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El Catoblepas, número 92, octubre 2009
  El Catoblepasnúmero 92 • octubre 2009 • página 4
Los días terrenales

El México de Friedrich Katz

Ismael Carvallo Robledo

Índice 20/10. Sobre la conversación entre Carlos Silva y Friedrich Katz que aparece en el número 3 (Primavera / 2009) de la revista 20/10 Memoria de las Revoluciones en México, editada en la ciudad de México

Friedrich Katz, Viena, 1927

Presentación

20/10. Memoria de las Revoluciones en México, es un proyecto editorial mexicano donde tiene lugar la convocatoria y edición de trabajos de carácter general, desde ámbitos y disciplinas varias y de incuestionable solidez académica, a los que se da cita con motivo de la conmemoración del bicentenario de la independencia de México y del centenario de su revolución. Su director es Carlos Silva.

Índice 20/10 es la sub-sección que para el lector de El Catoblepas quiere Los días terrenales consagrar a la selección comentada de los artículos que conforman tan formidable, seria y hermosa revista.

Siendo cada uno de estos artículos de unidad e interés sustantivos, queremos nosotros limitarnos tan sólo a ofrecer, siendo evidentemente imposible comentar cada uno de ellos, un Índice mínimo de lo que en su conjunto irá abriéndose camino como una referencia fundamental de trabajo, cuidado y rigor editorial.

I

Amplia y penetrante es la perspectiva que de México nos es posible tener a través de la estupenda entrevista que Carlos Silva realiza al profesor Friedrich Katz (Viena, 1927) y que aparece en la sección Conversaciones de la tercera entrega –correspondiente a la primavera del año que corre– de la revista 20/10. Memoria de las Revoluciones en México, un proyecto historiográfico y editorial desde el que, bajo la dirección de Silva mismo, se ha hecho acopio de recursos y trabajo de historiadores, investigadores, editores y diseñadores (el trabajo y selección gráfica es verdaderamente espléndido) para dar señal y noticia, al tiempo de ponerlos a resguardo impreso, de reliquias y relatos constitutivos del taller de historiadores e investigadores avocados a dar consigna de todo cuanto atañe a los Bicentenarios y sus problemas (ideológicos, historiográficos, políticos, filosóficos).

En efecto, es sabido por todos dentro del gremio de los historiadores y de disciplinas afines (al igual que por políticos y personas mínimamente ilustradas y al tanto de las cosas) que Friedrich Katz, profesor de la Universidad de Chicago, ocupa un lugar de autoridad, solidez y distinción en el campo de la historia contemporánea de México, destacándose sobre todo como guía dentro de la parcela igualmente fascinante que compleja de la Revolución mexicana, siendo tenidas como obras de referencia obligada, de entre una vastísima gama de investigaciones a las que ha consagrado por entero Katz su vida intelectual y académica, sus trabajos sobre la política exterior alemana durante el Porfiriato y la revolución (La guerra secreta en México) y sobre la vida de Francisco Villa (Pancho Villa). Y es precisamente a la luz de esa consideración que de manera generalizada circunda al profesor Katz que Carlos Silva –quien lo conoció, nos dice, en el Coloquio Internacional de Historia. La Revolución Mexicana desde la perspectiva del siglo XXI, en 2002– realizó el viaje a la ciudad de Chicago para recoger las impresiones generales sobre su vida y sobre los juicios que sobre México, en la cima de una trayectoria intelectual que recorre el siglo XX con atención y lucidez, sostiene. Vida y juicios a los que queremos dedicar las líneas y comentarios que a continuación se ofrecen a los lectores de El Catoblepas, dando con ello inicio a esta sub-sección nueva a la que hemos querido llamar Índice 20/10.

II

Friedrich Katz es de origen judío y nació en Viena en el año de 1927. Su padre era periodista y escritor; su madre, una secretaria ilustrada con particular interés por la música. La Primera Guerra mundial y Lenin habían hecho del padre de Katz un hombre partidario de la revolución, circunstancia que hubo de marcar definitivamente el destino de la familia entera.

Siguiendo el derrotero de tantos exiliados de entre-guerras, expulsados fundamentalmente por la llegada de Hitler al poder, las estaciones y puertos de la familia Katz se sucedieron con arreglo a un itinerario que hubo de convertirse en la ruta de vida de muchos: Berlín en 1930; Francia poco tiempo después; apoyo desde ahí a la república española hasta su expulsión –de Francia– en 1938. Salida para Estados Unidos; estancia de dos años en Nueva York y arribo al México de Lázaro Cárdenas en 1940. Año en el que daría inicio el contacto con un país de alguien para quien en esos momentos era prácticamente igual a cero lo sabido sobre él, pero que estaba llamado a convertirse en uno de los más objetivos y consistentes conocedores y estudiosos de su historia:

«Hasta entonces yo no sabía nada de México, era un país extraño para mí, obviamente hablábamos alemán en casa, había estado en una escuela pública tanto en Francia como en Nueva York. Al llegar a México, mis padres tuvieron el problema de dónde ponerme. Ya dos veces había enfrentado un problema muy difícil: en Francia, a la edad de seis años, sin saber una palabra en francés, me metieron en una escuela pública, lo que no es fácil para un niño, aunque en unos meses aprendí el idioma. Después, en Estados Unidos, me metieron a una escuela pública en inglés y tampoco sabía una palabra del idioma. No querían repetir la misma cosa en México, querían que fuera más fácil adaptarme y no tener el mismo problema lingüístico, por eso me pusieron en una escuela francesa. No quisieron ponerme en la escuela alemana que había porque estaba inspirada por los nazis, y me metieron al Liceo Franco Mexicano.»{1}

