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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008
  El Catoblepasnúmero 82 • diciembre 2008 • página 12
Artículos

Recordando Cinco horas con Mario
de Miguel Delibes y la memoria poética

Miguel Ángel Navarro Crego

Recuperamos aquí algunas reflexiones en torno a esta obra de Miguel Delibes,
en su versión teatral, y sobre la memoria poética

Lola Herrera, desde 1979 en Cinco Horas con Mario

En estos días otoñales, tan propensos en los espíritus melancólicos a la añoranza mítica de tiempos perdidos, siempre emocionalmente distorsionados pero rememorados con pasión, cariño y desasosiego, con temor y temblor, queremos pues, en un ejercicio de evocación existencial (que no necesariamente existencialista), traer a la presente y compartir con los lectores de esta revista, una semblanza que redactamos hace veinte años (o casi), a tenor de la representación teatral en Oviedo de la novela de Miguel Delibes, Cinco horas con Mario{1}.

El escrito, con el que de nuevo y con fruición me he topado, se me quedó traspapelado entre los sobres en los que he guardado algunas de las colaboraciones que pergeñé para La Nueva España; diario con solera, cronista nada provinciano de la vida asturiana, entre otros cometidos propios de un producto periodístico de tal calidad. Recuerdo también que lo redactado, con máquina manual, y llevado en mano a la redacción de tal periódico, iba a publicarse en el Suplemento Cultural semanal. Pero con medios personales tan paupérrimos, antes de la revolución digital de ordenadores, correos informáticos e internet, debió de llegar tarde a quien procediese. Mas en todo caso, no engañamos a nadie, esto, con ser cierto, no es más que una excusa piadosa para tratar de la novela, o mejor dicho de la versión teatral de la misma, y poner ésta en conexión con lo que con cierto atrevimiento queremos llamar Memoria Poética. Y todo ello aun a sabiendas de que tal vez no estemos diciendo más que una simple reiteración semántica, es decir casi una tautología.

Mi crónica, pues fui a ver la representación teatral dos veces en el teatro Campoamor por lo mucho que me gustó, decía así (y por eso la ponemos entre comillas):

