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El Catoblepas, número 93, noviembre 2009
  El Catoblepasnúmero 93 • noviembre 2009 • página 4
Los días terrenales

La soledad de Guevara:
los cuadernos de Praga

Ismael Carvallo Robledo

Con motivo del libro de Abel Posse, Los cuadernos de Praga,
Editorial Atlántida, Argentina 1998

El Che en Moscú

«Con armas desiguales, dos ejércitos se enfrentan en batalla; llega el caso donde los que forman el que en ese momento es inferior, huyen o se retiran; pero no todos; ésa es la circunstancia esperada por el héroe. En medio del temor y la fuga de sus compañeros, él decide quedarse y resistir. Y lo hace. La epopeya no puede carecer de ejemplos de ese caso, en el cual se manifiesta la sola conducta humana digna de ser llamad heroica: el hombre, consciente de su propia debilidad, solo y sin amparo, se opone así, por un deber que él mismo se impone, a poderes que sabe incontrastables.» Rubén Bonifaz Nuño y Amparo Gaos Schmidt, Introducción a su traducción y edición de Farsalia: de la Guerra Civil, de Lucano

«Habla Vlásek. Praga, 1992: –Me di cuenta entonces de que ese hombre estaba sometido a tremendas presiones y a ciertas tentaciones extremadamente peligrosas […] Lo seguí de cerca. Al principio con mero profesionalismo, después con el interés con que usted puede querer devorar las últimas páginas de un thriller. Llegó un momento en el que comprendí que ese hombre se movía solo frente a los más implacables poderes del mundo. Estaba ante un abismo, pero con la inconsciencia de un loco… Era una increíble araña que tejía su red en silencio. Pero una red que iba desde la cúpula del Congreso de Washington hasta la torre Spasskaia del Kremlin, desde la Sierra Maestra hasta los altos del hotel Pekín. Ya le iré contando […] Se imaginará que al principio no pude tener ningún interés por Chelaviek. Sólo después, casi dos meses después, empecé a comprender la increíble trama que estaba tejiendo y la magnitud de su propósito. […] Debo ser honesto y decirle que inmediatamente después de su muerte, en 1967, sentí que ese hombre había estado luchando contra gigantescas fuerzas. Con una soledad admirable, de loco o de genio.» Abel Posse, Los cuadernos de Praga.

«Yo pido de ti un juramento. No se trata de un simple juramento. No tienes ninguna obligación, ni debes creer que se trata de lealtad con tu jefe de tantos años. Empezamos algo nuevo, algo así como la batalla final. Si tú te quieres quedar, o mejor, si quieres empezar, me dices que sí o que no. Si es sí, debes saber, como la otra vez, que lo más probable es la muerte… Quiero que me entiendas bien: estar conmigo no quiere decir estar ni contra Fidel ni contra los rusos, los checos o los chinos. Significa estar por la revolución tal como yo la entiendo: como pura acción militar. Tienes que ponerte bien esto en la cabeza… Se trata de un impulso especial, pero en la misma dirección histórica. Nosotros formamos un núcleo aparte. Precisamente para no comprometer a Cuba, ni contra los chinos ni a favor de los soviéticos. Tenemos claves y misiones especiales. Yo sólo te diré cuando Piñeiro u otros deban saber las cosas o no. Tú partes para Bolivia y empiezas así los contactos.» Ernesto Ché Guevara a Ulises Estrada, según recuerda éste en La Habana, 1997. Abel Posse, Los cuadernos de Praga

I

Las razones que me han llevado a desarrollar las líneas siguientes aparecieron tras la lectura del interesantísimo artículo «Izquierda Hispánica ante una teoría de la Revolución Política», publicado en el periódico El Revolucionario por el grupo de Izquierda Hispánica, el 19 de octubre de 2009. Se trata de un trabajo insertado en una serie de colaboraciones puntuales, interesantes todas ellas al estar elaboradas con el arsenal crítico –con las armas de la crítica– del materialismo filosófico, con las que IH va construyendo un frente de batalla ideológico en medio de la dialéctica política del presente.

Se trata de una teoría que es inmediatamente situada en las antípodas del nihilismo juvenil que aparece hoy como infección ideológica de tantos movimientos y personas «de izquierda» lúdico-radical-anarquista-nudista-emancipatoria –aunque ya Gramsci escribió en su momento contra los “payasos nietzscheanos”, parando de frente al psicologismo voluntarista y no político contra el que presentan como vacuna el preciso y consistente Principio de Conservación de la Revolución Política:

«queremos ser contundentes en nuestro posicionamiento sobre lo que creemos han de ser los pilares de cualquier teoría revolucionaria política sin manchas nihilistas, es decir, hay que determinar qué es lo que se conserva y qué es lo que se destruye en el proceso revolucionario. En este sentido, la vida de los ciudadanos y algunas instituciones básicas son, sin lugar a dudas, los componentes esenciales a conservar en dicho proceso, lo que podríamos denominar el Principio de Conservación de la Revolución Política. Por esta razón, pensamos que la revolución política ha de ser de algún modo “conservadora” si no quiere caer en el nihilismo, aun cuando las consecuencias del proceso de transformación, más o menos lento, puedan ser radicales en sus resultados, subvirtiendo el orden establecido.»{1}

