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El Catoblepas, número 95, enero 2010
  El Catoblepasnúmero 95 • enero 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

Carreras Artau y el Quijote como retrato de la psicología colectiva de los españoles (II)

José Antonio López Calle

Las interpretaciones psicológicas del Quijote (6)

Tomás Carreras Artau 1879-1954Tomás Carreras Artau 1879-1954

Segunda parte de la interpretación de Carreras del Quijote, en que el autor se propone reconstruir a partir de las ideas de Derecho privado espejadas en la magna obra la mentalidad y psicología de los españoles.

Ideas sobre la persona, la libertad y la igualdad

Las ideas acerca del Derecho privado de la persona giran alrededor de tres temas: la concepción de la persona y sus derechos, la libertad y la igualdad. En cuanto a lo primero, en el Quijote se traslucen, tanto en las concepciones populares como doctrinales, el sentimiento de dignidad personal, el derecho a la vida, aunque se muestra más bien en la forma negativa del derecho a la legítima defensa, del que hablan tanto don Quijote como Sancho, el derecho a la libre actividad y la inviolabilidad del domicilio (dice Cervantes en el prólogo de la primera parte: «Y pues estás en tu casa, donde eres dueña della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto al rey mato» [cursivas de Carreras]) y el del ejercicio de la fuerza individual («No pidas de grado lo que puedas tomar por fuerza», I, 21; «El que luego da, da dos veces», I, 34 y ocho refranes más en el mismo sentido citado en la novela).

En esto último, en el valor exagerado que alcanza el ejercicio de la coacción individual según se espeja en el Quijote, encuentra Carreras uno de los rasgos esenciales de la fisonomía del pueblo español, en el que se basa, a su entender, la propensión del español en la historia, en virtud de su temperamento o constitución especial, a la insurrección individual y reprocha a Costa haber confundido lo que es un rasgo psicológico del español, «un sustrato permanente de la raza», con un derecho reconocido jurídicamente «como principio constitucional en España» (op. cit, págs. 284-5). Y tan permanente considera este «culto idolátrico de la fuerza so color de sostener el propio Derecho» que todavía perdura en la España del presente; en manifestaciones tan diversas, como las sublevaciones militares, el pandillaje político y los motines, de un lado, como en el matonismo y la chulapería, de otro, percibe los efectos del temperamental espíritu levantisco del español.

En cuanto a la idea de libertad, el jurista catalán concluye que la concepción de la misma que se transparenta en el célebre elogio que le dedica don Quijote (II, 58) no es una nota aislada, sino que se halla en consonancia con las concepciones científicas sobre la libertad natural de los grandes tratadistas políticos, que trataban de establecer la compatibilidad de la libertan natural del hombre con la sujeción al poder político y las leyes, con la salvedad de Alonso de Castrillo, que consideraba la obediencia al poder político como un acto de fuerza contrario a la libertad y a la ley natural. Carreras ve una dificultad al reconocimiento de la naturaleza libre de todo hombre por parte de la filosofía doctrinal de la España cervantina en el intento de Sepúlveda y otros de legitimar la «esclavitud colonial» de los indios y la conquista de los territorios americanos exhumando doctrinas aristotélicas y romanistas; pero, a su entender, semejante nubarrón se despejó con creces con la firme defensa de la libertad de los indios americanos por Las Casas : «Aquellas gentes de aquel mundo nuevo, de su natura son libres y tienen sus reyes y señores naturales, que gobiernan sus policías.... Nuestra religión cristiana... a ninguno quita su libertad». No dice Carreras que Las Casas, por salvar a los indios de forma incoherente, condenó a los negros a la esclavitud. Pero consciente o no de esto, el caso es que a renglón seguido cubre ese flanco con la mención de Bartolomé de Albornoz por su condena del tráfico de negros como contrario a todo Derecho, divino y humano, condena que también hicieron otros, como Luis de Molina, aunque no los cite. Todo esto revela, según Carreras, que la idea de libertad natural era hondamente sentida por los espíritus superiores de la España del Siglo de Oro, entre los cuales estaba desde luego Cervantes.

