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El Catoblepas, número 93, noviembre 2009
  El Catoblepasnúmero 93 • noviembre 2009 • página 3
Guía de Perplejos

Del conversar

Alfonso Fernández Tresguerres

Hablar, escuchar y callar

Del conversar

A Dolores Braquehais

En la existencia del lenguaje encuentra Aristóteles una prueba irrefutable de la sociabilidad natural del ser humano (¿para qué, de no ser así, habríamos de necesitarlo?); y Montaigne, por su parte, afirmaba que no somos hombres ni estamos unidos más que por la palabra. Observación, sin duda, atinada, porque, en efecto, es más que probable que la ventaja decisiva –o una de las esenciales– del hombre sobre el animal sea la palabra: en la capacidad de simbolización y abstracción –sólo posibles mediante el lenguaje– reside uno de los aspectos definitivos que establecen la superioridad intelectual humana sobre el resto de los animales (por mucho que Montaigne se empeñe en esto de la inteligencia –como en muchos otros aspectos– en acercarlos a nosotros convirtiéndolos en nuestros iguales, cuando no colocándolos un paso por delante). Yo no sé si existen otras formas de argumentación, razonamiento y pensamiento distintos a los nuestros, pero lo que es éstos, resultan inseparables de la palabra, y aun diría de la conversación, porque pensar no otra cosa es, en efecto, como ya sabía Platón, que un hablar a solas, un conversar con uno mismo, que se convierte así en emisor y receptor a un tiempo. Claro que justo es reconocer que a veces se tiene la tentación de estar de acuerdo con Tayllerand y pensar que al hombre le ha sido dado el lenguaje para poder ocultar su pensamiento.

Mas acerca de cuál haya sido el origen del lenguaje mismo, no es asunto sobre el que yo me sienta muy animado a pronunciarme. Es obvio que previo a él hubo de formarse un aparato fonador capaz de emitir sonidos articulados. Y es verdad que no hubiera bastado con eso:

At uarius linguae sonitus natura subegit
mittere et utlitas expressit nomina rerum

[«Pero los variados sonidos de la lengua, la Naturaleza impulsó
a emitirlos, y la necesidad formó los nombres de las cosas», Lucrecio, De rerum natura, V: 1028-1029].

Lo cual no es decir mucho, es verdad, pero no estoy seguro de que haya quién pueda decir mucho más.

Pero viniendo ya al asunto del conversar, es evidente que si por ello se entiende cualquier intercambio verbal, sus modalidades serían múltiples. Mas entrando en matices, es dudoso que conversar sea, por ejemplo, discutir o debatir –en el sentido más noble de ambos términos–; porque en la discusión o en el debate se intenta convencer al otro de nuestro punto de vista, y si no se da tal convencimiento, al menos la imposición de nuestro parecer sobre el suyo, sin hacer uso, por supuesto, de arma alguna que no sea la mera fuerza de los argumentos. También lo es que sea dialogar; porque en el diálogo –al modo socrático– se busca conducir al otro a una determinada verdad o a buscarla juntos; y por lo mismo, y en general, cabe dudar que pueda considerarse conversar al enseñar, en cualquiera de sus formas; la enseñanza no puede ser nunca una conversación, si convenimos en que ésta tiene lugar siempre entre iguales –al menos en lo tocante a la conversación como tal y al objeto de la misma–; conversar, diríamos, es una relación simétrica, en tanto que en la enseñanza se da una asimetría básica y esencial: hay alguien que enseña y alguien que es enseñado (aunque en los tiempos que corren esto parece haberse olvidado, y diríase dar por supuesto que tanto vale la opinión del discípulo como la del maestro). E igualmente es discutible que pueda entenderse por conversación al mero hablar por hablar, esa suerte de diálogo intrascendente e insustancial con el que se intenta evitar un silencio incómodo, en tanto que la conversación se halla entretejida tanto con silencios como con palabras. El hablar por hablar, cuando no es suscitado por un charlatán o dos charlatanes impenitentes, es un modalidad de la educación, de la que la genuina conversación no precisa, porque en ella el silencio no sólo no incomoda, sino que complementa a la palabra; y esto por más que en el conversar se venga a dar a veces en esos lugares tópicos y manidos característicos del mero hablar, pero no es sino a título como de pausas o descanso en la conversación como tal. Y tampoco parece que sean conversación ni un interrogatorio ni una confesión (aunque sea laica); porque en ambos casos el objeto es siempre directa y estremecedoramente uno mismo, en tanto que en la conversación, aunque nuestro yo se halla siempre implicado –después de todo es nuestro parecer el que exponemos– e incluso pueda ser de él de quien se hable, no será en ningún caso buscando exculpación, comprensión o justificación, sino meramente haciendo de él un hecho tan objetivo como pueda serlo cualquier otro. De la misma manera que no pido que el otro esté de acuerdo conmigo, no pido que me exculpe ni que me comprenda ni que me justifique: me limito a decir de mí lo que viene al caso, y ni siquiera todo, sino únicamente lo que estime oportuno.