Una revolución política, nos dice IH, no puede ser ni definitiva, absoluta, ni cíclica: «nunca podremos predecir con exactitud cuál va a ser el resultado de una decisión política o cuánto tiempo va a durar una nación política»; la revolución política «es un proyecto en marcha, una idea aureolar que lindará aparentemente con la ucronía (utopía), pero sin confundirse con ella»{2}. Por esto, no son necesariamente ni la rebeldía (muchas veces estúpida por juvenil, psicológica en todo caso) ni la «visión ética» (al estilo de Galeano o Saramago, auto-concebidos como «conciencia ética del mundo» sin decir nunca a cuál se refieren) las armas o virtudes fundamentales del revolucionario, sino la prudencia política y la sindéresis, lo que lo sitúa a mil leguas tanto del político-sofista y oportunista actual, como del rebelde sin causa, del antisistema o, en efecto, de los insufribles representantes de consciencias éticas otro-mundo-es-posible, sin que implique esto en absoluto, nos parece, más bien todo lo contario, que desaparezca por ello el horizonte trágico, heroico, en el que una trayectoria biográfica puede desembocar en el momento de la participación personal en un proceso de naturaleza semejante.

La política, en este sentido, es puesta por IH en las proximidades de la aventura, por lo que, correspondientemente, el revolucionario se nos ofrece históricamente entonces como un «animal político con marcados rasgos de aventurero, aunque sin caer en ‘aventurerismos’ y proyectos romántico-poéticos»{3}.

Lenin, según nos recuerda Luciano Canfora en La democracia. Historia de una ideología (Crítica, Barcelona España, 2004), hubo de manifestarse más generosamente que el Marx desdeñoso de Garibaldi, cuando en su Fracaso de la Segunda Internacional alaba a los grandes representantes de la burguesía revolucionaria como lo fueron Robespierre y, precisamente, Garibaldi, diciendo al respecto que

«No se puede ser marxista sin sentir el máximo respeto por los revolucionarios burgueses que tenían en todo el mundo el derecho histórico a hablar en nombre de la patria burguesa, la cual elevó a la vida civil, a través de la lucha contra el feudalismo, a decenas de millones de personas de las nuevas naciones.»

Para Canfora, Lenin, ‘más atento a la realidad que el aristocrático Marx’, no estaba sino viendo en Robespierre y Garibaldi al «capo» revolucionario, factor imprescindible al margen del cual es imposible entender el desarrollo de los movimientos revolucionarios de los siglos XIX y XX, que son los siglos de las naciones políticas soberanas (con su correspondiente pueblo armado). Y fue esa figura de capo la utilizada por Gramsci para firmar, a la muerte de Lenin, su artículo a él dedicado «Capo» (jefe), en el intento de sistematizar lo que por otro lado ya Weber, en los años decisivos de la configuración de la política occidental como la era de la política de masas, estaba trabajando bajo la denominación de «jefe carismático». Gramsci habría de escribir, recuerda Canfora, que ‘cualquiera que sea la clase dominante se necesitan jefes’{4}.

Y de una manera nada gratuita, el libro de Canfora sobre la historia de la Democracia como ideología arranca con un prólogo dedicado exclusivamente al líder, al caudillo revolucionario, al Capo, pues es en torno de éste como la cuestión de la democracia alcanza todo su potencial problemático a la luz del planteamiento aristotélico de la Política según el cual «el tirano es instaurado por la masa popular contra los nobles, para que la proteja frente a ellos», tesis que permanece, intacta, en Maquiavelo, como entre otros destaca Althusser en Maquiavelo y nosotros (Akal, Madrid 2004). La clave, para Canfora, radica entonces en la lúcida consideración de Aristóteles desde la que es posible aislar el pivote dialéctico de la cuestión: el nexo profundo (énfasis de Canfora) entre «adhesión» popular y función de caudillo ejemplificado en la historia griega arcaica por la experiencia de las llamadas «tiranías».

El epígrafe del Prólogo de Canfora cuadra geométricamente con el planteamiento central; no tiene, en este sentido, desperdicio alguno:

«He tenido que luchar contra el más grande condottiero; he logrado poner de acuerdo a emperadores, reyes, un zar, un sultán y un papa. Pero nadie sobre la faz de la tierra me ha creado más dificultades que un bribón italiano, enclenque, pálido y andrajoso, pero elocuente como el huracán, ardiente como un apóstol, astuto como un ladrón, descarado como un comediante, infatigable como un enamorado: su nombre es Giuseppe Mazzini.» Metternich{5}

En todo caso, y volviendo al artículo de IH, luego de enlistar los atributos que podrían dar respuesta a la pregunta sobre lo que significa ser hoy un revolucionario (remitimos al formidable artículo en cuestión), IH remata sus consideraciones con las palabras del profesor Gustavo Bueno ofrecidas en 1995, en una conferencia sobre los principios de una teoría filosófico-política materialista:

«…los proyectos revolucionarios estarán siempre en función de la naturaleza y estructura de la sociedad política en la que se configuran; no puede ser idéntico el proyecto revolucionario de una sociedad imperial depredadora que el proyecto revolucionario de una sociedad política generadora (y no sólo de un modo intencional, sino efectivo) o aislacionista. En cualquier caso habrá que mantener siempre la alerta en torno a las diferencias que existen entre un proyecto meramente poético o utópico y un proyecto político efectivo.»

