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El Catoblepas, número 94, diciembre 2009
  El Catoblepasnúmero 94 • diciembre 2009 • página 14
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Los Premios Nobel,
o el nuevo Caballero de la Orden de la Paz

Carlos Pérez Jara

Sobre los criterios, enfoques o justificaciones que llevan a este este tipo de galardones y sobre otros individuos ilustres designados por la Academia Sueca

Obama o el nuevo Caballero de la Orden de la Paz

1. Introducción al asunto

La concesión del Premio Nobel de la Paz al actual presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, el señor Barack Obama, ha sido recibida por muchos ciudadanos de distintos países como un gran «halo de esperanza» en un mundo sometido al imperio de las guerras y los conflictos perpetuos. Según comunicado público, el Comité de este prestigioso galardón mundial ha «valorado» las actitudes «ejemplares» del señor Obama ante las diversas amenazas que corroen al planeta Tierra y, en consecuencia a la llamada Humanidad como una totalidad «homogénea», absoluta. Textualmente, el presidente de dicho Comité, el señor Thorbjoern Jagland, ha declarado: «Raramente una persona como Obama ha capturado la atención del mundo y dado a su gente esperanza para un futuro mejor». Ésta y no otra parece haber sido la justificación del premio. Es decir, lo que en este caso se ha premiado no ha sido un resultado concreto real (al margen de que dicho resultado pudiera ser posible bajo las coordenadas en las que se mueven estos señores), sino una estimación de posibilidades; un abanico de futuribles tan agradables como dudosos. Obama aparece así para una gran parte de la «opinión pública» como la antítesis necesaria de su antecesor, el señor George Bush II; alguien que –supuestamente– ha llegado para transformar la realidad y a los que vivimos en ella de un modo positivo y evangélico; en definitiva, una fórmula que, como el negativo de una vieja fotografía, nos muestra que, ante la política belicista y «oscura» de Bush II, el nuevo jefe de gobierno apuesta por un mundo pacificado, una tierra de diplomacias y consensos universales.

Obviamente, lo que más llama la atención en este asunto es que se galardone a alguien por algo de lo que ni siquiera se tiene una percepción clara, sobre todo cuando no se ha traducido en ningún hecho concreto o palpable; que se considere embajador de la llamada Paz a un señor que gobierna el mayor imperio conocido, y que encima lo haga desde de hace menos de un año sin haber realizado aún ninguna obra de envergadura, ya sea bélica o pacifista al respecto. Es como si se premiara como Mejor Atléta del año a un individuo que, aunque no haya ganado ninguna carrera, presenta «ante el mundo» una actitud única para hacerlo, una disposición envidiable y una magnífica «forma física». Alguna voz disonante ha manifestado sus propias dudas respecto a si el señor Obama merece en el fondo este premio, o si es valedor del mismo en base a sus acciones. Pocos, o muy pocos, reparan en la propia idea de esa Paz por la que se le premia, sino que se ocupan casi obsesivamente en dilucidar si es merecedor de lo que se le concede, con independencia de que eso mismo tenga o no sentido alguno.

Pero antes de nada, es decir, antes de estudiar la elección del señor Obama en el apartado por el que se le galardona a bombo y platillo, nos parece oportuno adentrarnos un poco en lo que de hecho significan estos Premios a nivel internacional, así como en su historia, sus «argumentos» y sus mayores repercusiones. Sólo así podremos entender algo mejor la política de los distintos Comités que estructuran la Academia Sueca, lo que luego podría ayudarnos a reflexionar sobre la noticia en cuestión que ahora nos concierne, y que ha dado ya varias veces la vuelta al mundo. Y es que no parece muy razonable caer en la petición de principio de discutir sobre algo cuando ya se toma ese algo como sabido (o demostrado) de antemano. De ese modo, antes de saber si procede premiar la Paz, el sistema económico, o la obra literaria de turno, acaso sea oportuno describir antes el organismo completo de la institución que origina dichas discusiones o análisis; o lo que es lo mismo, escrutar el propio Premio como un objeto difusor de ideas más o menos interesadas.

Premios Nobel de la Paz

2. De voluntades póstumas

Con el auge de la revolución industrial, y más tarde, la génesis de núcleos de burguesía pujante, se fue abriendo una brecha entre las clases más pudientes del mercado pletórico, las mismas que acudían a salas de conciertos, reuniones sociales o iban a espectáculos típicamente burgueses, como la Ópera, y esas otras clases mucho más humildes que apenas sabían leer o escribir, y para las cuales la vida de los primeros era casi inalcanzable. Los privilegios sociales (ahora como entonces) se remarcan no sólo a través del dinero, sino principalmente por medio de actividades, símbolos o medios que eleven a unos por encima de otros. Durante gran parte del siglo XX, y con el desmoronamiento del Antiguo Régimen, la burguesía ejerció una función más que significativa en las economías locales o nacionales, pero así mismo jugó a representar un papel semejante al que ya habían desempeñado los ilustres antecesores de una época ya pasada. Y es que, en efecto, la burguesía contrajo algunos ademanes propios de una clase aristocrática, sustituyendo el blasón medieval por las insignias mercantiles, el club de campo o el palco de la Ópera. Más leídos que el resto de sus contamporáneos, durante las primeras décadas del siglo anterior, los burgueses secuestraron Ideas y se apropiaron de otras con el solo propósito de mantenerse socialmente como la Casta Suprema.

