han ido conformándose históricamente las fundaciones, tras la caída del Antiguo Régimen, no sin ciertas dificultades debido (siguiendo en esto a Javier Gomá Lanzón), a dos prejuicios: el prejuicio liberal y el prejuicio estatista.

De acuerdo con el prejuicio liberal, las fundaciones se consideraban en el siglo XIX vestigios del absolutismo o expresión de prerrogativas de la nobleza y de la Iglesia. De hecho, en un Antiguo Régimen en el que las sociedades estaban vertebradas estamentalmente, las formas fundacionales adoptaban la figura de capellanías, obras pías y patronato,s y tenían reconocimiento pleno. Más aún, la soberanía política se asentaba sobre una red de privilegios singulares dentro de la cual las fundaciones (con un patrimonio separado con propia personalidad jurídica) constituían un vínculo más. El advenimiento de la revoluciones modernas y, con ellas, de la economía del mercado, proscribió la existencia de cuerpos intermedios, suspendiendo las vinculaciones de bienes que su existencia suponía, a partir del presupuesto opuesto –propio de la economismo puro– de la libre circulación de bienes. Javier Gomá hace notar cómo, curiosamente en Estados Unidos, la inexistencia de los precedentes políticos europeos y la espontaneidad, o quizá mejor dicho facilidad, con la que se propagó la mentalidad individualista, no dio lugar a este prejuicio liberal continental, sino, antes al contrario, generó la conciencia de que la sociedad civil, y por tanto el ámbito privado, había de asumir de responsabilidades de interés general.

Por otra parte, y ya entrados en el siglo XX, nos encontramos con el prejuicio estatista, desde el que se mira con recelo la existencia de agentes orientados a la acción pública que no se encuentren plenamente incorporados en el ensamblaje estatal. En la era del Estado del bienestar se confía en la capacidad del gobierno para asumir todas las cuestiones de índole social. Es más, se presupone que tan sólo él está legitimado, por su poder coactivo de recabar impuestos, para redistribuir con garantías de neutralidad los recursos energéticos y económicos de la sociedad. En rigor, tal lógica es implacable, pero la historia muchas veces tiende a complicar el encadenamiento modélico de las formulaciones teóricas. La caída de la Unión Soviética implicó un cambio de clima social que ha acabado por generar la ilusión de descargar al Estado de responsabilidades colectivas. En este punto vuelve a hacerse fuerte toda la batería conceptual relacionada con el tercer sector: la responsabilidad social de las empresas, el desarrollo de la sociedad del bienestar y la práctica de las virtudes cívicas y republicanas, curiosamente ejercidas extramuros o cuando menos periféricamente de la república –y la mención a la periferia en nuestro país nunca es gratuita. Tal transformación del ambiente vino acompañada por la incorporación en el ordenamiento jurídico español de leyes dirigidas a reglamentar el estatuto de las fundaciones. El marco jurídico establecido en España primero en 1994 y más adelante en 2002 atribuye a las fundaciones competencias en compenetración con la Administración pública al tiempo que regula su funcionamiento en condiciones de igualdad a los criterios del mercado. La legislación no hace sino desarrollar las virtualidades del artículo 33 de la CE 1978, donde se habla de la función social del derecho de propiedad: en este sentido el patrimonio de las fundaciones necesariamente tiene que afectar a fines de interés general, que han de contemplarse en sus respectivos estatutos.

Dejando de lado el carácter virtuoso que este discurso –sobre la naturaleza e historia de la fundaciones– otorga a los individuos (espontáneamente preocupados por la felicidad colectiva), la clave explicativa del funcionamiento de las fundaciones no se encuentra sino en los medios de subsistencia financieros, alcanzados bien por el rendimiento del propio patrimonio, bien por las donaciones a terceros, o bien por la explotación de sus actividades. Precisamente esta última fuente de financiación es la que hace que las fundaciones, en contra de lo que habitualmente se supone, puedan perseguir el lucro. ¿Cómo clasificarlas entonces en la tipología de instituciones históricas? Supuestamente se diferencian de las empresas porque los beneficios no se reparten entre los socios sino que se destinan a cumplir los fines fundacionales de interés colectivo. ¿Pero es que acaso las empresas privadas no persiguen intereses colectivos? Es más, ¿acaso la misma formulación del economicismo más puro no se guía por la idea de que los intereses privados repercuten en el interés público, tal y como ya en 1715 sugería la fábula de las abejas de Mandeville? Por otro lado, y también supuestamente, las fundaciones se diferencian respecto de la Administración porque reciben la impronta de la voluntad del fundador o patronato (no tan neutral, se dirá, como la del gobernante). Son selectivas y su especificidad radicaría en la elección acertada e incluso adelantada de los objetivos a cumplir, identificando las demandas sociales de su tiempo. ¿Pero es que acaso los Estados no reciben en el rumbo de su política la impronta del partido de turno en el gobierno o incluso la del primer ministro? ¿Y es que no tiene el gobierno asimismo que seleccionar y adelantarse a las demandas de su tiempo como estrategia para mantenerse en el poder?

Posiblemente, el problema de la oscurantista teorización del denominado tercer sector en el campo actual de las ciencias sociales y económicas, en el que se hace residir el lugar de las fundaciones, proceda de un error de base relativo a la definición del Estado. Una definición que restringe su concepto a una formulación técnico-jurídica o, a lo sumo, sistémica, por lo que áreas de la esfera pública que están insertas o amparadas en el aparato estatal (y no sólo en teoría, sino en la pura práctica, en la práctica de las subvenciones públicas me refiero) se presentan como independientes, alternativas, no gubernamentales, o propias del «mundo de la vida». Cabría preguntarse hasta qué punto tales instituciones del tercer sector no vienen a la postre sino a mantener el orden establecido.