Un contacto que habría de trocarse en pasión intelectual o teorética, en el sentido de Aristóteles (lo que hace que se trate, por tanto, y sólo en este sentido, de una pasión ética), que tuvo, paradójicamente y sin que acaso haya sido el interés de sus padres, un detonador oblicuo, dialéctico: la ignorancia (y, por tanto, desprecio) que de la historia de México anidaba en el colegio de afrancesados mexicanos en donde hubieron de tenderse los años de formación de Katz:

«La escuela era muy buena, aprendíamos muy buena historia, historia de Europa, literatura francesa y teníamos tres clases de español por semana, en esas tres clases aprendíamos la geografía de Castilla y Aragón y la historia de España. A México lo ignoraban completamente, eso me enfureció; vivíamos en un México en el que todavía la gente que había participado en la revolución era relativamente joven. A nuestra casa venían muchos mexicanos y contaban historias de la revolución, pero la escuela lo ignoraba completamente y como rebeldía y por interés, porque estaba ahí el legado cardenista, el legado de la revolución, empecé a interesarme. Leí obras tanto en inglés como en español, una historia de México de parques, las obras de Teja Zabre, libros de memorias sobre la revolución, leí a Mariano Azuela, a Martín Luis Guzmán y me empezó a fascinar la historia de la revolución.» (pág. 182.)

Como fruto de esta peculiar detonación, este pasión teorética de Katz por México se habría de desplegar en dos momentos fundamentales que se sucedían recíprocamente en unidad orgánica: un momento de atención y estudio del período prehispánico, y un segundo momento o fase de investigación sobre el período clave del México contemporáneo: la Revolución mexicana. Aunque la detonación fue in situ, la investigación y consolidación académica fue en el exterior. El resultado ha sido a la postre, según lo hemos querido ya señalar, una visión panorámica y en perspectiva de gran alcance y consistencia.

Para 1949 regresaban a Viena, donde Katz escribe su tesis sobre la organización social y económica de los aztecas. Para el cincuenta y cuatro, sus estudios llegaban a su fin, encontrando no obstante las puertas cerradas por su radicalismo.

No fue sino hasta dos años después, en 1956, que la Universidad Humboldt en Berlín Oriental le ofreciera una oportunidad de inserción académica. El contacto con las instituciones universitarias alemanas coincidió con la llegada a Berlín de archivos políticos, diplomáticos y militares de la historia reciente de Alemania, tanto del lado soviético (por cuanto a Alemania Oriental) como del lado de los aliados (por cuanto a Alemania Occidental), lo que propició –sin que, suponemos, haya estado ello necesariamente en los planes del profesor Katz– que se le diera paso a su segundo gran interés:

«Y entonces ahí realicé mi segundo doctorado con una tesis sobre la política alemana durante el Porfiriato y la revolución y encontré que la política alemana con relación a México era mucho más importante de lo que se creía.
—¿Ese trabajo se convertiría después en La guerra secreta en México?
—Exactamente, aunque con profundos cambios, porque entonces pude concentrarme más en la historia interna de México con base en fuentes que provenían de archivos muy poco o casi nunca consultados: ingleses, franceses, norteamericanos, etcétera, y también pude ver la historia de las otras grandes potencias. Pero ya entonces vi los intentos de Alemania de provocar una guerra entre Estados Unidos y México, para que los americanos no pudieran intervenir en Europa.» (pág. 184.)

Fue de especial interés para Katz la modificación de la perspectiva desde la que pudo estudiar a México en este tan decisivo período, pues fue en el cotejo y análisis de esos archivos que le fue dado apreciar lo que podríamos considerar como la consolidación de la nación política mexicana en el fragor de la dialéctica de estados imperiales bajo cuyo fuego tenía lugar la revolución interna; en los términos de Katz, la figura de Carranza, Primer Jefe del Ejército Constitucionalista que se organiza contra Huerta, le permitió ver a México no ya como «objeto» –en el sentido de objeto pasivo ante los acontecimientos– sino como «sujeto» –en el sentido de sujeto activo en el discurrir de las cosas–, toda vez que, a su juicio, Carranza supo utilizar en su favor las contradicciones y tensiones entre Estados Unidos, Alemania e Inglaterra mucho mejor que el modo en que cada una de estas potencias quisieron y/o pensaron que lo hacían para con él y su gobierno.

Pasado ese período, vuelve una vez más, en 1962, al período prehispánico, esta vez persuadido por Eric Hobsbawm, encontrando ya mayores posibilidades críticas desde las que habría de realizar, primero, trabajos comparativos entre los imperios inca y azteca, y, después, estudios analíticos sobre los procesos de incorporación ideológico-política de las respectivas reconstrucciones históricas de uno y otro imperios en los períodos clave de configuración nacional de México y Perú.