«Con la precisión que es habitual acababa de descender el telón, enhiesto umbral de la trama y del drama, pórtico de los sueños; mas en el instante que media entre el despertar del arrobamiento que toda buena representación provoca en el público expectante y el borbotón de aplausos entusiastas, uno tenía que asumir el desafío de comenzar a enfrentarse con los símbolos y los signos, con la siempre confusa y dual relación entre ética y estética, entre mito y arquetipo, entre esencia de lo contenido y existencia de lo formado, de lo conformado (más bien) por la semiótica teatral.
El común sentimiento de que aquello ya lo habíamos vivido, de que resonaban en nosotros –complacidos ya por el ritual de la purificación–, los ecos de una generación desgarrada, nos encamina a concebir ahora que la magistral y bien ponderada actuación de Lola Herrera en el papel de "Menchu" (María del Carmen Sotillo), cobra en el lenguaje de la obra teatral una fuerza crítica de la que posiblemente esté huérfana la novela.
Los tópicos (vehículos en ocasiones de la opinión indocta), habían configurado la imagen de un producto literario un tanto parsimonioso o circunspecto, resaltando, eso sí, el matiz académico de una estilística influenciada en nuestros años sesenta por la técnica del monólogo interior, que Joyce (Ulises) o Faulkner pusieran de moda.
Delibes, hábil cronista de la vida regional, creemos que no sacó en su momento todo el partido que la temática allí removida anunciaba a voces. Se tiene la sensación que la novela se queda en la entrada, de que no logra traspasar la antesala de la descripción psicológica, bien por cautela frente a la ceñuda censura, bien porque el autor siempre ha sido un escritor que ha comprendido a Castilla desde Castilla misma, empleando un tono narrativo que parece coquetear con la condescendencia.
Bajo esta óptica asistimos a un buen drama, el de una viuda que reproduce, a través de pequeñas diatribas y reproches, la vida de una capital de provincias con sus achaques y manías; pero la pasión casi trágica, que en el transcurrir de la representación nos conturba, desborda los estrictos marcos que actúan como guión.
La obra teatral nos sumerge en los demonios familiares de una de las dos Españas que helaron el corazón de Machado o de Miguel Hernández{2}. El desdoblamiento del personaje de María del Carmen –en esas cinco interminables horas–, produce que el "yo" y el "tu", el "nosotros" frente al "vosotros" o al "ellos", recorra todas las envenenadas flechas de la España conservadora y católica a ultranza (nacionalcatolicismo), en el plano moral, social, político y religioso. Aunque en el contexto de referencia la tétrica figura retratada sea la de la sociedad pequeño-burguesa de una provincia castellana, que hizo y ganó la guerra y que se identificaba con el franquismo porque ella era el franquismo.
Cada crítica, cada cansino aguijón de viuda resentida, es un síntoma, una leyenda escrita a sangre y fuego, y firmada con represión e hipocresía en nuestra reciente historia.
La otra cara de la moneda, la otra España, la inseparable compañera secular, se levanta como un fantasma entre las cenizas que la habían dado sepultura. Ése es Mario, callado como difunto, como difunto el hermano en la fratricida contienda.
Mario es pues una elaboración de su mujer, ella se lo inventa y se inventa a sí misma, a su generación invicta. Por un lado, las ánimas de la familia tradicional machista (con su patriarcal "mito de la suegra"), del menguado pragmatismo sin horizonte vital, de la represión sexual, del clericalismo estrecho, del amiguismo, del antiintelectualismo, del autoritarismo más férreo que apela a principios inargumentables, transitan por el cotidiano purgatorio de una época que también Cela o Martín-Santos se esforzaron en plasmar. Del otro, la fábula que un Mario amortajado no puede contestar ni confirmar. El hombre cándido, incomprendido por sus juegos e impulsos de niño grande, ofuscado y enardecido a la vez por sus convicciones, que se refugia en un profundo "yo interior" con el que nadie de su entorno puede conectar, o que prorrumpe en la escena de la vida para quebrar el baile de disfraces de sus conciudadanos. ¡Mario!, que escandaliza o mueve a burla porque no se provee de máscara en el teatro del mundo y que se resiste a su tiempo con sus anárquicos caprichos de adolescente que inventa la utopía.
Sin embargo, el repetitivo sonsonete de Menchu va mutándose al final de la obra. La zozobra, que produce la excitación y perturbación habida durante la tormenta de emociones vivida con el seductor y viejo amigo de juventud, se hace insoportable por momentos.
El mítico hombre de porvenir, instalado a sus anchas en los recovecos del Progreso, deja paso al tropel de gestos y palabras de pesar, de angustia…de horror. En ese instante María del Carmen se humaniza y todo el postizo de sus principios salta hecho añicos por efectos de la catarsis, símbolo de una España agónica que se suicida día a día como sentían Unamuno y Baroja.
Mario no puede responder, como nunca respondieron los que mordieron el polvo de las fosas comunes, de los campos de trabajo o del exilio, y Menchu no entiende nada, perdiendo su rota identidad, pues clama por el muerto; su otro yo, su razón para vivir, su negación, su afirmación.
Se consumen los últimos segundos y el drama llega a su clímax, pues la historia, esa sabia impúdica, amenaza con cometer su última venganza. El hijo de ambos, con la mirada lánguida y la voz cansina de quien ha superado el combate, reproduce los "amenazantes tics" de su padre.
La sentencia se ha cumplido y la eternidad de Mario comienza a brillar con los albores de una España que se abre a los vientos de una nueva cultura que huele a Europa.
No obstante, veinte años después, tal vez sea necesario preguntarnos si en Mario hijo no perviven los delirios de su madre y si el cortejo de aborrecidos "ismos" (enchufismo, amiguismo, &c.), no recorre aún el patio de butacas de nuestra piel de toro.»

Hasta aquí lo escrito hace varios lustros y de lo que ahora no nos desdecimos, como ejemplo de lo que vamos a tratar de explicar a tenor de la Memoria Poética. (Aunque dicho sea entre paréntesis habría que criticar el esencialismo mítico de las «dos Españas» y reconocer, además, que Delibes saldó cuentas también con la dictadura franquista en la sin par Los santos inocentes{3}.)