En relación con su argumento es sorprendente que a un autor tan meticuloso y escrupuloso en el escrutinio de los textos se le escape que en el Quijote hay dos pasajes significativos, que ya comentamos en otro lugar, en relación con la esclavitud de los negros, lo que le debería haber llevado a plantearse si Cervantes sentía la libertad tan intensamente como le imputa. En el primero de ellos Sancho sueña con enriquecerse en el imaginario reino africano de Micomicón con la venta de negros como esclavos. Es difícil pensar que si Cervantes hubiera sido antiesclavista, jugase cómicamente con este asunto, sin mostrar su aversión; en el segundo es don Quijote el que se queja de que a los soldados viejos se les abandona como trastos inservibles como los criados negros cuando envejecen, a quienes sus amos echan a la calle; pero aquí lo que el caballero manchego recrimina no es el maltrato a los negros, sino a los soldados viejos y además la censura del maltrato a lo negros no implica condena de la esclavización de ellos. Si a esto se añade la visión denigratoria de los negros en El coloquio de los perros, a los que Berganza tacha indiscriminadamente de insolentes, ladrones y deshonestos basándose en su trato con dos esclavos de este color de un mercader sevillano al que sirvió durante un tiempo, es difícil no pensar que Cervantes, como tantas gentes de su tiempo, aprobaba la esclavitud de los negros, que muchas familias nobles y adineradas, como bien se espeja en esta novela, tenían como criados esclavizados.

Carreras también aborda la cuestión de si la defensa de la libertad en el Quijote va tan lejos como para abogar por la libertad de conciencia y la tolerancia religiosas. La respuesta juiciosa del jurista catalán es negativa, a la que llega luego de sacar a colación el célebre pasaje, que a no pocos ha confundido, en que el morisco Ricote se refiere a la libertad de conciencia:

«Pasé a Italia, llegué a Alemania, y ahí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas; cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia»[cursivas de Carreras]. II, 54

Carreras ignora que la expresión «libertad de conciencia» en referencia a los reformados alemanes tenía en la España cervantina un sentido despectivo, equivalente a libertinaje, a permisividad ante el mal. No obstante esto, el autor catalán no cae en la trampa de pensar que Cervantes, a través de Ricote, esté abogando por semejante tipo de libertad, gracias a un razonamiento basado en el sentido general del texto más amplio del que forma parte este pasaje y el contexto general de la España coetánea de Cervantes (véanse op. cit., págs 287 y 135-1449). Por un lado, el pasaje es parte del discurso de Ricote a través del cual Cervantes expresa su entusiasta aprobación del decreto de expulsión de los moriscos, aprobación ratificada en el Persiles (dato éste importante que Carreras no menciona) y que concuerda con la visión abiertamente negativa que tenía Cervantes de los moriscos según consta en El coloquio de los perros, donde se dirige a ellos en términos denigratorios; en vista de esto, es absurdo pretender que quien aprueba la política intolerante del Estado contra los moriscos al mismo tiempo abogue por la libertad de conciencia religiosa. Por otro lado, la intolerancia religiosa, argumenta Carreras, era un rasgo de la conciencia general de la nación en la España cervantina, por lo que, según él, la voz de Cervantes o del Quijote es la voz colectiva de la época. Ello explica el que la opinión pública recibiese con general aplauso la orden de expulsión de Felipe III y que ni ésta ni la opinión cualificada de la elite intelectual cuestionasen la legitimidad o justicia de la medida, sino su exacta aplicación u oportunidad, pues la conciencia colectiva colocaba por encima de todo el principio de la unidad religiosa, estimada por todos como la verdadera clave de la salud de la república.