Otro punto que tiende a generar confusión es la idea que los economistas se hacen de su ciencia, imaginándosela formalmente como disciplina cuasi-exacta, independiente o autónoma de otras categorías con las que se encuentra profundamente conectada (como la política, la etología o la geografía, entre otras). Recordemos por lo demás cómo según el materialismo filosófico, la categoridad económica –o el fundamento de su cientificidad– no hay que cifrarlo tanto en las operaciones en términos de coste/beneficio activadas a partir de la escasez de recursos, cuanto en la idea de rotación recurrente de bienes y servicios heterogéneos: no es la escasez lo que activa el sistema de operaciones, sino la compatibilidad de circulación de los recursos, a veces superabundantes.

Concluyendo: por nuestra parte nos inclinamos a considerar a las fundaciones dentro del tercer género de instituciones (como instituciones de género social, pues obtienen sus recursos «por la vía de la renta de otras instituciones previas»), pero que de algún modo estarían asimismo imbricadas en las instituciones de primer y segundo género. En las de segundo género porque ya hemos visto como las fundaciones no dejan de tener ánimo lucrativo y que, por tanto, pueden aplicarse a la alimentación objetiva de las empresas –empezando por la de sus empleados. Y en las de primer género (políticas fundamentalmente), no sólo por la manida persecución de intereses generales, sino por su situación a menudo conectada con las decisiones coactivas de determinados Estados. Paradigmático es el caso de Estados Unidos. Y aquí es cuando cabe introducir brevemente el tema de los think tanks.

Los think tanks son instituciones privadas que justamente toman –al menos habitualmente– la forma de fundación no comercial, y se dedican a problemas de índole de seguridad y defensa pudiendo tener eventualmente un peso importante en la toma de decisiones políticas. Su implantación e influencia –al igual que la de las fundaciones en general– está mucho más extendida en Estados Unidos que en Europa y España. Clara muestra de ello es la Rand Corporation, con actualmente más de 400 investigadores en plantilla y nacida de la mano de la USAF (Ejercito del Aire estadounidense) para reflexionar sobre el arma nuclear tras la IIGM. No obstante, la proliferación de think tanks españoles en la ultima década (tal es el caso de la Fundación para la Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior, la Fundación Rafael del Pino, FAES, la Fundación CIDOB de Barcelona, el instituto Elcano o la Fundación Alternativas) nos parece indiciaria de un desarrollo a tener en cuenta a la hora de clasificar las instituciones históricas y determinar el alcance de las fundaciones.

Por supuesto, los think tanks también adoptan internamente diferentes tipos y así pueden ser de carácter universitario, estar conectados con empresas nacionales o transnacionales, o bien funcionar por contratos específicos. Algunos tienen una clara tendencia gubernamental cuando no forman parte de la misma estructura administrativo-política (integrados en los gabinetes departamentales de los ministerios).

Los tipos de think tanks que aquí nos interesa reseñar son los que, procediendo del ámbito privado (aunque financiados tanto pública como privadamente), contribuyen a poner a disposición del público conocimientos estratégicos y animan el debate público, mostrándose como instrumentos de control al gobierno, en ocasiones incluso configurando una diplomacia paralela. Constatemos en este sentido cómo, de acuerdo ahora con Rafael Bardají, trabajan a fin de impactar en el proceso político a través de la puesta a disposición del público de información relevante y haciendo hincapié sobre los responsables políticos de determinadas decisiones. En este sentido, tienden a conformarse como grupo de presión en relación por tanto con el poder al que pretenden influir. Por supuesto, la dificultad con la que se encuentran es la de hacer coincidir su evaluación con el momento del proceso de toma de decisiones de una Administración que –al menos en Europa– a menudo se muestra refractaria y recelosa ante tales tipos de informes. Asimismo, los medios de comunicación tienden a reducir la magnitud de su influencia por razones obvias de difusión y mayor facilidad propagandística. No obstante, hemos querido aquí mencionarlas dado el protagonismo que, tras el declive que conocieron al final de la Guerra Fría, poseen tras el 11-S y la capacidad creciente de propagación que han obtenido gracias a internet.

Terminaremos listando, siguiendo al mismo autor, las funciones que pueden ocupar a los think tanks, tanto como a las fundaciones no centradas necesariamente en asuntos estratégicos, para mostrar la dimensión que pueden llegar a alcanzar en su conexión con las instituciones políticas, a saber: Generar nuevas ideas; evaluar programas y políticas concretas; formar personal cualificado; contribuir al debate público; funcionar como soporte de ideas de partidos políticos; y/o justificar políticas gubernamentales.

Añadamos por último cómo podría realizarse sin demasiadas dificultades un listado de funciones paralelas que estuviesen orientadas, en vez de a actividades de política pública, a actividades económicas y empresariales, ejercicio que rebasa el formato de la presente exposición.

Bibliografía

Bardají, Rafael, «El papel de los think tanks y su influencia», GEES, 20 enero de1998.

Bueno, Gustavo (2005): «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El Basilisco número 37.

Gomá Lanzón, Javier, «La madurez de las fundaciones, según la constitución: lo público, más allá de lo estatal», Nueva Revista nº 91, (febrero 2004). (Discurso pronunciado ante la Asociación General Española de Fundaciones).

Peña, Javier, «La sociedad civil», en Teoría política: poder, moral, democracia, Alianza, Madrid, 2003.

Nota

{1} El marco teórico en el que se mueve esta ponencia está inserto en la teoría general de las instituciones planteado por G. Bueno en su «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», en El Basilisco (número 37, 2005). En este sentido, nos atenemos a la distinción entre instituciones históricas coactivas (políticas), autocatalíticas (empresariales) y sociales (originariamente familiares).

 

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