De esa forma, se apropiaron del mito decimonónico de la Cultura (o Kultur alemana), ligada a cierta presunción más o menos consensuada respecto a las valoraciones que pudieran darse sobre el arte y otras materias. Aunque más tarde hubo varias revoluciones «culturales» al respecto, y la clase media creció como la espuma diluyendo el temple elitista de la burguesía de principios del XX, las consecuencias y efectos de sus acciones aún se notan muy mucho, sobre todo en la medida en que se ha cerrado una cortina de prejuicios y arrogancias tan grandes que casi parece imposible que vaya a ser rasgada por medio de cualquier mínimo razonamiento sólido. El secuestro ideológico de esa idea mítica de Cultura es quizá uno de los mayores logros burgueses, y se convierte en el epicentro en el que se mueven los criterios y sentencias más peregrinas. En este ámbito es donde surgen los Premios Nobel, para convertirse en algo más que la consecuencia histórica de su época, sino en el referente mayor de los logros elitistas de quienes idearon tal plataforma, y de quienes manejan sus resortes.

Ser un premio Nobel es hoy en día algo así como ser reconocido por una Orden de Caballería del Medievo; una estancia superior de la que, incluso aunque muchos reniegan, muy pocos de esos mismos críticos ocultarían su alegría desbordante en el supuesto caso de ser galardonados, no importa el mérito, escritor, científico o pacifista. Como bien sabemos, estamos ante la materialización del «sueño idílico» del señor Alfred Nobel, el mismo que inventó la dinamita y que decidió más tarde (para reducir en algo su «complejo de culpa» al observar que su «invención» no se usaba sólo para las minas), y como voluntad póstuma, el que cada año se premiara a los señores que más hubieran destacado por sus contribuciones, ya fueran artísticas o científicas.

Al principio (1901) se galardonaba a los llamados «mejores» en los campos de la Literatura (piedra angular sobre la que giran los criterios de la élite burguesa y principio activo del mito de la Cultura), la Física, la Química, la Paz y la Medicina. Es curioso observar que en el propio testamento del señor Nobel hay un aroma cargado como el incienso a ese pacifismo que resopla por todas sus páginas, no ya como mera exposición de sus esperanzas personales, sino como manifestación ideológica de una comunidad social de su época que buscaba una nueva Era sin guerras. Lástima que el señor Nobel no hubiera vivido unos 30 años más, porque si no podría haber advertido lo pacífico que se fue volviendo el mundo desde su petición globalizada.

Un año más tarde, la ceremonia se institucionalizó hasta tal punto que el propio rey de Suecia era quien entregaba el galardón al premiado; honor de honores y pátina de un Antiguo Régimen en el que es el Rey quien concede la Cruz de una Orden; como la de Santiago, por ejemplo. Más tarde, apareció el llamado «Nobel de Economía» (1968), si bien su asimilación al grupo de los otros galardones resulta hoy polémica por razón de su propia génesis: esto lo trataremos más abajo. No obstante, bajo las disprepancias que puedan generar (como de hecho ya han generado) determinadas concesiones en los campos científicos, donde se ha reconocido desde el descubrimiento de la insulina hasta la penicilina, lo cierto es que resulta sorprendente, a la vez que paradójico, observar los múltiples y cambiantes criterios o enfoques que han llevado a premiar a ciertos señores y no a otros; reconocer supuestos méritos y olvidar o denigrar otros muchos. Ésa ha sido siempre la tónica, desde el principio.

Pero para trazar la línea vertebral que une y sintetiza las ideas, algunas veces dispares, otras más o menos comunes, de los Comités que forman parte de esta institución recrecida de la cual emanan otros premios en diversas partes del mundo (entre los cuales podemos destacar los «Premios Príncipes de Asturias» en España), señalaremos, por ejemplo, las inumerables contradicciones, fallas y absurdos en los que han caído de manera sistemática al tratar de conservar precisamente cierto espíritu idealista y globalizador, basado en una posible Paz Universal (la Paz Eterna kantiana) y en medio de una supuesta Humanidad globalizada, una aldea común donde las fronteras han desaparecido y donde se premia tanto a los supervivientes de diversos regímenes políticos, como se valora con especial ahínco a los adalides del «diálogo», a los detractores del cambio climático o a instituciones sanitarias. Un batiburrillo que parece ir encaminado a erigir panteones a la memoria de los Hombres Ilustres de cada época, ya sean grandes científicos, ecologistas de medio pelo fieles a la economía de mercado (aunque pueda entrar esto en contradicción con el propio ecologismo señalado) o literatos posmodernos.

Una de las notas que más destacan en la declaración de últimas voluntades del señor Nobel está en la condición que impuso para que se premiara a los escritores de cada año: «los premiados han de tener una clara posición idealista», palabras textuales. Esto, que pudiera ser un simple comentario causal, es quizá uno de los principios más activos del mundillo de la Cultura, y de quienes defienden sus posiciones arbitrarias. De hecho, durante muchos años, el burgués culto ha mantenido una posición claramente idealista entorno a los grandes sucesos que han marcado la anterior centuria, o bien se ha desmarcado de la realidad de los hechos cuando le ha resultado conveniente u oportuno.

Sólo unos pocos escritores activistas de los años 50 y 60 pueden suponer una verdadera excepción a la norma general que señalamos: George Orwell o Albert Camus, por ejemplo; eso cuando el activismo militante no se convierte en una mera profesión estética, una pose pública (y por tanto hipócrita) que ayuda a levantar una catedral de egos, como en el caso de Ernest Heminway o Jean Paul Sartré (de quien no obstante, podemos señalar su loable rechazo, por cuestión «de principios» al Nobel que le concedieron en 1964). En cierta forma, y como veremos más adelante, el señor Nobel no parecía querer premiar a grandes personalidades, por ejemplo, sino a notorios idealistas, ya fueran narradores, políticos o diplomáticos. No olvidemos la radiación claramente pacifista que se mantiene sobre los llamados intelectuales de nuestra sociedad, y la de quienes los veneran como a una clase superior, un gremio que ha adquirido un conocimiento supremo de las cosas y sus principios.