II

Pero, sugerente como lo es por las nuevas perspectivas abiertas, queremos enfocarnos aquí en lo que más interés suscitó en nosotros el artículo de IH: la caracterización que del revolucionario se hace al señalar que, cuando de él se trata, lo que se tiene a la vista es un «animal político con marcados rasgos de aventurero», remitiendo al hacerlo al ensayo del profesor Gustavo Bueno, «¿Qué es un aventurero?» (El Catoblepas, número 7, septiembre 2002), quien a su vez remite también a su artículo Homo viator. El viaje y el camino (prólogo a Pedro Pisa, Caminos reales de Asturias, Pentalfa, Oviedo 2000, disponible en la sección de Textos de Gustavo Bueno en www.filosofia.org).

Y sin dejar de reconocer el acierto de IH por optar por la figura de Camilo Cienfuegos (‘líder revolucionario cubano que compitió con el Che y Fidel en popularidad e identificación con las masas revolucionarias de Cuba’) como referencia inmediata a la alusión que hacen del revolucionario como aventurero, abriendo otra ruta de interpretación de la cuestión evitando así caer en la eterna referencia a Ernesto Che Guevara –ruta, la de Camilo Cienfuegos, a la que habrá que dedicar nuestra atención en otro momento–, fue no obstante éste último, Ernesto Guevara de la Serna, en quien pensamos de inmediato.

Pero no fueron ya ni las biografías de Taibo II o de John Lee Anderson, o la película de Soderbergh (Che: El argentino y Che: Guerrilla), de 2008, lo que tuvimos en consideración, como sí lo fueron para José Manuel Rodríguez Pardo según se aprecia en su igualmente interesante artículo «Documental etnográfico sobre el buen samaritano en Cuba y Bolivia» (El Catoblepas, número 86, abril, 2009, pág. 24), dedicado a comentar precisamente la película del cineasta norteamericano sobre la figura de ese Guevara tan bien –a mi juicio– caracterizado por Benicio del Toro.

No fueron estas referencias sino el libro de Abel Posse Los cuadernos de Praga lo que recordamos al instante (la edición que tenemos a la vista es de Editorial Atlántida, editada en Barcelona España en 1998; tenemos noticia de una edición en De Bolsillo, descatalogada al parecer), pues en él puede encontrarse una plasmación dramática concreta, nos parece, del revolucionario como aventurero político, que, situado en la cima de un proceso en marcha, y, no obstante, tras el fracaso del Congo, toma un paréntesis en Praga para decantarse con determinación por la apuesta final dentro del ortograma político de la revolución, y que no fue otra cosa que la opción por su derrumbamiento; pero una apuesta en todo caso que no debe entenderse ni como resultado de una rebeldía o locura psicológica (como acaso quiere presentárnoslo Anderson), ni como el fruto de una decisión ética individual (la del buen samaritano cuyo rostro es siempre buscado por muchos, como Soderbergh, según señala con acierto Rodríguez Pardo), sino como la concreción de una prudencia política determinada, la prudencia de la dialéctica objetiva de la revolución en cuya concatenación de líneas y tendencias es arrastrado inevitable y trágicamente –aquí descansa la naturaleza trágica de toda revolución– el capo, el jefe, el caudillo, para volver al momento o, más bien, motor decisivo, cardinal, de la revolución: el momento en que aparece ésta como pura acción militar: «nadie puede quedarse en la cumbre, hay que actuar de inmediato; de otro modo, empiezas a caer irremisiblemente por la ladera opuesta…», dice Guevara, según Posse, en la página 119; «desde aquí, desde este camafeo perdido en la neblina, ya he movido el alfil y el peón de la primera jugada. Sé que no hay retorno», página 132.

Se trata de constatar entonces que es sólo a la luz de la dialéctica objetiva de toda transformación revolucionaria como puede cobrar su verdadera magnitud el revolucionario en tanto que figura representativa de una tendencia objetiva, como plasmación dramática de una colisión política e ideológica concreta de grandes proporciones, y no a la luz de sus intensiones subjetivas o de su temperamento psicológico; no se trata tanto entonces de los finis operantis del revolucionario/aventurero como de los finis operis de la revolución lo que tiene interés histórico: «el valor del aventurero habrá que medirlo por el valor del destino al que sus aventuras hayan podido llevarle» (Gustavo Bueno, ¿Qué es un aventurero?).

En este sentido, podríamos decir que de la singularidad de la conjugación entre aventurero y destino, entre finis operantis y finis operis, se desprenden los perfiles del individuo histórico; una conjugación que hace baldía la distinción entre el lado político, oficial, y el lado humano, personal, íntimo, del personaje en cuestión (que es la distinción típicamente utilizada por los biógrafos convencionales, imbuidos por lo general de psicologismo). Dice Lukács, en La novela histórica, en todo caso, que:

«La configuración de los “individuos históricos” a través de sus victorias o de su fracaso en el cumplimiento de su misión histórica elimina de los personajes todo lo mezquino y anecdótico de la narración biográfica, sin que por ello su destino tuviera que renunciar a su emotividad humana. Pues se han convertido en “individuos históricos” justamente porque, según hemos visto, el más íntimo núcleo personal de su naturaleza, sus más apasionados afanes personales, se hallan vinculados estrechamente a la tarea histórica que debían cumplir, porque sus pasiones más personales tendían justamente hacia esta meta. La victoria o el fracaso ofrece así en forma concentrada todo lo esencial que queremos y debemos saber acerca de una personalidad de esta especie […] No tiene que ser colocada en un pedestal para dar la idea de su grandeza histórica, pues son los acontecimientos mismos los que la elevan, obligándola a hacer frente a su misión: se presenta únicamente en situaciones de importancia, y por ello sólo requiere desenvolver libremente sus cualidades personales para revelar su importancia.» (George Lukács, La novela histórica, Era, México 1977, pág. 394.)