Carreras termina este asunto vituperando a los cervantistas que recriminan a Cervantes pos su posición ante la expulsión de los moriscos, recordándoles que hay que juzgar a los hombres con la medida de su tiempo. La verdad es que la contribución del jurista catalán en este punto es un buen antídoto no sólo contra los que juzgan a Cervantes con criterios ético-morales de hoy, sino contra aquellos que, como Américo Castro, por citar un caso señalado, ponen su empeño en tergiversar los textos para presentarnos un Cervantes partidario de la tolerancia religiosa. A pesar de admitir que la mención de la libertad de conciencia en Alemania no autoriza a ir demasiado lejos y que también se usaba peyorativamente, y del sentido global de la exposición de Ricote, Castro concluye afirmando unas páginas más adelante que Cervantes estaba naturalmente con la tolerancia y no con la barbarie y que admite la existencia de esa tolerancia en Alemania, en Isabel I de Inglaterra y hasta entre los moros, pero no en España (véase su El pensamiento de Cervantes, Trotta, 2002, págs. 272-5). ¿Se puede disparatar más?

Por último, en cuanto a las idea de igualdad, el Quijote se hace eco tanto de las desigualdades estamentales de la época basadas en la sangre y el privilegio como de las formas diversas de entender la igualdad por parte del pueblo y de los filósofos. El autor parte de la constatación de que las desigualdades estamentales estaban fuertemente arraigadas y la novela cervantina, lejos de ignorar esta realidad, la refleja en el trato denigratorio de don Quiote a Sancho por razón de su bajo linaje, al que llama «grosero villano», «villano de grosera tela tejido» o al que, si viene a pelo, le recuerda su origen plebeyo o su antigua condición de porquero, como si tal origen fuese algo despreciable («No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanía [cursivas de Carreras], II, 43). A todo esto añádase lo que ya hemos comentado en otras entregas.

Sancho nunca rechaza tales ataques, ni siquiera se defiende de ellos, como si fuese algo natural el sentimiento de inferioridad jerárquica de los villanos o plebeyos frente a los nobles, que se hallan poseídos inversamente, como el propio don Quijote, de un sentimiento de superioridad jerárquica. El propio Sancho tiene tan asimilado este orden de las cosas que en su programa de gobierno anuncia su propósito de «guardar sus preeminencias a los hidalgos» (II, 49). Ahora bien, en el seno de este régimen cimentado sobre el privilegio, brotaban las ideas de igualdad. Por un lado, el pueblo español, naturalmente egoísta y utilitario, según una verdad inconcusa de la psicología colectiva, sostiene Carreras, concebía ésta en el sentido positivo de igualdad en la participación de los privilegios, de los honores, de las honras y mercedes; lejos de abogar por su destrucción, pugnaba por su total difusión en provecho propio. Esta concepción tiene un perfecto reflejo en el Quijote en un pasaje del gobierno de Sancho, en que el deseo de los insulanos de acceder al uso del título de «don» («Y yo, comenta Sancho, imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que piedras; pero basta, Dios me entiende, y podrá ser que si el gobierno me dura cuatro días, yo escarde estos dones», II, 45) es una muestra, a juicio del jurista catalán, de la aspiración del pueblo español de los tiempos cervantinos a participar por igual de los privilegios nobiliarios, en vez de abolirlos.

El pueblo español no estaba todavía maduro para concebir la igualdad moderna, caracterizada por la negación de los privilegios. Ni tampoco lo estaban los filósofos, aunque éstos, guiados por las ideas cristianas sobre la igualdad natural, abogaron al menos por la igualdad de capacidad de todos los hombres para la virtud, una igualdad ante la cual no valen las jerarquías sociales o de linaje. Esta idea de igual acceso de todo hombre a la vida virtuosa la proclama don Quijote en uno de los famosos consejos con que instruye a Sancho y que ya hemos traído a colación en otras ocasiones, donde se establece además la superioridad de la virtud sobre el linaje, de manera que el pobre o plebeyo puede alcanzar una superioridad ética y moral sobre el socialmente encumbrado que no logra ser tan virtuoso. Y en este asunto la voz del caballero manchego es, sostiene Carreras, la voz de los filósofos y demás tratadistas políticos y moralistas de la época, quienes rebajaron el fatalismo de la sangre con el ensalzamiento del igual poder de todo hombre de realizar obras virtuosas, lo que no depende de diferencias de linaje sino de la voluntad de cada uno con independencias de su estado social.