Premios Nobel de la Paz, El tribunal de Dios

3. El tribunal de Dios

En la nebulosa de las elecciones arbitrarias, también podríamos preguntarnos por qué se han elegido estos premios y no otros, por qué un Premio de Literatura y no uno de Pintura, por ejemplo; por qué se premia a la Medicina y no existe un premio Nobel de Política o de Filosofía, o de Matemáticas; por qué abundar en la Física y no en la Gastronomía, &c. Las suposiciones son casi interminables. Lo que resaltamos en consecuencia es que los distintos tipos de galardones Nobel son tan arbitrarios o dudosos como los criterios que llevan a los miembros de sus jurados a concederlos. Y sobre esta espiral de dudas (como las que puedan generar premios institucionalizados con un prestigio internacional) nos encontramos con que el propósito holizador, armonicista y sentenciador (pues los Premios Nobel parecen a veces como el Tribunal de Dios) de sus periódicos fallos anuales choca una y otra vez con la propia red o estructura de los galardones que ellos mismos han concebido.

Ahora aparece una nueva polémica de mano de los herederos del señor Nobel, al declarar que, en realidad, el Premio Nobel de Economía no existe ni lo ha hecho nunca. Que lo que se conoce y otorga en el fondo no es sino el «Premio del Banco de Suecia de Ciencias Económicas en Memoria de Alfred Nobel». Y no obstante, pese a la posible confusión pública, pocos desvinculan este premio de los otros al introducirlo en el mismo conjunto pues, de alguna forma, este tipo de galardones que premian a los economistas en su ciencia media, tiene más de una similitud (en su componente arbitraria, y en muchas ocasiones, idealista) con los de las otras ramas. Sin embargo, el núcleo de esta controversia surge –a nuestro juicio– porque un cierto sector hipócrita de la élite burguesa (abanderada ahora por los herederos del señor Nobel) pretende separarse, alejarse o ignorar la realidad contradictoria de los veredictos y, en consecuencia de los premiados entorno a los hallazgos económicos de las últimas décadas. Ahora protestan (cuando antes nadie decía ni pío) porque las dos terceras partes de los Nobel de Economía concedidos fueran a parar a economistas norteamericanos de la Escuela de Chicago; a adalidades de la economía de mercado más absoluta; a los ideológos de las políticas económicas que han arrasado con campos enteros de economía pública (depósitos de grandes bolsas de pobreza) y han dejado excesivo poder a las empresas privadas; tal es el caso del monetarismo de Friedman o de la economía privatizadora de Hayek.

Lo curioso es que se hable al respecto de los Nobel como una «marca registrada», argumentando que elecciones como las de los señores economistas Finn E. Kydland y Edward C. Prescott, defensores de la idea de una independencia absoluta de los bancos centrales (control y poder absoluto sin cortapisas), no son acordes al espíritu armonicista y pacificador que había soñado Alfred Nobel en su lecho de muerte. Porque lo que durante décadas y décadas no ha sido motivo de ninguna controversia, ahora, en una vuelta de tuerca de la élite burguesa más idealista o simplemente diletante u oportunista en los campos del gremio intelectualoide (la misma que se apunta el tanto a la vista de la crisis económica y de algunos de sus causantes), es causa de rechazo al despojar al Nobel de Economía de su barniz de brillo cultural; como si fuera la «oveja negra» del manso rebaño de galardones impecables que se idearon a partir de la buena voluntad de su ideólogo. Se acusa de que, bajo el nombre del señor Nobel, se hayan premiado sistemas económicos teóricos que poco o nada tienen de relación con la realidad de los hechos, para a continuación galardonar y reconocer la imponderable labor de organizaciones de dudosa ideología, a personajes de bajo o nulo trasfondo o cuyos argumentos son cuando menos discutibles.

Pero en realidad, con independencia de si son «marca registrada» o no (copyright para el mundo de la Cultura), los «premios Nobel» de Economía no sólo no distorsionan la realidad contradictoria y difusa de los otros galardones (Medicina, Paz o Literatura), sino que la ejemplifica y ensalza. De alguna forma, este tipo de premios es ya una parte integral u orgánica del mismo espíritu interesado que flota en la Academia Sueca; pues, si el Banco de Suecia apuesta por las maravillosas virtudes sociales que ha entrañado la política neoliberal de los últimos veinte años (la misma que ahora yace enferma de su propia medicina) los variados Comités apuestan a menudo por ideólogos del pacifismo más infantil e hipócrita, o se desviven por abrir alfombras de oro entorno a figuras políticas más que discutibles, cuando no repugnantes.

Al margen de las polémicas estructurales en la composición rígida y anacrónica de los premios Nobel, ¿abundan en exceso los descuidos, los intereses ocultos o los mediáticos? Las sentencias discutibles, cuando no reprobables, de sus fallos no se han dejado de producir ni tan siquiera en los campos de las ciencias, donde en principio podría haber menos discusiones al respecto. Y aunque estuviera nominado un año (1915), el señor Thomas Edison, inventor de la bombilla, del fonógrafo o el micrófono telefónico, al parecer no hizo suficientes méritos para recibir un galardón que obtuvieron otros colegas suyos por muchas menos invenciones, y desde luego de menor uso práctico y cotidiano. Claro que también se ha levantado una robusta cámara de silencio entorno al incomprensible ostracismo de la Academia Sueca respecto al señor Oswald Avery, el científico que descubre que el ADN es materia hereditaria: hoy día está más que demostrado que fue el químico sueco Einar Hammarsten quien bloqueó su candidatura de forma sistemática y durante décadas.