Digamos pues, en primera instancia, que reconocemos como un lugar común propio de cualquier manual de literatura española (de los típicos del bachillerato de hace treinta años), el explicar que hay tres grandes nombres en la novelística de postguerra, y hasta los años sesenta o setenta de la pasada centuria. Estos son: Cela, Torrente Ballester y Miguel Delibes. ¡Ya!, ya sé que dicho así es muy objetable, incluso paupérrimo, reducir toda la literatura de ese periodo a tan sólo tres escritores. ¿Y las obras del exilio?, ¿y las grandes mujeres narradoras? Y es que uno, expresémoslo también voluntariamente y con franqueza, se está dejando llevar por sus recuerdos de estudiante, cuando cursaba COU. Así, ¿cómo no evocar también Tiempo de silencio de Martín-Santos?

Estos autores mentados (salvo el último), han contemplado en vida que algunas de sus obras eran llevadas a la pantalla, grande o pequeña, y esto ya es bastante indicativo de por donde queremos llevar los tiros. Tratar de cómo los prototipos literarios se convierten en estereotipos poéticos de la memoria de una época. Si bien la memoria es una facultad individual, cuestión ésta que Gustavo Bueno ha dilucidado en sus críticas al pretendido y oscuro concepto de Memoria Histórica{4}. Entonces, ¿qué quiere decir "memoria de una época"?

Siendo cierta la tesis anterior, empecemos por subrayar que el cómo y el qué de lo recordado se asienta en un proceso colectivo o al menos a él se debe. De esta suerte dicho proceso es el que genera, por mímesis o por participación (Platón, por ejemplo en el Banquete), pero también por identificación con la forma y por purificación o catarsis (Aristóteles, Poética 1449b28 y 1455b15), lo que podemos considerar como la esencia de lo poético, es decir su núcleo sustancial. Esto es algo que de Platón a Gadamer, pasando por Heidegger y toda la Hermenéutica, muchos sabios autores han reconocido{5}. Otra cosa es que lo esencial de lo vivido, las vivencias (Erlebnis), no se haya de interpretar de forma solipsista, espiritualista, y que sea necesario un severo, pero paciente, correctivo realista, si se quiere materialista.

Digo todo esto porque, excluyendo las obligadas lecciones escolares, tan incitadoras, sobre los otros dos o tres novelistas referidos, uno ha frecuentado bastante de lo escrito por Delibes (desde La sombra del ciprés es alargada hasta El hereje). Estas lecturas sosegadas, nada profesionales y casi siempre efectuadas en periodo otoñal, tan supuestamente alejadas de autores como Platón, Aristóteles, Hegel, Marx, Heidegger o Bueno, sirven para dar probablemente densidad al decurso biográfico. En mi caso la afición a la caza menor, en la arriscada estepa castellana de alguno de mis familiares, tiene mucho que ver con esta opción literaria. Así pues los cuentos y recuerdos infantiles se entremezclan con muchos personajes construidos y queridos por el autor de referencia. Por lo tanto todo ello está en relación, y mucho, con la noción de memoria, que es individual por esencia, por definición, pero colectiva por consistencia, es decir por construcción.

Y es que Delibes, como ya apuntábamos hace veinte años, ha sido un sagaz cronista de la vida rural de Castilla la Vieja. Él, que se ha considerado siempre más un cazador que escribe que un escritor que caza (y si dios quiere, como antaño se decía, sobre el tema de la caza habremos de volver en otro artículo), ha sabido ser Memoria Poética de los duros tiempos de la postguerra y del franquismo en esa parte de la España agraria y profunda. España que también conocían a la perfección en su alma intrahistórica, diríamos antropológica, los poetas Gabriel y Galán o Chamizo (respecto de Extremadura), y por supuesto nuestro protoexistencialista Miguel de Unamuno.

