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El Catoblepas, número 88, junio 2009
  El Catoblepasnúmero 88 • junio 2009 • página 7
La Buhardilla

Distancias

Fernando Rodríguez Genovés

Entender a los otros para tomarlos en serio significa respetarlos, no necesariamente compadecerse de ellos

Elias Canetti

1
Como iguales

Para empezar, partiré del siguiente principio, al que daré por bueno: el entendimiento le favorece la perspectiva del distanciamiento, mientras que el sentimiento se aviene mejor con el acercamiento. A los asuntos concernientes a la razón práctica –la ética, la política, el derecho…– les conviene más la primera perspectiva del asunto, pues resultan especialmente susceptibles de apreciar el tono suave de voz que les susurra, siendo materialmente aniquilados en el momento en que son cortejados o seducidos por voz de amo o amante. Con todo, la capacidad de respuesta en cada caso dependerá de lo demandado de ellos, sea la comprensión, que acompaña el entender acerca del caso que tiene lugar, sea la compasión –padecer con–, tan grata a la esfera del sentimiento.

No siempre vivir desde dentro una determinada acción moral, política o jurídica ayuda a calibrarla cabalmente ni a enjuiciarla con ponderación, con justicia. Tampoco parece muy apropiado exigir de un individuo que participe internamente de una inmoralidad, de una corruptela o causa criminal para así estar en condiciones de afrontarlas. Más bien, exige aquí su presencia la imparcialidad, la equidad y la probidad actuando como instrumentos positivos de intervención en los asuntos ajenos, y no tanto la complicidad, la cual hasta resultaría inadecuada, y aun perjudicial.

Acaso en estos casos, en los del juzgar y ponderar, fuese indispensable reconocerlos en su calidad de «asuntos ajenos», en contraposición a los «asuntos propios». Dicha concreción viene derivada de un reconocimiento superior, a saber: la diferenciación cualitativa y esencial de las esferas privada y pública y, cómo no, de la muy primaria constatación de la existencia individualizada de los individuos, es decir, de su particularidad.

La confusión, habitualmente intencionada, sobre este punto conduce a planteamientos muy oscuros y a actitudes alevosas. Una manifestación de esta no discriminación de esferas comprensivas la encontramos en la justificación del igualitarismo moral, esto es, en la artificiosa identificación personal entre todos los sujetos, uniformidad que acaba componiendo un mapa indiferenciado de totum revolutum, de defensa, por un lado, de la particularidad moral mezclada con el particularismo cultural. He aquí una grosera expresión de indiferenciación por igualación.

La noción de igualitarismo convive necesariamente con noción prepotente de masa. Según ha mostrado Elias Canetti, el hecho más importante que provoca el metabolismo de la masa es la descarga.

Mas, ¿qué significa la descarga, según Canetti?

«Se trata del instante en el que todos los que pertenecen a ella [a la masa] quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales{1}

Federico Nietzsche

2
El valor de guardar las distancias

Quien dice diferencias, dice, asimismo, distancias.

El hombre, ya lo advirtió Nietzsche, es un animal medidor y tasador por naturaleza.{2} Incluso antes del establecimiento comprensivo del principio de individualidad, la misma conciencia de pertenencia a su especie fue posible a través de la comparación con los otros animales. Después se midió con sus «semejantes», y como resultado de esta comprobación no surgió un retrato de sujetos gemelos, una comunidad de iguales, sino una imagen diferenciada y contrastada de individuos, definidos por sus distintas capacidades, por su voluntad de poder, en primera instancia, por la facultad de poder crear valores. Todo hombre mide valores, pero no todos tienen la potestad (y menos aún el derecho) de crearlos.

En la sola acción de valorar (como lo es también el poner nombre a las cosas: nominarlas y denominarlas) queda patente la clase moral y la calidad del hombre que actúa. De igual modo que el ciego o el sordo de nacimiento no serían las personas más capacitadas para calificar la naturaleza de lo visual o lo audible. Tampoco el necio parece el más indicado para definir lo que es lúcido, o la mala persona, el canalla, la más indicada para enseñarnos el camino que conduce a la virtud, o el injusto para caracterizar la naturaleza de la justicia.

Es justamente el hombre fuerte de carácter y creador el que con su acción caracteriza el sentido mismo de la fortaleza y la creatividad, marcando así las oportunas diferencias y distancias con respecto a los demás.

Pues bien, Nietzsche ve surgir el mecanismo interno del resentimiento en el mismo humus en el que Canetti avizora el movimiento constitutivo de la masa: la pasión por derribar jerarquías y destruir las distancias.

Cuando el hombre no soporta ser uno mismo y el peso de la individualidad le bloquea, sucede, entonces, que ha comprendido (interiorizado) que sólo la integración puede sustituir (ponerse en el lugar de) la experiencia frustrada de la integridad. Sacrificándose al grupo, rinde los límites del propio cuerpo en aras de la corporación:

«Sólo todos juntos pueden liberarse de sus cargas de distancia. Eso es exactamente lo que ocurre en la masa. En la descarga, se desechan las separaciones y todos se sienten iguales. En esta densidad, donde apenas hay hueco entre ellos, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra ten cercano al otro como a sí mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los hombres se convierten en masa.»{3}

Y quien dice «masa» dice «gente». «Bien, pero ¿Quién es la gente? ¡Ah! Pues todos, nadie determinado. […] ese sujeto imposible de capturar, indeterminado e irresponsable, que es la gente, la sociedad, la colectividad{4}