Gremios científicos enfrentados e intereses personales o profesionales, y desde luego ideológicos, han estado detrás de ciertos descartes para nada causales o «inocentes», como el que le ocurrió al señor Fred Hoyle, brillante astrofísico contrario a la teoría del Big Bang (eufemismo que él mismo bautizó) aportando su gran trabajo sobre la nucleosíntesis del carbono, descubrimiento realizado junto al astrofísico William Fawler, quien sí recibió el premio Nobel por idéntico mérito. ¿Sufrieron los miembros del Comité una repentina amnésia transitoria hacia el señor Hoyle y sus obras, o quizá pesaron en el dictamen sus polémicas con algunos de sus colegas de la época? Lo que en el arte literario podría tener alguna explicación estética (aunque más tarde o temprano se descubra que sólo subyacen razones políticas o ideológicas), en las ciencias los desaciertos no se han debido a simples «fallos inocuos». O había enconados enfrentamientos gremiales de comunidades científicas, o bien se ignoraba a ciertos colegas y sus hallazgos, como le ocurrió a la gran genetista Barbara McClintock, quien no obtuvo el premio hasta que ya era una anciana.

Pero si en los campos de las ciencias pueden haber más o menos disprepancias respecto a los méritos o deméritos de sus galardonados, en los de la Literatura o la Paz (?) el fondo de pensamiento de la Academia Sueca se hace por lo común sumamente difuso, cuando no casi surrealista; un año se premia al líder de una organización terrorista como adalid de la Paz, y al otro se defiende el indigenismo más retrógrado, en defensa de sectores que, si bien son pobres o están marginados, aún lo están mucho más por sus propias creencias supersticiosas o primitivas, o por no adaptarse a una sociedad más desarrollada. Un año se premia a un escritor de segunda fila, como nuestro compatriota, el señor Jacinto Benavente (1922) mientras se ignora para siempre la obra del escritor ruso León Tolstoi (uno de los grandes narradores de todos los tiempos), o la del señor Marcel Proust (de quien ya se conocían los dos primeros volúmenes de su En Busca del Tiempo Perdido, uno de ellos galardonado con el prestigioso Premio Goncourt), o la del irlandés James Joyce, o la del argentino J. L. Borges, Juan Carlos Onetti, &c (por cierto, mucho mayor tendencia a reconocer a autores nórdicos que hispanos); un año se premia a Martin Luther King (1964) como adalid de la Paz cósmica y en otro se le concede el mismo premio a Amnistía Internacional (1977), una organización armonicista e idealista que basa sus principios de acción en los llamados derechos humanos, y que critica tanto la formación de campos de exiliados por algún conflicto étnico de grandes proporciones, como la Pena de Muerte en países civilizados, a la que se tilda de «bárbara», «medieval», y de no tener en cuenta que cualquier vida es preciosa y única, ya sea un microorganismo de alguna ciénaga, una poetisa marroquí o un asesino en serie. Y si absurdos son los criterios de la Paz cuando dibujamos una línea temporal de décadas y vemos las posibles similitudes que pueda haber entre Kissinger, René Cassin, Médicos sin Fronteras, el eco-pacifista Al Gore o el propio Barack Obama, no menos aún lo son en el campo del «arte», entendido para los señores suecos como arte literario.

Ya se ha comentado muchas veces que muchos de los escritores más influyentes del siglo XX no han sido galardonados con el Nobel. Pero ya no es el hecho mismo de que se ignorara a Proust (quizá por que el resto de su obra completa se conociera tras morir) o a Franz Kafka (algo imposible en el fondo, pues su obra salió a la luz tras la desaparición del propio autor), ni a James Joyce (verdadero renovador de la narrativa contemporanea), ni al narrador Julio Cortazar, ni al español Gonzalo Torrente Ballester, ni a tantos y tantos escritores más o menos sólidos o talentosos del último siglo, sino que se haya ignorado por completo a verdaderos géneros literarios como la fantasía o la ciencia ficción, al estimarlos como géneros menores. De ese modo, se ha fomentado esa perniciosa radiación que luego, con las décadas, se ha constituido en el mencionado Planeta Cultura, una vasta red de consensos y prejuicios creada por una élite burguesa que dictamina sobre lo que es «grande» en el arte frente a lo que no lo es, y que siempre sentencia como un pontífice fiel a su credo, sin admitir nunca otra opinión «alternativa».

Desde la atalaya de una supuesta sabiduría celestial, estos señores han levantado altísimas murallas de prejuicios estéticos, sociales, políticos y desde luego filosóficos, con las que han logrado instruir a las universidades y escuelas de países del Primer Mundo, e incluso del Segundo. De hecho, la cosa ha llegado a tener un carácter tan solemne como lapidario, cuando se ha burocratizado en las mayores esconomías de mercado de occidente a través de Ministerios, Consejerías, y diversas instituciones públicas (financiadas con el dinero de los ciudadanos a los que adoctrinan) y que nos enseñan lo que es la Cultura con mayúsculas, de lo que no lo es.