III

Abel Posse, originario de Córdoba Argentina, es Diplomático de carrera, habiendo vivido años en Moscú, Lima, Venecia, París, Tel Aviv y Praga. Es también un consagrado escritor, autor de once novelas y distinguido, entre otros, por el juicio de Camilo José Cela.

Sin que necesariamente haya tenido en algún momento contemplado dedicar algo a la figura de Ernesto Guevara –y es notorio el hecho de que en su libro se refiere siempre a Guevara más que al “Che”: teniendo acaso presente la separación entre el Guevara de la historia y el “Che” del mito, inclinándose por el primero–, fue su llegada a la Praga que asistía al ascenso de Vaclav Havel en pleno derrumbamiento soviético, en 1990, lo que despertó su interés por “el capo” Guevara, pues resulta ser que entre noviembre de 1965 y noviembre de 1966, año que medió entre la derrota de la revolución congoleña y su intento de asalto final en Bolivia (estación previa para el objetivo central y estratégico: Argentina), Ernesto Guevara pasó varios meses en Praga, con obvia identidad falsa y alojamiento clandestino, tras de los cuales hubo de embarcarse en la misión definitiva y última.

«Esa estadía era mantenida en secreto. Sólo se sabía, se decía, que después de las batallas frustradas en el Congo, y antes de su salto a Bolivia, “se había refugiado en un país del Este” […] Cuando cayeron sobre Guevara el bronce y el mármol de las cuatro grandes biografías lapidarias (como conmemoración editorial mundial del trigésimo aniversario de su muerte), me precipité sobre esos textos sin encontrar los detalles necesarios sobre la crucial experiencia de aquellos meses en Praga. Casi medio año entre la desilusión/derrota del Congo y el esfuerzo final y trágico de Bolivia, era apenas tratado cronológicamente en dos o tres páginas.»{6}

Se trata de un semestre decisivo, definitorio, que hubo de quedar parcialmente consignado en los Apuntes filosóficos y los Cuadernos de Praga a los que tuvo acceso Posse, en su versión de copia mecanografiada, a través de Vlásek, un ex miembro del servicio de seguridad del Estado de la Checoslovaquia comunista, encargado en 1966 de la vigilancia de Ernesto Guevara, Chelaviek, durante su etapa clandestina en Praga.

Y tenidos como dispositivo de anudamiento dramático, los Apuntes y los Cuadernos de Praga de Ernesto Guevara sirvieron a Posse como guía para la organización y realización de las indagaciones (entrevistas en La Habana, en Buenos Aires y en la misma Praga) cuyo material resultante fue intercalado con los Apuntes/Cuadernos (en su totalidad o parcialmente), para terminar por ofrecernos el fino y bello trabajo literario que tituló Los cuadernos de Praga.

En el libro encontramos a un Ernesto Guevara desdoblándose en varias identidades (Raúl Vázquez Rojas, Adolfo Mena, Ramón Benítez), vertiendo consideraciones teóricas y vitales, políticas, filosóficas (leía por esos tiempos tanto a Nietzsche como la Ilíada y la Odisea), contradictorias todas ellas, a la sombra de un proyecto de descomunales proporciones, ofreciéndonos los contornos de una vida transformada en una escuela trágica de la pasión política –que es la escuela de la revolución– llevada hasta los límites de sus posibilidades –su objetivo histórico era librar la batalla definitiva de América–:

«Descanso dentro de mi máscara. Qué alivio. Engordo en paz después de haber perdido veinticinco kilos en mi último fracaso; tratando de fundar un mundo que los negros detestan. En el corazón del Congo’…
‘Vázquez Rojas/Mena es más libre que el otro, el Guevara-guerrillero-heroico. Uno termina siendo su máscara. Y la máscara que elegí huele a muerte. La máscara, lo siento, empieza a hacer su propio camino y me lleva. De modo que, al fin de cuentas, yo no soy ni Vázquez Rojas ni el conocido Guevara de la Serna…’…
‘El tiempo del atleta guerrero y el tiempo del apacible estratega. El atleta-guerrero comprende que ya no podrá fallar, que está enfrentado a la última salida del Quijote en su fatigado y asmático Rocinante. No habrá otra. Al fogonero le quedan apenas dos años para encender “la hora de los hornos”. Dios o los demonios le otorgan al osado Fuser apenas un par de años. La Gran Cerda está en la mira, esto es realmente muy excepcional. Basta el disparo justo, el disparo decisivo, y el pesado portón de bronce de la Historia girará sobre sus enmohecidos goznes… Inútil decirse que la incapacidad física se transformará en experiencia del strategos. La guerra es arte, artesanía. La batalla final siempre es un cuerpo a cuerpo.’ (págs. 16, 91, 128 y 129.)

