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El Catoblepas, número 90, agosto 2009
  El Catoblepasnúmero 90 • agosto 2009 • página 8
Historias de la filosofía

Aranda

José Ramón San Miguel Hevia

Nobles y golillas

Goya, El motín de Esquilache, 1766

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El 29 de Marzo del año 1766 Pedro Pablo Abarca de Bolea X Conde de Aranda, repasaba en su palacio de la Capitanía General de Valencia el billete que Grimaldi había enviado desde Madrid en términos angustiosos, mal disimulados por la prosa oficial. El ministro italiano resumía con todo detalle una situación cercana a la catástrofe y cada vez más complicada y solicitaba la intervención de Aranda como último recurso. El Conde reflexionaba sobre las dificultades acumuladas que se planteaban y al mismo tiempo sobre una oportunidad política verdaderamente única.

Desde su llegada a España hacía siete años, Carlos III, había entregado el gobierno a Grimaldi –sucesor de Wall como Secretario de Estado– y a Leopoldo Esquilache, que había reunido las decisivas carteras de Hacienda y Guerra. Los dos ministros italianos habían recibido el encargo de introducir en España, empezando por su capital, las reformas que pusieran al país al nivel del resto de Europa.

Aranda, que en sus viajes fue testigo de la trasformación de las naciones del continente, aprobaba aquel programa de gobierno, pero lamentaba que se desarrollase a contracorriente del modo de ser de los españoles, con el peligro de un conflicto como el que ahora le comunicaban. Mientras el Marqués de Esquilache, se aplicó a empedrar e iluminar las principales calles de Madrid, sólo acusó el desagradecido malhumor de sus habitantes, pero cuando, sin hacer caso de las recomendaciones del Consejo de Castilla, decretó cómo se tenían que vestir en adelante los súbditos de su majestad, la revuelta de los afectados por esa medida fue tan esperada como inevitable.

El motín, según contaba Grimaldi en su detallado informe, había tenido tres momentos cada vez más definidos y amplios. El día 24, Domingo de Ramos, primero dos embozados, luego una banda armada y poco después hasta dos mil personas, iniciaron la sublevación. fue la fase más violenta y descontrolada, pero por eso mismo Carlos III y su gobierno calcularon que se extinguiría de la forma y con la rapidez con que estalló. La turba armada asaltó la Casa de las Siete Chimeneas domicilio de Esquilache y saqueó sus muebles y su despensa , después se dedicó a apedrear la mansión de Grimaldi, llevó su protesta a la de Sabatini, y terminó quemando en la Plaza Mayor un retrato del Marqués.

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Contra lo que esperaba el Rey y contra toda lógica, el Lunes Santo la situación se agravó El pueblo, se enteró de que Esquilache estaba despachando con el Rey , y emprendió una marcha hacia el Palacio para presentar en tono imperativo sus peticiones Todas tenían un factor común: destierro del Marqués y prohibición de que en el gobierno hubiese ministros extranjeros, extinción de la Guardia Valona y retirada de las tropas a sus cuarteles, conservación del traje español, y –contra la medida más impopular del gobierno del Marqués– bajada del precio de los comestibles. Grimaldi añadía en su billete que estas reclamaciones no le parecían fruto de la chusma exaltada de la víspera, pues denunciaban una inteligencia tan calculadora como maligna.

El Conde de Aranda sabía, gracias a su correspondencia con su paisano Roda, secretario de Gracia y Justicia, quiénes eran los conspiradores que habían canalizado desde la sombra el motín para su provecho. El grupo estaba dirigido por el mismo Marqués de Ensenada y contaba con el apoyo de un confuso nacionalismo popular por su enemiga hacia los gobernantes extranjeros y con el favor de sectores religiosos, particularmente potentes y contrarios a la política regalista de los reformadores. Las peticiones probablemente estaban redactadas personalmente por Ensenada.

Al día siguiente, cuando parecía que las concesiones reales habían pacificado por segunda vez a los insurgentes –seguía el billete de Grimaldi– los madrileños se enteraron de que Carlos III había huído a Aranjuez, protegido por la Guardia Valona y todavía en compañía de Esquilache. Sospechando que se les quería escamotear la victoria, una multitud de por lo menos 30.000 hombres se hizo dueña de la ciudad, saqueando almacenes y cuarteles y abriendo las cárceles. El aterrorizado Rey, ante la creciente ola de protestas, tuvo que prescindir muy de mala gana pero esta vez definitivamente de su ministro preferido, y así lo comunicó al pueblo en un escrito que un emisario se encargó de llevar con toda urgencia hasta Madrid.