Y así, por ejemplo, el «arte fantástico» será casi siempre visto con esceptisimo o desidia, describiéndolo como una forma escapista de «huir» de la realidad en vez de interpretarla: que es justo para lo que sirve la buena literatura, sea realista o fantástica, por cierto. No importa que muchas de las mayores obras de todas las épocas posean un componente claramente fantástico (mitológico, alegórico, o meramente imaginario), ya sea La Metamorfosis de Ovidio, la Odisea o La Ilíada de Homero; La Divina Comedia de Dante Alighieri; Las Mil y Una Noches; el Fausto de Goethe; El Quijote de Cervantes (¿o acaso es posible ignorar los elementos fantásticos de esta novela, tales como que el protagonista se entere a medio camino de sus andanzas que alguien «ha escrito» un libro con las aventuras y desventuras de un personaje muy «semejante» a él mismo?); prácticamente casi toda la novela romántica del siglo XIX, desde los poemas malditos de Edgar Allan Poe, hasta los mejores relatos de Stevenson, como El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde; los laberintos intrincados de Borges y su biblioteca de Babel; la realidad distorsionada y burocrática de Kafka; los países imaginarios de Nabokov (desde Ardis a la Anti-Terra), y así un larguísimo etcétera.

No, nada de eso importa, porque la consigna general es la de que ahora la «buena literatura» sirve para «arreglar» el mundo por medio del testimonio de quienes viven sus peripecias. Es la literatura posmoderna, el verdadero caldo de cultivo de una secreción abrumadora de literaturas de diversa índole que poseen el tono común de servir a la causa de un pretendido realismo; de una experiencia vivida. Vidas mediocres inmersas en un mundo mediocre. Y salvo contadas excepciones, como la de García Márquez en 1982, no habrá nada ni nadie que cambie esta inercia posmoderna, inculcada desde ciertas instancias cultas o sublimes como si fuera lo absoluto. En cierta forma, con la literatura posmoderna llegamos a ese estado casi estacionario (emic; acaso como el sublime «Fin de la Historia» de Francis Fukuyama) por el que se debaten las cuestiones sobre la posible «muerte de la novela» (decimonónica y en gran parte del siglo veinte), entendida como un ejercicio de estilo donde prevalece la trama o el argumento, para centrarnos con entusiasmo en la sicología barriobajera, reduccionista o anodina de los implicados en esas nuevas ficciones.

Tampoco el Nobel considerará nunca oportuno premiar las obras artísticas de otros campos narrativos, tales como el cine o el comic (se debe «respetar» como sea la última voluntad de un señor de su propia época, aunque surjan nuevas aplicaciones artísticas, o nuevos formatos: es el paradigma anacrónico). Obviamente, un Nobel del Comic -o de la Narrativa Gráfica- sería algo «excesivo» incluso para los que no comulgan con esta política de premios: no podrían caer tan bajo, por supuesto. En consecuencia, el fundamentalismo elitista burgués del último siglo, aposentado sobre los estándares de la Cultura, ha excluido completamente cualquier otra posibilidad artística narrativa y ha sentenciado sobre lo que debe prevalecer de lo que es sólo un entretenimiento casual; ha forjado límites que sólo existen en la cabeza de quienes los idearon, entre el gran arte y el arte pequeño. La novela policíaca, erótica, fantástica o de terror será reconocida muy pocas veces, porque, como ya hemos señalado, lo que importa es -bajo una perspectiva posmoderna- conformar una nueva «teoría de la novela» donde sus autores sean las voces realistas de una realidad política determinada, por lo común conflictiva, o bien se nos hable del eterno individuo célula de las grandes urbes, inmerso en sus crisis clónicas de ansiedades variadas.

En los últimos años, y para que no se diga que el Comité cede a las presiones populares de darle el Nobel a escritores consagrados en Occidente como Milan Kundera o Mario Vargas Llosa, parece que existe una tendencia irrefrenable en galardonar a escritores perdidos de países que han entrado, están o estuvieron en conflictos bélicos. Así, o se premia la poesía de una refugiada rumana, o de un superviviente del Holocausto nazi, o del Partheid sudafricano. No queremos con ello quitar méritos o añadirles algunos más a estos mismos autores, premiados desde el Olimpo Sueco con gran determinación, sino únicamente constatar que es en el campo literario (artístico, si nos apuran) donde las sentencias se vuelven ya más que discutibles, cuando no peregrinas; obviamente, detrás del galardón a la obra narrativa tiene que haber por fuerza alguna nota de orden político que sea acorde a las vibraciones del arpa del Comité sueco.

Por eso premiaremos a un escritor sudafricano en contra del Apartheid y no a Borges por sus declaraciones políticas. También hemos indicado que la «voluntad» testamentaria de quien organizó estos galardones pasaba por que se le dieran premios a narradores de clara tendencia idealista, algo que se hizo al pie de la letra durante muchos años (y aún se sigue haciendo en gran medida). Sólo más tarde se ha sustituido –en parte– esa premisa por la de aplaudir las obras de quienes levantan sus voces en medio de algún conflicto de grandes proporciones, ya sea una guerra, una dictadura o la segregación étnica (como el caso de Tony Morrison). En consecuencia, habrá premiados mejores o peores, pero siempre que «se mojen» ideológicamente, y dicha ideología pase por el pacifismo más férreo. En ese sentido, no importa si la obra artística de uno es mejor o peor; lo que importa es que los narradores apuesten por un mundo sin injusticias o las denuncien claramente. Nunca se hablará seriamente de haberle concedido el Nobel a Edward J.M.D. Plunkett, más conocido como Lord Dunsany (genio revolucionador de los mitos modernos de la fantasía que luego acuñaría el propio Tolkien, nominado a este premio pero nunca premiado por idénticas razones), o al escritor norteamericano Jack Vance (maestro de la ciencia ficción, autor de una obra extraordinaria con tesis materialistas de primer orden, como el determinismo cultural).