E igualmente interesantes fueron los resultados encontrados: la atención de Katz se detuvo en la apreciación del modo en que, en la primera mitad del siglo XX, en Perú circulaba en el sentido común nacional-popular la idea de que el de los Incas había sido el mejor período de su historia, con la figura de Túpac Amaru como central, al grado de que, para teóricos y políticos del talento de José Carlos Mariátegui, no era ya nada más un pasado tenido como algo necesario de valorar y recordar, sino que se consideraba como algo que era necesario re-instaurar. En México, por el contrario, enfatiza y contrasta Katz, ni en la independencia ni en la Revolución de 1910, a pesar de que haya sido efectivo un interés determinado por el pasado azteca, figuró la realidad prehispánica como algo a lo que se pretendiera volver o como dispositivo de inspiración ideológica –en el caso sobre todo de la Revolución mexicana–, algo que puede apreciarse en toda su consistencia crítica en Los grandes problemas nacionales de Andrés Molina Enríquez: la unidad nacional y la refundición política de multiplicidad de naciones étnicas era, precisamente, uno de esos grandes problemas.

No hubo de ser en todo caso, es éste nuestro punto de vista, sino hasta la caída de la Unión Soviética en compañía de la proliferación de la metafísica posmoderna del relativismo cultural, que la fuerza del indigenismo viniera a cobrar nuevos impulsos ideológicos y políticos.

Por cuanto al análisis comparado de los imperios inca y azteca, señala Katz a Carlos Silva:

«No voy a entrar en detalle respecto de las diferencias que vi con relación al imperio azteca, que los pueblos por ellos sojuzgados consideraban como un imperio explotador. De hecho, cuando Cortés llegó a México encabezó una revuelta contra los aztecas. Muchos pueblos sojuzgados tuvieron la ilusión de que los españoles iban a ser mejores, una ilusión profundamente errónea. En el Perú, aunque había rivalidades y los españoles pudieron apoyarse en algunos grupos, no hubo una revolución contra los incas, porque habían resuelto problemas que los aztecas no pudieron resolver…. Mientras que en la época cumbre del imperio azteca, en 1507, había una tremenda hambruna en la ciudad de Tenochtitlán, y mucha gente vendía a sus hijos como esclavos, los incas había resuelto ese problema a través de un sistema de reservas de comida en diferentes partes de su imperio.» (págs. 186 y 187.)

Aunque el interés prehispánico no despareció nunca del horizonte de Katz, el curso ulterior de su trayectoria académica lo fue decantando paulatinamente hacia el período contemporáneo de México, encontrando la Revolución mexicana un lugar privilegiado dentro de ese derrotero de especialización.

A partir de este momento, la entrevista de Silva nos ofrece juicios de verdadera lucidez por parte de Friedrich Katz, pues es a través de ellos como, al tiempo de permitirnos apreciar la catadura intelectual del profesor de Chicago, se nos esclarecen claves fundamentales de lo que la Revolución mexicana, Lázaro Cárdenas y el cardenismo significan tanto para el México de hoy como para la historia mundial del siglo XX.

III

La cuarta década del siglo fue decisiva. Inicia con la nacionalización petrolera de 1938 como remate de la revolución nacionalista de sello cardenista, y encuentra su ocaso con la llegada de Miguel Alemán a la presidencia de la república en 1946. El Partido Acción Nacional nacía en 1939, y las instituciones universitarias de empresarios –el ITAM y el ITESM; en algún sentido, el ITAM es la escuela de cuadros de El Palacio de Hierro (una tienda departamental de clase media y alta que forma parte del mismo grupo empresarial)– eran creados en la primera mitad de los 40. El frente anti-cardenista se dibujaba tanto dentro como fuera del régimen en el contexto internacional de la Segunda Guerra Mundial.

Hacia el final de la década, 1949, Katz dejaría México, aunque, antes, habría de pasar un año en Estados Unidos, de 1946 a 1948. En ese tránsito tuvo lugar una transformación orgánica fundamental (política, económica e ideológica) en el régimen de la Revolución mexicana. Un tránsito que quedaría cifrado en el cambio de nombre del partido de Estado: del Partido de la Revolución Mexicana, de estirpe cardenista, al Partido Revolucionario Institucional, de estirpe alemanista. Al interior del régimen quedaban destacados los dos bloques antagónicos de la revolución hecha gobierno. Hoy podemos ver la manera en que esa pinza histórica anti-cardenista se cerró en la alianza de facto entre el PRI neoliberal y oportunista con el Partido Acción Nacional que, desde 2000, gobierna al país. Los secretarios de Hacienda de los últimos sexenios neoliberales (del PRI y del PAN) son, en efecto, cuadros de El Palacio de Hierro, pues se formaron todos ya en el ITAM.

En todo caso, comenta Katz a Carlos Silva sobre esa década fundamental:

«Obviamente, los años cuarenta fueron un periodo de cambio, pero éste no se percibía todavía. Cárdenas seguía en el gobierno, como Secretario de Defensa, y todavía se utilizaba para todo el discurso de la revolución. La gente no decía «ha terminado la revolución». Al contrario, con Ávila Camacho, a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, se vive un período antifascista. Es verdad que lentamente se iba desplazando a los revolucionarios, pero los líderes de la izquierda, como Lombardo, no supieron o no quisieron oponerse abiertamente a ese proceso. Cárdenas estaba en el gobierno y se opuso en una forma discreta. Era le época en que México y Estados Unidos se aliaron contra Alemania y los norteamericanos querían tener bases militares en México. El que lo impidió fue Cárdenas. En cambio Lombardo, bajo el lema «hay que unirse para derrotar a los nazis» apoyó una iniciativa de la CTM de no realizar ninguna huelga en aquel periodo a pesar de que los precios aumentaban y el nivel de vida de las clases populares iba a la baja. Me parece que, inspirado por la URSS, el Partido Comunista tenía la misa idea. El resultado fue que la izquierda perdió gran parte de su influencia en la clase obrera.
Pero esto no se veía con claridad en esos años. En cambio, la transformación ya era evidente cuando regresé de Estados Unidos en 1947. Ya estaba en el poder Miguel Alemán, y si bien el gobierno continuaba con la fraseología revolucionaria, las cosas habían cambiado con la participación de México en la Guerra fría.» (pág. 187.)