El autor catalán advierte perspicazmente que la apología de la igualdad de acceso a la virtud no equivale a combatir la organización nobiliaria ni menos aún a derogarla ni por parte del caballero manchego ni de la filosofía doctrinal de la época. Pues el mismo don Quijote que aboga por la igual disposición de todo hombre para obrar virtuosamente no duda en sancionar, como se ha visto, con sus palabras el régimen de privilegios vigente, sin que en ello se dé contradicción alguna. Y lo mismo sucedía entre los representantes de la filosofía reflexiva de la España cervantina, quienes, como doña Oliva (en realidad, Miguel Sabuco, como ya avisamos), Mariana, Rivadeneyra y Márquez entre otros, no sólo no impugnaron el estamento nobiliario, sino que pugnaron por reforzarlo saneándolo, esto es, proponían que la virtud fuese un mecanismo de promoción y recompensa sociales, que facilitase el ascenso, incluso ennoblecimiento, de los pobres o plebeyos virtuosos, con lo que de paso se lograría la regeneración de la nobleza. La defensa del libre acceso a la nobleza y a las más altas magistraturas y puestos del Estado y de la Administración pública de los más dignos o virtuosos, aunque sean pobres y por sangre innobles, no tiene más efecto que el de limitar el peso del valor del linaje con el de la virtud, pero sin abolirlo.

Advertencias como la anterior son un correctivo contra autores, como sobre todo Américo Castro, que veían, según ya vimos en su momento (véanse las interpretaciones autobiográficas del Quijote), en la proclama de don Quijote de la superioridad de la virtud sobre el linaje la impugnación de las jerarquías nobiliarias. Es una pena que no estudiase con atención la contribución de Carreras, al que prácticamente ignora, pues sólo lo cita una vez en El pensamiento de Cervantes sobre un asunto menor; le habría ahorrado desbarrar sobre esto y otras cuestiones.

De forma brillante termina Carreras su análisis de la igualdad en el Quijote con otra advertencia importante contra quienes confunden esta idea con la de igualdad ante la ley, base de la democracia moderna, con lo cual previene contra los que debido a este error ven en Cervantes un adalid del pensamiento democrático, una admonición que resume así el autor catalán:

«La fórmula de la igualdad según el pueblo, era entonces: Nosotros, también queremos privilegios! A lo que contestaban los filósofos: Vosotros, con la virtud podéis conquistar los privilegios! Mientras que el grito de la Revolución ha sido: Abajo los privilegios y los privilegiadosOp. cit. págs. 301-2

Ideas sobre el matrimonio y la familia

En cuanto al Derecho privado de familia, en el Quijote se registran las líneas esenciales de la visión de la familia en aquella época, una visión que distinguía en el organismo familiar tres sociedades interiores: la sociedad conyugal, la sociedad paterno-filial y la sociedad heril, en cuyo seno una misma persona, que oficia a la vez de esposo en la primera, de padre en la segunda y de amo en la tercera, es el centro del «Estado familiar», una especie de monarca en miniatura dotado de un poder absoluto sobre la esposa, lo hijos y los siervos o criados. Este principio absolutista que irradia en los tres círculos sociales integrantes de la comunidad familiar de los tiempos cervantinos se puede considerar el rasgo más característico de la idea sobre la familia entonces vigente, el cual impregna los demás aspectos de ésta. Acerca de todo esto había práctica unanimidad; las concepciones científicas van a la par de las concepciones populares, si no incurren a veces en mayor radicalismo.