En el campo de la Paz las cosas no han sido mucho mejores, ni han servido (precisamente) para saber cuál es la raíz de ideas de los diversos individuos que han ocupado los asientos de los Comités. Lo que sí parece claro es que si se premia a un escritor por ser el reportero de una guerra o de un régimen que a la Academia le apetece reseñar ese año como un «mal ejemplo», no será posible hacer algo distinto con los individuos-paz (o al menos así los llamaremos en adelante). El problema una vez más es que en este campo, como en el de Economía, por ejemplo, se resaltan los criterios oscilantes y difusos de quienes han elegido al ganador de turno. Se puede premiar a Mihail Gorbachov por su política aperturista y conciliadora de la extinta URSS y varios años más tarde reconocer la labor del antiguo vicepresidente de los EEUU, Al Gore, con su visión lacrimogena del cambio climático y sus películas catastrofistas. La Academia Sueca parece así carente de un espíritu propio o motriz, de una convicciones sólidas (al margen de las nebulosas idealistas y pacifistas que flotan entorno a la misma, «testamento» de buena voluntad del señor Nobel), y oscila al ritmo de los vientos cambiantes de la Historia y de sus protagonistas posibles. Ya casi no hay hombre afable de la Política internacional (los que podemos catalogar como abraza-farolas, diplomáticos que podrían darle un abrazo a cualquier cosa sólo para demostrar que «hablando se entiende la gente») que no haya sido reconocido con el Nobel de la Paz, pues Koffi Annan también lo obtuvo en 2001. Seguramente, el señor Javier Solana debe estar entre los candidatos del futuro.

Premiemos a los adalides de la política económica más desestabilizadora socialmente (Friederich Hayek), mezclemos esto con diplomáticos ecologistas, indígenas planetarias y locuaces que dan conferencias a diestro y siniestro, líderes de organizaciones terroristas reconvertidos en abraza-farolas de los occidentales de los que dependen; reporteros literarios que tienen que poner en su boca el conflicto de turno (la experiencia personal, la vivencia, como diría Ortega y Gasset, tomada ahora bajo la cúpula del posmodernismo vigente) y añadamos que, incluso en los campos científicos mas notorios, algunos de los premiados no lo han sido por lo que de hecho fueron sus logros mayores, como en el caso de Albert Einstein; y así nos encontramos con una mezcla tan confusa como absurda, una masa pastosa de celebridades y personajes del siglo XX y parte del XXI que parecen haber sido tocados por la Gracia misma, ascendencia de la secularización de la propia Idea de Cultura, de la Kultur alemana a la que nos estamos refiriendo en todo momento. Pues en cierta forma, a los miembros de los Comités suecos para los distintos galardones Nobel parece haberles iluminado alguna revelación procedente del mismo Reino de la Gracia.

En adelante, y para acabar con nuestro análisis, nos centraremos en lo que ha sido el motivo (o la excusa, como diría un dramaturgo apurado para justificar el leit motiv de su obra) más o menos central del estudio sobre la política que mueve a los Premios Nobel; es decir, la concesión a un señor «de talla internacional» del Premio Nobel de la Paz y lo que esto significa en el plano real de las políticas de los diversos Estados del mundo.

super Obama Premios Nobel de la PazPax Americana

4. Real Politik y Pax Americana

Tras dos guerras mundiales y una guerra fría bajo el llamado Telón de Acero, parece que la premisa mayor es la de reconocer a los señores que han contribuido a procurar que éste sea un mundo «mejor»: desde Rigoberta Menchú a Obama, pasando por un largo etecétera, los Caballeros de la Orden de la Paz se presentan ante las instituciones burocráticas y parlamentarias como sujetos que «pueden» cambiar el panorama internacional o al menos contribuir a que cambie. Por eso, no se ha dudado en galardonar a hombres de paz tan notables como Henry Kissinger (uno de los grandes titiriteros de la política genocida de dictadores sudamericanos de corte militar que arrasó la vida de miles de personas durante décadas en países como Argentina o Chile), o al propio Yasser Arafat (líder de la organización Al-Fatah, grupo armado que ha ocasionado no pocos conflictos y muertes, y cuyos vínculos con el grupo terrorista Septiembre Negro, el mismo que atentó en Muhich, asesinando a once atlétas judios, son incuestionables).

Claro que también ha habido notables y entrañables anécdotas, como la posibilidad real de que Adolfo Hitler fuera galardonado con este premio allá por 1939 (quizá no habría podido acudir a la Academia por estar ocupado invandiendo Polonia). Desde la reivindicación de los «derechos de los indígenas» hasta la pobreza en la India, la Paz es una idea tan confusa como atractiva, y lo cierto es que ya incluso no importa si existen méritos (reales o imaginarios) para merecer una distinción tan eximia, o si de hecho alguien se ha preguntado qué significa aquello por lo que se le galardona, sino que el propio individuo se encarna en la misma idea que representa. Son los hombres y mujeres-paz, entidades difusas pero de un prestigio innegable para todos los que los escuchan o atienden.

En este sentido, la mayoría de los premiados por su supuesta contribución a la Paz (una Paz que no vemos por ninguna parte en el mundo real salvo en la Sala de Conciertos de Estocolmo) se han convertido -salvo honrosas excepciones- en verdaderos funcionarios del propio sistema de la élite burguesa cuya función no es otra que la de dar conferencias por muchos países en salones presididos por sujetos encorbatados y engominados donde se les regala la homilía conciliadora y envangelica de turno acerca de un mundo mejor, un futuro mejor, todo lo mejor que puedan caber en las cuartillas que leen de pie, frente a un atril de madera. ¿Pero dónde está esa Paz, y sobre qué principios universales o no, se asienta?