Después de la redacción y publicación del libro sobre las culturas prehispánicas, editado por la casa británica Weidenfeld & Nicolson en 1968, Katz parte para Estados Unidos. Pasa primero un año, de 1970 a 1971, en Texas, para recibir luego el ofrecimiento de la Universidad de Chicago de impartir la cátedra de Historia de América Latina. Esta oferta produjo el incremento del interés de Katz por la revolución mexicana. De sus investigaciones y actividad docente habría de derivarse, ahora sí en forma, el clásico La guerra secreta en México (Era, México, 1982), teniendo oportunidad de revisar archivos franceses, norteamericanos, alemanes, ingleses, además de los propios de la Secretaría de Relaciones Exteriores, de expresidentes y del propio Carranza.

Friedrich Katz Fue para Katz notoria la incomprensión por parte de las grandes potencias con respecto a la revolución mexicana, pues sus consideraciones (vertidas en informes diplomáticos) se reducían a interpretarla tan sólo como una guerra o revuelta de bandidos, lo que dejaba ver también la inferioridad en la que se tenía a México, considerado como país de segunda o tercera fila. No era así la comprensión que, a su juicio, se tenía en México del imperialismo, recordando una vez más Katz el modo en que Carranza supo jugar a su favor en el antagonismo geopolítico entre Alemania y Estados Unidos, lo que hubo de servirle para impedir una invasión entre 1917 y 1918 al país.

Esa década, la séptima del siglo XX, habría de ser de afianzamiento institucional en la Universidad de Chicago, donde el profesor Katz crearía –junto con su colega John Coatsworth– un programa de estudios mexicanos.

A la distancia, todo el esfuerzo de investigación y dedicación a México ha hecho posible que Katz tenga una vasta y amplia panorámica tanto de su devenir como de sus contradicciones fundamentales, de sus nudos históricos. Porque es México para él en definitiva un verdadero caso excepcional en toda Hispanoamérica. Y esto por variedad de razones. En primer lugar, México tuvo la configuración y despliegue de movimientos populares involucrados en política y en las revoluciones que no puede tener parangón con sus pares en el resto de Hispanoamérica. A su parecer:

«Hubo el movimiento de San Martín en Argentina, el de Bolívar en el norte del continente, pero sólo en México se dio una revolución popular encabezada por Hidalgo y por Morelos. En Perú hubo algo comparable, en el siglo XVIII, con Túpac Amaru; pero ni el encabezado por Bolívar ni el de San Martín eran movimientos radicales, campesinos, agrarios, como sucedió en México.» (pág. 190.)

Por otro lado, la dialéctica de Estados y el imperialismo, verdadero motor de la historia desde el materialismo filosófico, tuvieron un peso mucho más aplastante en México que en el resto del continente, lo que estaría en la base del fuerte nacionalismo mexicano, que no se perfila necesariamente hasta la época del cardenismo sino que lo hace desde el siglo XIX mismo: ni la invasión de Estados Unidos de 1847-1848 ni la de Napoleón III y el intento de instalación de un imperio Habsburgo (con Maximiliano, ‘mi compatriota’, dice Katz) encuentran tampoco comparación en las otras repúblicas americanas:

«También es interesante la victoria de los mexicanos contra Napoleón. El siglo XIX es el gran siglo de las conquistas europeas en África, Asia, Indochina, grandes partes del Medio Oriente; y el único país que supo resistir fue México.» (pág. 192.)

Todo esto por cuanto al siglo XIX. Por cuanto al XX, la Revolución mexicana aísla como faro a México en la excepcionalidad desde la primera aproximación: se trató, como sabemos, del primer movimiento político social hasta entonces ocurrido en el continente americano, además de que hubo de tener lugar en la frontera con la que se perfilaba y consolidaría como la mayor potencia mundial.

Sin dejar de considerar por un minuto la relevancia de los movimientos populares y sus líderes en esta Revolución (Villa, Zapata), es no obstante Lázaro Cárdenas el que para Katz suscita el mayor interés intelectual e histórico, la mayor pasión política si cabe (que podríamos llamar también una pasión maquiavélica, que es la genuina pasión por la alta política y por la tarea constitutivamente trágica y solitaria del Estadista{2}). A la luz de sus juicios sobre ello, el cardenismo debe ser visto como una de las formaciones ideológico-políticas revolucionarias de más importancia en la historia del siglo XX. El cardenismo sería, en definitiva, todo un modelo y teoría de la revolución contemporánea, considerando a la época contemporánea como la era de la política de masas en base a cuyas contradicciones y antagonismos fundamentales se perfilaron los grandes movimientos ideológico políticos del siglo XX, y que sólo desde un punto de vista materialista, realista y dialéctico, y no desde el liberal-idealista y formalista, pueden ser apreciados en su más alto grado de potencia problemática: el bolchevismo-leninismo, el fascismo, el fordismo, el nazismo, el maoísmo, el cardenismo (porque ningún régimen o sistema se salvó de tener que dar salida a la misma nueva configuración socio política: la de las sociedades capitalistas de masas).