Además Delibes reflexionó, y sigue haciéndolo, sobre la caza (en su caso la menor), desde los parámetros que estableciera Ortega y Gasset{6}. No es el caso de tratar ahora esta cuestión, pero sirva decir como adelanto que en El libro de la caza menor, flanqueado por las narraciones El primer día de la temporada y El último día de la temporada, desarrolla él un esfuerzo de reflexión equiparable al que hicieran Eduardo Yebes y Ortega respecto de la caza mayor.{7}

Mas prosiguiendo con lo que ahora nos interesa, hay que recordar que Delibes hizo su más feroz retrato del caciquismo y de la miseria moral que éste conllevaba en Los santos inocentes. La versión cinematográfica de Camus, como ya hemos comentado en una nota, ahonda más en esta herida. Por no citar, en otro ámbito, la constante crítica al progreso tecnológico presente en muchas de las creaciones de este novelista. Algo que lo situaría, salvando las distancias, próximo al último Heidegger. Y es que Delibes ha sido, avant la lettre, un hombre con tremenda sensibilidad ecológica. Insistimos en que todo ello mucho antes de que se vulgarizase el ecologismo panfletario y de partido. Pero lo medular es comprender aquí que la perfección estilística de su obra, su aliento poético, su piadosa y atenta compasión, le ha llevado siempre a huir de las alharacas estridentes de esa denuncia chabacana, interesada y de pasquín, a la que tan propensos son los plumillas que ahora y desde hace unos años airean a los cuatro vientos su repulsa por el franquismo, para ganarse así el pan (por ejemplo subvenciones cinematográficas), al socaire de la socialdemocracia rampante{8}.

Miguel Delibes nunca ha necesitado demostrar nada. Su callada labor, como la de alguno de sus hijos{9}, ha sido siempre de una honestidad sin tacha. O lo que es lo mismo, pasar por la vida con sobria modestia y austeridad contenida. ¡Qué lejos del autobombo biográfico, rayano a veces en la chabacanería, de otro de los grandes de las letras cuyo nombre no es necesario mentar aquí!

A mayores el aliento poético de Delibes, que fue galardonado con el premio de la Letras en los Príncipe de Asturias de 1982, se constata en que es el narrador que cuenta en su haber con más adaptaciones cinematográficas{10}. Y es que su prosa, espartana como el campo castellano que describe, remite a imágenes visuales llenas de ternura y fatalismo. Éste último propio de almas sencillas que, bien en su mezquindad o en su paupérrima grandeza, aceptan el sino de su estrecho pero sentido mundo entorno, que les envuelve, determina y aprisiona de forma asfixiante.

¿Cómo no acordarse de Lorenzo, el bedel cazador, del Nini, del tío Ratero, del señor Cayo, de Paco, el Bajo, del Azarías o de la Régula?

A partir de todo lo anterior (la obra de Delibes o de cualquier otro novelista que se haya encarado a través de sus personajes con la vida y la muerte durante el franquismo), vamos a desarrollar la siguiente premisa de nuestra argumentación. Y esta es que, frente a los que utilizan la confusa noción de Memoria Histórica con pretensiones políticas partidistas, es menester hablar de Memoria Poética. No proceder así, cuando a ciertas estrategias de partido también se las podría llamar "memoria política" (si es que queremos jugar todos a la ceremonia de la confusión), es pensar o suponer que la Historia (con mayúsculas) distingue, en el palenque de sus determinaciones, unos fenómenos morales de otros, por los recuerdos y afectos damnificados que guarden parte de las generaciones posteriores a unos hechos históricos que nadie niega.

La historia fenoménica no se puede cambiar (salvo la aparición de nuevas reliquias y relatos importantes{11}), y la Historia, como ciencia humana que construye teorías a partir de fenómenos seguros y contrastados, admite un abanico finito de reconstrucciones e interpretaciones, dependiendo del punto de partida y entronque (regressus y progressus) del sujeto operatorio y cognoscente (del sujeto gnoseológico){12}.