Pero si esto es así, habrá que dejar también fuera del ámbito de la conversación la relación verbal que se establece entre médico, psiquiatra, psicoanalista, psicólogo y terapeuta, en general, con el paciente; porque el objeto de tal relación verbal es inefablemente uno de ellos, pero en unas circunstancias y un contexto tales que, paradójicamente, aun tratándose de él, no se halla en condiciones de mantener una conversación en un plano de igualdad con el que tiene delante. De hecho, los médicos parecen haberlo entendido bastante bien, y no hablan nunca de conversar con el paciente, sino de hacer anámnesis El paciente no conversa con el médico: se limita a recordar síntomas y a exponerlos. Y tampoco el médico conversa con el paciente: su función es prescribir un tratamiento o explicar una determinada situación clínica (con demasiada frecuencia sin la claridad y profusión que sería de desear. Algo que parece endémico al gremio, y de lo que ya en otra ocasión me he ocupado). Médico y paciente, como maestro y discípulo, pueden conversar, desde luego, mas no en tanto que médico y paciente o maestro y discípulo.

Pero, en fin, no sé yo si lo mejor será no hacerme caso, y considerar conversación todas esas modalidades de comunicación verbal y aun otras, porque con tantas limitaciones va a resultar que la conversación misma se nos escurrirá entre los dedos, y al final nos quedará en nada. Por el contrario, si yo estoy en lo cierto, el problema tiene fácil solución: llamemos a las cosas por su nombre. Y «conversación», en sentido estricto, es acaso el que conviene al mero intercambio de pareceres en el que ni se busca doblegar al otro al nuestro ni alcanzar un consenso. Es, en cierto modo, actividad gratuita y lúdica, ni mejor ni peor que otras formas de relación verbal, de algunas de las cuales hemos hablado, sino simplemente distinta y desplegada con objetivos igualmente distintos. Y es precisamente ese carácter gratuito y lúdico el que exige del conversar su condición esencial: no resultar aburrido. El mero hablar por hablar lo es siempre, y a nada aspira más que a remplazar al silencio. La conversación, que no teme al silencio y que ningún otro objetivo persigue más que el simple placer de conversar, se despliega siempre por ámbitos diversos. Y por eso el buen conversador, como dice Francis Bacon, sabe pasar de un asunto a otro, mezclar cuestiones relativas al presente, al pasado y al futuro, razonamientos y suposiciones, interrogantes y afirmaciones, bromas y seriedad, además de saber ser oportuno y discreto, y, acaso muy especialmente, acomodar el lenguaje al interlocutor y a la situación. Así, por ejemplo,

«es hacer el tonto dárselas de entendido entre quienes no lo son; hablar siempre con rigidez, favellar in punta de forchetta. Es preciso acomodarse al nivel de las personas que nos rodean y a las veces afectar ignorancia» [Montaigne, Ensayos, III, III].

Si es verdad que el lenguaje es como una caja de herramientas, entonces también lo es que en cada situación conviene elegir la adecuada. Sin tales salvaguardas es muy probable que uno no pasa de charlatán o entrometido, y antes genere confusiones y provoque irritación que deleite.

«La conversación debe ser como un paseo por terreno llano y despejado, y no como un camino para llegar a la casa de nadie» [F. Bacon, Ensayos morales y políticos, XXXII].