Citaremos con amplitud lo que a Carlos Silva comentó Katz a este respecto:

«Todas las revoluciones tienen dos etapas: una muy sangrienta, que es el estallido de la revolución desde abajo –como lo vemos en Rusia, en China, en Francia, y obviamente en México–, y otra en la cual la revolución triunfante se convierte en gobierno y trata de establecer sus ideas. Y en tres de los cuatro casos mencionados, en Francia, en Rusia y en China, es una etapa sumamente sangrienta; en Francia es la época del terror revolucionario, en Rusia es la época del terror de Stalin, en la que murieron millones; en China es la etapa de la revolución cultural, durante la cual también murieron millones y miles fueron exiliados. En México también se dio esta etapa con Cárdenas, pero aquí la diferencia fue tremenda; en Francia, Rusia y China no sólo hubo una época sangrienta, sino lo que era más importante, una dictadura.

En México, bajo Cárdenas, el desarrollo posterior a la revolución fue pacífico –con la sola excepción del levantamiento cedillista–, y la reforma agraria, la reforma educativa, la expropiación petrolera, las concesiones a los obreros, todas las profundas reformas cardenistas, se realizaron sin derramar sangre y en un ambiente democrático. Bajo Cárdenas hubo tolerancia a los partidos de oposición –se formó Acción Nacional–, hubo una prensa de oposición, Cárdenas hizo la paz con la Iglesia. Es decir, en vez de un periodo en el que la transformación social desde arriba se impone de una forma sangrienta, aquí ese periodo fue pacífico y tolerante.
—Eso, ¿desde el discurso o en la práctica?
—En ambos.
—Pero durante las elecciones de 1940 el gobierno echa mano de su maquinaria, tal como en los primeros años de la posrevolución, con tal de no perder terreno ni control. En pocas palabras, continuaban las prácticas antidemocráticas.
—Sí, había excepciones. Se permitieron partidos políticos de oposición, pero es muy posible que no se les permitiera ganar. Todavía es dudoso si ganó Almazán o Ávila Camacho, pero es seguro que Cárdenas no quería que Almazán ganara. Pero hay que ver el otro lado también. A diferencia de Stalin, Mao, etcétera, Cárdenas abandonó el poder cuando terminó su gestión. Una diferencia importante también con quienes le precedieron, no sólo con Porfirio Díaz, sino también con Carranza, que quiso imponer a Ignacio Bonillas como pelele; con Obregón, que se quiso reelegir; con Calles que impuso el Maximato. Cárdenas dijo: «me voy».» (págs. 192 y 197.)

Habiendo expuesto esto pasan Katz y Silva a analizar lo que para el primero sería su teoría de la revolución, cotejándola después con la organización y desarrollo de la mexicana.

Para Katz, una revolución debería de cumplir fundamentalmente con tres criterios: 1) debe darse una notable participación política de gente que hasta ese momento se había mantenido al margen; 2) deben darse cambios profundos y destacables en diversidad de órdenes del conjunto social, político y económico; 3) debe darse también lo que podríamos denominar como un cambio ideológico (o de mentalidad, como suele decirse): la gente no ve ya el mundo antes que después del proceso revolucionario en cuestión.

A la luz de estos criterios, la mexicana puede ser considerada como una revolución efectiva, aunque sin haberse dado de manera consistente desde el principio, sobre todo por cuanto a lo que atañe al período de Madero, cuyo error fundamental (y que lo puso al borde de su propia catástrofe) fue precisamente que no destruyó el Antiguo Estado porfirista; puesto en nuestros términos –los del materialismo filosófico– no se modificó con él el núcleo de la sociedad política: ‘Madero quiso mantener el viejo Estado, el viejo ejército y fue derrotado. Los que le siguieron, incluso Carranza, destruyeron el viejo Estado y por eso pudo mantenerse la revolución. Disolvió el ejército federal, se debilitó profundamente la vieja clase de hacendados y ello ocasionó un profundo cambio social en México.’ (pág. 197.)

En este sentido, para la década de los 40, tras el remate decisivo de Cárdenas con la expropiación petrolera, la revolución mexicana se situaba en sus límites históricos, patentizados en la distribución de millones de hectáreas, en el más amplio margen de independencia hasta entonces obtenido respecto de Estados Unidos, en la reforma educativa y, en definitiva, en el afianzamiento del nacionalismo ideológico por vía cardenista.

Pero al igual que cualquier régimen político, bien sea revolucionario, socialista, imperialista o de cualquier otra índole, la revolución nacionalista cardenista se enfrentó a la prueba de fuego política: la duración (en nuestros términos, la eutaxia).

El régimen cardenista no duró, según enfatiza Katz, y esto por razones de naturaleza interna y externa. Por cuanto al interior del Estado mexicano, el contexto de la Segunda Guerra Mundial propició un auge económico en Estados Unidos que repercutiría inevitable y favorablemente en México; la burguesía nacional vivió tiempos de estabilidad y crecimiento de los mercados internos que con las reformas cardenistas se producirían, además de que, para algunos, la expropiación petrolera podría traer consigo energía a bajo costo para la producción nacional. Pero al tiempo que la burguesía nacional capitalista se fortalecía, aumentaba en similar proporción su extrañamiento ante las derivas revolucionarias, anti-imperialistas y hasta socialistas que en el régimen de Cárdenas se daban cita.