En aquella crítica situación, Grimaldi escribió a los embajadores en el extranjero comunicando para su tranquilidad que el motín, totalmente controlado, lejos de ser popular había sido obra de una serie de instigadores, sin añadir más precisiones. Al mismo tiempo dió órdenes a las tropas de Madrid para que se concentrasen alrededor de Aranjuez, y finalmente –y así terminaba el billete– llamaba al Conde de Aranda, que debía acudir con todas sus tropas en defensa del Rey.

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El Conde, como buen estratega, se dedicó a analizar largamente las dificultades y las posibilidades que la nueva situación le ofrecía. Estaba seguro desde luego de que el motín había terminado con la hegemonía de los gobernantes italianos , pero no por eso compartía el pesimismo de Grimaldi y al parecer de Carlos, que consideraban definitivamente muerta la ilustración en España. Frente al confuso magma del partido nacionalista, que tenía fuerza para expulsar al omnipotente Esquilache, pero era incapaz de organizar una alternativa política viable, cada vez tenían más presencia una serie de políticos, eventualmente unidos por un programa de gobierno común.

Aranda examinó el perfil de sus inmediatos aliados. Fuera de su proximidad al Duque de Alba y de su ideario regalista, eran en todo lo demás polarmente opuestos a él y a sus incondicionales partidarios de la nobleza aragonesa y del ejército . Los nuevos ilustrados eran burgueses, ajenos a la milicia, partidarios del centralismo uniformista traído por los Borbones y de una acción política basada en instituciones ejecutivas y unipersonales. Era difícil encontrar una figura que integrase a las dos facciones contradictorias , y que al mismo tiempo no despertase demasiadas suspicacias en el pueblo.

Aranda se dio cuenta de que únicamente él reunía las condiciones para merecer el respeto y la adhesión de nobles y golillas. Tenía por una parte un abolengo de diez generaciones, veintitrés títulos nobiliarios y era dos veces Grande de España ; su autoridad en el ejército era indiscutible, y bien conocida su defensa de las instituciones tradicionales. Pero por otra parte era un reformador radical: muy pocos, si había alguno, podían presumir en el país de su trato con los más conspicuos enciclopedistas, Diderot, D´Alembert y sobre todo Voltaire a quien le unían lazos de mutua admiración. El mismo rey, a pesar de su antipatía por aquel potencial enemigo, conocía su amistad con otro ilustrado, Federico de Prusia, y a su paso por Zaragoza camino de Madrid, había queda do gratamente sorprendido ante el interés del Conde por promocionar obras públicas fundamentales para Aragón. .

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Después de dar este repaso a la situación política, Aranda reflexionó hasta que punto se había hecho imprescindible y cuáles podían ser sus exigencias antes de embarcarse en una aventura tan sugestiva como difícil. A su favor tenía una meteórica carrera militar, durante los reinados de Felipe V y de Fernando VI con el que llegó a ser teniente general con menos de cuarenta años. Pero ni su brillante historial en el ejército, ni su rancia nobleza, ni su defensa de las instituciones tradicionales de los reinos de España, habían despertado la simpatía del civil, burgués y extranjero Carlos III. Él mismo, aunque profesaba una veneración incondicional al rey, como su señor natural, censuraba en su interior su espíritu receloso, para un soldado el mayor de los vicios.

La conducta del monarca hacia él había estado gobernada siempre por la pasión del miedo. Tan pronto procuraba apartar a su poderoso y amenazador súbdito de la corte, nombrándolo embajador en la lejanísima Polonia, como le llamaba urgentemente para dirigir la difícil campaña de Portugal o imponer su indiscutible autoridad sobre el ejército, juzgando a los oficiales que habían perdido la Habana. Su mismo destino actual en Valencia había obedecido a la preocupación por separarlo de los centros de poder de Madrid, aunque para ello Carlos III tuviese que promocionarlo al rango de capitán general y virrey. Y estaba seguro de que la comunicación de Grimaldi era efecto de una petición del aterrorizado, fugitivo y complaciente rey.