Pero pocos saben ser buenos conversadores. Los hay que se limitan a largarte un discurso sobre algo que a veces ni te va ni te viene, sin importarles lo más mínimo si les escuchas o no, si te interesa poco, mucho o nada lo que te cuentan, si te aburren profundamente o te irritan, y, en fin, en el supuesto de que ese fuera el caso, si tu propia opinión al respecto es coincidente o no con la de ellos; otros hay que parecen examinarte, y quien pretende hacerte hablar y sonsacarte, en ocasiones sin que sepas con qué propósito, y otras sabiéndolo más que de sobra; y los hay, en fin, para no alargarme, que en un alarde de memez digno de mejores causas aspiran a demostrarte un profunda competencia en cualquier campo, que les permite hablar de todo lo divino y lo humano, esperando de ti que los admires y los mires con arrobo y con la boca abierta. Y lo peor de todo es que con frecuencia no dicen más que tonterías, poniéndose en evidencia a cada paso, igual que le sucedió a aquel individuo que entendiendo muy poco, por no decir nada, de pintura se empeñaba en hacer alarde de profundo conocimiento y fino gusto sobre el particular, con lo que no lograba otra cosa que hacer pública su ignorancia y hacerse él mismo objeto de burlas, y a quien el pintor Zeuxis dio un acertadísimo consejo que viene también muy al caso para estos de los que hablamos:

«Conserva tu prestigio entre quienes te admiran controlando tu lengua y evitando hablar sobre aspectos que no son de tu competencia» [Claudio Eliano, Historias curiosas. II, 2].

Mejor conviene hacer lo contrario: no hablar en ocasiones ni aun de aquello que se conoce, porque de ese modo, en otras, parecerá incluso que se sabe aquello que se desconoce

–«Si tenéis alguna vez la destreza de fingir ignorancia de lo que mejor sabéis, parecerá frecuentemente que sabéis incluso aquello que ignoráis» [F. Bacon, Ensayos morales y políticos, XXXII]–.

Sí, pocos son, en efecto, buenos conversadores. Y yo no me pongo precisamente como modelo. No creo ser un gran conversador, mas no (eso espero) porque incurra en alguno de los vicios señalados, sino porque toda conversación sin motivo alguno o que se extienda más allá del que la ha suscitado, acaba por aburrirme y cansarme. No niego a otros el placer de las tertulias. Yo el que obtengo de ellas es más bien menguado. Y me sucede con frecuencia que al verme obligado a improvisar sobre un asunto que ni me ocupa ni me interesa, me quedo sin palabras; y otro tanto me sucede cuando se me pide que explique –«en dos palabras», como se suele decir– algo de lo que me haya ocupado con una cierta detención. Quiero decir que eso del sentarse a conversar se me antoja que tiene mucho de artificial, y hacerlo, además, en frío y de repente –y no digamos a hora fija– me paraliza y me aturde, y antes me incomoda que me deleita. De manera que supongo que por esto mismo tampoco soy muy ducho en valorar a los buenos conversadores y apreciarlos todo lo que se merecen. Mis tertulias las tengo en mi biblioteca, y mayoritariamente mis contertulios son difuntos. Piénsese si se quiere que presumo de culto. Pero no es eso ni es eso lo que he dicho. Ya no tengo edad para tales presunciones y vanidades; y, además, me da exactamente igual que se me tenga por culto que por asno albardado. Digo sólo lo que hay. Y si puedo decir de mí que soy mal conversador, no sé por qué razón no habría poder decir que soy buen lector, o siquiera lector adicto.

Pero volvamos a lo que traemos entre manos. Se convendrá, por lo pronto, en que la genuina conversación reclama como elemento imprescindible el escuchar

–«Queréis hablar con alguien: abrid primero los oídos» [Joubert, Pensamientos, C.88I.- 30.10.18.]–;

y si tal es lo que en verdad se busca, será preciso desdeñar la advertencia de Wilde, quien sostiene que es peligroso escuchar porque uno corre el riesgo de que lo convenzan; o la de Proust, que piensa que en los momentos en los que estamos abiertos a los demás mediante la conversación, estamos, en cierto modo, cerrados a nosotros mismos. Quien de veras desee conversar con otro ni debe temer que le convenzan ni que la conversación como tal le lleve a perderse en exceso a sí mismo. De lo contrario, más vale que ocupe ese tiempo en otro menester.