Al irse Cárdenas del gobierno, en el despliegue ya de la Guerra Fría y el anti-comunismo macartista, el bloque empresarial que comenzaría a entronizarse en el régimen, fundamentalmente con Miguel Alemán, activaría la estrategia de desmantelamiento y amordazamiento político de la izquierda sindical y obrera: para 1947, Fidel Velázquez, líder de la CTM, obligaría a los miembros de esa central obrera a afiliarse corporativamente al PRI, lo que propiciaría la ruptura fundamental en el seno del movimiento obrero, encabezada por Jacinto López, que desembocaría en la creación de la Unión General de Obreros y Campesinos de México (UGOCM), unión de la que, décadas después, saldrían varios líderes de la guerrilla mexicana.

Se trata de la transformación orgánica que el régimen sufrió a fines de la década de los cuarenta a la que ya habíamos aludido; una transformación, no obstante, señala Katz, que permitió mantener a México en un estado de equilibrio político interno y externo (respecto de EEUU) que hubo también de acercarlo a la excepcionalidad continental en las décadas siguientes:

«México pudo permitirse cierta libertad ideológica. Es cierto que hay represión en México, pero uno de los aspectos interesantes del largo régimen priísta (que en mi parecer se debe a la revolución) es que, si bien fue dictatorial en muchos sentidos, jamás pudo compararse a las dictaduras militares de América del Sur, a las sangrientas dictaduras de Videla, en Argentina, o de Pinochet, en Chile, para sólo mencionar dos, o a las dictaduras centroamericanas. Un ejemplo: muchos historiadores de mi generación argentinos, brasileños y chilenos, tuvieron que dejar sus países; no conozco a ningún historiador mexicano que tuviera que exiliarse. Por el contrario, México –y esto quiero subrayarlo– tuvo una historia muy noble. Desde la revolución hasta la fecha, México ha sido asilo de refugiados de muchas partes del mundo. Lo subrayo porque yo me beneficié de ese asilo.» (págs. 198-201.)

La clave que permitió ese equilibrio interno, está precisamente en los efectos logrados por la Revolución, pues lo que para Katz muy acertadamente puede considerarse como la más reaccionaria de las clases, la de los hacendados, fue desmantelada en la revolución mexicana, con lo cual se encontraba ésta más debilitada que sus pares en Hispanoamérica (en Chile o en Argentina fue una de las bases socio-económicas de las dictaduras respectivas), permitiendo así los márgenes eutáxicos del México de postguerra.

La excepcionalidad de la revolución mexicana que estamos señalando a la luz de la conversación con el profesor Katz, se manifiesta también cuando se compara con otras revoluciones emblemáticas, como la francesa o la rusa, que son procesos de trituración revolucionaria que producen antagonismos de reacción fuertísimos y que llevan a desembocaduras dictatoriales y de terror.

Para el caso de México, fue decisivo el apoyo que en cierto punto de los acontecimientos recibieron los revolucionarios por parte de Estados Unidos, pues fue con Huerta cuando Wilson decide apoyar el levantamiento constitucionalista encabezado por Carranza; pero claro que no por razones democráticas o de libertad, como podría imaginar o interpretar algún demócrata liberal, sino por razones estratégicas y de Estado, toda vez que Huerta era visto por Wilson como un títere de las petroleras inglesas. El costo del apoyo norteamericano (que fortaleció tanto a Villa como al propio Carranza) fue el de tener que dejar intactas las propiedades norteamericanas en suelo mexicano.

Otra de las diferencias señaladas por Katz entre la mexicana y las revoluciones clásicas (francesa y bolchevique) fue el ritmo a cuyo compás se construyeron estados fuertes tras la respectiva fase de trituración y desplazamiento del núcleo de la sociedad política de referencia, pues tanto Napoleón como Lenin lograron consolidar en relativamente poco tiempo Estados fuertes por vía militar y de nacionalización. Para México no fue sino hasta Lázaro Cárdenas cuando se logra consolidar una estructura estatal sólida y fuerte, lograda por vía de reforma agraria, de expropiación petrolera y de la organización de masas incorporadas a un régimen de partido político sólido y consistente. Esta es la diferencia que podemos encontrar también entre la marcha y suerte que tuvo la revolución mexicana respecto a la otra gran revolución americana del siglo XX: la revolución cubana, que tuvo que seguir más bien –por cuanto a la velocidad de nacionalización y sovietización económica– el modelo ruso antes que el mexicano.

Ahora bien, ¿cuál fue el papel de los intelectuales en la revolución?, le pregunta Carlos Silva. Para Katz, los intelectuales que acaso tuvieron noción de las necesidades de cambio no influyeron del modo deseable en la consecución de dichos cambios. Madero, en La sucesión presidencial, no presenta en momento alguno la necesidad de cambios profundos, revolucionarios, y Andrés Molina Enríquez, que en efecto desarrolló tesis fundamentales desde el punto de vista agrarista, no tuvo tampoco a juicio de Katz el peso requerido. Fueron en todo caso lo que para Gramsci serían los «intelectuales orgánicos» del proceso los que, a su parecer, sí tuvieron el peso decisivo, y estos fueron Otilio Montaño y Emiliano Zapata, pues es el Plan de Ayala, a ojos del profesor Katz, el plan que tuvo la influencia más importante en la marcha de la revolución mexicana. Los Flores Magón fueron un caso excepcional, no orgánico, aunque no menos excepcional que Felipe Carrrillo Puerto en Yucatán. ¿Puede acaso ser vista esta circunstancia como la causa de que el movimiento armado de 1910 haya carecido de unidad orgánica entre sus aspectos políticos, económicos, sociales y culturales?, le pregunta Carlos Silva. Y expone con detalle Katz:

«Hasta cierto punto. Pero el problema es que en la Revolución tampoco hubo una organización política que tuviera una influencia decisiva. Lo que tenemos es muy interesante: cuando estalla la revolución hay dos partidos políticos bien integrados: el partido Antirreeleccionista de Francisco I. Madero y el partido Liberal de los Flores Magón. Viene el maderismo y los dos partidos se deshacen. El partido Antirreeleccionista se transforma en Constitucional Progresista, pierde influencia entre los campesinos. El jefe del partido, Gustavo A. Madero, quería que por lo menos fuera un partido que ofreciera puestos, pero tampoco lo era porque Madero mismo y los miembros de su familia que le eran adictos –Rafael Hernández y Ernesto Madero– querían gobernar con el grupo de los científicos. Entonces su partido tenía muy poco que ofrecer.
El partido liberal perdió influencia por tres motivos: primero, los Flores Magón no regresaron a México; segundo, pensaban que en México se debía seguir con la revolución armada. Esta era una idea que el campesinado aceptaba, pero ellos no tenían influencia entre el campesinado. La clase obrera, en la cual sí tenían influencia, había logrado en la época maderista formar sindicatos y hacer huelgas. La clase obrera quería un cambio dentro del régimen porque había logrado muchos de sus objetivos: crear la Casa del Obrero Mundial, reducir la jornada laboral de 14 a 12 horas y había un movimiento para acortarla a 8 horas. No me parece que la clase obrera haya sido revolucionaria. Por eso una parte del Partido Liberal se desligó de los Flores Magón y quiso practicar una política reformista que la clase media y la clase obrera que vino con Huerta aceptaban, y que no aceptaba la clase campesina. Pero como los Flores Magón no tenían influencia sobre el campesinado –salvo algunas excepciones, como Chihuahua– el Partido Liberal también perdió. De manera que cuando llegó la revolución no había partidos. En la época de la revolución sólo surgió un partido político verdaderamente revolucionario: el Partido Socialista del Sureste, de Felipe Carrillo Puerto, en Yucatán. Esa ausencia de partidos políticos fue un problema que influyó profundamente en la revolución.» (pág. 205.)

La Constitución de 1917, no obstante, puede y debe ser vista, a ojos del profesor Katz, como uno de los documentos constitucionales más importantes y de avanzada de su tiempo, y esto al margen de que hay sido redactada, o no, por intelectuales.

Al acercarse el final de la conversación, dos son los puntos que se abordan: el bicentenario de México de cara a su conmemoración en puerta en 2010, y otra de las grandes pasiones de Friedrich Katz: Pancho Villa.

Por cuanto al bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, a la luz de los resultados obtenidos de sus más o menos definidos planes y programas y de sus principios ideológicos de inspiración, el profesor Katz es bastante equilibrado y mesurado en sus juicios en cuanto a lo que de un «balance» pudiera decirse; los puntos de referencia, en todo caso, son dos inequívocamente: el régimen de Porfirio Díaz y la era de Lázaro Cárdenas vistos a la luz del criterio de la nación política mexicana en un sentido moderno como fruto de una genuina, aunque moderada, según se ha visto, revolución. El problema de México, diríamos, tendría que brotar de la conjugación con los problemas configurados en el fragor de esa dialéctica histórico-política concreta y no otra, que no es poca cosa; aunque Katz, por lo demás, no entre en consideraciones de filosofía de la historia:

«En gran medida, existe hoy una democracia política. Tenemos diferentes partidos, hay elecciones, y aunque las elecciones se discuten, creo que son mucho más honradas que en el pasado. Hay un Congreso que debate, hay una prensa de oposición, no sé hasta que grado esa oposición llegue a la televisión o a la radio –estoy pensando en Carmen Aristegui, por ejemplo. En lo social, México sigue teniendo diferencias abismales. Si bien hay una clase media mucho mayor que en la época de Porfirio Díaz, la miseria sigue siendo enorme, aunque ahora el Estado siente más responsabilidad por los pobres que en la época de Díaz. En aquella época no se había nada, la gente no tenía nada y se moría de hambre. Ahora hay subsidios, pero a fin de cuentas el Estado no ha logrado resolver el problema de la miseria. Tampoco el problema de la tierra. Pareció que lo había resuelto Cárdenas, distribuyendo tierras. Pero como los gobiernos posteriores no brindaron créditos suficientes a los ejidos, muchas de las reformas cardenistas en el campo desaparecieron. Se preveía el surgimiento de un fuerte movimiento obrero independiente. Esa era una esperanza muy grande en 1917, por lo menos por una parte de los Constituyentes, y se alcanzó en buena medida bajo el régimen de Cárdenas, pero desapareció con la cooptación de los sindicatos por el Estado. Otro problema que se atendió mucho en la época de Cárdenas, pero todavía hoy no se resuelve, fue la educación básica. Por otra parte, me impresiona la educación superior, los tremendos logros de la Universidad Nacional Autónoma de México, de El Colegio de México, de toda una serie de universidades regionales, así como el desarrollo de la ciencia, el desarrollo de una intelectualidad como nunca antes había existido en la historia de México. Estos son logros impresionantes que pueden considerarse como objetivos cumplidos, demandas de la revolución que sí se cumplieron.» (pág. 210.)