Por lo ahora expuesto entendemos que recuperar con dignidad los huesos de unos ancestros (fusilados o simplemente asesinados, según lo que sea del caso), o señalar debidamente y con rigor una fosa común, tiene que ver, efectivamente, con la Memoria Biográfica de los que aún hoy no se han visto compensados en su dolor, siendo éste de una sustancialidad independiente a cualquier pretensión de manipulación ideológica o de partido. Pues, en principio, sentimientos y maquinación política pueden ser sin cohabitación dos realidades ontológicas autónomas. Igualmente mucho nos tememos, dicho sea con el máximo respeto, que a los muertos de la última guerra civil como a los de cualquier otra ya les va a dar igual. Por eso, y esto es lo nuclear, lo que está damnificado no es la Historia sino la memoria individual, que es distributiva, y esto por muchas similitudes y afinidades psicológicas y sociológicas que pueda haber en la España actual entre los demandantes. Luego entonces todos estos hechos de llevarse a cabo (¿y por qué no?), sólo serán históricos dentro de treinta o cincuenta años, y a partir de ahí tal vez sí sean parte de la Historia.

Muchos de los que no han entendido a Gustavo Bueno en este asunto, o adrede no lo quieren entender, es porque no comprenden cuál es la labor del saber filosófico. No se dan cuenta de que lo que se discute no es el «hecho» (el «huevo», como se suele decir en roman paladino), sino el «concepto» (es decir el «fuero»). Es en definitiva una cuestión de Gnoseología, aunque con derivaciones e implicaciones de crítica a la Ideología (en la orientación que Marx o Mannheim dan a este término, y por lo que pudiera haber de tergiversación malintencionada).

Así pues y siguiendo con nuestro asunto, como la Guerra Civil (1936-1939) y la dura postguerra todavía forman parte de la dimensión sociológica de nuestro presente hispano (por ejemplo en los que demandan con sinceridad el «reconocimiento» –dicho sea en sentido platónico o hegeliano pero no en el de Fukuyama–), y también del «quehacer» (Ortega y Gasset) político de los que tanto las airean con vistas a su propia estrategia política, para movilizar el voto en un determinado sentido, sería pues más oportuno estudiar dicha dimensión sociológica. Mas yo prefiero hablar, al margen de constataciones sociales de todo punto necesarias, de Memoria Poética. Y esto porque nos parece mucho más acertado que hablar de Memoria Histórica, pues esta denominación no deja de ser una contradicción en los términos y un pseudoconcepto que huele a resentimiento y a ajuste de cuentas.

Y todo ello, insistimos, porque expresarse con la noción de Memoria Histórica, como se está haciendo en España desde determinado discurso político (no, por supuesto, desde los familiares interesados o damnificados, digámoslo así, que bastante tienen con organizar como colectivo ése su reconocimiento y que no tienen porqué saber nada de cuestiones de Epistemología), es, recalcamos, jugar a pretender que dentro de cincuenta o cien años la Historia (como ciencia) diera una legitimidad moral a unos muertos y no a otros. Pero es que la Historia (que trabaja en otra perspectiva que no es la ética ni la sociológica), no legitima nada, lo cual no quiere decir que en la perentoriedad de todo presente de la historia no se saquen enseñanzas morales útiles. Y es que no es lo mismo historia (con minúscula) que Historia (con mayúscula).

Como ya dijimos la memoria, que es individual, opera a través de imágenes que son estructuras miméticas o participativas (y esto fue Platón el primero que lo estudió). Sólo bajo esta perspectiva, como un sumatorio, se puede hablar casi en sentido metafórico de memoria grupal. Pero esta es ya una construcción social que se ha de entender de forma dinámica, evolutiva y dialéctica, y que se alimenta de fuentes muy variopintas, como por ejemplo los recuerdos personales, los relatos familiares, la novelística y, cómo no, el cine y la televisión (Véase la serie Cuéntame cómo pasó, que en muchos aspectos, dicho sea de pasada, y por lo exagerado de sus prototipos, bien podría llamarse Cuéntame cómo no pasó).