Por lo que atañe a la idea de matrimonio vigente, el pueblo y la elite intelectual coinciden en proclamar el origen divino del matrimonio, su carácter sacramental y la indisolubilidad del vínculo matrimonial, lo que manifiesta el arraigo de las doctrinas cristianas sobre el matrimonio en la conciencia general de la época. Y entrando ya en el interior de la sociedad conyugal, en ella el padre es el centro de la autoridad familiar, de manera que tanto la mujer como los hijos están sujetos a su potestad absoluta, al que deben toda obediencia. Teresa Panza así lo reconoce: «Con esta carga nacemos las mujeres de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros» (II, 5). Tanto la filosofía popular como la filosofía reflexiva, de las que el Quijote se hace eco, se caracterizan por ser profundamente antifeministas, en conformidad con el espíritu de la época. Tanto los refranes espigados en la obra («La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa» II, 5; « La mujer y la gallina, por andar se pierden», II, 49), como lo dichos de personajes, lo mismo plebeyos, así la citada Teresa Panza, que nobles o letrados, como Lotario, retratan a la mujer como un ser inferior, débil, merecedor de relegarse al hogar y necesitado, por ello, de la guarda o tutela constante de alguien, de su marido luego de casarse y de su padre antes de ello. Lotario, de acuerdo con la doctrina aristotélico-escolástica, rubrica este antifeminismo al hablar de la mujer como un animal imperfecto (I, 33), que requiere protección para lograr ser virtuosa, algo que por sí misma, por lo visto, no puede alcanzar. Correspondientemente, los moralistas del Siglo de Oro (Luis Vives, fray Luis de León, Malón de Chaide, fray Antonio de Guevara, Quevedo, Saavedra Fajardo, etc.) se prodigaron en la glosa de ideas del mismo tenor, llegando algunos a equiparar incluso la inferioridad y debilidad de la mujer con la de los hijos dentro de la familia o privar a la mujer, como es el caso de Vives, de la potestad sobre su propio cuerpo, que pertenece al marido.

Hasta uno de los motivos fundamentales de la trama ideológica del propio Quijote tiene que ver con la admitida inferioridad de la mujer debida a su debilidad congénita, a saber, la protección de los desvalidos, de los débiles, de los inferiores, pero ya se sabe que, amén de los huérfanos, los débiles por excelencia son las mujeres, bien como doncellas, bien como viudas; las casadas quedan excluidas de la misión de amparo caballeresco, porque se supone que ya disponen del auxilio de sus maridos.

Pero dejemos ya el estatus de la mujer en el seno del matrimonio y entremos ahora en la sociedad paterno-filial, en la cual el padre aparece provisto de un poder ilimitado para atender al bien de los hijos, entre los que descuella el deber de dar una buena educación a los hijos, asunto del que trata don Quijote en conversación con don Diego de Miranda y que, desde luego, era una preocupación grave de los escritores políticos y moralistas de la época; y al que se refiere escuetamente Teresa Panza dirigiéndose a su marido, portavoces ambos de la filosofía popular, para pedirle que se lleve a su hijo Sancho con él para enseñarle a gobernarse. La autoridad paterna se extiende hasta el punto de conferirse a los padres el derecho de dar estado a los hijos y de elección de cónyuge. Así don Quijote se queja de que el casarse dependa de la voluntad de los hijos, ya que con ello «quitaríase la elección y jurisdicción a los padres de casar sus hijos con quién y cuándo deben», pero es mejor, según él, que sean los padres los que seleccionen al futuro cónyuge, pues éstos se rigen por el entendimiento para escoger estado, lo que es de la mayor importancia habida cuenta de la gravedad del asunto en juego, cual es el acertar en el matrimonio, mientras que los hijos, cegados por su amor y afición, corren más riesgo de errar en la elección (II, 19). En fin, la asignación a los padres del derecho a dar estado a los hijos, incluso sin su consentimiento, es una muestra más de la concepción de la patria potestad como un poder casi absoluto dominante en la conciencia general de la época, compartida por los representantes de la filosofía reflexiva, muy influidos por las doctrinas romanistas, como Vives, que veía a los padres como los representantes de Dios para con los hijos y por ende sus mandatos como preceptos divinos, Mariana, que consideraba al padre de familia como gobernante despótico de sus hijos y a éstos como esclavos suyos, o Molina, que no vacila en conceder al padre la atribución de vender a sus hijos en caso de extrema necesidad.