Las guerras, mecanismos dialécticos de las civilizaciones para conformar o consolidar sociedades políticas, no parecen muy dispuestas a desaparecer, a la vista de los hechos que determinan la realidad mas allá de las buenas intenciones. La Historia demuestra que los Estados se han levantado siempre sobre las cenizas de múltiples guerras y conflictos, porque si hay algo que nos reseña precisamente el conocimiento de dicha Historia, es darnos cuenta de que existen conflictos de intrereses entre poblaciones, barreras ideológicas o lingüísticas que van más allá del llamado Pensamiento Unificado, políticas sociales y económicas antagónicas unas con otras, sistemas culturales cuya posible idea de holización resulta casi cómica: indígenas de las islas Borneo unificados con los granjeros de Tejas, los monjes budistas del Tibet o los mahometanos de Afganistán. En definitva, que las sociedades políticas que han formado los Estados se basan (como se han basado desde siempre) en los ejércitos y la diplomacia, pero también en las guerras cuando éstas han sido necesarias. Y muchas veces el conocido como casus belli ha enturbiado la visión de quienes no han visto que los mencionados conflictos de intereses se han producido por la eutaxia, o conservación en el ser, de los propios Estados que las han librado.

Creer que la primera Guerra mundial se produjo porque alguien fulminó a tiros al archiduque de Austria, Francisco Fernando, en la ciudad de Sarajevo, o que la II Guerra de Irak se produjo por la «posibilidad» de que el régimen de Sadam Hussein tuviera armas de destrucción masivas -¿acaso no existe esa misma posibilidad en Corea del Norte?-, es (en otro plano, pero guardando cierta equivalencia lógica) como pensar que el señor Obama será en adelante el guardián de la Paz mundial cuando precisamente gobierna un imperio que sólo se mantiene por medio del uso de la fuerza, o de la amenaza de ésta. Mientras Irán fabrica cabezas nucleares o Corea del Norte juega a lanzar misiles sobre el mar del Japón, ¿de qué forma actuará el presidente de la Nación militar más poderosa del planeta? ¿Actuará tal y como se espera que haga, es decir, como el nuevo Salvador (esta vez de raza negra) que abrirá una nueva Era de Esperanzas, un Mesias renovado para un mejor futuro? ¿Le dirá por teléfono a Kim Jong II que lo importante es crear un mundo mejor, que ahora que es Caballero de la Orden de la Paz, él sabe lo que se hace y que lo mejor es darse un abrazo de hermanos de la misma especie y olvidar las viejas rencillas o los intereses enfrentados desde hace décadas y décadas?

De ese modo, la estrategia política del jurado sueco es la misma que la del eslogan de campaña electoral del propio premiado este año: yes, we can. Y es así porque lo que importa no es que Obama haya hecho algo al respecto de esa difusa paz por la que se le galardona, sino que la intención última de ser galardonado es la de hacer méritos a ello. Yes, you can, parecen haberle dicho al señor Obama colocando la pelota en su tejado. De esa forma, Obama ha de ser «digno» embajador de una paz que se nos antoja tan superflua como carente de contenido, pero que pretende condicionar su política internacional como posible antídoto a los ocho largos años de sistema «belicista» de su antecesor. «Ahora que eres premio Nobel de la Paz, no vayas a estropearlo todo con una guerra», parecen haber dicho los ilustres señores del jurado.

Así, nos encontramos con un tipo de Nobel que siempre resulta tan desconcertante como incluso misterioso: premiar algo basado en una hipótesis carente de fondo real. Como si los miembros del jurado fueran habitantes del País de las Maravillas de Lewis Carroll, y fieles a una «moral» surrealista, premiaran a un niño por las buenas acciones que se supone que va a hacer, y no por las que haya hecho por el momento. Sobre todo si tenemos en cuenta que, para nuestro caso, el fondo misma de esas acciones presupuestas no es más que una idea sin aplicación real. La paz de un territorio se dará muchas veces gracias a las guerras en otro, y sólo la mente anestesiada de una burguesía acomodada y occidental se ve incapacitada para percatarse de que no hay paz posible contra la barbarie terrorista de los iluminados que siembran el mundo, como no la hay para los fanáticos religiosos por cuanto que con ellos el diálogo es sencillamente imposible o, a un nivel estatal, entre ciertas fronteras y regiones.

Y es que sólo queda constatar finalmente que una cosa es discurrir sobre ideas tan gloriosas como vacuas, tales como el Bien General, la Felicidad Común o la Paz cósmica entre los Estados que conforman la realidad geopolítica del planeta, y otra muy diferente la realidad misma que imponen los hechos marcados por los propósitos de cada territorio. El armonicismo más recalcitrante es el que se concentra en estas propósiciones ideales. O lo que es igual, que es la Política Real, o Real Politik, la que acaba aniquilando la esencia, e incluso la existencia, de estas ideas que flotan en una nebulosa tan gratificante como inútil. Sin embargo, tal y como ya hemos apuntado en un principio, pocos «personajes públicos» han perfilado en sus conclusiones sobre el nuevo premiado ninguna clase de razonamiento respecto al cual se pueda decir, no si el señor Obama merece o no este galardón, si no de hecho qué significa en el fondo lo que se premia.