Y se convendrá también que no es lo mismo escuchar que oír –como no lo es mirar y ver–. El escuchar supone prestar atención; en el mero oír no es necesario –se puede oír a otro como quien oye llover, tal como decimos nosotros–. El oír es actitud y actividad pasiva; el escuchar, activa, y conlleva siempre el deseo de entender. Cierto también que en ocasiones para entender verdaderamente conviene oír a otro sin escucharle, quiero decir, sin prestar atención a lo que dice, y acaso también sin verle; en otras, en cambio, lo aconsejable es lo contrario: verle, sin escucharlo y tratando incluso de no oírle siquiera. ¿Cuándo? Muy simple: cuando lo que estamos buscando es un tono de vez o un gesto que revelen una mentira, un titubeo, una falsedad, un estado nervioso o hasta la presencia a nuestro lado de un enfermo mental o de un psicópata. Mas quede esto para policías o terapeutas. Y convengamos, por nuestra parte, en lo dicho: que la genuina conversación –los casos anteriores no lo serían– tiene como exigencia previa el escuchar, y que así como a un buen observador no le basta con ver, sino que necesita saber mirar, al buen conversador no le es suficiente con oír, sino que debe saber escuchar.

«Acostúmbrate –aconseja Marco Aurelio– a no hacerte el distraído ante lo que afirma otra persona, y en la medida de lo posible, métete en el alma del que habla» [Meditaciones, 6.53].

Tal proceder, con independencia de otros beneficios, tiene el indudable de poder ahorrarnos más de un disgusto, ya que, por lo general, la forma como alguien expone una opinión, narra un acontecimiento o formula una pregunta, suele indicar, con bastante frecuencia, lo que espera de nosotros o la respuesta que desea escuchar. Y de nuestra mano está ahora el complacerle o no.

Mas para escuchar hay que callar, de ahí que toda conversación se halla tejida con palabras y silencios. Un silencio atento, como decía Joubert, del que han de nacer las palabras.

Ahora bien, el silencio –entiendo yo– no es ausencia de sonido, sino de ruido; y de tales ruidos no es el menos desagradable la voz humana cuando no se desea oírla. Hay silencio preñados de sonido y de sentido, como hay palabras mudas y vanas, simple cháchara que nada dice ni nada hace excepto ruido.

«En este silencio todo me habla –escribía Joubert en un de sus Carnets de 1794–; y en nuestro ruido todo se calla».

Pocas cosas resultan tan estimables en un individuo como el que sepa callar y guardar silencio, y acaso por eso Pitágoras lo tenía en tan alta consideración; por eso y por considerarlo tarea en extremo dificultosa,

«porque la contención de la lengua es el más difícil de todos los controles» [Jámblico, Vida pitagórica, 31, 195]

–palabras que mucho después repetirá, casi textualmente, Espinosa, cuando afirma que no hay nada que los hombres tengan menos en su potestad que la lengua–; y de hecho, cuando tras las indagaciones pertinentes, aceptaba Pitágoras a alguien como discípulo, lo primero que hacia era ordenarle que guardara silencio durante cinco años (tal es el parecer de Jámblico, aunque Aulo Gelio sostiene que la duración no era idéntica para todos, sino que variaba de unos a otros). Pasada tal prueba, se le permitía seguir las lecciones de Pitágoras viéndolo a través de un velo de lino, más antes de eso, si bien podía escucharle, no le estaba permitido verlo.

«Quienes estaban en el periodo de callar y oír –dice Aulo Gelio– recibían el nombre de άκουστικοί [escuchadores]. Mas, una vez aprendidas las cosas más difíciles, que son callar y escuchar, y cuando ya habían empezado a ser personas cultivadas gracias al silencio, llamado por él έχεμυθία, entonces se les permitía hablar, preguntar, escribir y expresar sus propias opiniones: los de este nivel eran llamados μαθηματικοί [matemáticos] […] A continuación, quienes habían adquirido ya los conocimientos de esta ciencia, pasaban a la observación del cosmos y de las leyes que rigen la naturaleza: quienes estaban en este último nivel recibían es nombre de φισικοί [físicos]» [Noches áticas, I, IX: 4-7].

Dicen también que aconsejaba Pitágoras que antes de hablar pensases si tus palabras iban a sonar mejor que el silencio, porque de no ser así preferible es que te calles. Sabio consejo, sin duda, porque, además de molesto,

«es necio hablar vanamente» [Odisea, IV, 837.]

Arquelao, rey de Macedonia, lo sabía perfectamente, cuando al preguntarle un barbero charlatán cómo quería que le cortara el pelo, respondió: «En silencio».

 

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