El mundo, a juicio de Guevara, estaba en una encrucijada decisiva, calculada según la potencia militar y geopolítica que tenía a los dos imperios antagonistas, con la mediación de un tercer imperio, el Chino, en un empate histórico, en una situación de paridad de fuerzas militares que podían dirimir la dirección que habría de tomar el mundo. Pero, al mismo tiempo, sabía también que ese socialismo ruso-soviético-checoslovaco era un fracaso, y en esto yacía lo más trágico de su soledad histórica (repetimos que no psicológica o biográfica), pues, insertado como estaba en el ortograma imperial-universal del socialismo –y como uno de sus condottieros más célebres; con la diferencia, respecto del condottiero tradicional medieval, que carecía de compromiso alguno, de que Guevara estaba anclado moral, intelectual y vitalmente a un compromiso histórico concretísimo, lo que acaso estaría acercándolo más al capitán general al mando de un conjunto de tercios españoles–, la opción, en ese enfrentamiento crucial, era una y solo una a pesar de saber que aquello por lo que optaba estaba destinado al derrumbamiento total… pero ya no había tiempo para la duda:

‘Desde Praga, en el corazón del imperio socialista soviético –dice Guevara en una carta que supuestamente, según el libro de Posse, es redactada para Fidel Castro, I.C.- quiero reiterarte –ya que me acerco a la hora de la verdad– mi convicción más profunda: Este mundo del Este fracasó, pese al poderío tecnológico e industrial y a ese ejército rojo que pasea sus misiles nucleares en cada 7 de noviembre. Se pudre en el tedio y en el peor triunfo del individualismo pequeño burgués.
Este mundo jamás podrá superar con sus burócratas y sus millones de ganapanes desganados al de los empresarios occidentales con su libertad de mercado y su poderío financiero. Con su demoníaco poder de egoísmo.
Esto no es socialismo, sino un fracaso en el camino al socialismo.
Sólo militarmente el socialismo hubiera podido librar la batalla final. Pero no la libró: la muerte de Stalin fue el hecho más importante de nuestra época. Él pudo haber arriesgado esa batalla decisiva.» (págs. 171 y 172.)

Guevara se movía pues en un tablero geopolítico de gran escala, intentando inclinar los equilibrios mundiales en un punto histórico que a su juicio debía de ser de inflexión definitoria. Y aunque, desde una primera interpretación, un cálculo de magnitudes semejantes parecería imprudente en términos estratégicos y de eutaxia, lo cierto es que la suya era una posición histórico-estratégica clásica, que llamaremos el problema estratégico de Julio César (que es el que aparece en el momento de arriesgarlo todo en una situación de poder absoluto de los enemigos políticos), consistente en producir una tensión extrema en un cuadro de fuerzas determinado y en su punto de mayor inestabilidad (de equilibrio catastrófico) desde el cálculo –igualmente extremo– de que el vector resultante pueda ser favorable a la posición defendida.

«Siento que me lanzo a algo decisivo. ¡Con qué claridad me siento enfrentado ante la barrera de lo imposible! Pero el jugador sabe que es en el umbral de lo imposible donde pueden girar los goznes de la Historia.
Es ésta una carta o una nota de despedida desde Praga. Después de varios meses aquí creció en mí la convicción de que mi vida no tiene otro sentido que el de jugarme en la apuesta máxima.» (pág. 242)

Y en este cuadro geopolítico, su apuesta por los chinos, según Vlásek/Posse, fue a la vez aquélla a la que más empeño imprimió y la más ingenua de todas:

«Dice Vlásek a Posse (la cita merece extenderse):
En esa época nuestra vigilancia sobre Guevara y su gente nos demostró que recrudecía su interés por China. Hemos llegado a saber, leyendo informes de otros servicios, y revisando el panorama general de sus movimientos de entonces, que sus esperanzas de convencer a los chinos eran tan empeñosos como disparatadas. Parece que, desde su primer encuentro protocolar con Mao Tse Tung, éste sólo lo tenía en cuenta para el saludo. Le tendió una mano fláccida, apenas tibia. Guevara creyó que el lenguaje marxista era una verdad universal. Lo ensayó frente a Chu Enlai y Liu Chao Chi. Pensó que los chinos, con su estrategia de atacar la cultura de las ciudades desde los campos, lo iban a considerar un vecino ideológico.
Hizo también una diplomacia personal (si esto puede decirse así) con los chinos. Esta vez pensando que la oposición de los chinos con los soviéticos tenía una raíz parecida a las diferencias de los cubanos. En cada ocasión, ante cada problema, se creaba su grupo leal, integrado por los que creía que comprendían su angustia. En China fue Chu Enlai la persona que él creyó que lo interpretaba y con quien podía tejer una complicidad.
Hizo un viaje en febrero de 1963. Nos consta que nos acusó (al bloque pro-soviético) de pacifistas, pequeños burgueses y desinteresados de lo que él llamaba la batalla latinoamericana. Y cuando en 1965 se largó al Congo pensó que lo que para Castro sería un ejercicio para formar cuadros combatientes, con el apoyo chino (China hacía sus gestos de presencia en el África negra) podría encender esa soñada gran hoguera. El apocalipsis al alcance de su boina.
Nosotros tenemos registrado un viaje secreto que hace Guevara desde El Cairo, forzando combinaciones de aviones, para tener un encuentro decisivo con Chu Enlai y obtener el apoyo franco. […]
Fue la gran desilusión. Dicen que tuvo un tremendo ataque de asma causado por la discusión con los chinos, pero no obtuvo el apoyo que deseaba. Aquí, en esta ficha, le señalo las fechas probables del viaje. El anterior es del 3 de febrero de 1965; éste sería alrededor del 6 y el 8 de marzo de 1965. El 1 de abril de ese año viajaban al Congo para ponerse al frente de la guerrilla. No entendía nada de los chinos. –¿En qué sentido –pregunta Posse–?
Los chinos sólo se atienen a su universo, a su cultura, al Imperio del Medio, el Celeste Imperio… Todo el Occidente, incluido el marxismo, les parece despreciable. En 1967 se consolidaba la gran separación soviético-china. Pero no por las “razones revolucionarias” que podía imaginar Guevara. Estaban divididos por problemas ancestrales, históricos, de una naturaleza que nada tenía que ver con la lógica marxista-leninista.
Además, un hecho decisivo: Mao no pensaba en ninguna revolución exterior a China; pensaba nada menos que en la revolución interior, con la Revolución Cultural…’ (págs. 206-207.)