Sin embargo, en el Quijote hay voces discrepantes que rompen con la presunta unanimidad acerca de la facultad del padre de familia de dar en matrimonio a sus hijos, que Carreras no ignora, pero no les da importancia. Estas voces pertenecen a dos miembros del estado llano, un cura, tío de Marcela, y un cabrero, el cual, al relatar la historia de Marcela, comenta que su tío decía que «no habían de dar lo padres a sus hijos estado contra su voluntad», opinión que el cabrero aprueba resueltamente (I, 11). Ahora bien, de acuerdo con el método simbólico de Carreras, estas opiniones deberían ser representativas de la filosofía popular. Pero, ¿realmente había un sector de la opinión popular que participase del punto de vista del cura y el cabrero? Esto no lo puede decidir el refranero, el recurso habitual de Carreras, sino los documentos históricos sobre las formas de pensar de las gentes de aquel tiempo.

Esto último nos invita a reflexionar sobre uno de los fallos del método de Carreras, que asocia los dichos de don Quijote con el pensamiento doctrinal y los de Sancho y otros personajes del estado llano con la forma de pensar del pueblo español de entonces. En el primer caso, el elemento de contraste utilizado, aunque no carente de dificultades, como señalamos páginas atrás, posee más rigor, pues el cotejo con los representantes de la filosofía reflexiva de la España cervantina proporciona un factor externo de contrastación que permite determinar hasta qué grado coinciden las ideas de don Quijote o de Cervantes-filósofo con las del sector intelectual de la sociedad. Ahora bien, en el caso de Sancho y demás personajes plebeyos Carreras no dispone de un elemento de contraste externo al Quijote. Se limita a dar por supuesto que las opiniones de los individuos del estado llano tienen que ser representativas del modo de pensar del pueblo, opiniones que muchas veces, cuando Carreras no dispone de un dicho o comentario de un personaje, se sustituyen por los refranes, como si éstos permitiesen averiguar de forma inequívoca lo que el pueblo de forma homogénea pensase acerca de cada tema.

No tiene en cuenta que los refranes son imprecisos, ambiguos, admitiendo muchas veces interpretaciones contrapuestas y que no pocas veces los propios refranes se contradicen («A quien madruga, Dios le ayuda»; «No por mucho madrugar amanece más temprano»). Sorprende que él mismo no se percate de esto último, pues cuando aborda la cuestión de la igualdad espiga refranes que proclaman la igualdad («Todo el mundo es uno» II, 38; «No hay estómago que sea un palmo mayor que otro», II, 33; «Cuando Dios amanece, para todos amanece», II, 49), después de haber extractado otros que sancionan la desigualdad de clases (« Algo va de Pedro a Pedro», I, 47; «Cada oveja con su pareja» II, 19, etc.), de acuerdo con su propia exégesis. ¿Cómo, pues, fundándose en el refranero cabe concluir, como hace Carreras, que la voz íntima del pueblo, que a su través se expresa, nos anuncia que éste es por naturaleza esencialmente igualitario? (Véanse, op. cit., págs. 294-5). Hasta qué punto el pensamiento de los personajes plebeyos acerca de las grandes cuestiones que estamos examinando refleja fielmente la manera de pensar del pueblo español de la época es algo que, como decíamos, se debe atestiguar no con el refranero sino con documentos y testimonios históricos, lo que, desde luego, Carreras dista de hacer.

Volviendo a la familia, sólo nos resta referirnos a la sociedad heril, una extensión natural de la familia, cuyos rasgos esenciales se delinean asimismo en el Quijote. A través de su protagonista se nos retrata al amo como un señor, un superior dotado de autoridad sobre el siervo o criado, lo que, cuando es menester, le recuerda don Quijote a Sancho: «Haz lo que tu amo te manda, y siéntate con él a la mesa» (II, 29), un refrán por cierto en boca del hidalgo manchego; «Sancho, es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado, y de caballero a escudero» (I, 20). En otro lugar, se equipara al amo con un padre, que gobierna a los siervos o criados como si fuesen hijos y al que éstos deben respeto como a un padre: «Después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen» [cursivas de Carreras] (ibid.)