Friedrich Katz Fascinante aunque contradictoria es la figura y trayectoria de Francisco Villa. Uno de los primeros problemas con los que Katz se enfrentó al cruzarse con él en tanto que personaje central y decisivo de la Revolución mexicana, fue el derivado de sus intentos por compararlos con los otros grandes líderes revolucionarios del siglo XX: Lenin, Ho Chi Min, Mao Tse Tung, Fidel Castro. Era y es evidente para Katz y para cualquiera que éstos eran a la vez, aunque en equilibrios diferente, una singular, singularísima convergencia de intelectual y político, además de que todos ellos lograron agrupar en torno suyo a grandes organizaciones ideológico-políticas. Pancho Villa –y Zapata– no encajaban en ese esquema en modo alguno: ni intelectuales ni políticos.

Pero Villa y el villismo terminaron por ofrecérsele a Katz, en la marcha de su investigación (publicada en México por Era, en 1998) como un verdadero y genuino, aunque sui generis, líder y movimiento revolucionarios. Varias claves determinan su excepcionalidad: por un lado, la alianza que tuvo Villa con Estados Unidos (nunca tocó o confiscó propiedades norteamericanas); por otro lado, Villa, a diferencia de Zapata, no repartió las grandes haciendas confiscadas sino que las utilizó tanto para financiar la revolución como para dar de comer a los pobres. Las razones de esto último eran precisas y no dejaron de tener consecuencias:

«El ejército villista repartía alimentos que había obtenido en las haciendas, pero como necesitaba las haciendas para financiar la revolución, no las distribuyó (otro contraste con lo que hizo Zapata); otra razón para no distribuirlas era que quería que sus tropas lucharan fuera de su estado natal. Si hubiera distribuido las tierras entre los campesinos, como ocurrió en Morelos, estos no habrían querido salir de su región natal. Sin embargo, gracias a la distribución que realizó Zapata, las reformas zapatistas no tuvieron marcha atrás. En cambio, parte de los latifundistas del norte logró recuperar sus haciendas cuando Villa fue derrotado. Ésa es una diferencia profunda. En los años 20 parte de esas haciendas se volvió a repartir gracias a la presión de Villa y de los villistas, pero él nunca logró una reforma tan profunda como la que logró Zapata, y eso se debió, en gran parte, a su alianza con Estados Unidos. Pero su legado en la imaginación popular es enorme, y sigue teniendo una gran fuerza en México.» (pág. 210.)

Pero Villa nunca fue para Katz un bandolero, como muchos lo han querido retratar. Muestra de ello fue su negativa a aceptar el asilo que, en 1915, habiendo sido ya derrotado, le fue ofrecido por Woodrow Wilson para refugiarse en Estados Unidos y poder así vivir una vida distendida y tranquila. Él habría de quedarse y morir en México, parcela de cuya reciente lucha revolucionaria le pertenecía.

Ni bandolero entonces ni vulgar adinerado posrevolucionario, tan sólo hacendado pero por derivación de necesidades de seguridad y estabilidad (imagínese la cantidad de enemigos que lo circundaban), pues alrededor de 1920, firmada la paz revolucionaria, lo que Villa deseaba y pidió era ser comandante de rurales en alguna zona del país, lo que le fue denegado con obviedad, teniendo por ofrecimiento a cambio, en efecto, una hacienda en la que hubo de desarrollar las actividades habituales. En todo caso, según lo comentado por Raúl Madero al propio Katz cuando el primero preguntó a Villa cuál había sido el momento más difícil en su vida, le respondió: «cuando el pueblo comenzó a abandonarme». Murió asesinado en una emboscada, en Hidalgo del Parral Chihuahua, el 20 de julio de 1923. Además de Katz, otros grandes hombres e intelectuales sucumbieron a su fuerza, fascinación y liderazgo: Martín Luis Guzmán y el general Felipe Ángeles. Para el primero, ‘Zapata más que una persona es una leyenda; Villa está por encima de todas las leyendas’.

Ciudad de México, Octubre, 2009

Friedrich Katz es, desde 1971, profesor de historia en la Universidad de Chicago. En 2004, en reconocimiento a su obra, esta universidad decidió convertir su Programa de Estudios Mexicanos en el Centro de Estudios Mexicanos Friedrich Katz. En la entrevista que acabamos de comentar se observa la serenidad, perspectiva y amplitud de horizontes de alguien en quien es inmediatamente perceptible su pasión y amor intelectual por México; un amor y pasión que le permiten erguirse con la firmeza necesaria para señalar, implacable, las grandezas y miserias de una nación que, con todo, puede ser vista desde su atalaya como de las de más potente influencia ideológica y política en la historia entera del siglo XX.

Notas

{1} «Friedrich Katz: historiador de México», conversación con Carlos Silva, 20/10 Memoria de las Revoluciones en México, nº 3, Primavera 2009, págs. 181-182.

{2} En el sentido que Leo Strauss confiere al pensamiento político clásico, según lo expone en su fundamental libro El renacimiento del racionalismo político clásico, Amorrortu, Buenos Aires, 2007. La línea de Strauss es también, de principio a fin, la línea con la que pueden dibujarse con nitidez los perfiles y contornos de la pasión política de Gramsci.

 

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