Aranda meditó la respuesta al billete del secretario de Estado. Por supuesto, estaba descartada la posibilidad de cumplir las órdenes sin aclarar su futura situación política y militar, pues ello equivalía a crear una disparatada confusión de poder y le obligaría además a defender por la fuerza una disposición impopular sin ninguna autoridad ni independencia, con el consiguiente desprestigio del ejército. No podía ni quería sustituir a Grimaldi, ni participar en un gabinete ejecutivo centralista, totalmente contrario a sus ideas políticas, pero necesitaba que su nuevo cargo en la gobernación y la milicia se correspondiese con la altísima y difícil misión que debía llevar a cabo.

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Aranda consideró que la ausencia de Carlos III de la capital había creado un vacío de poder que trabajaba a favor de las viejas instituciones. La política centralista de los Borbones había suprimido los consejos de los diferentes reinos de España, de carácter colectivo y judicial, y únicamente habían mantenido el de Castilla, que en aquellos años llevaba una existencia disminuida, bajo la presidencia de prelados, nombrados por el Rey y cada vez más alejados del pueblo. Era el momento de dar nueva vida al Consejo, tanto más cuanto que el final irregular del motín, y la vindicación regalista de los derechos de la Corona frente a Roma, exigían poner en marcha el aparato judicial del Estado, ahora que había fracasado la gestión unipersonal y ejecutiva del último gobierno de los italianos.

Para realizar su proyecto el Conde contaba con el apoyo de una serie de nobles aragoneses, unidos a él por su ideología, su patria común y sus lazos familiares, y con miembros eminentes del estamento militar. En aquel momento necesitaba además la colaboración de dos abogados que ocupaban ya cargos centrales en el Consejo de Castilla –Moñino era fiscal de lo criminal y Campomanes de lo civil– partidarios, como Aranda de una política regalista.

El Conde decidió enviar un escrito de contestación a Grimaldi en unos términos tan duros como respetuosos. Desde luego que estaba dispuesto a cumplir sus órdenes como venidas del Rey, pero necesitaba, para que ello fuese posible, que se le concediesen una categoría correspondiente a tan altísima misión. No deseaba formar parte del gobierno ni interferir en la política de su Majestad, pero en las circunstancias actuales y para que su intervención fuese eficaz y estable debía ser nombrado capitán general de Madrid y a la vez suprema autoridad judicial, como presidente del Consejo de Castilla, pues al estar en la misma mano la fuerza y el derecho, el éxito de una empresa era casi seguro. Pocos días después, en contestación a su solicitud, recibió comunicación de un Real Decreto, que le llamaba a ejercer el mando de las armas en Castilla la Nueva y a regir su Consejo, y se pedía en consecuencia su presencia inmediata en la Corte.

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La mañana de 8 de Abril Aranda entraba por fin en Madrid y aquella misma tarde –después de que el obispo Rojas le trasmitiese sus poderes– juraba su cargo de Presidente del Consejo, en medio del júbilo del pueblo, que celebraba como suyo el triunfo de una institución secular. El Conde conocía muy bien a los españoles y se ganó su simpatía y admiración mezclándose con ellos en los paseos, los teatros y los toros, sin hacer diferencia entre su categoría de capitán general, grande de España y magistrado supremo, y cualquiera de los ciudadanos comunes. Cuando se decidió a limpiar Madrid de vagos, falsos mendigos, mujeres de vida airada y clérigos forasteros, dividiendo la ciudad en sesenta y cuatro barrios, tuvo cuidado de solicitar la ayuda de los vecinos, que eligieron en cada distrito sus alcaldes.