Tales ideas era las usuales entre los moralistas y tratadistas políticos, como fray Luis de Granada, Soto, Molina o Saavedra Fajardo, cuya citas oportunas registra Carreras para corroborar su tesis de que don Quijote o Cervantes-filósofo es la voz de la filosofía reflexiva de aquel tiempo. En fin, el amo posee un poder casi absoluto sobre sus criados, un poder que queda limitado, no obstante, por el derecho de legítima defensa cuando la autoridad del amo degenera en un mero poder físico arbitrario, derecho al que una vez tiene que apelar Sancho cuando su señor comete el desmán de querer azotarle sin su consentimiento para desencantar a Dulcinea: «Ni quito ni pongo rey, contesta Sancho justificándose, sino ayúdome a mí, que soy mi señor» (II, 60).

Ideas sobre la propiedad

Las ideas sobre el Derecho privado en el Quijote culminan con el tratamiento del derecho de propiedad, derecho que se halla reconocido allí tanto por las concepciones populares como las científicas. En la gran novela se atestigua no sólo este derecho, sino también la concepción de la época de acerca de qué actitud se debe guardar ante las cosas poseídas o propiedades. Para ilustrar ambas cosas, Carreras echa mano de la célebre disertación de Cervantes acerca de la pobreza de espíritu como la actitud ética más adecuada de un cristiano antes las posesiones. Esta disertación, en la que el autor, oculto tras el disfraz del moro Benengeli, se erige, en vez de don Quijote, en la voz del pensamiento reflexivo de su tiempo, termina con estas palabras:

«Yo, aunque moro, bien sé, por la comunicación que he tenido con cristianos, que la santidad consiste en la caridad, humildad, fe, obediencia y pobreza; pero, con todo eso, digo que ha de tener mucho de Dios el que se viniere a contentar con ser pobre, si no es de aquel modo de pobreza de quien dice uno de sus mayores santos: tened todas las cosas como si no las tuviésedes [cursivas de Carreras], y a esto llaman pobreza de espíritu». II, 44.

Esta doctrina de origen paulino, que ensalza la pobreza de espíritu como virtud excelsa, enseña, no a condenar las riquezas, sino a saber vivir con ellas con despego, lo que de paso facilita cumplir con el mandato de la caridad que obliga a compartirlas con los pobres. Pues bien, a la posición ética y social ante la propiedad que se desprende de esta doctrina Carreras la denomina de una forma desorientadora «comunista», de lo que él mismo se percata y de ahí su insistencia en que, a diferencia, de lo que él llama el «comunismo material o mecánico» de las teorías socialistas contemporáneas, se trata de un «comunismo espiritual», expresión que sigue siendo insatisfactoria, y por ello termina declarando, que por tal comunismo espiritual o cristiano no entiende otra cosa que «una doctrina profundamente ética y social sobre la propiedad y la riqueza» (op. cit, pág. 353), que es la que defendieron los tratadistas políticos y moralistas españoles de la España del Quijote. Vives o Mariana entre otros, continuando la doctrina de la filosofía patrística y tomista, alentada por la concepción cristiana de la caridad, clamaba contra los poseedores egoístas de las riquezas.

Esta interpretación conduce a Carreras a rechazar la tesis de Costa según la cual la propiedad se habría concebido en un sentido colectivista en la época cervantina. Y en ello acierta, pues los autores del tiempo de Cervantes que Costa esgrime como colectivistas agrarios, Vives, Mariana y González de Cellorigo –los escritos principales sobre el tema de Caja de Leruela y Marinez de la Mata son ya posteriores a la muerte de Cervantes y, de todos modos, tampoco lo son- son, en realidad, intervensionistas, pero no colectivistas. Los que más se acercaron al colectivismo agrario de Costa fueron Vives y Mariana; pero el primero, en su Del socorro de los pobres (1526), si bien presenta la comunión de bienes como el estado primitivo de la sociedad humana, no propone un retorno a este estado o la reorganización de la sociedad del presente según el esquema colectivista, sino anular la actual división injusta de la propiedad y emprender una nueva redistribución de ésta más justa que remedie las extremas desigualdades del presente estado de cosas, esto es, Vives no quiere abolir la propiedad privada, sino dividirla mejor; por otro lado, el análisis de Costa se halla lastrado por atenerse únicamente en sus citas a Del socorro de los pobres, ignorando sorprendentemente que en un opúsculo posterior, De la comunicación de los bienes (1535), un alegato contra el comunismo anabaptista, su posición no sólo se define como no socialista, sino como abiertamente antisocialista o anticolectivista. Mariana, por su lado, a lo más que llega en su tratado Del rey y de la institución real (1599) es a propugnar que el Estado se incaute de las fincas incultas o mal cultivadas y cultivarlas por su cuenta; a esto se le puede llamar intervensionismo económico, pero calificarlo de plan de socialismo de Estado para la agricultura, como hace Costa, es exagerado.