La soledad de Guevara aparece aquí ya en toda su amplitud histórica y política: un condottiero comprometido con una causa ideológica e histórica sin apoyaturas geoestratégicas ni coincidencias programáticas concretas; esa soledad habría de proyectarse décadas después en el aislamiento de la revolución cubana.

IV

La soledad de Guevara es un título al que llegué recordando el texto de Louis Althusser La soledad de Maquiavelo, tema sobre el que discurrió su conferencia de junio de 1977 en la Fondation Nationale des Sciences Politiques de París, y que aparece en el libro que Akal editó, con el mismo título y acompañado del subtítulo: “Marx, Maquiavelo, Spinoza, Lenin”, en 2008.

La soledad a la que Althusser se refiere tiene que ver con la imposibilidad de clasificar a Maquiavelo dentro de una tradición determinada, lo que lo hace al mismo tiempo una figura que instaura un derrotero filosófico político nuevo:

«Podemos, no obstante, hablar de su soledad si ponemos de relieve la división que impone el pensamiento de Maquiavelo sobre todos aquellos que se interesan en él. Él divide en este sentido a sus lectores en partidarios y adversarios, y el hecho de que al cambiar las circunstancias históricas no cese de dividirlos prueba que difícilmente puede asignársele un campo, clasificarlo, decir quién es y qué es lo que piensa. Su soledad radica ante todo en el hecho de que parece inclasificable, de que no se le puede incluir en un campo en compañía de otros pensadores, en una tradición, como puede incluirse a tal autor en la tradición aristotélica o a tal otro en la tradición del derecho natural. Y es también sin duda porque es inclasificable por lo que partidos tan diferentes y autores de tal envergadura no han podido a la postre condenarlo o adoptarlo sin que él escape en parte, como si hubiera siempre en Maquiavelo algo inasequible{7}

En posteriores trabajos (ver Maquiavelo y nosotros, Akal, 2004) presenta Althusser, como complemento, interesantes consideraciones sobre Maquiavelo y su relevancia teórico política, desarrollando lo que llamaremos el problema de Maquiavelo (al que dedicaremos otro trabajo aparte) y que se relaciona con la necesidad ontológica y estratégica en virtud de la cual, para la fundación de un nuevo Estado, el nuevo Príncipe debe de estar, precisamente, solo.

Slavoj Zizek se sirve también de la idea althusseriana para referirse en este caso a Lenin, cuando, en el contexto del derrumbe de la plataforma de la Segunda Internacional, en 1914, hubo de quedar en efecto aislado en el repliegue teórico-estratégico radical desde el que propone la ruptura en el seno de la socialdemocracia, apuntando hacia la dirección de la revolución bajo el imperativo de aplastar al Estado burgués:

«Es imposible subestimar el potencial explosivo de El Estado y la revolución, en el que “se prescinde abruptamente del vocabulario y de la gramática de la tradición occidental de la política” (Zizek cita aquí a Neil Harding). Lo que vino a continuación puede llamarse, apropiándonos del título del texto de Althusser sobre Maquiavelo, la solitude de Lenine [la soledad de Lenin]: un período en el que éste se encontró básicamente solo, luchando contra la corriente en su propio partido. Cuando, en sus “Tesis de abril”, de 1917, Lenin identificaba el Augenblick, la oportunidad única para una revolución, sus propuestas se toparon primero con el estupor o el desdén de la gran mayoría de compañeros de partido. Dentro del partido bolchevique, ningún dirigente destacado respaldaba su llamamiento a la revolución y Pravda tomó la extraordinaria medida de disociar al partido, y al consejo de redacción en su totalidad, de las “Tesis de abril” de Lenin.»{8}

La versión que aquí queremos recoger sería más la de Zizek que la primera de Althusser: la soledad de Guevara no estaría dándose en función de una imposibilidad de clasificación teórica sino en el aislamiento político del ortograma en la que estaba inserto Guevara, el ortograma de la revolución socialista americana con epicentro en Cuba, lugar al que, precisamente tras el fracaso del Congo, era reticente a volver.

La tensión trágica que atraviesa los cuadernos de Praga se da en función de dos polos fundamentales: el de la soledad personal (biográfica) y el de la soledad política; la una y la otra quedan trabadas por lo que llamaremos la firmeza heroica del revolucionario como aventurero político, erguido en la intersección de necesidades objetivas desplegadas con arreglo a determinados esquemas de causalidad histórica. Se trata de una firmeza heroica, de una belleza moral, que, a pesar de permitir a quien asiste a mantenerse en pie, está llamada también a llevarlo inevitablemente a su derrumbamiento definitivo.