José Ortega y Gasset

3
Relativismo moral y victimismo

Hagamos mención, para ir acabando, de credos (o acaso tan sólo actitudes) muy sorprendentes que, minusvalorando la necesidad de entender al Otro, consideran más práctico pasar directamente a ser el Otro. He aquí los casos del relativismo cultural y del victimismo, en donde puede observarse dos muestras emparentadas de perspectivas prácticas que chocan bruscamente con el supuesto metodológico del distanciamiento como condición de comprensión y entendimiento de las cosas. Dejaré ahora al margen de nuestra consideración esa bienintencionada y latosa costumbre o moda impuesta en los últimos tiempos de expresar la solidaridad con una víctima o afectado de cualquier género con la fórmula «Todos somos…». Tan sólo anotaré ahora que el asunto, muy popular y corrientísimo, se alimenta del tópico del «ponerse en el lugar del otro» (analizado en otras ocasiones en este espacio) y no es ajeno al tratamiento de la «descarga» llevado a cabo por Canetti.

Para el relativista cultural, entonces, el significado de las creencias particulares de los individuos no plantea serias dificultades, pues basta con asumirlas como propias o tomarlas en adopción según convenga, y a veces incluso sin discriminación alguna, no «al detall», sino a granel.{5} El relativista cultural, no cree en lo que las cosas son, no se lo cree: cree sólo en lo que está dispuesto a ser. Con esta actitud cerril, se olvida que «ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de quien le manda o conquien manda él conjuntamente.» (José Ortega y Gasset, Primer discurso en las Cortes Constituyentes, 1932).

De esta forma, no son las creencias las que cambian sino los individuos los que cambian de posición y de lugar: los hombres cambian (se ponen unos en lugar de otros, por ejemplo); las creencias, en cambio, preexisten. Instituciones como la religión, la lengua, las costumbres y los ritos son considerados por los relativistas tan propias como la flora y la fauna de sus parajes, y tan variados como éstos. A ellas deben ajustarse los individuos sin remisión.

Al modo de las monadas leibnizianas, cada particularidad es comprendida por sí misma y en sí misma, sin comunicación con las colindantes, como campanas neumáticas e impermeables. Por ello, comprender la particularidad supone llanamente instalarse en su interior; todo lo demás viene por descontado. No hay, entonces, dificultades de explicación, ni, en realidad, nada que explicar ni justificar en abstracto. «Si no entiendes algo es porque lo miras desde fuera, desde dentro se ve con claridad»; «tú no eres vasco (o catalán o alemán) y no puedes entendernos»: cosas así dice el relativista cultural.

Desde la perspectiva relativista, las cosas parecen muy simples, a menos que no se considere una pequeña traba el milagro de la transustanciación, ni un quebranto la quiebra de la racionalidad. La declamación relativista va de la mano del principio de autoridad como criterio de propiedad intelectual. Para la amurallada creencia, un juicio «externo» es considerado una intromisión, por lo demás de inútiles expectativas, porque diga lo que diga no va a tener efecto, rebotará en la pétrea superficie hasta caer derrotada por cansancio, sin siquiera haber librado combate.

La dependencia estrecha entre la inmediación de los instrumentos empáticos (¿o será más bien «empatéticos»?) de aprehensión tampoco es ajena a la teoría y práctica del victimismo. Así, podríamos afirmar en resumidas cuentas, el victimismo sería la versión afligida y lastimosa del relativismo que se abate a sí mismo, aquella actitud que, sencillamente, renuncia a la acción de hacerse entender, lo que significa a fin de cuentas no querer entender. Sólo gime por lo que cree ser, quejándose porque no le dejan ser. Infantilismo y melancolía, en suma. La historia de los pueblos que viven (sin vivir en ellos…), como Cataluña o Irlanda, declara Ortega y Gasset en la conferencia citada anteriormente, «es un quejido casi incesante».

Victimismo: descontento perpetuo, manía persecutoria, lamentación inagotable, quejido sin fin, en fin.

El victimista no ofrece razones, tan sólo emite vibraciones sentimentales, convulsiones emocionales, que ni él mismo llega a comprender. Hay, ciertamente, mucho de patético, además de infantil y melancólico, en ese padecer vocacional, en la inclinación hacia la destrucción en que sucumbe todo padecimiento, sea propio o ajeno. He aquí un mal del que hay que prevenirse, o sea, mantenerse a distancia.

Notas

{1} Elias Canetti, Masa y poder, Muchnik Editores, Barcelona, 1994, pág. 12.

{2} «Acaso todavía nuestra palabra alemana (Mensch, manas) exprese precisamente algo de ese sentimiento de sí: el hombre se designaba como el ser que mide valores, que valora y mide, como el “animal tasador en sí”.» Véase, Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1980, pág. 80.

{3} Elias Canetti, Masa y poder, op. cit., pág. 13.

{4} José Ortega y Gasset, El hombre y la gente, Revista de Occidente/Alianza Editorial, Madrid, sexta edición, 1996, pág. 177.

{5} El relativismo, esto es, «la herejía de los antropólogos», como la ha denominado Bernard Williams, Introducción a la ética. Cátedra, Colección Teorema, Madrid 1998. El relativismo, aún: «posiblemente la idea más absurda que se haya defendido jamás en filosofía moral.» (B. Williams, ibid., pág. 33). Sea como fuere, tal vez lo más juicioso sea no tomarse el asunto relativista muy en serio y concebir el ataque contra el relativismo con sana ironía (Cfr. Antonio Valdecantos, Contra el relativismo, Visor, Colección La balsa de la medusa

 

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