Carreras no ignora la existencia del discurso de don Quijote a los cabreros sobre la Edad de Oro, en el que se postula un primigenio estadio natural de comunión de bienes, en que las palabras mío y tuyo no eran conocidas, lo que cabría interpretar como un cuestionamiento de la legitimidad de la propiedad privada y una apología del socialismo. Pero Carreras no se deja seducir por esta interpretación y arremete con dureza contra los cervantistas que pugnan por retratar a Cervantes como socialista motejando con razón sus opiniones de gratuitas. De entrada, esta exégesis es incongruente con otras partes del Quijote, como la arriba comentada disertación del narrador sobre la pobreza de espíritu, que sólo tiene sentido bajo el supuesto de la existencia de la propiedad privada como algo legítimo. O con aquel pasaje en que maese Pedro invoca el principio de que «no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueño, y no lo restituye» (II, 26). Carreras alega además que la filosofía popular, según consta en algunos refranes registrados en la novela, como aquel que dice en un tono ético-cristiano afín al de las concepciones científicas: «Con lo mío Dios me ayude» (II, 7), reconoce la legitimidad de la propiedad individual.

Finalmente, Carreras, entrando en el propio discurso sobre la Edad de Oro, argumenta contra la interpretación socialista de Cervantes que su descripción de la comunidad primordial de bienes y riquezas es meramente un supuesto poético y no un principio inconcuso del que quepa extraer consecuencias indefectibles sobre el estado actual de cosas, objeción que está en la línea de la que formulamos nosotros en los lugares en que comentamos el discurso, donde alegamos que el discurso sobre la Edad Dorada es una pieza meramente literaria, cargada de ironía, que el propio narrador desacredita al presentarlo como «un inútil razonamiento» fruto de un antojo de don Quijote, a quien, dada la conexión habitual entre este tópico literario y la vida rústica y pastoril, se le activa su recuerdo en presencia de unos cabreros cuando éstos le dan unas bellotas. Completa su argumento con el cotejo de la leyenda de la Edad de Oro, tal como la expone Cervantes, con el uso que hicieron de ella algunos tratadistas políticos, como Vives, Mariana, Oliva Sabuco y Saavedra Fajardo, quienes no extrajeron del supuesto estado primitivo de comunidad de bienes, roto por el pecado original, como sostiene Vives, la consecuencia de que la sociedad del presente deba reorganizarse de acuerdo con el colectivismo; también estos autores adoptaron el mito de la Edad de Oro o del estado paradisíaco, en su versión cristiana, como un supuesto poético y del mismo modo que ellos no lo utilizaron para oponerse a la propiedad privada, no es correcto inferir que Cervantes lo use para cuestionar la legitimidad de ésta y abogar por la propiedad colectiva.

Carreras podría haber argumentado además, como hicimos nosotros en su momento, que forma parte de la trama argumental e ideológica del Quijote el reconocimiento de la propiedad privada, pues precisamente una de las funciones de los caballeros andantes, en su tarea de reparar injusticias, consiste en devolver a sus legítimos dueños las propiedades, como castillos, heredades o haciendas, señoríos, reinos e imperios (no se olvide que en la ideología de la época reinos e imperios son un patrimonio de sus titulares legítimos; así Amadís se lanza a la guerra contra el rey Lisuarte en defensa del derecho legítimo de Oriana a heredar el reino de la Gran Bretaña, del que su padre pretende privarla ofreciéndola en matrimonio al emperador de Roma) arrebatados o usurpados por caballeros malvados.

 

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