La soledad personal la veremos desde el punto de vista de su interpretación psicológica, en donde Guevara aparecería como punto dentro una recta (conformada a su vez por una sucesión de puntos) y cuyos perfiles se nos ofrecen desde un subjetivismo psicológico; la soledad política, en cambio, se determina en toda su magnitud a la luz de una interpretación histórico-política, donde Guevara se nos presenta ahora como un punto fruto de la intersección de rectas, de trayectorias políticas concretas (objetivismo político).

Desde el punto de vista de la soledad personal de Guevara (como la que queda plasmada en Los cuadernos de Praga), la libertad quedaría configurara como desesperación o rebeldía psicológico-anarquista y abstracta (nihilista en el límite): para John Lee Anderson, por ejemplo, el “logo” Che Guevara es el símbolo del “espíritu de rebeldía”, pudiéndose tratar, de hecho, ‘de algo inmanente a la condición humana’ (Abel Posse, pág. 194). A esta luz, Ernesto Guevara, el Che, no es más que el resultado de su locura, una locura que desde su infancia, merced a la enfermedad asmática que siempre lo aquejó, situó su vida en la permanente cercanía con la muerte:

«Y fue allí mi ocurrencia. ¿Quién dijo que esto de la muerte no podía ser vida? Bastaría saltar de esa cama de niño-baldado-para-siempre y estar dispuesto a vivir cada hora hasta el extremo. Era como una rebeldía súbita. Era tomar la vida por el revés y decirte: Madre, basta de pena, ¿quién dijo que se debe ir a la muerte desde la vida, protegiéndonos, cuidándonos, demorando menesterosamente el encuentro con la muerte? Yo iré, te lo juro, a la vida desde la muerte. Desde el riesgo. ¡Imponiendo el riesgo sobre la cultura de protección!
Y allí mismo me paré de un salto al lado de la cama. Me vestí pese a tus protestas. Te dije que ya no jadeaba (y traté de engañarte conteniendo los músculos del pecho). Y me largué al jardín.
Trataste de callarte. Me viste correr hacia el campo donde estaban mis amigos jugando al fútbol. Me viste meterme entre ellos, y correr sin aire, pero correr, bajo la llovizna de la tarde.
Y no pasó nada. Espantamos la muerte desde entonces. ¡Lo logramos haciendo que ocupara para siempre el centro.»{9}

Esta transformación vital de penumbra, marcada por la singular permanencia de la muerte en la trayectoria de una vida, fue dibujada también por José Revueltas, en un texto al parecer destinado a formar parte de una novela que no vio nunca la luz, y que quedó recogido en el tomo 11 de sus Obras Completas (Las cenizas, Obras Completas, tomo 11, Era, México, 1983) con el nombre de “Onán”:

«Sólo los hombres que pertenecen a la violencia y que por ello asumen desde un principio una predeterminación, son los únicos que participan del privilegio de que la distancia que existe entre el morirse y la muerte, sea más larga que la distancia de que disponen, en el mismo sentido, los demás hombres comunes. En estos últimos a veces apenas llega al grueso de un cabello, o cuando más, a unos cuantos segundos o minutos de duración. Pueden permitirse el lujo de encomendarse a Dios y bendecir a sus hijos, pues ninguna de todas estas cosas ha dejado de pertenecerles. Contigo y con los hombres como tú no puede ocurrir de esta manera. No bendecirás a ningunos hijos. Mueres con bastante anticipación a tu muerte, porque la nada necesita de testigos que demuestren su existencia. Eres el testigo de la nada. Evodio apretó los dientes con furia. Chinguen a su madre, chinguen a su madre, chinguen a su madre…»{10}

En sus Apuntes filosóficos, página 129, Guevara escribe: Un guerrero-guerrillero-heroico dura más o menos lo que un tenista, o un jugador de rugby: nunca pasará de los cuarenta. Y en la 221:

«Pasados los años se fue construyendo otra soledad: la del celador temido, la del juez permanente. “Tres días de plantón en el calabozo y sin comer”. “Irás al frente de combate desarmado; ¡tendrás que conseguir el fusil del primer enemigo que caiga!”.
Maquiavelo decía que hay que ser temido o amado, que nadie puede quedarse en el medio, que no hay príncipe que resista a quedarse en el medio.
Guevara aspiró secretamente a ser amado y temido. A veces, por la exaltación de sus seguidores, piensa que lo logró.
Pero lo seguro es su soledad. Forma retornante de aristocratismo, de desprecio por lo vulgar.»