Un narrador, un guionista o un director de cine son constructores de tipos, de prototipos y de arquetipos (modelos repetitivos y seriados), y elevan lo individual a procesos de generalización colectiva en una constante transformación por realimentación dialéctica (de lo individual a lo colectivo y de lo colectivo a lo individual). Y este proceso es una función común a casi todos los grandes hombres, mujeres y culturas a partir de un alto grado de desarrollo. Es la esencia del Mŷthos, en constante conexión y acoplamiento con aquella parte del alma que lo nutre, es decir con el thymos. Éste, todo ello según Platón, es el sentido innato de la necesidad de estima y de reconocimiento, que surge en el alma irascible en función de su propio valor{13}. Para captar todo esto, por supuesto, no es necesario haber leído a Platón y Aristóteles, y sin embargo fueron los padres de la Filosofía quienes dieron buena cuenta de la dimensión poética del Hombre. Así, para Aristóteles, mitologizar es una función natural de los humanos (y esto bastante antes de que Occidente cayese presa del Mito de la Naturaleza y del Mito de la Cultura). De esta suerte «la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía canta más bien lo universal, y en cambio la historia lo particular» (Aristóteles. Poética 1451b){14}.

Por todo lo desarrollado hasta aquí, la narrativa de Delibes, como la de tantos otros según los gustos o preferencias personales, aporta ricos materiales poéticos para asumir, aceptar y superar (aufheben), los últimos setenta años de la historia de España. Así pues dignificar igualmente a los muertos del bando republicano (cosa que, si no se hizo, ya se tenía que haber realizado hace tiempo a través de una comisión lo menos politizada posible), es decir a los que sólo viven en la memoria individual (distributiva) y sentimental de los vivos (con independencia ahora de las páginas de la Historia), es un acto de estos para con ellos mismos. Y es que, con independencia de su indudable dimensión sociológica en el presente, todo ello constituye un honroso episodio de catarsis personal, de Memoria Poética. La lectura de las obras de nuestros clásicos (y Cinco horas con Mario ya lo es) y ciertas buenas películas (las que no están sesgadas ideológicamente y generan pasión y compasión){15}, hacen más por la cohesión social y por el reconocimiento en la memoria colectiva como Memoria Poética que las pésimas leyes, que ya empiezan mal al denominar erróneamente las cosas. Cuán vergonzoso y que funesta contradicción es que, al lado de rótulos mal concebidos por ser ideológicos y no filosóficos, haya que constatar que se fomenta por una moral nihilista, ajena a todo esfuerzo, que los alumnos de bachillerato casi nada sepan con rigor sobre nuestra reciente Literatura y sobre nuestra Historia.

Notas

{1} Véase la novela en Miguel Delibes, Cinco horas con Mario, Ediciones Destino, Colección Destinolibro, volumen 144. Primera edición: diciembre 1966 (quinta edición en Destinolibro: octubre 1986).

{2} Precisamente Gustavo Bueno se refiere críticamente al mito de las dos Españas en su última obra. De hecho lo que él hace con gran acierto es desmontar dicho mito dualista y esencialista. Véase Bueno, El mito de la derecha. ¿Qué significa ser de derechas en la España actual?, Ediciones Temas de Hoy, Madrid 2008, págs. 175, 183 y 247.

Queremos exponer aquí, en esta nota, que a buen seguro el libro de Bueno recién publicado habrá de ser comentado, y estudiado en próximos números de El Catoblepas, por firmas más preclaras que la mía. Por nuestra parte, entendemos que una buena contribución al Materialismo Filosófico, como verdadera filosofía, es utilizar las fértiles herramientas que este filósofo pone a nuestra disposición en asuntos sólo «aparentemente» no filosóficos. Como Bueno ha señalado muchas veces, y Platón ya explicó en el Parménides, cualquier tema es filosófico al ser posible su formulación en Ideas. De esta suerte desmontar la falsa noción de Memoria Histórica y reivindicar la de Memoria Poética (a través del ejemplo de la obra literaria de Miguel Delibes, y aunque es pertinente luchar contra el mito de las «dos Españas» presente en ella), sólo es posible, a nuestro parecer, teniendo en cuenta ya el fértil horizonte de El mito de la derecha. Bajo esta perspectiva ya he operado en anteriores artículos publicados por mí en la revista.