Voces críticas tan dispares como el señor Hugo Chavez (un gran ejemplo de hombre de paz, no nos cabe duda) o el realizador de cine de panfletos demócratas Michael Moore, han opinado que, a su juicio, el jefe de gobierno de los EEUU «no se merece» aún el premio porque hasta la fecha no ha hecho nada por la paz, y sin embargo pocos, o muy pocos, han reflexionado sobre lo qué esa paz significa realmente para quienes son elegidos por la Academia Sueca con el fin de convertirse «para los restos» en verdaderos individuos-paz, esto es, representantes formales de una serie de ideas difusas, caramelizadas. El asunto es que esto mismo se transforma casi en una broma magnífica cuando el premiado es precisamente el presidente de los EEUU, alguien que, con independencia de las «acciones» (que no vayan más allá del pacifismo diplomático más reservado que pueda existir en ciertas circusntancias) que haya acometido en sus pocos meses de mandato, comanda a la Nación y al ejército más poderoso que existe, y cuya política real entrará continuamente en conflicto con las expectativas ultrapacifistas de quienes apostaron por este señor como si fuera un dios pacificador. Pero la realidad impone sus condiciones del mismo modo en que el Comité Sueco por la Paz establece sus sueños de un mañana mejor.

Al señor Obama se le critica hoy que haya mandado más soldados a Afganistán, cuando se le presupone como una figura antitética al señor Bush II, y sin embargo, no creo que haya muchos de esos críticos que apuesten por la formación de un nuevo campo de entrenamiento de Al-Queda en el desierto afgano, o que deseen que los mahometanos más radicales vuelvan a derribar otros edificios de su país llenos de personas; ciudadanos americanos que viven en paz gracias en cierta medida a los ejércitos que los protegen, y a los jefes militares y de inteligencia que los resguardan de distintas y múltiples amenazas, internas o externas (salvo desastrosas excepciones, como las del 11-S en EEUU, o las del 11-M en España) . Es la paz de la guerra.

Quienes apedrean los tanques o ponen margaritas en los cañones no aportan otra solución que la de tirarse a los adoquines grises de tantas calles americanas o europeas pronunciando una vez tras otra esa palabra fetiche de la que hablamos todo el rato, como si estuvieran entonando algún mantra. Y sin embargo, nos parece que la ropa que visten, la comida que comen o el modo de vida que llevan está protegido y asegurado por aquellos a los que vilipendian de forma sistemática, pues siempre es mejor hablar de paz que de guerras. Sobre este asunto, el Premio Nobel remarca la posibilidad de «un mundo mejor», sin indicarse en ningún momento cómo es posible esta circunstancia, o si en el fondo no es más que una bonita quimera. Sobre todo cuando los intereses, y por tanto los beneficios, de un Estado, recaen muchas veces en los perjuicios de otro: ¿partiremos Cachemira, o la transformaremos en un territorio ubicuo, capaz de ser (al mismo tiempo) de la India y de Pakistán sin que por ello haya disputas? ¿Haremos hermanos de sangre a los musulmanes y cristianos? ¿O a los judíos con los musulmanes? ¿Confraternizarán los hutus y los tutsis para dejar de matarse entre ellos? ¿Rusia cederá sus pretensiones de ciertas islas del mar del Japón, como Chechenia se dará cuenta (o Rusia, o viceversa) que todos somos criaturitas del Señor, y que es mejor conducirse por el camino de la paz y olvidar esas pequeñas rencillas, total, por unos pocos de cientos de miles de muertos aquí o allá?

Por eso, diremos que la única forma de que tuviera sentido el premiar esta misma Paz sea precisamente la constatación de que si ésta existe es como moneda de cambio de la guerra; de que, en definitiva, la paz, en cualquier nivel en el que nos hallamos, es la paz de la guerra, o la paz producto de los conflictos o las tensiones que manejan el mundo; y que no existe civilización posible que no haya sido levantada sobre los pilares de tantos y tantos conflictos. Que la Paz impuesta por el Imperio Romano (Pax Romana) es la misma que impuso el Imperio Español en las Américas o el Inglés en la India (salvando las distancias, pues mientras el Imperio Español fue un Imperio generador, conversor de los derrotados a su sistema, el inglés apostó por la depredación más absoluta): la Paz del vencedor. Así pues, bajo nuestras coordenadas, y con independencia de las intenciones del Comité del Nobel, Barack Obama sería así (y de forma oportuna) el Premio Nobel de la Pax Americana, como concepto equivalente a una realidad impuesta de antemano por la fuerza de las armas. ¿O acaso la política internacional sería la misma sin la presencia de EEUU, ya fuera el conflicto de Cachemira, el de Rusia y Japón, o el de la misma Corea del Norte? No lo parece, desde luego.

Lamentablemente, ninguno de estos argumentos parece afectar lo más minimo a esa élite de la que hablamos desde el principio: burócratas encorsetados y burgueses comodones que, tras la barrera de sus prejuicios y sentencias discutibles o falsas, nos hablan de premiar a quienes critican las injusticias (escritores exiliados, conflictos, guerras, alambradas de espino y fuego de mortero), hacen algo por combatirlas (Amnistía Internacional y su política pedagógica de cantar a la vida como monjas ciegas, y de hacerle a veces el juego a individuos más que despreciables sobre el fondo de sus ideas «bien intencionadas» y pacíficas), elaboran sistemas o estudios sobre los mercados que aporten algo de luz a esta nueva Era (o bien desarrollan teorías que ayudan a las clases más adineradas, lo que entra directamente en conflicto con esa meta gloriosa del orden ansiado desde los asientos de la Academia Sueca) o son sencillamente los nuevos embajadores de Estocolmo en pos de una Paz que es casi tan bonita y posible como acariciar el horizonte.

Para concluir, resumiremos diciendo que sólo a una clase burguesa acomodada, hipócrita y anestesiada como la que existe hoy en grandes proporciones en Europa y parte de Norteamerica, se le podía ocurrir aplaudir tantos despropósitos en unos premios que, como los rayos de un Sol absoluto, dan calor y vida al Planeta Cultura mientras en el exterior se fragua una realidad muy diferente.

 

El Catoblepas
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