Con gran sorpresa de los gobernantes ejecutivos que presumían de la agilidad de su política llevada en cada cartera por un solo miembro, el Consejo de Castilla –sin contar con los Secretarios que habían pasado a un segundo plano y al Rey que seguía en Aranjuez con un miedo disfrazado de dignidad– se dedicó a poner enseguida orden en aquel caos, sin abandonar su carácter colectivo y judicial. Ante el recurso presentado por los Gremios mayores y menores, por la Nobleza y el Ayuntamiento, los dos fiscales del cuerpo, Moñino y Campomanes, informaron y el Consejo sentenció que la congregación de las gentes de Madrid que había arrancado las concesiones de Carlos III era nula por no haber precedido convocatoria, ilícita por prescindir del ayuntamiento, insólita, defectuosa, oscura porque nadie representaba al pueblo, violenta, obstinada, ilegal, porque sus atribuciones no pertenecían directamente al pueblo, y finalmente reverente. Por todo ello falló que los Cuerpos que habían presentado las Instancias podían pedir que se revocasen las gracias concedidas por el Rey los días 24, 25 y 26.

La primera medida de Aranda –como Presidente y sobre todo como soldado y capitán general– fue dar orden de que la Guardia Valona volviese a sus cuarteles de Madrid sin demora, devolviendo así al ejército el honor que los sediciosos le habían querido quitar, porque según sus palabras ninguna tropa es extranjera cuando se bautiza y adquiere carta de naturaleza con su sangre. La revocación de las demás medidas podía esperar, pero una de ellas, la rebaja de los precios de los comestibles se compensó por la abundante cosecha del año 1766, que por lo menos evitó la carestía. En cuanto al traje de los embozados, motivo inmediato del motín, fue desapareciendo poco a poco pues el Conde, en otro alarde de psicología, había ordenado que fuese uniforme de los verdugos. Cuando Carlos III en Diciembre decidió volver a Madrid, quedó perplejo pues entre la multitud que le aclamaba no había nadie que no llevara capa corta y un sombrero de tres picos.

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Una vez que consiguió la total pacificación del reino, Aranda decidió que fuese el Consejo de Castilla el continuador de la política reformista a pesar de su aparente lentitud de acción. Su primera medida fue determinar por una pesquisa secreta la participación de los jesuitas, la compañía regular más poderosa y enemiga de la política regalista. Su paisano Roda, todavía Secretario de Justicia, le recomendó que dirigiese el proceso Campomanes, en vista de su decisiva intervención en el juicio contra los amotinados, y sobre todo de su brillante trayectoria académica y jurídica, que le había convertido en aquel momento el defensor más eminente de las prerrogativas del soberano.

Otra vez los dos fiscales se encargaron de informar el proceso para determinar quiénes habían organizado el motín, tomando como instrumento a la “gente baja y soez”. La investigación sólo pudo probar la vinculación personal de miembros relevantes de la Compañía con los dirigentes de los sublevados y particularmente con el mismo Ensenada, pero el Consejo Extraordinario se desvió hacia un juicio político contra los jesuitas, que se oponían al regalismo y a cualquier reforma eclesiástica, que monopolizaban un sistema educativo fuertemente reaccionario y que acumulaban un dominio y una riqueza cada vez mayores.

La expulsión de la Compañía creó un vacío casi total en la enseñanza superior, que los ilustrados regalistas se encargaron de llenar, mediante una renovación radical. En Sevilla Pablo Olavide perfilaba las líneas generales de una reforma de su Universidad, proponiendo un control estatal, la secularización del profesorado, la introducción de modernas enseñanzas de matemáticas, geometría, física, biología y ciencias naturales, y la eliminación de la escolástica. En 1769 el Consejo de Castilla aprobó el plan de Olavide y completándolo con ideas de Roda y Mayans decidió, extenderlo a todo el país, requiriendo su aceptación a las Universidades españolas . De esta forma Valladolid, Alcalá , Santiago, Zaragoza, Oviedo, Salamanca, Granada y sobre todo Valencia, se fueron adaptando gradualmente y con ritmos variados al nuevo sistema de estudios. La incautación de los bienes y rentas de la institución que según el informe de Moñino y Campomanes habían de emplearse en la promoción de fundaciones de enseñanza y piedad, fue el otro efecto de la eliminación de la Orden.

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El equipo dirigido por Aranda quiso completar la reforma de la enseñanza superior con un primer intento de poner orden en los Colegios Mayores, que habían perdido su carácter de centros de asistencia para estudiantes pobres, convirtiéndose en un reducto de privilegiados, que controlaban las becas, retenían los cargos de gobierno y ocupaban las cátedras centrales mediante una política de apoyos mutuos. Pérez Bayer, Olavide, Roda y el obispo de Salamanca, Felipe Bertrán consiguieron por lo menos poner un freno parcial a esta corrupción, empezando por los seis colegios de Salamanca, Valladolid y Alcalá.