Sirva también para advertir con claridad (y como aviso para navegantes) que, siendo así, es totalmente falsa la opinión según la cual las últimas obras de Bueno son «mundanas» (de «Filosofía mundana», y como si ésta fuera algo inferior y no necesitara previamente una compleja «Filosofía académica»: ontología, gnoseología, filosofía política, filosofía de la historia, filosofía del mito, &c.). Así pues, aunque Bueno no ha publicado un libro dedicado exclusivamente al estudio de la idea de Mito (por ejemplo frente a los estructuralistas), si la presupone (dicha idea) y la explicita en las introducciones a muchas de sus obras; al menos de forma evidente desde El mito de la cultura. Esto también está presente en su último libro. De hecho nosotros sí hemos aplicado (y precisamente en liza con el Estructuralismo y la Hermenéutica), toda esta doctrina materialista del mito en nuestro trabajo doctoral.

{3} Miguel Delibes, Los santos inocentes, Editorial Planeta (Planeta Bolsillo), Barcelona, mayo de 1992. (Edición original de 1981). Asimismo la ácida crítica a la estructura ideológica y a la mentalidad propia del latifundismo en Extremadura, durante la época franquista, queda perfectamente elaborada en la adaptación de la obra al cine del director Mario Camus.

{4} Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de ‘memoria histórica común’», El Catoblepas, nº 11, enero 2003, pág. 2: nodulo.org/ec/2003/n011p02.htm. «Sobre la imparcialidad del historiador y otras cuestiones de teoría de la Historia», El Catoblepas, nº 35, enero 2005, página 2: nodulo.org/ec/2005/n035p02.htm

{5} Platón, El Banquete, Fedón, Fedro (traducción de Luis Gil), Editorial Labor en Ediciones Orbis, Barcelona 1983. Aristóteles, Poética (texto, noticia preliminar, traducción y notas de José Alsina Clota), Editorial Bosch, Barcelona 1996. Hans-Georg Gadamer, Verdad y Método, Ediciones Sígueme, Salamanca 2003 (10ª) (Wahrheit und Methode, 1975). Para esta cuestión y para mucho de lo que vamos a exponer véase el siguiente opúsculo de Gustavo Bueno: El individuo en la Historia. Comentario a un texto de Aristóteles, Poética 1451b, Universidad de Oviedo (discurso inaugural del curso 1980-81), Oviedo 1980; recientemente publicado en facsímil en internet: fgbueno.es/gbm/gb80indi.htm

{6} Véase José Ortega y Gasset, Sobre la caza, los toros y el toreo, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid 1999. El prólogo de Ortega a Veinte años de caza mayor, publicado por el conde de Yebes (Espasa-Calpe, Madrid), data, en su primera edición, de 1943. Redactado en Lisboa y fechado en junio de 1942. En la edición en Alianza que acabamos de mencionar va de las páginas 13 a la 104. Una crítica desde el materialismo filosófico a la doctrina de Ortega sobre la caza se encuentra en la obra de Alfonso Fernández Tresguerres, Los dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión (Prólogo de Gustavo Bueno), Pentalfa, Oviedo 1993.

{7} Miguel Delibes, El libro de la caza menor, Ediciones Destino (colección Ser o no Ser), Barcelona 1964. También en Ediciones Destino, Destinolibro 281, Barcelona, febrero 1989. Miguel Delibes, Dos días de caza, Ediciones Destino, Destinolibro 108, Barcelona, octubre 1980. No citamos aquí todas las obras de Delibes sobre temas cinegéticos, y que nosotros hemos estudiado, porque sólo muy tangencialmente tienen que ver con el asunto del presente artículo.

{8} Véase sin más Gustavo Bueno, El mito de la derecha. ¿Qué significa ser de derechas en la España actual?, Ediciones Temas de Hoy, Madrid 2008. Léase todo lo referente al secuestro de la idea de socialismo por la izquierda y a la necesidad que tiene el actual gobierno socialista, para construir su identidad, de mostrar a deshora su tenaz antifranquismo, cuando durante la dictadura de Franco fue principalmente el Partido Comunista quien organizó, de forma sistemática, la oposición al régimen desde la izquierda.