Por cuanto a la soledad política, la libertad de Guevara queda troquelada como consciencia de una necesidad histórica concreta: la necesidad de tensar hasta su máximo límite el cuadro geopolítico y militar mundial con el propósito de inducir una inclinación histórica favorable al campo del imperialismo socialista generador. Guevara fue libre al morir ejecutado en Bolivia, pues esa muerte no estaba siendo otra cosa que las más acabada, y sin duda definitiva, manifestación de la libertad hecha consciencia. Desde este punto de vista Guevara aparece encarnando la divisa de Séneca según la cual la vida es milicia:

«–Guevara, te acercas al punto decisivo tan lleno de dudas como al comienzo. Has montado una máquina de conspiración en la otra punta del mundo, en tu mundo, para repetir lo que aquí, en el corazón del “sistema soviético socialista”, ya nadie quiere y hasta a ti mismo, aunque no lo confiesas como debieras, te causa repulsión. ¡Estos burgueses de gris, estos ventajeros y minicapitalistas del mercado negro! ¿Es que no ves a Rosevinge, a Vladimir, a los jóvenes del café Reduta? ¿No los ves o no los quieres ver? ¿Es verdad que vas a desencadenar lo de Bolivia?
–Es verdad. Es casi el último momento. Hay un momento de paridad de fuerzas militares, esto es, de fuerzas que puedan dirimir qué dirección va a tomar el mundo. Tú Vázquez Rojas, eres un pequeño burgués y no puedes comprender. Tu fuerza no pasa del escepticismo y de la ironía. No me puedes comprender. Parece ridículo decirlo, pero intento lo imposible: que un Vietnam final impida que el socialismo se precipite en su ruina con el arsenal intacto. Un Vietnam final que impida que sobre el cadáver de este socialismo degradado, la Gran Cerda capitalista concentre todas sus fuerzas de explotación y el mundo termine en una orgía de mercaderes y en una multitud de esclavos. ¡Vos mismo te joderás, Vázquez Rojas!» (Posse, pp. 289-290).

V

Concluimos. Hemos querido ofrecer con estas líneas algunas consideraciones en orden a ampliar o complementar la interesante sugerencia que Izquierda Hispánica ha hecho en El Revolucionario relativa a la caracterización del revolucionario como aventurero. La figura histórica americana que de inmediato aparece a la vista es la de Ernesto Guevara de la Serna.

Y al presentar el desdoblamiento de su trayectoria en un lado de personal soledad y en otro de la soledad política del proyecto que abanderaba e intentó llevar hasta sus últimas consecuencias, conjugación de las cuales nos ha sido posible apreciar en la bella pieza narrativa de Abel Posse, titulada Los cuadernos de Praga, hemos querido destacar el hecho de que lo fundamental, en la vida del Che Guevara como una vida dentro de la revolución socialista mundial, debe ser apreciado no ya en las determinaciones psicológico-biográficas que habrían de estar operando detrás del radicalismo político e ideológico con el que se condujo siempre, en su locura rebelde, sino en el hecho de que es la revolución misma en tanto que formación histórico-política e ideológica objetiva la que requiere, para poder llevar adelante su ortograma político y militar, a militantes del perfil, del temple y de la firmeza heroica trágicamente catastrófica de alguien como Ernesto Guevara de la Serna.

Y es sólo a la sombra de la magnitud de su propósito y del valor de su destino, al margen de que haya sido el triunfo o la derrota el resultado final, que la vida del aventurero político que fue adquiere su contraste y luminosidad como plasmación genuina del heroísmo político, resplandeciente para siempre, atractiva e implacable, como luminosa es la figura de quien en más de un sentido se nos aparece en el horizonte vital de Guevara, porque en ambos casos fue la muerte la alternativa única con la que su vida como milicia, una milicia que estaba a mil leguas de todo pacifismo, podía encontrar sosiego: el Quijote.

Che Guevara

«Usted preguntó, amigo, sobre por qué se le seguía. Realmente es una adecuada pregunta. Nunca hablaba de triunfo, sino de la misión revolucionaria. Hablaba que el combate de América llevaría “diez o quince años”, ¿se da cuenta? Sin embargo dejábamos la familia, la comodidad de estar en el gobierno, de ser un “revolucionario histórico”, aplaudido en las escuelas, ¡respetable! Era muy triste no poder seguir con él, aunque uno estuviese muy bien en Cuba. Uno tenía que irse de la Bodeguita del Medio a comer rata otra vez. ¡A tomarse el orín, a desangrarse en diarreas! El de Bolivia era un pequeño grupo, y fíjese, para que usted tenga idea de esa “mística de Guevara”: se anotaron para Bolivia cuatro miembros del Comité Central, dos viceministros y dos muy altos funcionarios… Piense que no es fácil dejar la pax burocrática.» (Los cuadernos de Praga, Abel Posse, pág. 254).

Notas

{1} Véase, de Izquierda Hispánica, ‘Izquierda Hispánica ante una teoría de la Revolución Política’, El Revolucionario, 19 de octubre, 2009, http://www.elrevolucionario.org/rev.php?articulo1582

{2} Ibid.

{3} Ibid.

{4} Luciano Canfora, La democracia. Historia de una ideología, Crítica, Barcelona España, 2004, págs. 11 y 12.

{5} Ibid., pág. 9.

{6} Abel Posse, Los cuadernos de Praga, Editorial Atlántida, Barcelona España, 1998, págs. 9 y 10.

{7} Louis Althusser, ‘Soledad de Maquiavelo’, en La soledad de Maquiavelo. Marx, Maquiavelo, Spinoza, Lenin, Akal, Madrid 2008, págs. 334.

{8} Slavoj Zizek, Repetir Lenin, Akal, Madrid 2004, pág. 9.

{9} Los cuadernos de Praga, págs. 240-241.

{10} José Revueltas, ‘Onán’, en Las cenizas, Obras Completas, tomo 11, Era, México 1983, págs. 153-154.

 

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