De todas formas después de su refundación y a pesar del esfuerzo por homologarse con Europa desarrollando los conocimientos positivos, las universidades no iban a figurar en la vanguardia de la reforma educativa, y necesitaban completarse con instituciones que promocionasen los saberes útiles, y en primer lugar la que iba a ser fundamento de todos ellos, la economía. Para esta puesta al día de la enseñanza los reformadores estaban preparando la extensión a todo el país de una serie de sociedades económicas, según el modelo que habían ensayado con éxito los ilustrados vascos.

Así que la actividad del Conde no se limitaba a Madrid y se extendió pronto a las provincias. En 1768 creó la Compañía del Canal de Aragón, poniendo en marcha uno de sus proyectos más ambiciosos, que aspiraba a comunicar el Mediterráneo y el Atlántico, y pocos años después puso al frente de la obra a su familiar Ramón Pignatelli. Al mismo tiempo con la ayuda de Olavide emprendió en Andalucía la colonización en Sierra Morena . Seis mil colonos católicos de la empobrecida Alemania, bien financiados por el Estado, fueron los protagonistas de esta aventura, que afectaba a territorios despoblados, amenazados por el bandolerismo, en Córdoba, Sevilla y Jaén.

El Conde no había olvidado su condición de Capitán General y primera autoridad militar del reino, y desde esta posición apoyó la reforma del ejército y tomó parte en ella al lado del Conde O´Reilly. Fruto de esta colaboración fueron las Ordenanzas , la distribución más racional de fuerzas, el reglamento táctico de la infantería y un nuevo sistema de reclutamiento por sorteo de periodicidad anual. Aranda complementó esta política de puesta al día de su aparato de guerra con tratados de paz con Marruecos, y una renovación de su alianza con Francia.

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Epílogo

En Septiembre de 1783, Aranda anunciaba a Madrid desde Versalles los términos de un inminente tratado de paz entre Francia, Inglaterra, Estados Unidos y España. Después de una dura discusión con el Duque de Manchester, y aprovechando la situación de aislamiento internacional de Inglaterra y su necesidad de conservar a toda costa la peña de Gibraltar, el Conde había coronado su actividad diplomática con un éxito político, que volvía a situar a España en línea con las primeras potencias de Europa. Según los artículos 4º y 5º del Tratado de Versalles, S. M. Británica cedía en toda propiedad a S. M Católica la isla de Menorca, así como la Florida oriental y occidental, más parte de las costas de Nicaragua, Honduras y Campeche.

Hacia diez años que Carlos III había apartado por tercera vez de la corte real a un personaje tan imprescindible como amenazador, enviándole de embajador a París en un cargo de máxima responsabilidad. Así había devuelto el poder a los Secretarios de Estado, primero a Grimaldi y después a Moñino, convertido en Conde de Floridablanca después de su triunfo diplomático en Roma. Fue precisamente Floridablanca, a pesar de ser entonces enemigo político de Aranda y primer representante del partido de los golillas, quien calificó el Tratado que se estaba gestando, como el más ventajoso para España en los últimos doscientos años. Pero el Rey sólo se atrevió en esta ocasión a aceptar el ofrecimiento de Inglaterra con la extraña cláusula de que su embajador, cara a la opinión pública, asumiese personalmente la decisión de renunciar al dominio del Peñón.

Aranda, en una contestación confidencial, tan respetuosa como severa, comunicaba la aceptación de la condición real y anunciaba la firma del texto final. Pero advertía a Carlos III que aunque efectivamente el Reino conseguía un amplio dominio colonial en América del Norte, por otra parte su situación era más delicada que nunca, pues ahora que los trece estados de la Unión habían obtenido su independencia, era inevitable que más tarde o más temprano los virreinatos de las Indias quisiesen seguir su ejemplo. Para evitar estos movimientos secesionistas proponía como solución segura y definitiva –y Su Majestad no debía despreciar otra vez el espíritu de los españoles– la formación de una federación de estados iguales, presididos por infantes de la familia real.

 

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