{9} Miguel Delibes de Castro, por su defensa de proyectos ecológicos de gran envergadura como la recuperación de Doñana, y Juan Delibes, por su concepción de la caza como un aprovechamiento necesario, racional, sostenible y no depredador.

{10} Hasta doce si nos remitimos a The Internet Movie Database. Véase en http://www.imdb.com/name/nm0217154/

{11} Gustavo Bueno, «Reliquias y relatos: construcción del concepto de ‘historia fenoménica’», El Basilisco, nº 1, Pentalfa, Oviedo, marzo-abril de 1978, págs. 5-16.

{12} Sobe el concepto de ciencias humanas véase Gustavo Bueno, «En torno al concepto de ‘ciencias humanas’. La distinción entre metodologías α-operatorias y β-operatorias», El Basilisco, nº 2, Pentalfa, Oviedo, mayo-junio 1978, págs. 12-46. También Bueno, El individuo en la Historia, citado en la nota 5.

{13} Para Fukuyama, «el thymos es algo así como un sentido innato de la justicia; la gente cree que tiene cierta valía y cuando otra gente actúa como si la considerara sin valía –cuando no reconoce su justo valor– se enoja. La íntima relación entre autoestima e ira puede verse en la palabra sinónima de ira: indignación. La «dignidad» se refiere al sentido del propio valor de una persona; la «indignación» surge cuando algo ofende este sentido del propio valor. Cuando otras personas ven que no actuamos de acuerdo con nuestro sentido de la autoestima, sentimos vergüenza, y cuando nos valoran con justicia (es decir, de acuerdo con nuestro verdadero valor), sentimos orgullo.» Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre, Editorial Planeta 1992, págs. 234-235. Nosotros no estamos muy de acuerdo con la utilización que en su obra hace Fukuyama de la teoría del thymos de Platón (y sobre todo en la lectura de Hegel según Kojève que él emplea), pero ahora no procede detenerse en ello. Sobre la doctrina del Mito véase Luc Brisson, Platón, las palabras y los mitos. ¿Cómo y por qué Platón dio nombre al mito?, Abada Editores, Madrid 2005 (Platon, les mots et les choses. Comment et pourquoi Platon nomma le mythe?, Librairie François Maspero, París 1982; Éditions La Découverte, París 1994). También Marcel Detienne, L' invention de la mythologie, Éditions Gallimard, 1981 (edición en español: La invención de la mitología, Península, Barcelona 1985). Desde la perspectiva del materialismo filosófico en Bueno, El mito de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996 (noviembre), págs. 20-25. Para esta cuestión sobre todo en Bueno, El mito de la Izquierda. Las izquierdas y la derecha, Ediciones B, Barcelona 2003, págs. 12-17.

{14} Aristóteles, Poética 1451 b. Tomamos la traducción de José Alsina Clota que es el responsable del texto, introducción, traducción y notas de la edición de la Poética realizada por la editorial Bosch (Barcelona 1996), pág. 249.

{15} El cine de Hollywood, sobre todo en su época dorada (de los años treinta a finales de los sesenta), es un ejemplo palmario de cómo los prototipos y estereotipos fílmicos son una parte esencial del proceso social en su evolución y transformación. Los mitos, y entre ellos los que proponen modelos de héroes y heroínas, son una parte formal de la sociedad y están en constante realimentación con su entorno. Luego entonces no es, ni mucho menos, que el cine «refleje» la sociedad (la vieja doctrina idealista –especulativa– del «espejo»), sino que el cine, y de forma muy eminente, es la sociedad. Estados Unidos de Norteamérica no se habría constituido ni consolidado como imperio hegemónico de Occidente sin esa relevante parte formal. Comprender esto es comprender lo que es la Memoria Poética. Así lo sabía a su modo, pero muy bien, John Ford. Por eso fue un gran poeta fílmico muy consciente de lo que tenía entre manos. Hoy lo sabe y lo ejerce Clint Eastwood. Por ejemplo véase, sin más, Million Dollar Baby (2004).

 

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